Resumen: En el presente trabajo intentaremos esbozar una crítica de la tradición marxista, con el objeto de mostrar algunos de sus elementos teóricos más descarnadamente eurocéntricos. Desde una perspectiva decolonial, observaremos que buena parte de dicha tradición seguía manejando esquemas, concepciones y presupuestos que la incapacitaban para comprender la especificidad de la situación histórica de los pueblos colonizados. Es más, en muchos casos la filosofía de la historia marxista desembocó en una justificación explícita de la violencia colonial, concebida ésta como un mal doloroso pero necesario para alumbrar una posterior transición al socialismo. El marxismo eurocentrado, por todo ello, apenas pudo calibrar en su íntima especificidad la verdadera índole de algunas luchas anti-coloniales.
Palabras clave: marxismo europeo, eurocentrismo, colonialidad del saber, crítica decolonial, conocimientos subalternos.
1. Introducción
Una lacerante ironía, y lo expresamos así para mantener cierta cautela, ha latido desde siempre en el pensamiento emancipador europeo.
Cómo no recordar el tremendo ejemplo de Santo Domingo, colonia francesa en 1789; la revolución martilleaba con frenesí las calles de París, mientras un deleznable sistema esclavista permanecía en las Antillas colonizadas.
Bien es cierto que, en su momento más ardiente y pujante, la Asamblea francesa (la Convención Nacional) otorgó la libertad a los esclavos de las colonias (un 4 de febrero de 1794); aunque, poco tiempo después, los sectores más reaccionarios (espoleados por la burguesía marítima francesa y por la plantocracia blanca de las colonias antillanas) revocaron dicha liberación.
Pero los esclavos de Santo Domingo no permanecieron inmóviles y sumisos, a la espera de una liberación exógena concedida por filántropos europeos; ellos mismos, “jacobinos negros”, hicieron suyos los ideales ilustrados de la libertad y la igualdad, levantándose en armas contra la tiranía esclavista (James, 2003).
Bonaparte tuvo que enviar tropas a Santo Domingo, miles y miles de soldados del ejército más poderoso de Europa, para tratar de sofocar la rebelión y restaurar el sistema esclavista. Pero los negros vencieron; las tropas napoleónicas fueron derrotadas y expulsadas de la isla. Los ex-esclavos ganaron su emancipación y declararon la independencia de Haití (1804).
Y es justo ahí donde arranca nuestra reflexión. ¿Pudo el pensamiento europeo, incluso en sus momentos más revolucionarios, desasirse por completo de la mentalidad racista y esclavista? Desde luego, muchos espíritus abiertamente abolicionistas señalaron con ímpetu la vergüenza ignominiosa de un republicanismo revolucionario que pretendía sostener, incurriendo en nauseabunda contradicción, la esclavización de otros seres humanos; y también es cierto que tales espíritus llegaron a tener notable influencia política (hasta el punto de que la Asamblea francesa, como decíamos hace un momento, declaró abolida la esclavitud en los territorios de ultramar).
Pero la mentalidad colonialista y racista permaneció, como un quiste casi inmarcesible, en el pensamiento europeo. Y cuidado, porque no hablamos únicamente del pensamiento reaccionario; también en el pensamiento emancipador, y es éste el objeto de nuestro trabajo, perduró esa herencia racista y colonial. Incluso en el pensamiento europeo más radical, aquél que pretendió liberar a las masas explotadas de todo el mundo, podemos detectar la mencionada herencia. Nos referimos al pensamiento socialista.
Y por ello, a continuación, examinaremos de forma crítica algunos elementos vinculados al colonialismo eurocéntrico que permanecieron anclados en el interior de buena parte de los discursos marxistas.
2. El lugar privilegiado de la enunciación revolucionaria
En la construcción discursiva y metodológica de disciplinas teóricas tales como la antropología o la etnología siempre operó una pronunciada jerarquía de la mirada: la cultura occidental era el sujeto que estudiaba, y el resto de las culturas aparecían como el objeto estudiado.
El martiniqués Aimé Césaire lo señaló tempranamente: “Es Occidente el que hace la etnografía de los otros, y no los otros los que hacen la etnografía de Occidente” (2006, p. 39). La disciplina antropológica, sostenía el haitiano Trouillot, resultó ser en muchas ocasiones un dispositivo muy funcional para el despliegue del poder colonial, precisamente porque se fue construyendo a través de una potente reificación de todos los “otros no-occidentales” (2011a).
Esos otros debían ser conocidos para ulteriormente ser intervenidos, reducidos y administrados; construir un objeto de conocimiento y un objeto de sometimiento llegó a ser la misma cosa, y el discurso antropológico aportó “cientificidad” a esa dominación fáctica (Restrepo, 2007, p. 296).
Las configuraciones epistémicas no occidentales aparecieron sistemáticamente desvalorizadas y vilipendiadas (Mudimbe, 1988). Puede concluirse, en vista de lo cual, que la historia misma del conocimiento aparece integrada en el propio desarrollo del sistema-mundo moderno; el despliegue mismo de los conocimientos viene configurado y jerarquizado por las determinaciones geopolíticas, geoeconómicas y geoculturales de una secular matriz imperial- colonial (Mignolo, 2001).
Porque, además, y como bien señaló ya a principios del siglo XX el sociólogo e historiador afro-norteamericano Du Bois, la “línea de color” que separa al colonizado del colonizador no fue únicamente la expresión de un cierto modelo social o una perversa estrategia geopolítica, sino que tal línea atravesó la constitución misma de las ciencias modernas y su concomitante humanismo (2014).
Porque la colonialidad del poder también se infiltra en el ámbito de los conocimientos; es más, éstos quedan troquelados en buena medida por dicha colonialidad (Walsh, 2005). Por lo tanto, no puede separarse el desarrollo de los saberes sociales modernos de la organización colonial del mundo. La dimensión epistémica está atravesada de asimetrías geopolíticas y geoculturales, hasta el punto de que muchos saberes no europeos o no occidentales fueron históricamente excluidos, silenciados, estigmatizados y “folclorizados”, condenados a posiciones subalternas o marginales, relegados al violento ostracismo de lo impensable, lo subhumano y lo pre-racional.
Cabría hablar, incluso, de verdaderos procesos de “epistemicidio”, como lo define Boaventura de Sousa Santos (2010). Pero debe comprenderse que la dimensión epistémica de la dominación no es simplemente el correlato “superestructural” (un epifenómeno ideológico) de la verdadera dominación material (que ocurriría en otro nivel); la dimensión epistémica, por el contrario, es parte constitutiva de la dominación colonial y neocolonial (Castro-Gómez, 2007, p. 88).
Homi K. Bhabha apuntaba a una persistente “violencia epistémica” ejercida a través de esa mirada blanca, patriarcal y eurocentrada que fue construyendo al dominado, sojuzgado y colonizado (2002, p. 63). El “decir europeo” se convierte así en el lugar privilegiado de la enunciación, y algunos de sus paradigmas científicos (cómo no pensar en el positivismo y en el evolucionismo) fueron objetivando-naturalizando (esto es, normalizando-legitimando) unas relaciones económicas, políticas y culturales de estricta dominación neocolonial (Lander, 2005).
También la historiografía, de una manera notable y casi fundacional, ha quedado marcada y atravesada por relaciones de poder y colonialidad; y, en ese sentido, las narrativas históricas hegemónicas silenciaron multitud de elementos que, de ser explicitados y narrados, podrían cortocircuitar la consistencia de dicho poder (Trouillot, 1995).
Como sostiene Walter Mignolo, ese locus privilegiado de la enunciación y de la construcción de sentido surgió en el proceso mismo de la articulación expansiva del poder colonial (1995). Césaire, de nuevo con lacerante sarcasmo, decía que “sólo Occidente sabe pensar” (2006, p. 37).
¿Pudo el marxismo escapar de todo lo anterior, o por el contrario permaneció anclado en esa matriz colonial? Debemos adelantar que también el discurso marxista reprodujo, en dosis muy importantes, esa violencia epistémica de la que venimos hablando. Desde un cientificismo exacerbado, cierta tradición marxista (y no la más marginal, precisamente) sostuvo que los pueblos no-europeos (colonizados por Europa) no sabían lo que realmente les estaba sucediendo (y, por ende, tampoco eran capaces de enfrentarlo de una manera correcta).
Sólo el marxismo europeo, pertrechado con un arsenal teórico capaz de aprehender los verdaderos mecanismos que determinan el movimiento histórico en cualquier lugar del planeta, estaba en disposición de ofrecer un conocimiento objetivo de la realidad histórica.
El marxismo canónico se fraguó en unos moldes deterministas y mecanicistas que, según sostenían sus principales epígonos, proporcionaba un conocimiento tan seguro y tan cierto como el que entregaban las ciencias naturales (Kautsky, 1975, p. 75; Kautsky, 1981, p. 26; Bujarin, 1974, pp. 116-127). Un mismo método para descifrar las leyes naturales y las leyes de la historia humana, por lo tanto.
Karl Korsch llegó a decir que aquéllos que se quejan de la “unilateralidad” de la concepción materialista de la historia habrían de quejarse igualmente de la “unilateralidad” de la física teórica, toda vez que ésta subsume bajo la ley universal de la gravitación los múltiples movimientos de los cuerpos particulares, sin tener en cuenta las modificaciones provocadas por circunstancias concomitantes (1975, p. 244).
La intención de Korsch, en efecto, era consolidar al materialismo histórico como aquella ciencia capaz de sacar a la luz las “conexiones legaliformes” que estructuran el campo de la vida social, y para ello no dudaba en establecer una analogía, quizás heurística, con la legalidad descubierta en el mundo natural por las ciencias físicas.
En el trabajo Materialismo y empiriocriticismo de Lenin (1974) quedó consagrada (y el empleo de este término no es metafórico) esa visión cientificista, naturalista y mecanicista de la teoría marxista.
El venezolano Edgardo Lander señalaba de forma crítica esa ubicación del marxismo hegemónico en el interior de una matriz de pensamiento esencialmente eurocéntrica.
“Sólo el marxismo nos garantiza aproximarnos a la verdad absoluta. Las otras sendas del conocimiento nos garantizan el error, la no-verdad. A partir de estas proposiciones, Lenin saca sus conclusiones políticas. Si la marcha de la historia se da de acuerdo con las leyes objetivas, cuya naturaleza y esencia pueden ser conocidas –y son de hecho conocidas– objetivamente sólo por el marxismo, toda acción política que se fundamente en la verdad del marxismo será una acción política montada sobre la dirección de la historia y estará justificada por ello. Toda acción política que se fundamente en otra concepción de la sociedad y de la historia estará basada necesariamente en el engaño y la patraña; estará contrapuesta y desviada con relación a la dirección del desarrollo objetivo de los acontecimientos históricos” (2006, p. 226).
La propuesta leninista, por todo lo dicho, reproducía de manera muy contundente las formas más coloniales del conocimiento europeo. “Hay, sin embargo, una importante diferencia. La ciencia positiva postula la existencia de un sujeto abstracto (la razón), capaz de un conocimiento objetivo y universal. Se trata en realidad de un dispositivo epistemológico mediante el cual se oculta al sujeto del conocimiento dominante del mundo colonial-moderno; un sujeto europeo, blanco, masculino, de clase alta y, por lo menos en su presentación pública, heterosexual.
Todos “los Otros” (mujeres, negros, indios, no europeos) son convertidos, mediante este dispositivo, en objetos de conocimiento, en no-sujetos, en seres incapaces de crear un conocimiento válido. En la radicalización que hace Lenin de esta postura colonial eurocéntrica de negación de todo Otro sujeto capaz de conocer, no aparece este dispositivo de ocultamiento. El sujeto privilegiado del conocimiento objetivo y universal es postulado abiertamente: la vanguardia del proletariado” (Ídem.).
Sólo el proletariado europeo (en realidad su vanguardia intelectual, no las propias masas explotadas) es capaz de desentrañar el sentido profundo de la historia universal, su verdad última; y es ése un privilegio epistemológico que no tienen otros pueblos de la tierra.
Lo anterior, por supuesto, albergaba importantes consecuencias prácticas y desencadenaba inquietantes efectos políticos. Porque únicamente desde esa verdad, que es objetiva y universal, y a la cual sólo tiene acceso privilegiado esa vanguardia intelectual (europea, blanca, mayoritariamente masculina etc.), es posible impulsar un “proceso civilizatorio” que permita a los “pueblos atrasados” situarse en la “dirección correcta de la Historia”, recorriendo para ello todas las etapas que necesariamente han de recorrerse: mayor industrialización, desarrollo del mercado y de las relaciones de propiedad de tipo capitalista y, finalmente, revolución y sociedad socialista.
De esta manera, en polémica con los populistas rusos que pretendían enraizar los procesos de cambio en las particularidades histórico-culturales de la sociedad rusa, se legitima y aplaude la inmersión (si es preciso, abrupta y violenta) de la sociedad rusa en el marco de las sociedades industriales de tipo occidental, con el objeto de “superar” su atraso cultural y económico y, de tal forma, “acelerar” la transición hacia una modernidad capitalista que, ulteriormente, genere las condiciones objetivas para dar el salto al socialismo industrial (Lenin, 1975).
Sucumbiendo al más ardiente fetichismo tecnocrático, lo remarcaba en el año 1920:
“Hay que agarrarse a los ingenieros y agrónomos […] El comunismo es el poder soviético más la electrificación de todo el país […] sólo cuando el país esté electrificado, cuando la industria, la agricultura y el transporte descansen sobre la base técnica de la gran industria moderna, sólo entonces venceremos definitivamente” (Lenin, 1978: 212).
La Rusia bárbara, primitiva y supersticiosa debía ser “electrificada” y modernizada gracias a los efectos siempre beatíficos de la tecnología industrial. Pero, como puede observarse, no hay mucha diferencia entre estas tesis y los discursos imperialistas que hablaban de “civilizar” a todos los pueblos que yacían aún en el salvajismo.
Todos los mundos culturales precapitalistas estaban destinados a desaparecer, modernizándose (esto es, transformándose en sociedades industriales y de mercado) para después dar un salto histórico al socialismo.
Hasta tal punto resultó así, que el colonialismo más atroz pudo quedar justificado como un episodio ineluctable en el despliegue de la historia universal. En buena parte del movimiento obrero europeo (o, más precisamente, entre sus intelectuales orgánicos) se asumieron como necesarias las prácticas colonialistas ejercidas en Asia o África, toda vez que se consideraba que cumplían una misión civilizatoria; dolorosa, se admitía en el mejor de los casos, pero imprescindible a pesar de todo. La fe ciega en el progreso llevaba a considerar como beneficiosa (a largo plazo) la implantación de una economía capitalista en las sociedades colonizadas, a pesar de la tremenda devastación cultural que tal proceso ocasionaba a las poblaciones nativas. Era un precio que debía pagarse, un tremendo costo humano que debía asumirse como imprescindible e impostergable.
Puesto que el modo de producción capitalista era una forma superior de organización económica, y una etapa necesaria en el progreso continuado e inevitable de la civilización, los crímenes imperialistas y las catástrofes sociales infligidas a aquellos grupos humanos aparecían como males necesarios, pues con todo ello quedarían sentadas y articuladas las bases objetivas que permitirían el paso al socialismo (reconciliación final del proceso histórico universal). Era preciso dejar al capitalismo cumplir mundialmente su labor expropiadora y mercantilizadora, tanto en Europa como en los territorios colonizados.
Kautsky, empleando este esquema, profería un juicio demoledor: “El desarrollo económico por medio de la extensión del mercado mundial y por medio de la política colonial, nos presenta el mismo caso, quizá con una evidencia un poco menor. También este método, en el fondo, no es más que un método de expropiación; reposa sobre la expropiación de los habitantes y de los propietarios originarios de los territorios coloniales y sobre la ruina de sus industrias indígenas. (…) Este proceso tampoco puede ser detenido, es igualmente una condición previa de la sociedad socialista, pero al cual no puede tampoco la socialdemocracia prestar su concurso.
Invitar a la socialdemocracia a sostener la resistencia de los indígenas de las colonias contra la expropiación, es una utopía tan reaccionaria como la de querer mantener la artesanía y el campesinado; pero significaría una bofetada para los intereses del proletariado, el exigirle que apoyase a los capitalistas poniendo a disposición de ellos su potencia política. No, ésta es una faena demasiado sucia para que el proletariado se haga cómplice de ella. Este miserable negocio pertenece a las tareas históricas de la burguesía; y el proletariado se tendrá por feliz de no haberse ensuciado las manos con ello” (1984, pp. 355-356).
Posicionarse contra los sangrientos crímenes del colonialismo (apoyando, por ejemplo, las luchas indígenas) no era más que el espejismo propio de una utopía reaccionaria; el marxismo, que conocía científicamente las leyes del desarrollo histórico, sabía que tales luchas eran completamente inanes, precisamente porque trataban de frenar un proceso que era completamente indetenible, irrevocable.
El propio Marx, en sus célebres y polémicas cartas sobre la India, había manejado un esquema idéntico. Era plenamente consciente de que los británicos estaban arrasando sin contemplaciones multitud de formas de vida arcaicas, destrozando todo tipo de tradiciones preindustriales, desguazando todas las relaciones sociales preexistentes y desarticulando ferozmente los entramados culturales que allí se daban antes de la llegada del Occidente industrial e imperialista.
“Sin embargo, por muy lamentable que sea desde un punto de vista humano ver cómo se desorganizan y disuelven esas decenas de miles de organizaciones sociales laboriosas, patriarcales e inofensivas; por triste que sea verlas sumidas en un mar de dolor (…) Pero no se trata de eso. De lo que se trata es de saber si la humanidad puede cumplir su misión sin una revolución a fondo del estado social de Asia. Si no puede, entonces, y a pesar de todos sus crímenes, Inglaterra fue el instrumento inconsciente de la historia al realizar dicha revolución.
En tal caso, por penoso que sea para nuestros sentimientos personales el espectáculo de un mundo que se derrumba, desde el punto de vista de la historia tenemos derecho a exclamar con Goethe: Sollte diese Qual uns Quälen/Da sie unsre Lust vermehrt (…)” (Godelier, 1977, p. 84).
Es cierto que Marx abjuraría de este tipo de interpretaciones ulteriormente, en la última etapa de su vida (Shanin, 1990). Pero bien es verdad, como parece evidenciarse a la luz de semejante texto, que en un cierto momento quiso ver el “componente ilustrado” que llevaba consigo el capitalismo. Si el mecanismo institucional del mercado capitalista había inoculado un inmenso caudal de sufrimiento a las poblaciones nativas, desarticulando todo su entramado institucional y toda su organización societaria, no cabía duda de que, a largo plazo, un indubitable “progreso histórico” se había producido
o se habría de producir en la India. Otro tanto había señalado Engels con respecto a las bárbaras prácticas que los norteamericanos habían infligido a los mexicanos (Ribas, 2005, p. 22).
¿La “disolución de todo lo sólido en el aire”, expresión que figura en el Manifiesto, supone en todos los casos una liberación emancipadora?
El modo de producción capitalista vive estructuralmente de revolucionar permanentemente sus propias condiciones de producción, esto es, el capitalismo se reproduce mediante su incesante reconfiguración, a través de un reciclaje perpetuo de su base tecnoproductiva, situando con ello a toda la sociedad en un remolino inacabable de “destrucción creadora”, tanto en el plano sociocultural e institucional como en el ámbito subjetivo y simbólico (Alba Rico, 2007).
La acumulación de capital funciona como un potente disolvente cultural que sumerge a la entera sociedad en una conmoción inacabable; y los procesos de “modernización capitalista” han operado, por lo tanto, como formidables fuerzas que corroen y diluyen inveterados coágulos socioculturales, esto es, como procesos que en cierto sentido sí pueden ser considerados “emancipatorios” cuando lo que se diluye y corroe son tradiciones absolutamente aberrantes.
Pero lo cierto es que esa disolución fue injustificablemente violenta y criminal, aunque alguno de sus efectos colaterales resultase ser la extinción de una tradición que merecía ser extinguida.
Y más injustificable aún sería la pretensión de querer justificar inmensas devastaciones culturales, genocidios inenarrables, en aras de un “progreso histórico” que, en última instancia, conduciría a un futuro mejor.
3. Partícipes de un mismo relato eurocéntrico
Todas las civilizaciones humanas no europeas, según estipuló la hermenéutica del tiempo histórico hegemónica en la modernidad occidental, son “periferia” con respecto a Europa, que aparece como el “centro” de la Historia Mundial.
Aníbal Quijano lo encuadra con precisión cuando señala que “los europeos generaron una nueva perspectiva temporal de la historia y re-ubicaron a los pueblos colonizados, y a sus respectivas historias y culturas, en el pasado de una trayectoria histórica cuya culminación era Europa” (2000, p. 210).
En este esquema evolucionista y monológico, sólo aparentemente superado, la racionalidad emerge como un producto exclusivamente europeo, toda vez que sólo Europa habría logrado salir de ese lamentable y primitivo estado de naturaleza en el que se hallarían sumidas la práctica totalidad de las vastas regiones no-europeas.
En el interior de esta poderosa y envolvente construcción filosófico-temporal, todos esos territorios humanos no-europeos (no-occidentales) son ubicados en una anterioridad que es pensada e imaginada como incompleta, carente e inferior; sociedades, en suma, que han de ser mejoradas o superadas, esto es, traídas al presente. La categoría de lo “anacrónico” adquiría connotaciones odiosas y despreciables.
Es lo que Castro-Gómez denominaba “la no simultaneidad temporal entre las sociedades indígenas americanas y las sociedades ilustradas europeas” (2005, p. 37). Esa filosofía, expresada nítidamente en pensadores ilustrados como Turgot, concebía que ambas sociedades coexistían en el espacio pero no en el tiempo.
El vector-tiempo, el eje inexorable por el cual transcurría el progreso objetivo del espíritu humano, determinaba que aquellas comunidades humanas habitaban un “tiempo anterior”, en lo referente a su organización material y despliegue espiritual; mientras que las sociedades europeas habitaban un “tiempo presente”, esto es, un tiempo avanzado y por ello mismo intrínsecamente superior. El marxismo, con su filosofía de la historia teleológica y progresista, se incardinó en esa misma matriz.
Por otro lado, y con base en esa misma lógica, buena parte de la tradición marxista asumió que el desarrollo sin límite de las fuerzas productivas habría de conducir necesariamente a un estadio mejor, toda vez que en éste ya se habrían creado las óptimas condiciones que permitirían abrir la posibilidad de una superación de las contradicciones del modo de producción capitalista y crear, así, una nueva sociedad socialista.
Walter Benjamin, cuando advertía que esta concepción era un terrible error sostenido por la nefanda filosofía de la historia de la socialdemocracia, toda vez que la aceleración continua de la historia y el incremento constante de las fuerzas productivas sólo podían conducir al desastre, y no a ningún estadio postcapitalista deseable, imaginaba que el socialismo había de ser más bien un “freno de emergencia” que detuviera ese proceso histórico descontrolado y acelerado (Benjamin, 2009, p. 58).
En cualquier caso, Benjamin (marxista heterodoxo) combatió todo dispositivo intelectual que pusiera en juego un concepto lineal, unidireccional y racionalmente acumulativo de la temporalidad histórica, así como cualquier versión de filosofía de la historia tendente a justificar, en última instancia, todos los horrores que había traído consigo el “huracán” del progreso (Benjamin, 2011, p. 10).
Todos los damnificados que el “avance histórico” (esa “evolución-desde-el-salvajismo primitivo-hacia-la-civilización”) va dejando a su paso no pueden comprenderse, pensaba Benjamin con un gesto teórico profundamente antihegeliano, como “astucias” que la racionalidad de la Historia emplea en su abrirse camino para producir eso que, si se adopta una “perspectiva adecuada”, aparece como un despliegue del espíritu humano hacia su reconciliación final y absoluta.
Todos los genocidios del imperialismo colonialista, todas las devastaciones ecológicas del industrialismo ilimitado, todas las destrucciones, todas las estructuras de explotación, todos los millones y millones de sufrimientos individuales y colectivos que la locomotora del “progreso” ha provocado no son “momentos necesarios” y “sacrificios imprescindibles” (repletos de sentido si se adopta el “punto de vista de la Historia”, escrita con hache mayúscula).
Ese gran relato, que siempre funcionó como una racionalización legitimadora de inenarrables violencias (Sánchez Ferlosio, 1986), fue empleado en muchas ocasiones por el propio marxismo; incluso por el propio Marx, cuando escribió sobre la situación colonial en la India británica. El industrialismo capitalista era contemplado, desde esa óptica, como un elemento de progreso histórico (elemento “civilizador”), toda vez que conducía a múltiples sociedades “atrasadas” y “estacionarias” por el camino de una modernización que, en última instancia, concluiría con el advenimiento del socialismo. Observamos ahí una construcción discursiva enteramente eurocéntrica, apenas distinguible de los discursos abiertamente coloniales.
Recordemos aquel tremendo veredicto de Hegel (recogido en sus Lecciones dictadas en la cátedra de Berlín en 1830) según el cual América era un continente que, hasta el momento, no había ingresado en el despliegue racional de la Historia Universal, permaneciendo de ese modo en una región temporal de estática oscuridad, en los márgenes de la verdadera historia de la humanidad (1970, p. 110).
Las culturas precolombinas, antes de que los europeos llevasen consigo el espíritu racional de la verdadera historia, aparecían como “fenómenos” apenas diferenciados de la naturaleza y carentes, por ello, de espíritu (Hegel, 1970, p. 105). De ese modo, las tierras americanas aparecían ante los ojos de Hegel como una suerte de materia prima maleable a la que había que otorgar forma desde fuera; América era un gigantesco pedazo de naturaleza al margen de la Historia, y sólo Europa podía insuflarle espíritu racional.
Y es así, en definitiva, que “las historias locales europeas han sido proyectadas en diseños globales” (Mignolo, 2003, p. 77), configurando eso que Trouillot llama “universales noratlánticos” (2011b). El “discurso del poder” afianzado en el interior del sistema-mundo moderno, y anclado en una economía-mundo capitalista absolutamente eurocentrada, se fundamentó en un oxímoron muy eficaz, a saber, el “universalismo europeo”.
Un discurso secularmente reproducido y modulado, desde la “misión evangelizadora” del siglo XVI hasta la “labor civilizatoria” del siglo XIX (Wallerstein, 2007).
Europa se imaginó a sí misma como siendo lo más avanzado de la especie humana; y numerosos socialistas y comunistas europeos incurrieron en ese mismo imaginario. Pero si hay algo que aparece como avanzado es porque, de manera inmediatamente correlativa, algo permanece en un estado atrasado. Y este sistema binario constituido por lo avanzado/atrasado (o cualquier otro binomio de categorías análogas) opera en un plano geopolítico y geoeconómico, como bien supo diagnosticar la Teoría de la Dependencia; pero opera también en un plano geocultural, pues tales categorizaciones producen subjetividad e intersubjetividad.
Esto es, los habitantes de los pueblos dominados interiorizan (y, por lo tanto, naturalizan) su propia posición subalterna. Y este paradigma, que efectivamente ha sido nombrado como “occidentalismo” (Coronil, 1996), se ha tornado hegemónico incluso para los habitantes de las regiones así llamadas “periféricas”.
El canon europeo y moderno de racionalidad se transforma, y es éste un aspecto ínsito a la estrategia colonizadora, en la única episteme válida a la hora de organizar todos los elementos de la vida; y lo que va quedando fuera de sus parámetros se concibe como doxa supersticiosa que debe ser paulatinamente desechada. Pero la tradición marxista, en demasiados momentos, también asumió este esquema.
4. La especificidad no subsumible de lo colonial
En América Latina el pensamiento crítico llegó a preguntarse de un modo distinto por la naturaleza del poder colonial, inquiriendo el alcance de su efectividad y sus modos íntimos de funcionamiento, pero ampliando un enfoque estrictamente marxista que se orientaba únicamente a la descripción de la estructura de clases (localizando al enemigo interno, esto es, las burguesías locales latinoamericanas) y al análisis de las relaciones internacionales de explotación y comercio controladas desde las metrópolis imperialistas.
A principios de los años noventa el sociólogo peruano Aníbal Quijano, al cual nos habíamos referido ya en este trabajo, empezó a desarrollar una respuesta muy sugerente que, de alguna manera, venía a complementar o a enriquecer todo aquello que había sido analizado con anterioridad por los pensadores marxistas y por los teóricos de la dependencia.
Sus ideas (y las de otros tantos pensadores y pensadoras) generaron un nuevo marco de interpretación de la modernidad a la luz de la experiencia histórica y cultural latinoamericana, erigiéndose la categoría de colonialidad como el núcleo epistémico que desvelaba más certeramente la estructuración íntima del poder típicamente moderno.
Esto no significa, es cierto, que el marxismo haya perdido toda potencialidad analítica a la hora de comprender los procesos históricos de América Latina; pero sí se debe observar que los análisis marxistas procedentes de Europa quedaron, en muchas ocasiones, desenfocados a causa de su reduccionismo y su eurocentrismo.
Decía Quijano que América fue el escenario donde el colonialismo fue derrotado en su aspecto político formal por vez primera (1992, p. 437).
Empero, la estructura colonial del poder produjo otras codificaciones culturales que se solidificaron y perpetuaron en la vida sociopolítica de las jóvenes Repúblicas recién emancipadas. Porque el fenómeno del poder, tal y como fue ejercido por Europa en el continente americano, estaba íntimamente constituido por la noción de “clasificación” racial o étnica, aspecto que impregnó (todavía lo hace) todos los ángulos de la existencia (en sus dimensiones material y simbólica) y todas las relaciones intersubjetivas.
Esa racialización operaba como un poderoso principio organizativo que permeaba casi todos los ámbitos de la vida social: distribuyendo jerarquías, asignando lugares, produciendo exclusiones (Quijano, 1992, p. 438).
Y no deberíamos dejar de señalar que ya en 1946 el cubano Fernando Ortiz había anticipado, en El engaño de las razas, que la “racialización” abría un camino expedito a la legitimación de intensas desigualdades sociales y a la consolidación de atroces relaciones de dominación (1975). Y es verdad que un cierto marxismo también ha tematizado esa “etnificación” de la fuerza de trabajo en el desarrollo histórico del capitalismo (Wallerstein y Balibar, 1991).
Pero Quijano añadió otro énfasis a la cuestión, subrayando que la propia explotación económica quedaba enmarcada dentro de esa colonialidad
del poder que fue capaz de producir y consolidar clasificaciones étnicas y categorizaciones raciales que se han perpetuado y replicado mucho más allá de la independencia formal de las naciones iberoamericanas. La relación capital-trabajo en las excolonias, podríamos decir, todavía queda estructurada en función de jerarquías y clasificaciones raciales. Y es esto último lo que algunos marxistas se empeñaron siempre en ignorar.
El paradigma de la “modernización”, inherentemente desarrollista, concebía que el “progreso nacional” sólo podía producirse mediante la asimilación y la integración de los elementos más arcaicos del orden social, esto es, de los pueblos indígenas. Semejantes nociones, que hunden sus raíces en el siglo XIX, contemplaban planes educativos destinados a homogeneizar la vida sociocultural de la nación (la única nación concebida, a saber, la criolla-mestiza).
En la construcción de esos Estados-nación, por lo tanto, siempre se pensó que existía un componente atávico refractario al progreso, una rémora cultural que obstaculizaba de manera persistente los impulsos modernizadores y que, naturalmente, se identificaba con lo indígena.
Pero, por otro lado, los análisis de tipo marxista-leninista y maoísta que proliferaron a partir de los años sesenta del siglo XX, vinculados al surgimiento de movimientos guerrilleros insurgentes, categorizaron a los pueblos indígenas como “campesinos pobres”, un discurso que también ignoraba y oscurecía su componente étnico específico; además, eran tratados en muchas ocasiones como elementos “reaccionarios” e incluso “contrarrevolucionarios” (Bonfil Batalla, 1977).
Las aspiraciones y demandas de estos pueblos debían ser formuladas en el lenguaje de la lucha de clases; tenían que ser clasificados como “campesinos pobres”, pero jamás debían vehicular su lucha a través de una vindicación comunitaria que aludiese a su identidad étnica o “nacional”. También aquí, por lo tanto, su idiosincrasia quedaba subsumida o diluida en una exterioridad asimiladora.
Es digna de recordarse, una vez más, la excepcionalidad del marxista peruano José Carlos Mariátegui, que siempre reconoció la especificidad irreductible de la “cuestión amerindia” (1994). Cierto marxismo (preñado de filosofía hegeliana de la historia) carecía de los instrumentos teóricos más adecuados para aprehender en su verdadera textura la realidad histórico- cultural de los pueblos nativos. Mariátegui, que había fundado el Partido Socialista del Perú, tuvo importantes desavenencias y encontronazos con la Internacional Comunista, precisamente por esta cuestión.
Edgardo Lander, al respecto, vuelve a señalarlo con nitidez: “¿Por qué, en el contexto de la extraordinaria heterogeneidad estructural de las sociedades latinoamericanas, los proyectos de transformación socialista le otorgan un papel histórico tan trascendente a un sector de la población que en la mayor parte de los países no era, ni podía llegar a ser, sino minoritario: el proletariado fabril? […]
¿Por qué y cómo fueron invisibilizados temas esenciales de la heterogeneidad cultural y la construcción “racial” de las diferencias, asuntos medulares constitutivos de las sociedades latinoamericanas? ¿Cómo se logró ignorar u ocultar lo obvio? ¿Cómo fue posible hacer opacas a la mirada, o simplemente invisibles, a millones de personas de las poblaciones indias y afroamericanas, negándoles así su carácter de sujetos? ¿Por qué se dejaron a un lado las expresiones culturales diferentes a la actuación (repetición) en territorio americano del guion de la historia europea? […]
¿Por qué en la tradición del pensamiento marxista ha sido tan frecuente la reiterada dificultad, si no la imposibilidad, de pensar el futuro de este continente desde su propia realidad histórica, desde sus propias tradiciones culturales, desde la potencia transformadora de sus propios sujetos histórico-sociales?” (2006, pp. 232-233).
No parece descabellado encontrar una respuesta a todos esos interrogantes, como habíamos ya remarcado, en la filosofía de la historia hegeliana. Ésta se infiltró, con todos sus componentes medularmente eurocéntricos, en el discurso hegemónico y en las prácticas teóricas de la tradición marxista. Las consecuencias políticas de lo anterior se manifestarían en una incomprensión, por parte de muchos comunistas europeos, de la especificad no subsumible del “problema” colonial.
Un ejemplo paradigmático de lo anterior lo encontramos en el gesto de Aimé Césaire, que abandonó las filas del Partido Comunista Francés precisamente porque éste no reconocía la especificidad irreductible de la dominación colonial y, por ende, de la lucha por la liberación anti-colonial.
Dicha lucha no podía quedar subsumida en una lucha meramente anti-clasista o anti-capitalista, porque la cuestión racial-colonial poseía su propia consistencia. La lucha antirracista y anticolonial, por así decir, no era una cuestión secundaria o subsidiaria de una lucha más amplia y más trascendente.
Muy al contrario, esa batalla descolonizadora era primordial, absolutamente prioritaria, y en absoluto debía quedar diluida en otro tipo de estrategias. Es esto, en suma, lo que el marxismo eurocentrado no supo comprender en demasiadas ocasiones. En su memorable carta de 1956 a Maurice Thorez (secretario general del Partido en ese momento), Césaire explica los motivos filosófico-políticos de su renuncia como miembro o militante.
“En todo caso, es incuestionable que nuestra lucha, la lucha de los pueblos colonizados contra el colonialismo, la lucha de los pueblos de color contra el racismo, es mucho más compleja; es, a mi juicio, de una naturaleza muy distinta a la lucha del obrero francés contra el capitalismo francés y de ningún modo podría ser considerada como una parte, como un fragmento de esta lucha” (2006, p. 79).
El movimiento comunista francés (y europeo) adolecía de gravísimas rémoras teóricas, que lo incapacitaban para comprender la “cuestión colonial” en su verdadera dimensión. Césaire, en la mencionada carta, las enumera con precisión cuando observa que el Partido estaba imbuido de “asimilacionismo inveterado” y “chovinismo inconsciente”, de una “convicción apenas primaria –que comparten con los burgueses europeos– de la superioridad omnilateral de Occidente” y de una creencia según la cual “la evolución tal como se ha desarrollado en Europa es la única posible; la única deseable; aquella por la cual el mundo entero deberá pasar” (p. 81).
Esos presupuestos teóricos e ideológicos, rabiosamente eurocéntricos, permeaban hasta la médula el discursos marxista o comunista sobre la problemática colonial. En la práctica, todo ello se traducía en un cierto paternalismo político por medio del cual era el Partido el que, desde la metrópoli, debía diseñar y dirigir la estrategia política.
Pero no se trataba de un mero debate estratégico, acerca de si en primer lugar debía lucharse por la “liberación nacional” y sólo después por la “emancipación de clase”, o viceversa; lo que Césaire estaba denunciando era algo mucho más profundo, a saber, la tremenda incompetencia que buena parte del marxismo europeo (rehén de unas herramientas teóricas forjadas en la misma matriz epistémica del eurocentrismo imperial) mostraba a la hora de comprender las relaciones de dominación puramente coloniales, toda vez que éstas no se reducían a relaciones comerciales desiguales o a la sobreexplotación laboral de mano de obra nativa.
El marxismo no podía, o no quería, entender las lógicas del poder colonial vinculadas específicamente a la cuestión racial; tampoco podía comprender que la subyugación de esos pueblos no era solamente económica, toda vez que su dominación o subalternización era también (o, quizás, principalmente) una cuestión cultural, simbólica, epistémica o lingüística.
La lógica discursiva puesta en juego era, una vez más, la de “pueblos atrasados” y “pueblos avanzados”. Podría señalarse que, de algún modo y en vista de lo anterior, los obreros blancos de la metrópoli dominaban (racialmente) a los obreros negros de la colonia, aunque aquéllos también fuesen económicamente explotados por los burgueses blancos metropolitanos; sobre los obreros negros pesaban, por así decir, dos estructuras de dominio: la económica y la racial. Y sobre muchas mujeres negras de la colonia, debemos enfatizarlo, pesaban tres estructuras de dominación: la económica, la racial y la patriarcal (esta última, por cierto, también ejercida por sus compañeros negros varones).
Césaire no quiere renunciar al marxismo, sólo a un Partido Comunista eurocentrado; porque enfatiza que quiere “que marxismo y comunismo estén puestos al servicio de los pueblos negros y no los pueblos negros al servicio del marxismo y del comunismo” (p. 82). No lo dijo con esas palabras, pero lo que estaba sugiriendo era una perentoria deseuropeización del marxismo; éste, en suma, debía desasirse de todos esos elementos eurocéntricos que lo convertían, a menudo, en cómplice de la subyugación colonial.
“Pero también me interesaría, y todavía más, ver florecer y expandirse la variedad africana del comunismo. Sin duda éste nos propondría variantes útiles, insólitas, originales, y estoy seguro, nuestras viejas sabidurías matizarían o perfeccionarían muchos de los puntos de la doctrina” (p. 82). Proponía, en última instancia, decolonizar al marxismo; rescatarlo de algunos moldes teóricos (el principal de ellos, la filosofía de la historia teleológica) que lo situaban en una connivencia y complicidad directa con los discursos más criminales del imperialismo europeo.
Las propuestas de Frantz Fanon son muy valiosas a la hora de comprender esa especificidad (poco entendida por el marxismo) de la dominación colonial; señalaba, en ese sentido, que lo que estaba en juego en el poder colonial era una ontología sobre-determinada desde fuera de sí misma. “Ya mostraremos cómo lo que se llama el alma negra es una construcción del blanco” (1973, p. 13).
Entendió, en la dolorosa y lacerante autocomprensión de su identidad, que ésta había sido forjada en los imaginarios del colonizador blanco; éste, dice, “me había tejido con mil detalles, anécdotas y relatos” (Ibíd., p. 92). Porque el negro, como ha señalado el camerunés Achille Mbembe, no es en verdad sino un “yacimiento de fantasías urdidas por Occidente” (2016, p. 83). Una subjetividad desgarrada, producida secularmente en el interior de una matriz cultural radicalmente subalternizada.
“El negro no tiene resistencia ontológica a los ojos del blanco” (Fanon, 1973, p. 91). El autor de Les damnés de la terre, con un lenguaje siempre clarividente y a veces lírico, lo expresa de manera contundente cuando dice que el negro, al exponerse en el campo visual de su dominador siente la inscripción orgánica de su “cuerpo negro” en una trama histórica de sometimiento y repudio, pues “a la primera mirada blanca, experimenta el peso de su melanina” (Fanon, 1973, p. 124).
Ese peso es densamente histórico, aquilatado en imaginarios de dominación (forjados en una exterioridad aplastante) que objetivan al negro (y al “indio”, y al “árabe”) de una tal forma que la propia subjetividad de los subyugados adquiere y asume los contornos adjudicados por el colonizador. “Las miradas blancas, las únicas verdaderas, me disecan”, vuelve a sentenciar Fanon (Ibíd., p. 95).
He aquí el imaginario colonial que, transcurridas las décadas, sigue operando en contextos neocoloniales (Mudimbe, 1994). Es evidente que todas estas construcciones simbólicas y culturales germinan en un contexto geopolítico y geoeconómico muy concreto; y esto lo explican bien el marxismo y la teoría de la dependencia. Es decir, todo aquello de lo que nos hablaba Fanon tiene lugar en el seno de los proyectos imperialistas llevados a término por las grandes potencias industriales; proyectos que implican una complejísima administración política, una estructura económica de explotación bien articulada, un entramado comercial ultramarino de colosales proporciones y una movilización militar poderosísima.
Sólo dentro de esta matriz geopolítica pueden darse esos procesos de subjetivación colonial. Pero, descendiendo a otros niveles, hemos de aseverar que la colonialidad, que opera en un nivel micro, no queda analíticamente agotada en los tremendos contextos macro. Debe recalcarse y enfatizarse, por lo tanto, que la colonialidad del poder produce subjetividad.
Y el marxismo no siempre pudo (o no siempre quiso) apreciar la tremenda importancia (teórica y práctica) de este componente.
Dentro del movimiento feminista, por cierto, había ocurrido algo muy similar. La escritora y activista afronorteamericana Gloria Jean Watkins, más conocida como bell hooks (pues de esta manera ha firmado sus trabajos, escrito así, con minúsculas), en un trabajo imprescindible, señalaba que “las mujeres blancas que dominan el discurso feminista hoy en día rara vez se cuestionan si su perspectiva de la realidad de las mujeres se adecúa o no a las experiencias vitales de las mujeres como colectivo. Tampoco son conscientes de hasta qué grado sus puntos de vista reflejan prejuicios de raza y de clase, aunque ha existido una mayor conciencia de estos prejuicios en los últimos años” (2004, p. 35).
Con dolor, explicaba que la literatura feminista (al menos en los Estados Unidos) aparecía rebosante de racismo. Mujeres blancas de clase media-alta que no podían (o no querían) comprender el factor diferencial que suponía la “raza”. Ellas, tiranizadas por el machismo sexista de sus compañeros varones (también blancos y de clase privilegiada), pretendían convertir su experiencia en la experiencia de todas las mujeres. En sus escritos, por lo tanto, eran incapaces de aprehender que una mujer negra de clase obrera soportaba, además del sexismo machista, el racismo y la miseria económica.
Patriarcado, clasismo y racismo son tres estructuras de dominio diferentes, cada una de ellas con su propia lógica y su propia intensidad; por no hablar de la homofobia, si además de mujer negra y pobre eres lesbiana. También en este caso, y por ello lo traemos a colación, el discurso y la práctica feministas han operado durante mucho tiempo con esquemas (políticos y epistémicos) atestados de colonialidad.
En primer lugar, porque el “factor racial” no fue considerado como determinante; también aquí la especificidad de la opresión racista se subsumía (como cuestión secundaria o insignificante) en una problemática presumiblemente más amplia e importante: la liberación de todas las mujeres (más allá de las razas y más allá de las clases sociales).
Pero no existe ese “más allá”, porque raza y clase son factores decisivos que se entrelazan con la cuestión patriarcal; aquella subsunción, por lo tanto, era muy tramposa, porque las mujeres negras tenían (tienen) que liberarse del patriarcado, sí, pero también deben luchar por liberarse del racismo (y de la pobreza); un racismo que, y he aquí el núcleo del problema, también es ejercido contra ellas por otras mujeres blancas.
Es más, las propias feministas blancas trataron con desprecio y condescendencia, en demasiadas ocasiones, a las mujeres negras que querían sumarse al movimiento. “Se ha escrito poco sobre los intentos por parte de las feministas blancas de silenciar a las mujeres negras” (2004, p.45). Es verdad que palabras tan amargas fueron escritas en 1984, y desde entonces la teoría crítica feminista ha ido desplegando un arsenal teórico cada vez más potente y sofisticado, en lo que al tema racial se refiere.
“Feminismos negros” (Jabardo, 2012), “feminismos musulmanes o islámicos” (Grosfoguel, 2016), “feminismos chicanos” (Anzaldúa, 2016) o “feminismos decoloniales y poscoloniales” (Mohanty, 1988 y 2003) han sido puestos sobre la mesa con mucha fuerza, y aquel feminismo blanco, clasista, eurocéntrico y occidentalocéntrico fue revisado y duramente criticado desde las propias filas del discurso feminista. El feminismo, en suma, también hubo de ser decolonizado.
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