«Aquí la historia no es universal, es prieta y periférica. Crecimos entre los escombros que escupió la guerra, entre cadenas traficaron con familias enteras, acumulación de muerte en plantaciones y encomienda. Su ceguera: su discurso de libertad; sobre sangre y violaciones se articula su progreso, ¡ay pena ajena!, negaron nuestra humanidad, configuración racial clasificando nuestros cuerpos» Filosoflow ft. De la Diáspora (2018)
Existe un consenso en torno a que la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH) es un importante instrumento en el ámbito de la difusión y promoción de los derechos humanos en el mundo desde su adopción por la Asamblea General de Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, ya que a pesar de no constituir hard law internacional[1], ha sido referencia constante para impulsar, particularmente desde la década de los 60’s del siglo pasado, otros tantos instrumentos normativos de reconocimiento y protección de derechos humanos en distintos ámbitos (Moyn, 2010: 5-8), sea a favor de ciertos grupos en situación de vulnerabilidad, o sea para afrontar graves violaciones a derechos humanos, o bien para la creación de instrumentos regionales en materia de protección de derechos.
Desde la perspectiva del derecho y el orden internacional, la Declaración universal ha sido presentada como evento clave en la historia de los derechos humanos, sucediendo a la Carta Magna inglesa (1215), el Bill of rights de la revolución inglesa (1689), la declaración de independencia de Estados Unidos (1776), y la Declaración francesa de derechos del hombre y del ciudadano (1789); sólo con posterioridad al holocausto se afirma la «dignidad intrínseca y los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana» en el preámbulo de la DUDH.
Esta procesión en la línea histórica del desarrollo de los derechos humanos, es aquí cuestionada desde el aparato crítico descolonial en tanto, se mostrará, las bases y los fundamentos que subyacen a la construcción de los postulados declarados como valores de la humanidad en la Declaración universal están profundamente comprometidos con un marco epistémico-ontológico eurocentrado, y en esa medida tanto la propia DUDH como la concepción de los derechos en ella plasmada son productos de la modernidad en íntima y esencial vinculación con la colonialidad.
No se reduce esta crítica al lugar de procedencia de los derechos humanos en tanto régimen y teoría eurocentradas. Se trata, en cambio, de una limitación epistémico-ontológica en la base del proyecto de modernidad dentro del cual se inscriben tanto la declaración como sus conceptos básicos: humanidad, dignidad, individuo, derechos, estado, igualdad y libertad.
Desde la «herida colonial» (Mignolo, 2005) infligida hace más de cinco siglos, desde las realidades de los pueblos, comunidades y naciones de Abya Yala[2], y a 70 años de la DUDH, es necesario realizar un balance crítico de la promesa del “nunca más” y de la trasformación social y política que se trazó como horizonte del discurso universal de los derechos humanos[3].
Para ello, las críticas descoloniales se posicionan por la necesaria contextualización geohistórica de las realidades que buscan explicar (Barreto, 2013: 7-10), es decir que, a diferencia de las ciencias eurocentradas, rechazan la tentación de ubicarse en un «punto cero» de la historia, donde quien observa el «mundo social puede colocarse en una plataforma neutra de observación que, a su vez, no puede ser observada desde ningún punto, [con] capacidad de adoptar una mirada soberana sobre el mundo» (Castro-Gómez, 2005: 14-8 y 25-7).
En cambio, situándose desde Abya Yala, la descolonialidad escudriña la historia no contada, la contra-cara, el lado oscuro, violento y no visible de la modernidad (Dussel, 2000: 48-9), para ubicar lugares y fechas que permitan re-construir una historia en-carnada, sufrida, sentida y resistida.
1. El colonialismo en Abya Yala: primera modernidad y subjetividad del conquistador
La apuesta descolonial busca replantear la historia de la modernidad, de forma que se pueda hacer cargo de la «historia colonial» (Fanon, 1961: 282), y por ello la irrupción colonial, iniciada a fines del siglo 15 en Abya Yala, es un punto central en las reflexiones y propuestas de la descolonialidad; sólo así es posible «remontar los caminos de la historia, de la historia del hombre condenado» (1961: 271) que se «apodera» de su historia y de su recuerdo, y puede relatar «a contrapelo» (Benjamin, 2008) la historia que no se cuenta, que es silenciada, negada, encubierta, la historia de la colonialidad y el poder, de sus formas materiales, de los mecanismos de su producción, las estrategias, los dispositivos y los discursos de su reproducción y legitimación, así como las resistencias y las luchas en contrapartida.
La historia estándar de los derechos humanos, repetida desde la hegemonía colonial es una historia eurocentrada convertida en universal, dado que los eventos clave que la componen raramente trascienden las fronteras de las metrópolis europeas: las revoluciones inglesa y francesa, la independencia estadounidense a manos de los descendientes británicos, o incluso el holocausto en la Europa central.
En tal línea hegeliana de progresión histórica poco o nada aportan las colonias, los países “subdesarrollados”, el “segundo” y “tercer” mundos, a la formación y consolidación de la concepción “universal” de los derechos plasmada en la DUDH.
Sin embargo, la historia contada de los derechos humanos ha sido posible mediante el silenciamiento del hecho colonial, que proporcionó las condiciones materiales y las representaciones simbólicas a partir de las cuales se construyó la concepción hegemónica de los derechos humanos.
Dentro de un marco discursivo convencional, la concepción de los derechos humanos está vinculada con el ser humano, pero ¿quiénes han sido considerados humanos? Durante el siglo 16 esta pregunta fue central en el pensamiento teológico y jurídico colonial, dado que antes de ello la “humanidad” no había sido una cuestión como tal (Mignolo, 2013: 45).
Sólo a partir de la representación del “indio” en las fronteras del conocimiento europeo se planteó la duda colonial sobre su estatus ontológico y, por tanto, su (in)capacidad como sujeto jurídico para ser titular y ejercer derechos.
La modernidad se funda, en tanto cara visible de la colonialidad, no con un supuesto “descubrimiento” sino con la «invención» de “América” (O’Gorman, 1958: 56-77), que para el siglo 15 no existía –en sentido epistémico– en el mundo europeo y que como tal fue producto del ejercicio de poder epistémico de nominación colonial que prevaleció sobre cualquier otra forma de conocer y nombrar el mundo; esto gestará la existencia y persistencia de una «diferencia colonial» (Mignolo, 2005) que implica una distribución asimétrica de poder en términos geopolíticos y geoculturales, y donde Europa se arroga un privilegio enunciativo para nombrar, conceptualizar, clasificar, historizar, salvar-civilizar y hablar del y por el otro (Dussel, 1993; Spivak, 1998).
Simultánea a la invención de “América”, fue una doble producción: del sujeto conquistador-colonizador y del sujeto otro; el otro, el “indio”, el cual fue cubierto por el discurso colonial de la mismidad, como un cuerpo-territorio objeto del proyecto colonial de expansión y de la misión salvadora y civilizadora (Castro-Gómez, 2005: 56), «prolongación» de Europa (Mignolo, 2005:59), para lo cual fue necesario im-plantar tecnologías de «en-cubrimiento» (Dussel, 1993) de la violencia colonial.
La primera subjetividad moderna no es la del sujeto racional de la modernidad, sino que es aquella que ha sido ocultada en su contra-cara, pero cuya constitución fue clave y necesidad práctica de la construcción de la dominación colonial, de la disrupción de las formas de organización social, política y económica en Abya Yala, de la jerarquización racial del mundo, del nacimiento del racismo y del capitalismo como sistemas políticos a escala global.
Al ser racional –el «ego cogito» de Descartes (1637)-necesariamente le precedió el «ego conquiro», el sujeto conquistador, el yo colonizador como «proto-historia» de la praxis (Dussel, 1993: 50-61) del sujeto racional moderno-colonial, y sin el cual éste no habría podido ser construido, aportando las representaciones simbólicas y las condiciones materiales para hacerlo posible.
Este primer ego moderno, práctico, el del colonizador, conforma la experiencia de una subjetividad violenta, de dominación y señorío[4] respecto del otro a partir de una relación militar de abierta hostilidad, empotrada en un pedestal de superioridad, necesaria para la negación e inferiorización de la subjetividad otra, estrategias a su vez necesarias para satisfacer la codicia de riqueza y poder.
El discurso de la mismidad se comenzó a configurar tempranamente producto de una disputa de poder entre Isabel de Castilla y Colón, este último quien había dado 300 “indios” como esclavos, a lo que Isabel cuestionó: «¿qué poder tiene mio el Almirante para dar á nadie mis vasallos?» (Las Casas, 1875:474).
Los indígenas sus-traídos de Abya Yala son puestos en el mismo plano que el almirante colonizador, ambos integrados bajo la mismidad del señorío colonial. Este recurso quedó cristalizado en las instrucciones reales de 16 de septiembre de 1501 para que «los yndios sean bien tratados como nuestros buenos súbditos e vasallos» (Rumeu de Armas, 1969: 375). También la real carta de 16 de mayo de 1609 reconoció: «porque son [los “indios”] de su naturaleza libres, como los mismos españoles»[5] (Lucena Salmoral, 2000: 824).
Bajo el discurso colonial de la mismidad los “indios” son igualmente libres a los españoles, pero en-cubre la sujeción colonial a la que son sometidos únicamente aquéllos, quienes bajo el pretexto de la salvación son objeto de figuras jurídicas creadas o ajustadas, como la encomienda, la esclavitud o el protectorado de “indios”.
La mismidad colonial también en-cubre la diferencia ontológica colonial que se construye a partir de una muy rigurosa «duda metódica cartesiana»[6] (Maldonado-Torres, 2006: 186-7) a la que son permanentemente sometidos los cuerpos –la materialidad, la «res extensa» (Descartes, 1641: 84), despojada radicalmente de su sentipensar– como método de producción y control de las corporalidades y las subjetividades, que en la Europa cristiana se cuestionó en términos de «alma racional»[7].
Esta duda colonial sobre el otro motivó la junta de Burgos en 1512, así como los debates protagonizados por teólogos y juristas, todos sujetos epistémica y ontológicamente validados por el poder colonial, y donde, evidentemente, no tuvo voz propia el sujeto colonizado convertido en objeto de la discusión.
Por ello, sin importar las respuestas dadas, una vez implantada la duda, aquellos cuerpos fueron recubiertos por un estatus jurídico especialmente creado para ellos, un «status de etnia», donde la raza corporalizada es la tecnología colonial de trasfondo, y que es «resultante de la concurrencia para su caso entre un trío de viejos estados, de status previamente acuñados, el estado de rústico, el estado de persona miserable y el estado de menor»[8] (Clavero, 1994: 11-9), cuyas ideas básicas se sustentan en la diferencia colonial de superioridad ontológica, naturalizada, al considerar a los “indios” como sujetos «menores, incapaces de administrarse por sí», de debilidad expuesta (Castañeda Delgado, 1971: 263), y que en esa medida «inspiran compasión» y «precisan una especial protección» (1971: 247).
La diferencia que organiza jerárquicamente las corporalidades en línea vertical, cruzando hacia abajo esa «línea de color» (Du Bois, 1903: 45) de lo “humano”, encuentra luego expresiones más complejas, produciendo una «heterogeneidad colonial» de cuerpos[9], y que pone en relieve las «formas múltiples de sub-alterización», es decir la «diversidad de formas de deshumanización basadas en la idea de raza» (Maldonado-Torres, 2007: 133).
Así, mediante la constante sospecha que pesa sobre la humanidad del otro, como dolorosa tecnología de violencia simbólica y material, el poder colonial produce, con distintos mecanismos jurídicos, la subjetividad del colonizado, los «condenados de la tierra» [«damné»] (Fanon, 1961), el “indio” y el “negro” [10], careciendo ambos de «resistencia ontológica» a los ojos del sujeto blanco, el colonizador (1973: 91) –ahora constituido como parámetro universal de humanidad–, y creándose una co-existencialidad como necesidad ontológica en virtud de la cual la constante negación de aquéllos reafirma la existencia de éste.
Así, a pesar de ambos sujetos ocupar una posición sub-alterizada respecto del sujeto colonizador, fueron sometidos a distintos regímenes jurídicos: al “indio”, considerado una posibilidad-de-ser, le esperaba la encomienda, para la salvación de su alma; el “negro”, tenido como una imposibilidad-deser, fue directamente sometido a la dominación.
Las distintas formas de sub-alterización colonial, estructuradas desde un inicio bajo el eje rector de la raza e imbricadas con el sistema de sexo-génerosexualidad (Lugones, 2012), crearon posicionalidades heterogéneas dentro de la zona del no-ser a la que fueron confinados, incluso jurídicamente[11], los colonizados.
Fueron diferentes métodos coloniales de producción y control de las subjetividades sub-alterizadas, a las cuales les correspondían distintos «grados de humanidad» (Maldonado-Torres, 2007: 132), todos ellos validados jurídicamente. Los mecanismos iban desde la concesión del estatus jurídico de «vasallos» a los “indios” libres, y que sin embargo eran carimbados[12] (Lucena Salmoral, 1997: 125-6) o sometidos al régimen de encomienda; el estatus de esclavitud como forma de salvación de los “indios” en resistencia a la colonización[13]; el estatus de esclavitud de los “indios” rebeldes y de los “caníbales” por causa de guerra “justa” [14]; o su aniquilamiento encubierto como “pacificación” para los “indios bárbaros”[15].
En cambio, para los “negros” siempre hubo nuda violencia, deshumanización impuesta originariamente en forma de instrumentalización y dispensabilidad, lo que se correspondía con un claro objetivo económico por el cual la hacienda real mantuvo un especial interés en la tributación derivada de la trata de esclavos por importación, exportación, cobro de licencias, asientos, concesiones y almojarifazgo (Carlo-Altieri, 2010: 46-7).
Como se ha podido ver, el discurso colonial de la mismidad, precursor del discurso moderno de la igualdad, que en-cubrió la sujeción colonial a la que los “indios” fueron sometidos, tuvo límites muy claros: quedaron excluidos quienes resistían la invasión colonial, así como los “negros”, cuyo único lugar concebible era el de la esclavitud[16], donde la «coartación» como mecanismo legal de liberación fue la excepción a la regla (Lucena Salmoral, 1999: 357-74).
También representó un ensayo a gran escala de las concepciones sobre la vulnerabilidad de grupos, cuya más difundida concepción los presenta como sujetos débiles que necesitan protección, en un sentido paternalista, lo que anula o sustrae su capacidad de agenciamiento.
La implantación de la duda ontológica colonial ha sido esencial para crear los sujetos sub-alterizados y en-cubrirlos bajo los discursos coloniales juridificados que dieron base a los postulados ilustrados y humanistas que luego serán invocados como antecedentes en la progresión histórica “universal” de los derechos humanos y que se consolidarán ya a finales del siglo 18 con las declaraciones de derechos.
2. La experiencia de la segunda modernidad y la subjetividad racional en Abya Yala
La segunda modernidad, que en las narraciones hegemónicas de la historia “universal” se presenta como los albores de la era moderna, se basa en los postulados de la ilustración, que como proyecto de la modernidad se encargó de iluminar a la humanidad –europea–, para lo cual dejó deliberadamente en la obscuridad a los condenados de la tierra, validando a través de sus postulados la experiencia colonial[17].
Como se ha visto, a través de la permanente duda colonial sobre los cuerpos[18] de los colonizados, se produjeron las identidades corporalizadas del “indio” y del “negro”, el primero como una posibilidad siempre inacabada y el segundo como una llana negación[19] del ser.
Ya no a partir de la pregunta sobre la posesión o carencia de alma racional, sino ahora sobre el «espíritu» o la «razón»[20], es que el iluminismo y racionalismo europeo dio continuidad a la duda colonial que permitió reproducirlas jerarquías raciales[21] creadas por el poder colonial.
Así, a la primera subjetividad moderna, práctica, del sujeto colonizador, le siguió la subjetividad racional, como su complemento[22], la cara visible de la historia occidental de la modernidad.
Esta subjetividad, constituida ontológicamente, existente, a partir de la vinculación cartesiana del pensar con el ser-existir –el «yo», que en Descartes es el «alma» (1637: 21)–, al configurarse el «yo pienso» sobre las bases del «yo conquisto», se contrapone con el «otros no piensan», lo que conduce a que la constitución del «ser» por el «pensar» concluye en que esos otros que no piensan, entonces «no son», son cuerpos «desprovistos de ser»[23].
Esta no es, en absoluto, una conclusión ajena a Descartes, alcontrario, es congruente con su dualismo metafísico fundamental de separación radical entre alma o espíritu –«res cogitans»– y cuerpo –«res extensa» (1641: 84)–, derivado de haber “observado” unoscuerpos no-pensantes, irracionales, que, por tanto, no-son (1637: 27). Así, aparece la triangulación entre pensamiento, ser y existencia, base ontológica del racionalismo moderno, sobre la que se construye el sujeto conquistador, ser racional, el ser libre.
A través del proyecto ilustrado del siglo 18 que discutió la idea de lo humano, sus atributos, su relación con lo divino, y su propio lugar en el universo, se produjeron las bases filosóficas para sustentar la diferencia colonial producida desde la irrupción colonial en Abya Yala. Como se ha visto, los más influyentes humanistas en el pensamiento europeo no cuestionaron los estatus sub-ontológicos creados por la colonialidad del poder y asignados a los “indios de América” ni a los “negros esclavizados”; así, la contra-cara del humanismo ilustrado, en tanto proyecto normativo ya no sólo de lo que significa ser humano, sino convertirse en humano[24], como el kantiano, es justo la deshumanización de enteros cuerpos-colectivos[25].
En el contexto de las revoluciones y las independencias iniciadas en el siglo 18, las ideas sobre la humanidad y el ideal de hombre –blanco, heterosexual– postuladas por la ilustración, con la correspondiente deshumanización y confinación de naciones, comunidades, pueblos y sujetos racializados a la «zona del no-ser» (Fanon, 1961: 36-7), fueron adoptadas y adaptadas en las colonias (Mignolo, 2013: 53) e interiorizadas por el criollo heredero seducido por el «deseo de ser blanco» (Fanon, 1973: 9 y 13; Quijano, 1992:16), donde el ser-blanco no es una cuestión del color de piel, sino la posibilidad de participar de un imaginario cultural (Castro-Gómez, 2005: 64) estético, cognitivo, afectivo, ético y conductual dominante, precisamente con la intención de «“igualarse” con el dominador» (2005: 95) colonial.
En el caso de la independencia de Estados Unidos, los padres fundadores buscaron igualarse a Jorge III y a todo lo que representaba poseer un dominio colonial. Sólo de esta manera puede comprenderse que, a pesar de haberse declarado solemnemente como «verdades evidentes: que los hombres son creados iguales; que son dotados por el Creador de ciertos derechos inalienables; que entre ellos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad», al proclamarse la independencia el 4 de julio de 1776, hayan sido sistemáticamente excluidas las subjetividades carentes de las cualidades del estándar ideal de “hombre”. Tan evidentes la igualdad y la libertad de los hombres, pero no alcanzó para derribar el sistema colonial esclavista, ni mucho menos los fundamentos naturalizados del estatus sub-ontológico que heredaron.
Es así que en 1857 la Corte Suprema de Estados Unidos, invocando las «porciones civilizadas e ilustradas del mundo» (JUSTIA, 1856-7: 408), pudo decidir el caso Dred Scott determinando que los “negros” descendientes de africanos importados al país y vendidos como esclavos no eran ciudadanos en el sentido previsto en la constitución, ni gozaban de los derechos derivados de tal estatus (1856-7:394). El recientemente inaugurado discurso moderno de la igualdad de los hombres, implica, bajo la misma lógica del discurso colonial de la mismidad, que la “raza india” sea tratada conforme al estado de “pupilo”, y la “raza negra” sea considerada como un bien de propiedad[26].
En la misma línea, la revolución burguesa que combatió el despotismo y la desigualdad creada por la nobleza francesa, enarbolando las ideas ilustradas en torno a la liberté, égalité, fraternité, tuvo como uno de sus principales bastiones a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 26 de agosto de 1789. En ella se declaró que los «hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos» (art. 1), y que sus derechos naturales e imprescriptibles «son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión» (art. 2).
El contexto en que se inserta esta declaración no es el de una guerra de independencia, sino de una revolución al interior del estado francés, dentro de territorio europeo; sin embargo, no debe olvidarse que para entonces Francia ya había incursionado en la empresa de la invasión colonial, como hizo en Haití oficialmente desde 1697 con el Tratado de Ryswick de 20 de septiembre. La cuestión entonces es si la pretendida universalidad de los revolucionarios principios de libertad, igualdad y fraternidad traspasaría las fronteras de la metrópolis y alcanzaría los dominios coloniales, en la zona del no-ser.
Como se ha mostrado, a las propuestas ilustradas no le fueron ajenos el sistema esclavista ni el régimen colonial, y al contrario, proveyeron el sustento filosófico para su legitimación[27]. Tampoco los ideales revolucionarios de libertad e igualdad declarados en la metrópoli, en la zona del ser, abarcaron los cuerpos que no-son, al pronto comprender la naciente república francesa que la explotación de los colonizados de Haití era indispensable para su crecimiento económico (Ruíz Sotelo, 2016: 242). Ante la constante negativa, desde 1789, de la Asamblea Nacional de reconocer la libertad de los esclavos “negros” de Haití, se comenzó en 1791 la lucha anti-esclavista contra la revolución francesa, orillando al régimen colonial abolir la esclavitud el 4 de febrero de 1794. Será hasta 1802, cuando el sano hijo de la revolución ordena el restablecimiento de la esclavitud en las colonias[28], que la lucha anti-esclavista también será una lucha anti-colonial liderada y protagonizada por “negros” y no por criollos, logrando declarar su independencia el 1 de enero de 1804.
Con esta experiencia de lucha en Haití resultan aún más evidentes los límites de los discursos eurocentrados de igualdad y libertad, que al ser herederos del discurso colonial de la mismidad, no son capaces de confrontar las lógicas coloniales del poder, donde la sub-alterización de cuerpos, subjetividades y conocimientos es necesaria para el “progreso”. También muestra claramente que los fundamentos de las luchas contra la opresión en Europa y en Abya Yala no han sido compartidos universalmente, en tanto el ideario burgués de libertad e igualdad en la metrópoli no responde a los sufrimientos en las colonias im-plantadas en Abya Yala.
3. La DUDH y los derechos humanos para Abya Yala en el contexto colonial
La autoridad histórico-moral de la DUDH ha sido construida a partir de una doble estrategia. La primera ha consistido en negar la relevancia de la herida colonial infligida fuera de Europa como un hecho clave para comprender el sistema-mundo moderno en el que vivimos. La segunda estrategia, siguiendo justamente la línea de construcción de la historia “universal” institucionalizada por Hegel (1830), ha sido la de proclamarse como sucesora en la progresión histórica “universal” de los derechos humanos, quedando esencialmente vinculada con sus antecesoras de 1776 y 1789.
La proclamación de la DUDH en 1948 se da después de las atrocidades nunca antes sentidas –en suelo europeo– del holocausto y de la segunda guerra. Por ello, fue urgente la necesidad de reconocer que «[t]odos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos» (art. 1), y que «[t]oda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición» (art. 2).
Así, no obstante ser proclamada como una declaración “universal”, se sitúa en un contexto geohistórico específico, como respuesta necesaria e inmediata al genocidio perpetrado por el régimen nazi, el cual materializó en Europa las representaciones raciales del ideal de “humanidad”, a través de los métodos de nuda violencia y desprecio hasta entonces reservados a los pueblos colonizados del mundo (Césaire, 1950: 15).
La organización racial del orden colonial implementada desde el siglo 16 en Abya Yala, luego en-cubierta por los conceptos de “hombre” y “humanidad” del pensamiento eurocentrado de los siglos 17 a 19, es concretada, en la Europa del siglo 20, en la exigencia de «blancura», un «orden étnico, biológico y “cultural”» (Echeverría, 2007), cuyo estándar de “humanidad” fue la identidad racial aria-blanca.
La urgencia de re-afirmar la dignidad “humana” como fundamento de la Declaración “universal”, así como reiterar, siguiendo las formulaciones de 1776 y 1789, la libertad e igualdad de todos los seres humanos, frente a la «calamidad moral del holocausto» (Garzón Valdés, 2011: 135-53), se debe a que en esta ocasión el crimen se cometió contra el hombre blanco, modelo hasta entonces incuestionado de lo “humano”, su humillación dentro de su propia casa, en el corazón de Europa (Césaire, 1950: 15).
La promesa, entonces, es a que “nunca más” se vuelva a negar la humanidad de quienes han sido humanos por siglos, el “nunca más” de un orden de blancura racial.
Al limitarse a condenar el racismo nazi derivado de la exigencia de blancura, la DUDH dejó intocado el racismo colonial, expresión del sistema colonial de la «blanquitud», que ya no es un estándar étnico, sino esencialmente un «orden ético o civilizatorio» (Echeverría, 2007), que organiza los ámbitos de existencia social bajo los valores blancos-coloniales: el trabajo, la naturaleza, el sexo-génerosexualidad, las subjetividades, los conocimientos, y la autoridad (Quijano, 2000: 345).
Considerando la provincialidad tanto de la Declaración “universal”, en cuanto heredera de la historia eurocentrada de los derechos y como respuesta a la barbarie cometida en Europa, los fundamentos encarnados de los derechos, tanto como de las luchas por los derechos, no han sido ni pueden ser los mismos en Abya Yala que en Europa, debido a sus muy diferentes contextos históricos, sociales, políticos y económicos, marcados por profundas relaciones coloniales de poder.
Si el fundamento de los derechos en la Europa reciente ha sido el “nunca más” del genocidio nazi, éste no puede ser el mismo que en Abya Yala, donde tal atrocidad no se vivió. En cambio, las calamidades que han marcado, carimbado, los cuerpos-colectivos en Abya Yala tienen ya una historia de más de 500 años, y de lo cual la DUDH no se hizo cargo de modo alguno.
Por ello, en la historia del condenado esta declaración viene a significar una actualización, propia de la modernidad, de las tecnologías y los dispositivos coloniales de la mismidad: los sujetos sub-alterizados del “tercer mundo”, de los países “subdesarrollados” o en “vías de desarrollo”[29] somos, en el siglo 21, a 70 años de la DUDH, tan libres e iguales como en 1501, 1512, 1680, 1776, 1789, 1857, 1948, 1960, 1965, 1966, 1989, 2019.
Solamente después de la necesaria localización en el espacio y la historia del poder, la enunciación de los diferentes sufrimientos en-carnados, es que puede pensarse siquiera en la significación contextualizada de los derechos como herramientas contra las múltiples y simultáneas formas de dominación, control y exclusión.
En Abya Yala esto es posible sólo si se remonta en los dolorosos caminos surcados por la herida colonial. Por eso, cuando los pueblos de Abya Yala reclaman sus derechos no lo hacen a partir del “nunca más”, sino de los cinco siglos tanto de dominación colonial, ahora administrada por los estados-naciones herederos de los métodos del poder colonial, como de resistencias y de luchas por la vida colectiva.
De otra manera, invocar en las luchas en Abya Yala la dignidad humana en su versión eurocentrada fundada en la formulación ilustrada, no solamente es vacío sino hasta perverso, precisamente porque la cara no visible del proyecto ilustrado se encargó de negar la dignidad de los pueblos “salvajes de América” y de los “negros”, para después culparles de ello.
La DUDH, en tanto tenga como fundamento ético la concepción ilustrada de la dignidad “humana”, será incapaz, como lo fueron las declaraciones del siglo 18, de representar un instrumento de subversión de las realidades cotidianas de los sujetos sub-alterizados, dado que les impide plantear y defender sus propias concepciones en torno a su propia humanidad y dignidad, del mismo modo que no pudieron hacerlo en las discusiones coloniales del siglo 16.
Entonces, la DUDH, como sus predecesoras, tampoco ha cuestionado los fundamentos de la modernidad-colonialidad en tanto inserta dentro de sus limitaciones epistémico-ontológicas, sencillamente porque heredó de aquéllas la concepción de “humanidad” que se gestó en la primera modernidad y que maduró durante la segunda modernidad.
De aquí que el andamiaje normativo internacional posterior que invoca, a su vez, la Declaración universal como horizonte, esté igualmente comprometido. Asimismo lo están las teorías y narraciones hegemónicas eurocentradas de los derechos humanos que caen en la trampa de la universalización e ignoran la necesidad de historizar, localizar y contextualizar las luchas y resistencias de los pueblos y naciones silenciadas.
En ese sentido, al estar esencialmente comprometidas con las experiencias eurocentradas del siglo 18, tanto las teorías convencionales de los derechos humanos como la misma DUDH necesariamente «versan sobre las relaciones entre el estado y la sociedad, o entre gobiernos e individuos» (Barreto, 2013: 6), que era el núcleo de las discusiones en el constitucionalismo clásico y en el liberalismo (Mill, 1859).
Como es evidente, a esas particulares relaciones que originan la concepción “universal” de los derechos humanos subyacen las ideas de “estado” e “individuo”, que ya de por sí eran ajenas a las formas de organización política y a las relaciones sociales en los pueblos de Abya Yala invadidos desde fines del siglo 15. Por tanto, delimitan un marco de lo que es posible concebir, entender o imaginar como derechos “humanos”, siempre ligados al estado (como ente encargado de su protección) y al individuo (como titular por excelencia de los derechos), por lo que cualquier otra concepción de los derechos fuera de este marco, del esquema estatal o para sujetos no-individuales, representa un peligro o es utópica e irrealizable.
Existe una deuda histórica que el norte global tiene con los pueblos que han sido condenados. Otro mundo es posible solamente si respondemos a su realidad. Ni la concepción hegemónica de la igualdad y la libertad, ni la Declaración universal de los derechos humanos de 1948 lo pueden hacer, dada la «cárcel epistemológica-existencial» (Adlbi Sibai, 2016: 32-3) moderno-colonial en que están enclaustradas.
En tanto «herramientas del amo», han permitido lograr ciertas posiciones cuando se siguen «sus reglas del juego, pero nunca nos valdrán para efectuar un auténtico cambio» (Lorde, 1979:118 y 134). No trasformación, ni mucho menos progreso, desarrollo o modernización. Podremos seguir recurriendo a estas herramientas coloniales en tanto sirvan a las tácticas de resistencia frente a las renovadas estrategias de dominación colonial.
Mientras tanto, debemos continuar la re-construcción de saberes, sentires y valores propios de los «condenados de la tierra» y por la creación de nuevos métodos y estilos que respondan a su propia historia y realidad (Fanon, 1961: 91), que antes de declarar, re-conozcan su propia humanidad y les permita desandar los caminos de la violencia colonial, construyendo en colectivo los senderos de otros horizontes donde quepan muchos mundos.
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[1] 1 Salvo lo dispuesto por la Proclamación de Teherán de 13 de mayo de 1968, que declaró la DUDH como «obligatoria para la comunidad internacional».
[2] A lo largo del texto se preferirá, en lugar de “América” en tanto que identificación cultural geopolíticamente impuesta desde la episteme occidental-eurocentrada producto de un privilegio de enunciación a partir de la colonialidad del poder-saber, el término «Abya Yala», que es una forma de identificación política de territorios, pueblos, naciones, colectivos y sujetos, que aunque heterogéneos, les fue igualmente sustraído el poder de nombrar(se). Esta postura de-nominativa es una de las formas posibles de responder a la pregunta que hace Spivak (1998): «can the subaltern speak?».
[3] Así su art. 28: “Toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta declaración se hagan plenamente efectivos.”
[4] El señorío, como técnica colonial de dominio de territorios y todo lo que en ellos hay, se consolidó con el Requerimiento de 1512: «Uno de los Pontífices pasados […], como señor del mundo, hizo.donación destas Islas y Tierra Firme del mar Océano a los dichos Rey e Reyna y a sus sucesores en estos reinos, nuestros señores, con todo lo que en ellas hay, […]: así que Sus Altezas son reyes y señores destas Islas e Tierra Firme, por virtud de la dicha donación» (Zavala, 1935: 216). Rousseau, disertando sobre el «derecho de primer ocupante» de las tierras, observó un cambio en la constitución de la titularidad del dominio respecto de los «antiguos monarcas», quienes se titulaban «sólo reyes de los persas, de los escitas, de los macedonios, parecen considerarse más jefes de los hombres que dueños del país. Éstos se titulan hoy, más hábilmente, reyes de Francia, de España, de Inglaterra, etc. Al dominar así el terreno, están completamente seguros de dominar a los habitantes» (1762: 47). [Todas las cursivas son añadidas]. La técnica colonial del señorío del «estado civil», a diferencia del “antiguo”, constituye un dominio de doble naturaleza: sobre las cosas y sobre las personas.
[5] Convertida en la ley xi ‘Que los Indios no ſe preſten, ni enagenen por ningun titulo, ni pongan en las ventas de las haziendas’, tít. 2, lib. 6, de la Recopilación de leyes de los reynos de las Indias (1680).
[6] La duda colonial se expresó ya desde las instrucciones reales de 1 de junio de 1495 al obispo de Andalucía: «.., de los esclavos que trujeron de las Indias en nombre del Almirante, ya vos sabéis la duda que nosotros tenemos de si éstos deben ser esclavos o no» (Lucena Salmoral, 2000: 538-9) [cursivas añadidas].
[7] En tales términos se expresaba Montesinos en 1511 ante los colonizadores: «¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? […] ¿Estos, no son hombres? ¿No tienen almas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís?» (Las Casas, 1875: 1761-2) [énfasis añadido].
[8] Cursivas del original. La íntima conexión creada entre la subjetividad del colonizado y su estatus jurídico, especialmente como “menor”, se testimonia en 1576 por el Concilio Provincial de Lima: «Es un niño grande, o un hombre niño con su profundo complejo de vencido, a quien precisa urgir el deber con una paterna y amorosa compulsión. Sensible por vía más bien sensorial que intelectiva […]. Signos todos que colocan al indio en la categoría de menores, dotados de cualidades iguales a los adultos pero aún no desarrolladas» (Castañeda Delgado, 1971: 282-3) [cursivas añadidas].
[9]La primera distinción colonial entre los sujetos sub-alterizados la produjo el propio Colón, quien en su carta de 15 de febrero de 1493 al escribano real describe: «En estas islas fasta aquí no he hallado hombres mostrudos como muchos pensaban; mas antes es toda gente de muy lindo acatamiento; ni son negros como en Guinea, salvo con sus cabellos correndios» (Colón, 1892: 191) [cursivas añadidas]. El criterio base de distinción entre los “indios” y los “negros” no es otro que su corporalidad, el color de piel.
[10]El “indio” fue producido discursivamente ya desde la carta mencionada de Colón, quien se refería siempre a los “indios” (Colón, 1892:185). La carta real de 12 de abril de 1495 al obispo de Andalucía se refería a los “indios” que Colón sus-trajo de las islas caribeñas (Lucena Salmoral, 2000: 538), momento desde el cual el poder colonial selló su construcción ontológica como tales. También aparecerá la representación del “negro” desde las instrucciones reales de 16 de septiembre de 1501.
[11]Los distintos regímenes jurídicos pueden ser fácilmente comparados en la Recopilación de leyes de los reynos de las Indias (1680), cuyo libro 6 compila normas relativas al “indio”, en tanto que en su libro 7, título 5, se consignan las normas referentes a los “negros” y “mulatos”; en ambos casos se re-produce la división sexo-genérica heterosexual occidental que crea las distinciones “indio-india”, “negro-negra”, “mulato-mulata”. Por ejemplo: del título 1, libro 6, la ley i establece que los “indios” sean «favorecidos, y amparados por las Iuſticias, y Seculares», la ley ii reconoce que «ſe puedan caſar libremente», y la ley xii permite que «ſe puedan mudar de vnos lugares à otros»; mientras que del título 5, libro 7, la ley i exige que “negros, negras, mulatos y mulatas libres” «paguen tributo al Rey», la ley v determina «que ſe procure, que los negros caſen con negras», y la ley iii ordena «que los mulatos, y negros libres vivan con amos conocidos, para que ſe puedan cobrar sus tributos.”
[12] Por real providencia de 25 de julio de 1511 se mandó “herrar” o “quintar” a «todos e cualesquier indios», como mecanismo de control para garantizar «que haya número de indios para traer en las minas y granjerías», como se había reconoció en la real cédula de cuatro días antes (Lucena Salmoral, 2000: 547-8) [cursivas añadidas]. Los “negros” también fueron carimbados para identificarlos fácilmente en caso de fuga pero, a diferencia de aquéllos, el carimbo subsistió hasta 1784 (1997: 133).
[13] Desde la provisión real de 29 de agosto de 1503 se criminaliza por primera vez la resistencia anti-colonial, facultando para su esclavización.
[14] Por real cédula de 30 de abril de 1508 se autorizó la captura de los “rebeldes” que huyeron de la esclavitud a la que fueron sometidos por enfrentarse en guerra contra los colonizadores (Lucena Salmoral, 2000: 546). Se repetirá el mismo método al declararse la guerra a los “indios rebeldes” de Chile por real cédula de 26 de mayo de 1608, ordenando esclavizarles a partir de los 10 años y medio a los varones y de los 9 años y medio a las mujeres, y facultando su venta (1997: 131-2). También desde la real providencia de 23 de diciembre de 1511 se declaró la guerra a “los caribes” y se autorizó su esclavización por esa causa, pudiendo venderlos y «aprovecharse dellos, sin que por ello caigan ni incurran en pena alguna» (Lucena Salmoral, 2000: 549-50).
[15]La construcción colonial de los “bárbaros” se extendió prevalentemente hacia los siglos 17 y 18 para justificar la guerra como método de exterminio oculto bajo una supuesta “pacificación” de ciertas zonas, utilizadas como constante en el norte de lo que hoy es México contra distintas naciones que resistían la expansión colonial, como Huachichiles, Colorados, Tobosos, Coromamas, Pies de Venado, Piedras Chiquitas, Mares, Adames y Dedepedores (Mirafuentes Galván, 1993: 75 y 83-5).
[16]Las mismas instrucciones reales de 1501 que determinaron el estatus de vasallos de los “indios”, luego ordenaban: «non consentyréis nin daréis logar que allá vayan moros nin xudíos, nin erexes nin reconcyliados, nin personas nuevamente convertidas a nuestra fe, salvo si fueren esclavos negros u otros esclavos que fayan nascido en poder de cristhianos, nuestros súbditos e naturales» (Rumeu de Armas, 1969: 376) [énfasis añadido]. Esta prohibición fue rápidamente revocada en 1510 al permitirse la introducción como esclavos de “negros” no-cristianos al Caribe en las plantaciones de caña de azúcar, marcando el inicio del triunfo del utilitarismo y las necesidades del capitalismo colonial (Vigil, 2002: 638).
[17] La constitución de la subjetividad moderna-colonial del ego conquiro fue validada por Hobbes, haciéndola pasar por una «condición natural del género humano», al plantear que no existe un «procedimiento tan razonable» y «necesario» «para la conservación de un hombre» como «el dominar por medio de la fuerza» (1651: 100-2). Un siglo y medio después, Kant afirmaba que «la inclinación a lo que nos es ventajoso es común a todos los seres humanos, por consiguiente, también la de dominar hasta donde nos sea posible» (1798: 256).
[18] Kant postuló la «fisiognómica» como el «arte de juzgar por los rasgos visibles de una persona o, en consecuencia, por lo exterior, acerca de su interior ; ya se trate de su índole sensible o de la moral […] donde la fisonomía humana se somete al juicio público en sus variedades generales, cada una de las cuales denunciaría una propiedad especial en el interior del hombre» (1798: 242-4); ya antes había mostrado cómo aplicarla: «Parece como si [el carpintero] en esto hubiese tomado algo que acaso mereciese ser tomado en consideración; pero, para ahorrar palabras, baste decir que el mozo era negro de los pies a la cabeza; clara señal de que lo que decía era una simpleza» (1764: 164) [cursivas añadidas].
[19] Hegel (1830) sostenía: «América se ha revelado siempre y sigue relevándose impotente en los físico como en lo espiritual […] En los animales mismos se advierte igual inferioridad que en los hombres»; «La inferioridad de estos individuos se manifiesta en todo, incluso en la estatura» (266-9); y terminará: «El negro representa el hombre natural en toda su barbarie y violencia»; «Así pues, en África encontramos eso que se ha llamado estado de inocencia, de unidad del hombre con Dios y la naturaleza. Es este el estado de la inconsciencia de sí. Pero el espíritu no debe permanecer en tal punto, en este estado primero. Este estado natural primero es el estado animal» (277-83) [cursivas añadidas].
[20] La triada conformada por racionalidad, ser y espíritu se encuentra claramente en la base del proyecto racionalista moderno de Descartes (1637: 9): «No conozco más cualidades que sirvan para formar un espíritu perfecto, porque la razón, característica del hombre, en cuanto por ella nos diferenciamos de las bestias, está entera en cada ser racional» [cursivas añadidas].
[21] 21 Para Kant, por ejemplo, la carencia moral del “negro” es evidente: «entre los blancos se presenta frecuentemente el caso de los que, por sus condiciones superiores, se levantan de un estado humilde y conquistan una reputación ventajosa. Tan esencial es la diferencia entre estas dos razas humanas; parece tan grande en las facultades espirituales como en el color» (1764: 163) [énfasis añadido].
[22] La ética formal kantiana permite este complemento sucesivo entre una subjetividad práctica y una subjetividad racional, vinculando la voluntad individual a los principios prácticos dictados por la propia razón como fundamento para la conformación de un carácter moral (Kant, 1798: 238). De hecho, a Kant la vinculación de capacidades, la «técnica», la «pragmática» y la «moral» es lo que le permite «diferenciar característicamente al hombre de los demás habitantes de la tierra», haciendo del «animal rationabile» un «animal rationale» (278), el sujeto moderno [cursivas añadidas].
[23] Este dualismo pasó a Kant en su filosofía jurídica, pues una persona es sujeta a imputación, y una cosa, «res corporalis», no es susceptible de imputación al carecer de libertad por sí (1797: 32). Esto le permitió definir la «Relacion jurídica del hombre con séres que no tienen más que deberes sin derecho alguno [esclavos]» (58); donde el hombre es el ser racional-libre, y el esclavo es la res corporalis, cosa sin personalidad que, aunque con deberes, sin derechos. Esta relación le parecía imposible pues el esclavo cesa de ser persona, pero no cuando se trata de los “negros en los ingenios de azúcar” (193) [cursivas del original].
[24] En palabras de Hegel (1830: 267): «Mucho tiempo ha de transcurrir todavía antes de que los europeos enciendan en el alma de los indígenas un sentimiento de propia estimación».
[25]Había una preocupación subyacente al proyecto ilustrado kantiano en torno a la «inmadurez» o «minoría de edad» del “hombre” (1784: 9-10). Para Kant, sin embargo, hay claros «culpables» por no progresar hacia la «emancipación» de la razón: «El señor Hume desafía a que se le presente un ejemplo de que un negro haya mostrado talento, y afirma que entre los cientos de millares de negros transportados a tierras extrañas, y aunque muchos de ellos hayan obtenido la libertad, no se ha encontrado uno solo que haya imaginado algo grande en el arte, en la ciencia o en cualquiera otra cualidad honorable» (1764: 163). No se olvide que Kant concibe el «talento» como «aquella superioridad de la facultad de conocer que no depende de la instrucción, sino de las disposiciones naturales del sujeto» (1798: 142), un «don natural» de la razón, cuya carencia, por tanto, implica una disposición natural al estado de rusticidad. Al negarles talento y achacarles insensibilidad moral, Kant niega la capacidad moral de los “negros” y los “salvajes” de “América”, que es justo lo que funda el carácter virtuoso de la humanidad, su racionalidad y su dignidad (1785: 48-51) [cursivas añadidas].
[26] Contrástese lo expresado por el Concilio de Lima en 1576, con lo referido por la Corte Suprema de Estados Unidos en el caso Scott v. Sandford [60 U.S. 393], respecto de las “tribus indias”: «It is true that the course of events has brought the Indian tribes within the limits of the United States under subjection to the white race, and it has been found necessary, for their sake as well as our own, to regard them as in a state of pupilage, and to legislate to a certain extent over them and the territory they occupy» (JUSTIA, 1856-7: 405); compárense también las instrucciones reales de 1501 y 1550 y la Recopilación de leyes de 1680, con lo que contiuó diciendo la Corte sobre el “negro de la raza africana”: «They had for more than a century before been regarded as beings of an inferior order, and altogether unfit to associate with the white race either in social or political relations, and so far inferior that they had no rights which the white man was bound to respect, and that the negro might justly and lawfully be reduced to slavery for his benefit. He was bought and sold, and treated as an ordinary article of merchandise and traffic whenever a profit could be made by it. This opinion was at that time fixed and universal in the civilized portion of the white race. It was regarded as an axiom in morals as well as in politics which no one thought of disputing or supposed to be open to dispute, and men in every grade and position in society daily and habitually acted upon it in their private pursuits, as well as in matters of public concern, without doubting for a moment the correctness of this opinion. […] And, accordingly, a negro of the African race was regarded by them as an article of property, and held, and bought and sold as such, in every one of the thirteen colonies which united in the Declaration of Independence and afterwards formed the Constitution of the United States» (1856-7: 408-9).
[27] Rousseau (1755) describió el paso al estado civil basándose en la dicotomía entre «hombre civilizado» y «hombre salvaje» (237), siendo el segundo los «negros», «caribes de Venezuela» y «salvajes de América» (239, 270 y 286), aquellos que viven en el «estado animal en general» (245).
[28] La ley de 19 de mayo disponía: «1. En las colonias restituidas a Francia en ejercicio del Tratado de Amiens (marzo de 1802) la esclavitud será mantenida conforme a las leyes y reglamentos anteriores a 1789 […] 3. La trata de negros y su importación en dichas colonias tendrán lugar conforme a las leyes y reglamentos existentes antes de 1789» (Ruíz Sotelo, 2016: 246).
[29]Reconfiguración geopolítica del sistema-mundo, ahora «mapeado ya no en términos de ius gentium, sino de derechos humanos» (Mignolo, 2013: 56) [cursivas del original], estándar y medida de los países.