La pandemia y la agresión rusa a Ucrania nos obligan, por su carácter disruptivo, a reconsiderar muchos ejercicios de prospectiva sobre cómo va a ser el mundo que nos viene.
Es opinión habitual decir que ambos acontecimientos señalan un antes y un después y que nada volverá a ser como antes. Es una verdad a medias, de raíz “adanista”. Cada generación tiende a creer que lo que le sucede a ella implica empezar de cero. Y hay acontecimientos que, sin duda, han cambiado el curso de la humanidad. Las grandes guerras e invasiones o devastadoras pandemias están entre ellos.
Desde una perspectiva eurocéntrica, la caída del Imperio Romano, el Descubrimiento de América o las revoluciones industriales y burguesas son claros ejemplos. También el colonialismo (y la descolonización) o las dos guerras mundiales. Sin duda, la guerra fría y el colapso de la Unión Soviética o, más recientemente, la irrupción de China como gran superpotencia global.
Evidentemente, las tecnologías disruptivas marcan también transformaciones trascendentales: desde el dominio del fuego, la rueda o las que permiten las grandes navegaciones, pasando por las revoluciones industriales que han permitido la hegemonía occidental en los últimos siglos. Y, más recientemente, las tecnologías nuclear y digital.
Además, por supuesto, cada país puede señalar acontecimientos que han cambiado el curso de su historia y que, en ciertos casos, han afectado al conjunto: desde las revoluciones francesa o rusa a las grandes religiones monoteístas nacidas en lo que hoy llamamos Oriente Próximo.
Sin olvidarnos, recientemente, de los atentados del 11 de septiembre o la construcción europea, por poner dos ejemplos bien distintos. Y, por supuesto, el cambio climático y el deterioro medioambiental, que pueden alterar de manera sustancial el futuro de las generaciones venideras.
Finalmente, hay que recordar la enorme influencia de los grandes pensadores, de Confucio a Platón, de Descartes, Kant o Hegel a Marx, y de los grandes científicos, de Galileo a Newton y tantos otros.
Todos esos acontecimientos y personajes han marcado el devenir histórico y han trascendido y se han proyectado por mucho tiempo después. Valga, pues, este superficial recordatorio para situar las cosas en su contexto.
Ni la pandemia del Covid-19 ni la invasión rusa de Ucrania tienen esa magnitud. Han sido y están siendo muy graves en términos humanos o económicos y sociales, pero, salvo que esta derive en una conflagración nuclear de incalculables consecuencias, sus efectos pueden ser limitados en términos históricos, sin subestimar, obviamente, su gravedad.
De hecho, cabe preguntarse si han cambiado o no las grandes macrotendencias que venían marcando la vida de los seres humanos desde antes de ambos sucesos. La respuesta es que siguen siendo las mismas, aunque se hayan visto alteradas no solo de forma coyuntural, sino en algunas de sus características estructurales.
Podemos citar cuatro muy claras: la globalización, la digitalización, la transición energética y el desplazamiento del eje de gravedad geopolítico desde el Atlántico al Indo-Pacífico. Vienen de antes, prosiguen ahora y seguirán cuando demos por controlada la pandemia o acabe la invasión y la guerra en Ucrania.
La globalización
Vayamos por partes. La globalización es un concepto muy controvertido y que se ha convertido en un ámbito significativo del debate político. No nos referimos a los acontecimientos globalizadores del pasado (desde la Ruta de la Seda al Galeón de Manila), sino a la generalización del libre comercio y de flujos financieros a raíz de la consolidación del multilateralismo liberal surgido desde el final de la Segunda Guerra Mundial y que tiene su concreción más clara en las instituciones nacidas de Breton Woods.
Junto a la revolución digital y a la convergencia progresiva de productividades, la globalización ha permitido enormes aumentos de la riqueza global, la disminución de la pobreza y la generación masiva de nuevas clases medias o la mejora de indicadores de bienestar como la esperanza de vida, los índices de mortalidad infantil o la alfabetización.
Ha supuesto la integración en el sistema global y la participación en cadenas globales de valor a los países que no formaban parte de Occidente. El ejemplo más paradigmático es la entrada de China (apoyada entusiásticamente por Occidente) en la Organización Mundial del Comercio.
La hiperglobalización ha permitido grandes aumentos de eficiencia económica, tanto desde el lado de la oferta como de la demanda, y ha posibilitado políticas de reducción drástica de inventarios, tecnologías just in time y enormes desplazamientos tanto de la producción como del consumo.
Sin embargo, es cierto que ha propiciado un mundo postoccidental en el que buena parte de los agentes sociales de los países desarrollados han visto pérdidas no solo de peso relativo, sino incluso de reducción de las rentas en términos reales de muchos de ellos. No sin consecuencias políticas: la aparición de los populismos antiglobalizadores que defienden un retorno al proteccionismo, barreras a la inmigración o que cuestionan el cosmopolitismo para regresar a la defensa de identidades primigenias son clara muestra de esas consecuencias. Y, por ende, la crisis de las democracias representativas basadas en los límites al poder político frente a los derechos y las libertades de los ciudadanos.
La pandemia y la guerra en Ucrania han puesto de manifiesto los límites de esa hiperglobalización. Las disrupciones de las cadenas globales de valor, los cuellos de botella en los suministros, los niveles de dependencia (y de vulnerabilidad) de materias primas o componentes intermedios esenciales provocados, primero, por el shock de oferta que ha supuesto la pandemia y, luego, por el uso de la energía como arma de guerra nos llevan a un cierto decoupling en un mundo global, pero compartimentado, donde conceptos como la seguridad en los suministros, las reservas estratégicas, la política industrial o las alianzas geopolíticas cobran de nuevo plena vigencia. Es el just in case: la seguridad es tan importante como la eficiencia. El mundo sigue siendo global, pero la realidad nos ha marcado ciertos límites.
La digitalización
En cuanto a la digitalización, una auténtica revolución disruptiva, esta ha cambiado las relaciones económicas y sociales (también políticas) de una forma muy profunda. No hay vuelta atrás. El futuro es inevitablemente digital y la gran pugna de este siglo vuelve a centrarse en la tecnología y el dominio en ámbitos como la Inteligencia Artificial, el Internet de las cosas, el Big Data, el blockchain o la nube. Y los recientes acontecimientos no han cambiado el curso de ese proceso. En todo caso (la pandemia), lo han acelerado en su implementación.
Transición energética y medio ambiental
Sobre la transición energética y medioambiental, apenas hay debate sobre el qué (descarbonizar el planeta y reducir al máximo las emisiones de gases de efecto invernadero para reducir el calentamiento global, y luchar por el medio ambiente y la biodiversidad, en particular en mares y océanos), pero se ha agudizado un debate (ya previo) sobre el cuándo y el cómo.
Es decir, planteando los costes de la transición y los límites impuestos por nuestro modelo de crecimiento basado hasta ahora en energía procedente de recursos fósiles. Los plazos y la diversificación de las fuentes de energía vienen condicionados por la realidad existente. La guerra ha devuelto a Europa el debate sobre el uso del gas o de la energía nuclear o, incluso, sobre el uso del carbón para situaciones de emergencia como las que estamos viviendo. Es un debate que va más allá de la coyuntura, que va a depender de los puntos de partida en cada país y en cada región del planeta, y que va a ocuparnos las próximas décadas. Se iba a producir de cualquier modo, más allá de unos acontecimientos que nos obligan a anticiparlo.
El desplazamiento geopolítico
Por último, la otra gran macrotendencia es la que se deriva del desplazamiento irreversible del centro de gravedad geopolítico desde el Atlántico al Indo-Pacífico. Por razones económicas, comerciales, demográficas o tecnológicas. Y que tiene su reflejo en la pugna explícita por la hegemonía global entre Estados Unidos y China, que implica, obviamente, un claro componente militar y de seguridad colectiva.
Algo de lo que venimos hablando ya desde finales del siglo pasado. A pesar de centrar ahora de nuevo la atención en Europa por la agresión criminal rusa, ese desplazamiento no va a cambiar su curso. De hecho, mucho de lo que está sucediendo hay que leerlo también en esa clave. Solo hace falta pensar en la situación de Taiwán y la reivindicación de su soberanía por parte de China.
Vamos pues hacia un mundo global (con límites), digitalizado, en transición energética y con una nueva bipolaridad imperfecta centrada en el Indo-Pacífico. Nada muy distinto de lo que ya venía pasando. Lógicamente, la actualidad y el corto plazo condicionan nuestra visión de las cosas. Pero, en perspectiva histórica, hay que fijarse en las grandes tendencias y esas van más allá de la coyuntura.
Otra cosa es que todo ello nos obligue a plantear qué valores queremos que sean los predominantes en ese mundo que nos viene. Un futuro basado en la libertad y la dignidad de las personas, con un medio ambiente sostenible, en el que la tecnología no sea un instrumento para la dominación y en el que las tensiones geopolíticas no nos lleven a situaciones que pongan en riesgo nuestra propia existencia. O un futuro alternativo basado en el autoritarismo totalitario y en el uso de la fuerza al margen del Derecho Internacional.
Otro debate que no debe obviar que problemas vitales como el cambio climático, las pandemias o el libre comercio solo pueden acometerse desde la colaboración.
Un mundo difícil e incierto. En nuestras manos está que tenga un futuro compartido.