Pertenezco a una generación privilegiada. Nací a finales de los años 60 en Kiev, la capital de una Ucrania soviética y socialista, y tuve la suerte de pasar los años de mi infancia, adolescencia y hasta mi juventud en un país satanizado como ningún otro en la historia de la humanidad: la URSS.
Un recuerdo enorme, que tendremos que rescatar del olvido. No para los museos, sino como material para los nuevos andamios de los tiempos que vienen. Es una tarea inmensa que todavía está por hacerse.
Conversando en La Habana con el hijo mayor del Che, Camilo Guevara, un gran ser humano que hace poco meses partió, cuando tratábamos de analizar el rol de la Unión Soviética en la historia mundial, él me dijo:
«(…) Estamos hablando de una gran nación que desarrolló una revolución autóctona y épica contra viento y marea. Que venció a las hordas nazi fascistas a costa del sacrificio de su pueblo, haciéndole un favor impagable a la humanidad. Los soviéticos realizaron hazañas de diversa índole y en infinidad de campos. Soy de los que creen que ni los críticos o enemigos más objetivos o viscerales de la URSS se esperaban algo así. Siempre tuve la convicción de que no había fuerza capaz de destruir tan enorme obra. Subestimé la burocracia política, la acumulación de errores y la influencia capitalista en la mentalidad de algunos dirigentes. (…) Creo que todavía hay que hacer un análisis lo más científico posible. Es decir, despojado de cualquier atisbo de sentimentalismo o afinidad ideológica para llegar a un resultado más o menos preciso. No abogo por que se aborde este tema sin perspectivas militantes o de clase, eso es imposible, solo pido que se vea como una experiencia que se debe desnudar, radiografiar, auscultar hasta el último e insignificante pedacito para descubrir las raíces de lo que estuvo mal o bien, porque esa experiencia es, quizás, en una versión mejorada, la única forma que existe de salvarnos como especie…»
El peor crimen que cometió la URSS, aquel que nunca se le perdonará, fue el de haber sido una esperanza compartida para lograr una sociedad más justa, más digna y más humana. Esto es lo que la Unión Soviética le entregó no solo a sus habitantes, sino a todos los pueblos del mundo sin excepción alguna.
Desde el triunfo de la Revolución bolchevique en la lejana y exótica Rusia, el mundo no volvió a ser el mismo. El poder de los soviets (consejos populares) desafió a aquel anterior orden establecido desde arriba para aplastar a los de abajo, orden que hasta entonces parecía inmutable.
En la Unión Soviética desde niños aprendimos que la felicidad en la vida consistía en ayudar a los demás y que nuestro destino era conocer el Universo sin límites. Solo teníamos que estudiar y aprender mucho, ser buenos compañeros, convertirnos en personas dignas de nuestros padres y nuestros abuelos. Teníamos los servicios de salud y educación totalmente gratuitos; aún más: en la universidad, por las buenas notas, el Estado nos pagaba. Leíamos muchísimo y veíamos bastante cine.
Soñábamos con viajar por el mundo, haciéndonos amigos de todos los países, culturas y colores. Sentíamos que el futuro era nuestro, que estaba al alcance de nuestros años, y a nuestra generación le correspondería acabar con las guerras y hermanar a los pueblos del mundo, encontrando las curas para las enfermedades y terminando con la injusticia y la explotación del hombre por el hombre, en la historia humana. Soñar con tener mucho dinero estaba mal visto.
Creíamos profundamente en el amor romántico, pudoroso, inocente y en la amistad desinteresada como valores supremos. No nos sobraba nada, pues no teníamos lujos, ni grandes viviendas, ni viajes al extranjero. Tampoco nos reuníamos con nuestros amigos en los cafés ni en los restaurantes, sino en nuestros hogares, donde compartíamos lo poco y lo mucho que teníamos. Conocíamos la literatura, la música y el cine de todo el mundo y no nos cansábamos de conversar ni de querer conocer más. Cuando alguien se enfermaba, los médicos iban a visitarlo gratis en su domicilio. Las mujeres se jubilaban a los 55 y los hombres a los 60 años. Teníamos como los derechos constitucionales, a la salud, la educación y la vivienda gratuitas, que se cumplían rigurosamente.
Si nos ponemos a contar todo esto hoy, en la mayoría de los países muchos nos dirán que es una exageración propagandística o un delirio de viejitos nostálgicos, que es mentira porque la vida real ya no es así y todas estas cosas jamás podrían ser ciertas ni posibles. Otros, más informados, tendrán preparados sus mil peros, recordando los absurdos de la burocracia, las represiones políticas de Stalin, las múltiples formas de no libertades ciudadanas, las dificultades para poder salir al extranjero, las enormes colas y el déficit de los productos en las tiendas, la censura y la gran distancia entre el discurso oficial y las conversaciones en privado. También sería verdad, pero una de esas que, sin contextos ni matices, más se acerca a ser mentira.
Es muy difícil hablar de la Unión Soviética desde el reino de lo secundario, tan normalizado y generalizado por el capitalismo, donde la libertad de elegir entre mil colores y texturas de papel higiénico es algo que con tanto descaro se presenta como uno de los pasos hacia la felicidad plena. Los que nunca supieron soñar con nada fuera de su bienestar personal no tienen cómo entender los logros y fracasos del proyecto soviético, y no porque algo sea malo o bueno, sino por lo incomparables que son sus dimensiones, niveles y tamaños.
La URSS fue la primera y la más contundente prueba de que es posible una larga existencia de una sociedad donde el dinero no sea ni valor central ni la principal condición para el desarrollo humano. Sí, en la Unión Soviética era muy importante el dinero. Pero no lo era todo, y creo que ésta es precisamente su principal diferencia con las sociedades occidentales.
No es verdad que la URSS fue destruida por su incapacidad económica de competir con Occidente. Tampoco es cierto que su caída fue el resultado de un largo o inteligente trabajo de los servicios de inteligencia enemigos.
La Unión Soviética no dejó de existir por un enemigo político externo, lo que la destruyó fue su propia falta de democracia y de participación real de los ciudadanos en la toma de decisiones del Estado, junto a la ingenuidad e infantilismo político de su pueblo, que no supo valorar ni defender sus enormes conquistas sociales.
La nueva generación de oportunistas burócratas en el poder, que masivamente permearon al Estado, entendió que le convenía mucho más el capitalismo y, aprovechando la falta de experiencia política del pueblo, desde los tiempos de Gorbachev, desató una tremenda campaña política anticomunista que no ha parado hasta el día de hoy, y luego, encabezada por Yeltsin, dio un golpe de Estado de derecha. Entendíamos de todo, excepto de política. No nos dimos cuenta.
Pasaron décadas… y mientras en algunas repúblicas exsoviéticas hordas de ignorantes alentados por el poder y su prensa destruyen todavía los últimos monumentos a Lenin, pasando a profanar las tumbas y memoriales de los soldados antifascistas, en otras ciudades los pueblos se juntan el dinero para poner de nuevo las estatuas de José Stalin. No discutiremos ahora sobre qué tan malo o qué tan calumniado ha sido este personaje, dejemos esto para mejores tiempos, pero ese hecho en particular nos dice que la gente siente una enorme necesidad de aferrarse a su memoria histórica, donde perdura aquel proyecto que con sus luces y sombras nos abría un futuro para todos, que nos hacía soñar con un mundo diferente, cuando la palabra ‘futuro’ no despertaba miedo, sino esperanza y anhelo.
Con las trágicas experiencias de este nuevo milenio, aprendimos que el tiempo es reversible. Los pueblos de ahora simplemente no encuentran ideologías ni esperanzas en otras visiones del ‘progreso’.
Todo análisis histórico, mínimamente serio, nos vuelve a hacer pensar en la grandeza de un pueblo que fue capaz de crear otro tipo de economía y de salirse del dominio cultural ajeno y crear el suyo propio, otro proyecto estético, espiritual, ético, un recuerdo imborrable que hoy da alas para saber que puede volver a hacerse, aunque no sea el mismo… porque, como dice la canción ‘Todo Cambia’, «Y lo que cambió ayer, tendrá que cambiar mañana». Porque todo lo que fue criticado de la URSS, incluidos los peores errores y problemas no resueltos del ‘socialismo real’, hoy son la constante en la sociedad que vivimos, solo que están aumentados y multiplicados con creces por la degeneración del mundo capitalista neoliberal moderno.
Si en la URSS muchas cosas funcionaban mal, en el sistema actual no funciona prácticamente nada, solo si son negocios para muy pocos, a muy corto plazo y a costa de todo. Hablando de los ‘campos de concentración’ o prisiones soviéticas, las seudodemocracias de hoy por todos lados multiplican miles y miles de otras, de todo tipo, visibles e invisibles, mucho peores que las de aquel tiempo.
Y la peligrosa nostalgia por la URSS cada vez más, se parece a una nostalgia por el futuro.