Desde hace muchos años, son bien conocidas las notorias semejanzas culturales entre la arqueología del centro de México y El Salvador. Estas analogías hacen énfasis en los aspectos lingüísticos y estilísticos de las dos regiones, cuyo origen se sitúa en distintos periodos y distintos modelos de interacción propuestos desde el Preclásico Medio hasta la época de la conquista.
Aunque existe la posibilidad de distintos flujos migratorios a larga distancia con personas que establecieron nuevos enclaves de población, normalmente se considera que la causa más probable de las semejanzas se debe al movimiento frecuente de productos, conceptos, artefactos, íconos, e incluso elementos tecnológicos a lo largo de los siglos.
Como los procesos de difusión involucran muchas formas distintas y posible transmisión de ideas y elementos materiales, no existen respuestas fáciles para proponer con precisión rutas, duración o simplemente, la elección de unos elementos más notorios en lugar de otros.
Hasta hace 20 años, el tema de las migraciones nahua pipiles y el establecimiento de grupos con esta filiación cultural en el centro y occidente de El Salvador, se explicaba de manera más bien general por referencia a la información de tipo lingüístico, etnohistórico y algunos datos arqueológicos, cuyo contexto no siempre estaba bien documentado.
No obstante, esta situación ha cambiado rápidamente en las últimas dos décadas y ahora se están haciendo reevaluaciones y nuevas exploraciones arqueológicas, cuyos resultados seguramente conoceremos con mayor precisión la naturaleza de estos procesos y el porqué de las similitudes culturales entre ambas regiones (Fowler, 2011; Escamilla, 2011 y Mc Cafferty, 2011).
En el presente trabajo me enfocaré hacia los periodos más tempranos y a lo que parece ser una tradición de mayor profundidad histórica en las interacciones y contactos entre el centro y norte, con el sureste de Mesoamérica, la cual se remonta desde el Preclásico y a través del periodo Clásico.
Aquí daré mayor énfasis a algunos datos arqueológicos del centro de México que pudieran estar relacionados con posibles procesos de interacción cultural, o al menos con el movimiento norte-sur-norte de elementos de cultura material que cada vez son mejor conocidos, cuya presencia está documentada en El Salvador.
Esta presentación, además, es parte de mi propia experiencia como arqueólogo que trabaja en el centro de México desde hace dos décadas y también tiene como antecedente dos experiencias de trabajo en El Salvador, por lo cual mencionaré datos de tipo arqueológico y su posible potencial de transferencia hacia regiones más lejanas, haciendo eco de los esfuerzos más recientes en esta materia, en la arqueología salvadoreña.
Mi propuesta general es que las manifestaciones culturales de semejanza entre México y El Salvador, tales como los nahua pipiles durante el Posclásico, son parte de una tradición mucho más antigua en el traspaso y proyección de elementos de cultura material y creencias, que puede ser rastreada en todo lo largo de la secuencia de desarrollo mesoamericano.
Mi hipótesis es que la difusión y transmisión de ideas, estilos e idiomas entre el centro de México y El Salvador define lo que llamaré una zona de «alto impacto» de los desarrollos mesoamericanos desde al menos el Preclásico Medio, en diferentes regiones circundantes al norte y este de Guatemala, Honduras y Nicaragua.
El Salvador es una región que fue amplia receptora de elementos transmitidos a todo lo largo de Mesoamérica desde al menos el Preclásico Medio, a través de la reelaboración y adaptación de estas tendencias y que, a diferencia de otras regiones adyacentes de menor impacto y desarrollos más locales, siempre se mantuvo abierta al flujo de estilos e ideas que marcaron los cambios más importantes, interactuando con todas las demás áreas lejanas y cercanas.
Como esto es demasiado amplio y ambicioso para los límites de este artículo, necesariamente debo seleccionar sólo algunos ejemplos, subrayando más el periodo que va desde finales del periodo Preclásico en el centro de México hasta finales del periodo Clásico durante las últimas manifestaciones de la influencia teotihuacana, sin abordar los periodos más tardíos en donde se han ubicado recientemente la mayoría de analogías entre las dos regiones dentro de lo que se ha dado a nombrar la «diáspora tolteca» (Fowler, 2011).
Los olmecas llegaron ya
Si iniciamos la búsqueda desde el establecimiento de las comunidades agrícolas y las primeras unidades políticas importantes en Mesoamérica, la difusión y el empleo de rasgos comunes, sin duda coincide con la expansión del primer gran estilo horizonte que es conocido como olmeca, con una gran extensión territorial entre los siglos X y IV antes de nuestra era.
Sin pretender entrar en detalle, es preciso recordar que en Guatemala y El Salvador existen muchos indicios de la presencia de este estilo, los cuales indican las primeras evidencias de transmisión y adopción de rasgos culturales de norte a sur del área mesoamericana (Sharer, 1989, pp. 227).
Pongamos un ejemplo bien conocido: los monumentos 1 y 12 de Chalchuapa (Figura 1 a y b), se trata de dos personajes con claros rasgos olmecas que sujetan una especie de insignia o bastón que Taube (1996, Figuras 1 a y c) identifica con la insignia del maíz.
El culto al maíz es, a partir del Preclásico Medio, el punto de partida para rastrear lo que este autor considera «una extensa red de intercambio con las tierras altas de México y la región maya», a través de objetos portables que son la expresión de lo precioso, tales como las cuentas de jade y las plumas de quetzal, ambas identificadas iconográficamente con el maíz.
Las élites olmecas procuraban el acceso a objetos exóticos y raros como indicadores de rango social y riqueza manejable. Las representaciones iconográficas se encuentran en lo que se considera áreas estratégicas asociadas con rutas de comercio y para la obtención de materiales considerados preciosos.
Este es justamente el caso de Chalchuapa que debemos identificar como un importante centro político portador del estilo olmeca, con presencia de relieves tallados en monumentos de piedra asociados a rituales públicos.
Este sitio, ubicado alrededor de 900 a. C. sería parte de un sistema de comercio muy extendido, que permitió el acceso a las fuentes de jade al norte, las plumas de quetzal al oriente y su distribución e intercambio a nivel local y hacia regiones muy distantes entre las que se encuentran sitios tan lejanos como Teopantecuanitlán, en Guerrero, y Chalcatzingo, en Morelos, ambos a más de 1100 km de distancia.
Pensar estos contactos sólo en términos de desplazamiento de personas es posible, pero por los costos de las distancias, la geografía y las posibilidades logísticas de la época es más factible que el amplio sistema de comunicación en torno a creencias, ya bien establecidas como los cultos agrícolas, fuera operativo mediante la transmisión de ideas y objetos portables entre regiones adyacentes, que a su vez expandían su información en un efecto de ondas de agua, con distintos núcleos o zonas emisoras, de las cuales el occidente de El Salvador fue sin duda una muy importante desde el Preclásico.
Los detalles de estos contactos son aún poco claros, aunque se han propuesto básicamente dos modelos: uno jerárquico y otro en forma de red con frecuentes intersecciones de rutas (Demarest,
1989).
También se ha observado que las cerámicas y figurillas en El Salvador tienen más cercanía con objetos similares de la costa del Pacífico de Guatemala, lo que hace pensar que la distribución de parafernalia olmeca es selectiva e indirecta, e incluso se ha planteado que no existe un estilo olmeca, sino la manifestación de distintas identidades locales, de las cuales los sitios como Chalchuapa y Ahuachapán serían manifestaciones regionales (Love y Guernsey, 2008).
Esta posición se ve reforzada por los estudios más recientes en sitios del occidente de El Salvador, donde los complejos cerámicos también son similares a los de la costa de Guatemala y sitios de Chiapas, pero difícilmente van más allá de la costa del Golfo o centro de México, aunque se conoce la arquitectura de tierra, muy común en todo Mesoamérica, y formas cerámicas frecuentes como los tecomates o cántaros de cuello largo (Valdivieso, 2011).
Fue sólo después del 800 a 900 a. C., que lo «olmeca», ya formado, llegó hasta la parte sureste de Mesoamérica. En el grupo de Las Victorias, en Chalchuapa, los relieves posiblemente corresponden al periodo Preclásico Medio, pero la culminación del estilo va hasta el Preclásico Tardío, lo cual pondría este caso en correspondencia con los relieves del mismo estilo que se encuentran en Chalcatzingo, en el estado de Morelos, centro de México (Grove, 1987 y Gay, 1972).
La posible conexión de rasgos de este estilo desde la costa del Golfo de México hasta Centroamérica debe, además, considerar otras posibilidades, ya que el estilo olmeca se encuentra también con gran fuerza en la zona montañosa del estado de Guerrero y la dispersión de estos rasgos ya no parece exclusiva de una sola región.
A la vez, es necesario comparar las figurillas y otros objetos portables como piedras labradas, hachas, orejeras y máscaras que se encuentran dispersas por todo el sur de Mesoamérica, lo cual implica un trabajo permanente de identificación de fuentes de material e iconografía.
Las propuestas actuales aún dudan entre considerar la difusión de lo olmeca como un fenómeno externo o poner de relieve los desarrollos locales. Ambos casos son importantes, por tanto es necesario multiplicar los estudios comparativos. Sin embargo, creo que la amplia difusión de rasgos reconocidos como olmecas durante el Preclásico Medio son una expresión de varios hechos comunes a todo Mesoamérica.
Uno de ellos es la amplia adopción del cultivo del maíz y otras plantas asociadas como actividad agrícola principal, con sus consecuencias en términos religiosos. La segunda es la consolidación de una gran cantidad de unidades políticas autónomas que definieron identidades locales e inmediatamente establecieron rutas de intercambio con sus vecinos cercanos y lejanos, esto para fines de legitimación.
Evidentemente, el tercer factor tiene que ver con el surgimiento de un amplio sistema de comunicación que debe estar relacionado con este estilo «internacional». Este último aspecto implica el posible surgimiento de sistemas de escritura e iconografía religiosa, que parece ser una necesidad en todas las regiones, incluido El Salvador y territorios más al sur.
De esta manera, se puede decir que no necesariamente hubo una intervención o presencia directa de «gentes olmecas» desde la costa del Golfo, al mismo tiempo se puede comprender por qué en muchos sitios de Centroamérica, los rasgos de tipo olmeca están presentes.
Cabe destacar que se trata siempre de objetos relacionados con aspectos religiosos, o de prestigio, y no necesariamente con cuestiones administrativas o de subsistencia, de las que no hay mucha evidencia, aunque la adopción del maíz como cultivo importante desde estas épocas en El Salvador tuvo que ser un factor decisivo para la difusión de lo olmeca, cuya iconografía está muy relacionada con esta planta (Taube, 1996).
Los personajes con máscaras que parecen representar a dignatarios y sacerdotes con símbolos de poder son muy semejantes en cuanto a detalles iconográficos.
Tomemos de nuevo el ejemplo de Chalchuapa, los personajes están tallados en relieves que se exhiben públicamente como parte de un contexto ritual. Sus rostros se muestran de perfil con su inconfundible estilo olmeca (ojos semicerrados, labiosabultados) y ataviados con especies decascos y medallones indican a primera vista que se trata de gobernantes o sacerdotes de un culto importante.
La jerarquía que los monumentos sugieren es parte de elementos ampliamente difundidos para esta época por todo Mesoamérica.
Los bastones o insignias se pueden rastrear hasta la costa del Golfo y centro de México, Chiapas y costa de Guatemala (Taube, 1996, p. 72, Fig. 24), y resultan junto con la especie de capa que llevan atrás, casi idénticos a los atavíos de monumento 2 de Chalcatzingo, Morelos (Figura 1c) y (Gay, 1972, p. 47, Fig. 17a).
El Salvador participó de este sistema de creencias y comunicación que está relacionado con aspectos religiosos y ceremoniales, principalmente.
Los linajes jerárquicos en Chalchuapa, Ahuachapán y Coatepeque, por ejemplo (Wassen, 1966; Boggs, 1950, 1971 y Casasola, 1974), aunque autóctonos, estaban bien al tanto de lo que ocurría mucho más al norte.
La legitimación del poder y la comunicación efectiva entre unidades políticas vecinas o distantes implicaba la circulación de íconos de poder y autentificación de los gobernantes, lo que puede dar lugar a diversas combinaciones de rasgos locales y foráneos.
El conocimiento de la existencia de centros de poder lejanos y el contacto esporádico por cuestiones de intercambio puede ser suficiente para la presencia de estos rasgos externos, que pudieron ser absorbidos y adaptados si las condiciones sociales lo permitían, lo cual era evidentemente el caso en el occidente de El Salvador con una amplia población desde el Preclásico temprano en costas y valles fértiles, con recursos variados y excelentes tierras para el cultivo del maíz y otras plantas.
(Figura 1: Mapa de influencias olmecas y ejemplos: a) Monumento 1 del grupo Las Victorias en Chalchuapa, b) Monumento 12 de Chalchuapa y c) Monumento 2 de Chalcatzingo Morelos. Mapa y dibujos del autor.)
Si esta dinámica de rasgos compartidos a través del ejercicio del poder y la consolidación de las élites fue una constante en el desarrollo de Mesoamérica y, evidentemente, la región de El Salvador participó siempre de estos cambios, las preguntas deben enfocarse hacia los procesos locales mediante los cuales se establecieron en distintas épocas nuevas formas de expresión plástica a través de escultura, arquitectura, objetos portables, costumbres funerarias y ubicación de asentamientos para fines habitacionales, rituales, defensivos y de actividades varias.
Las migraciones, entendidas como desplazamientos de personas portadoras de rasgos culturales de una región a otra, incluidas sus creencias, cultura material e idioma, debieron ser sólo una de las razones de la dispersión de esos rasgos, pero de ninguna manera la única ni la más importante.
De hecho, los movimientos poblacionales documentados para periodos más tardíos se presentan siempre como un caso extremo de rompimiento político, que implica una perturbación de lo cotidiano y, a la vez, forma parte del imaginario colectivo que pasa a ser asimilado a los mitos fundacionales en unidades políticas emergentes.
Esos movimientos de gente debieron ocurrir como algo inevitable en épocas de crisis y carencia de otras opciones de supervivencia ante desastres naturales, guerras o falta oportunidades, tal y como ocurre en la actualidad. Aún en este caso, resulta complicado distinguir entre rasgos foráneos producto de desplazamientos voluntarios o forzados de población, enclaves étnicos (Rattray,1987 y Spence, 1996), contactos comerciales, peregrinaciones religiosas, avanzadas militares, embajadas políticas, intercambios matrimoniales o una combinación de todos estos (Rattray y otros, 1981).
La arqueología en Mesoamérica aún debe resolver estos y muchos otros problemas que han sido revisados con más detalle en relación a los grandes centros de poder del periodo Clásico al Posclásico, pero el occidente y centro de El Salvador fueron desde el Preclásico una zona abierta a los sistemas de comunicación más dinámicos de todo Mesoamérica.
Teotihuacanos al abordaje
Teotihuacán, el gran centro urbano del periodo Clásico en el centro de México, floreció entre 100 y 600 d. C. mediante una fuerza coercitiva que organizó a las poblaciones dispersas en un solo lugar (Sanders, 1988 y Millon, 1988).
Asimismo, fue un centro administrativo que llegó a tener alrededor de 150 mil habitantes en su momento de mayor desarrollo entre 300 y 500 d. C., reorganizando la jerarquía de asentamientos en la cuenca de México y probablemente en otros lugares más lejanos, donde pudo establecer «centros provinciales» para fines de comercio.
La ciudad, con más de 20 km² de extensión, presenta una traza ortogonal hasta entonces desconocida en centros de población, dentro de la cual, la mayoría de las personas organizadas en grupos familiares residían al interior de complejos habitacionales cerrados, hechos de mampostería y adobes, muy semejantes a las ciudades modernas.
El estilo de representación gráfica teotihuacana es fácil de reconocer, se trata de la expresión más bien esquemática de elementos religiosos y emblemas de poder de forma abstracta y angulosa, contrastando claramente con el anterior estilo olmeca, que tenía rasgos más ondulantes y sinuosos en la integración de figuras humanas y símbolos naturales o abstractos.
Este nuevo estilo teotihuacano se difundió rápidamente por toda Mesoamérica y es parte del debate actual para determinar si tal difusión es el resultado de migraciones o contactos que implicaron algún tipo de colonización con fines militares, o para proteger las rutas de intercambio.
En términos generales, la mayoría de los especialistas coincide en indicar que la presencia de rasgos, evidentemente teotihuacanos, está relacionado, igual que el anterior estilo olmeca, con prácticas de prestigio que fueron absorbidas por las élites locales (Braswell, 2003).
Esto es especialmente cierto en el caso de los grandes centros mayas del periodo Clásico tardío como Kaminaljuyú, Tikal, Altun Ha, o Copán, pero la presencia teotihuacana es mucho más frecuente y común de lo que originalmente se había creído.
Actualmente, uno de los temas más estudiados es la cronología precisa y el impacto local que tuvo lo que ahora se conoce como la «entrada teotihuacana» en estos centros de poder ubicados muy lejos de Teotihuacán como Kaminaljuyú (1,000 km) en las tierras altas, Tikal (1,000 km) en el Petén y Copán (1,160 km) en la cuenca del Motagua.
Se ha planteado que en Teotihuacán se habló principalmente una variante de las lenguas otomangueanas, posiblemente el otomí (Knab, 1983), aunque se menciona la presencia de «olmecas xicallancas», que en realidad son grupos multiétnicos, posiblemente portadores de idiomas diversos, también de la familia otomangue, tales como el popoloca y el mixteco más antiguo.
No obstante, de acuerdo a algunos lingüistas, es posible que los primeros grupos de hablantes de la variante más antigua del náhuatl, conocida como el náhuatl oriental, estuvieran presentes durante los primeros siglos del desarrollo teotihuacano, aunque los flujos migratorios del proto-nahuat que llegaron hasta El Salvador ocurrieron mucho después, posiblemente hasta 1250 d. C. (Wright, 2015).
Es bien conocido el carácter cosmopolita de Teotihuacán, en donde existieron auténticos barrios o parcialidades de personas que procedían de lugares muy distantes como Oaxaca, la costa del Golfo, e incluso del área maya (Rattray, 1993; Gómez, 2002; Taube, 2003 y Sugiyama y otros, 2016).
Aún es importante trabajar sobre cronologías confiables de la presencia de lo teotihuacano en regiones más alejadas, así como un contexto bien definido de lo que se considera «teotihuacano», a fin de poder definir la naturaleza y función de otros sitios alejados de la gran ciudad pero que presentan claras coincidencias con el centro principal.
Tradicionalmente, estos elementos se identifican por la arquitectura de talud-tablero, algunos tipos cerámicos como vasos trípodes con soportes calados y tapa, incensarios muy elaborados con aplicaciones e incensarios portátiles, imágenes pintadas como dioses de la lluvia («Tlaloc»), símbolos del año, figurillas, obsidiana verde y figuras humanas con perfil y tocados al estilo del centro de México, entre muchos otros emblemas relacionados principalmente con el sacrificio y la guerra.
Este grupo de rasgos presentes en sitios del sur y sureste de Mesoamérica creó, igualmente, la impresión de que existieron migraciones de personas desde el gran asentamiento urbano del centro de México, que se establecieron y dominaron poblaciones mucho más al sur.
No obstante, desde mediados de la década de los 80 quedó claro que los procesos de desarrollo en el área maya, especialmente, se remontan hasta el Preclásico Temprano; de este modo, existe arquitectura monumental desde el Preclásico Medio.
Una vez establecido que lo teotihuacano no fue en modo alguno resultado de una influencia o intervención directa sino la adaptación de algunos rasgos seleccionados, las explicaciones se orientaron a explorar la posibilidad de que estas coincidencias pudieran deberse a cuestiones de intercambio y prestigio político e ideológico.
Un ejemplo bien conocido es la región de Tiquisate-Escuintla en la costa pacífica de Guatemala. Desde la década de los 70 en el siglo pasado, comenzaron a aparecer una gran cantidad de incensarios con claro estilo e indicadores de tipo teotihuacano, en colecciones particulares (Hellmuth, 1975).
Estos objetos de cerámica con aplicaciones modeladas alrededor representan rostros, tocados, aves, y muchos otros objetos hechos en molde, que eran evidentemente de manufactura local, pero la innegable coincidencia en su composición y representación con los que existen en Teotihuacán dejaban poca duda respecto a la relación con aquella lejana ciudad.
En su estudio de estas piezas, Janet Berlo indica que probablemente se trató de un lugar donde realmente se establecieron guerreros de ascendencia teotihuacana, quienes decidieron mantener vivos sus cultos religiosos.
Incluso, planteó la posibilidad de que esta zona de la costa de Guatemala sirviera de plataforma para otras incursiones locales dentro del área maya más al norte (Berlo, 1984, pp. 199-217). No obstante, se subraya el carácter «provincial» y ecléctico de estas producciones como adaptaciones autóctonas que contribuyeron a la formación de un nuevo estilo (Bove y Medrano, 2003).
Esto contrasta con la constante presencia de cánones teotihuacanos en la iconografía de otros centros de mayor importancia como Kaminaljuyú en las tierras altas y Tikal en las selvas del Petén. En estos casos, la presencia foránea es mucho menos visible, pero siempre se encuentra en contextos especiales de entierros de élite o sitios de importancia ritual, por lo cual, los mayistas, como Linda Schele, pusieron el énfasis en el carácter sagrado, de poder y prestigio que puede tener la aparición de rostros de Tláloc, por ejemplo, dentro de las élites mayas que de este modo se apropiaron ideológicamente de la reputación de la gran ciudad (Schele y Miller, 1986; Schele y Friedel, 1990).
Actualmente, está muy claro que los centros mayas del periodo Clásico fueron ciudades y que su origen y evolución poco o nada tienen que ver con Teotihuacán, de modo que, salvo el caso de la costa de Guatemala, la presencia de rasgos del México central es observado con más cuidado en su posible función política.
Es así como los trabajos de epigrafía actuales han definido lo que se conoce como la «entrada teotihuacana» alrededor del año 378 d. C. (Stuart, 2,000). Esta presencia se observa con mucha más fuerza en Tikal, por tanto se ha propuesto que este lugar vivió una «élite bicultural» maya y teotihuacana, que a su vez influyó en la difusión de rasgos teotihuacanos hacia otros lugares como Holmul (Belice) y Copán (Honduras) (Estrada Belli y otros, 2009).
El asunto no es fácil de resolver porque el constante hallazgo de pinturas y artefactos con imágenes de estilo claramente teotihuacano ha llevado a proponer, aún en años recientes, la presencia de personas o grupos militares reales posiblemente llegados desde Teotihuacán (Sharer 2003; Martin y Grube, 2000, pp, 29-35), hasta posiciones más moderadas que favorecen modelos de interacción indirecta a través de eventos importantes o alianzas matrimoniales en distintos momentos (Marcus, 2003).
Por lo general, los arqueólogos intentan colocar los hallazgos de pintura mural y objetos de estilo teotihuacano recientes en un contexto más preciso para evitar la suposición de contactos a larga distancia, pero las evidencias epigráficas en tumbas reales, como la de Copán (Nielsen, 2006a), sugieren que tales contactos sí fueron posibles (Nielsen, 2006b).
En todo caso, los objetos y conceptos teotihuacanos posiblemente se comenzaron a difundir hacia el sur en alguna época cercana al 300 d. C., si no es que antes, y esto debió ocurrir principalmente por zonas geográficas consideradas desde hace mucho como «corredores» culturales, que posiblemente fueron utilizados por emisarios y comerciantes desde Teotihuacán y que existían desde siglos anteriores.
Mucho trabajo arqueológico hace falta para definir correctamente las rutas, pues, curiosamente, se han estudiado mucho las relaciones entre lo maya y Teotihuacán, a larga distancia, pero muy poco en sitios del periodo Clásico que están a 200 o 300 km de Teotihuacán, de los cuales no sabemos casi nada (Cowgill, 2003, p. 324).
Tenemos entonces que existe una larga e ininterrumpida cadena de asentamientos con influencia teotihuacana, pero sin explorar, que a grandes rasgos pasa por diversos valles de la región Puebla-Tlaxcala al sureste de Teotihuacán. Luego se interna hacia el sureste por el Valle de Tehuacán, hacia la región montañosa de la Mixteca, para llegar más al sur a los valles centrales de Oaxaca, y desde aquí desciende por el istmo hacia la costa del Pacífico en Chiapas, para posteriormente dirigirse hasta la costa de Guatemala.
Esta parece ser la ruta más notoria en sitios con arquitectura, monumentos y artefactos teotihuacanos, así se cree que desde la costa de Guatemala se difundió este nuevo gran estilo al resto del mundo maya en el norte y este (Figura 2).
Aunque no está claro si los sitios «teotihuacanos» eran efectivamente estaciones de paso para los mercaderes teotihuacanos, lugares colonizados directamente o asentamientos regionales donde las élites locales de otras etnias establecieron lazos de colaboración con Teotihuacán, lo cierto es que la influencia de esta ciudad fue muy grande en el centro y sur de toda Mesoamérica.
Sobre la ruta de los caminantes
Mencionaré a manera de comparación dos sitios con fuerte influencia teotihuacana a lo largo de la ruta mencionada, los cuales han sido explorados en años recientes, pues creo que los datos que ofrecen pueden ayudar a comprender mejor el flujo de información e ideas que ocurrieron desde inicios del periodo Clásico entre el centro de México y el área maya, pero sobre todo con las regiones del sureste de Mesoamérica y en especial con El Salvador.
El primero de ellos es el recién descubierto sitio de Teteles de Santo Nombre, ubicado 180 km al sureste de la ciudad de México y al norte del valle de Tehuacán, Puebla. Se trata de un centro ceremonial del periodo Clásico Temprano, con arquitectura monumental, que floreció a la par de Teotihuacán.
Aunque los rasgos teotihuacanos ya eran bien conocidos en la región sur de Puebla hace mucho tiempo, no se conocía un lugar como este con semejanzas tan notables al gran centro urbano, sobre todo en arquitectura y en la parafernalia de ofrendas dedicadas a los templos.
El sitio tuvo un desarrollo continuo desde el periodo Preclásico Tardío alrededor de 400 a. C., aumentó sus monumentos y zonas habitacionales en los siglos siguientes hasta alcanzar una extensión aproximada de 6 km², y alrededor del año 650 d. C. fue abandonado, igual que Teotihuacán, mediante un ritual de terminación.
En esta clausura, se desmontó buena parte de la mampostería de los edificios mayores, se quemaron y destruyeron ofrendas frente a los mismos y se sellaron los contextos con capas de piedra, arena y barro, una práctica que era común desde tiempos preclásicos en sitios mayores del área maya como Cerros y Colhá, por ejemplo (Walker, 1998 y Mock, 1998).
Entre 2009 y 2011, realizamos exploraciones en varias partes de este asentamiento, principalmente en el conjunto conocido como Plaza Gran Altar, que resultó ser un complejo arquitectónico con plaza hundida rodeada por tres templos y una plataforma baja de acceso, semejante a los que existen en la calle de los muertos en Teotihuacán, pero en este caso de dimensiones más grandes.
Entre las ofrendas hasta ahora recuperadas, pues las exploraciones continúan, tenemos más de 300 cuentas de piedra, ollas miniatura, restos de alrededor de diez braseros efigie, sahumadores, platos, caracoles marinos, figurillas, mazorcas, frijoles, y pequeñas esculturas, entre otras. Todos los objetos están referidos al carácter agrícola de los templos (Castellón, 2014).
Casos casi idénticos se pueden mencionar en Teotihuacán, donde ocurrieron clausuras de edificios semejantes en la misma época, por lo cual podría incluso tratarse de casos directamente relacionados.
No obstante, hemos observado que la mayoría de la cerámica y seguramente gran parte de las ofrendas mismas deben ser de manufactura local, hechas con arcillas de la región, y con una solución final distinta de los objetos similares en Teotihuacán. Estos objetos portables están en un contexto arquitectónico muy parecido a Teotihuacán, pero también hay diferencias.
Los tableros y taludes de los edificios piramidales tienen una solución distinta, más semejante a los tableros de molduras abiertas de Monte Albán y otras regiones del sur, indicando una especie de combinación de rasgos que confirmaría el carácter híbrido de este lugar. Otros elementos como la piedra altar central, el tipo de figurillas y esculturas y la ubicación del lugar en el pie de monte de una serranía baja parecen indicar las soluciones preferidas por las élites políticas locales desde tiempos más antiguos, que posiblemente se adaptaron a las modas teotihuacanas y a necesidades de tipo social y político de cada momento.
Pondré un ejemplo de estilo teotihuacano más específico. Se trata de un brasero efigie encontrado entre las ofrendas al edificio sur de la Plaza Gran Altar, cuyo contexto está fechado en el momento del cierre hacia 650 d. C., muestra a un personaje a manera de guerrero con un escudo cuadrado, una especie de cuchillo y atavíos que incluyen un gran tocado de plumas (Figura 3c, e).
El simbolismo de la guerra parece ser un elemento religioso y de prestigio importante en los conceptos compartidos a todo lo largo y ancho de Mesoamérica en épocas antiguas. Los guerreros de frente y perfil son abundantes en figurillas y, por supuesto, en relieves que se encuentran desde la región del estado de Guerrero al sur, hasta el área maya, luciendo por lo general los tocados, narigueras y objetos de guerra en las manos como escudos, lanzas, lanza-dardos y cuchillos, entre otros. Estos se asemejan mucho a los incensarios tipo «teatro» cuya relación con los guerreros muertos ha sido señalada repetidamente (Sugiyama, 2002 y García Des Lauriers, 2008).
Si miramos hacia las colecciones de la región de Escuintla en Guatemala, con su abundante presencia de objetos de arcilla con evidentes rasgos de origen teotihuacano y en donde el culto a los guerreros muertos debió ser muy importante, veremos cómo se estrechan las relaciones entre los cultos e imágenes del sur-centro de México y la costa pacífica de Centroamérica.
Existe en el Museo Nacional de Antropología de El Salvador un objeto de tipo teotihuacano, pero con evidentes semejanzas a los braseros e incensarios de Guatemala. Se trata de una pieza procedente de Tazumal, que presenta el rostro de un personaje enmarcado por una estrella de cinco puntas, rasgo diagnóstico de la iconografía teotihuacana comúnmente relacionado con el agua, el cielo y el culto al dios de la lluvia (Yanagisawa, 2005, pp. 44-46; Ruiz, 2013) (figura 3a).
Curiosamente, las características de esta pieza en particular se pueden hallar en el lejano sitio de Santo Nombre en Puebla.
El rostro central, por ejemplo, tiene la boca abierta y muestra los dientes, sus ojos están bien delineados y representan la pupila, tal como ocurre con la mayoría de personajes en los murales teotihuacanos. Tiene dos pequeñas cuentas en las fosas nasales, que normalmente simbolizan cuentas de jade o la noción de «aliento vital» (Taube, 2007). Las orejeras tienen un objeto que brota de ellas a manera de hacha, pero que puede indicar una cabeza de serpiente, muy común en el arte maya y presente en México central (Taube, 2005, pp. 44,Fig. 19).
En todo caso, esto relaciona a las orejeras con flores de donde emana el «aroma» que se relaciona con la vida. Las orejeras del personaje en el brasero de Santo Nombre son, efectivamente, flores y hay al menos un rostro de otro brasero con una cuenta en la nariz (Figura 2).
En cuanto a la estrella de cinco puntas que puede ser una estrella de mar, frecuente en la iconografía mural teotihuacana se ha encontrado en cerámica sellada de Santo Nombre (Figura 3e). Las serpientes emplumadas presentes en la parte posterior del personaje de Tazumal son muy comunes en Teotihuacán, pero en su forma bicéfala se relacionan casi siempre con chorros de sangre y sacrificio (Winning, 1987I, p. 125), pero también con la misma noción de aliento, reforzado esto por la presencia de volutas de humo arriba de la estrella (Taube, 2005, p. 33, Fig. 9), además de que los monstruos bicéfalos son muy comunes en la iconografía maya.
Estamos, entonces, ante complejos iconográficos formalmente equivalentes que fueron replicados a lo largo de cientos de kilómetros en sitios con importancia política regional, posiblemente formando un amplio complejo religioso compartido, cuyo impacto está presente en El Salvador, lo cual no necesariamente implica desplazamientos grandes de población, pero sí de conceptos que entre el 300 al 600 d. C. eran bien conocidos en todas partes.
Si vemos lo que ocurría más al sur sobre la ruta propuesta, veremos que los motivos teotihuacanos abundan en Oaxaca, aunque aquí se desarrolló, igual que en el área maya, un estilo regional vigoroso que tuvo en Monte Albán su expresión más notable. Entonces, no es raro encontrar expresiones plásticas mixtas en arquitectura, cerámica y escultura, entre el centro de Oaxaca y Santo Nombre en Puebla. Por eso es interesante moverse aún más al sur en la costa de Chiapas, para encontrar otro sitio «teotihuacano» muy notable por su escultura y complejos arquitectónicos que recuerda patrones bien conocidos en el centro de México.
Los sitios cercanos a Tonalá, Chiapas, llamaron la atención desde hace décadas por su notable cercanía con la iconografía teotihuacana. En particular el sitio de Cerro Bernal, a 500 km de distancia de Tazumal, donde existen representaciones de Tláloc y posibles signos calendáricos de estilo teotihuacano en estelas talladas, aunque no hay mayores datos sobre su arquitectura (Navarrete, 1976).
Varios sitios alrededor de este cerro presentan relieves que combinan numerales y signos en «cartuchos» y desde sus primeros reportes se vislumbró la posibilidad de que se tratara de un centro de control de una ruta hipotética debida a su ubicación en una elevación frente al mar sobre la amplia y transitable costa del Pacífico y cerca del istmo de Tehuantepec.
En años recientes, un proyecto más específico se lleva a cabo en esta zona en el sitio de Los Horcones, que ya era conocido sobre todo por su Estela 3, una piedra alargada de casi 5 m de altura que representa una elaborada imagen en relieve del dios de la lluvia parado de fren-te y sujetando en su mano derecha un elemento curvo que parece ser el rayo a la manera de los murales teotihuacanos de Techinantitla.
Los estudios de años recientes han registrado varios conjuntos arquitectónicos desde las partes más bajas hacia las más altas, unidas por un camino, pertenecientes al Clásico Temprano (250-650 d. C.). Destaca la presencia de seis juegos de pelota que estaban asociados a las estelas con excelentes relieves (García Des Lauriers, 2012ª y 2012b).
Igual que como ocurre en sitios de influencia teotihuacana, existen artefactos y arquitectura que evocan las de aquel gran centro, pero a la vez hay indicadores de la presencia maya, además de que se considera que la población local era mixe-zoque con fuertes interacciones con los mayas y con el centro de Veracruz y centro de México.
Es muy importante subrayar que a partir de los trabajos recientes se ha puesto de relieve la importancia del juego de identidades que debió tener lugar en sitios como éste, sobre todo por la confluencia de diversos grupos étnicos y el uso de símbolos similares conocidos en regiones muy distantes.
En general, se considera que este sitio funcionó como punto de control en la ruta hacia el Soconusco, por su posición intermedia entre el centro de México y el área maya, posiblemente hacia los centros urbanos de Kaminaljuyú, Copán y Tikal.
En particular, me parece muy revelador el empleo de un espacio arquitectónico que puede estar presente en Mesoamérica desde épocas anteriores, pero que durante el periodo Clásico parece marcar los espacios que tendrán importancia religiosa, política y de intercambio. El grupo F del sitio de Los Horcones, situado en la parte más alta del sitio y orientado al suroeste, consiste en una amplia plaza cerrada por plataformas (Figura 4a).
En su parte posterior cierra con una plataforma de 200 m de largo sobre la cual se encuentra el edificio piramidal principal y edificios menores a los lados. El acceso a este conjunto es por una larga y estrecha calle, lo cual hace pensar que los rituales aquí efectuados eran la culminación de una procesión que debía seguir un orden específico.
En la plaza pudieron entrar más de 2,300 personas si se consideran hasta tres individuos por metro cuadrado (García Des Lauriers, 2012a, p. 68, tabla 6.1). Este patrón de plazas cerradas con posible ruta de acceso, que generalmente reproducen un conjunto triádico, tienen antecedentes desde el Preclásico Medio en la parte noreste del Petén principalmente (Szymanzki, 2014), pero se encuentran también representados en el centro de México en el Preclásico Tardío en arquitectura doméstica (Plunket y Uruñuela, 1998) y constituyen lo que se conoce en Teotihuacán como «conjuntos de tres templos» (Manzanillas, 1993, p. 41).
En el caso de Santo Nombre, la Plaza Gran Altar es un complejo de este tipo, existe una serie de montículos antepuestos que conducen hasta este lugar, con un posible juego de pelota frente a su entrada que es una plaza hundida, cerrada y rodeada de tres pirámides mayores (Figura 4b).
De este modo, las procesiones siguen un eje que culmina siempre en un conjunto de estas características, lo cual parece ser un elemento importante durante este periodo en los sitios que pudieron estar conectados por rutas de intercambio.
Siguiendo la ruta de la costa, los siguientes sitios de importancia serían aquellos de la región de Tiquisiate y Escuintla, con sus abundantes ejemplos de incensarios de estilo teotihuacano y, continuando hacia el este, el sitio de Tazumal en El Salvador.
Aquí es difícil establecer indicadores directos de su relación con las tradiciones que vienen desde Teotihuacán, ya que se ha cuestionado la existencia de arquitectura con «cornisa y talud», sobre todo en la estructura B1-2, tal como fue reconstruido este edificio en 1950, pues exploraciones recientes indican que los edificios anteriores tenían un aspecto distinto (Valdivieso, 2005).
Además, los edificios de esta plaza parecen haber sido reutilizados durante el Posclásico Temprano mediante la construcción de pórticos con columnas. No obstante, el conjunto arquitectónico tiene al menos cuatro fases y su estructura mayor, la B1-1, alcanzó los 23 m de altura con múltiples agrandamientos.
Hay que considerar que Tazumal, en Chalchuapa, ha tenido ocupación continua durante 3,500 años, cuenta con alrededor de 5 km² de extensión y existen más de seis conjuntos de monumentos arqueológicos, siendo Tazumal el más grande.
Entonces, cabe la posibilidad de que hacia finales del Clásico Tardío, esta plaza funcionara a la manera de los conjuntos de tres templos ya mencionados, como punto de llegada de procesiones hasta este lugar. Entre los artefactos hallados aquí se encuentran incensarios de influencia teotihuacana, muy al estilo de los hallados en la costa de Guatemala (Ruiz, 2013), y estelas labradas.
El periodo Clásico en el sureste de Mesoamérica se extiende con una fuerte mezcla de estilos locales, combinados con lo maya y lo teotihuacano. Los complejos cerámicos normalmente son diagnósticos de los gustos de las élites locales y los objetos foráneos aparecen más aislados en contextos rituales (Alfaro, 2011).
No obstante, todo el occidente de El Salvador participaba activamente de las tendencias y cambios conocidos y producía sus propias versiones regionales de cerámicas polícromas, escultura y arquitectura, y sus poblaciones interpretaban las formas externas aportando las propias, aun teniendo tan cerca la influencia de los grandes sitios mayas del Clásico como Copán.
De ninguna manera era una región marginal o aislada, sino una zona muy receptiva y dinámica donde se pueden reconocer desde el periodo Clásico, y aún antes, la llegada de expresiones simbólicas que son incorporadas por las élites locales a sus propias necesidades, pero esta receptividad y respuesta cultural parece ser la constante en toda la secuencia de su desarrollo prehispánico.
El final del Clásico llega a su término cuando las poblaciones de El Salvador ampliamente distribuidas al occidente del Lempa en múltiples centros políticos ocupan toda la extensión de las mejores tierras de cultivo de manera muy intensa.
Los sitios de la ruta ancestral colapsan y los nuevos ajustes estilísticos, resultados de movimientos de población y fuertes cambios políticos en el área maya y centro de México dan lugar, una vez más, a adaptaciones y trasformaciones.
Y permanecieron los antiguos señores
El centro de México, Teotihuacán y su enorme prestigio quedaron como un lejano recuerdo, junto con las evidencias de su interacción de siglos con el área maya.
Cacaxtla y Xochicalco fueron sitios cuya arquitectura, iconografía y artefactos menores combinaron símbolos teotihuacanos y mayas, pero en proporciones muy distintas y con resultados que no pueden ser simplemente asignados a ninguna región foránea en particular (Quirarte, 1983 y López y López, 1996, pp. 173-193), como expresión de ajustes en las ideologías y en la percepción de los antiguos centros del poder del Clásico, ahora desaparecidos, así como la necesidad de un nuevo orden en una Mesoamérica acostumbrada a la permanente conexión e intercambio de ideas.
El fin del periodo Clásico apunta a la reorganización de grupos de población y de unidades políticas emergentes, posiblemente por la falta de una entidad o estado lo suficientemente fuerte para integrar a varias regiones.
El periodo Epiclásico entre 800 y 1,000 d. C. es entonces una época cuya principal característica es de un eclecticismo iconográfico, aunque algunos autores (Hirth, 1984 y Nagao, 1989) opinan que se trata en realidad del resultado de la interacción entre tierras bajas y tierras altas, donde a veces es difícil establecer la fuente original de ciertos elementos.
Se trata más bien de programas políticos en donde se usan símbolos ya conocidos que presentan una nueva realidad deseable, pero no necesariamente con referencia a una exactitud histórica (Ringle y otros, 1998) y donde los ejecutantes de las obras pueden ser especialistas que han viajado y pueden crear un nuevo conjunto iconográfico al gusto de las élites locales.
Estos elementos escultóricos, relieves y de pintura mural, asociados a arquitectura, deben ser comparados con los objetos portables para indicar en cada caso cuáles son las soluciones locales.
Así, se dice que Cacaxtla, fue gobernada por «olmecas xicallancas», pero en realidad, la mayoría de los íconos son de influencia maya de las tierras bajas, a pesar de su cercanía con la antigua Teotihuacán (67 km) e inclusive puede tratarse del rechazo de ese estilo, pues durante esta época, Teotihuacán se había apagado y posiblemente ya habían pasado más de 200 años de su decadencia.
En el caso de Xochicalco, a 100 km de distancia al sur de Teotihuacán, la combinación derasgos en relieves, distribución deestructuras en partes altas y objetosportables parecen estar más inspiradas en modelos provenientes deOaxaca y de la región mixteca. Unaobservación interesante es que loforáneo ocurrió en Teotihuacán demanera acotada y, cuando lo hizo,fue en barrios o parcialidades adonde se cree que se establecieronpersonas de otras áreas.
En cambio,el estilo teotihuacano es muy fuertey rígido en otras regiones periféricas, excluyendo a menudo los estiloslocales y foráneos. Tal vez por eso ala desaparición de Teotihuacán le siguió un periodo de evaluación crítica de su simbolismo, lo cual produjodistintos estilos locales yuxtapuestos como aquellos que aparecieronen la escultura y artes menores de lacosta del Pacífico en Guatemala y El Salvador, regiones donde tradicionalmente las grandes modas culturales fueron sometidas a un riguroso examen e interpretación local.
Los anteriores hechos conocidos por la arqueología podrían entonces estar relacionados a lo que quizás fue la primera migración importante, posiblemente consecuencia de la desintegración del estado teotihuacano en el centro de México: la de los pipil nicarao, es decir, los hablantes del náhuatl oriental más antiguo, que debió ocurrir entre los siglos VII y IX (600 a 1,000 d. C.).
Estos primeros hablantes de náhuatl serían, hipotéticamente, los creadores del estilo escultórico de Cotzumalguapa en la costa del Pacífico, que se manifiesta más al sur, y que posiblemente se extendió hasta El Salvador y Nicaragua.
En el caso de El Salvador, el sitio más conocido de esta época es Cara Sucia, de donde se cree que proviene el famoso disco de jaguar que es un ícono importante de este país (Figura 5a).
Esta escultura en relieve fue objeto de discusión acerca de su cronología y posible pertenencia al estilo Cotzumalguapa, pero en años recientes ha quedado claro que su cercanía estilística está con los monumentos de Pasaco, en Jutiapa, el monumento 14 de El Baúl y el monumento 86 de Bilbao, todos ellos pertenecientes a aquel estilo y al Clásico Tardío (Perrot-Minnot y Paredes S. F).
Sin embargo, vale la pena mencionar que la presencia de esculturas tipo «jaguar» estilizadas, bastante frecuentes en sitios de El Salvador tienen sus antecedentes en el Preclásico Medio a Tardío (Figura 5 c, d) y algunos rasgos como la presencia de espigas horizontales en esculturas y estilizaciones en cejas y boca parecen haberse prolongado hasta el Clásico Tardío, por lo cual los materiales de estilo Cotzumalguapa, en especial la representación del jaguar, podrían formar parte de una larga tradición de esta parte del Pacífico (Figura b).
El estilo posteotihuacano de la costa pacífica es una especie de renacimiento de la gran escultura y de reelaboración de temas relacionados con el poder y con la mitología antigua que, efectivamente, pertenecen a una larga tradición desde el Preclásico en sitios como Izapa.
En Cotzumalguapa, con impresionantes relieves y escultura de bulto, abundan escenas de personajes en espacios floridos y solares, jaguares, retratos elaborados, seres descarnados, escenas de ascensión al poder, sacrificio y desmembramiento, entre muchas otras, con un estilo firme y magistralmente tallado en piedras volcánicas que formaban parte de un paisaje urbano entre conjuntos arquitectónicos como El Castillo, Bilbao y El Baúl, cerca de la población actual de Santa Lucía Cotzumalguapa, aunque no todos son estrictamente contemporáneos (Chinchilla, 2011).
Destaca, por ejemplo, la representación de escenas que integran los conceptos mayas de la montaña florida con detalles que eran conocidos en el centro de México y el área maya. El monumento 21 de Bilbao, por ejemplo, es una evidente reconfiguración regional de estos temas que puede ser reconocida en sus detalles (Chinchilla, 2008).
Esta efervescencia por reinterpretar los antiguos temas religiosos de poder, curiosamente, parece tener una continuidad en lo geográfico a través de los mismos trayectos establecidos desde muchos siglos antes. Como muchos sitios aún no son conocidos ni explorados, casi siempre las referencias de esta época son sobre los bien conocidos centros de Xochicalco y Cacaxtla en el México central, donde las combinaciones y nuevos estilos en escultura y pintura mural se manifiestan igualmente de manera vigorosa.
No obstante, quiero hacer énfasis en la región de Puebla, mejor conocida por mí, donde el impacto de la caída de Teotihuacán también produjo una situación similar a lo que ocurría en las provincias del sur de Mesoamérica en el periodo entre 700 y 1,000 d. C.
Si, como hemos visto, al término del periodo Clásico, y ya sin la influencia de Teotihuacán, las poblaciones locales habían participado por siglos en el intercambio de bienes a través de las rutas que conducían hacia Oaxaca y hacia el Pacífico y, si ya desde esta época en el sur de Puebla estaba presente la variante más antigua del náhuatl oriental, conviviendo con los idiomas otomangueanos locales, cabe la posibilidad de que el flujo de ideas y estilos de esta región participara en la creación de las nuevas manifestaciones plásticas que se desarrollaron durante el Epiclásico y el Posclásico temprano. Veamos con más detenimiento esta situación.
En el sur de Puebla, región muy poco estudiada aún desde el punto de vista arqueológico, existen, tal vez desde finales del periodo Clásico, indicadores arqueológicos de semejanza con El Salvador y nombres de población inconfundibles y sugerentes como Tehuacán, Coxcatlán, Zacabasco o Xaltepec, por nombrar solo algunos, por lo cual vale la pena revisar estas semejanzas con más detenimiento, aun cuando los datos arqueológicos son todavía escasos o no están debidamente asignados a un periodo cronológico o a una filiación cultural bien determinada.
La población de San Gabriel Chilac, en el valle de Tehuacán, es hasta hoy hablante de náhuatl, del cual poseen la variante más antigua (Canger, 1983 y 1988), pero no es la única población de la región, ya que también se encuentran otras como Altepexi, Zinacatepec, Ajalpan, Coapan y Mihuatlán, entre las más conocidas.
Los títulos de fundación de Chilac, ciertamente, indican que sus habitantes son de ascendencia tolteca (Gil y Neely, 1972). Muchas poblaciones del sur de Puebla fueron fundadas en estos territorios hacia el siglo XII con la llegada de los toltecas-chichimecas desde Tula (Kirchhoff y otros, 1976 y Cruz, 2006).
Vale la pena señalar que algunos lingüistas consideran que el náhuatl más antiguo, el que se conoce como nahuat, era el lenguaje de los toltecas, y este es mucho más antiguo que la variante que hablaron los aztecas, con terminación tl, es decir, el náhuatl.
El nahua-pipil deriva de aquel idioma más antiguo, al extremo que las formas más arcaicas se encontraban en lenguas como el pipil de Izalco:
«Ya que el dialecto de Izalco en El Salvador, de acuerdo a mis notas, ha preservado formas gramaticales más completas que el azteca mexicano, se deduce que el primero debe ser más antiguo que el segundo. Sí, aún más antiguo que los antiguos himnos aztecas de Sahagún, más antiguo que el pipil de Guatemala» (Lehmann citado en Canger, 1988, pp. 29-30).[1]
(Figura 5: Ejemplos comparativos de escultura y pintura del centro y sureste de Mesoamerica: a) Disco de Cara Sucia, Ahuachapán, adaptado de Perrot-Minnot y Paredes (S. F.), fig. 5, b) Jaguar en relieve de El Baúl, Cotzumalguapa, Escuintla, c) Altar con jaguar de El Trapiche, Chalchuapa, y Altar 1 de Quelepa, San Miguel (El Salvador), d) Mural de la Tumba 1 de Ixcaquixtla, Puebla, adaptado a partir de foto de Cervantes y otros, 2005, p.67 y e, f y g) Altar con jaguar de San Martín, Zapotitlán Salinas, Puebla. Los dibujos pertenecen al autor.)
Antes de que esto ocurriera, hay motivos arqueológicos en la zona de Puebla para suponer que los hablantes de náhuatl antiguo, nombrados Nonoalcas, junto con hablantes de idiomas locales como el popoloca, nombrados confusamente «olmeca-xicallanca», fueron portadores, desde finales del periodo Clásico, de un estilo visual que retomaba las antiguas representaciones teotihuacanas, combinados con el estilo zapoteco de Monte Albán y elementos curvilíneos de la costa del Golfo, que Paddock (1966) nombró «estilo Ñuine», pero que en mi opinión son manifestaciones regionales más generalizadas que se extendieron en todo lo largo de las antiguas rutas utilizadas por Teotihuacán en los siglos anteriores y que continuaron haciéndolo durante los siglos VIII a X, entre 700 y 1,000 d. C.
Estos grupos «olmeca-xicallanca» que habitaron el sur de Puebla, adaptaron elementos locales y foráneos como ya hemos visto en el caso de Xochicalco, y sobre todo de Cacaxtla, y establecieron poco a poco una simbología que derivó en el estilo horizonte dominante durante el periodo Posclásico, conocido como Mixteca-Puebla.
Este estilo, que es el de los códices de la región, junto con escultura, arquitectura y cerámica, entre otros, tiene su origen en el sur de Puebla como una transformación del estilo teotihuacano y los estilos regionales desde el Clásico tardío y debe ser también resultado de las interacciones culturales durante el periodo Epiclásico entre el centro y sur de Mesoamérica (Nicholson, 1982 y Yanagisawa, 2005).
Un buen ejemplo es la tumba de Ixcaquixtla con pinturas murales que anuncian el nuevo estilo, pero aún con una fuerte influencia teotihuacana y de la región centro de Oaxaca (Figura 5e).
En ellas se observa una deidad de frente que porta rayos a la manera del dios del agua y otros personajes sentados con atavíos sencillos, pero con su posible nombre indicado por un amplio símbolo (Cervantes y otros, 2005), esta escena recuerda también los temas solares de los monumentos 3 y 6 de Bilbao, durante el Clásico Tardío (Chinchilla, 2013, pp. 210-11, Figs.7 y 8).
Otro ejemplo es un sitio del Clásico Tardío en la zona de Zapotitlán, donde se halló recientemente un par de esculturas que recuerdan claramente el estilo de las esculturas del estilo Cotzumalguapa. En particular, se trata de un pequeño altar con volutas y otro con cabeza de jaguar tallado al frente (Figuras 5f, g) que guardan semejanzas no sólo con los de Oaxaca, sino con los altares hallados en distintas partes de El Salvador, que, si bien pueden ser mucho más tempranos, también parecen ser parte de una tradición que se prolonga hasta finales del periodo Clásico (Figura 5).
Otros indicadores de la época entre Puebla y Oaxaca son incensarios con rostros de ancianos y felinos, aparición de cerámica con fondo sellado con motivos geométricos que se difundió por varias regiones del centro de México, Veracruz y Oaxaca (Castellón, 1996 y Castellón y Dumaine, 2000), vasijas asimétricas o «patojos», presencia de cámaras funerarias subterráneas o al interior de edificios piramidales como en el caso del Cerro de la Máscara o Cuthá (Castellón 2006), y posiblemente la aparición de figurillas y esculturas con el rostro del dios desollado o Xipe, muy características del inicio de etapa Posclásica en El Salvador.
La presencia de comunidades multiétnicas y lingüísticas en la Mixteca (al menos nueve idiomas se distinguieron entre 600 y 900 d. C.) estableció la necesidad de crear un lenguaje visual en el cual se pudieran expresar la mayor parte de las comunidades y centros políticos dispersos por toda la geografía montañosa. Es muy posible que estos elementos viajaran hasta Centroamérica en escalas y grados distintos.
Aunque hace casi 50 años se había señalado que el estilo Cotzumalguapa podía tener una etapa inicial de contactos culturales y otras de dispersión de influencias entre el Clásico y el Clásico Tardío (Parsons, 1969), un problema que aún subsiste es la datación precisa de muchos de estos contextos o esculturas, que son muchas veces resultado del hallazgo fortuito o del saqueo.
En todo caso, si esta tradición es coincidente con los rasgos ya mencionados, es también probable que su transmisión haya estado unida a movimientos de población en la época entre el 600 y el 900 d. C. incluyendo a hablantes de náhuat y otras lenguas locales, siempre a lo largo de las antiguas rutas que unían Centroamérica con Teotihuacán.
Es preciso hacer énfasis en el carácter multiétnico y plurilingüístico de las poblaciones de estos siglos anteriores al inicio del periodo Posclásico. El idioma no es sinónimo de etnia y muchos idiomas de distintas familias debieron estar unidos a los rasgos iconográficos que se distribuían de un extremo a otro de Mesoamérica.
En el caso de los sitios entre el centro de México y Centroamérica, muchos idiomas en formación participaron de los intercambios y aunque algunos de éstos hayan sido hablantes de náhuatl y sus variantes, otros portadores de los mismos rasgos debieron hablar idiomas distintos. La extensión del nahua pipil durante los siglos posteriores a Teotihuacán pudo haber sido un factor importante de comunicación, pero es necesario aún establecer las condiciones políticas, simbólicas y culturales de esta expansión, pues los idiomas de la familia otomangueana como el mixteco, zapoteco, y aún el mangue, podrían también haber estado representados en migraciones del Clásico Tardío, hasta lugares tan lejanos como Honduras y Nicaragua donde fueron conocidos en tiempos tardíos como chorotega (Kaufman, 2001), aunque la arqueología de esas regiones aún está intentando definir estas relaciones (McCafferty, 2011).
Comentarios finales
He intentado aquí proponer un panorama de las relaciones entre centro y sur de Mesoamérica anterior al establecimiento de los nahua-pipiles, para hacer énfasis en la profundidad histórica de los contactos culturales y estilísticos mucho más comunes de lo que a menudo se logra percibir. En esta dinámica constante de intercambio de formas, ideas y objetos, la zona sureste de Mesoamérica y en particular el occidente de El Salvador fue una región muy receptiva a todas las influencias y cambios que ocurrieron desde el centro de México y área maya principalmente, en una escala inclusive mayor que en otras regiones adyacentes. No obstante, el conocimiento de las expresiones culturales de otras regiones no fue adaptado directamente sino, como sucede a menudo, fue sujeto de negociación y reinterpretación en distintos niveles sociales.
En el caso de El Salvador, las unidades políticas debieron ser lo suficiente complejas para recibir o transformar a sus propias necesidades los estilos en boga durante muchos siglos, como seguramente ocurrió en sociedades de escala mayor como Teotihuacán, con grupos sociales sobrepuestos en la misma ciudad (Murakami, 2016).
Aunque menores en extensión, las sociedades del Preclásico Tardío hasta inicios del Posclásico como Izapa, Cotzumalguapa o Chalchuapa, por ejemplo, debieron ser de un grado de complejidad permanente a lo largo de los siglos, como lo atestiguan sus conjuntos iconográficos.
Aunque falta aún mucho para determinar los caminos y sitios precisos que unieron en distintos periodos al centro y sur de Mesoamérica, una ruta muy evidente salta a la vista, como franja de transmisión constante de elementos visuales, lingüísticos y materiales. Este corredor cultural es el que baja por la zona de Puebla-Tlaxcala, el valle de Tehuacán, donde he realizado investigaciones en los últimos 20 años, llega al centro de Oaxaca y desciende por el istmo de Tehuantepec hacia la planicie costera, para de ahí continuar hasta el occidente de El Salvador.
En las partes intermedias debe haber aún muchos lugares por explorar, aquí sólo he destacado la presencia de algunos de ellos de acuerdo a las exploraciones más recientes. Los pueblos asentados aquí hablaron distintos idiomas y tuvieron producciones materiales diferentes, pero siempre estuvieron al tanto de las principales ideas religiosas y políticas que se difundieron con rapidez en todas partes.
Sin duda, hay algunas estaciones que por su monumentalidad debieron ser críticas y estratégicas para el paso de caravanas de mercaderes que eran quienes normalmente difundían las novedades de uno y otro extremo, e informaban primero de eventos como la caída de Teotihuacán o la inminente llegada de embajadas importantes o personas en busca de nuevo asiento.
Actualmente, solo podemos hacer un esbozo general y esperar a que nuevos proyectos arqueológicos se efectúen en las extensas zonas de esta franja hasta ahora casi desconocidas.
Por lo pronto, me parece importante señalar que en la zona sur de Puebla con una profundidad histórica que se remonta al origen de las plantas cultivadas, especialmente el maíz, junto con la adyacente zona montañosa de la Mixteca, existen muchos rasgos que se pueden comparar con lo que ocurría en el sur de Mesoamérica, región esta última que ya no puede ser considerada una «zona de frontera» como a principios del siglo XX, sino más bien como parte de un amplio sistema de comunicación complejo y multicultural que abarcó cientos de kilómetros y zonas geográficas muy diversas.
Resulta cada vez más claro que los modelos de influencia unidireccionales son obsoletos y los modelos de interacción se aceptan como los más adecuados, especialmente cuando se consideran los casos más típicos de influencias mutuas como Teotihuacán-área maya, o bien, Tula-Chichén Itzá (Joyce, 1986 y Jordan, 2016).
Por supuesto, cabe destacar que las perspectivas de una mejor definición de los contactos a larga distancia requieren de mejores fechas y datos arqueológicos más precisos, lo cual afortunadamente, en el caso de El Salvador, ha venido ocurriendo de manera continua desde hace 25 años (Erquicia, 2011; Alabarracín-Jordán y Valdivieso, 2013; Paredes y Erquicia 2013 y Escamilla, 2015).
Notas al final
1 En el original: “As the dialect from Izalco in El Salvador according to my notes has preserved fuller grammatical forms than the Mexican Aztec, it follows that the former must be older than the latter, yes even older tan Sahagun’s Old Aztec hymns, older than Pipil from Guatemala”.
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