Tema uno: la centralidad de la cuestión de género
Es en franco estado de asombro que redacto la presentación para el volumen de Traficantes de Sueños que reúne textos y conferencias de la última década (2006-2016).
A pesar de lo que afirmo en ellos, no puede dejar de sorprenderme que las maniobras recientes del poder en las Américas, con su retorno conservador al discurso moral como puntal de sus políticas antidemocráticas —2016: Macri en Argentina, Temer en Brasil, el «No» uribista y corporativo en Colombia, el desmonte del poder ciudadano en México y Trump en los Estados Unidos—, acaben por demostrar de forma irrefutable, por la relevancia de la embestida familista y patriarcal en sus respectivas estrategias, la apuesta interpretativa que recorre y confiere unidad al argumento construido a lo largo de estas páginas.
En efecto, la presión desatada en todo el continente por demonizar y tornar punible lo que acuerdan en representar como «la ideología de género» y el énfasis en la defensa del ideal de la familia como sujeto de derechos a cualquier costo transforma a los voceros del proyecto histórico del capital en fuentes de prueba de lo que he venido afirmando: que, lejos de ser residual, minoritaria y marginal, la cuestión de género es la piedra angular y eje de gravedad del edificio de todos los poderes.
Brasil es el país en el que la relevancia del discurso moral de la política de los dueños se vuelve más transparente, ya que la destitución —impeachment— de la presidenta electa se realizó en el Congreso Nacional con una mayoría de votos proclamados públicamente «en nombre de Dios» o «Jesús» y por el «bien de la familia».
Son precisamente nuestros antagonistas en la historia quienes acabaron demostrando la tesis central de estas páginas, al instalar la demonización de la «ideología de género» como punta de lanza de su discurso.
Hablo aquí de un «retorno conservador al discurso moral» porque se verifica un repliegue con relación al discurso burgués del periodo post-guerra fría, caracterizado por un «multiculturalismo anodino» que, como he defendido en otra parte, sustituyó el discurso antisistémico de la era política anterior por el discurso inclusivo de los Derechos Humanos del periodo de la construcción de las «democracias» latinoamericanas post-dictatoriales (Segato 2007 a).
La pregunta que se impone en este momento es: por qué razón y a partir de qué evidencias los think-tanks del Norte geopolítico parecen haber concluido que la fase actual demanda mudar el rumbo de la década anterior, en la que endosaron un multiculturalismo destinado a originar élites minoritarias —de negros, de mujeres, de hispánicos, de LGBTs, etc.— sin modificar los procesos de generación de riqueza, ni los patrones de acumulación / concentración y, por consiguiente, sin alterar el creciente abismo entre pobres y ricos en el mundo.
En otras palabras, si la década benigna de la «democracia multicultural» no afectaba la máquina capitalista, sino que producía nuevas élites y nuevos consumidores, ¿por qué ahora se hace necesario abolirla y decretar un nuevo tiempo de moralismo cristiano familista, sospechosamente afín a los belicismos plantados por los fundamentalismos monoteístas de otras regiones del mundo?
Probablemente porque si bien el multiculturalismo no erosionó las bases de la acumulación capitalista, sí amenazó con corroer el fundamento de las relaciones de género, y nuestros antagonistas de proyecto histórico descubrieron, inclusive antes que muchos de nosotros, que el pilar, cimiento y pedagogía de todo poder, por la profundidad histórica que lo torna fundacional y por la actualización constante de su estructura, es el patriarcado.
En mi condición de antropóloga, con la escucha etnográfica como mi caja de herramientas, estas páginas componen una etnografía del poder en su forma fundacional y permanente, el patriarcado. Aflora aquí el mandato de masculinidad como primera y permanente pedagogía de expropiación de valor y consiguiente dominación.
Pero ¿cómo etnografiar el poder, con su estrategia clásica del pacto de silencio sellado entre pares, raramente falible en cualquiera de sus escenas —patriarcal, racial, imperial, metropolitana—?
Solo podemos conocerlo por la regularidad de algunos de sus efectos, que no permiten orientarnos hacia el desciframiento de adónde se dirige su proyecto histórico (Segato 2015a).
La violencia patriarcal, es decir, la violencia misógina y homofóbica de esta plena modernidad tardía —nuestra era de los derechos humanos y de la ONU— se revela precisamente como síntoma, al expandirse sin freno a pesar de las grandes victorias obtenidas en el campo de la letra, porque en ella se expresa de manera perfecta, con grafía impecable y claramente legible el arbitrio creciente de un mundo marcado por la «dueñidad», una nueva forma de señorío resultante de la aceleración de la concentración y de la expansión de una esfera de control de la vida que describo sin dudarlo como paraestatal, por las razones que explico especialmente en el segundo ensayo de este volumen.
En esos crímenes, el capital, en su forma contemporánea, expresa la existencia de un orden regido por el arbitrio, exhibiendo el espectáculo de la posibilidad de una existencia sin gramática institucional o, en otras palabras, de falencia institucional inevitable ante niveles de concentración de riqueza sin precedentes.
Al constatar el ritmo en que ocurre en esta fase del capital la concentración de riqueza, sugiero en el tercer ensayo, que se ha vuelto insuficiente hablar de «desigualdad», como lo hacíamos en el discurso militante del período antisistémico de la guerra fría, porque el problema hoy es de «dueñidad» o señorío.
Y no está resultando fácil, después de un periodo de eslóganes multiculturales que parecían potentes, entender por qué al proyecto histórico de los dueños le resulta tan caro y, al parecer, indispensable, predicar y reinstalar en la sociedad un fanatismo patriarcal militante que parecía haberse ausentado para siempre.
En América Latina ha aparecido recientemente la expresión «ideología de género» como categoría de acusación. Inclusive con un proyecto de ley federal en Brasil llamado «Ley de la Escuela Sin Partido» a la espera de votación en el Congreso Nacional, aunque ya en vigencia en algunos estados como ley estadual (en el estado de Alagoas, por ejemplo).
En esa ley, el parágrafo único del primer artículo establece la prohibición en la educación de «la aplicación de los postulados de la teoría o ideología de género» y de «cualquier práctica que pueda comprometer, precipitar o orientar la maduración y el desarrollo en armonía con la respectiva identidad biológica de sexo».
El extraordinario empeño en el campo del «género» por parte de la nueva derecha, representada por las facciones más conservadoras de todas las iglesias, a su vez representantes del empresariado extractivista recalcitrante actuando en el agro-negocio y en las mineras, es, por lo menos, enigmático. ¿Qué se intenta al vigilar de esa forma la obediencia a la moral conservadora de género? ¿Hacia dónde apunta esta estrategia?
Repentinamente, después de un episodio en que vi agredida y amenazada mi propia presencia como conferencista en la Pontificia Universidad Católica de Minas Gerais por un sector de la ultraderecha católica con sede en España, percibí con susto que el estilo truculento y el espíritu de los argumentos se aproximaba a algo que ya conocía, porque evocaba, con relación a la posición de las mujeres, el patrullismo y la avidez persecutoria del funda- mentalismo islámico, que he considerado, en otra parte, como la versión más occidentalizada del Islam, por su naturaleza reactiva y, por lo tanto, derivativa con respecto a Occidente en su emulación del esencialismo identitario y racializador de la modernidad occidental (Segato 2008).
Pasé a preguntarme entonces si no estaríamos testimoniando el intento de plantar y hacer cundir entre nosotros el embrión de una guerra religiosa semejante a la que viene destruyendo Oriente Medio, justamente en tiempos en que, como sugiero en el segundo ensayo, la decadencia política y económica del imperio le deja la guerra como único terreno de superioridad incontestable.
Tema dos: pedagogía patriarcal, crueldad y la guerra hoy
En el presente volumen, permanecen mis formulaciones iniciales sobre género y violencia (Segato 2003): 1) la expresión «violencia sexual» confunde, pues aunque la agresión se ejecute por medios sexuales, la finalidad de la misma no es del orden de lo sexual sino del orden del poder; 2) no se trata de agresiones originadas en la pulsión libidinal traducida en deseo de satisfacción sexual, sino que la libido se orienta aquí al poder y a un mandato de pares o cofrades masculinos que exige una prueba de pertenencia al grupo; 3) lo que refrenda la pertenencia al grupo es un tributo que, mediante exacción, fluye de la posición femenina a la masculina, construyéndola como resultado de ese proceso; 4) la estructura funcional jerárquicamente dispuesta que el mandato de masculinidad origina es análoga al orden mafioso; 5) mediante este tipo de violencia el poder se expresa, se exhibe y se consolida de forma truculenta ante la mirada pública, por lo tanto representando un tipo de violencia expresiva y no instrumental.
Permanece aquí, también y a pesar de todo el debate reciente sobre este tema, mi convicción de que el patriarcado, o relación de género basada en la desigualdad, es la estructura política más arcaica y permanente de la humanidad.
Esta estructura, que moldea la relación entre posiciones en toda configuración de diferencial de prestigio y de poder, aunque capturada, radicalmente agravada y transmutada en un orden de alta letalidad por el proceso de conquista y colonización, precede sin embargo, como simple jerarquía y en un patriarcado de baja intensidad o bajo impacto, a la era colonial-moderna.
La expresión patriarcal-colonial-modernidad describe adecuadamente la prioridad del patriarcado como apropiador del cuerpo de las mujeres y de éste como primera colonia.
La conquista misma hubiera sido una empresa imposible sin la preexistencia de ese patriarcado de baja intensidad, que torna a los hombres dóciles al mandato de masculinidad y, por lo tanto, vulnerables a la ejemplaridad de la masculinidad victoriosa; los hombres de los pueblos vencidos irán así a funcionar como pieza bisagra entre dos mundos, divididos entre dos lealtades: a su gente, por un lado, y al mandato de masculinidad, por el otro.
El género es, en este análisis, la forma o configuración histórica elemental de todo poder en la especie y, por lo tanto, de toda violencia, ya que todo poder es resultado de una expropiación inevitablemente violenta.
Desmontar esa estructura será, por eso mismo, la condición de posibilidad de todo y cualquier proceso capaz de reorientar la historia en el sentido demandado por una ética de la insatisfacción (Segato 2006).
He descrito en otra parte este cristal arcaico, de tiempo lentísimo, a pesar de plenamente histórico, con la expresión pre-historia patriarcal de la humanidad (Segato 2003).
Sustenta mi afirmación de su precedencia y universalidad la constatación de la existencia de una fórmula mítica de dispersión planetaria que relata un momento, ciertamente histórico —ya que si no fuera histórico no aparecería hoy en la forma de narrativa— en que la mujer es vencida, dominada y disciplinada, es decir, colocada en una posición de subordinación y obediencia.
No solo el relato bíblico del Génesis, sino una cantidad inmensa de mitos origen de distintos pueblos cuentan también la misma y reconocible historia. En el caso de Adán y Eva, el acto de comerse la manzana retira a ambos de su playground edénico de placeres irrestrictos y hermandad incestuosa, y castiga a ambos… conyugalizándolos.
Mitos dispersos en todos los continentes, Xerente, Ona, Baruya, Masai, etc., incluyendo el enunciado lacaniano de un falo que es femenino pero que el hombre «tiene», leído aquí en clave de mito, nos hablan de un evento fundacional, temprano, porque común (Segato ibídem).
Podría tratarse de la transición a la humanidad, en el momento en que ésta emerge todavía una, antes de la dispersión de sus linajes y de la proliferación de sus pueblos, durante la era en que la prominencia muscular de los machos se transformaba en la prominencia política de los hombres, en la larga transición de un programa natural a un programa civilizatorio, es decir, histórico. La hondura temporal ha compactado lo que podría ser un relato histórico en una síntesis mítica.
Eso lleva a pensar que mientras no desmontemos el cimiento patriarcal que funda todas las desigualdades y expropiaciones de valor que construyen el edificio de todos los poderes —económico, político, intelectual, artístico, etc.—, mientras no causemos una grieta definitiva en el cristal duro que ha estabilizado desde el principio de los tiempos la prehistoria patriarcal de la humanidad, ningún cambio relevante en la estructura de la sociedad parece ser posible —justamente porque no ha sido posible—.
Por eso, la relación de género, su estructura, que no es otra hasta hoy que el orden patriarcal fundado en el principio de la historia, muestra ahora como nunca su drama y su urgencia, a pesar de todos los esfuerzos en el campo jurídico-institucional moderno. Esto nos lleva al tema de la mutación colonial de esta estructura y, hacia el presente, a la cuestión de la colonialidad permanente de los Estados criollo-republicanos en nuestro continente.
Con el proceso de conquista y colonización, un viraje o vuelta de tuerca exacerba el patrón jerárquico originario. Abordo ese proceso especialmente en el cuarto capítulo de este volumen. El hombre con minúscula, de sus tareas y espacio particulares en el mundo tribal, se transforma en el Hombre con mayúscula, sinónimo y paradigma de Humanidad, de la esfera pública colonial-moderna.
Adopto la expresión «moderno», precedido por el término «colonial», para expresar, siguiendo el giro decolonial con que Aníbal Quijano ha inflexionado la conciencia histórica y sociológica, la necesidad del evento «americano» como condición de posibilidad de la modernidad, así como también del capitalismo (Segato 2015 b).
A partir de esa mutación histórica de la estructura de género, al mismo tiempo que el sujeto masculino se torna modelo de lo humano y sujeto de enunciación paradigmático de la esfera pública, es decir, de todo cuanto sea dotado de politicidad, interés general y valor universal, el espacio de las mujeres, todo lo relacionado con la escena doméstica, se vacía de su politicidad y vínculos corporados de que gozaba en la vida comunal y se transforma en margen y resto de la política.
El espacio doméstico adquiere así los predicados de íntimo y privado, que antes no tenía, y es a partir de esa mutación que la vida de las mujeres asume la fragilidad que le conocemos, su vulnerabilidad y letalidad se establecen y pasan a incrementarse hasta el presente.
Visto a través de ese prisma, el Estado muestra su ADN masculino, pues resulta de la transformación de un espacio particular de los hombres y su tarea específica —la política en el ámbito comunitario, intercomunitario y, más tarde, ante el frente colonial y el Estado nacional— en una esfera englobante de toda la realidad y secuestradora de todo lo que se pretende dotado de politicidad.
La genealogía de esa esfera englobante «universal y pública» proviene de aquel espacio particular de los hombres transformado a través del proceso de instalación y expansión de la colonial-modernidad. La matriz dual y reglada por la reciprocidad muta en la matriz binaria moderna, en la cual toda alteridad es una función del Uno y todo Otro tendrá que ser digerido a través de la grilla de un referente universal.
Este proceso de mutación de la relación masculino-femenino de jerárquica a englobante es acompañada por una transformación en el campo y significado de la sexualidad, como he argumentado anteriormente (Segato 2015 c) y como revisito en el tercer capítulo de este volumen. El acceso sexual se ve contaminado por el universo del daño y la crueldad —no solo apropiación de los cuerpos, su anexión qua territorios, sino su damnación—.
Conquista, rapiña y violación como damnificación se asocian y así permanecen como ideas correlativas atravesando el periodo de la instalación de las repúblicas y hasta el presente. La pedagogía masculina y su mandato se transforman en pedagogía de la crueldad, funcional a la codicia expropiadora, porque la repetición de la escena violenta produce un efecto de normalización de un pasaje de crueldad y, con esto, promueve en la gente los bajos umbrales de empatía indispensables para la empresa predadora —como Andy Warhol alguna vez dijo en una de sus célebres citas: the more you look at the same exact thing, the more the meaning goes away, and the better and emptier you feel—.
La crueldad habitual es directamente proporcional al aislamiento de los ciudadanos mediante su desensitización.
Como afirmo en ese mismo capítulo, en la actual fase apocalíptica del capital, la aceleración concentradora hace caer por tierra la ficción institucional, que antes ofrecía una gramática estable para la vida social.
Más que «desigualdad» es la idea de un señorío, en una refeudalización de territorios gigantescos, lo que lanza su garra sobre los últimos espacios comunes del planeta. Y es precisamente la sombra de la sexualidad como daño que ofrecerá su lenguaje para los pactos de lucro escondidos en lo que llamo, en el segundo ensayo del volumen, segunda realidad.
Porque el pacto y el mandato de masculinidad, si no legitima, definitivamente ampara y encubre todas las otras formas de dominación y abuso, que en su caldo se cultivan y de allí proliferan. Lo que dije sobre Ciudad Juárez es también aplicable a la lógica de la trata y la reducción a la esclavitud sexual: en su espacio sombrío y dañino se sellan todos los secretos mafiosos que hoy pavimentan el camino de la acumulación.
La trata con fines de esclavitud sexual de nuestro tiempo —distinta en diversos aspectos, como sostengo en la entrevista incluida como Anexo, de la que asoló los países de inmigración en las primera décadas del siglo XX— ilustra esta idea, pues su rendimiento no reside meramente en la contabilidad del lucro material que de ella se extrae, sino en lo que ella cobija, en términos de los pactos de silencio y complicidad que a su sombra se consolidan.
Economías simbólica y material entreveradas, como argumento en el primer ensayo, en las que el cuerpo de las mujeres hace de puente entre lucro en peculio y capacidad de dominio jurisdiccional expresado en un orden moral en el que el acceso sexual cimienta el mancomunamiento de los dueños al garantizarles la capacidad da dañar impunemente.
Los dos primeros ensayos del volumen sugieren que en la trata y en los feminicidios propios del orden bélico mafioso y de la esfera paraestatal que se expande en el continente no es únicamente la materialidad del cuerpo de la mujer lo que se domina y comercia, sino su funcionalidad en el sostenimiento del pacto del poder. Será por eso, posiblemente, que no se puede abolir ese comercio, material y simbólico, a pesar de todos los esfuerzos.
Sin duda esto tiene su papel en las guerras informales contemporáneas, y en su «feminización» y carácter profanador apuntados como metodología de las nuevas formas de la guerra por diversos autores que cito. He constatado, en el peritaje antropológico de género que realicé para el Caso Sepur Zarco de sometimiento a esclavitud sexual y doméstica de un grupo de mujeres maya q’eqchi’es de Guatemala, cómo ese «método» de destrucción del cuerpo social a través de la profanación del cuerpo femenino tuvo un papel importante en la guerra genocida del Estado autoritario en los años ochenta (Segato 2016).
Una estrategia «de manual de guerra», que nada tuvo que ver con el orden jerárquico de un patriarcado de baja intensidad propio de los hogares campesino-indígenas. La potencia expresiva de la letalidad moral de la guerra sobre el cuerpo de las mujeres y su carácter deliberado, programado por los estrategas en sus laboratorios y ejecutado quirúrgicamente por una secuencia de mandos, fue evidente y revela ese papel de la posición femenina en las guerras mafiosas o represivas, que expanden la esfera de control para-estatal sobre las poblaciones.
Por otro lado, en tiempos de crueldad funcional y pedagógica, es en el cuerpo de la mujer —o del niño— que la crueldad se especializa como mensaje, porque en un imaginario arcaico no representan la posición del antagonista bélico sino del tercero «inocente» de la tareas de guerra. Es por eso que en ellos, como víctimas sacrificiales, se sella el pacto de complicidad en el poder y se espectaculariza su arbitrio exhibicionista. Por el carácter público de este tipo de violencia feminicida, que no puede ser referido a agresiones de fundamento vincular, propongo el término femigenocidio, en el quinto texto del volumen.
Agrego aquí, sin embargo, que por las intersecciones que resultan entre las distintas formas de opresión y discriminación existentes, podríamos combinar la categoría amefricanidade de la gran pensadora negra brasileña prematuramente fallecida, Lélia Gonzalez, y hablar de amefricafemigenocidio; y también la categoría juvenicidio, utilizada por Rossana Reguillo y otros autores mexicanos (Valenzuela 2015; Reguillo 2015), para montar amefricajuvenifemigenocidio, que designa la ejecución cruel y sacrificial no utilitaria sino expresiva de soberanía, acto en que el poder exhibe su discrecionalidad y soberanía jurisdiccional.
En suma, los crímenes del patriarcado expresan las formas contemporáneas del poder, el arbitrio sobre la vida de los dueños, así como una conquistualidad violadora y expropiadora permanente, como prefiero decir en el tercer capítulo por resultar un término más verdadero que colonialidad, especialmente después de concluir, a partir de situaciones como la guerra represiva guatemalteca, la situación de la Costa Pacífica de Colombia o el martirio del pueblo Guaraní Kaiowa en Mato Grosso, entre otros espacios del continente, que es falso pensar que el proceso de la Conquista un día concluyó.
A la pregunta sobre cómo se detiene la guerra, referida al escenario bélico informal contemporáneo que se expande en América Latina, he respondido: desmontando, con la colaboración de los hombres, el mandato de masculinidad, es decir, desmontando el patriarcado, pues es la pedagogía de la masculinidad lo que hace posible la guerra y sin una paz de género no podrá haber ninguna paz verdadera.
Tema tres: lo que enmascara la centralidad del patriarcado como pilar del edificio de todos los poderes
Lo que enmascara la centralidad de las relaciones de género en la historia es precisamente el carácter binario de la estructura que torna la Esfera Pública englobante, totalizante, por encima de su otro residual: el dominio privado, personal; es decir, la relación entre vida política y vida extra-política.
Ese binarismo determina la existencia de un universo cuyas verdades son dotadas de valor universal e interés general y cuya enunciación es imaginada como emanando de la figura masculina, y sus otros, concebidos como dotados de importancia particular, marginal, minoritaria. El hiato inconmensurable entre lo universalizado y central, por un lado, y lo residual minorizado, por el otro, configura una estructura binaria opresiva y, por lo tanto, inherentemente violenta de una forma en que otros órdenes jerárquicos no lo son.
Justamente por esta mecánica de minorización en la estructura binaria de la modernidad, afirmo en el quinto ensayo del volumen, que los crímenes contra las mujeres y la posición femenina en el imaginario patriarcal colonial-moderno no acaban de encontrar su justo lugar en el Derecho, ni alcanzan su pleno carácter público jamás.
En ese sentido, inclusive, podríamos arriesgar la idea, a ser desarrollada en otra parte, de que la quema de brujas en el medioevo europeo no equivale a los feminicidios contemporáneos, pues aquella representaba una pena pública de género, mientras los feminicidios contemporáneos, aunque sean realizados en medio del fragor, espectáculo y ajustes de cuentas de las guerras para-estatales, nunca alcanzan a emerger de su captura privada en el imaginario de los jueces, procuradores, editores de medios y la opinión pública en general.
Por eso podemos afirmar que la modernidad es una gran máquina de producir anomalías de todo tipo, que luego tendrán que ser tamizadas, en el sentido de procesadas por la grilla del referente universal y, en clave multicultural, reducidas, tipificadas y clasificadas en términos de identidades políticas iconizadas, para solamente en ese formato ser reintroducidas como sujetos posibles de la esfera pública (Segato 2007).
Todo lo que no se adapte a ese ejercicio de travestismo adaptativo a la matriz existente —que opera como una gran digestión— permanecerá como anomalía sin lugar y sufrirá la expulsión y el destierro de la política. Es de esa forma que la modernidad, con su Estado oriundo de la genealogía patriarcal, ofrece un remedio para los males que ella misma ha producido, devuelve con una mano y de forma decaída lo que ya ha retirado con la otra y, al mismo tiempo, substrae lo que parece ofrecer.
En ese medio, la diferencia radical, no tipificable ni funcional al pacto colonial-moderno-capitalista, no puede ser negociada, como sí puede y es constantemente negociada en el medio comunitario propio de los pueblos amefricanos del continente.
La modernidad, con su precondición colonial y su esfera pública patriarcal, es una máquina productora de anomalías y ejecutora de expurgos: positiviza la norma, contabiliza la pena, cataloga las dolencias, patrimonializa la cultura, archiva la experiencia, monumentaliza la memoria, fundamentaliza las identidades, cosifica la vida, mercantiliza la tierra, ecualiza las temporalidades (ver un conjunto de críticas afines en el volumen organizado por Frida Gorbach y Mario Rufer, 2016)
El camino, por lo tanto, no es otro que desenmascarar el binarismo de esta matriz colonial-moderna, replicada en múltiplos otros binarismos, de los cuales el más citado es el de género, y hacerlo desmoronar, abdicando de la fe en un Estado del que no se puede esperar que pueda desvencijarse de su constitución destinada a secuestrar la política de su pluralidad de cauces y estilos.
Esto es especialmente verdadero para el medio latinoamericano en el que los estados republicanos fundados por las élites criollas no representaron tanto un quiebre con relación al periodo de la administración colonial, como la narrativa mítico histórica nos ha hecho creer, sino una continuidad en la que el gobierno, ahora situado geográficamente próximo, se estableció para heredar los territorios, bienes y poblaciones antes en poder de la administración ultramarina.
Las así llamadas independencias no fueron otra cosa que el repase de esos bienes de allá para acá, pero un aspecto fundamental permaneció: el carácter o sentimiento siempre exterior de los administradores con relación a lo administrado.
Esta exterioridad inherente a la relación colonial agudiza la exterioridad y distancia de la esfera pública y del Estado con relación a las gentes, y lo gobernado se vuelve inexorablemente marginal y remoto, agravando el hiato del que hablo y la vulnerabilidad de la gestión como un todo.
Nuestros estados fueron arquitectados para que la riqueza repasada pudiera ser apropiada por las élites fundadoras; hasta hoy la vulnerabilidad a la apropiación es la característica de su estructura, de forma que, cuando alguien no perteneciente a esas élites ingresa al ámbito estatal, se transforma en élite como efecto inexorable de formar parte de ese ámbito de gestión siempre exterior y sobrepuesto.
La crisis de la fe cívica se vuelve inevitable. De hecho, el sujeto fundador de las repúblicas de nuestro continente, es decir, el «criollo», no es tal paladín de la democracia y la soberanía como la historia publicita, sino el sujeto de cuatro características que refrendan su exterioridad con relación a la vida: es racista, misógino, homofóbico y especista.
Así como del argumento desarrollado en el cuarto ensayo del volumen surge una inversión para la célebre fórmula inclusiva de los Derechos Humanos «diferentes pero iguales» y, con base en la estructura explícitamente jerárquica de los mundos comunitarios, formula la alternativa: «desiguales pero diferentes».
Aquí sugeriré también un viraje en la comprensión de la consigna feminista de los años setenta «lo privado es político». El camino que propongo en el capítulo tercero no es una traducción de lo doméstico a los términos públicos, su digestión por la gramática pública para alcanzar algún grado de politicidad, sino el camino opuesto: «domesticar la política», desburocratizarla, humanizarla en clave doméstica, de una domesticidad repolitizada.
Los constantes fracasos de la estrategia de tomar el Estado, por fuerza o por elecciones, para reconducir la historia indican que ese podría no ser el camino: jamás se ha conseguido llegar a destino mediante la toma del Estado, pues la arquitectura estatal es la que acaba por imponer sobre sus operadores su razón de ser como sede de una élite administradora que, en nuestro caso es, además, colonial.
Que sea reconocida y reaprovechada la pluralidad de espacios y politicidades de diferente estilo que la vida comunal ofrece, al contemplar la diferencia entre la tarea política de los hombres —en la aldea, entre aldeas y frente al frente colonial—.
Mientras tanto, el camino es anfibio, dentro y fuera del campo estatal, con políticas intra y extra-estatales, de la propia gente organizada, reatando vínculos, reconstruyendo comunidades agredidas y desmembradas por el proceso de la intervención colonial estatal llamado «modernización».
Lo que debemos recuperar, al desmontar el binarismo público-privado, son las tecnologías de sociabilidad y una politicidad que rescate la clave perdida de la política doméstica, de las oiconomías (Segato 2007b), así como los estilos de negociación, representación y gestión desarrollados y acumulados como experiencia de las mujeres a lo largo de su historia, en su condición de grupo diferenciado de la especie, a partir de la división social del trabajo.
Hubo derrotas, sin duda. Pero mayor es la derrota contemporánea de los dueños en el camino hacia la catástrofe a que su enemistad con la vida los condujo. No se trata de esencialismo y sí de una idea de historias en plural, de una pluralidad histórica, en la que sociedades de distinto tipo y estructura han construido sus proyectos, dentro de los cuales también las metas de felicidad y bienestar y formas de acción en clave femenina y masculina se han diferenciado.
Las mujeres podemos recuperar esa politicidad en clave femenina, y los hombres pueden sumarse y aprender a pensar la política de otra forma. Podría ser el principio de una nueva era, la cual, en realidad, ya está dando señales; la puesta en marcha de un nuevo paradigma de la política, quizás el principio del fin de lo que he llamado en otra parte «pre-historia patriarcal de la humanidad» (Segato 2003)
Al final, las feministas nos hemos esforzado a lo largo de la historia de nuestro movimiento por recrear sororidades, en el sentido de blindajes de los espacios nuestros, olvidando o quizás desconociendo que esos blindajes siempre han existido en el mundo comunal, hasta ser desalojados por la captura de toda asociación, representación y tarea de gestión en una esfera que ha totalizado la política y que se encuentra modelada «a imagen y semejanza» de las instituciones del mundo de los hombres.
La historia de los hombres es audible, la historia de las mujeres ha sido cancelada, censurada y perdida en la transición del mundo-aldea a la colonial-modernidad.
La idea de un totalitarismo de la esfera pública, para usar la forma en que lo expreso en el cuarto capítulo, y la crisis de la fe estatal resultante, conduce aquí a una breve mención de un problema vinculado al fatal equívoco de la fe estatal. Me refiero a lo que opto por describir como autoritarismo de la utopía, aun a sabiendas de que toco sensibilidades muy consolidadas a lo largo de la historia del monoteísmo cristiano y de las convicciones socialistas (no olvidemos que «de buenas intenciones está pavimentado el camino al infierno»).
Concepciones de una sociedad futura perfecta, a la que una eficaz apropiación del Estado y control administrativo deberían conducirnos triunfalmente, nunca han dejado de tornarse autoritarias.
La utopía no puede evitar un efecto autoritario, por eso, como ya sugerí anteriormente (Segato 2007), lo mejor es retirar los ojos de la abstracción utópica, evolucionista y eurocéntrica proyectada en un futuro cuya real indeterminación e incerteza se presume pasible de control, para dirigirlos a las experiencias concretas que los pueblos de organización comunitaria y colectiva todavía hoy, y entre nosotros, ponen en práctica para limitar la acumulación descontrolada y cohibir la grieta de desigualdad entre sus miembros.
La única inspiración posible, porque no está basada en una ilusión de futuro diseñada a priori por la neurosis de control característica de la civilización europea, es la experiencia histórica concreta de aquellos que, aun después de 500 años de genocidio constante, deliberaron y enigmáticamente eligieron persistir en su proyecto histórico de continuar siendo pueblos, a pesar de habitar en un continente de desertores como el nuestro —desertores de sus linajes no blancos y de su pertenencia a un paisaje humano e histórico amefricano— (ver Sahlins 1972, sobre sociedades que decidieron no almacenar excedente y no dar lugar a la emergencia de las clases ociosas, y Clastres 1974, sobre las sociedades que decidieron contra la emergencia del Estado como estructura de control).
Aun en medio de las grandes metrópolis latinoamericanas, vemos las lecciones de los que persisten tejiendo comunidad.
Tema cuatro: hacia una política en clave femenina
Buscar inspiración en la experiencia comunitaria, es decir, no repetir el reiterado error estratégico de pensar la historia como un proyecto a ser ejecutado por el Estado, se presenta como la alternativa a todos los experimentos que han venido fracasando a lo largo de la historia. Retejer comunidad a partir de los fragmentos existentes sería entonces la consigna.
Eso significa, también, recuperar un tipo de politicidad cancelada a partir del secuestro de la enunciación política por la esfera pública, y la consecuente minorización y transformación en resto o margen de la política de todos aquellos grupos de interés que no se ajusten a la imagen y semejanza del sujeto de la esfera pública, a cuya genealogía y constitución me referí más arriba y especialmente en el capítulo cuarto.
Ese estilo de hacer política que no forma parte de la historia de la gestación de la burocracia y el racionalismo moderno tiene su punto de partida en la razón doméstica, con sus tecnologías propias de sociabilidad y de gestión.
La experiencia histórica masculina se caracteriza por los trayectos a distancia exigidos por las excursiones de caza, de parlamentación y de guerra entre aldeas, y más tarde con el frente colonial. La historia de las mujeres pone su acento en el arraigo y en relaciones de cercanía.
Lo que debemos recuperar es su estilo de hacer política en ese espacio vincular, de contacto corporal estrecho y menos protocolar, arrinconado y abandonado cuando se impone el imperio de la esfera pública.
Se trata definitivamente de otra manera de hacer política, una política de los vínculos, una gestión vincular, de cercanías, y no de distancias protocolares y de abstracción burocrática.
Necesitamos restaurar no solamente los hilos de memoria a que la apreciación de nuestra corporalidad racializada en el espejo nos remite, deshaciendo mestizajes, como argumenté anteriormente (Segato 2015d), sino también rescatar el valor y reatar la memoria de la proscrita y desvalorizada forma de hacer política de las mujeres, bloqueada por la abrupta pérdida de prestigio y autonomía del espacio doméstico en la transición a la modernidad.
Pero sin caer en el voluntarismo, ya que no todo colectivo de dimensiones pequeñas y relaciones cara a cara es una comunidad. Es ese el error de los ejercicios de economía solidaria y de justicia restaurativa, pues cuando un colectivo se organiza con un fin instrumental como, por ejemplo, suplir carencias en momentos de escasez o resolver conflictos, se disuelve apenas el problema que vino a solucionar se ve resuelto, como se ha visto para el caso de Argentina después de la crisis del 2001.
Una comunidad, para serlo, necesita de dos condiciones: densidad simbólica, que generalmente es provista por un cosmos propio o sistema religioso; y una autopercepción por parte de sus miembros de que vienen de una historia común, no desprovista de conflictos internos sino al contrario, y que se dirigen a un futuro en común.
Es decir, una comunidad es tal porque comparte una historia. En efecto, el referente de una comunidad o un pueblo no es un patrimonio de costumbres enyesadas, sino el proyecto de darle continuidad a la existencia en común como sujeto colectivo (Segato 2015d y 2015e).
El deseo de un estar en conjunción, en interlocución, es lo que hace a una comunidad, además de la permanente obligación de reciprocidad que hace fluir diferentes tipos de recursos entre sus miembros. Es posible pensar que las iglesias neo-pentecostales y evangélicas literalistas, cuyas gerencias controlan la voluntad de números crecientes de poblaciones latinoamericanas, han sabido precisamente hacer la mímesis de las tecnologías comunitarias de sociabilidad y sustituir los antiguos y deshechos conjuntos por otros nuevos y vaciados de su sentido de arraigo e historia (Segato, 2007b).
Retejer comunidad significa alistarse en un proyecto histórico que se dirige a metas divergentes con relación al proyecto histórico del capital. Aquí la religión o lo que he llamado «cosmos propio» juega un papel considerable. Lo comprendí enseñando en un barco-universidad llamado SS Universe administrado por la Universidad de Pittsburgh, en el que universitarios norteamericanos de familias ricas y destinados muchos de ellos a ocupar cargos públicos en el futuro se matriculan para realizar un semester at sea en el que obtienen los créditos de diversas materias mientras dan la vuelta al mundo.
En el año 1991, debido a los peligros de la Guerra del Golfo, el transatlántico fue obligado a cambiar su curso y fui contratada como docente entre los puertos de Caracas y Salvador, Bahía. Mi rol allí fue enseñar a los jóvenes que harían puerto en Salvador justo el primer día de Carnaval sobre lo que había sido el tema de mi tesis doctoral en los años ochenta: las religiones afro-brasileñas (Segato, 1995).
Durante una de mis clases, un señor que se encontraba asistiendo me pidió la palabra. Se la concedí y, dándome la espalda, asumió la autoridad de profesor y, dirigiéndose a los estudiantes, les dijo: «es por este tipo de religiones que yo les digo que estos países no podrán progresar, porque ellas son disfuncionales al desarrollo». Inmensa fue mi conmoción al escucharlo.
Incalculable la lección, que, naturalmente, en mi caso, tomó inmediatamente la dirección contraria a la que el respetable señor se había propuesto. Salí de la clase preguntando por la identidad de esa enigmática persona que tanto había celado por la buena formación de los alumnos ante una peligrosa lección de religión africana en el Brasil.
Supe así que se trataba de un político que había sido tres veces gobernador del Estado de Colorado y ahora dirigía el Instituto de Políticas Públicas de la Universidad de su estado —izquierda al Norte, derecha al Sur—. Para siempre entendí que ciertos «cosmos» y espiritualidades, muy lejos de ser «el opio de los pueblos», constituyen, ciertamente, vallas disfuncionales al capital.
De forma algo esquemática, es posible tipificar lo funcional y lo disfuncional al capital en el mundo hoy en términos de dos proyectos históricos divergentes: el proyecto histórico de las cosas y el proyecto histórico de los vínculos, dirigidos a metas de satisfacción distintas, en tensión y en última instancia incompatibles.
Para tornar más gráfica esta idea usaré como referencia las imágenes documentales y los relatos que circulan en el dominio público sobre la peregrinación de los migrantes latinoamericanos al país del Norte, atravesando México en el tren La Bestia. Llaman intensamente la atención los testimonios, accesibles en ese material documental pero también, en mi caso, oídos en presencia de sus protagonistas a lo largo de por lo menos tres eventos internacionales dedicados al tema.
El relato tiene una estructura recurrente: los migrantes suben al tren, algunos caen y se lastiman, un número de ellos quedan amputados de algún miembro, las mujeres son todas inescapablemente violadas como en el cumplimiento de una cláusula pétrea, numerosos migrantes son capturados, esclavizados y obligados a trabajar en fincas o para la trata, a uno y otro lado de la Gran Frontera, muchas veces durante años.
Al final de esta odisea con sus probaciones extremas, que incluyen también el pago de altas cifras a los coyotes o atravesadores, los migrantes resultan frecuentemente capturados y devueltos a su lugar de origen. Y ¿qué hacen en números considerables? Pues vuelven a empezar la travesía otra vez…
El abordaje habitual es la explicación por la expulsión de sus lugares de origen debido a la carencia material y a las guerras mafiosas. En mi caso, después de ver durante días imágenes de lo que aquí describo, he pensado de otra forma y lo arriesgo como una apuesta para la compresión de este raro y compulsivo fenómeno de nuestro tiempo y de nuestro continente, ya que no me refiero a los pueblos expulsados de sus países de origen por las guerras en Oriente Medio.
Me aventuro a enfatizar el factor de atracción por encima del factor de expulsión, pero no sin revisar las ideas de abundancia, falta e investimento libidinal como construcciones de una época histórica y de una fase apocalíptica del capital con características particulares, ya apuntadas por Deleuze en su crítica spinoziana al freudismo.
Porque es la abundancia que produce la falta, demoliendo lo que anteriormente satisfacía y colmaba la vida. En el lugar de partida se encuentra la intemperie resultante de las relaciones de confianza y reciprocidad en proceso de desgaste, desprestigio y ruptura por el efecto interventor de la modernización y las presiones del mercado supra-regional.
Rotos los vínculos, impuesta una carencia que no es meramente material sino una intemperie social, la pulsión se desvía y es chupada por lo que elijo llamar «el mundo de las cosas», la región «donde las cosas están». Un nuevo tipo de culto de cargo se impone como mística: la mística de un paraíso exuberante de mercancías y su estética.
Es el fetiche del Norte o, mejor dicho, el fetichismo del Norte como reino de las mercancías, que va interviniendo y forzando su entrada en la pluralidad de cosmos del planeta. Lo que captura al continente hacia el Norte es el magnetismo de una fantasía de abundancia, de un fetichismo de la región de la abundancia, aplicado sobre psiquismos que fluctúan en un vacío de ser, en un espacio que se ha tornado desprovisto de su magnetismo propio, antes garantizado por los placeres y obligaciones de la reciprocidad.
Psiquismos chupados por el mundo de las cosas a partir de la falencia múltiple de sus lazos de arraigo. Y para coronar este gráfico, viene a la memoria la fantástica escena de la película Purgatorio: un viaje al corazón de la frontera, dirigida por Rodrigo Reyes, en la que vemos tres migrantes adheridos como por una electricidad a la cerca de barrotes metálicos que divide los dos mundos, y percibimos que los zombis de la filmografía reciente los replican adecuadamente: ellos son también ahora seres desgajados, solos, sin sangre propia, que se alimentan de la vitalidad imaginada de los habitantes del mundo de las cosas.
Este flujo pulsional hacia el mundo de las cosas de sujetos desgajados de territorios en que los vínculos perdieron su oferta y magnetismo exhibe la forma en que el deseo es producido por un exceso que se presenta como fetiche, es decir, mistificado y potente. Es así que el deseo de las cosas produce individuos, mientras el deseo del arraigo relacional produce comunidad.
Este último es disfuncional al proyecto histórico del capital, pues el investimento en los vínculos como forma de felicidad blinda los lazos de reciprocidad y el arraigo comunal y torna a los sujetos menos vulnerables al magnetismo de las cosas.
Solo con sujetos desgajados y vulnerables, el mundo de las cosas se impone: las lecciones de las cosas, la naturaleza cosa, el cuerpo cosa, las personas cosas, y su pedagogía de la crueldad que va imponiendo la estructura psicopática, de pulsión no vincular sino instrumental, como personalidad modal de nuestro tiempo.
Por eso sugiero que el camino de la historia será el de retejer y afirmar la comunidad y su arraigo vincular. Y por eso creo que la política tendrá que ser a partir de ahora femenina.
Tendremos que ir a buscar sus estrategias y estilo remontando el hilo de la memoria y los fragmentos de tecnologías de sociabilidad que están entre nosotros hasta recuperar el tiempo en que el espacio doméstico y sus formas de contacto interpersonal e inter-corporal no habían sido desplazados y clausurados por la emergencia de la esfera pública, de genealogía masculina, que impuso y universalizó su estilo burocrático y gestión distanciada con el advenimiento de la colonial-modernidad.
Este formato de la política y su razón de estado es por naturaleza monopólico e impide el mundo en plural. Impone la coherencia del uno a la política y digiere todo otro mediante la grilla de un referente universal. Mientras tanto, la práctica política femenina no es utópica sino tópica y cotidiana, del proceso y no del producto.
Un mundo en plural es un mundo probablemente no republicano, pero sí más democrático. Necesitamos recuperar lo que restó y existe en nuestros paisajes después del gran naufragio y reconstruir la vida. Al hacerlo, tendremos que ir componiéndole su retórica también, las palabras que nombran este proyecto femenino y comunitario por su historia y por sus tecnologías de sociabilidad, pues solo esa inscripción podrá defendernos de una retórica tan poderosa como es la del valor de los bienes y la cosificación de la vida.
Olinda, Pernambuco, 21 de noviembre de 2016.
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