Corría 1948. Pedro Mir se hallaba en Cuba, a donde había llegado en 1947 tras cerrarse en nuestro país, con la reelección de Trujillo y el inicio de la Guerra Fría, el «interludio de tolerancia» que permitió la actuación pública de Juventud Democrática y el Partido Socialista Popular, la celebración del Congreso Obrero en el Teatro Julia y un respiro de prensa patente en el diario La Opinión. Antes, había compartido oficina de abogados con Tulio Arvelo y participado en 1947 como diputado constituyente en la reforma financiera a la Carta Magna que consagró el peso oro dominicano y el Banco Central. Al igual que otros juristas disidentes designados, como Francisco del Castillo -«yo conspiré mucho con tu padre, a quien quise; te veo y lo veo a él», me espetó un domingo en la peña de Los Imperiales-, Eduardo Read Barrera y Eurípides Roques Román, quienes mantenían bufete junto a Emilio de los Santos, donde el 27 de febrero de 1944 se reunió el congreso clandestino del Partido Democrático Revolucionario Dominicano. Cucho Álvarez Pina -primo de mi padre y cabeza del Partido Dominicano- había desplegado su acción protectora para «incorporarlos», como sucediera con Tulito Arvelo y Horacio Julio Ornes, nombrados en puestos consulares en Puerto Rico y Costa Rica.
Ya en la tierra de Martí abonada por el machete máximo de Gómez, Pedro se enroló raudo -como lo hicieran Chito y Gugú Henríquez, Dato Pagán, Mauricio Báez, Tulito, Horacio Julio y otros- en la fuerza expedicionaria multinacional acantonada en Cayo Confites para derrocar a Trujillo. Expedición abortada en septiembre de 1947 por el ejército y la marina cubanos antes de abandonar los buques aguas territoriales, abordo Juancito Rodríguez, Juan Bosch, Rolando Masferrer y un joven universitario llamado Fidel Castro. El exilio dominicano había recibido apoyo de los gobiernos de Grau en Cuba, Betancourt en Venezuela, Arévalo en Guatemala y Lescot en Haití. En Cuba, el Partido Socialista Popular -al que pertenecía el prestigioso poeta Nicolás Guillén- editaba el diario Hoy y operaba la radiodifusora Mil Diez, controlando la Central de Trabajadores. Antes, bajo el gobierno constitucional de Batista (1940-44), dirigentes del PSP ocuparon posiciones ministeriales.
En el peregrinar de los exiliados, Pericles Franco Ornes -dirigente del PSP dominicano- había logrado en 1946 que la Federación de Estudiantes de Chile editara La tragedia dominicana con prólogo compromisario de Pablo Neruda, el poeta militante chileno entonces senador del Partido Comunista. Tras ponderar el triunfo de Arévalo en Guatemala, Neruda acotaba: «El caso de la República Dominicana, como el de Nicaragua, continúa en el mapa, mostrando su lámpara apagada en el continente. Las comitivas presidenciales pasan por entre los dominicanos ultrajados, son recibidas y festejadas por el tirano Trujillo, se condecoran mutuamente representantes de regímenes incompatibles, y luego el gran silencio que ya conoce toda la América Central, cae sobre la pequeña república sojuzgada, cubriendo de sombra el calvario aterrador».
El bardo abogaba porque «estas páginas del joven y bravío luchador Franco Ornes lleguen a las abogatadas conciencias de los que gobiernan las relaciones exteriores de nuestros países hermanos». Señalando que, «mientras tanto los muertos, los martirizados, los encarcelados, los desterrados de la República Dominicana hacen preguntas mortales a toda nuestra América, y estas preguntas deben, alguna vez, ser contestadas». A diligenciar respuestas en Cuba se dedicó en septiembre 1948 Pedro Mir-que al año siguiente daría a la estampa su poemario Hay un país en el mundo-, al procurar una versificación solidaria del gran Nicolás Guillén que resaltara nuestra causa, motivo de una apasionada carta del dominicano al cubano. Ahora revelada por el Archivo General de la Nación en la obra Pedro Mir en Cuba, de la autoría de Rolando Álvarez Estévez, su amigo y compañero de trabajo en Cadena Oriental de Radio, empresa en la que nuestro poeta se ganó las habichuelas como contable y periodista. En la extensa comunicación -que publicaremos en dos entregas- Mir dice a Guillén.
«Amigo mío: Si Nietzsche no hubiera sido un pobre diablo, habría sido un gran filósofo. Sabemos que no lo fue. Pero sigue siendo poeta en la medida en que la poesía siga siendo un ámbito verbal. Decía Nietzsche: «¿Qué son las palabras sino arco iris o puentes de ilusiones, entre seres eternamente separados?» Y, aunque esta separación sea superada en la práctica de la vida, como nos enseña Engels, la verdad es que, tomando el momento que no funciona dialécticamente, los seres están, sino eternamente, por lo menos curiosamente separados.
Te sorprenderá que esta carta se introduzca con esta sofocación filosofante. Es natural la sorpresa. Y también la sofocación, puesto que lo escribo bajo la impresión de nuestra inquietante charla de las otras noches en tu casa. Lo de la charla, claro está, lo digo por defender mi dignidad. Prácticamente quien charló fuiste tú. Yo me quedé con mis papeles de notas, mitad aturdido por tus opiniones, mitad fascinado por tu talento. Además, había un bonito coñac y me dijiste los poemas más hermosos del mundo. Fue después, cuando ya pude recuperarme y rescatarme en la soledad, cuando adquirí la perspectiva necesaria para orientarme. Pero ya tú te habías ido…
Como balance de tus palabras yo he sacado en limpio dos actitudes: una dominicana, una hacia mí.
La dominicana fue ilustrada con aquel ejemplo: Martí luchó en el extranjero a base de un movimiento articulado en el interior del país. Culminada aquella lucha vino a morir a Dos Ríos. Es decir, habían dos hechos: un líder honrado y un movimiento concreto. En el caso dominicano, los líderes son unos explotadores de la tragedia de su pueblo y no existe en el país ningún movimiento formalizado. Por tanto, no hay nada que hacer.
El objeto de la presente es darle a este planteamiento la respuesta que mis convicciones personales, tanto como mi sanidad personal exigen. Al mismo tiempo, explicar el carácter de mi visita, teniendo en cuenta que el Partido del cual eres miembro prominente, tiene que adoptar una conducta tan revolucionaria con los burgueses como intransigente con los oportunistas.
Nuestra conversación tuvo su origen en aquellas palabras dichas al pasar, probablemente mal interpretadas por mí, en una acera de Carlos III: «Le debo un poema a Santo Domingo, pero yo no veo la lucha de ese pueblo». Yo fui a convencerte de que el pueblo dominicano SI lucha. Y me señalaba esta tarea -palabra que provocó aquello de que los dominicanos oportunistas que antes se acercaron a ti, también tenían una tarea…- me la señalaba, te digo, como vía hacia crear en ti el estado emocional, el entusiasmo lírico, previo a toda creación poética, que podría llevarte a escribir el poema que tú considerabas una deuda contraída con el pueblo dominicano. Por consiguiente, no era yo un dominicano más que iba a exigir de los cubanos una determinada contribución material en nombre del pueblo dominicano. Nada de esto. Tengo que reconocer que solicité tu concurso para hacerme de una voz cuya sonoridad pudiera llegar a ser útil a mi país. Creí que era evidente que tratábamos de hombre a hombre, no de pueblo a pueblo. De haberlo sabido me hubiera colocado en pose histórica. Hubiera mostrado el hombro épico…
Tú me ofreciste las páginas de HOY. Luego me ofreciste Bohemia, cuya colaboración es pagada. Al declararte que prefería Bohemia tu risa o sonrisa me impidió explicar que la revista, por su género, ofrecía más campo para mis posibilidades periodísticas y además abarca un sector de circulación más amplio que el periódico. Hubiera querido mostrarte mi amor por HOY, el periódico decente. Pero estaba el sucio dinero por medio y no nos podríamos entender. Sin embargo, yo debo insistir, por más arco iris o puente de ilusión que sean las palabras, que yo no iba en busca de esto. Yo iba hacia un poeta cubano, que es una voz continental, a hacerme su amigo, a buscarle el corazón para clavarle allí, hasta donde me fuera posible, la emoción dominicana que nosotros los dominicanos honrados llevamos clavada en el nuestro. Por eso en más de una ocasión dejé que mis opiniones fuera apabulladas sin defenderlas. No me importaba eso. Quería el poema. Nada más.
Por ejemplo. En cierta ocasión tú dijiste de paso: …yo soy miembro del Comité Nacional. -No lo comprendo, dije yo. Entonces tú me explicaste cómo el poeta moderno que comprende su papel debe estar en el centro de los acontecimientos. Yo callé. Sabía muy bien que esa tesis había sido formulada por Mayakowski, que era el primer poeta comunista, el más grande poeta de la Unión Soviética, el poeta que mejor había comprendido su función en el mundo moderno. Y sabía también que Mayakowski, no sólo no había sido miembro del Comité Central, sino que ni siquiera del Partido Comunista. En su condición de poeta -explicaba en sus conferencias- no podía someterse a la disciplina férrea del Partido. Stalin, que es un genio, lo comprendió. La Unión Soviética, que es un pueblo, lo honró…»
Mayakowski -un vanguardista en la poesía- dominó varias artes, incluido el cartel publicitario. Puso fin a su existencia en 1930 dándose un pistoletazo, cuando contaba 37 años, ya Stalin dominando. En su credo, que alimentó al afiliarse al Partido Obrero Socialdemócrata Ruso antes de la Revolución de Octubre de 1917, había consignado que «hay que negarse a admitir la superioridad moral de quien manda y da órdenes precisas acerca de cómo vivir, cómo amar, como comportarse, qué leer, qué aplaudir, cómo vestirse. Había que echar abajo todo eso, destruir todos los detalles del mundo heredado e inventar un nuevo territorio de libertad absoluta». En su entusiasmo, bajo el régimen de los soviets cuyas bondades exaltó por el mundo, expresó: «quiero que mi pluma sea una bayoneta». Nuestro Pedro Mir andaba en Cuba tras la escopeta poética de Guillén, para tirarle a Trujillo.