Reflexionando acerca de la vida material y la vida económica

1. REFLEXIONANDO ACERCA DE LA VIDA MATERIAL 
Y LA VIDA ECONÓMICA
Comencé a pensar en Civilización material, economía y capitalismo, obra larga y ambiciosa, hace ya muchos años, en 1950. El tema me había sido propuesto entonces o, mejor dicho, amistosamente impuesto, por Lucien Febvre, que acababa de sentar las bases de una colección de historia general, “Destins du Monde”, de la cual tuve que asumir la difícil continuación tras la muerte de su director, en 1956. Lucien Febvre se proponía escribir, por su parte, Pensées et croyances d’Occident, du XV au XVIII siécles, libro que debía acompañar y completar el mío, formando pareja con él, y que desgraciadamente no se publicará nunca. Mi obra se ha visto definitivamente privada de este acompañamiento.
Sin embargo, pese a limitarse en general al campo de la economía, esta obra me ha planteado numerosos problemas, debido a la enorme cantidad de documentos que he tenido que manejar, a las controversias que suscita el tema tratado –la economía, en sí, es evidente que no existe– y a las incesantes dificultades que suscita una historiografía en constante evolución, ya que incorpora necesariamente, aunque con bastante lentitud, de buen o mal grado, las demás ciencias humanas.
A esta historiografía en estado de perpetuo alumbramiento, que nunca es la misma de un año para otro, sólo podemos seguirla corriendo y trastornando nuestros trabajos habituales, adaptándonos mejor o peor a exigencias y ruegos siempre distintos. Yo, por mi parte, siento siempre un gran placer cuando escucho este canto de sirenas. Y los años van pasando. Habré consagrado veinticinco años de mi vida a la historia del Mediterráneo, y casi veinte a la Civilización material. Sin duda es mucho, demasiado.
La llamada historia económica, que se encuentra todavía en proceso de construcción, tropieza con una serie de prejuicios: no es la historia noble. La historia noble es el navío que construía Lucien Febvre: no se trataba de Jacob Fugger, sino de Martín Lutero o de François Rebelais. Sea o no sea noble, o menos noble que otra, la historia económica no deja por ello de plantear todos los problemas inherentes a nuestro oficio: es la historia íntegra de los hombres, contemplada desde cierto punto de vista. Es a la vez la historia de los que son considerados como sus grandes actores, por ejemplo: Jacques Coeur o John Law; la historia de los grandes acontecimientos, la historia de la coyuntura y de las crisis y, finalmente, la historia masiva y estructural que evoluciona lentamente a lo largo de amplios periodos.
Y en esto reside precisamente la dificultad, ya que, tratándose de cuatro siglos y del conjunto del mundo, ¿cómo podíamos organizar semejante cúmulo de hechos y explicaciones? Había que escoger. En lo que a mí respecta, he elegido los equilibrios y desequilibrios profundos que se producen a largo plazo. Lo que me parece primordial en la economía preindustrial es, en efecto, la coexistencia de las rigideces, inercias y torpezas de una economía aún elemental con los movimientos limitados y minoritarios, aunque vivos y poderosos, de un crecimiento moderno. Por un lado, están los campesinos en sus pueblos, que viven de forma casi autónoma, prácticamente autárquica; por otro, una economía de mercado y un capitalismo en expansión que se extienden como una mancha de aceite, se van forjando poco a poco y prefiguran ya este mismo mundo en el que vivimos. Hay, por lo tanto, al menos dos universos, dos géneros de vida que son ajenos uno al otro, y cuyas masas respectivas encuentran su explicación, sin embargo, una gracias a la otra.
Quise empezar por las inercias, a primera vista una historia oscura y fuera de la conciencia clara de los hombres, que en este juego son bastante más pasivos que activos. Es lo que trato de explicar mejor o peor en el primer volumen de mi obra, que yo había pensado titular en 1967, con ocasión de su primera edición, Lo posible y lo imposible: los hombres frente a su vida cotidiana, título que cambié poco después por el de Las estructuras de lo cotidiano. ¡Pero qué más da el título!
El objeto de la investigación está tan claro como el agua, si bien esta búsqueda resulta aleatoria, plagada de lagunas, trampas y posibles errores. En efecto, todos los términos resaltados: inconsciente, cotidianeidad, estructuras, profundidad resultan oscuros por sí mismos. Y no puede tratarse, en este caso, del inconsciente del psicoanálisis, pese a que éste también entra en juego, pese a que quizás haya que descubrir un inconsciente colectivo, cuya realidad tanto atormentó a Carl Gustav Jung. Pero es poco corriente que este tema tan amplio sea abordado, a no ser en sus aspectos laterales. Aún está esperando a su historiador.
Me he ceñido, por mi parte, a unos criterios concretos. He partido de lo cotidiano, de aquello que, en la vida, se hace cargo de nosotros sin que ni siquiera nos demos cuenta de ello: la costumbre
–mejor dicho, la rutina–, mil ademanes que prosperan y se rematan por sí mismos y con respecto a los cuales a nadie le es preciso tomar una decisión, que suceden sin que seamos plenamente conscientes de ellos. Creo que la humanidad se halla algo más que semisumergida en lo cotidiano.
Innumerables gestos heredados, acumulados confusamente, repetidos de manera infinita hasta nuestros días, nos ayudan a vivir, nos encierran y deciden por nosotros durante toda nuestra existencia. Son incitaciones, pulsiones, modelos, formas u obligaciones de actuar que se remontan a veces, y más a menudo de lo que suponemos, a la noche de los tiempos. Un pasado multisecular, muy antiguo y muy vivo, desemboca en el tiempo presente al igual que el Amazonas vierte en el Atlántico la enorme masa de sus turbias aguas.
Todo esto es lo que he tratado de englobar con el cómodo nombre aunque inexacto como todos los términos de significado demasiado amplio de vida material. No se trata, claro está, más que de una parte de la vida activa de los hombres, tan congénitamente inventores como rutinarios. Pero al principio, repito, no me preocupé de precisar los límites o la naturaleza de esta vida más bien soportada que protagonizada. He querido ver y mostrar este conjunto de historia generalmente mal apreciado vivido de forma mediocre, y sumergirme en él, familiarizarme con él.
Después de esto, y sólo entonces, habrá llegado el momento de salir del mismo. La impresión profunda, inmediata, que se obtiene tras esta pesca submarina, es la de que nos encontramos en unas aguas muy antiguas, en medio de una historia que, en cierto modo, no tiene edad, que podríamos encontrar tal cual dos, tres o diez siglos antes y que, en ocasiones, podemos percibir durante un momento aún hoy en día, con nuestros propios ojos. Esta vida material, tal como yo la entiendo, es lo que la humanidad ha incorporado profundamente a su propia vida a lo largo de su historia anterior, como si formara parte de las mismas entrañas de los hombres, para quienes estas intoxicaciones y experiencias de antaño se han convertido en necesidades cotidianas, en banalidades. Y nadie parece prestarles atención.
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Tal es el hilo conductor de mi primer volumen; su objetivo: una exploración. Sus capítulos se presentan por sí mismos, con tan sólo enunciar sus títulos, que coinciden con la enumeración de las fuerzas oscuras que trabajan e impulsan hacia adelante al conjunto de la vida material y, más allá de la misma o por encima de ella, a la historia entera de los hombres.
Primer capítulo: “El número de hombres”. Es la potencia biológica por excelencia la que empuja al hombre, como a todos los seres vivos, a reproducirse; el “tropismo de primavera”, como lo llamaba Georges Lefebvre. Pero existen otros tropismos, otros determinismos. Esta materia humana en perpetuo movimiento rige, sin que los individuos sean conscientes de ello, buena parte de los destinos de los distintos grupos de seres vivos. Alternativamente, éstos, según sean las condiciones generales, son demasiado numerosos o demasiado escasos; el juego demográfico tiende al equilibrio, pero éste se alcanza en contadas ocasiones.
A partir de 1450, en Europa, el número de hombres aumenta con rapidez, porque entonces resulta necesario y posible compensar las enormes pérdidas del siglo anterior, después de la Peste Negra. Se produce una recuperación que dura hasta el siguiente reflujo. Sucesivos y como si estuvieran previstos de antemano, en opinión de los historiadores, flujo y reflujo dibujan y revelan una serie de tendencias generales, de reglas a largo plazo que seguirán presentes hasta el siglo XVIII. Y sólo en el siglo XVIII se producirá una ruptura de las fronteras de lo imposible, la superación de un techo hasta entonces infranqueable. A partir de entonces, el número de hombres no ha cesado de aumentar, no ha habido ya frenazo ni inversión del movimiento. ¿Podría quizás producirse tal inversión el día de mañana?
En cualquier caso, hasta el siglo XVIII el sistema de vida se encuentra encerrado dentro de un círculo casi intangible. En cuanto se alcanza la circunferencia, se produce casi inmediatamente una retracción, un retroceso. No faltan las maneras y ocasiones de restablecer el equilibrio: penurias, escaseces, carestías, duras condiciones de la vida diaria, guerras y, finalmente, una larga sucesión de enfermedades. Actualmente aún están presentes; ayer eran auténticas plagas apocalípticas: la peste con sus epidemias regulares, que no abandonará Europa hasta el siglo XVIII el tifus que, con la llegada del invierno, bloqueará a Napoleón con su ejército en pleno corazón de Rusia; la fiebre tifoidea y la viruela, enfermedades endémicas; la tuberculosis, que pronto hará acto de presencia en el campo y que, en el siglo XIX, inunda las ciudades y se convierte en el mal romántico por excelencia; y, finalmente, las enfermedades venéreas, la sífilis que renace o, mejor dicho, que se propaga debido a la combinación de diferentes especies microbianas tras el descubrimiento de América. Las deficiencias de la higiene y la mala calidad del agua potable harán el resto.
¿Cómo podía el hombre, desde el momento de su frágil nacimiento, escapar a todas estas agresiones? La mortalidad infantil es enorme, al igual que en ciertos países subdesarrollados de ayer y de hoy, y la situación sanitaria general precaria. Contamos con cientos de informes sobre autopsias a partir del siglo xvi. Son alucinantes: la descripción de las deformaciones, del deterioro de los cuerpos y de la piel, la anormal población de parásitos alojados en los pulmones y en las entrañas asombraría a un médico actual. Hasta época reciente, por lo tanto, una realidad biológica malsana domina implacablemente la historia de los hombres. Debemos tenerlo en cuenta cuando nos preguntamos: ¿cómo son? ¿de qué males sufren? ¿pueden acaso conjurar sus males?
Otras preguntas planteadas en los siguientes capítulos: ¿qué es lo que comen? ¿qué beben? ¿cómo visten? ¿dónde se alojan? Preguntas incongruentes, que exigen casi una expedición de descubridores porque, como es sabido, en los libros de historia tradicional, el hombre ni come ni bebe. Se dijo hace tiempo, no obstante, que Der Mensch ist was er isst [el hombre es lo que come], pero quizás fuera tan sólo por el gusto de hacer juegos de palabras que la lengua alemana permite. No creo, sin embargo, que debamos relegar al terreno de lo anecdótico la aparición de tantos productos alimenticios, del azúcar, del café, del té al alcohol.
Constituyen de hecho, en cada ocasión, interminables e importantes flujos históricos. No insistiremos nunca lo bastante en la importancia de los cereales, plantas dominantes en la alimentación antigua. El trigo, el arroz y el maíz son el resultado de selecciones antiquísimas y de innumerables y sucesivas experiencias que, debido al efecto de “derivas” multiseculares (adoptando el término empleado por Pierre Gourou, el más grande de los geógrafos franceses), se han convertido en opciones de civilización.
El trigo, que devora a la tierra, que exige que ésta descanse regularmente implica y posibilita la ganadería: ¿podríamos acaso imaginarnos la historia de Europa sin sus animales domésticos, sus arados, sus yuntas, sus distintos tipos de acarreo? El arroz nace de cierto tipo de jardinería, de un cultivo intenso en el cual no participan para nada los animales. El maíz es, sin duda, el más cómodo, el más fácil de obtener de los alimentos cotidianos: facilita el tiempo libre, y de ahí las faenas campesinas y los enormes monumentos amerindios. Una fuerza de trabajo no utilizada fue confiscada por la sociedad.
Y podríamos discutir también acerca de las distintas raciones y calorías que representan los cereales, acerca de las insuficiencias y cambios de dieta a través de los siglos. ¿Acaso no son temas tan apasionantes como el del destino del Imperio de Carlos V o el de los esplendores fugaces y discutibles de lo que llamamos la primacía francesa en tiempos de Luis XIV? Y bien es cierto que son asimismo temas cargados de consecuencias, la historia de las drogas antiguas, del alcohol, del tabaco, la manera fulgurante con que el tabaco, especialmente, le ha dado la vuelta al mundo, ¿no constituye acaso una advertencia frente a las drogas actuales, mucho más peligrosas?
Consideraciones análogas se imponen con respecto a las técnicas. Maravillosa historia en verdad, que atañe al trabajo de los hombres y a sus lentísimos progresos dentro del marco de su lucha cotidiana contra el mundo exterior y contra sí mismos. Todo es técnica desde siempre: tanto el esfuerzo violento como el esfuerzo paciente y monótono de los hombres modelando una piedra, un trozo de madera o de hierro para fabricar una herramienta o un arma. ¿Acaso no se trata de una actividad realizada a ras del suelo, esencialmente conservadora y lenta en transformarse, y a la que la ciencia (que es su superestructura tardía) recubre lentamente, si es que llega a cubrirla? Las grandes concentraciones económicas traen consigo la concentración de medios técnicos y el desarrollo de una tecnología: así ocurre con el Arsenal de Venecia en el siglo XV con la Holanda del siglo XVII y con la Inglaterra del XVIII. Y en cada ocasión la ciencia, por muy en sus comienzos que esté, acudirá a la cita, porque se ve llevada a ella por la fuerza.
Desde siempre, todas las técnicas, todos los elementos de la ciencia, se intercambian y viajan alrededor del mundo; hay una incesante difusión. Pero otra cosa que se difunde, aunque mal, son las asociaciones, las agrupaciones de técnicas: el timón de codaste, más el casco de tingladillo, más la artillería naval, más la navegación de altura así como el capitalismo, suma de artificios, procedimientos, costumbres y realizaciones. ¿Acaso fueron la navegación de altura y el capitalismo los que forjaron la supremacía de Europa, por el mero hecho de no haberse difundido en bloque?
Pero me preguntarán ustedes: ¿por qué están sus dos últimos capítulos dedicados a la moneda y a las ciudades? Es verdad que he querido aligerar el volumen siguiente. Pero esta razón por sí sola, evidentemente, no es ni Podría ser suficiente. La verdad es que las monedas y las ciudades participan a la vez de la cotidianeidad inmemorial y de la más reciente modernidad. La moneda es un invento antiquísimo, si entendemos como tal todo medio que agilita los intercambios. Y sin intercambios no hay sociedad.
En cuanto a las ciudades, existen desde la Prehistoria. Se trata de estructuras multiseculares que forman parte de la vida más común. Pero son asimismo multiplicadores capaces de adaptarse al cambio, de ayudarle poderosamente. Podríamos afirmar que las ciudades y la moneda fabricaron la modernidad; pero también, siguiendo la regla de reciprocidad tan cara a Georges Gurvitch, que la modernidad, la masa en movimiento de la vida de los hombres, impulsó la expansión de la moneda y construyó la creciente tiranía de las ciudades. Ciudades y monedas son, al mismo tiempo, motores e indicadores; provocan y señalan el cambio. Y también son su consecuencia.
3
Digamos que no es fácil delimitar el inmenso terreno de lo habitual, de lo rutinario, “ese gran ausente de la historia”. En realidad, lo habitual invade el conjunto de la vida de los hombres y se difunde en ella al igual que las sombras del atardecer invaden un paisaje. Pero estas sombras, esta falta de memoria y de lucidez admiten a la vez zonas menos iluminadas y zonas más iluminadas que otras. Sería necesario establecer el límite entre sombra y luz, entre rutina y decisión consciente. Una vez establecido, nos sería posible distinguir lo que está a la derecha y lo que está a la izquierda del espectador o, mejor dicho, lo que está por debajo y lo que está por encima de él.
Pues bien, imagínense ustedes la enorme y múltiple capa que representan para una región determinada todos los mercados elementales con los que cuenta una nube de puntos, para ventas a menudo mediocres. Por estas múltiples salidas comienza lo que denominamos la economía de intercambio, tendida entre el enorme campo de la producción y el del consumo, igualmente enorme. Durante los siglos del Antiguo Régimen, entre 1400 y 1800, se trata aún de una economía de intercambio llena de imperfecciones. Sin duda, y debido a sus orígenes, esta economía se pierde en la noche de los tiempos, pero no logra asociar toda la producción a todo el consumo, ya que una inmensa parte de aquélla se pierde en el autoconsumo, de la familia o del pueblo, y no entra en el circuito del mercado.
Una vez considerada esta imperfección, nos queda que la economía de mercado se encuentra en vías de desarrollo, y que enlaza ya un número suficiente de burgos y ciudades como para poder comenzar a organizar ya la producción, a orientar y a dirigir el consumo. Habrán de pasar siglos, sin duda, pero entre estos dos universos la producción, en la que todo nace, y el consumo, en el que todo perece, la economía de mercado constituye el nexo de unión, el motor, la zona estrecha pero viva en la que surgen las incitaciones, las fuerzas vivas, las novedades, las iniciativas, las múltiples tomas de conciencia, los desarrollos e incluso el progreso.
Me gusta, aunque no la comparto totalmente, la observación de Carl Brinkman, para quien la historia económica se reduce a la historia de la economía de mercado, observada desde sus orígenes hasta fin. Por eso he observado atentamente, he descrito y he hecho revivir aquellos mercados elementales que se encontraban a mi alcance. Estos marcan una frontera, un límite inferior de la economía. Todo lo que queda fuera del mercado no tiene sino un valor de uso, mientras que todo lo que traspasa su estrecha puerta adquiere un valor de intercambio. Según se encuentre a uno o a otro lado del mercado elemental, el individuo, el “agente”, se encuentra o no incluido dentro del intercambio, dentro de lo que he llamado la vida económica, para contraponerla a la vida material, y para distinguirlo también pero vamos a dejar esta discusión para más adelante del capitalismo.
El artesano itinerante que va de pueblo en pueblo ofreciendo sus pobres servicios de reparador de sillas o de deshollinador, pese a ser un mediocre consumidor, pertenece, sin embargo, al mundo del mercado; debe recurrir a él para asegurarse su alimento cotidiano. Si ha conservado unos lazos con su campo natal y, llegado el momento de la siega o de la vendimia, vuelve a su pueblo para convertirse de nuevo en un campesino, cruzará entonces la frontera del mercado, pero en el otro sentido. El campesino que comercializa personalmente con cierta regularidad una parte de su cosecha y compra regularmente herramientas y ropas forma ya parte del mercado.
Aquel que sólo acude al pueblo para vender pequeñas mercancías, unos huevos o una gallina, con el fin de obtener las monedas necesarias para pagar sus impuestos o comprar una reja para el arado, roza tan sólo el límite del mercado. Permanece inmerso en la enorme masa del autoconsumo. El buhonero, que vende por las calles y por las campiñas unas mercancías en pequeñas cantidades, se halla situado del lado de los intercambios, del cálculo, del debe y el haber, por muy modestos que sean tanto sus intercambios como sus cálculos.
En cuanto al tendero, es claramente un agente de la economía de mercado. 0 vende lo que fabrica, entonces es un tenderoartesano, o bien vende lo que otros han producido, y pertenece desde ese mismo momento a la escala de los comerciantes. La tienda, siempre abierta, presenta la ventaja de ofrecer un intercambio continuo, mientras que el mercado sólo está presente uno o dos días a la semana. Más aún, la tienda representa el intercambio acompañado del crédito, ya que el tendero recibe sus mercancías a crédito y las vende a crédito. En este caso, una larga secuencia de deudas y de créditos se tiende a través del intercambio.
Por encima de los mercados y de los agentes elementales del intercambio, las ferias y las bolsas (abiertas estas últimas todos los días y celebrándose aquéllas sólo en fechas fijas, durante algunos días, para volver al mismo lugar tras largos intervalos de tiempo) desempeñan un papel importantísimo. Incluso cuando se da el caso, muy frecuente, de que están abiertas a los pequeños vendedores y a los comerciantes medianos, las ferias aparecen dominadas, al igual que las bolsas, por los grandes mercaderes, aquellos a los que pronto se denominará negociantes y que ya apenas se ocupan del comercio detallista.
En los primeros capítulos del volumen II de mi obra, titulado Los juegos del intercambio, he descrito ampliamente estos diversos elementos de la economía de mercado, tratando siempre de ver las cosas tan de cerca como fuese posible. Quizás lo haya hecho con excesivo entusiasmo y el lector lo encontrará seguramente demasiado largo. Pero, ¿no es bueno acaso que la historia sea ante todo una descripción, una simple observación, una clasificación sin excesivas ideas preconcebidas?
Ver, mostrar, en eso consiste la mitad de nuestra tarea. Y ver, si es posible, con nuestros propios ojos. Porque les puedo asegurar que nada resulta más fácil en Europa en Estados Unidos es diferente que observar todavía lo que puede ser un mercado en la calle de una ciudad, o una tienda de antaño, o un buhonero dispuesto a contarnos sus viajes, o una feria, o una bolsa. Vayan ustedes a Brasil, tierras adentro de Bahía, a Cabilla o al África negra, y encontrarán mercados arcaicos que aún viven ante nuestros ojos. Además, si se quiere leerlos, existen mil documentos que nos hablan de los intercambios del pasado: archivos de ciudades, registros notariales, documentos policiales, y tantos y tantos relatos de viajeros, por no hablar ya de los pintores.
Tomemos, por ejemplo, el caso de Venecia. Al pasearnos por la ciudad, tan milagrosamente intacta, después de haber vagado por archivos y museos, podemos reconstruir prácticamente del todo los espectáculos del pasado. En Venecia ya no hay ferias o, mejor dicho, ya no hay ferias de mercancías. La Sensa, feria de la Ascensión, es una fiesta que tiene lugar en la plaza de San Marcos con puestos de mercaderes, máscaras, música y el espectáculo ritual de los esponsales del Dux y el mar a la altura de San Nicolo. Algunos mercados se establecen en la plaza de San Marcos, especialmente los de joyas y pieles no menos valiosas. Pero tanto ayer como hoy, el gran espectáculo mercantil es el de la plaza de Rialto, frente al puente y al Fondaco del Tedeschi, que es actualmente la oficina central de Correos de Venecia. Hacia 1530, el Aretino, que tenía una mansión situada sobre el Canal Grande, se entretenía observando las barcas cargadas de frutas y de montañas de melones procedentes de las islas de la laguna y que acudían a este “vientre” de Venecia, ya que la doble plaza de Rialto, Rialto Nuovo y Rialto Vecchio, era el “vientre” y el centro activo de todos los intercambios y de todos los negocios, grandes y pequeños.
A dos pasos de los ruidosos escaparates de la doble plaza se encuentran los grandes negociantes de la ciudad, en su Loggia construida en 1455, y a la que podríamos llamar su Bolsa, discutiendo discretamente cada mañana acerca de sus negocios, seguros marítimos y fletes, y comprando, vendiendo, firmando contratos entre ellos o con comerciantes extranjeros. A dos pasos están los banchieri, en sus estrechas tiendas, dispuestos a arreglar transacciones en el acto mediante transferencias de cuenta a cuenta. Muy cerca también, allí donde se encuentran todavía hoy, están la Herberia, el mercado de verduras, la Pescheria, el mercado de pescado, y, un poco más lejos, en la antigua Ca Quarini, las Beccarie, las carnicerías, situadas en las cercanías de la iglesia de San Mateo, la iglesia de los carniceros, que no fue destruida hasta finales del siglo XIX.
Nos sentiríamos un poco más desorientados en medio del estruendo de la Bolsa de Ámsterdam, pongamos en el siglo XVII pero un agente (el Cambio y Bolsa actual que se hubiera entretenido leyendo el curioso libro de José de la Vega: Confusión de confusiones (1688), no tendría, me imagino, problemas para desenvolverse en ella, en el juego ya por aquel entonces complicado y sofisticado de las acciones que se compran y se venden sin poseerlas, siguiendo los muy modernos procedimientos de la venta a plazos o con prima. Un viaje a Londres, a los célebres cafés de Change Alley, revelaría las mismas marrullerías y acrobacias.
Pero dejemos estas enumeraciones. Hemos distinguido, para simplificar, dos registros de la economía de mercado: uno inferior, los mercados, tiendas y buhoneros, y otro superior, las ferias y las bolsas. Primera pregunta planteada: ¿en qué nos pueden ayudar estos instrumentos del intercambio para explicar, grosso modo, las vicisitudes de la economía europea del Antiguo Régimen, del siglo xv al XVIII? Segunda pregunta: ¿cómo pueden esclarecernos, por semejanza o por contraste, los mecanismos de la economía no europea, de la que sólo estamos comenzando a saber algunas cosas? Estas son las dos preguntas a las que quisiéramos responder para’ concluir esta conferencia.
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En primer lugar, la evolución de Occidente a lo largo de estos cuatro siglos: XV XVI, XVII y XVIII.
El siglo XV, sobre todo a partir de 1450, presencia un resurgir general de la economía en beneficio de las ciudades que, favorecidas por la subida de los precios “industriales”, mientras que los precios agrícolas se estabilizan o bajan, despegan más rápidamente que el campo. En ese momento, el papel motor corresponde con toda seguridad a las tiendas de artesanos o, mejor aún, a los mercados urbanos. Son estos mercados los que dictan las normas. El resurgir se inicia por lo tanto en la base de la vida económica.
En el siglo siguiente, cuando la máquina reactivada se complica precisamente a causa de su recobrada velocidad (los siglos xiii y XIV, antes de la Peste Negra, habían sido épocas de franca aceleración) y debido a la expansión de la economía atlántica, la fuerza motriz del movimiento se sitúa en las ferias internacionales: ferias de Amberes, de BergopZoom, de Francfort, de Medina del Campo y de Lyon, que fue por un instante el centro de Occidente, sobre todo a partir de las llamadas ferias de “Besancon”, sumamente complejas y especializadas en el tráfico de dinero y créditos, que fueron instrumento de dominación durante al menos cuarenta años, de 1579 a 1621 de los genoveses, maestros indiscutibles de los movimientos monetarios internacionales.
Raymond de Rooker, poco dado a las generalizaciones debido a su innata prudencia, no dudaba en definir el siglo XVI como el del apogeo de las grandes ferias. La expansión característica de este siglo tan activo correspondería, según un análisis reciente, a la exuberancia de un último estadio, de una superestructura, y, de resultas, a la proliferación de esta superestructura, agrandada entonces por las llegadas de metales preciosos de América y, más aún, por un sistema de cambios y recambios que permite la circulación de una gran masa de papel a la venta y de crédito. Esta frágil obra maestra de los banqueros genoveses se derrumbará en la década de 1620 por mil razones a la vez.
La vida activa del siglo XVII, una vez liberada de los sortilegios del Mediterráneo, se desarrolla a través de la vasta superficie del Océano Atlántico. Se ha descrito a menudo este siglo como una época de retroceso o de estancamiento económico. Habría, no obstante, que matizar. Porque si bien el impulso del siglo XVI se ve indudablemente cortado en Italia y en otras partes, la fantástica subida de Ámsterdam no se halla situada, sin embargo, bajo el signo del marasmo económico.
En todo caso, con respecto a este punto, los historiadores están todos de acuerdo: la actividad que persiste se apoya en un decisivo retorno a la mercancía, a un intercambio de base en definitiva, y todo ello en beneficio de Holanda, de sus flotas y de la Bolsa de Ámsterdam. Al mismo tiempo, la feria cede el paso a las Bolsas y a las plazas mercantiles, que son a la feria lo que la tienda normal es al mercado urbano, es decir, un flujo continuo que sustituye a unos encuentros intermitentes. Se trata en este caso de una historia archiconocida y clásica. Pero no sólo entra en juego la Bolsa. Los esplendores de Ámsterdam corren el peligro de ocultarnos ciertas realizaciones más corrientes. El siglo xvii, de hecho, es asimismo el del florecimiento masivo de las tiendas, otro gran triunfo de lo continuo. Éstas se multiplican a lo largo de Europa, en donde crean apretadas redes de distribución. Es Lope de Vega (1607) quien dice del Madrid del Siglo de Oro que “todo se ha vuelto tiendas”.
En el XVIII, siglo de aceleración económica general, todos los instrumentos del intercambio entran lógicamente en juego: las Bolsas amplían sus actividades; Londres imita y trata de suplantar a Ámsterdam que tiende a especializarse como la gran plaza de los préstamos internacionales; Ginebra y Génova participan en este peligroso juego; París se anima y empieza a ponerse a tono; el dinero y el crédito fluyen así cada vez más libremente de una plaza a otra. Dentro de este ambiente, es natural que las ferias salgan perdiendo: hechas para activar los intercambios tradicionales, gracias, entre otras cosas, a sus privilegios fiscales, pierden su razón de ser en un periodo de intercambios y de créditos fáciles. No obstante, si bien comienzan a declinar allí donde la vida se precipita, florecen y se mantienen allá donde subsisten economías aún tradicionales. Además, enumerar las ferias activas durante el siglo XVII supone señalar las regiones marginales de la economía europea: en Francia, la zona de las ferias de Beaucaise; en Italia, la región de los Alpes (Bolzano) o el Mezziogiorno; más aún en los Balcanes, Polonia, Rusia y hacia el oeste, al otro lado del Atlántico, en el Nuevo Mundo.
Resulta superfluo decirlo, pero en este periodo de consumo y de crecientes intercambios, los mercados urbanos y las tiendas se hallan más animados que nunca. ¿Acaso no es entonces cuando éstas llegan a los pueblos? Hasta los buhoneros multiplican por dos sus actividades. Finalmente, se desarrollará lo que la historiografía inglesa denomina el private market para oponerlo al public market, vigilado éste por las altivas autoridades urbanas y fuera aquél de estos controles. Este private market, que comenzó a organizar en toda Inglaterra, bastante antes del siglo xviii, las compras directas y a menudo anticipadas a los productores y la compra a los campesinos fuera de los circuitos del mercado de lana, trigo, telas, etc., consiste en el montaje en contra de la reglamentación tradicional del mercado de cadenas comerciales autónomas y muy largas, con gran libertad de movimiento y que, además, se aprovechan sin ningún escrúpulo de dicha libertad. Se impusieron por su eficacia, aprovechando los grandes suministros necesarios al ejército o a las grandes capitales. El “vientre” de Londres y el “vientre” de París fueron, en definitiva, revolucionarios. En resumen, el siglo XVIII lo incrementaría todo en Europa, incluido el “contramercado”.
Todo esto es verdad por lo que se refiere a Europa. Hasta ahora sólo hemos hablado de ella. Y no es porque queramos centrarlo todo en su vida particular, siguiendo una visión eurocentrista demasiado cómoda, sino simplemente porque el oficio de historiador se ha desarrollado en Europa y los historiadores se han aferrado a su propio pasado. Desde hace algunos decenios, se ha producido un profundo cambio; las fuentes documentales en la India, en Japón y en Turquía son explotadas sistemáticamente, y empezamos a conocer la historia de estos países por otra vía, que ya no es la de las crónicas de los viajeros o la de los libros de historiadores europeos.
Sabemos ya lo suficiente como para poder plantearnos la siguiente pregunta: si los engranajes del intercambio que acabamos de describir para el caso europeo existen fuera de Europa y existen en China, en la India, a lo largo del Islam y en Japón, ¿podemos acaso utilizarlos para un ensayo de análisis comparativo? El objetivo sería, en el caso de ser posible, situar en líneas generales la noEuropa con relación a la misma Europa, ver si el creciente abismo que entre ellas se abre durante el siglo xix era ya visible antes de la Revolución industrial, y si Europa se encontraba o no adelantada con respecto al resto del mundo.
Primera constatación: en todas partes hay instalados mercados, incluso en aquellas sociedades apenas esbozadas, como en África negra y en las civilizaciones amerindias. A fortiori, en las sociedades más densas y evolucionadas, que aparecen literalmente acribilladas de mercados elementales Haciendo un pequeño esfuerzo, estos mercados aparecerán ante nuestros ojos aún vivos y fáciles de reconstruir. En los países islámicos, las ciudades han despojado prácticamente a los pueblos de sus mercados, al igual que en Europa los han devorado. Los más desarrollados de estos mercados se extienden al pie de las puertas monumentales de las ciudades, en unos espacios que no son, en definitiva, ni campo ni ciudad, y donde el ciudadano por un lado y el campesino por otro se encuentran en terreno neutral.
En la misma ciudad, de estrechas calles y plazas, algunos mercados de barrio llegan a esbozarse: el cliente encuentra en ellos el pan recién hecho, algunas mercancías y, contrariamente a la costumbre europea, muchos platos cocinados: albóndigas de carne, cabezas de cordero asadas, buñuelos, pasteles. Los grandes centros comerciales a un mismo tiempo mercados, agrupaciones de tiendas y lonjas a la europea son los fonduks y los bazares, como el Besestán de Estambul.
En la India, señalaremos una particularidad: no hay pueblo que no cuente con su propio mercado, debido a la necesidad de transformar en él mediante la intervención del mercader banyan los censos pagados en especie por la comunidad aldeana en censos en metálico, bien sea para el Gran Mogol, bien para los señores de su séquito. ¿Hemos de ver, quizá, en esta nebulosa de mercados rurales, una imperfección del acaparamiento urbano en la India? ¿0 bien. Por el contrario, debemos imaginar que los mercaderes banyan practicaban cierto tipo de private market al acaparar la producción en su origen, en el mismo pueblo?
La organización más sorprendente, en el nivel de los mercados elementales, es indudablemente la de China, hasta el punto de que su caso nos muestra una geografía exacta, casi matemática. Tomemos un pueblo o una ciudad pequeña Marquen ustedes un punto en una hoja en blanco. Alrededor de ese punto se sitúan de seis a diez pueblos, a una distancia tal que el campesino puede ir al pueblo y regresar en un mismo día. Este conjunto geométrico un punto en el centro y diez alrededor es lo que podríamos llamar un cantón, la zona de irradiación de un mercado de pueblo. Prácticamente, este mercado se subdivide siguiendo las calles y plazas del pueblo y engloba las tiendas de los revendedores, usureros, escribanos y comerciantes detallistas, las casas de té y saké.
W. Skinner tenía razón; en este espacio cantonal es donde se sitúa la matriz de la China campesina, y no en el pueblo. Admitirán ustedes también sin dificultad que los burgos giran, por su parte, en torno a una ciudad a la que envuelven a distancia conveniente, a la que surten y a través de la cual están ligados a los tráficos lejanos y a las mercancías que no se producen in situ. Que todo ello constituye un sistema, lo demuestra claramente el hecho de que el calendario de los mercados en los distintos pueblos y en la ciudad se establecen de forma que no se superpongan unos y otros. De un mercado a otro, de un pueblo a otro, circulan sin cesar buhoneros y artesanos, pues en China la tienda M artesano es ambulante, y es en el mercado donde contratan sus servicios; tanto es así que el herrero o el barbero trabajan a domicilio En resumen, la masa china se encuentra atravesada y animada por cadenas de mercados regulares, ligados unos a otros y todos ellos estrechamente vigilados.
Las tiendas y los buhoneros también son muy numerosos, proliferan pero las ferias y las Bolsas, engranajes superiores, se echan de menos, Sí hay algunas ferias, pero marginales, en las fronteras de Mongolia o en Cantón, para los mercaderes extranjeros, lo cual es también una manera de vigilarlos,
Por lo tanto, una de dos: o el gobierno es hostil a estas formas superiores de intercambio, o bien la circulación capilar de los mercados elementales resulta suficiente para la economía china: las arterias y venas no les serían, entonces, necesarias. Por una u otra de estas razones, o por ambas al mismo tiempo, el intercambio en China se encuentra, en definitiva, yugulado, arrasado, y en otra conferencia veremos cómo este hecho ha tenido gran importancia para el no desarrollo del capitalismo chino.
Los estadios superiores del intercambio aparecen mejor desarrollados en Japón, en donde las redes de los grandes comerciantes se hallan perfectamente organizadas. También lo están en Insulindia, vieja encrucijada comercial que cuenta con sus ferias regulares y sus Bolsas, si entendemos por tales, lo mismo que en la Europa de los siglos xv y XVI, e incluso más tarde, las reuniones cotidianas de los grandes mercaderes de una zona determinada. Así en Bantam, en la isla de Java durante mucho tiempo la ciudad más activa, incluso después de la fundación de Batavia en 1619, los negociantes se reúnen todos los días en una de las plazas de la ciudad a la hora en que acaba el mercado.
La India es, por excelencia, el país de las ferias, vastas reuniones mercantiles y religiosas a un mismo tiempo, ya que suelen montarse en los lugares de peregrinación. Toda la península aparece removida por estas reuniones gigantescas. Admiremos su omnipresencia y su importancia; pero, ¿no constituían, por otra parte, el signo de una economía tradicional, orientada en cierto modo hacia el pasado? En cambio, en el mundo islámico, pese a que las ferias existían, no eran ni tan numerosas ni tan grandes como las de la India.
Excepciones como las ferias de La Meca no hacen más que confirmar la regla. En efecto, las ciudades musulmanas, superdesarrolladas y superdinámicas, poseían los mecanismos y los instrumentos de los estadios superiores del intercambio. Los pagarés circulaban con tanta frecuencia como en la India e iban a la par con la utilización directa del dinero en metálico. Toda una red de crédito relacionaba las ciudades musulmanas con el Extremo Oriente. Un viajero inglés, de vuelta de las Indias en 1789, y a punto de pasar de Basora a Constantinopla, al no querer dejar su dinero en depósito en la East India Company, pagaba 2 000 piastras en metálico a un banquero de Basora, que le entregó una carta redactada en lingua franca para un banquero de Alepo. Debería haber sacado de ello, en teoría, algún beneficio, pero no ganó tanto como se esperaba. No hay nadie que gane siempre, en todas las ocasiones.
En resumen, la economía europea, si la comparamos con las del resto del mundo, parece haber debido su desarrollo más avanzado a la superioridad de sus instrumentos e instituciones: las Bolsas y las diversas formas de crédito. Pero, sin excepción alguna, todos los mecanismos y artificios del intercambio pueden encontrarse fuera de Europa, desarrollados y utilizados en grados diversos, y podemos distinguir aquí una jerarquía: en un estadio casi superior, Japón, tal vez también Insulindia y el Islam, y seguramente la India, con su red de crédito desarrollada por sus mercaderes banyan, la práctica de los préstamos monetarios para empresas arriesgadas y sus seguros marítimos; en un estadio inferior y acostumbrada a vivir replegada sobre sí misma, la China; y, para terminar, justo por debajo de ella, miles de economías aún primitivas.
El hecho de establecer una clasificación de las economías del mundo no deja de tener una significación. Tendré en cuenta esta jerarquía en el siguiente capítulo, cuando intente evaluar las posiciones ocupadas por la economía de mercado y el capitalismo. En efecto, esta ordenación en sentido vertical hará que el análisis dé sus frutos. Por encima de la enorme masa de la vida material diaria, la economía de mercado ha tendido sus redes y mantenido vivos sus diversos entramados. Y fue, de ordinario, por encima de la economía de mercado propiamente dicha por donde prosperó el capitalismo. Podríamos afirmar que la economía del mundo entero se hace visible en un auténtico mapa de relieve.

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