AUTOBIOGRAFIA PRECOZ
Evgueni Evtushenko
CAPITULO PRIMERO
1. La autobiografía de un poeta son sus poemas. El resto es sólo comentario.
El poeta tiene el deber de presentarse a sus lectores con sus sentimientos, sus pensamientos y sus actos en la palma de la mano.
Para tener el privilegio de expresar la verdad de los demás, debe pagar el precio: entregarse, sin compasión en su verdad.
Engañar le está prohibido. Si desdobla su personalidad el hombre real por una parte; el hombre que se expresa, por otra se volverá inevitablemente estéril
Cuando Rimbaud, convertido en negrero, se condujo en contradicción con sus ideales poéticos, dejó de escribir. Era la solución honesta.
Desgraciadamente, hay otros. Algunos se obstinan en escribir, aun cuando su vida no coincida ya con su poesía. Esta se venga desertándolos. Mujer rencorosa, no perdona la mentira, ni aun la verdad a medias.
Algunos hombres se envanecen de no haber mentido jamás. Que se miren en el espejo y nos digan, no cuántas contra verdades han proferido, sino cuántas
veces eligieron, simplemente, la comodidad del silencio.
Sé que esos hombres tienen una coartada que debieron de inventar sus hermanos: el silencio es oro.
Les respondo: ese oro no puede ser puro. El silencio es oro falso.
Eso vale para todos los mortales, pero es aún cien veces más verdadero para los poetas, que tienen que encarnar una verdad concentrada. Cuando uno
comienza a callar la suya, termina inevitablemente por guardar silencio sobre las verdades, los sufrimientos y las desgracias de los otros.
Durante mucho tiempo, numerosos poetas soviéticos se rehusaron a develar sus propios pensamientos, sus contradicciones y la complejidad de sus
problemas personales. Entonces, naturalmente, llegaron a no poder decir nada de quienes los rodeaban.
Hubo un tiempo, después de la Revolución, en que los poetas comunistas fundaron la asociación de la “cultura proletaria”, y, creyendo ingenuamente servir así a su ideal, al hablar decidieron servirse únicamente del “nosotros”. Utilizaron desesperadamente su talento para sofocar su propio método.
Los sucesores escribieron ya en primera persona de singular. Pero siguieron soportando el peso de ese gigantesco accesorio llamado “nosotros”. Si uno
de ellos decía: “amo”, se escuchaba “amarnos”, de tal modo estaban prisioneros de sus artificios.
En esta época nuestros críticos literarios se ingeniaron para inventar la teoría del “héroe lírico”. El poeta, dijeron, debe cantar las virtudes superiores.
Debe aparecer, en sus obras, no como es, sino como un prototipo del hombre-perfecto.
Los adeptos de esta teoría escribieron frecuentemente lo que creían eran poemas autobiográficos. Allí se encontraban, en efecto, el nombre de su ciudad natal, la lista de los países que visitaron y otros detalles personales.
Pero sus obras estaban vacías, al punto que era imposible distinguir unas de otras.
Lo sé bien, algunos tuvieron bastante talento para expresarse con más fortuna que los otros. Pero su pensamiento estaba estereotipado. Y lo que distingue a los seres vivientes, no es la forma que adopta su modo de expresión, sino la singularidad de su pensamiento. No existe autobiografía posible que no sea
el reflejo de lo que cada uno lleva en sí de único e inimitable.
No deseo abatir aquí a toda la poesía soviética. No quiero acusarla de haber desnaturalizado el “yo” del poeta.
Maiakovsky escribió: “Nosotros”, era Maiakovsky. El “yo” de Pasternak es precisamente el “yo” de Pasternak.
Podría citar muchos otros poetas que tienen el mérito insigne de haber conservado su individualidad durante este período difícil, pero sus nombres no
dirían gran cosa a los lectores occidentales.
La obra de un auténtico poeta es la imagen viva que respira, marcha y habla de su tiempo. Pero es también su autorretrato permanente y total.
Puesto que creo en esto, ¿por qué he aceptado escribir un ensayo autobiográfico? Porque los poemas se traducen mal, y porque en Occidente, en vez de conocer mi obra, se conocen ciertos artículos que dan de mí una imagen muy diferente de la real.
Se ha querido hacer de mí una figura aparte, que se destaca como una mancha luminosa sobre el fondo gris de la sociedad soviética.
Pero no soy esa figura.
Un gran número de hombres soviéticos detestan, tan apasionadamente como yo, todo aquello contra lo que lucho.
Lo que me es querido, por lo que combato, lo es igualmente para innumerables soviéticos.
Sé que hay hombres capaces de marcar su época con sus ideas personales. Las proporcionan a la sociedad como armas de combate. Es la forma más elevada de la creación del espíritu. Desgraciadamente, no pertenezco a esta categoría de creadores.
Las ideas nuevas, los sentimientos nuevos que se encuentran en mis poemas, existían en la sociedad soviética mucho antes que comenzara yo a escribir.
Cierto, no habían recibido aún forma poética. Pero si no hubiera sido yo, otro los habría expresado.
Ustedes dirán que me contradigo de una página a otra, que después de haber alabado el individualismo indivisible del poeta, me presento como un cantor de las ideas colectivas.
Pero es una falsa contradicción.
Creo que es necesario tener una personalidad muy propia, muy determinada, para poder expresar en su obra lo que es común a muchos hombres. Mi ambición de poeta no es más que esa. Quisiera poder, en el curso de mi vida, incorporar a mis poemas el aliento de los demás sin renunciar a mi propio “yo”. Por otra parte, estoy convencido de que el día en que perdiera ese “yo”, perdería al mismo tiempo mi facultad de escribir.
Pero, ¿quién soy “yo”?