Alejandría no hay solo una. Un reguero de ciudades con ese nombre señalan la ruta de Alejandro Magno desde Turquía hasta el río Indo. Los distintos idiomas han desfigurado el sonido original, pero a veces se distingue todavía
la lejana melodía. Alejandreta, Iskenderun en turco. Alejandría de Carmania, actual Kermán, en Irán. Alejandría de Margiana, ahora Merv, en Turkmenistán. Alejandría Eschate, que se podría traducir como Alejandría en el Fin del Mundo, hoy Juyand en Tayikistán. Alejandría Bucéfala, la ciudad fundada en recuerdo del caballo que había acompañado a Alejandro desde niño, después llamada Jelapur, en Pakistán. La guerra de Afganistán nos ha familiarizado con otras antiguas Alejandrías: Bagram, Her ̄at, Kandahar.
Plutarco cuenta que Alejandro fundó setenta ciudades. Quería señalar su paso, como esos niños que pintan su nombre en las paredes o en las puertas de los baños públicos («Yo estuve aquí». «Yo vencí aquí»). El atlas es el extenso muro donde el conquistador inscribió una y otra vez su recuerdo.
El impulso que movía a Alejandro, la razón de su energía desbordante, capaz de lanzarlo a una expedición de conquista de 25.000 kilómetros, era la sed de fama y de admiración. Creía profundamente en las leyendas de los héroes; es más, vivía y competía con ellos. Tenía un vínculo obsesivo con el personaje de Aquiles, el guerrero más poderoso y temido de la mitología griega. Lo había elegido de niño, cuando su maestro Aristóteles le enseñó los poemas homéricos, y soñaba con parecerse a él. Sentía la misma admiración apasionada por él que los chicos de hoy en día por sus ídolos deportivos.
Cuentan que Alejandro dormía siempre con su ejemplar de la Ilíada y una daga debajo de la almohada. La imagen nos hace sonreír, pensamos en el chaval que se queda dormido con el álbum de cromos abierto en la cama y sueña que gana un campeonato entre los aullidos enfervorizados del público.
Solo que Alejandro hizo realidad sus fantasías de éxito más desenfrenadas. El historial de sus conquistas, logradas en solo ocho años — Anatolia, Persia, Egipto, Asia Central, la India—, lo catapulta a la cumbre de las hazañas bélicas. En comparación con él, Aquiles, que se dejó la vida en el asedio de una sola ciudad que duró diez años, parece un vulgar principiante.
La Alejandría de Egipto nació, no podía ser menos, de un sueño literario, de un susurro homérico. Estando dormido, Alejandro sintió acercarse a un anciano de pelo cano. Al llegar a su lado, el misterioso desconocido recitó unos versos de la Odisea que hablan de una isla llamada Faro, rodeada por el
sonoro oleaje del mar, frente a la costa egipcia. La isla existía, estaba situada en las cercanías de la llanura aluvial donde el delta del Nilo se funde con las aguas del Mediterráneo. Alejandro, según la lógica de aquellos tiempos, creyó que su visión era un presagio y fundó en ese lugar la ciudad predestinada.
Le pareció un sitio hermoso. Allí, el desierto de arena tocaba el desierto de agua, dos paisajes solitarios, inmensos, cambiantes, esculpidos por el viento. Él mismo dibujó con harina el trazado exterior en forma de rectángulo casi perfecto, mostrando dónde debería construirse la plaza pública, qué dioses deberían tener templo y por dónde correría el perímetro de la muralla.
Con el tiempo, la pequeña isla de Faro quedaría unida al delta con un largo dique y albergaría una de las siete maravillas del mundo.
Cuando empezaron a construir, Alejandro continuó su viaje, dejando una pequeña población de griegos, de judíos y de pastores que durante mucho tiempo habían vivido en aldeas de los alrededores. Los nativos egipcios, según la lógica colonial de todas las épocas, fueron incorporados como ciudadanos de estatus inferior.
Alejandro no volvería a ver la ciudad. Menos de una década más tarde, regresaría su cadáver. Pero en el año 331 a. C., cuando fundó Alejandría, tenía veinticuatro años y se sentía invencible.
4
Era joven e implacable. De camino a Egipto, había vencido dos veces seguidas al Ejército del Rey de Reyes persa. Se apoderó de Turquía y Siria, declarando que las liberaba del yugo persa. Conquistó la franja de Palestina y Fenicia; todas las ciudades se le rindieron sin ofrecer resistencia, salvo dos: Tiro y Gaza. Cuando cayeron, después de siete meses de asedio, el libertador les aplicó un castigo brutal. Los últimos supervivientes fueron crucificados a lo largo de la costa —una hilera de dos mil cuerpos agonizando junto al mar. Vendieron como esclavos a los niños y las mujeres. Alejandro ordenó atar al gobernador de la torturada Gaza a un carro y arrastrarlo hasta morir, igual que el cuerpo de Héctor en la Ilíada. Seguramente le gustaba pensar que estaba viviendo su propio poema épico y, de vez en cuando, imitaba algún
gesto, algún símbolo, alguna crueldad legendaria.
Otras veces, le parecía más heroico ser generoso con los vencidos.
Cuando capturó a la familia del rey persa Darío, respetó a las mujeres y renunció a usarlas como rehenes. Ordenó que siguieran viviendo sin que las molestaran en sus propios alojamientos, conservando sus vestidos y joyas.
También les permitió enterrar a sus muertos caídos en batalla.
Al entrar en el pabellón de Darío vio oro, plata, alabastro, percibió el olor fragante de la mirra y los aromas, el adorno de alfombras, de mesas y aparadores, una abundancia que no había conocido en la corte provinciana de su Macedonia natal. Comentó a los amigos: «En esto consistía, según parece, reinar». Le presentaron entonces un cofre, el objeto más precioso y excepcional del equipaje de Darío. «¿Qué podría ser tan valioso como para guardarlo aquí?», les preguntó a sus hombres. Cada uno hizo sus sugerencias: dinero, joyas, esencias, especias, trofeos de guerra. Alejandro negó con la cabeza y, tras un breve silencio, ordenó que colocaran en aquella caja su Ilíada, de la que nunca se separaba.
5
Nunca perdió una batalla. Siempre afrontó como uno más, sin privilegios, las penalidades de la campaña. Apenas seis años después de suceder a su padre como rey de Macedonia, a los veinticinco, había derrotado al mayor ejército de su época y se había apoderado de los tesoros del Imperio persa. No era suficiente para él. Avanzó hasta el mar Caspio, atravesó los actuales Afganistán, Turkmenistán y Uzbekistán, cruzó los pasos nevados de la cordillera del Hindu Kush, y luego un desierto de arenas movedizas hasta el río Oxus, el actual Amu Daria. Siguió adelante por regiones que ningún griego había pisado antes (Samarcanda y el Punyab). Ya no conseguía victorias brillantes, sino que se desgastaba en una agotadora lucha de guerrillas.
La lengua griega tiene una palabra para describir su obsesión: póthos. Es el deseo de lo ausente o lo inalcanzable, un deseo que hace sufrir porque es imposible de calmar. Nombra el desasosiego de los enamorados no
correspondidos y también la angustia del duelo, cuando añoramos de manera insoportable a una persona muerta. Alejandro no encontraba reposo en sus ansias de ir siempre más allá para escapar al aburrimiento y la mediocridad.
Todavía no había cumplido treinta años y empezaba a temer que el mundo no sería lo suficientemente grande para él. ¿Qué haría si un día se acababan los territorios que conquistar?
Aristóteles le había enseñado que el extremo de la tierra se encontraba al otro lado de las montañas del Hindu Kush, y Alejandro quería llegar hasta el último confín. La idea de ver el borde del mundo le atraía como un imán.
¿Encontraría el gran Océano Exterior del que le habló su maestro? ¿O las aguas del mar caerían en cascada sobre un abismo sin fondo? ¿O el final sería invisible, una niebla espesa y un fundido en blanco?
Pero los hombres de Alejandro, enfermos y malhumorados bajo las lluvias de la estación de los monzones, se negaron a seguir adentrándose en la India. Les habían llegado noticias de un enorme reino indio desconocido más allá del Ganges. El mundo no daba señales de terminar.
Un veterano habló en nombre de todos: a las órdenes de su joven rey, habían recorrido miles de kilómetros, masacrando por el camino al menos a setecientos cincuenta mil asiáticos. Habían tenido que enterrar a sus mejores amigos caídos en combate. Habían soportado hambrunas, fríos glaciales, sed y travesías por el desierto. Muchos habían muerto como perros en las cunetas por enfermedades desconocidas, o habían quedado horriblemente mutilados.
Los pocos que habían sobrevivido ya no tenían las mismas fuerzas que cuando eran jóvenes. Ahora, los caballos cojeaban con las patas doloridas, y los carros de abastecimiento se atascaban en los caminos embarrados por el monzón. Hasta las hebillas de los cinturones estaban corroídas, y las raciones se pudrían a causa de la humedad. Calzaban botas agujereadas hacía años.
Querían volver a casa, acariciar a sus mujeres y abrazar a sus hijos, que apenas les recordarían. Añoraban la tierra donde habían nacido. Si Alejandro
decidía continuar su expedición, que no contase con sus macedonios.
Alejandro se enfureció y, como Aquiles al comienzo de la Ilíada, se retiró a su tienda de campaña entre amenazas. Empezó una lucha psicológica. Al principio, los soldados guardaron silencio, después se atrevieron a abuchear a su rey por haber perdido los estribos. No estaban dispuestos a dejarse humillar después de haberle regalado los mejores años de su vida.
La tensión duró dos días. Después, el formidable ejército dio media vuelta, rumbo a su patria. Alejandro, después de todo, perdió una batalla.