Mi exposición atravesará cuatro módulos: 1. Me referiré primeramente a la diferencia entre la ley y la moral, y a la diversidad de comunidades morales que habitan el universo de una nación, frente al papel mediador de la ley.
2. Me referiré a la pluralidad de jurisdicciones estatales frente al internacionalismo de los Derechos Humanos.
3. Me referiré al conflicto existente entre el proyecto relativista de la Antropología y el programa universal de los Derechos Humanos y expondré muy sintéticamente tres estrategias de resolución de este impase.
4. Finalmente, en el cuarto y último módulo, retomaré el tema inicial y defenderé la importancia de considerar la dimensión ética de la existencia humana como diferente tanto de la moral como de la ley moderna, e intentaré mostrar el papel central del impulso ético como fundamento de los derechos humanos en su constante proceso de expansión. Definiré las nociones de moral y ética de una manera que me distancia de su concepción habermasiana, que ha tenido tan fuerte impacto en el pensamiento contemporáneo sobre el Derecho.
1. La construcción del Derecho frente a la diversidad de las comunidades morales
Extraigo de una situación real en la cual participé recientemente la viñeta que ilustra y resume el argumento que desarrollaré a seguir.
En noviembre de 2002, cuarenta y una mujeres indígenas, representantes de pueblos dispersos por el extenso territorio brasileño, se reunieron en Brasília durante una semana para participar de un Taller de Capacitación y Discusión sobre Derechos Humanos, Género y Políticas Públicas. Tuve la incumbencia, por encomienda de la Fundación Nacional del Indio (FUNAI), de preparar una cartilla con los conceptos básicos relativos al género y a los Derechos Humanos que servirían de base para la discusión, y también de explicarles las categorías centrales del pensamiento teórico occidental sobre ambos temas durante el taller, para más tarde concluir recogiendo sus aspiraciones y su descripción de los problemas que enfrentan. El informe final, con una propuesta de políticas públicas, se dirigiría, justamente, a dar respuesta a las demandas allí colocadas (Segato 2002).
Uno de los momentos más ricos y complejos de la discusión de conceptos ocurrió cuando una de las participantes, la joven y única abogada indígena de su estado natal, Rio Grande do Sul, Fernanda Kaigang (Lúcia Fernanda Belfort) inquirió sobre la posibilidad de considerar la costumbre tradicional de un pueblo indígena como equivalente a la ley, es decir, si el derecho “tradicional”, de la costumbre, sería equivalente al derecho en su sentido moderno y tendría capacidad para substituirlo dentro de la comunidad. Ésta es, sin duda, una gran pregunta que encontrará respuestas de las más diversas.
Si nos remitimos al Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes de 1989, ratificado por el Brasil en junio de 2002 y en vigencia en Argentina desde el año 2000, constataremos que, aun recomendando sensibilidad para con el derecho que llama “consuetudinario” y las costumbres de las sociedades indígenas, advierte que estos otros derechos, o derechos propios, tal como se los denomina a veces, no pueden ser contradictorios con los derechos definidos por el sistema jurídico nacional ni con los derechos humanos internacionalmente reconocidos.
Mantiene, así un grado de indefinición, innovando en el pluralismo que introduce pero insistiendo en la necesidad de negociar cuando leyes modernas y en especial los Derechos Humanos instituyen el carácter intolerable de determinadas costumbres:
Artículo 8.
Párrafo 1. Al aplicar la legislación nacional a los pueblos interesados deberán tomarse debidamente en consideración sus costumbres o su derecho consuetudinario.
Párrafo 2. Dichos pueblos deberán tener el derecho de conservar sus costumbres e instituciones propias, siempre que éstas no sean incompatibles con los derechos fundamentales definidos por el sistema jurídico nacional ni con los derechos humanos internacionalmente reconocidos. Siempre que sea necesario, deberán establecerse procedimientos para solucionar los conflictos que puedan surgir en la aplicación de este principio.
Párrafo 3. La aplicación de los párrafos 1 y 2 de este artículo no deberá impedir a los miembros de dichos pueblos ejercer los derechos reconocidos a todos los ciudadanos del país y asumir las obligaciones correspondientes.
Artículo 9.
Párrafo 1. En la medida en que ello sea compatible con el sistema jurídico nacional y con los derechos humanos internacionalmente reconocidos, deberán respetarse los métodos a los que los pueblos interesados recurren tradicionalmente para la represión de los delitos cometidos por sus miembros. Párrafo 2. Las autoridades y los tribunales llamados a pronunciarse sobre cuestiones penales deberán tener en cuenta las costumbres de dichos pueblos en la materia.
Artículo 10. Párrafo 1 Cuando se impongan sanciones penales previstas por la legislación general a miembros de dichos pueblos deberán tenerse en cuenta sus características económicas, sociales y culturales.
Párrafo 2. Deberán darse preferencia a tipos de sanción distintos del encarcelamiento.-
Vemos que, a pesar de las recomendaciones especiales y la consideración pluralista de las formas tradicionales de resolución de conflicto, retribución y reparación, el convenio deja claro que no percibe como equivalentes o del mismo nivel las normas tradicionales basadas en prácticas y valores culturales ancestrales y las leyes en el ámbito estatal o supraestatal.
Es importante aquí destacar que el tema del pluralismo jurídico reviste una gran complejidad y acoge polémicas fundamentales para la reglamentación del uso de la convención (ver, por ejemplo, Albó 1998 y 1999; Castro y Sierra 1999; Maliska 2000; Sánchez Botero 2003 y 2004; Sousa Santos 1998 y 2003, Sousa Santos y García Villegas 2001; Yrigoyen Fajardo 1999; y Wolkmer 2001, entre muchos otros que han contribuido en este interesante campo de estudios)
A pesar de mi interés por la reglamentación de procedimientos jurídicos que consideren la pluralidad de concepciones de justicia de los diversos pueblos que habitan nuestro continente, mi respuesta es que el Derecho moderno se encuentra en tensión con algunas costumbres no solamente en el caso de las sociedades “simples” o “pueblos originarios”, sino también con relación a las costumbres del propio Occidente en plena modernidad.
De hecho, cuando un nuevo código civil suprime el “jefe del hogar” o la “patria potestad” exclusiva del padre, y muy especialmente cuando incorpora y constitucionaliza los convenios contra todas las formas de discriminación de género y racial, coloca órganos coercitivos al servicio de la erradicación del racismo y sanciona leyes que garantizan acciones afirmativas para beneficiar a las mujeres, a las personas negras o, inclusive, a los portadores de deficiencias físicas, la ley entra en ruta de colisión con la moral establecida y con creencias arraigadas en una sociedad que consideramos “moderna”, erosionando la costumbre en pleno seno del propio Occidente.
En este sentido, el Convenio para la Eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer de las Naciones Unidas (CEDAW), adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1979, es clara a este respecto, y en el Artículo 5o. sanciona que “los Estados-Parte tomarán todas las medidas apropiadas para […] modificar los patrones socioculturales de conducta de hombres y mujeres, con vistas a alcanzar la eliminación de los prejuicios y prácticas consuetudinarias, y de cualquier otra índole que estén basadas en la idea de inferioridad o superioridad de cualquiera de los sexos o en funciones estereotipadas de hombres y mujeres” (para un análisis más detallado, ver Segato 2003).
En el caso del ejemplo al que me refería, las mujeres se preguntaron, entonces, cuál es la relación entre la costumbre y la cultura, esperando también que, como antropóloga, pudiese darles algún subsidio técnico para lo que necesitaban elaborar.
Respondí de la siguiente manera: que la cultura es constituida por costumbres – tanto en el pensamiento y en los valores, en el sentido de normas y modos acostumbrados de pensar y juzgar, cuanto en las prácticas, en el sentido de acciones y formas de interacción habituales. Por lo que, respondiendo a la finalidad que nos congregaba, se recomendó, entonces, que, al formular las reivindicaciones de género, se intentase siempre pensar y sugerir maneras de modificar las costumbres perjudiciales para las mujeres evitando que estas modificaciones alcanzasen a las culturas como un todo.
En otras palabras, lo que se presentó como el gran desafío para las culturas fragilizadas por el contacto con el Occidente fue la necesidad de implementar estrategias de transformación de algunas costumbres preservando el contexto de continuidad cultural.
Esto no es tarea simple, sobre todo si tomamos en cuenta que, en sociedades en que la economía doméstica es central para la sobrevivencia, la complementación estrecha entre los papeles y posiciones de los dos géneros no solamente se confunde con la propia cultura y se vuelve inseparable de la auto-imagen que solidifica la identidad, sino que también tiene un papel crucial en la reproducción material del grupo[1].
En ese caso, es difícil alterar los derechos de uno de los géneros sin que esto tenga consecuencias para la sobrevivencia y continuidad de todo el grupo como unidad política y económica.
El relato de la discusión del grupo de mujeres sobre un conjunto de políticas públicas que pudiera beneficiarlas expone el difícil dilema de la universalidad de los Derechos Humanos y una de las contradicciones que les son inherentes: por lo menos en el caso específico de los Derechos Humanos de la mujer, si respondemos que sí, que la norma moral tradicional vale igual que la ley, estaremos en el camino del reconocimiento pleno de la autonomía de los pueblos originarios, pero, en la mayor parte de los casos, nos estaremos distanciando de lo que los instrumentos internacionales promulgan con relación a los derechos humanos de la mujeres y hasta, en algunos casos, de los niños, entre otras categorías marcadas por un estatus inferior y dependiente en las comunidades tradicionales.
Si decimos que no, nos internaremos en el paradigma jurídico del Estado democrático, que debe albergar, administrar e intermediar entre diversas comunidades morales sin coincidir con ninguna de ellas.
Hoy más que nunca, con las evidencias incontestables que los etnógrafos han aportado en un siglo de antropología sobre la diversidad de visiones de mundo y sistemas de valores, debemos percibir claramente la diferencia y la distancia entre ley y moral, entre sociedad nacional y comunidades morales.
La costumbre “nativa”, sea de pueblos originarios o de pueblos occidentales (tan “étnicos” para la perspectiva antropológica como cualquier grupo tribal) no puede ser considerada equivalente a la ley que constantemente se genera y se transforma como consecuencia de las luchas entre grupos de interés dentro de las sociedades nacionales y de la comunidad internacional. En todo los contextos, la ley se encuentra – o debería encontrarse – en tensión con la costumbre cuando cualquiera de los dominios del sistema jerárquico de estatus arraigados en la vida social de todos los pueblos es puesto en cuestión – género, raza o región, entre otros.
Ya que el estatus, la estratificación fija de grupos sociales con marcas indelebles que determinan su exclusión, debería, por definición, ser extraño al idioma moderno e igualitario de la ley y considerarse una infiltración de un régimen previo, bastante resistente, por cierto, a los intentos de cambio y modernización. De hecho, en el Occidente, la ley se vuelve también contra los hábitos y la costumbre.
Esta diferencia debe ser pensada en el contexto de la crítica a las concepciones primordialistas de la nación (Pechincha 2002), que afirman algún tipo de continuidad entre la nación moderna y una de sus etnias formadoras y transforman a la nación en un resultado y una manifestación de un destino civilizacional. La confusión entre identidad étnica y designio nacional es todo lo que la racionalidad de la ley debe venir a combatir.
La representación dominante de la nación alemana tuvo estas características, con las consecuencias que conocemos. La idea de una sociedad nacional como una unidad de base étnica y con las características de una comunidad moral prescribe continuidades entre la ley y la costumbre del grupo dominante entre los que habitan su territorio, afirmando el parentesco entre el sistema legal y el sistema moral de ese grupo particular y, por lo tanto, entre el régimen de contrato –en que se basa la idea de Constitución – y el régimen de status – asentado en la costumbre.
Endoso la crítica a este tipo de concepción y opto, a pesar de las (fértiles e interesantes) controversias que en esto podrán originarse – por una visión contractualista de la nación, donde la ley debe mediar y administrar la convivencia de costumbres diferentes, es decir, la convivencia entre comunidades morales diferentes. A pesar de originarse en un acto de fuerza por el cual la etnia dominante impone su código a las etnias dominadas, la ley así impuesta pasa a comportarse, a partir del momento mismo de su promulgación, en una arena de contiendas múltiples e interlocuciones tensas.
La ley es un campo de lucha donde, sin duda, el juego de las fuerzas en conflicto y el control de la fuerza bélica es decisivo, en última instancia. Su legitimidad y el capital simbólico que representa para la clase que la controla y administra depende de que contemple desde su estrado un paisaje diverso, en cuyo contexto preserva la capacidad de mediación. Cuando la ley adhiere a una de las tradiciones, es decir, a uno de los códigos morales particulares que conviven bajo la administración de un estado nacional y se autorepresenta como indiferenciada con respecto al mismo, estamos frente a lo que podríamos llamar de “localismo nacionalizado”, aplicando aquí al universo de la nación la misma crítica que llevó a Boaventura de Sousa Santos a formular la categoría “localismo globalizado” para describir el proceso de globalización arbitraria de valores locales (Santos 2002) .
Estaremos, en ese caso, prisioneros de un “colonialismo moral interno”, para aplicar a la nación la crítica al “imperialismo moral” de cierta concepción y cierta práctica de los Derechos Humanos, que culpabiliza la diferencia sin dejarse alcanzar por la crítica que ésta podría, por su parte, dirigirle, tal como ha señalado Berta Hernández Truyol (2002) .
En esta perspectiva, el texto de la ley es una narrativa maestra de la nación, y de eso deriva la pugna por inscribir una posición en la ley y obtener legitimidad y audibilidad dentro de esa narrativa. Se trata de verdaderas e importantes luchas simbólicas. Algunos ejemplos, entre otros posibles, como la lucha en torno de la cuestión del aborto o el casamiento gay, son particularmente reveladores, pues no es meramente la legislación sobre las prácticas concretas lo que está en juego –estas prácticas encuentran su camino con o sin la ley – sino la inscripción de las mismas y, con esto, el propio estatus de existencia y de legitimidad, en la nación, de las comunidades morales que las endosan.
Esas luchas simbólicas no más hacen que reconocer el poder nominador del Derecho, entronizado por el estado como la palabra autorizada de la nación, capaz por esto no sólo de regular sino también de crear, de dar estatus de realidad a las entidades cuyos derechos garantiza, instituyendo su existencia a partir del mero acto de nominación (ver, por exemplo, Bourdieu 1989: 238).
2. Ley y leyes: el problema de la “superioridad moral” frente a las otras leyes
El panorama de la heterogeneidad de los sistemas de derecho se complica todavía más, como es sabido, si dejamos atrás la tensión entre legislación estatal y supraestatal y las morales tradicionales y observamos la tensión entre legislaciones nacionales diferentes. Ejemplos paradigmáticos que marcan la diferencia con relación a los estados regidos por el liberalismo occidental son los estados islámicos, el estado de Israel y los estados socialistas.
Cançado Trindade, en su crítica a la formulación de la tesis de las “generaciones de Derechos Humanos” de Norberto Bobbio[2], se pregunta: por qué razón la discriminación es combatida y criticada solamente en relación a los derechos civiles y políticos y es tolerada como inevitable en relación a los derechos económicos, sociales y culturales? Porque son supuestamente de Segunda generación y de realización progresiva. Entonces, vemos una condenación absoluta de cualquier tipo de discriminación cuando se trata de derecho individual, o mismo de derechos políticos pero una tolerancia absoluta cuando se trata de disparidades en materia de salario, de renta, y así en adelante.
En vez de ayudar a combatir esta visión atomizada, esa teoría de las generaciones de derechos valida ese tipo de disparidad […] (Sin embargo), en el caso de China, para los chinos, al contrario de los Americanos del Norte, los verdaderos derechos son los económicos y sociales. Los derechos civiles y políticos, los derechos al debido proceso quedan para el s. XXI o para el siglo XXII. (Extraído de una entrevista a Cançado Trindade durante el Seminário Direitos Humanos das Mulheres: A proteção Internacional, durante a V Conferência de Direitos Humanos da Câmara dos Deputados, Brasília, 25 de maio de 2000. Mi traducción) .
Esta diferencia es semejante a la que encontré recientemente en Cuba cuando, en septiembre de 2003, visité ese país por encargo de la UNESCO-Brasil para comenzar a formar un banco de datos que preste subsidios al trabajo de futuros investigadores interesados en comparar el mundo de la cultura y dela sociedad afro-cubanas con el mundo de la cultura y de la sociedad afro-brasileñas.
El tema incluía también lo referente a las relaciones raciales en ambos países. Como en Brasil algunos estamos luchando por la implantación de un sistema de cuotas (o reserva de vacantes) para estudiantes negros en las universidades públicas, el tema me interesaba especialmente.
Quería saber si en un país donde ocurrió un proceso revolucionario y donde se democratizó la educación de forma notable, persistía el problema de la exclusión racial, especialmente en el acceso a la formación superior. Esto era importante para mí pues una de las preguntas que nos hacen siempre las audiencias frente a las cuales exponemos el proyecto de acción afirmativa es si no sería mejor destinar vacantes en las universidades para los estudiantes de escuelas públicas o de baja renta, en un país donde las elites estudian años en escuelas particulares para garantizar el ingreso a las exclusivas universidades públicas.
Cuba, por lo tanto, se presentaba a mis ojos como el laboratorio ideal para probar nuestra apuesta. Y de hecho, las entrevistas que realicé constataron que una democratización profunda del acceso a la educación en ese país llevó a muchos estudiantes negros y pobres a profesiones prestigiosas antes inaccesibles para ellos, pero no erradicó el problema racial. El mismo Fidel Castro ha admitido en diversas ocasiones como, por ejemplo, en su visita a la Unión Nacional de Escritores y Artistas Cubanos (U.N.E.A.C.), frente a autores negros que debatían con él este delicado tema, que efectivamente persistía el problema y que el criterio de clases sociales no había sido suficiente para lidiar con la marca racial[3].
Pero, por qué relato este episodio? Porque es interesante constatar que la cuestión es tratada en Cuba a partir de una perspectiva totalmente diferente a la de los países capitalistas. En Cuba, no es el tema de la diferencia del negro el que detona la idea de que la nación es plural y, como tal, sus instituciones y sus oportunidades de acceso a los recursos deben reflejar esa pluralidad. Es el multiculturalismo del mundo capitalista lo que exige, en el universo de los estados liberales, la marca, la presencia de ese multiculturalismo en sus instituciones y opera a partir de los derechos considerados de tercera generación: los étnicos y culturales.
En Cuba, en consonancia con el análisis anteriormente citado de Cançado Trindade, es el tema de la igualdad el que precede la discusión. Lo que se quiere es analizar qué factores impiden la obtención de la igualdad, y si la raza es un factor impeditivo, la discriminación racial debe ser atacada para cumplir en primer lugar con el mandato de los derechos de tipo económico y social. La perspectiva sobre los Derechos Humanos es otra.
En los países islámicos, el movimiento de los DDHHs es visto como una imposición de los valores occidentales y un símbolo de la continuidad de la hegemonía política y cultural del Occidente. En el Islam, otros problemas surgen. En los países de regla islámica es Dios mismo quien ordena los principios de la justicia y de la vida pública. La ley islámica es la Sharia (Shari’ah) y “regula la higiene personal, la dieta, la conducta sexual, y algunos aspectos de la crianza de los hijos. También, prescribe reglas específicas para la oración, el ayuno, la limosna y otros temas religiosos. La ley civil y la ley ordinaria focaliza primeramente en la conducta pública, pero también regula algunos asuntos privados” (Madkoar s/d. Mi traducción).
La gran diferencia aquí, por lo tanto, no es solamente que lo público y lo privado son regidos por la ley sino que no hay separación entre la Iglesia y el Estado: “La ley islámica es controlada, dirigida y regulada por la religión islámica. La teocracia controla todos los asuntos, públicos y privados […]. Gobierno, ley y religión son una sola entidad”. Por otro lado, la Sharia, con sus derechos y obligaciones, es solamente aplicable a los musulmanos. (Ibidem). A partir de allí, las diferencias e incompatibbilidades entre las dos concepciones de justicia solamente se suman.
No olvidemos tampoco que no sólo el mundo islámico es regido por una legislación religiosa, sino que también existe una Ley de Moisés, basada en el Antiguo Testamento, que todavía hoy guía el pensamiento del Knesset, o Parlamento, en Israel; y una Ley hindú, utilizada en algunas partes de la India.
Éstas y otras diferencias entre las concepciones de justicia y los derechos propios han hecho con que la defensa de los Derechos Humanos en el Occidente resulte muchas veces en lo que María Cristina Álvarez Degregori ha llamado de “alterofobia”, propiciando, con su crítica de las prácticas ajenas, la ceguera con relación a las violaciones de los Derechos Humanos cometidas por los países occidentales (Degregori 2001).
En este proceso crítico, que debería ser siempre de doble mano, repatriando para casa la vergüenza y la desmoralización a que sometemos a los otros, lo que producimos acríticamente es una equivocada confirmación de la certeza de nuestra superioridad moral y refuerzo dañino de los estereotipos negativos que exportamos, a menudo con consecuencias nefastas y costo de vidas.
Otros autores han desarrollado argumentos importantes en este mismo sentido, como Berta Esperanza Hernández-Truyol, con su crítica al imperialismo moral de la práctica occidental de los Derechos Humanos (op. cit.). En esta lista podría incluirse también a Edward Said, cuando habla, en su obra sobre Imperialismo y Cultura del arma más importante con que los imperios cuentan para ejercer y justificar su dominio: la superioridad moral, que les vale más que la superioridad tecnológica, la económica o la bélica (Said 1993: 17). Sería posible decir que la superioridad moral es el capital simbólico de mayor peso en el ejercicio de la dominación.
En un iluminador artículo de 2002, Gill Gott reconstruye la historia de lo que llama “humanismo imperial” y muestra que su desarrollo tiene la estructura de una “diálectica aprisionada”, ya que los Derechos Humanos de hoy surgen lado a lado del humanitarismo imperial que acompañó el proceso de colonización y, por lo tanto, tanto aquél como su versión contemporánea propia del mundo pos-colonial tienen un pie preso en ese origen y en esa coetaneidad.
El humanitarismo – de los misioneros y los voluntarios – entra en conflicto con los administradores coloniales en cuya compañía arribó a las tierras conquistadas, pero no puede liberarse de su naturaleza derivativa del sistema colonial. La única solución para esta trampa de posiciones históricamente prefijadas es, para este autor, el trazado de una política humanitaria, es decir, de una política que tenga como fundamento el proyecto de los Derechos Humanos, en contraposición a una concepción de los Derechos Humanos que se contenta con los intersticios de la política, actuando en los espacios residuales que ésta deja libres (Gott 2002).
3. El relativismo de las culturas y el universalismo de los Derechos Humanos: estrategias para la resolución de este dilema.
Por lo expuesto hasta aquí, es evidente que resulta muy difícil, desde la perspectiva antropológica, lidiar con el proyecto universal – si no universalizante – de los Derechos Humanos. La antropología, a lo largo del siglo XX, ha intentado trabajar la conciencia de la humanidad para percibir y aceptar la variedad de las perspectivas culturales y de los conceptos de bien. La empresa de la antropología, sin embargo, ha alcanzado su límite en el momento presente, cuando las culturas consideradas más distantes desde la perspectiva occidental tienen que dialogar y negociar sus derechos en los foros establecidos por sus respectivos estados nacionales.
Eso no vuelve obsoleto el proyecto científico de la antropología como área de conocimiento, pero lo disloca, de cierta manera. Me parece que el foco de la disciplina, en este momento, debe desplazarse de la comprensión y conocimiento de los contenidos de conciencia y los valores del otro para colocarse justamente en la frontera donde dialogan esta alteridad con la alteridad representada, desde su perspectiva, por los sectores que controlan el Estado.
He seleccionado aquí tres propuestas de conciliación de ambos principios – el relativista y el universalista -, que expondré de forma muy sintética.
1. La primera, de los años 90, es la presentada por el antropólogo Richard Wilson en la Introducción de su libro Human Rights, Culture and Context. En ella, Wilson habla de los Derechos Humanos como un recurso que se coloca a disposición: “vamos hacia un mundo ‘post-cultural’” en el que “las sociedades se encuentran crecientemente integradas en redes globales” (Wilson :10, citando aquí Weissbrodt 1988:1. Mi traducción).
“Los Derechos Humanos son la primera ideología universal del mundo”. “Así como anteriormente los relativismos boasianos ignoraron realidades globales tales como el colonialismo, los intentos de minar los derechos humanos invocando la cultura han ignorado los procesos jurídicos transnacionales […]. Es simplemente imposible vivir actualmente en cualquier lugar sin tener encuentros regulares con agentes o instituciones del estado-nación, como sucedía en los días dorados del funcionalismo antropológico y del relativismo cultural hasta mediadios del s. XX” (Ibid: 9).
La tarea del antropólogo es, por lo tanto, en este nuevo contexto mundial, estudiar la interconexión y la interacción de los procesos legales que operan a diferentes niveles. Esto puede incluir el estudio de cómo la legislación de los Derechos Humanos va encuadrando y dando forma a los órdenes normativos locales y cómo éstos, a su vez, resisten y se apropian de la legislación internacional […], cómo los actores sociales desarrollan formas distintas de usar la ley transnacional en cortes nacionales para construir un caso como un ‘caso de DDHHs’[…], como discursos normativos basados en estos derechos son producidos, traducidos y materializados en una variedad de contextos (Ibid.:13).
Un caso ya clásico de esta interacción es el de los indios U’wa de Colombia, que articularon los principios de su cosmología tradicional y el idioma de los Derechos Humanos para garantizar el control de los recursos naturales localizados en su territorio – en este caso particular, petróleo (Arenas 2001 y 2003). La particularidad de la cultura y el internacionalismo de los Derechos Humanos se conjugaron aquí para apoyar la continuidad del grupo.
2. Frente a este dilema, otra posibilidad es la que he sugerido en algunos textos y consiste en revisar la manera en que los antropólogos entendemos la noción de relativismo. De hecho, recurrimos frecuentemente al relativismo de forma un tanto simplificadora focalizando en la diferencia de visiones de mundo de cada pueblo como una totalidad. Con eso, muchas veces no vemos o minimizamos las parcialidades con puntos de vista diferenciados y los grupos de interés diferentes que fracturan la unidad de esos pueblos, lo que caracteriza relatividades internas que introducen fisuras en el consenso monolítico de valores que a menudo erróneamente atribuimos a las culturas. Por menor que la aldea sea, siempre habrá en ella disenso y grupos con intereses encontrados. Es a partir de allí que los Derechos Humanos pueden a veces ecoar en las aspiraciones de uno de estos grupos.
Sin embargo, la contra-regla aquí es que enfatizar las relatividades internas y colocar el foco en las perspectivas y voluntades diversas dentro de un mismo grupo puede llevar, peligrosamente, a la fragilización de la colectividad, debilitando sus intereses comunes y su unidad en la resistencia política.
La acogida del standard de los DDHHs por parte de un grupo, como por ejemplo las mujeres, al manifestar su insatisfacción y rebasar la jurisprudencia tradicional del grupo étnico, puede amenazar la permanencia de los derechos colectivos en los cuales se basa el derecho a la tierra y perjudicar el equilibrio de las relaciones de género, que ordenan una economía de base doméstica.
Por esto, los DDHHs pueden entrar en la comunidad moral a partir de sus fisuras en grupos de interés internos, pero es un camino peligroso.
Estoy convencida de que es justamente esta forma de re-negociar la unidad del grupo a partir de la articulación entre el discurso de los Derechos Humanos e intereses y las aspiraciones disidentes de algunos de sus miembros lo que está por tras de la idea del teórico de los Derechos Humanos en el mundo islámico Abdullahi An-Na’im cuando afirma que lo correcto será, en este nuevo mundo, dejar de hablar de “resolución de conflictos” para pasar a referirnos a la “transformación de los conflictos”.
Para An-Na’im y Svetlana Peshkova, que recogen, a su vez, la formulación de autores como Raimo Vayrynen (1991) y John Paul Lederach (1995), la manera adecuada y fructífera de pensar el tema del conflicto es buscando su transformación más que su resolución, donde lo que se transforma no son solamente los derechos del grupo insatisfecho sino el conjunto de la sociedad: “el sistema , la estructura y las relaciones que se encuentran en el centro del conflicto” (An-Na’im y Peshkova 2000)
3. Finalmente, el jurista y antropólogo Boaventura de Sousa Santos ha también formulado una estrategia que merece mención: en su reciente ensayo sobre la posibilidad de construir una versión multicultural de los Derechos Humanos (2002 en los Estados Unidos y 2003 en Brasil), propone el concepto de “hermenéutica diatópica” como instrumento útil en el diálogo intercultural de los derechos. La idea, en síntesis, es que todas las culturas son en alguna medida incompletas y que el diálogo entre ellas puede precisamente avanzar a partir de esa incompletud y desarrollar la conciencia de sus imperfecciones.
El topos de los Derechos Humanos en la cultura occidental puede conversar, así, eon el topos del Dharma en la cultura hindú y con el topos de la Umma en la cultura islámica: “Vistos a partir de la perspectiva (topos) del Dharma, los Derechos Humanos son incompletos porque fallan en establecer el vínculo entre la parte (el individuo) y el todo […] (y) colocan el foco en lo que es meramente derivativo, en los derechos y no en el imperativo primordial, el deber de los individuos de encontrar su lugar en el orden de toda la sociedad y del cosmos entero”
Por basarse en una reciprocidad mecánica entre deberes y derechos, “en los derechos humanos occidentales, la naturaleza no tiene derechos, porque no hay deberes que se le puedan imponer”. Por otro lado, siguiendo este raciocinio, el Dharma es también incompleto por su fuerte desequilibrio en favor de la armonía y el status-quo religioso y social, “ocultando por eso las injusticias y negligenciando el valor del conflicto como camino para una mayor armonía”. El Dharma es totalmente insensible al sufrimiento individual (Sousa Santos 2002: 48-49).
En el caso de la Umma islámica, Boaventura cita al teórico musulmano que mencioné anteriormente, Abdullahi Ahmed An-na’im, y destaca el hecho de que, si mirada desde el occidente, la Shari’a, o ley islámica, se aparta de la idea moderna de una humanidad común pues excluye al “otro occidental” de la Umma, o hermandad islámica, y segrega a las mujeres del propio grupo (“con respecto a los no- musulmanos, la Shari’a dicta la creación de un estado para musulmanes como únicos ciudadanos, donde los no-musulmanes no gozan de derechos políticos […] (y) a respecto de la mujer, la igualdad está fuera de cuestión”. Ibidem: 51); por el otro lado, si visto desde la perspectiva de la Umma islámica y su énfasis en la fraternidad, el Occidente aparece como fatalmente individualista y carente de valores comunitarios.
Es de esta forma, para Boaventura de Sousa, que se puede ir construyendo un “multiculturalismo progresista”, a partir de una conversación transcultural, de una hermenéutica diatópica, por la cual cada pueblo esté dispuesto a exponerse a que otro le muestre las debilidades de sus concepciones y le apunte las carencias de su sistema de valores.
4. Derechos Humanos, relatividad cultural y las consecuencias de entender ley, moral y ética como principios diferentes.
Retorno ahora, para concluir, al sistema normativo de la ley. Como ya he dicho en otra ocasión, creo que la ley no es solamente productiva en el trabajo de los jueces al emitir sentencias. Es importante también percibir la importancia pedagógica del discurso legal, que por su simple circulación es capaz de inaugurar nuevos estilos de moralidad y desarrollar sensibilidades éticas desconocidas. Es por eso que a la ley no le basta existir. Para su eficacia plena, ella depende de la divulgación activa de su discurso e, inclusive, de la propaganda. De la alianza entre la ley y la publicidad depende la posibilidad de instalar nuevas sensibilidades y de introducir cambios en la moral vigente (Segato 2003 b).
Un autor que comprende y expresa de forma convincente el papel de la “sensibilidad” en las transformaciones de las ideas de justicia es David Garland.
Aunque no haría mías todas sus tesis sobre el castigo, su formulación sobre las “áreas de insensibilidad” de una dada época nos da pie para percibir que hay, de hecho, una historia social de la “sensibilidad” relativa al sufrimiento de los otros, y es en la dirección que esa historia toma que el discurso de la ley puede venir a incidir (Garland 1990: 288). Más que en las cortes internacionales, es por el camino de la transformación de la sensibilidad que los Derechos Humanos recorren mundo y se apropian de una época.
Se puede, por lo tanto, decir que la moral de una determinada época o de un pueblo y la ley son sistemas que interaccionan y cruzan influencias, la primera desde su arraigo en la tradición y las costumbres, la segunda a partir del acto deliberado y racional del contrato y la promulgación.
Ambos sistemas normativos tienen en común el hecho de que son positivables, substantivos, pudiendo expresarse en un elenco de reglas o lista de mandamientos establecidos, sea por la tradición y la costumbre, sea como resultado de un contrato moderno entre los sectores que conviven y son parte de una misma sociedad. Esa positividad los fija como repertorio de normas, sin que esto excluya la posibilidad de algunas inconsistencias y ambigüedades en ambos sistemas.
Sin embargo, como ha afirmado Norberto Bobbio en El Problema de la Guerra y las Vías de la Paz, los Derechos Humanos se despliegan en un proceso inacabado del cual la Declaración Universal debe ser entendida como el punto de partida hacia una meta progresiva. Por lo tanto, el problema no es solamente construir los instrumentos que garanticen esos derechos en cuanto derechos ya definidos, sino “perfeccionar el contenido de la Declaración, articulándolo, especificándolo, actualizándolo, de modo a no dejarlo cristalizar y momificar en fórmulas tanto más solemnes cuanto más vacías […]. Se trata de un verdadero desarrollo o quizás incluso de una gradual maduración de la Declaración, que ha generado y está por generar otros documentos interpretativos o simplemente integradores del documento inicial”.
En el ensayo que cito, el autor da varios ejemplos de la “historicidad” del documento inicial e inclusive de la historicidad de la sensibilidad normativa: los derechos del hombre constituyen una clase variable como la historia de estos últimos siglos demuestra abundantemente.
La lista de los derechos del hombre se ha modificado y sigue haciéndolo con el cambio de las condiciones históricas, es decir, de las necesidades, los intereses, las clases en el poder, los medios disponibles para su realización, las transformaciones técnicas, etc. […]
Derechos que habían sido declarados absolutos a finales del siglo XVIII, como la propiedad sacré e inviolable, han sido sometidos a radicales limitaciones en las declaraciones contemporáneas; derechos que las declaraciones del siglo XVIII no mencionaban siquiera, como los derechos sociales, resulta proclamados con gran ostentación en todas las declaraciones recientes. No es difícil prever que en el futuro podrán surgir nuevas exigencias que ahora no logramos apenas entrever (mi énfasis) […]. A los autores de la Declaración de 1789 les debió parecer evidente, con toda probabilidad, que la propiedad era ‘sagrada e inviolable’.
Hoy, en cambio, toda alusión al derecho de propiedad como derecho del hombre ha desaparecido por completo de los documentos más recientes de Naciones Unidas. Actualmente, quién no piensa que es evidente que no se debe torturar a los detenidos? Y sin embargo, durante muchos siglos, la tortura fue aceptada y defendida como un procedimiento judicial normal.
A lo largo de esta obra, Norberto Bobbio, entonces, diserta ampliamente sobre la historicidad y la expansión constante de los derechos como parte de un argumento destinado a invalidar las tesis del iusnaturalismo y de la autoevidencia de los valores que fundan los Derechos Humanos como valores objetivos y permanentes. En su perspectiva, lo que los funda es un consenso producido históricamente.
Me gustaría sugerir que si, por un lado, tal como Bobbio argumenta, la ahistoricidad inherente a las tesis del ius-naturalismo las torna insustentables frente a la evidencia histórica de la expansión de los derechos y, en realidad, también acaba invalidando las tesis basadas en la supuesta existencia de fundamentos morales objetivos y universales; por el otro lado, las tesis del ius-positivismo que hacen referencia al carácter objetivo de los contratos jurídicos ya sellados dejan de explicar otro aspecto del proceso histórico: el movimiento de las leyes.
Aún si concedemos que, después de um período bélico, en tiempos de paz, la ley es producto de luchas sociales y negociaciones, faltaría dar cuenta del despliegue histórico de los Derechos Humanos e identificar la naturaleza de la usina que alimenta su constante expansión.
Sugiero que para entender este fenómeno es necesario incorporar un tercer principio de justicia que se distancia de la moral y de la ley porque, si bien orienta decisiones y evaluaciones de comportamientos propios y ajenos, lo hace sin basarse en un repertorio de normas positivas y elencables. Me refiero aquí al impulso o deseo que hace posible que contestemos la ley y que nos volvamos reflexivamente sobre los códigos morales que nos rigen para extrañarnos de ellos y encontrarlos inadecuados e inaceptables. El impulso ético es lo que nos permite abordar críticamente la ley y la moral y evaluarlas inadecuadas.
La pulsión ética nos permite no solamente contestar y modificar las leyes que regulan el “contrato” impositivo en que se funda la nación sino también distanciarnos del lecho cultural que nos vio nacer y transformar las costumbres de las comunidades morales de las que formamos parte.
Para utilizar la metáfora que el cine nos ofrece con frecuencia en los últimos años, es la pulsión ética que desinstala los chips que tienen por finalidad tornar nuestro comportamiento automático; es la pulsión ética que nos permite huir de la automatación: Si la cultura es una para-naturaleza, es decir, una segunda naturaleza o programa no biológico, para-biológico, implantado en nosotros a través del proceso de socialización e coincidente con nuestra humanidad misma, es el deseo ético, transcendente y complejo, lo que nos lleva a vislumbrar el otro lado de la conciencia posible, y nos permite rebasar la visión programada de una época y desarticular el programa cultural y jurídico que la sustenta.
Si el cine es la imagen proyectiva del inconciente social en un determinado tiempo histórico, Matrix, Total Recall, Blade Runner y otras cintas al mismo tiempo populares y clásicas del cine contemporáneo, verdaderos best-sellers cinematográficos que atraviesan todos los públicos, hablan de esto: de las memorias que no aceptamos plenamente como nuestras, de los programas que hacen parte de nosotros pero por momentos se revelan ajenos, de la sospecha de que los códigos morales y jurídicos podrían ser un programa no elegido al que estamos sujetos, pero no de forma inescapable.[4]
Si, como sugiere Walter Benjamin, el papel de la representación de la fantasía y su reproducción y difusión por medios técnicos consistiría en servir de espejo para que la sociedad reconozca sus tendencias y sus peligros, y si el cine y otros medios masivos son productos de la transferencia de las imágenes del inconsciente social a un soporte proyectivo en el cual adquieren visibilidad, las películas citadas, de audiencia masiva, hablan del extrañamiento y de la sospecha con respecto a códigos instalados que programan y automatizan nuestro comportamiento con el apoyo de una creencia incontestable en la inevitabilidad del mundo que habitamos. La ética es lo que hace destellar en nosotros el vislumbre de la evitabilidad.
Somos plenamente humanos porque la misma cultura que nos implanta los chips de los valores morales y las prácticas semi-automáticas que nos habilitan como miembros de una comunidad moral y como “naturales” de una sociedad jurídicamente constituída, también nos equipa con las herramientas que nos permiten reflexivamente detectar esos chips y desactivarlos.
El antropólogo Clifford Geertz alude a esto cuando, relanzando conceptos ya trabajados por los lingüistas desde el siglo XIX, nos dice que, como Humanos, es decir, como seres de cultura, contamos con patrones para el comportamiento y patrones de comportamiento (patterns for y patterns of behavior), y nos recuerda la importante diferencia entre ambos: los primeros nos hacen actuar, son impulsionadores de la conducta, inoculados por el proceso de socialización que instaura nuestra humanidad y nos permite la vida en común; en cuanto los segundos son estos mismos patrones cuando ya identificados después de un proceso de análisis cultural y también de auto-análisis. Los patrones para el comportamientos son los automatizadores de la conducta; los patrones de comportamiento son las apuestas intelectivas que lanzamos al respecto de los moldes que nos hacen actuar, ya en su versión reflexiva, como producto de la tentativa de autoconomiento por parte de una sociedad o de un individuo (Geertz 1973).
Agrego que es en este segundo nivel que nos hacemos seres históricos, ejercemos algún grado de libertad y autonomía y, por lo tanto, solamente en este nivel es que damos plenitud humana a nuestra existencia, en cualquier sociedad que nos toque vivir. Malinowski ya decía, en su introducción los Argonautas del Pacífico Occidental, que toda sociedad tiene sus “sociólogos nativos”, en otras palabras, que toda sociedad tiene sus extrañados, los que siendo miembros plenos y aún sin nunca haber conocido otra no dejan de observarla con asombro y mantienen de por vida un grado de distanciamiento, una mirada desde afuera.
Esto significa que en el trabajo reflexivo de identificación de los patrones de comportamiento radica la posibilidad de la ética, como impulso hacia un mundo regido por otras normas, y del redireccionamiento de la vida, así como radica nuestra propia historicidad, en el sentido de trabajo constante de transformación de lo que no consideramos aceptable. Somos plenamente humanos no porque somos miembros natos y cómodos de nuestras respectivas comunidades morales y sociedades jurídicas, sino porque estamos en la historia, es decir, porque no respondemos a una programación, por la moral o por la ley, que nos determina de forma inapelable.[5]
Es en este lugar que creo oportuno introducir, entonces, la idea de que lo que propele la expansión histórica de los Derechos depende de este tercer factor sin contenidos elencables ni normas positivas. La ética, definida en este contexto, resulta de la aspiración o el deseo de más bien, de mejor vida, de mayor verdad, y se encuentra, por lo tanto, en constante movimiento: si la moral y la ley son substantivas, la ética es pulsional, un impulso vital; si la moral y la ley son estables, la ética es inquieta.
Esto hace posible que dentro de una misma comunidad moral, la comunidad de cultura que estudian los antropólogos, pueda existir más de una sensibilidad con referencia a la ética, que podríamos de forma grosera calificar como la ética de los conformistas y la ética de los disconformes; de los satisfechos y de los insatisfechos; de los que tienen disponibilidad hacia la diferencia – lo nuevo, el otro – y los que no la tienen; los sensibles a las márgenes – lo que se encuentra del otro lado de las murallas de contención de la “normalidad” moral del grupo – y a las víctimas, y los no sensibles.
Me parece, y es precisamente a esto que deseo llegar, ser este motor ético el impulso que se encuentra por detrás y permite explicar el desdoblamiento expansivo de los Derechos Humanos, la apertura de las comunidades morales, y el proceso constante e histórico de despositivización de la ley.
El autor que se encuentra por detrás de este sentido contemporáneo de la noción de ética es, sin duda, en primer lugar, Nietzsche, con su elogio de los espíritus libres y de la voluntad de vivir y su arremetida contra la moral y los valores vigentes. Nietzsche es el gran representante de una ética contra-burguesa, anti-conformista, y el superhombre nietzschiano, entendido de esta forma, se encuentra más allá de la moral, encarna la insatisfacción como postura filosófica y como valor y hace de su vida un esfuerzo permanente y un estado de lucha.
Si bien despreciativo de la piedad, la compasión y la bondad cuando regladas por la comunidad moral de la época, el superhombre nietzschiano mantiene una apertura fundamental hacia lo otro, en su permanente inquietud, en su permanente búsqueda, en su permanente aspiración de trapasar lo dado en un presente achatado por la mismidad. El sujeto ético sería, inspirándonos en esta perspectiva, el ser en movimiento, abierto al futuro y a la transformación, el ser exigido por una voluntad infatigable de transmutar valores y minar certezas, el ser que duda y sospecha. La iconoclastia Nietzschiana es parte de esta pulsión ética que se distingue de
la complaciencia moral y la obediencia convencional a las leyes.
Michel Foucault también se refiere a una ética de la incomodidad. Lo hace en su reseña de la obra de Jean Daniel L’Ére des ruptures y sugiere que es ella el fundamento de una “izquierda esencial”: “no una coalición de partidos en el tablero político sino una adhesión experimentada por muchos sin poder o sin querer darle una definición clara”, “un hogar más que un concepto” (Foucault 2000: 444), y la vincula a lo que Maurice Merleau-Ponty consideraba “la tarea filosófica esencial: nunca consentir con estar completamente cómodo con nuestras propias presuposiciones” (Ibidem: 448).
Justamente, me parece que este desafío a las propias presuposiciones característico de la actitud ética sería idealmente la contribución del etnógrafo, que debería interpelarnos y desafiarnos con las presuposiciones del Otro a cuya investigación se dedica. Ésta sería, por excelencia, la contribución ética de una antropología militante y empeñada en mobilizar constantemente el campo de la moral y del derecho.
Por eso mismo, no me parece ser una esencia o metafísica humana lo que detona ese estado de búsqueda en aquéllos que son, en mi definición, éticos. Como he observado anteriormente, es a través de las hendiduras e inconsistencias de los sistemas normativos que accedemos a algún grado de percepción de lo que sean los otros, las otras soluciones, las otras moralidades, las otras legislaciones. Todo lo que permanece como virtual y no realizado en nuestro horizonte de cultura se infiltra a través de estas brechas abiertas por la propia imperfección del entramado de ideas que habitamos (Segato 1992).
Es así que surge – o no – la pulsión que alimenta el deseo de desconfiar de lo que creemos y de oír lo que el otro tenga para enseñarnos, constitutiva no solamente de la aspiración ética sino también de la disponibilidad cognoscitiva.
Es una facultad de este tipo lo que localizo en constante agitación como el motor expansivo de los derechos, más que una naturaleza moral, una objetividad de los valores o una positividad de las leyes convenidas. Los Derechos están en la historia y se despliegan y transforman porque un impulso de insatisfacción crítica los moviliza. Este impulso actúa, en mayor o menor medida, entre miembros de cualquier sociedad. No es por otra razón que los etnógrafos se han encontrado, una y otra vez, desde principios del siglo XX, con el relato de normas y prácticas de las culturas así llamadas “primitivas” o consideradas por algunos autores como “pueblos sin historia” de las que se decía que habían caído ya en desuso.
Muchas son las costumbres de las que los primeros etnógrafos escucharon hablar pero no pudieron observar. Esto quiere decir que los pueblos sin historia no existieron nunca, y que la supuesta inercia de las otras culturas no es más que un producto de la episteme culturalista de una antropología hoy inaceptable. Ni la insatifacción ni la disidencia ética son patrimonio de ningún pueblo en particular, pero sí son actitudes minoritarias en la mayoría de las sociedades.
Son ellos los vectores que señalan lo que está faltando, lo que no puede continuar siendo como es. En cuanto actitud, por lo tanto, el anhelo ético es universal, en el sentido de que puede ser encontrado en algunos miembros de cualquier grupo humano, pero los objetos de ese anhelo son variables. Por lo tanto, la ética no tiene contenidos que puedan ser listados.
Ética, moral y ley son, en mi modelo, principios diferenciados en interacción “…ética, tal como la defino, no es un sistema de reglas de comportamiento, ni un sistema de standards positivos a partir de los cuales es posile justificar la desaprobación de los otros. Es más que nada una actitud hacia lo que es ajeno para uno” dice Drucilla Cornell (1995: 78-79), y se ampara para definir ese otro capaz de orientar la actitud ética en las nociones de falibilidad y asombro del filósofo pragmatista estadounidense Charles Peirce.
Estas nociones implican una apertura, una exposición voluntaria al desafio y a la perplejidad que el mundo de los otros le impone a nuestras certezas: es el límite impuesto por los otros, por lo ajeno a nuestros valores y a las categorías que organizan nuestra realidad, causándonos perplejidad y mostrando su falibilidad, su carácter contingente y, por lo tanto, arbitrario. Lo importante aquí es el papel de la alteridad con su resistencia a confirmar nuestro mundo, las bases de nuestra comunidad moral.
Por este camino, entonces, la relatividad trabajada por la Antropología y las
evidencias etnográficas de la pluralidad de culturas dejan de percibirse en posición antagónica con relación al proceso de expansión de los Derechos Humanos: es justamente en la diferencia de las comunidades morales que se ampara y se alimenta el anhelo ético para conseguir desnaturalizar las reglas que sustentan nuestro paisaje normativo e impartir ritmo histórico tanto a la moral – por definición más lenta y apegada a la costumbre – como a las leyes – producto inicialmente de la conquista de un territorio por un vencedor que implanta su ley pero, a partir de ese momento, del juego de fuerzas entre los pueblos que habitan ese territorio y de la negociación en el ámbito de la nación.
La presencia ineludible de los otros habitando el mismo mundo, el extrañamiento ético y el progresivo desdoblamiento de los Derechos son engranajes de una articulación única. Es por eso que, modificando el enunciado Hegeliano sobre la conciencia ética en la Fenomenología del Espíritu, podría decirse que, si la conciencia moral es la que reconoce la culpa, la conciencia ética es la que reconoce la responsabilidad, en el sentido preciso de responder al otro, reconociendo su interpelación y su pedido de cuentas.
Es en el discurso filosófico de Emmanuel Lévinas que la idea de ética que aquí propongo alcanza su realización más plena. Lévinas nos habla de una disponibilidad existencial para un Otro que cumple un papel humanizador . El Otro se presenta ante el sujeto ético como un rostro irreductiblemente otro que lo obliga al desprendimiento.
Lévinas alegoriza poéticamente el papel interpelador de la otredad en la ética de la insatisfacción, que nos humaniza sin descanso. La expansión de los Derechos Humanos, en mi concepción, es uno de los aspectos de este proceso de humanización.
La significancia del rostro , en su abstracción, es, en el sentido literal del término, extraordinaria, exterior a todo orden, exterior a todo mundo […]. Insistamos, por el momento, en el sentido implicado por la abstracción o la desnudez del rostro que atraviesa el orden del mundo, y de igual modo, la turbación de la conciencia que responde a esta “abstracción” […] . Y, así, se anuncia la dimensión ética de la visitación.
Mientras que la representación sigue siendo posibilidad de apariencia, mientras el mundo (como otro, como alteridad) que se enfrenta al pensar nada puede contra el pensar libre capaz de negarse interiormente, de refugiarse en sí, de seguir siendo, precisamente, pensar libre frente a lo verdadero, y permanece capaz de volver a sí, de reflexionar sobre sí y pretenderse origen de lo que recibe […]; mientras que en tanto que pensar libre sigue siendo El Mismo – el rostro se me impone sin que pueda hacerme el sordo a su llamada, ni olvidarlo, quiero decir, sin que pueda dejar de ser responsable de su miseria.
La conciencia pierde su primacía […] La conciencia es cuestionada por el rostro. […]. Lo “absolutamente otro” no se refleja en la conciencia. Se resiste de tal forma, que ni su resistencia se convierte en contenido de conciencia. La visitación consiste en transtornar el egoísmo del yo mismo que sostiene esta conversión […]. Se trata del cuestionamiento de la conciencia y no de la conciencia del cuestionamiento. El Yo pierde su soberana coincidencia consigo, su identificación en la que la conciencia vuelve triunfalmente a sí para reposar en sí misma.
Ante la exigencia del Otro, el Yo se expulsa de este reposo, deja de ser la conciencia gloriosa de este exilio. Toda complacencia destruye la lealtad del movimiento ético. Ser yo significa, por lo tanto, no poder sustraerse a la responsabilidad, como si todo el edificio de la creación reposara sobre mis espaldas […]. El yo ante el otro es infinitamente responsable. El Otro que provoca este movimiento ético en la conciencia, que desajusta la buena conciencia de la coincidencia del mismo consigo mismo, implica un acercamiento inadecuado a la intencionalidad. Esto es el Deseo: arder de un fuego distinto a la necesidad que la saturación apaga, pensar más allá de lo que se piensa…(Lévinas 1993: 60-63. Mis énfasis)
Para Lévinas, una reflexión que nos conduce a coincidir con lo que ya somos es una reflexión inválida porque el otro no ha hecho su intervención auténtica – el otro, justamente, es plenamente otro cuando tiene por consecuencia fracturar el nosotros, no dejarlo incólumne. El otro en la narrativa de Lévinas se diferencia del Otro en el modelo Lacaniano, porque en Lévinas no funda el sujeto con su violencia fundadora sino que lo disloca, lo desplaza, lo vuelve más humilde y lo infiltra de dudas: lo invita a desconocerse y a abandonar sus certezas, entre ellas la de su superioridad moral.
Lévinas introduce, por lo tanto, el valor ético de lo que nos desconfirma, es decir, el valor ético de la alteridad.
El impulso ético o, más exactamente, la ética como impulso, como aspiración, como salto en dirección al otro es, por lo tanto, en Lévinas, lo que nos arranca de ser nosotros mismos y nos salva de la coincidencia con lo que ya somos. Responsabilidad y apertura son los predicados del yo ético. En este sentido, la permanencia y validez de la ley instituída invocada por el ius-positivismo y el anclaje en una naturaleza humana sugerida por el ius-naturalismo tendrían dificultad para explicar el movimiento de ampliación constante de los Derechos Humanos como solamente el movimiento constante de un ética transiente y desarraigada lo permite.
Enrique Dussel, en su ambiciosa obra Ética de la Liberación (1998), también coloca en el Otro – en su caso, el otro victimizado – el ancla de una perspectiva ética transformadora. El otro, en Dussel, es entendido como negatividad substantivada, en su materialidad contingente transformada en trascendente en el argumento Dusseliano.
Este otro puede verse contenido en una lista de categorías constituida por “el obrero, el indio, el esclavo africano o el explotado asiático del mundo colonial, la mujer, las razas no-blancas y las generaciones futuras”(Ibidem: párrafo 210), entendiéndose que deben pasar a ser acogidos en un “nosotros” también sustantivo. El argumento de Dussel se centra en este acto de inclusión de la perspectiva de las víctimas en “nuestra” perspectiva.
La ética, en todas estas acepciones, es lo que nos permite extrañarnos de nuestro propio mundo, cualquiera que este sea, y revisar la moral que nos orienta y la ley que nos limita. Es por eso que podemos decir que se constituye en el principio motor de la historia de los Derechos Humanos. Ser ético, entendido de esta forma, es acoger la interpelación del intruso, del diferente, en el nosotros de la comunidad moral, especialmente cuando el intruso, en su intervención, no puede o no podría tener control material sobre las condiciones de nuestra existencia, cuando no interviene en nuestra
vida desde una posición de mayor poder. En este sentido, la Antropología, como Ciencia del Otro, sería el campo de conocimiento destinado a contribuir para el desarrollo de la sensibilidad ética. En un viraje radical de su deontología, su tarea ya no sería la de dirigir nuestra mirada al otro con la finalidad de conocerlo, sino la de permitir conocernos en la mirada del otro. En otras palabras, permitirle posar sus ojos sobre nosotros, intermediar para que su mirada nos alcance. Esto, sin embargo, como dije, representaría un cambio radical en la práctica y los valores que inspiran la disciplina hasta hoy.
Los que tienen dificultad en aceptar un discurso fuertemente teológico y religioso – en el caso de Lévinas, de raíz judaica, y en el caso de Dussel, de raíz católica – pueden encontrar en la obra de Fernando Sabater otra noción dentro de esta misma perspectiva de una ética en movimiento impulsada en el deseo, en el ansia y en el investimento libidinal . Para este autor, con su ética anti-altruista, no es de la apertura hacia el otro sino del amor propio y del egoísmo que resulta el impulso ético, como único camino para la trascendencia y la derrota de la muerte. Es por mí misma que soy ética – contra Lévinas (Sabater 1991: 70).
Podríamos también extendernos aquí, si el tiempo lo permitiese, sobre la ética del deseo en Jacques Lacan que, como Nietzsche – y también, agregaría ahora, Lévinas -, introduce la obligación de la sospecha, la desconfianza de una supuesta coincidencia no problemática con nosotros mismos, con nuestra conciencia. La crítica ética del psicoanálisis nos resposabiliza por lo que deseamos sin saberlo, por lo que obscuramente maneja nuestros actos y por las consecuencias de este nuestro deseo no sabido en el mundo. Después del psicoanálisis, nunca más podemos eludir la responsabilidad por el impacto en el mundo de lo que Weber un día llamó: “las consecuencias no intencionales de la acción”.
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Argumenté aquí que el anhelo ético es el principio que promueve la expansión de los Derechos en su movimiento universal. El anhelo ético es un movimiento en dirección al bien no alcanzado, una apertura alimentada por la presencia de la alteridad y que se manifiesta en la experiencia de insatisfacción tanto con relación a los patrones morales compartidos que nos hacen miembros natos de una comunidad moral, como a las leyes que orientan nuestra conducta en la sociedad nacional de la que formamos parte. En otras palabras, no es otra cosa que una ética de la insatisfacción, hallable entre los ciudadanos de cualquier nación y de los miembros de la más simple y cohesa de las comunidades morales, lo que constituye el fundamento de los Derechos Humanos. En este camino, el nosotros se muestra sensible y vulnerable a la desafiadora existencia de los otros, y voluntades extrañadas, disidentes, inconformadas inscriben lentamente sus aspiraciones en el discurso de la ley.
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[1] Basada en la novela homónima de Witi Ihimaera publicada en 1987, la película The Whales Rider de la directora neo-zelandesa Niki Caro ilustra magistralmente la posibilidad de que una cultura, en ese caso la de los Maoris, otorgue a una mujer la posición de líder y heredera de la jefatura del grupo, contrariando todos los principios de sucesión arraigados en los preceptos de la tradición y la concepción del linaje. En el caso de la historia ficcional narrada por esta película, una costumbre tiene que ser cambiada justamente para que la cultura pueda sobrevivir, como condición misma para garantizar la continuidad.
[2] Tesis cuya formulación original, dicho sea de paso, Cançado Trindade atribuye a Karel Vasak, en una conferencia dictada en 1979 en el Instituto Internacional de Derechos Humanos de Estrasburgo, sin que éste, su creador, le haya dado, más tarde, demasiada transcendencia. Según Cançado Trindade, el propio Vasak le confesó, más tarde, que se había tratado simplemente una forma de organizar su exposición a falta de una idea mejor en la ocasión, pero no el enunciado de un modelo definitivo para la comprensión de los Derechos Humanos
[3] Esto nos recuerda, de paso, que , en algún momento no distante, deberíamos, finalmente, abordar este tema en la Argentina.
[4] “This is the sound of inevitability” afirma sin sombra de dudas el agente Smith, un “programa” de bajo nivel en el mundo de la Matrix, a Neo, un programa más sofisticado y de alta indeterminación, al dejarlo preso a las vías del subte para ser, “inevitablemente”, atropellado por el tren en su inminente arribo. El tema del antagonismo entre la inevitabilidad y la evitabilidad (palabra, esta última, nunca pronunciada en la película) atraviesa e impregna la narrativa entera de los dos episodios de Matrix. Al final, se revela que ni siquiera el “oráculo”, la autoridad sobre el destino encarnada en una mujer negra que se ocupa de tareas eminentemente domésticas, conocía el futuro de los personajes. Sin embargo, cumplía rigurosamente su papel de “predecir” y conducir la historia. Es en el imaginario plasmado en este tipo de texto cultural que podemos encontrar claves importantes para entender lo que es posible pensar sobre el destino humano desde la perspectiva de nuestro tiempo. Porque el tiempo de todas y cada una de las sociedades que habitan el planeta es, a pesar de la relatividad de sus costumbres, un tiempo común; así como es también su espacio, un espacio común.
[5] Jacques Lacan, en el Seminario 7, vincula ética y deseo – en el sentido de ser fiel y consistente con el propio deseo, de recusarse a ceder el propio deseo y de reconocerse en él -, y encuentra en Antígona la encarnación del acto ético. Podríamos también ubicar allí a los amantes de Shakespeare, que con su muerte arrancan del Príncipe una reconvención a Capuletos e Montaldos y una exhortación a dar fin a la regla de vendetta que hasta el momento obedecían.
Se trata del mismo deber de Desobediencia Civil que Henry David Thoreau formuló y que puede llegar a instaurar un nuevo régimen. Elisabeth Roudinesco interpreta ese deseo como deseo de libertad, que conlleva a la libertad de morir representada por Antígona (Roudinesco: 319). No estoy de acuerdo con esto y lo que diría es que no se trata de la libertad de morir sino de la libertad de disentir, desobedecer o desviarse del camino trazado por la moral y las leyes, aun cuando esto lleve a la muerte.
Slavoj Zizek parece seguir a Hegel cuando afirma que Antígona, por no sentir culpa, no se constituye en un sujeto ético, no tiene en cuenta el bien común. Zizek entiende la ética Lacaniana de fidelidad al deseo como una ética egoísta, absolutamente centrada en el sujeto (Zizek1994:69), “inhumana” y “asustadora en su crueldad” (Zizek 1989: 135). Sin embargo, me inclino a coincidir con Judith Butler, que percibe la desobediencia civil de Antígona y su amor por Polinices como representativa del “carácter mortal de todos aquellos amores para los cuales no hay un lugar viable y vibible en la cultura” (Butler 2000: 24). En ese sentido, Antigona, al no claudicar en su deseo, no habla sólo por sí sino habla también por otros, pero otros no tipificables, cuya cualidad compartida es la de sentir otro deseo.