Bruja, puta, gorda, malcogida

Bruja, puta, gorda, malcogida
Elena Salamanca

Nos enseñaron a ser misóginas, era mejor odiarnos, “bruja, puta, gorda, malcogida”, etc. Y nos enseñaron que era más fácil despreciarnos que aceptar que había mujeres que hacían las cosas tan bien como nosotras, incluso mejor. Nos enseñaron que era mejor culparnos entre nosotras antes de ver quiénes nos habían nombrado primero “bruja, puta, gorda, malcogida”. Un detalle: los primeros que nos llamaron “bruja, puta, gorda, malcogida” no fueron mujeres. Lo sabemos, pero, de todas formas, nos odiamos. Aprendemos a odiar como aprendemos a amar. Pero podemos desaprender. Ser amigas.

Yo también fui misógina

Cuando era más joven pensaba que era la mejor de las jóvenes intelectuales, la más brillante, la más osada. Mis amigos eran hombres. Tenía poquísimas amigas, respetaba a poquísimas compañeras en la licenciatura porque pensaba que “no era interlocutoras para mí”. Nos educan para pertenecer a una manada de hienas ya saben, las más fuertes y competitivas de las mamíferas y no para comprender y amar a las otras. Fui misógina. Usted también, seguro, lo fue. Y ella también. Todas nosotras.

Pero es posible desprenderse de la misoginia, dejar de decir “esa perra, esa puta”, cada vez que hablemos de las otras. Dejar de ver la celulitis en la pierna ajena. Dejar de pensar que somos el modelo de mujer, la decente y la moral frente a la puta y la loca sí, también llaman locas a las mujeres resueltas con su goce, herencia de la psiquiatría del siglo XIX, entre otras cosas.

No estoy ni a mitad del camino a la sororidad esa alianza entre mujeres frente al patriarcado, que la mexicana Marcela Lagarde explica muy bien aquí pero he empezado a transitarlo porque otras mujeres me llevaron a él. Mujeres mayores que yo que fueron mis maestras o mis jefas y que pensaron que podían tener interlocución conmigo, sin importar que yo estuviera tan joven y ellas tuvieran carreras consolidadas, en la academia, el periodismo o la literatura. Ellas me llevaron a su familia, a su tribu, a su haus, y por eso ahora aceptar que a mi lado hay muchas mujeres buenas, que hacen las cosas bien, incluso mejor que yo, y estoy agradecida por ello.

Como este camino es difícil, porque es mordaz también, he pensando marcar algunos pasos que he dado e intento sostener para dejar de pensar que las otras son el infierno.

No pelear con las feministas

Uso la palabra bruja en este texto porque muchas veces siento un conflicto entre el uso, el concepto en la historia y la representación de bruja. Sobre todo, con la representación que algunas de mis amigas feministas dan a ser bruja en fechas como el 8 de marzo o el 31 de octubre. Pero un día pensé: no puedo pasar mi vida peleando con las feministas, si ellas fueron las primeras en ponerse minifalda para demostrar que su cuerpo era suyo, no puedo pelear con otras mujeres si mis abuelas y mi madre me permitieron pensar, escribir, estudiar, viajar y convivir. No podemos pelear con otras mujeres si han sido ellas las que lucharon para que pudiéramos votar, ir a la escuela, a la universidad, aprender, estudiar, enseñar, divorciarnos si queríamos, no embarazarnos si queríamos, salir a la vida, vivir. Nos ocupamos tanto en pelear que nos dispersamos y así no podemos acuerparnos, defendernos.

Activar el 8 de marzo

Antes también discutía la celebración del 8 de marzo. “Qué hueva pensaba el machismo no existe”. No creía en el machismo porque fui criada por mujeres y estas mujeres me enseñaron que el mundo era ancho y ajeno y podía ser mío. Nunca me dijeron que no podía hacer algo, me dieron la fuerza suficiente para hacer lo que quisiera. “Qué hueva me decía si ya tenemos todo”. Pero no. No tenemos aún TODO y tampoco lo tuvimos antes. Pensaba que en todas las casas las niñas podían leer y escribir lo que quisieran, estudiar, pensar y viajar. Pero salí a la vida, y en la calle el machismo me encontró. Camino a la universidad, un hombre me siguió con su carro para acorrarlarme en un pasaje. En mi trabajo, unos abogados decrépitos preguntaron por mi edad para saber si era posible hacerme algo y que fuera legal; luego, rieron. En otro trabajo, una mujer de mi edad preguntó por qué yo tenía el cargo de investigadora, dijo que seguro lo obtuve porque había cogido con ¿cuántos?. Entonces no, el machismo no era una mentira.

Me incomoda el 8 de marzo como incomprensión. Los hombres nos dicen bellas, las otras mujeres no dicen amigas, queridas, etc. No siempre se trata de auténticas sororidades. Pero no se trata de la postal en redes sociales. Se trata de activar.

Tenemos que aceptar que necesitamos ese día simbólico porque el mundo sigue siendo hostil para muchas mujeres todos los días. Tenemos que aceptar que hemos experimentado y gozado libertades que nuestras abuelas no conocieron, a veces tampoco nuestras madres. Por eso tenemos que seguir enunciando el día, cada una de nosotras desde sus espacios y sus armas. Tenemos que seguir gozando de nuestras libertades y pensando, escribiendo y haciendo para que el mundo sea menos injusto con las mujeres, biológicas y transexuales.

Encontrarse

Dejé de leer hombres que escriben sobre mujeres y empecé a leer mujeres. Marosa Di Giorgio, Idea Vilariño, Gabriela Mistral, Djuna Barnes, Virginia Wolf, Marguerite Duras. Y me encontré. En ellas me sentí encontrada. Estas mujeres se preguntaron frente a la escritura a mano o a mecanografía lo mismo que yo me preguntaba. Se preguntaron frente a la vida en la casa de los padres, la propia, la cocina, la calle lo que yo me preguntaba por la vida. Y encontré mi lugar, no para tener una genealogía de mujeres que me convirtiera en alguien en alguna literatura, sino que me encontré en la vida.

También comencé a leer a escritoras de mi generación, la mayoría mis amigas, y me encontré también, con los mismos miedos, las mismas ganas de reír, de aceptar. Hay que leer a las mujeres que escribieron antes que nosotras y escriben al mismo tiempo que nosotras porque nos preguntamos lo mismo ante palabras contundentes como feminidad, soltería, maternidad, impunidad, goce. Tenemos una voz que nos permite cantar fuera de las jaulas de los cánones.

Mirar hacia las intersecciones

Una de las condiciones más injustas de ser mujer es la feminidad como yugo. Durante siglos el canon de belleza ha sido tan cambiante y tan injusto con la biología yo tendría que colocar mis senos en la belleza de otro siglo, tal vez el XVI, por ejemplo que lo hemos normalizado. Y vamos normalizando, y con ello violentado, a tantas mujeres en nuestro camino. O a tantos hombres.

Una de las condiciones más injustas en la que se encuentran tantas mujeres y hombres en la historia es la encajar en el modelo de la feminidad o la masculinidad. Hasta ahora, en estos discursos de sororidad y reivindicaciones, no hemos pensando en las mujeres transexuales, nacidas hombres, y en los hombres transexuales, nacidas mujeres. Aquí hay una intersección potente que debe cuestionar nuestras miradas sobre género y sociedad porque en este caso se trata de MUJERES, de otras mujeres que no conocemos y que atraviesan otros estratos de su vida.

La feminidad también es muy violenta. Y con ella hemos dañado a niñas que nacieron mujeres y eran, en realidad, hombres (machorra, marimacha) y a niños que nacieron como hombres pero en realidad eran mujeres (maricón, culero).

En uno de mis tantos trabajos conocí a Karlita. Para mí, es uno de los personajes más importantes de la lucha política trans en El Salvador. En 1992, aparecía en un fotorreportaje de Francisco Campos como Carlos, quien se travestía y prostituía. En 1998, daba declaraciones en un reportaje de El Noticiero sobre crímenes de odio. Cuando la conocí, diez años después, dirigía una ONG que apoyaba a mujeres trans que vivían con VIH. Era una luchadora social que estaba por terminar el bachillerato. Karlita no terminó la escuela porque se supo mujer siempre y en su adolescencia quiso usar los baños de mujeres; en su escuela no lo comprendieron, la insultaron (culero, maricón) y la golpearon, sus mismos compañeros de escuela. Las historias de violencia por género son cotidianas y pocas ven la luz, las hemos normalizado como normalizamos cualquier forma de violencia, pero por ser normalizadas no son norma, y, sobre todo, no son justas.

Entender que ser mujeres es también una experiencia política tiene que hacernos mirar a esas otras mujeres, quienes, desde sus procesos de reasiganción de sexo, nos ayudan a escribir otras historias sobre ser mujer que rompen con el modelo en que casi ninguna de nosotras cabe, un corsé asfixiante más que un modelo de lo posible.

Comprender a la madre

Creo que el camino más preciso, y más doloroso, a la sororidad es comprender a la madre. Hemos escrito y pensado sobre la madre sobre todo como institución y no como ser humano.

La mayoría de mis complejos, y los de mis amigas, vienen de lo que dijo la madre cuando era niña o adolescente. Vienen de la pared de vidrio que las familias colocan entre los roles, vienen de una tradición occidental en la que las mujeres han sido enseñadas para parir y no quejarse, para tener rabia, o para quererse pero, a pesar del inmenso amor, reprocharse.

Comencé a comprender a mi madre hasta que tuve la misma edad que ella en un momento crucial de su vida. Mi madre enviudó a los 33 años. De pronto, estuvo sola, con dos hijas. Veo a mi madre de entonces por mi recuerdo y no por las fotografías y lloro con ella. Lloro con mi mamá como la mujer joven que era, a la que le mataron el esposo, a la que le quedaron dos niñas y un inmenso miedo. Veo a mi mamá de 33 años, joven, bonita, con sus tacones, con su risa, con su ropa a la moda. Luego la veo viuda. Y me abrazo para abrazar a mi madre porque estuve dentro de ella y me formé con su calcio y todas esas cosas que hemos leído, que creemos que sabemos pero que no sabemos realmente.

Comprender a la madre es caminar a la comprensión del dolor y de la felicidad. Abracemos a nuestra mamá como mujer y no como símbolo.

Caminar a la sororidad

Cuando era profesora universitaria conversaba con mis estudiantes para saber qué deseaban de la vida, qué querían hacer. Muchas de las niñas querían casarse y dedicarse al hogar después de terminar la universidad. No está mal casarse, ni ser madre, ni guiar un hogar, pero les pedía que se casaran por decisión propia y no de sus novios o sus papás. Antes hay que viajar solas, conocer el mundo, les decía. Un día, una de ellas me dijo: “Ya lo pensé, no me voy a casar el próximo año; antes, voy a viajar sola”. Yo me sentí como Julia Roberts, en Mona Lisa smile, y pensé que había empoderado a una niña, de tantas, que cruzaban por las aulas.

A veces, empoderar a una mujer no es entregarle unos anticonceptivos, es enseñarle a pensar desde más perspectivas. Durante unos años trabajé con estudiantes que no conocían la historia reciente de El Salvador. Algunas se sentían realmente impactadas por la Historia, se conmovían, se quejaban, ¿cómo era posible tanta violencia, tanta brutalidad? Muchas de estas estudiantes me dieron las mejores enseñanzas: comenzaron a mirar el país en el que vivían desde otras perspectivas, cambiaron la mentalidad polarizada con la que reflexionaban sobre política, y algunas de ellas lo hicieron aunque entraran en contradicción con los orígenes políticos de sus familias.

Como dije, apenas he dado unos pasos en el camino a la sororidad. Cometo errores, soy impulsiva. Pero llegué aquí porque otras mujeres me guiaron. Sin Cecibel Romero, María Tenorio y Vanessa Núñez yo no habría entendido que era posible, que es posible transitar entre las demás. A ellas y a las lectoras de este blog quiero dedicar este texto, porque lo fácil es pensarse, lo más difícil es no tener miedo de enunciarse.

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