Caverna de prostitutas y maleantes. Expendio de marihuana. Enorme urinario afrancesado, de estilo art nouveau, que sostiene un rótulo de Se vende. La vieja casona es hoy eso: una elegante pocilga en lo más céntrico y sórdido de San Salvador. Resulta difícil o quizá no tanto imaginar que allí residió Alfonso Quiñónez Molina, un ex presidente salvadoreño.
No importa si es vieja o monumental. Tampoco interesa si es símbolo de lujo y poder. No importa si fue la casa donde se crió Tomás Regalado o si fue la casa de tejas donde nació Maximiliano Hernández Martínez. Si fueron eximios corruptos o beneméritos gobernantes. Con bastante democracia, aquí las casas de los primeros ex mandatarios han llegado hasta estos días convertidas en cualquier cosa. Desde roñosos salones de baile, puti-clubs, funerarias, cibercafés de pueblo, tiendas de todo a $1, universidades que no lo son, hasta taquerías.
Algunos dirán que es cuestión kármica, otros mera casualidad. Lo cierto es que desde 1821 a la fecha, El Salvador suma al hilo más de 80 presidentes. Pero al parecer ninguno de esos más de 80 ni uno ha merecido que su hogar sea declarado un bien histórico. En México, la casa oaxaqueña donde en 1806 fue parido Benito Juárez ha sido pintada de fucsia y azul y le han dado mote de museo. En Chile, el tosco domicilio que fuera de Salvador Allende comparte con la isla de Pascua la etiqueta de Monumento Nacional.
El caserón de Allende es tan reverenciado como el de Rafael Calderón Guardia, un costarricense al que luego de colocársele la banda presidencial en 1940 creó el seguro social y la universidad que jamás había tenido su país. Estados Unidos, en su papel de superpotencia, ha ido más allá. Monticello, la casa de campo de Thomas Jefferson, su tercer presidente, fue declarada patrimonio no solo de los gringos, sino de todos los seres humanos del mundo. Es la casona que aparece acuñada en las monedas de $0.05. La misma moneda que usa este país llamado El Salvador, independiente desde hace casi 200 años.
Como en la antigua China, desde 1913 a 1927 El Salvador fue gobernado por una dinastía. La de las familias Meléndez y Quiñónez. Ambas engendraron tres adinerados presidentes a quienes les tuvo sin cuidado qué era eso de nepotismo y oligarquía. Sus casas dinásticas aún parchan el mapa urbano de San Salvador.
Una de ellas se convirtió en un manchón de cenizas. Es una esquina baldía casi frente al Teatro Nacional, que sirve de improvisado retrete o parqueo. Hace solo cuatro años, antes de que el fuego la revirtiera de diamante a carbón, allí se oxidaban dos pisos de láminas y maderas europeas, era la exquisita vivienda de Carlos Meléndez. Una que luego de ser su morada, en los últimos años, fue un almacén llamado Munguía. Y más tarde, una casa seccionada en zapatería, venta de semitas y pupusería.
Carlos Meléndez la hizo ensamblar en 1910. Tres años antes de ascender como máximo jefe del país. Un cargo que no era ninguna novedad en su familia. Carlos era nieto del doctor Norberto Ramírez, presidente de El Salvador en 1840 y también de Nicaragua alrededor de 1850.
Se sabe que el gobierno de Carlos Meléndez empezó en 1913, pero no cuándo terminó. Algunas biografías se empecinan en afirmar que entregó el poder en 1918. Durante ese tiempo, y por interines, Carlos designó como vicepresidente y dos veces como presidente a Alfonso Quiñónez Molina. Un médico cirujano que estaba casado con Leonor Meléndez, la hermana de Carlos.
La afrancesada casa de la pareja Quiñónez-Meléndez es la que hoy es dormitorio de ladrones y prostitutas, y la que tiene un letrero de Se vende asido a su fachada de líneas art nouveau. Fue construida en 1918, cerquísima de la céntrica plaza Libertad. En su época fue ultramoderna, tenía un exótico garaje. Ahora, los propietarios aseguran que venden el terreno, no la estructura, porque sale más barato botarla que restaurarla por los largos trámites de patrimonio. Poco vale que la casa parezca histórica, como hacen suponer unas verjas forjadas que forman letras Q y M. La inmobiliaria valora que el terreno mide 1,600 varas cuadradas. El precio, negociable, es de $75 cada vara.
Entre tanto deterioro y desdén, las dos casas de Jorge Meléndez, en cambio, son una excepción. Jorge era el hermano menor de Carlos. También fue su relevo presidencial-dinástico para cubrir el período 1919-1923.
A pesar de tener por vecinos a La casa del dáiper y a varios prostíbulos, la centenaria casa de Jorge Meléndez parece mejor conservada. Sin embargo, su fachada, de mascarones y florituras color cemento, apenas es visible. Frente a ella se amontonan vendedores de películas pirateadas. Ahí, algunos estudiantes de la cercana Universidad Tecnológica preguntan por la última de Harry Potter, pero no por la casa a la que le sobra potencial cinematográfico. La realidad supera la ficción, dicen.
El otro domicilio de Jorge Meléndez está en Soyapango. Sobre una meseta erizada de esos gigantescos y cónicos árboles llamados araucarias. Más que una casa es un impresionante palacete ajeno a la caótica sobrepoblación de Soyapango. Parece más una postal inglesa o una de un Luxemburgo tropical. Hasta el clima se siente fresco.
Se trata de una casona de dos plantas, de cuyos techos salen escupidas tres altas torres un tanto góticas. Nadie sabe cuándo fue construida. Pero en una publicación de 1916, llamada el Libro Azul, ya aparece fotografiada. Entonces era la finca Venecia, donde humeó, por primera vez en el país, una planta de vapor para producir azúcar.
Además de la finca Venecia, Jorge tenía otra finca contigua llamada Prusia. Ambas propiedades estaban revestidas con cañaverales, una fábrica de hielo y pastos ganaderos que cuadriculaban cerros y llanos. Sobre esos extensos y antiguos dominios agrícolas hoy se desdoblan empobrecidas colonias, el aeropuerto de Ilopango, la ciudadela Don Bosco… Pero en medio de todo lo anterior, continúa la opulenta casa. Sosteniendo, en su fachada, un medallón con las iniciales de Tula Mazzini, la esposa de Jorge Meléndez.
El palacete de Tula y Jorge tuvo jardines versallescos, con maceteros marmóreos, que intentan ser restaurados. Desde hace apenas dos semanas, la finca pasó a ser una elegante funeraria: Jardines de Venecia. Un nombre ad hoc.
El lujo de este funerario palacete es solo comparable con la casa de Francisco Dueñas. Un presidente tan adinerado como vilipendiado. Desde hace más de 125 años se le acusa de reelegirse, de robar 97,000 pesos y hasta de facilitar el fusilamiento de otro ex presidente, Gerardo Barrios. Cierto o no, Dueñas gobernó cuatro veces el país, hasta que en 1871 alguien decidió que ya había sido suficiente. Lo derrocaron y lo enviaron lejos, a Estados Unidos. Sin embargo su casa quedó aquí, oculta en medio de una boscosa cuadra capitalina. Dos leones de concreto, de apariencia agresiva, custodian la entrada mientras sostienen unos escudos que dicen Villa Guadalupe.
La encalada Villa Guadalupe es una suma de escalinatas, ventanales y hierros acolochados. Un vigilante cuida el abandono en que ha caído: árboles que crecen retorcidos, telarañas y mala hierba por doquier. Hasta hace tres años era una universidad que obvió el nombre del primer dueño, Francisco Dueñas, para retomar el de Isaac Newton, el inglés que descubrió la ley de la gravedad. La universidad parece haber caído en clausura por la misma ley. Su deficiencia académica pesó mucho.
En la plaza central de San Matías, un pueblecillo al norte del departamento de La Libertad, el aire suele vagar regalando olor a tacos. El olor proviene de una vieja casa de tejas, cuyas paredes pintadas de color zapote tienen dos rótulos. Uno que dice Casa de Maximiliano, restaurante Los Nopales. Y otro, en hierro, que recuerda que en esta casa, y en 1882, nació Maximiliano Hernández Martínez. Un general que dictaminó su propia presidencia: un rígido martinato empezado con un golpetazo de Estado en 1931, y cercenado en 1941, cuando unos militares más jóvenes prescindieron de él.
A muchos matíanos les sabe mejor comerse una torta mixta, de pollo y jamón, de don Maxi a $1.50 cada una que ponerse a analizar si el antiguo dueño de la casa fue un tirano o no. Algo similar ocurre en El Divisadero, un villorrio del oriental departamento de Morazán. Aquí, en 1917, fue parido otro presidente militar, Fidel Sánchez Hernández. La que fue su casa es hoy un cibercafé con tejas. Pero para muchos de sus jóvenes usuarios es mejor chatear con una potencial pareja que mover el mouse para averiguar si en 1972 Sánchez Hernández hizo fraude electoral o no.
El panorama en El Divisadero no es muy distinto al de Santa Ana. En este antiguo emporio cafetalero, y hace menos de ocho años, la vivienda de Tomás Regalado fue saqueada y luego tumbada por un tractor. Uno que no aplastó su recuerdo como un intrépido militar y político, gustoso de las bebidas etílicas, y que al final de su gobierno, en 1903, y pese a ser aclamado, no quiso reelegirse. Prefirió designar como presidente a un amigo suyo, al también santaneco Pedro José Escalón.
A diferencia de Regalado, el caserón de Pedro José Escalón aún emana su aire aristocrático en una esquina del centro santaneco, rodeada de un vecindario que empieza a desmoronarse y a heder a orines. Su elegante fachada neoclásica de copones es hoy un almacén llamado Todo a $0.99. Ahí venden baratijas chinas y hasta ropa gringa de segunda mano exhibida entre tapices, patios solariegos, y ennegrecidos encielados de madera.
Menos vejada luce la pétrea vivienda de Francisco Menéndez, en Ahuachapán. De estilo colonial, la casa de este ex presidente considerado impulsor de la educación y verdugo de Francisco Dueñas es quizá una de las más antiguas en su ramo. Una familia aún la habita, usan el vestíbulo como cochera. En su fachada, de farolas, corazones labrados y barrotes, aún se leen sus iniciales, F y M, más un 1866. Esta vivienda, como otras 14, son consideradas por el actual gobierno como históricas con valor agregado, porque pertenecieron a uno de esos más de 80 presidentes que por fortuna o maldición dirigieron al país. Ninguna de ellas ha sido declarada monumental. Y por ser estructuras privadas, el Gobierno no puede manosearlas, solo puede inscribirlas en listados.
Listados que dejan fuera a muchas otras. Como el ramillete de caserones que pertenecieron a ex presidentes militares y militarescos. Todos tienen en común estar en barrios venidos a menos como el San Miguelito o el Flor Blanca, por donde ahora deambulan mujeres en minifalda, que de cerca no lo son tanto. Por ejemplo, la casa del coronel Osmín Aguirre y Salinas, frente a la cual fue asesinado en 1977, hoy está en venta.
La casona de estilo californiano del Salvador Castaneda Castro continúa viendo el tráfico de la alameda Roosevelt. Los vecinos más avejentados aseguran que Castaneda no fue tan fascista como otros ex presidentes militares, porque en 1948 terminó su mandato sin fusilamientos. Con ese antecedente, su casa es hoy una organización interesada en la niñez.
A tres cuadras de la casona de Castaneda está la de quien lo derrocó en 1948: Óscar Osorio. En esta pequeña casa él solía tener una piscina donde se chapuceaba a discreción. Hoy es una funeraria de nombre Moderna. Siempre sobre la Roosevelt, resta otro palacete de dos pisos y tejas, era el de José María Lemus, otro militar que, antes de ser elegido presidente en 1955, y para lucir más transparente, declaró ser propietario de un Chevrolet modelo 52 y tener varias propiedades hipotecadas. Quizá ese caserón sobre la Roosevelt nunca fue suyo. Hoy es un recodo de una universidad. Antes, fue un hotel de poca monta.
De vuelta al devaluado centro capitalino, hay otra casona que parece navegar rumbo al naufragio. Es la del ex presidente Rafael Zaldívar. Un médico que fue tres veces presidente, hasta que por miedo a una convulsión social y política renunció en 1885, y se fue a Europa. Desde hace más de 100 años, su casa quedó a merced de terremotos, inmobiliarias e indigentes.
Indigentes, que incluso desnudos, asoman por los balcones de la casona, para ver qué hay dentro. Pero, adentro hay poco. Solo una torre de sillas plásticas que utiliza la Asociación de Artesanos, los inquilinos del caserón desde hace más de 30 años. Uno de sus miembros más longevos, Mario Montesinos, asegura que en la casa residen ratas de proporciones gatunas, que de noche conviven con fantasmas igualmente espeluznantes. Por eso, en las tardes adecúan una enorme porción de la casa como salón de baile, donde baila una que otra prostituta para alegrar la cosa.
Montesinos mira el techo de madera. Asegura que es antiquísimo, pero que para modernizarlo como discoteca-galáctica le pintaron bemoles y un tosco sistema solar: Saturno y sus aros, Júpiter, Urano… Un tanto serio, Montesinos señala un acrílico cometa, asegura que es el bíblico Armagedón: En el mero final de los tiempos va a venir a la tierra para acabar con tanto pecado, y lo primero que será destruido será esta casa. La casa del ex presidente.