Biopolíticas imperiales

3. Biopolíticas imperiales
Salud y enfermedad en el marco de las reformas borbónicas
“El principal objeto que prefi ere á todos el soberano, es el bien de sus
vasallos: á su conservación y felicidad deben dirigirse sus principales miras;
y como el mayor bien de quantos poseen es la vida y la salud, la ley
que imponga el Monarca á este fi n no es dura, sino benigna”
Francisco Gil
En el capítulo anterior he mostrado que el discurso de la limpieza de sangre actuaba como un dispositivo generador de subjetividades en la Nueva Granada colonial. El imaginario aristocrático de la blancura, anclado en el habitus de los criollos, constituye la base ideológica sobre la que este grupo legitima su dominio sobre las castas.

También mencioné que el discurso ilustrado de los Borbones fue percibido por un sector de la elite criolla como una amenaza contra ese imaginario de blancura, a pesar de que la intención de la Corona nunca fue deshacer las jerarquías sociales. Ahora es tiempo de investigar en qué consistía el discurso biopolítico del Imperio español y cómo fue recibido por la comunidad de los criollos ilustrados en la Nueva Granada.

La hipótesis de lectura que guiará esta investigación es la siguiente: a diferencia de los criollos más tradicionalistas, el sector (minoritario) de los criollos ilustrados verá con buenos ojos la introducción de las reformas borbónicas y no las considerará como una amenaza sino, por el contrario, como un complemento del discurso colonial de la pureza de sangre. La pretensión ilustrada de colocarse como observadores imparciales del mundo – lo que aquí he denominado la “hybris del punto cero” -, será para ellos el motivo perfecto para fortalecer su imaginario habitual de dominio sobre las castas.

Enunciado por los ilustrados de la Nueva Granada, el discurso de la ciencia será, después de todo, un discurso colonial.

Ubicarse en el punto cero, decía anteriormente, equivale a tener el poder de construir una visión sobre el mundo social reconocida como legítima y avalada por el Estado. Se trata de un verdadero trabajo de construcción de la realidad social en el que los “expertos” – en nuestro caso, los criollos ilustrados del siglo xviii – se definen a sí mismos como observadores neutrales e imparciales del mundo. Así lo entendía perfectamente el pensador criollo Francisco Antonio Zea en un famoso discurso del año 17911:
“Nadie ignora que los sabios son en las repúblicas lo que el alma en el hombre. Ellos son los que animan y ponen en movimiento este vasto cuerpo de mil brazos, que ejecuta cuanto le sugieren; pero que no sabe obrar por sí mismo, ni salir un punto más en los planes que le trazan. En efecto, el artista, el labrador, el artesano jamás saldrán de lo que vieron hacer a su padre o a su maestro, si los depositarios de los conocimientos humanos y de los progresos del entendimiento, o no quieren llevar sus luces filosóficas al taller, al campo, a la oficina” (Zea, 1982 [1791]: 93-94).

La Ilustración presuponía el establecimiento de una frontera entre los que saben jugar el juego de la ciencia (los expertos) y los “otros” que permanecen encerrados tras los barrotes culturales del “sentido común”. Los expertos son como el alma que, mediante las “luces filosóficas”, se colocan en una situación de objetividad cognitiva que les permite otorgar vida a la totalidad del cuerpo social; sin el auxilio del conocimiento producido por los sabios, el resto de la población (el artista, el labrador, el artesano) quedaría sin orientación y permanecería sumida en la oscuridad de los conocimientos tradicionales.

En este capítulo se mostrará entonces que, en manos de los criollos ilustrados, la ciencia moderna y, en particular, la medicina sirvió como un instrumento de consolidación de las fronteras étnicas que aseguraban su dominio en el espacio social. El discurso metropolitano de la biopolítica se revela, en las periferias, como una prolongación del imaginario de blancura que estudiamos en el capítulo anterior.

3.1 La desmagicalización del mundo o el ocaso de la caridad

Ya desde el siglo xvi la Corona española estableció un vínculo indisoluble entre la evangelización y la política hospitalaria. El hospital era concebido básicamente como una institución de caridad cuya función era beneficiar a los pobres.2

1 Concuerdo con Renán Silva en su apreciación de que el famoso artículo “Avisos de Hebephilo”, publicado por Zea en el número 8 del Papel periódico de Santa Fe de Bogotá, se inscribe plenamente en el imaginario colonial del absolutismo español, que fue el que asumieron los criollos ilustrados de la Nueva Granada (Silva, 2002: 159).

La palabra “hospital” estaba asociada con la virtud cristiana de la “hospitalidad” y por eso la asistencia médica y espiritual de los enfermos estaba a cargo de las órdenes religiosas, quienes la veían como parte esencial de su apostolado. El hospital era un lugar administrado por religiosos – y no por el Estado – en el que no era tanto el cuerpo el que se buscaba curar como el alma. Allí acudían para encontrar cobijo temporal, los huérfanos, los mendigos, los ancianos, los inválidos, es decir, todos aquellos que por su incapacidad física o por su extrema pobreza, no podían valerse de la fuerza física para sustentarse mediante el trabajo (Quevedo, 1993: 51).

Hasta la época de las reformas borbónicas, la institución hospitalaria fue vista en las colonias americanas como una institución de socorro, enmarcada dentro de la función evangelizadora de las órdenes religiosas. La práctica médica al interior del hospital era ejercida como un servicio a los individuos
más desfavorecidos de la sociedad, y por eso no era el médico sino el cura quien se encargaba de administrar los cuidados al enfermo.

Obviamente, la gente también acudía a los hospitales para ser curada de la enfermedad corporal. Particularmente durante los primeros años de la Conquista, muchos soldados españoles llegaban heridos al hospital por causa de flechas envenenadas, picaduras de mosquitos o afectados de alguna enfermedad contagiosa.3

Sabemos que en esa época eran frecuentes las epidemias de fiebre y disentería, y que incluso la gripe fue causa de gran mortandad durante la Conquista. Esta situación llevó al rey Fernando el Católico a ordenar en 1513 la fundación del primer hospital del Nuevo Reino de Granada en la ciudad de Santa María la Antigua del Darién, financiado con fondos reales y administrado por los padres franciscanos (Soriano Lleras, 1966:38-39). No obstante, y a pesar de que las órdenes religiosas se ocupaban de atender
médicamente la enfermedad corporal, la gestión de la enfermedad era un ejercicio filantrópico y no terapéutico. La enfermedad era vista como un problema individual que tenía que ver más con el bienestar espiritual del paciente que con el bienestar material de la sociedad.

2 En este contexto, el sostenimiento de los hospitales dependía, en buena parte, de la caridad de los aristócratas pudientes, quienes demostraban públicamente sus virtudes cristianas mediante generosas donaciones. El médico e historiador Emilio Quevedo cita textualmente un acta de donación hecha en 1564 por Fray Juan de los Barrios, en la que se destinan recursos privados para el establecimiento en Bogotá de “un hospital en el cual vivan y se recojan, e curen los pobres que a esta ciudad ocurrieren y en ella hubieren, así españoles como naturales [y de esta] forma y manera que de derecho puedo y debo, otorgo y conozco que hago gracia y donación, cesión y traspaso puro, perfecto, acabado e irrevocable, que es dicha entre vivos, de las casas de nuestra morada, que son en esta ciudad de Santa Fe […] para que agora y para siempre jamás sean y en ellas se funde un hospital” (citado por Quevedo, 1993: 70-71).
3 Soriano Lleras (1966: 31) comenta que probablemente los insectos de las regiones cálidas ocasionaron más víctimas entre los soldados y colonos españoles que todas las flechas envenenadas de los indios.

El caso del hospital Real de San Lázaro en Cartagena de Indias puede resultar
ilustrativo a este respecto. El hospital fue creado en 1608 para albergar a los leprosos de todo el Nuevo Reino de Granada, en un tiempo en que la lepra era vista todavía como una “enfermedad bíblica”, esto es, como un castigo divino por el pecado (Obregón 1997: 35). Se trataba, en suma, de una dolencia del alma que debía ser tratada “espiritualmente” por los sacerdotes. Ello demandaba la práctica de la caridad cristiana, de acuerdo a la famosa parábola del rico y Lázaro contada por Jesús.4

De este modo, el leproso no era objeto de tratamiento médico sino de misericordia y su reclusión en el hospital obedecía fundamentalmente a este propósito.5 El hospital era entonces un lugar donde se “dispensaba” la gracia divina, y esto no sólo era válido para los lazaretos. También el hospital de San Pedro en Bogotá fue creado en 1564 como un “albergue para pobres” administrado por el patronato de los obispos de la ciudad. En 1630 el rey Felipe iii dispuso que la institución fuera manejada por la orden de los Hermanos de San Juan de Dios, quienes la convirtieron en hospitalconvento
bajo el nombre de Hospital de Jesús, José y María6 y, posteriormente, de San
Juan de Dios.7

Ni los nombres asignados al hospital ni su organización conventual, y ni siquiera su ubicación geográfica eran fruto de la casualidad. El hospital tenía
una manifiesta finalidad evangélica: confortar espiritualmente a los enfermos leves, mostrándoles la necesidad de practicar la caridad cristiana; y a los enfermos graves, prepararlos para la muerte, ayudándolos a concluir su existencia en paz con Dios.8

4 Según esta parábola, Lázaro era un mendigo leproso que ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del hombre rico, sin encontrar compasión por parte de éste. Muertos los dos, el hombre rico fue enviado al Hades, mientras que Lázaro fue consolado en el seno de Abraham (Lucas 16: 19-25).
5 Es bien conocida la actividad del sacerdote jesuita Pedro Claver – también conocido como el “apóstol de los negros” -, quien dedicó su vida a trabajar por los enfermos del hospital. Soriano Lleras dice que “San Pedro Claver conseguía ropas y medicinas que enviaba diariamente a los enfermos con un mensajero. Cuando había fi estas religiosas los obsequiaba con una comida mejor y más abundante que le preparaban en casas amigas y que era amenizada con una banda de música de los intérpretes el colegio de los jesuitas ” (Soriano Lleras, 1966: 66).
6 Véase: Soriano Lleras, 1966: 89.
7 Curiosamente, aunque el hospital era visto como una extensión de la misión sacramental de la Iglesia, fueron malos manejos económicos los que motivaron la decisión del Rey. Según Soriano Lleras, las rentas del hospital estaban siendo mal administradas por los obispos, escaseaba el agua y la comida, las limosnas de la feligresía eran cada vez menores, había personas intrusas ocupando habitaciones en la casa y los sacerdotes no visitaban oportunamente a los enfermos (Soriano Lleras, 1966: 64).
8 Véase: Restrepo Zea, 1997: 81.

Otra modalidad utilizada en la Colonia fue la del hospital -colegio. Se trataba de instituciones que combinaban la instrucción moral y religiosa con la asistencia médica. Fue el caso, por ejemplo, de las monjas de la Encarnación en Popayán, quienes regentaban un centro dedicado a la atención de “doncellas pobres” (Paz Otero, 1964).

También en Popayán funcionaba una institución de este tipo administrada por los llamados “Hermanos Camilos de la buena muerte”. Como su nombre lo indica, el trabajo de estos padres se concentraba en la asistencia a enfermos moribundos, velando también por la enseñanza y cuidado de los pobres. Los padres Camilos no solamente visitaban a los enfermos y administraban el sacramento de la extrema unción, sino que también dictaban clases de cristiandad y practicaban operaciones cesáreas.

Nótese que las tres formas de organización hospitalaria, el convento, el colegio y el lazareto, comparten un mismo tipo de orientación: su carácter privado. Es decir, se trataba de instituciones administradas por organizaciones paraestatales – las órdenes religiosas -, cuyas políticas de gobierno escapaban al control del Estado. Pero con la introducción de las reformas borbónicas , esta situación cambiaría radicalmente.

Los Borbones hacen de la utilidad, la riqueza y “felicidad pública ” sus pilares de gobierno. Esto suponía convertir al Estado en el eje ordenador de todos y cada uno de los factores que intervenían en la vida social. El Estado borbón se coloca, como decía antes, en “la perspectiva del Todo”, es decir, asume la tarea de ejercer un control racionalmente fundado sobre las riquezas, el territorio y la población a su cargo, con el fin de fomentar el desarrollo económico del imperio.
Semejante tarea suponía, por supuesto, la estatalización de ámbitos que hasta ese momento habían estado bajo el control de intereses particulares. Era necesario expropiar a estos sujetos, del control sobre los flujos sociales de capital simbólico y económico, centralizando este control en manos de un
sujeto único y absoluto: el Estado. En una palabra, el proyecto de gubernamentalidad implementado por los Borbones exigía la desprivatización de aquellos ámbitos que resultaban claves para el incremento de la productividad económica. Y uno de esos ámbitos claves era el de la salud pública .

Pero la expropiación jurídica y política que se empieza a llevar a cabo en el siglo xviii corría paralela a la expropiación epistemológica. El establecimiento del Estado como único centro administrador de la vida social, representa un ataque a la idea de Dios como fundamento y garantía de la efectividad del campo instrumental de la sociedad (economía , política, derecho). La política borbona ya no parte de Dios como garante de un orden cósmico eterno, sino de la actividad humana (el trabajo productivo) como único medio para ordenar la naturaleza y someterla a los dictados inmanentes
de la razón .

La enfermedad y la pobreza dejan de ser un destino que se acepta con
resignación, para ser vistas ahora como disfunciones que pueden ser domesticadas por la racionalidad científico-técnica. Esto explica porqué razón el Estado borbón intentó quitar a la Iglesia el control sobre la dispensación del sentido de la salud y la enfermedad.

Tales fenómenos debían recibir ahora una nueva significación legitimada por el Estado absolutista y su organum cognitivo: la ciencia moderna. Bajo el gobierno de los Borbones, la enfermedad ya no era vista como un mal de orden espiritual que atacaba al individuo por sus pecados, y por tanto era un castigo de Dios, sino como un mal que ataca al conjunto entero de la sociedad y que posee causas materiales.

No es el cuerpo del individuo sino el cuerpo social el portador de la enfermedad. Por esta razón , el diagnóstico de la enfermedad está ligado a tecnologías poblacionales como los cálculos demográficos, las estimaciones sobre tasas de mortalidad y esperanza de vida, el estudio racionalmente fundado sobre el papel de la educación, así como el conocimiento científico sobre la geografía y sobre las “leyes naturales” que rigen el comercio .
Lo que una enfermedad “significa” ya no depende de instancias privadas dispensadoras de sentido, como la Iglesia, sino de políticas públicas orientadas bajo un modelo económico. El “buen gobierno” al que aspiraban los Borbones tenía que ver directamente con el éxito de su gestión económica, por lo que la salud pública se convierte en un dispositivo capaz de asegurar el incremento de la productividad. Desde este punto de vista, la enfermedad empieza a tener una significación “económica” otorgada por los aparatos ideológicos del Estado, a expensas de una significación “teológica” dispensada por la Iglesia.

La conservación de la salud pública se convirtió por ello en una de las prioridades del gobierno ilustrado. Elevar el nivel de salud de la población, particularmente de aquellos sectores que se encontraban en edad productiva, significaba mejorar las posibilidades de crecimiento económico en las colonias y, de este modo, asegurar la competitividad de España por el control del mercado mundial.

Ya no se trataba sólo de conservar la salud de los aristócratas criollos – únicos que podían gozar de un tratamiento médico personalizado -, sino también de la creciente población mestiza, que para esa época se había convertido en el principal motor de la producción de riquezas en la Nueva Granada.

El proyecto borbónico de la gubernamentalidad demandaba el impulso de una política tendiente a fortalecer el aumento de la población laboralmente activa, lo cual exigía un combate sin cuartel a los dos grandes enemigos del trabajo
productivo: la enfermedad y la mendicidad . Se hacía necesaria, entonces, una reforma de la política hospitalaria, que hasta entonces había entendido la enfermedad como un problema individual y la mendicidad como un problema de caridad cristiana.

Ambos problemas, la enfermedad y la mendicidad, dejarían de ser asuntos privados para convertirse desde ahora en asuntos públicos, administrados por la racionalidad científico-técnica y burocrática del Estado.

Este cambio de significación es evidente en el plan para la construcción del hospital de San Pedro en la ciudad de Zipaquirá, plan presentado al virrey de la Nueva Granada por Pedro Fermín de Vargas . El ilustrado criollo comienza destacando la “saludable instrucción” que representa la caridad cristiana para el cumplimiento de los deberes morales que exige la vida en sociedad.

Imbuidos de este espíritu cristiano, los reyes de España fundaron hospitales para brindar asilo al pobre y al necesitado durante el tiempo que estuvieran enfermos. Sin embargo, la mayor parte de estos hospitales, aunque inspirados en la caridad evangélica, fueron fundados “sin conocimiento de los principios más esenciales de medicina y política , [por lo que] han causado algunos más daños que provecho” (Vargas, 1944 [1789a]: 120).

Para corregir este error, Vargas propone que el hospital de Zipaquirá no sea encargado a ninguna comunidad religiosa sino que sea público, es decir, que se encuentre sujeto directamente al gobierno central de Bogotá. El Virrey deberá nombrar una junta de gobierno compuesta por el corregidor de Zipaquirá, dos alcaldes y dos vecinos nativos escogidos cada dos años de entre los representantes del pueblo. Ellos, y ya no las comunidades religiosas, serán los encargados de administrar en su totalidad el hospital. Habrá, claro está, un empleo para el capellán, pero su salario (200 pesos) será muy inferior al del médico (500 pesos), ya que éste debe asumir la responsabilidad máxima por el bienestar de los enfermos. El capellán se limitará a cuidar del bienestar puramente espiritual de los enfermos, sin asumir ningún tipo de función médica (1944 [1789a]: 130-131).

Para Vargas, como para todos los criollos que simpatizaban con el proyecto
borbón, resultaba evidente que la medicina era una cosa y el amor al prójimo era otra. La primera pertenecía al dominio exterior de lo público y debía, por tanto, ser administrada por el Estado; la segunda pertenecía, en cambio, al dominio interior de la conciencia (ámbito de lo privado) y debía ser administrada por la Iglesia. Pero en esta división del trabajo, lo privado debe someterse a lo público, ya que es ahí donde se juega el bienestar del hombre en este mundo.

Y siendo la función del hospital rehabilitar el cuerpo del enfermo para que pueda ser útil a la patria, el capellán debe también subordinarse a las órdenes de autoridades superiores: el médico, el alcalde y el corregidor. La “verdad” que administra el Estado – cuyo instrumento cognitivo es la ciencia – es “de este mundo” y, por tanto, superior a la verdad – metafísica e incierta – que administra la Iglesia.

Es esta misma línea política que buscaba someter lo privado a lo público, el
ilustrado criollo José Ignacio de Pombo propone a la Junta Provincial de Cartagena que el convento de San Diego, regentado por los padres franciscanos, sea cerrado definitivamente y el edificio habilitado como hospital. Pombo justifica su propuesta con dos argumentos de corte pragmático: el primero es que el convento se encuentra en la ruina y los frailes deben atender continuamente a su sostenimiento material, descuidando sus obligaciones religiosas; el segundo es que el edificio del convento “presenta por su localidad y fábrica, todas las ventajas que se podrían desear para el
establecimiento del Hospicio propuesto. Está en un lugar ventilado, sano, capaz y fuera de la población” (Pombo , 1965 [1810]: 174).

Según Pombo, los franciscanos no sólo deben ceder el edificio, sino que además tendrán que contribuir con la cuarta parte de las rentas necesarias para el sostenimiento del hospital, destinando incluso buena parte de los réditos obtenidos por misas y limosnas recolectadas en la capilla:
“Si por derecho los bienes de la iglesia son de los pobres, y los eclesiásticos
unos meros Administradores, ningunos con más justicia les pertenecen que
el producto dicho de las quartas […] y que a éstas no puede darse un destino
más propio que el Hospicio en que se recogerán una parte considerable de los
verdaderos pobres del Obispado, y en que por consiguiente disfrutarán todos
de su beneficio […] El producto de las dispensas no puede tener mejor ni más
propio destino, que el del Hospicio. El no es renta eclesiástica, ni pertenece
al Obispo; y [no] es obligación de éste emplearlo en objetos piadosos? Y qual
lo es más, ni más urgente, que el socorro y alivio de dichos pobres?” (Pombo ,
1965 [1810]: 175).

La “visión inmanente” de la salud y la enfermedad defendida por Vargas y Pombo , reconocía ciertamente que es Dios quien otorga y quita la vida, pero afirmaba que la razón humana está en plena capacidad de descubrir las leyes que determinan el funcionamiento de la “máquina del cuerpo” – como lo llamaba Mutis -. El estudio de estas leyes físicas es visto por el sabio gaditano como un modo legítimo de adorar a Dios, “pues si el mundo está fabricado bajo unas leyes tan sabias y manifiestas, ¿qué mucho que el hombre deseoso de saber, destine algunos ratos a la contemplación de las cosas que entran por sus sentidos, como medio más oportuno para las alabanzas debidas al creador?” (Mutis , 1983 [1762]: 41).

Por eso mismo, en su apasionada defensa de la inoculación, Mutis – que además de médico era también sacerdote – afirma que la preservación de la vida humana y el aumento de la población son mandatos divinos (“creced, multiplicaos y poblad la tierra”) y que, por lo tanto, la inoculación no puede ser contraria a la religión. Es Dios mismo quien ha dado a los hombres la luz natural para descubrir los secretos de la naturaleza a través de la ciencia, todo con el fin de llevar a mejor término sus designios eternos. La oposición a la práctica científica en nombre de la religión es vista por Mutis como una actitud cruel e inhumana:
“Si tal ha sido la voluntad del Creador en la multiplicación del género humano, si continuaran los pueblos por su desgracia seducidos de semejantes escrúpulos en resistir el beneficio de la inoculación, sería sacrificar voluntariamente las innumerables víctimas que perecen infaliblemente en cada epidemia, haciéndose reos positivamente culpables de tan horrible sacrificio” (Mutis , 1983 [1796]: 226).

Dios es reconocido entonces como árbitro de la vida, pero qué tanto pueda ser
preservada esa vida y elevada a un nivel de calidad humana en términos de salud física, no es algo que compete a Dios sino a la ciencia . Así lo presenta el científico criollo Jorge Tadeo Lozano , quien en su disertación sobre la brevedad de la vida – un tema abordado tradicionalmente por la teología o la filosofía moral -, no apela a la Biblia sino a la historia natural. Lozano muestra que la brevedad de la vida puede ser explicada enteramente por “causas internas”: alimentación deficiente, clima insalubre, estilo de vida inmoderado, enfermedades contagiosas, malas condiciones higiénicas y trabajo excesivo.

Sobre todo las enfermedades son responsables de la destrucción de “nueve décimas del género humano” y ninguna de ellas es “consecuencia precisa de la constitución del hombre”; es decir que su mortandad no puede ser atribuida a la voluntad de Dios o a la fragilidad de una naturaleza humana castigada por el pecado original, sino a la ignorancia de las personas y a los defectos de una política de salud no iluminada por la ciencia. Las viruelas, el sarampión, la “paralipsis”, el asma, la “hydropesia”, los partos difíciles, la “apoplexia”, las “calenturas pútridas” y las “dyssenterias” son males corregibles a través del conocimiento ilustrado y la buena política estatal (Lozano, 1993 [1801a]: 57-59).

3.2 Ciudades apestadas

Un buen ejemplo del cambio de percepción sobre el significado de la enfermedad es el de las dos epidemias de viruela que azotaron a la capital del virreinato en 1782 y en 1802. Un año después del levantamiento de los Comuneros se declaró en el virreinato de la Nueva Granada una epidemia de viruela proveniente de las provincias del norte.

Alarmado por el rápido avance de la enfermedad y su llegada inminente a la ciudad de Bogotá, el arzobispo-virrey Antonio Caballero y Góngora expide un edicto en el que la enfermedad es presentada como un castigo divino por los pecados del pueblo:
“Mucho afligen a la humanidad los castigos generales de que en tiempo en
tiempo acostumbra enviarle la Divina providencia para despertar a los mortales y sacarlos de su profundo letargo en que puede sumergirlos una continuada prosperidad. Guerras, hambre y pestes son las visitas del Sr. En el estilo de las Stas. Escrituras para manifestar a los pueblos sus enojos; y son los despertadores de que Dios se vale para los sabios designios de su altísima providencia […]. Sabemos con algún consuelo nuestro que avisadas del castigo que justamente recelan, se van preparando y disponiendo las familias con algunos ejercicios de piedad a recibir el inevitable contagio como una de las pensiones a que está sujeta nuestra naturaleza […] Muy bueno es pensar con anticipación en asegurarse tan saludables recursos. Muy bueno será también deponer en lo posible el horror y miedo que naturalmente inspiran a la humanidad las enfermedades contagiosas. Mas al fin, esos suelen ser por lo común unos medios puramente humanos y poco eficaces para conseguir que el Dios de las iras y venganzas tan merecidas por los pecados y escándalos públicos se convierta y manifieste hacia nosotros como Dios de salud y misericordias […] Con mayor actividad y más confiadamente que en los auxilios humanos debemos solicitar de la Divina clemencia la suavidad del azote en la benignidad del contagio, si fuere del agrado del Sr. que persevere su soberano aviso con la propagación de la epidemia […] A este fin señalamos el día Domingo veinticuatro del presente mes, para celebrar una misa votiva con Smo. Patente a que seguirán las Preces dispuestas por la Iglesia para el tiempo de enfermedad […] Debemos esperar de la fervorosa devoción
de nuestros Diocesanos, que advertidos del común peligro, procurarán
suspirar, gemir y clamar a Dios con sinceridad y un verdadero arrepentimiento
de sus culpas […] Por lo cual exhortamos y persuadimos a todos y cada uno
de nuestros amados Diocesanos que se preparen y dispongan para rogar al Sr.
con una verdadera confesión y penitencia de sus pecados; y concedemos, en
virtud de las facultades Pontificias que tenemos, una Indulgencia plenaria a
todas las personas que verdaderamente arrepentidas y confesadas, recibieren la
comunión en este día”.9

He citado in extenso el edicto virreinal de 1782 porque allí se encuentran los motivos centrales de lo que he denominado la significación teológica de la enfermedad dispensada por aparatos eclesiásticos. En el marco de este aparato de significación cultural , la epidemia de viruelas no tiene causas naturales, sino que es la expresión visible de algo invisible, sobrenatural, y en este caso, de la ira de Dios por “los pecados y escándalos públicos” del pueblo neogranadino.10

9 “Edicto del virrey Antonio Caballero y Góngora , Santa Fe, 20 de noviembre de 1782” (Frías Nuñez, 1992: 240-241).
10 Los “escándalos públicos” a los que se refiere Caballero y Góngora tienen que ver con el levantamiento de los Comuneros frente a la autoridad virreinal ocurrido un año antes de la epidemia. Resulta interesante señalar a este respecto que Caballero y Góngora realizó varias visitas pastorales a las regiones que se habían rebelado, con el fin conseguir su “pacificación”. En algunas de estas visitas fue acompañado por el fraile capuchino Joaquín de Finestrad , de quien tendré oportunidad de referirme en otros lugares de esta investigación. El interés de este dato radica en que en su libro El vasallo ilustrado de 1789, Finestrad – un decidido opositor de las ideas ilustradas – atribuía a la epidemia la misma significación punitiva que le había dado el ilustrado Caballero y Góngora siete años antes en su Edicto. Para Finestrad el levantamiento de los Comuneros no fue provocado por el mal gobierno de los Borbones sino por la decadencia moral del pueblo neogranadino, cuya rebelión fue castigada luego por Dios con la epidemia. “El principio que levantó la inquietud pasada y formidable tormenta de perturbación tumultuada que sufrimos en el año de ochenta y uno con riesgo próximo a un lamentable naufragio es el desenfreno de libertad con que se vive en la abominación tan frecuente que se observa en este Reino. La anatomía
que tengo formada de estas gentes no me permite referir la general conmoción al mal gobierno de los sabios Ministros del Rey, como sin refl exión cristiana lo pregonaba el vulgo tumultuado […] Todas las calamidades públicas, las pestes, las hambres y las guerras son penas de los pecados de la República” (Finestrad , 2000 [1789]: 265).

Por eso la epidemia no debiera ser vista como un fenómeno natural, frente al cual es posible tomar medidas preventivas fundadas en el conocimiento científico, sino como un instrumento pedagógico en manos de Dios “para despertar a los mortales y sacarlos de su profundo letargo”. De nada valen entonces “los medios puramente humanos” para combatir el contagio, pues lo que se necesita es la resignación religiosa del pueblo frente a su bien merecido castigo. Antes que fiarse en los “auxilios humanos”, considerados por Caballero y Góngora como “poco eficaces”, los neogranadinos deben más bien arrepentirse de corazón y rogar a Dios para que la epidemia no se cobre demasiadas víctimas.11

Es importante anotar que aunque Caballero y Góngora era el virrey de la Nueva Granada, es decir, el representante oficial del Estado borbón en esta colonia, su posición frente a la epidemia de viruelas no es la del funcionario estatal – que habla en nombre de una racionalidad burocrática – sino la del pastor del rebaño. No habla entonces bajo la autoridad que le ha concedido el Estado, sino “en virtud de las facultades pontificias que tiene”, es decir, como arzobispo de la Nueva Granada12.

11 Este tipo de significación teológica de la enfermedad se encontraba bien arraigado en la religiosidad popular. Renán Silva menciona el caso de la epidemia de viruelas de 1587 en Tunja, cuando una junta de vecinos se dirigió al cura de Chiquinquirá para solicitar en calidad de préstamo la imagen milagrosa de la Virgen con el fin de sacarla en procesión por la ciudad. Lo mismo ocurrió durante la hambruna que soportó el Valle de Tenza en 1696, cuando los vecinos organizaron una procesión por toda la comarca, portando la imagen del santo Eccehomo y clamando por el perdón de sus pecados (Silva, 1992b: 22).
12 Este desplazamiento de la voz – de la voz del virrey hacia la voz del arzobispo – no se debe a que Caballero y Góngora ignorara o cuestionara los lineamientos de la biopolítica borbónica en cuanto a la necesidad de la inoculación , sino más bien a una cuestión de estratégica política . La prueba de esto es que en 1783 Caballero y Góngora comisionó a Mutis para la redacción de un informe al ministro de Indias José de Galves en el que se le pone al tanto sobre los progresos del combate a la epidemia, refiriéndose a las cerca de 1700 personas inoculadas oficialmente (Silva, 1992b: 41; Alzate, 1999: 49). Además, su propio sobrino había sido objeto de la práctica inoculadora (Frías Nuñez, 1992: 83). Lo que ocurre es que, estando todavía muy fresco en la memoria colectiva el levantamiento comunero, Caballero y Góngora prefiere activar la voz del pastor que exhorta al pueblo por sus pecados, y no la voz del gobernante ilustrado que organiza

Y como representante de Dios, más que del rey, su visión de la enfermedad es eminentemente teológica. La salud no es vista como un problema que compete al Estado, sino a la Iglesia. No es el médico el encargado de combatir la enfermedad, sino el sacerdote. Por eso el decreto es un llamado a la actividad pastoral de los curas (“exhortamos y persuadimos a todos y cada uno de nuestros amados diocesanos que se preparen y dispongan para rogar al Señor”) y al arrepentimiento individual de los feligreses.

Pero algo muy diferente ocurre con la epidemia de 1802. La significación de la enfermedad ha cambiado radicalmente, pues ya no son los aparatos de la Iglesia sino los del Estado quienes definen qué “es” la enfermedad y cómo combatirla. Veinte años después de la primera epidemia de viruelas, el gobierno ha fortalecido su posición frente a las instancias locales de poder, y la salud pública se ha convertido finalmente en una política de Estado. Cuando se declara el estallido de la nueva epidemia en 1802, el virrey Pedro Mendinueta toma un conjunto de medidas basadas ya no en la teología sino en el conocimiento científico.

En un bando escrito por el oidor decano Juan Hernández de Alba en ausencia obligada del virrey, el gobierno central estipula lo siguiente:
“Que ninguno, por su propio dictamen, haga la inoculación sin consultar previamente o tomar consejo del Médico que sea de su satisfacción; entendiéndose por tales médicos los que están admitidos y reconocidos por la autoridad pública, con exclusión de todos los demás […] A mayor abundamiento se encarga a los Curas párrocos, Prelados de las Casas Religiosas, Predicadores y Confesores que exhorten al pueblo a prestarse con docilidad a las benéficas ideas y piadosos deseos del Superior Gobierno, desvaneciendo los errores y preocupaciones del vulgo […] Para disminuir la malignidad de la epidemia se repite también la prevención del bando anterior acerca de la limpieza de las calles, prohibiendo seriamente se arrojen a ellas las basuras, escombros, inmundicias y animales muertos, y encargando a cada vecino tenga barrido el frente respectivo a su Casa o Tienda, pues de lo contrario se les impondrán las penas establecidas sin la mayor dispensación […] Habiéndose permitido la inoculación como un medio para disminuir el riesgo de la vida en las viruelas naturales, y estándose practicando de orden de este Superior Gobierno las diligencias más activas y eficaces para solicitar la Vaccina o materia contenida en las viruelas que padecen una cruzada racional contra la epidemia. No era conveniente en ese momento estimular la confianza en la razón humana, sino, por el contrario, estimular el sentimiento de dependencia de los vasallos frente a Dios y frente al rey. Sobre la gran habilidad política de Caballero y Góngora para manejar su doble condición de virrey y arzobispo; véase: Tisnés 1984.

las vacas, con la cual una vez inoculada se preserva absolutamente de las viruelas comunes, se declara y advierte que este permiso de inoculación de dichas viruelas cesará inmediatamente que se encuentre la Vaccina y se experimente su virtud […] Finalmente, deseoso este Superior Gobierno de proporcionar no sólo a este vecindario, sino también a los lugares inmediatos y a todo el Reyno el importante beneficio del referido preservativo de la Vaccina, ofrece el premio de doscientos pesos al que tenga la felicidad de hallarla”13

Como puede verse, las diferencias entre el edicto virreinal de 1782 y el bando de 1802 con respecto al significado de la epidemia son evidentes. Las medidas para evitar el contagio ya no pasan por las rogativas públicas y el arrepentimiento individual, sino por la inspección médica y la higiene .14

El Estado recomienda el método de la inoculación , enfrentándose así con los sectores ideológicamente más conservadores de la Iglesia, quienes veían en esta práctica un punto de conflicto con la revelación divina.15 Qué es la viruela y cómo debe combatirse ya no es un asunto que le compete definir a la Iglesia sino al Estado, pues éste dispone del conocimiento experto – la nueva ciencia – necesario para determinar su verdad. Todos los demás conocimientos quedan relegados a la ignorancia y la superstición.

13 “Bando del oidor decano Juan Hernández de Alba, Santa Fe, 9 de julio de 1802”. (Frías Nuñez, 1992:253-256).
14 En su Disertación físico-médica para la preservación de los pueblos de las viruelas, texto de obligada consulta en las colonias según decreto real de 1784, el médico ilustrado Francisco Gil afirma que el mayor obstáculo para vencer la enfermedad es “el lastimoso engaño en que viven la mayor parte de los hombres, de que es preciso pasar casi todos por esta enfermedad, y de que en vano es huir de ella, porque al fin todo es lo que Dios quiere” (Gil , 1983 [1784]: 91). Gil intenta contrarrestar este “lastimoso engaño” mostrando que aunque las dolencias corporales entraron al mundo por causa del pecado humano, éstas no son inevitables, pues Dios ha dado al hombre los medios para combatirlas. En opinión de Gil , “Dios no ha criado enfermedad alguna, sino que todas ellas deben su origen a causas naturales; y si estas las
evitamos, nos libertamos de aquellas. Esta es una verdad constante y muy conforme a las soberanas y benéficas intenciones del Criador” (Gil , 1983 [1784]: 122).
15 Marcelo Frías Núñez resume muy bien el conflicto ideológico de este modo: “[La inoculación] produce una modificación de la idea de Naturaleza: esta deja de verse como algo inmutable y aparece cada vez más como algo activo que puede ser modificado por la aplicación de la técnica. Esta idea, al mismo tiempo, removía los cimientos de una sociedad con una moral basada en una concepción teológica: Dios es el único dueño de nuestros destinos. Toda técnica de prevención contra el futuro aparece entonces
como un enfrentamiento a la voluntad de Dios” (Frías Núñez, 1992: 49-50). El médico Francisco Gil reconocía que la práctica inoculadora tenía muchos enemigos en los reinos de España, y que en el año de 1724 algunos curas predicaban contra ella desde el púlpito de la Iglesia de San Andrés, afirmando que se trataba de un “invento diabólico” y de un “don de Satanás” (Gil , 1983 [1784]: 36).

Por eso el bando exhorta sutilmente a los curas para que eviten alimentar “los errores y preocupaciones del vulgo”, sometiéndose “con docilidad a las benéficas ideas y piadosos deseos del Superior Gobierno”.16 El médico, en tanto que recipiente del nuevo conocimiento experto, reemplaza al sacerdote en la tarea de diagnosticar la enfermedad . Pero el médico, a
su vez, y gracias a la institución del Protomedicato, opera como un funcionario del Estado. El bando es claro en que solamente los médicos “admitidos y reconocidos por la autoridad pública, con exclusión de todos los demás”, pueden realizar las inspecciones oficiales del caso.17

Resulta claro cómo el Estado borbón aspira a tener no sólo el monopolio de la violencia sino también el monopolio de la significación cultural de la sociedad, deslegitimando y sustituyendo en esta función a cualquier instancia
privada (la Iglesia, la aristocracia criolla, la medicina tradicional). Sólo creyéndose en posesión de tal monopolio es que el Estado puede prohibir, bajo pena de multa, que se arrojen basuras en la calle y ofrecer recompensas en metal a quien descubra el antídoto contra la viruela.18

¿Qué es lo que ha ocurrido entonces entre la epidemia de viruelas de 1782 y la de 1802? Podría resumírselo de la siguiente forma: se dio el paso de una significación teológica a una significación económica de la salud y la enfermedad . Para el Estado resultaba prioritario impedir que la epidemia se cobrara demasiadas víctimas entre la población, ya no por un simple acto de caridad cristiana, sino porque ello disminuiría la fuerza laboral disponible y, por consiguiente, la producción de riquezas.

16 Aquí es preciso diferenciar la actitud de diferentes sectores de la Iglesia, frente a las medidas biopolíticas del Estado. (Renán Silva, 1992b: 42-44; 98-99) ha mostrado, por ejemplo, que la práctica de la inoculación , aunque criticada por el alto clero, fue aceptada e incluso promovida por muchos curas y párrocos locales.
17 Esta medida se debe, en parte, a las reservas expresadas por Francisco Gil con respecto a la efectividad de la inoculación. El médico español afirmaba que aunque la inoculación puede debilitar la fuerza de la epidemia, su práctica incontrolada podría causar una mayor difusión de la enfermedad, por lo cual
recomienda su estricta supervisión por parte de un médico avalado oficialmente por el Estado (Gil , 19831784: 38-40). También José Celestino Mutis afirmaba que sin “todas las precauciones y recursos que ofrece la ciencia de los profesores”, la práctica de la inoculación puede llevar a “errores cometidos por la inadvertencia o positiva ignorancia de los pueblos” (Mutis , 1983 [1796]: 223).
18 En realidad, la vacuna ya había sido descubierta en Inglaterra por el doctor Edward Jenner en 1796. Sin embargo, y teniendo en cuenta la gravedad de la epidemia, no era posible esperar a que la vacuna fuera traída desde España, por lo que el gobierno procura conseguir la materia – presente en las ubres
de la vacas – en haciendas ganaderas locales. Para ello crea una comisión médica encargada de buscar las vacas adecuadas y extraer la materia vacuna. José Celestino Mutis escribe a este respecto un pequeño tratado en el que da instrucciones de cómo reconocer, extraer, transportar y conservar la materia virulenta.
Véase: Mutis , 1983 [1802]: 234-236.

El combate a la enfermedad ya no era sólo un problema de orden moral o religioso, sino un problema de cálculo económico. La higiene pública y el estímulo a la investigación científica fueron acciones promovidas estatalmente porque se creía que con ello podría evitarse una disminución de la población laboralmente activa. La obligación del Estado era proteger sus recursos humanos y velar por el aumento de la población, por lo cual la salud pública pasa a ser objeto de una estricta regulación estatal. La erradicación de
la viruela se convierte, entonces, en un asunto de biopolítica , como bien lo expresó el médico quiteño Eugenio Espejo en sus Reflexiones acerca de un método para preservar a los pueblos de las viruelas:
“La felicidad del Estado consiste en que éste se vea (si puedo explicarme así)
cargado de una numerosísima población, porque el esplendor, fuerza y poder de los pueblos, y por consiguiente de todo reino, están pendientes de la innumerable muchedumbre de individuos racionales que le sirvan con utilidad y que (por una consecuencia inevitable) el promover los recursos de la propagación del género humano, con los auxilios de su permanencia ilesa, es y debe ser el objeto de todo patriota” (Espejo, 1985 [1785]: 27-28).

Desde esta perspectiva, la inoculación era vista por el pensamiento ilustrado como una acción humanitaria y patriótica, porque a través de ella podría ser contenido el despoblamiento del Virreinato. Lo que en primera mirada podría parecer una acción cruel, temeraria e inhumana (introducir artificialmente la enfermedad en un cuerpo sano), en manos del Estado se convertía en la clave para obtener el progreso y la felicidad de los pueblos. Por eso Mutis no duda en recomendar que los recién nacidos sean los primeros que deban ser inoculados, ya que “acelerar artificialmente el paso inevitable de las viruelas desde los tres hasta los seis meses en los niños, sería dar con el secreto de aumentar la población y de ahorrar lágrimas á las familias” (Mutis , 1993[1801a]: 132).19

19 En su informe al ministro de Estado José Gálvez sobre la epidemia de viruelas de 1782, Mutis afirma que si los niños reciben artificialmente el virus, “se hallará entonces la mayor parte de los habitantes útiles libre de las viruelas, por haberlas pasado en sus tiernos años” (Mutis , 1983 [1783a]: 208). El resaltado es mío.
20 Se trata de la Real Expedición Filantrópica que fue enviada a América por el rey Carlos iv en 1803 con el objetivo de difundir la vacunación antivariólica. En la Nueva Granada esta expedición – conocida como la “expedición Salvani” – logró realizar, de acuerdo a informes oficiales, más de 56.000 vacunaciones (Ramírez Martín, 1999: 385-389).

Y es por eso también que la expedición Real que introdujo en la Nueva Granada la vacuna de Jenner20 es saludada por el criollo Miguel de Pombo como un signo inequívoco del humanitarismo y “ternura paternal” del rey Carlos iv,quien “conmovido de los estragos que causaban en sus colonias las viruelas, a pesar de las escaceses de su erario, de los apuros y cuidados de una larga guerra, medita y ejecuta una costosa expedición cuyo destino ha sido fijar entre nosotros la vacuna” (Pombo, 1942 [1808]: 198).21

Para los criollos ilustrados como Espejo, Mutis y Pombo , la sabiduría del Estado se deja ver en el modo como son combatidos racionalmente los obstáculos al crecimiento de la población trabajadora, convencidos de que el “buen gobierno” es aquel que utiliza el conocimiento científico como medio para conseguir la prosperidad económica del virreinato. Se trataba, en últimas, de la pretensión de supeditar el “caos” de la naturaleza – y sus dos manifestaciones “indeseadas”: la escasez y la enfermedad – a los dictados de la razón humana, sin tener que recurrir al arbitrio de una voluntad superior accesible solamente a través de rogativas y conjuros.

3.3 Polillas destructoras de la República

En el número 13 del recién fundado Papel Periódico de la Ciudad de Santafé de Bogotá, su editor Manuel del Socorro Rodríguez hacía en 1791 la siguiente reflexión:
“A mi me parece que si á todos los políticos del Universo se les hiciese la pregunta de ¿cuál es el medio más propio para hacer florecer dentro de poco tiempo una República?, todos unánimes responderían: que fundar en cada población numerosa de su distrito un hospicio y una sociedad económica de Amigos del País” (Rodríguez , 1978 [1791]: 97). La pregunta es: ¿qué puede tener que ver un hospicio de pobres con el establecimiento de una sociedad económica?

Mucho, si tenemos en cuenta que el cambio de significación cultural que recibió la enfermedad en el siglo xviii supuso también un cambio en el estatuto social de la mendicidad y la pobreza. La pobreza deja de ser vista
como una eventualidad del individuo que es objeto de caridad cristiana por parte de la Iglesia, para convertirse en una disfunción de la sociedad que es objeto de corrección por parte del Estado.

21 No son menos entusiastas los elogios de Pombo a Jenner, descubridor de la vacuna, a quien coloca a la altura de Harvey , Galileo y Newton : “Mientras los hombres sepan apreciar la vida, y mientras la miren como el primero de todos los bienes, no se acordarán de Jenner sin bendecir su memoria, recomendándola a sus últimos nietos. Sea en buena hora Colón descubridor de un nuevo mundo, Galileo el primero que mide el tiempo por los péndulos, Harvey el primero que conoce la circulación de la sangre, y Newton el primero que desenvuelve y explica las leyes de la naturaleza […]. Pero para ti, ilustre Jenner, para ti estaba reservada la gloria incomparable de haber descubierto el primero y comunicado de la vaca al hombre un fluido que le preserva de la enfermedad más terrible, de una enfermedad que ha desolado
los campos, arruinado las ciudades y despoblado la tierra. Esta va a cubrirse de nuevos habitantes y tú serás el restaurador y el conservador de la especie humana” (Pombo, 1942 [1808]: 199).

Ya no se trataba de dar limosnas al pobre que yacía en la calle, sino de integrar al menesteroso en un aparato público de rehabilitación coordinado por el Estado, es decir, de convertir al “inválido” en “válido” y de transformar a los pobres en mano de obra útil para la sociedad. La racionalidad económica del Estado exigía, pues, la extirpación de la ociosidad y la promoción del trabajo útil.

El vínculo entre mendicidad y economía, señalado por Rodríguez , se concretiza en la Nueva Granada con la creación en 1790 del Real Hospicio de Santafé, cuyo objetivo era capturar las limosnas, clasificar a los menesterosos y disciplinar la mendicidad ambulante.

Bajo la iniciativa de Don Francisco Antonio Moreno y con el apoyo del virrey
Ezpeleta, se funda una casa destinada a la recolección de los mendigos, equipada con médico, capellán, mayordomo, administrador y secretarios, financiada con limosnas del público, venta de esclavos negros 22 y algunos fondos del Estado. Rodríguez comenta en su periódico la tarea del Real Hospicio con las siguientes palabras:
“Habiendo el Hospicio en los términos que se anhela, ya no se encontrarían por las calles esos vagos de uno y otro sexo, que fiados en la seguridad del alimento que logran cada día en la limosna que recogen, no piensan en nada más sino en esconder bajo el hábito de pordioseros una infinidad de vicios […]. Habiendo el Hospicio, no se netaría [sic] tanta mala crianza y afeminación en esa numerosa turba de Jovenes viciosos y holgazanes, que no se emplean en otra cosa sino en cultivar los caminos de la iniquidad, de modo que cada esquina y puerta de una chichería, desde muy de mañana hasta lo más tarde de la noche, no presenta a la vista otros objetos que el libertinage, la relajación, la indecencia y la impiedad, sostenidos y fomentados por la embriaguez […]. Habiendo el Hospicio, dexarían de introducirse baxo el pretexto de pobres miserables muchas jovenes y ancianas, que sirviendo de resortes para mantener ciertos amores ilícitos entre algunos que no pueden cultivarlos por otro medio, vienen a ser los instrumentos más adecuados para fomentar ese genero de comercio , de que redunda la desolación de muchas casas” (Rodríguez, 1978 [1791]: 98-99).
La finalidad del hospicio es, entonces, clasificar y resocializar a los mendigos para distinguir quiénes eran pobres “verdaderos” y quiénes simples holgazanes que viven del trabajo de los demás. Esto permitiría desarraigar del virreinato el vicio más peligroso para los intereses económicos del Estado: la ociosidad. Cierto que la caridad hacia el

22 En el número cuatro del Correo Curioso, el día martes 10 de marzo de 1801, apareció un aviso publicitario que rezaba lo siguiente: “Ventas. En la Real Casa de Hospicios se halla un esclavo mozo de buen servicio, aparente para trabajo recio; es casado con una Yndia, también moza. Quien quisiere comprarlo hable con D. Antonio Caxigas, administrador de dicha casa. Se vende á beneficio de los pobres”.

Cierto que la caridad hacia el pobre es una virtud exigida por Dios en los evangelios, pero cuando bajo el pretexto de la caridad se estimulan el vicio y la holgazanería de otras personas, se está cometiendo en realidad un “abuso del precepto de Jesu Christo”.23 El editor del Semanario propugna entonces por una “caridad ilustrada y patriótica”, en donde el amor al prójimo sea reconvertido por el Estado en utilidad pública. Esto permitiría que las limosnas de la gente, en lugar de fomentar la ociosidad, pudieran ser canalizadas hacia “una gran reforma de las costumbres, pues por este medio se harán vecinos útiles los que baxo el fingido hábito de pobres eran verdaderos holgazanes y polillas destructoras de la República” (Rodríguez, 1978 [1792]: 327)24.

Los pobres tenían que ser “recogidos” no sólo para evitar la propagación de vicios y enfermedades, sino también para clasificarlos y saber quiénes eran “rehabilitables” y quiénes no; quiénes podían trabajar y quiénes necesitaban de una verdadera asistencia médica. Solamente el médico, después de someter a los mendigos a un riguroso examen físico, tenía autoridad para decidir quiénes podían excusarse del trabajo productivo.

Rodríguez piensa que los cojos, los mancos y los ciegos, aunque ya sean ancianos, no deben ser vistos como “cadáveres civiles” o “espectros errantes de la sociedad”, pues todavía pueden aprender algún oficio útil.25 Todos, incluyendo las mujeres y los niños, pueden y deben trabajar para su propio sostenimiento y para beneficio de la colectividad.

23 Las palabras de Rodríguez son duras contra los que piensan que la limosna es una obligación cristiana, sin importar quién la solicita: “He aquí, señores, la familia de Jesuchristo tan recomendada en su ley; pero he aquí una gente que ya no fuera infeliz, si vosotros los miraseis con una compasión más racional,
con una Caridad más ilustrada y generosa. Vosotros tenéis la culpa de que permanezcan en esa miserable suerte, porque no les queréis hacer una limosna más digna de la Religión, más laudable para vuestro Zelo, más gloriosa para la patria, y más útil para ellos mismos. Es decir, una limosna que los redima de
una vez de pedir limosna” (Rodríguez, 1978 [1791]: 105).
24 El resaltado es mío.
25 “Los mancos, esa clase de hombres que miramos como absolutamente inútiles, si no es para caminar, bien pueden tener unas ocupaciones en que exercitar la escasa potencia con que se hallan; bien que como el número de estos es tan corto que quizá no pasará de seis en el resinto de la Capital, viéndose que de nada pueden servir, harto se hará en quitarlos de las calles, exercitando á un mismo tiempo dos obras dignas de la Religión y de la Política. Primera, proporcionarles un descanso que nunca podrían disfrutar en la miserable carrera de mendigos; y segunda, separarlos del riesgo del vicio en que no solo pueden caer ellos, sino los incautos jovenes con su exemplo. Tampoco se han de considerar los ciegos como unos espectros y sombras errantes de la sociedad. Ellos son unos hombres que pueden servirla de
algún modo, pagando con el trabajo de sus manos el alimento que se les suministra. La falta de vista no es falta de potencia que los incapacita para alguna especie de ocupación: ellos pueden servir al torno; pueden texer empleita, desmotar algodón; y exercitarse en otras manufacturas según su respectiva havilidad” (Rodríguez, 1978 [1791]: 143).

La función del Real Hospicio es, precisamente, ayudar a que estas personas aprendan todo tipo de manufacturas útiles para el comercio : hilado, lencería,
desmote de algodón, labrado de velas de cera (Rodríguez, 1978 [1791]: 142).
Ningún mendigo recogido debe quedarse sin trabajar, a menos que su incapacidad física, certificada por el médico, exija un periodo de curación y rehabilitación, para lo cual también debe estar preparado el Real Hospicio. Justamente es este modelo de hospiciotaller el que propone José Ignacio de Pombo para el ya citado proyecto de Cartagena:
“Omitimos hablar de las fábricas respectivas a las primeras materias que produce la provincia, com son fique, pita, algodón, etc., y con especialidad de las más ordinarias fáciles y comunes, que son más interesantes por su consumo, y la ocupación que dan a un mayor número de manos, porque su establecimiento va unido a la propuesta hecha del Hospicio, donde deben ponerse los necesarios maestros que las dirijan, como las máquinas e instrumentos correspondientes al intento. De estos talleres saldrán hombres inteligentes que establezcan otras en toda la provincia” (Pombo, 1965 [1810]: 188).

Además de potenciar el trabajo de los sectores improductivos, la medicalización de la pobreza tenía otra importante función económica: fomentar el aumento de la población. El combate a los vicios callejeros no solamente prolongaría la vida productiva – pues los vicios resquebrajan la salud del cuerpo -, sino que también estimularía la reproducción de cuerpos sanos y “útiles al Estado”. No es extraño, entonces, que en el mismo número en el que diserta sobre la función económica del Real Hospicio (viernes 6 de mayo de 1791), el editor del Papel Periódico anuncie un premio de cincuenta
pesos para el discurso que mejores soluciones proponga al problema de la despoblación de la Nueva Granada.26 El criollo Diego Martín Tanco , ganador del anunciado concurso, explicaba en su Discurso sobre la Población que la mejor forma de lograr este objetivo era “ocupar a los habitantes sin excepción de sexo, edad y facultades, [para] que de todo [ello] resulte la opulencia, el poder del Estado, su numerosa población, y un bien extensivo a toda suerte de Gerarquías” (Tanco , 1978 [1792]: 130).

26 “Un sugeto natural y vecino de esta Capital, conociendo que jamás podrá conseguirse la verdadera felicidad del Reyno mientras no se logre el aumento de su población; y hecho cargo de que un buen patriota no solo debe trabajar para el tiempo de su existencia, sino para los posteriores, así como lo hicieron nuestros padres, ofrece la cantidad de cinquenta pesos al que produxere un Discurso haciendo ver con sólidas y bien fundadas razones el modo de aumentarse la población, en términos que de aquí a quarenta ó cincuenta años pueda probablemente esperarse una considerable mutación en orden á las
artes, industria, y demás objetos que forman el buen estado de una República. Dicha Disertación debe formarse con la mayor claridad, brillando en ella toda la elegancia de un raciocinio nervioso y demostrativo. Los medios que se propongan deberán ser los más obvios y sencillos, sin que de dicho proyecto resulten costos al Real Erario, ni gravamen al público”.

En su Discurso, Tanco coincide punto por punto con Rodríguez al afirmar que el problema de la Nueva Granada no es tanto el escaso número de habitantes, cuanto la insalubridad e inmoralidad de los que ya tiene:
“Un Reyno no se debe llamar bien poblado aunque rebose de habitantes, si estos no son laboriosos y se emplean útilmente en aquellas tareas que producen para el hombre el alimento, el vestido, el adorno, y otras cosas propias para la conveniencia de la vida. Aquella sería propiamente una multitud de holgazanes, que su misma inación los iría llevando con pasos acelerados ácia su fin, y muy en breve desaparecería su posteridad de sobre la tierra; porque un hombre sin ocupación se llena de vicios, que en lo moral lo hacen un terrible monstruo indigno de la sociedad; y en lo físico lo llenan de males que por una succesion no interrumpida, se transmiten á sus hijos y nietos” (Tanco , 1978 [1792]: 130).27

El mensaje es claro: la enfermedad , los vicios y el trabajo improductivo son factores que contribuyen a despoblar el virreinato y atentan contra la prosperidad económica del imperio español. Es preciso entonces rehabilitar a la población enferma de la Nueva Granada, tanto desde el punto de vista físico como moral. La enfermedad del cuerpo y la del alma se condicionan mutuamente. Por eso, la “gran reforma de las costumbres” anunciada por Rodríguez y Tanco se centra en una ética del trabajo y del rendimiento impulsada por aparatos del Estado como el Real Hospicio. El hospital,
que hasta entonces era un campo separado de la medicina , se convierte ahora en un centro de rehabilitación física y moral, pues su función es intervenir sobre el cuerpo del enfermo para restaurar su energía productiva mediante la aplicación de un conocimiento experto. La medicalización de la pobreza empieza sólo cuando la salud y la enfermedad devienen variables económicas, es decir, cuando el hospicio se convierte en un dispositivo de curación al servicio del aparato productivo.

También el fraile capuchino Joaquín de Finestrad entiende la ociosidad y la pobreza como graves obstáculos para la prosperidad del Virreinato. Si lo que el gobierno busca es “formar un nuevo edificio político” que coloque a España en una posición “capaz de hacerla respetable en toda Europa”, entonces es necesario empezar con una reforma profunda de los hábitos de la población (Finestrad , 2000 [1789]: 148). De nada sirve reformar las estructuras administrativas y políticas si no se transforma primero la moral de los gobernados. Por ello la atención del gobierno debe concentrarse en desterrar
para siempre la vagancia y la ociosidad, que son las principales “dolencias espirituales” de la Nueva Granada.
27 El resaltado es mío.

Finestrad considera que la ociosidad es una enfermedad , esto
es, una desviación de la conducta normal fijada por la naturaleza humana, porque incluso a los animales salvajes “les es forastera la desidia, la ociosidad, y les es natural la continua ocupación” (148). Por eso, la misión del gobierno debe ser recoger a los vagos y encerrarlos, separándolos así del resto de la sociedad:
“El recogimiento de los vagos, díscolos y mal entretenidos es objeto de igual
atención en el Gobierno. La tolerancia de estos monstruos de la República,
lejos de ser útil a la Corona, es perjudicial a su conservación. Un miembro
podrido en el cuerpo humano se corta para que no se comunique el contagio a
los demás de su formación. Los vagos, díscolos y malcontentos son miembros
corrompidos de la República y es menester separarlos para conservar su buen
orden y esplendor” (Finestrad , 2000 [1789]: 148).

Tenemos entonces que la pobreza recibe un estatuto muy diferente al que tenía en los siglos xvi y xvii: ahora es equiparada con la inutilidad pública y debe recibir un tratamiento médico-policial. De hecho, las metáforas médicas utilizadas por Finestrad (“miembro corrompido”) son bastante claras a este respecto: el pobre debe ser tratado como un ser enfermo que requiere de atención médica y espiritual. Siendo el propósito de las reformas borbónicas colocar a España en la dinámica de la modernidad segunda que recorría como un fantasma a toda Europa, no resulta extraño que la ociosidad fuera percibida como una conducta antipatriótica e incluso antinatural.

Para el pensamiento ilustrado, lo “natural” era que el trabajo productivo fuera el instrumento que permitiera la superación definitiva de la escasez. Lo que constituía la humanidad del hombre era precisamente su capacidad de aniquilar y expulsar el caos de la naturaleza , convirtiéndola, a través del trabajo y la tecnología, en un ente ordenado. Así las cosas, el vago y el menesteroso son tenidos como seres enfermos, por no decir infrahumanos – monstruos de la República -, ya que su actitud no es la de transformar activamente la naturaleza, sino defenderse de ella, resignándose pasivamente a vivir en dependencia de otros. La obligación del Estado es pues resocializar a estas personas mediante su confinamiento en hospicios, con el fin de convertirlas en sujetos productivos.

3.4 El hospital como sueño de la razón

“Recoger al pobre” – como decía Finestrad – significaba internarlo en hospitales destinados a rehabilitar su salud física, convirtiéndolo en “cuerpo útil a la nación”. Pero si los enfermos y pobres debían ser ahora curados, entonces la vieja estructura del hospital colonial tenía que ser renovada por completo. La hybris del punto cero exigía la sustitución inmediata de lo antiguo por lo nuevo. Por ello, el hospital debía ser racionalmente diseñado de antemano, no sólo desde el punto de vista administrativo, sino también arquitectónico y geográfico.

Debía convertirse en un pequeño laboratorio bosquejado a priori donde se pusiera en práctica el control racional sobre la naturaleza. Al igual que las ideas platónicas, el hospital pertenecía al mundo de lo inteligible, pues tenía que ser inicialmente pensado, concebido racionalmente antes de ser implementado en el mundo sensible. Primero había que elaborar un modelo racional del hospital y luego trasladar este modelo a la realidad empírica, ya que sólo en un espacio concebido more geométrico podrían el pobre y el enfermo internalizar e incorporar a su habitus el orden racional soñado por el Estado. El diseño previo sobre la base de una racionalidad ordenadora, es pues una de las características de la biopolítica hospitalaria.

En el año de 1789 el corregidor de Zipaquirá, don Pedro Fermín de Vargas , se
queja frente al virrey de la “mala construcción” de las casas de esa parroquia y comenta “lo mucho que conviene remediar los males políticos y morales que de ello resultan”. “Vuestra excelencia” – afirma – “sabe cuánto influye en la salud pública la comodidad de los edificios y cuántas pestes han debido su origen al descuido de esto” (Vargas, 1944 [1789d]: 141). Propone por ello que el edificio del hospital sea construido de acuerdo a normas arquitectónicas establecidas a priori que faciliten la plena recuperación de los enfermos:
“Por repetidas funestas experiencias sabemos los grandes inconvenientes que
producen los hospitales, la inmediación de los enfermos, haciéndose las enfermedades muchas veces incurables por éste malísimo método. A este fin se dispondrán en el hospital de Zipaquirá las salas de enfermerías con el ancho
y largo correspondientes, no sólo para evitar la cercanía de los enfermos sino
también a proporcionar el debido desahogo para su servicio y que los dependientes puedan entrar sin embarazo. Cada sala tendrá el número de ventanas correspondientes a su magnitud, con el objeto de que el aire no se corrompa, pero no tendrán comunicación unas salas con otras sino que se mantendrán por los corredores” (Vargas, 1944 [1789d]: 124).

Unidad, funcionalidad y, sobre todo, orden riguroso, son las características de la arquitectura hospitalaria señaladas por Vargas. El orden debía quedar estatuido antes de que el hospital existiera, ya que esto impediría cualquier futuro desorden. El diseño de este orden recae sobre los hombres ilustrados, poseedores del conocimiento requerido para combatir con éxito los efectos indeseados de la naturaleza . En tanto que “soñadores del orden”, los hombres de ciencia eran los encargados de “ver para prever”; de construir un modelo racional que permitiese anticipar los movimientos de la naturaleza con el fin de controlarlos.

Antes de ser una realidad empírica, el hospital debía ser fundado idealmente, instaurado como un espacio universal de orden para combatir todo aquello que se desviase de la norma deseada y soñada. Como la enfermedad no es otra cosa que una “consecuencia perversa” de nuestra ignorancia sobre las
leyes naturales, el hospital debía reflejar en el mundo sensible el orden inteligible de esas leyes. Sólo así la enfermedad podría ser entendida y erradicada por completo.

También José Ignacio de Pombo imagina una distribución racional de los espacios para su ambicioso proyecto de readecuar el Hospital de San Juan de Dios en Cartagena. El hospital no sólo debía tener los cuartos y salas de rigor para atender a los enfermos, sino también espacio suficiente para montar en él una verdadera escuela de medicina que incluyera jardín botánico , gabinete de zoología y observatorio astronómico :
“El Hospital de San Juan de Dios ofrece quantas comodidades y ventajas se pueden desear para establecer en él un estudio completo de Medicina, de Cirugía, de Farmacia y Anatomía , con un buen teatro Anatómico para las disecciones de los cadáveres; para su escuela de Química con su laboratorio; para otra de Botánica con su jardín; para una de Minerología con su respectiva colección; para una de Zoología con su gabinete; y también para un Observatorio Astronómico con su meridiana y demás necesario que no es menos importante; y esto no solo sin perjuicio del Hospital y de los pobres enfermos, sino con conocida utilidad de éstos y de la enseñanza. La grande capacidad y extensión, en todos sentidos, de dicho edificio y fábrica, sabiéndola aprovechar y distribuir debidamente, y su localidad tan ventajosa para cuanto tiene relación con los establecimientos indicados, es la más a propósito de cuantas hay en la ciudad para el efecto”
(Pombo, 1965 [1810]: 181).

Pero no únicamente la arquitectura sino también el lugar de construcción del
hospital debía ser pensado de antemano. Sobre todo en aquellas zonas propensas a las epidemias, convenía construir el hospital en las afueras de los poblados, en lugares altos donde soplase mucho viento, a fin de evitar la propagación de “ayre mefítico”.28

28 La ciencia de la época respaldaba la opinión del conde de Combie-Blanche, que en el número 57 del Papel Periódico (viernes 16 de marzo de 1792) afirmaba lo siguiente: “Las observaciones de todos los siglos y de todas las Naciones concurren á probar de un modo indisputable, que el ayre mefítico es la causa inmediata de todos los contagios pestilentes, ya sean epidémicos o endémicos”.
29 Resulta interesante observar que no sólo el hospital sino también las escuelas debían ser construidas de acuerdo a modelos racionales a priori. Este diseño debía garantizar que el viento pudiera llevarse de la escuela todos los “vapores mefíticos” y también facilitar la vigilancia constante del maestro. En su Discurso sobre la educación, el criollo Diego Martín Tanco afirmaba: “El edificio que haya de servir para una escuela debe estar, no precisamente en el centro de la ciudad o barrio, sino en lo más retirado de él, lejos del bullicio que pueda llamar la atención de los niños y distraerlos de sus obligaciones. Si puede ser alto, se preferirá el bajo, por más saludable, mejor ventilado y de más agradables vistas. Sobre la puerta principal de la calle se colocará, en una tarjeta con hermosas letras de oro: ESCUELA DE LA PATRIA, para que
sea conocida y respetada del público. La pieza para la enseñanza de los niños debe ser grande y muy clara; y en ella tendrá también el director su asiento, para que de una vea lo que cada uno hace, y nada se le oculte, sin necesidad de valerse del cuidado de otros” (Tanco , 1942 [1808b]: 86-87). El resaltado es mío.
30 El ministro de Indias José Gálvez había remitido a todas las colonias la obra de Gil para que las respectivas autoridades siguieran sus prescripciones (Frías Núñez, 1992: 113). Se sabe que el cabildo de Quito convocó a un grupo de médicos para que estudiaran el tratado de Gil y colocaran por escrito sus
comentarios. Uno de los textos entregados al cabildo fue Reflexiones de Eugenio Espejo.
31 La opinión común era que las epidemias provenían casi siempre de los puertos en el mar Caribe (sobre todo de Cartagena) y que de ahí “bajaban” por el Río Magdalena , pasando por Mompox, hacia el interior del Reino (Silva, 1992b: 13).

En su Disertación físico-médica de 1784, el médico español Francisco Gil propone al gobierno de Madrid la creación de “casas de campo” destinadas a la recuperación de los contagiados por viruela . El objetivo de estas casas era someter al virulento a una vigilancia constante por parte del médico, aislándolo de todo contacto con el mundo exterior y evitando así que la enfermedad se diseminara por zonas densamente pobladas (Gil , 1983 [1784]: 60; 62). El hospital es pensado y diseñado idealmente como una máquina de vigilancia y curación, pues su objetivo es restablecer la salud al enfermo, devolviéndole las facultades corporales que necesita para servir con utilidad
a la sociedad. Por eso la recomendación de Gil es “disponer un hospital fuera de la ciudad, donde pudiesen depositarse los inoculados y permanecer hasta su perfecto restablecimiento”.29

Este diseño a priori del médico Francisco Gil fue trasladado a la realidad empírica en la Nueva Granada cuando sobrevino la epidemia de viruelas en 1802.30 Inmediatamente, el virrey Mendinueta ordenó que se estableciera en las afueras de la capital un pequeño hospital con el fin de atender a los primeros contagiados. Sin embargo, y ante la magnitud de la epidemia, el gobierno resolvió aislar completamente a Bogotá mediante la creación de zonas higiénicas – también llamadas “degredos” – por las que debía pasar obligatoriamente cualquier persona que entrara a la ciudad. Además de
su función curatoria, los degredos operaban como un riguroso mecanismo de control sanitario. Todo viajero era visto como sospechoso de llevar la enfermedad y, por tanto, era sometido a un riguroso interrogatorio en el que las autoridades indagaban por su proveniencia geográfi a31, por las personas que habían estado en contacto con él, así como por el tipo de ropa y mercancías que transportaba.32 Cada persona debía desvestirse y sacar sus ropas al aire para ventilarlas por algún tiempo, siendo también examinada por un médico que determinaba si esa persona debía permanecer en cuarentena
(Silva , 1992b: 15). El degredo se convierte así en la concreción empírica de
un modelo ideal que, como he dicho, buscaba la instauración social del orden.

Se sabe, en efecto, que a raíz de la epidemia de 1802, la construcción de los degredos estuvo acompañada de rigurosas medidas policiales en la ciudad de Bogotá. Con el fin de identificar rápidamente y aislar a los contagiados, el Cabildo dispuso la creación de una junta de sanidad encargada de coordinar inspecciones sistemáticas en los ocho barrios de la ciudad (Rodríguez González, 1999: 38). La junta, compuesta por dos médicos, además de los comisarios y vecinos principales de cada barrio, se impuso la tarea de inspeccionar la ciudad manzana por manzana y calle por calle para descubrir
en dónde estaban los contagiados y determinar a qué grupo poblacional pertenecían.

Frías Núñez (1992: 136) afirma que en las casas de los “vecinos principales”, los inspectores se limitaban a tocar la puerta y preguntar si había algún enfermo, mientras que en las casas donde vivían “gentes de color” se realizaba un cateo minucioso. Una vez identificados por la policía sanitaria , los sospechosos de portar la enfermedad debían ser forzosamente recluidos en uno de los cuatro degredos hospitalarios erigidos para este efecto. Allí eran examinados por el médico, depositario del conocimiento experto a partir del cual se determinaba quién estaba enfermo y cuál era el tratamiento a través
del cual podría reintegrarse a la vida pública.

Pero la concreción empírica del “sueño ilustrado” parecía ser algo que sobrepasaba con mucho las posibilidades financieras y administrativas de la Corona. La construcción y mantenimiento de los hospital es, así diseñados, no sólo requería de competencias específicas a nivel cognitivo (saberes expertos de carácter formal, y sujetos profesionales que encarnaran esos saberes) sino también de un alto grado de racionalización a nivel burocrático y político. Era necesario crear nuevos impuestos, reorganizar los ya existentes y canalizar esos recursos hacia el nuevo ámbito de la “salud pública”. También era preciso crear un mecanismo de control de precios para evitar que los especuladores aprovecharan los momentos de crisis sanitaria para su propio beneficio (Silva, 1992b:75).

A esto se agrega la necesidad de coordinar censos sistemáticos de la población, procesar la información obtenida, reorganizar administrativamente las ciudades y pueblos de acuerdo a esta información, crear nuevas leyes sanitarias e implementar multas para los infractores, etc.

32 El control se dirigía, sobre todo, hacia las prendas de lana y algodón, pues la Disertación de Francisco Gil establecía que estos materiales transportaban la materia de los contagios (Gil , 1983 [1784]: 62).

En fin, la biopolítica estatal demandaba la puesta en marcha de un tipo de racionalidad instrumental tendiente a establecer objetivos técnicamente realizables, maximizar recursos, ahorrar costos y aprovechar la mano de obra existente con el mayor grado posible de eficiencia. La condición de posibilidad para la realización del sueño ilustrado era, a su vez, otro sueño más de la razón.

Un ejemplo de esto lo encontramos en el proyecto de una política hospitalaria para el Estado español elaborado por Jorge Juan y Antonio de Ulloa. Los dos funcionarios borbones critican duramente el modo irracional (la “mala providencia”) con que ha sido manejado hasta ahora el tema de la salud. La razón de esta mala política es que el Estado ha permitido que los hacendados criollos miren a los negros y a los indios como si fueran propiedad privada, es decir, como si su fuerza de trabajo les perteneciera a ellos exclusivamente y no al “bienestar público”. Por eso, cuando estas personas son atacadas por epidemias, el Estado se desentiende de su cuidado, dejándolo en manos
privadas33, en lugar de implementar hospital es públicos en cada pueblo, donde tales personas puedan ser curadas y restablecidas prontamente a sus labores:
“No hay Hacienda, sea de Eclesiásticos seculares ó regulares, ó de seglares que no se sirva de Indios en todo el Perú como queda dicho, á excepción de las de trapiche, ó ingenios de azúcar que tiene la Compañía en la provincia de Quito, y de las haciendas de valles pertenecientes á toda clase de personas las quales se trabajan con negros . En esta suposición podemos decir sin apartarnos mucho de todo el rigor de la verdad, que los indios son los que trabajan en todas las haciendas, fábricas, minas y exercicios de arrieros para que se trafique de unas partes a otras, y siendo así, parece que es de justicia el que todos los que se utilizan en el trabajo de los Indios contribuyan á su curación quando están enfermos, á fin de que su número no descaezca; pues mientras mayor sea el número de Indios trabajadores tanto mayores serán las ganancias que deriven de su trabajo” (Juan y Ulloa, 1983 [1826]: 325).34

33 Abandonados a la piedad de sus amos blancos, los indios y negros mueren por millares cuando sobrevienen las epidemias, “pues como se ha dicho en la primera parte de la Historia, su alojamiento está reducido á una pobre choza sin muebles algunos […] La enfermedad los ataca en este estado, y haciendo su curso regular, concluye fatal para sus vidas. Allí no hay otras personas que los asistan sino las Indias sus mujeres, ni más medicamentos que la naturaleza, ni otro regalo para su alimento que las yerbas, camcha ó mote, la mascha y la chicha ; así pues no solo las viruelas, mas qualquiera otra enfermedad grave es mortal para ellos desde que empieza” (Juan y Ulloa, 1983 [1826]: 321).
34 El resaltado es mío.

¿En qué consiste, pues, el diseño racional elaborado por Juan y Ulloa? Primero, en señalar que la función del Estado es optimizar la mano de obra disponible en sus territorios y canalizarla hacia actividades útiles para toda la colectividad. Esto implica, en segundo lugar, darle un nuevo estatuto a los indios y a los negros. En lugar de verles como esclavos destinados al “servicio personal” de individuos privados, el Estado debe verles como trabajadores que producen riquezas para la sociedad entera.

La racionalidad de la política, en el modelo de Juan y Ulloa, se mide por criterios estrictamente económicos. A mayor cantidad de individuos sanos, mayor será la tasa de crecimiento poblacional y “mayores serán las ganancias que deriven de su trabajo”. Y si el segmento de la población que sostiene la economía es el de los indios, negros y mestizos, entonces el deber del Estado es velar por su salud y proporcionar los medios adecuados para curarlos cuando enferman.

En tercer lugar, Juan y Ulloa proponen la creación de hospitales públicos en cada pueblo, financiados con impuestos provenientes de la producción de caña de azúcar y aguardiente. De la obligación tributaria – o “derecho de hospitalidad” – no ha de quedar exenta ninguna persona o entidad privada, ni siquiera la Iglesia Católica, que es dueña de los trapiches más grandes. Igualmente, los encomenderos deberían ser obligados por ley a construir enfermerías en sus haciendas para que los indios puedan recibir atención médica gratuita. Sin embargo, como el beneficio del cuidado médico lo reciben los mismos indios, estos deberían ser gravados “en uno ó dos reales más sobre el tributo annual que pagan”.
Finalmente, Juan y Ulloa piensan que la administración de estos nuevos hospitales no debería ser otorgada a los frailes de San Juan de Dios, pues ello sería “agregar riquezas á las comunidades sobre las muchas que allí tienen sin beneficio del público, ni esperanza de tenerlo”. El gobierno económico de los hospitales debería ser confiado, más bien, a los padres jesuitas, cuya “sabia conducta” en la administración racional de sus negocios es de sobra conocida.35

El diseño racional de Juan y Ulloa no fue trasladado a la realidad empírica por la Corona española, pero es un buen ejemplo del modo como la política hospitalaria surge inicialmente como “un parto de la inteligencia” – para utilizar la expresión de Rama (1984: 12). Como es bien sabido, Ángel Rama se refiere al sueño de los utopistas y arquitectos renacentistas que fundan ciudades en la América colonial de acuerdo a modelos preestablecidos.36

35 “A la religión de la Compañía había de pertenecer el recibir inmediatamente todo lo asignado á hospitales sin que entrase en las caxas reales, ni que tuviesen intervención en ello los Oficiales de la Real Hacienda […] Así mismo se debería conceder á la religión de la Compañía, que por si, y con intervención del Protector Fiscal, pudiese nombrar los administradores y guardas necesarios para que estos percibiesen los derechos de los hospitales” (Juan y Ulloa, 1983 [1826]: 330).

Pero su teoría de la “ciudad letrada” nos sirve para entender de qué manera los diseños racionales con respecto al hospital, si bien jamás se implementaron en la práctica, sirvieron para establecer el señorío de un orden simbólico
que consolidó la hegemonía étnica, social y cultural de los criollos .

3.5 La domesticación del azar

El establecimiento de una estructura hospitalaria orientada al restablecimiento de la salud física y moral formaba parte del proyecto borbón de racionalizar la estructura económica y administrativa del imperio. La integración de la fuerza de trabajo en el mercado exigía, de un lado, que la enfermedad cesara de ser individual para convertirse en social y, del otro, que se procediera a hacer un inventario de las poblaciones con
el fin de conocer la evolución de su estado de salud. Pero este inventario demandaba también la utilización de un organon de conocimiento – las matemáticas – que posibilitara la medición social de la enfermedad. La “razón matemática” permitiría desterrar la idea de que la salud y la enfermedad eran cuestiones del azar o de la voluntad divina, mostrando que todo en el universo tiene una causa y un efecto, y que el conocimiento de este orden puede ser racionalmente descubierto por la ciencia y utilizado sabiamente por el Estado.

Con la influencia de Newton, que ya se había hecho sentir en la Nueva Granada desde antes de la llegada de Mutis, se fue imponiendo en los círculos oficiales del siglo xviii una visión mecanicista del mundo y de la naturaleza.37

36 “Antes de ser una realidad de calles, casas o plazas, las que sólo pueden existir y aún así gradualmente, a lo largo del tiempo histórico, las ciudades emergían ya completas por un parto de la inteligencia en las normas que las teorizaban, en las actas fundacionales que las estatuían, en los planos que las diseñaban idealmente, con esa fatal regularidad que acecha a los sueños de la razón […]. De los sueños de los arquitectos (Alberti, Filarete, Vitruvio) o de los utopistas (More, Campanella) poco encarnó en la realidad, pero en cambio fortificó el orden de los signos, su peculiar capacidad rectora, cuando fue asumido por el poder absoluto como el instrumento adecuado a la conducción jerárquica de imperios desmesurados. Aunque se trató de una circunscrita y epocal forma de cultura, su influencia desbordaría esos límites temporales por algunos rasgos privativos de su funcionamiento: el orden de los signos imprimió su potencialidad sobre lo real, fijando marcas, si no perennes, al menos tan vigorosas como para que todavía hoy subsistan y las encontremos en nuestras ciudades” (Rama, 1984: 12).
37 Se sabe que ya desde 1740 los colegios de la Compañía de Jesús en Quito y Bogotá promovían la enseñanza de autores como Newton , Copérnico y Descartes . Los Elementos de Matemáticas de Christian Wolff fue un texto ampliamente difundido en la Nueva Granada, como lo demuestra su reiterada aparición en los inventarios de las bibliotecas de la elite criolla y en las de las universidades coloniales (Quintero, 1999; Ortiz Rodríguez, 2003: 28-30).

Los ilustrados neogranadinos creían que la naturaleza entera se encontraba regida por leyes eternas y constantes, susceptibles de ser formuladas matemáticamente por la razón humana.38 En su discurso de apertura de la cátedra de matemáticas en 1762, Mutis decía que cuando Dios creó la máquina del mundo, “todo lo dispuso en número, peso y medida con un orden y establecimientos tan constantes [que] los mismos movimientos de aquellos primeros siglos habrán de perpetuar hasta los últimos” (Mutis , 1983 [1762]: 41). Si todo en el universo está sometido a leyes constantes, entonces, no puede haber nada que no pueda ser conocido mediante las matemáticas. Por eso Mutis afirma que ningún otro conocimiento puede resultar más útil al Estado, ya que “todos los ministerios, facultades, ejercicios, ocupaciones y empleos dignos del hombre reciben copiosísimas luces de las matemáticas”. La medicina, por supuesto, no escapa a esta aplicabilidad universal del pensamiento matemático. Según Mutis , todas las leyes que rigen el macrocosmos se observan también en ese “mundo pequeño” que es el cuerpo humano.

“Sería mucha prolijidad” –afirma– “querer nombrar por menudo todas las partes del cuerpo humano cuyos movimientos están ajustados a las leyes de la mecánica, sin las cuales es imposible entender la física del cuerpo humano” (42).

Pero la utilidad de las matemáticas para la medicina no radicaba sólo en el entendimiento de las leyes del cuerpo, sino también en la fabricación de instrumentos que permitieran medir la frecuencia de las enfermedades. Es aquí donde cobran importancia las estadísticas poblacionales. Los censos de población se fundaban en la idea de que los hechos empíricos – y en este caso los hechos sociales – podían ser abstraídos y convertidos en cantidades susceptibles de ser analizadas, comparadas y procesadas con un altísimo grado de certeza. Los “datos” así obtenidos podrían entonces ser utilizados por el Estado para elaborar políticas de gobierno sobre la población, destinadas
a fomentar la “felicidad pública ”.

38 La confianza inquebrantable en el hombre y en el poder de la razón para dominar las fuerzas de la naturaleza a través del conocimiento, era parte importante del imaginario ilustrado. El criollo José Félix de Restrepo, en un discurso pronunciado en 1791 frente a sus estudiantes del Real Seminario de San Francisco de Asís en Popayán, afirmaba con respecto al hombre que “no hay cosa que pueda resistir su pensamiento, único origen de su autoridad soberana […] Para auxiliar los esfuerzos de sus ojos, fabrica,
según las leyes de una sabia teoría, instrumentos cuyo útil concurso, dando más extensión a la imagen de un objeto, le acerca e ilumina. Con la ayuda del microscopio penetra hasta el interior de los cuerpos, distingue las partes imperceptibles y contempla con asombro las maravillas de su composición [..] Aunque su estatura no excede de seis pies, se anima a perfeccionar una obra que un gigante armado de mil brazos no tendría el atrevimiento de intentar; los vientos vienen a ser sus vasallos y servidores, pasándolo a la otra parte de los más espaciosos mares; doma las fieras que habitan el centro de los bosques. Construye navíos que servirían a sus nietos y descendientes. Señala la dirección al rayo, fenómeno el más terrible que conocemos, y echa al Ródano un puente de que espantada la posteridad le atribuye a particular inspiración del Espíritu Santo” (Restrepo, 2002 [1791]: 416).

El Estado necesitaba ciertamente de una población sana, que pudiera trabajar con eficacia, pero para ello le era menester saber cuántos trabajadores actuales o potenciales había en el territorio , el número de nacimientos y de muertes, quiénes eran estas personas, dónde vivían, cuál era su “esperanza de vida”, cuántos de ellos ingresaban enfermos a los hospitales, de qué tipo de males eran aquejados, cuál era el porcentaje de enfermos rehabilitados, etc. Nace así el interés por la aplicación de las matemáticas a la “ciencia del buen gobierno”, en tanto que instrumento científico que permitiría al Estado conocer y administrar eficazmente los recursos humanos disponibles.
Desde este punto de vista, el ya citado Joaquín de Finestrad propone al gobierno la realización periódica de censos poblacionales con el siguiente argumento:
“Para el mejor orden y arreglo de una República es necesario el conocimiento de las familias que la componen con la imparcial distribución de las diferentes
clases de individuos que forman el vecindario. Para calcular los consumos es
preciso la noticia más exacta del número de habitantes que tiene cada provincia, qué costumbres tienen, en qué ocupaciones se ejercitan, cuál es su carácter y constitución. Con este conocimiento podrá el Gobierno aplicar el remedio a tanto mal […] Se conocerán los buenos patricios, no se disfrazarán los díscolos, se verán los hijos bastardos de la sociedad y no tendrán ciudad de refugio los alevosos, homicidas, ladrones y sediciosos” (Finestrad , 2000 [1789]: 161).

Pero los censos no sólo servían para ejercer un estricto control policial sobre la población, como quería Finestrad , sino también para calcular su tasa de crecimiento y estado de salud. En el informe sobre el primer censo general de la población de Bogotá, publicado en los números cinco y seis del Correo Curioso, Francisco José de Caldas afirma que el clima benigno de la capital, la salubridad de su atmósfera “que rara vez se infesta de vapores pestilenciales” y la “grande fecundidad de las mugeres”, permiten esperar que la población crezca de forma rápida y que Bogotá se convierta con el tiempo en “una de las mejores y más bien pobladas ciudades del mundo” (Caldas , 1993 [1801]: 38).

La ciudad tiene 20.081 habitantes, de los cuales 11.890 son mujeres y solamente 8.191 son hombres, situación que parece no preocupar al sabio neogranadino; la abundancia de mujeres resulta, más bien, prometedora, ya
que el número de “brazos útiles a la patria” iría potencialmente en aumento, como lo demuestra el hecho de que el número de los nacidos excedió al de los muertos en 247 personas durante el año de 1800. Más importante todavía era cuantificar el número de personas que ingresaba a los hospitales y saber cuántas de ellas habían muerto o habían sido rehabilitadas. Caldas informa que en el Hospital San Juan de Dios entraron 1.723 personas en el año de 1800, de las cuales solamente 274 murieron y 1.449 fueron curadas. Alentador resultaba saber que de estas 1.723 personas, 1.522 eran pobres o mendigos (es decir el 88 %), de los cuales murieron únicamente 268 (el 15 %). El informe podía sugerir con orgullo que la política real de recolección de pobres estaba funcionando, aunque había todavía mucho trabajo por hacer, ya que el número de mendigos y vagos “que no tenían casa fixa” era de unos 500 en toda la
ciudad. También era importante saber dónde vivían las personas y cómo se distribuían sus viviendas, con el fin de ejercer un control sanitario más eficaz en caso de epidemias.

Caldas dice que en Bogotá existen ocho barrios con 195 manzanas y 4.517 puertas, siendo el barrio periférico de Las Nieves (habitado sobre todo por artesanos mestizos) el más poblado de todos.

El entusiasmo por las estadísticas contagió también a varios párrocos rurales,
quienes registraban meticulosamente el número de nacimientos, muertes y matrimonios por cada año y los enviaban a los periódicos de la época. Esto permitía a las autoridades calcular el aumento de la población en cada zona del virreinato. Los curas que recolectaban datos eran destacados públicamente como “celosos por el bien público” y colocados como ejemplo a los demás. Es el caso del sacerdote Francisco Mosquera, cuya labor es destacada por Caldas, para entonces editor del Semanario del Nuevo Reino de Granada. Mosquera se tomó el trabajo de elaborar una estadística de nacimientos y muertes en la ciudad de Popayán entre 1800 y 1804, tomando como base los registros parroquiales de esa ciudad.

“Si todos los párrocos” – escribe Caldas – “estuviesen animados del celo del de Popayán, harían al Estado el servicio más importante, dándole luces sobre la población. Este es el verdadero termómetro político: por aquí se conoce la salubridad del clima , la facilidad de la subsistencia, la fecundidad de los matrimonios, y cien otras nociones preciosas a los que tienen el cuidado de gobernarnos, y a los que meditan sobre la economía y felicidad de su patria” (Caldas , 1942 [1809b]: 195).

Las estadísticas poblacionales eran utilizadas, como dice Caldas, para conocer
“la salubridad del clima” y prevenir de este modo la propagación de epidemias. Es el caso de la estadística de enfermos y muertos entre 1802 y 1807 en el Hospital de Popayán, publicada también en el Semanario. La estadística mostraba que de 4.975 enfermos habían muerto 305, y que la mayor parte de estos decesos habían ocurrido entre 1805 y 1806. De ello concluye Caldas que muy posiblemente en esa época la atmósfera de la ciudad se encontraba cargada de “vapores pestilenciales”, y que sería importante dotar a los hospitales de instrumentos de medición con el fin de registrar
las variaciones climáticas:

“¿No merecerían bien estos conocimientos que se destinase un individuo en
cada hospital a llevar un diario metódico de las indicaciones de estos instrumentos? ¿No sería bien interesante que se añadiese a estas listas [estadísticas ] el número de enfermos, con nota de las enfermedades, y de la que principalmente reinaba? ¿Que todos los años se publicasen los resultados, con el número de muertos? […] Todos estos instrumentos valen poco, y se pueden conseguir con facilidad. Sería bien propio de los prelados a cuyo cuidado están los hospitales que se proveyesen de estas máquinas, tan necesarias como el opio y la ipecacuana para ocurrir a las necesidades del hombre enfermo” (Caldas , 1942 [1809c]: 14).

La estadística y los instrumentos de medición cuantitativa empiezan a ser vistos como medios al servicio del objetivo primordial del Estado: el incremento de la productividad económica de la población. No era la matemática per se sino su aplicación social lo que interesaba al Estado borbón, es decir, la matemática en tanto que posibilitadora de una tecnología de control sobre la población.

La domesticación del azar y el sometimiento de la enfermedad a una política del orden se convierten, entonces, en elementos centrales de la biopolítica imperial. Para ello se hacía necesario vincular matemáticamente a una serie de factores empíricos (ahora convertidos en “variables”) que, a los ojos del hombre común, parecían no tener relación alguna: el número de
nacimientos y muertes por año, la extensión del territorio , la distribución de la población tanto por regiones como por razas y sexos, los ingresos reales por impuestos, la producción y consumo de alimentos, el precio de los víveres, la fecundidad de los matrimonios, la temperatura de campos y ciudades, el número y edad de los enfermos por epidemias, la intensidad del comercio interno y externo, etc. Gracias a todos estos cálculos podía deducirse la capacidad presente y futura del Estado para administrar la vida productiva de la población.

Un cálculo de este tipo, pero mucho menos optimista que el de Caldas , es el que realiza el criollo Pedro Fermín de Vargas en su Memoria sobre la población del Reino:
“Para conocer cuán cortos son los recursos de esta población y lo poco que debe esperarse de ella, no hay más que calcular el número de nacidos en cada año, suponiendo, como dije, que el número de habitantes del Reino sea de 2.000.000; y correspondiendo siempre el número de los que nacen al de los existentes en razón de 1 a 23 y 24, y aun más en las ciudades según el comercio y extensión, calcularemos por un término medio que será por 24, diciendo: 2.000.000 por este número, el resultado son 83.333, que es el número de nacidos en año común. Por el mismo estilo se ha llegado a conocer que los muertos son a los vivos como 1 a 29; y haciendo la misma operación, resultan 68.965 muertos en año común, que restados de los 83.333, dejan 14.368, que sería el aumento de nuestra población en cada año; y la que tendríamos dentro de 25 [años] sería, según el mismo principio, de 3.059.200, con corta diferencia. Así, pues, para que llegase esta colonia a tener la población que necesita y puede alimentar, sería preciso que pasasen millares de siglos, y que no hubiese en tiempo alguno enfermedades epidémicas, ni otras causas que contrariasen su aumento” (Vargas, 1944 [1789c]: 94-95).

El dato estadístico es utilizado aquí por Fermín de Vargas como una forma de
raciocinio que cuantifica lo humano con fines utilitarios de control social. Las tablas secuénciales permiten al Estado hacer un inventario de los seres humanos y sus hábitos con la finalidad de imponer contribuciones, explotar los recursos naturales y “ordenar la sociedad” de acuerdo a parámetros racionales establecidos a priori. Se buscaba conocer el azar para someterlo a una aritmética del orden; pero por encima de todo, a través del conocimiento matemático se pretendía controlar los factores desviados – en
este caso la enfermedad y la pobreza – para encauzarlos e integrarlos a un proyecto de gubernamentalidad diseñado por el Estado y sus tecnócratas ilustrados.

3.6 Licencia para curar

Además del hospital y de las estadísticas poblacionales, la economía política de la salud tenía en el “Real Tribunal del Protomedicato” uno de sus aparatos más eficaces. Se trataba de una institución creada por los reyes de España con el objeto de vigilar y reglamentar el ejercicio profesional de los médicos, cirujanos y boticarios.39 Mediante esta institución de control, el Estado buscaba centralizar y profesionalizar los recursos humanos disponibles, prohibiendo el ejercicio de la medicina a personas que no tuvieran la debida “licencia para curar”. Entre las más importantes atribuciones del
tribunal se encontraban las siguientes40:
• Examinar a las personas graduadas que solicitaban ejercer profesionalmente el “arte de la medicina ”. Una vez revisados minuciosamente todos los documentos presentados, entre los que se encontraba una declaración escrita sobre la “limpieza de sangre ” del candidato, el Tribunal le convocaba para un riguroso examen en el que se evaluaban sus conocimientos teóricos y prácticos. Los examinadores – también llamados “sinodales” – eran por lo general el maestro de Prima de medicina y el catedrático de anatomía y cirugía.

39 Para la historia de la reglamentación de la práctica médica en la España medieval, véase: Ruiz Moreno, 1946.
40 Todos los datos son tomados de Tate Lanning, 1997.

• Realizar visitas periódicas a las boticas, con el fin de inspeccionar la calidad de los medicamentos expedidos al público. El visitador, acompañado de un maestro boticario, examinaba los documentos que acreditaban oficialmente a la botica, los libros utilizados para la elaboración de los medicamentos (pesos y medidas) y los remedios más vendidos: sales, aceites, bálsamos, purgantes, ungüentos, jarabes, yerbas, tinturas y flores. En caso de no cumplir los requerimientos de calidad establecidos por el Tribunal, la botica en cuestión era clausurada y su dueño multado.
• Controlar el ejercicio legal de la medicina y de la cirugía. La práctica ilícita de sangrías, operaciones y tratamientos “empíricos” contra la enfermedad era severamente castigada por la ley, por lo que el Tribunal realizaba visitas de control a médicos, cirujanos y sangradores con el fin de inspeccionar sus títulos y licencias para ejercer. Aquellos que no tuvieran sus documentos en orden eran denunciados ante las autoridades locales y sancionados con multas. En caso de que alguien muriera debido a la administración de remedios o de tratamientos a mano de personas no autorizadas, el castigo era inevitablemente la cárcel.
• Vigilar los anuncios publicitarios de remedios y medicinas aparecidos en los periódicos. Esto debido a que hacia finales del siglo xviii, muchos periódicos y gacetas publicaban anuncios que promocionaban recientes descubrimientos contra las hinchazones musculares, el dolor de muelas, la diarrea y otras dolencias cotidianas.

El Tribunal exigía que todos estos remedios fueran examinados primero por un médico autorizado antes de ser publicitados. Cuando una droga era anunciada sin su autorización, el Tribunal podía iniciar un proceso legal contra los dueños del periódico.

Aunque la Corona española fundó Tribunales en los actuales territorios de Cuba, México, Argentina, Perú y Chile, no existen indicios de la existencia de una policía médica de estas características en la Nueva Granada. Todo lo que se sabe es que hubo personas que desempeñaron ocasionalmente la función de protomédicos, pero de esto no se deduce la presencia de una institución capaz de ejercer las tareas normativas y punitivas arriba señaladas.41

41 Resumiendo los avances de la medicina en los primeros 162 años de la Colonia en Colombia, el doctor Pedro María Ibáñez menciona “la llegada a Santa Fe del primer médico y la creación del Protomedicato” (Ibáñez, 1968 [1884]: 15). Ibáñez se refiere, según sus propios datos, a la llegada en 1639 del médico español Diego Hernández, nombrado por el rey para ejercer las funciones de protomédico, a quien el arzobispo fray Cristóbal de Torres le otorgó un sueldo anual de $ 350. Sin embargo, más adelante informa que “la plaza de Protomédico estaba vacante desde la muerte del doctor Diego Hernández, y para llenarla nombró el virrey Solís en 1758 a don Vicente Román Cancino”. Por su parte, Emilio Quevedo (1993: 55; 59), recurriendo a documentos publicados por el historiador Guillermo Hernández de Alba, resalta el hecho de que el tal doctor Hernández tan solo permaneció 10 años en Bogotá, es decir, hasta 1649, debido en parte a que la cátedra de medicina del Colegio Mayor del Rosario tuvo que ser cerrada por falta de alumnos. Además, Quevedo muestra que todo lo que se sabe de Vicente Román Cancino es que dictó la cátedra de medicina en el Colegio del Rosario una vez reabierta en 1753, pero no que haya sido cabeza de un Protomedicato capaz de actuar como policía médica. Todo esto significa que, descontando las pocas actividades individuales de Hernández y de Cancino, el Real Tribunal del Protomedicato jamás existió en Bogotá. En cuanto a las actividades del Protomedicato de Cartagena tampoco es mucho lo que sabemos, aparte de que fue ocupado por distintos médicos (Solano Alonso, 1998).

Sin embargo, un examen del conflicto que se dio en los albores del siglo xix entre las políticas sanitarias del Estado y los intereses del patriciado criollo, a propósito del Protomedicato, puede resultar útil para entender el conflicto entre la biopolítica estatal y la colonialidad del poder , que ya mencioné
en el capítulo anterior.

Me referiré, en primer lugar, al pleito que se presentó en Cartagena por el cargo de protomédico que había quedado vacante a raíz de la muerte de su titular, el doctor Francisco Javier Pérez. Para ocupar esta plaza se candidatizaron dos personas: el doctor Alejandro Gastelbondo, médico criollo, discípulo de Vicente Román Cancino, quien estudió en el Colegio Mayor del Rosario en Bogotá, y el doctor Juan de Arias, médico español graduado en Cádiz y discípulo del cirujano Pedro Virgili (maestro también de Mutis ).

Aunque Gastelbondo poseía una larga experiencia como médico en el Hospital
de San Juan de Dios en Bogotá y en el Hospital Militar de San Carlos en Cartagena, y Arias había llegado a la Nueva Granada apenas en 1784, la plaza es adjudicada a éste último y de forma irrevocable, por el virrey Mendinueta en 1797. La razón : Gastelbondo, aunque graduado, no había ejercido como catedrático en anatomía y cirugía y, por encima de todo, era de color pardo (Quevedo, 1993: 125-127).

Para poder ejercer su profesión, la ley española exigía que todos los médicos “latinos” – es decir que habían obtenido un grado universitario de medicina – fueran hijos legítimos. Ya vimos en el capítulo anterior que la legitimidad operaba como un mecanismo de diferenciación étnica en la sociedad colonial. Pero en el caso de Gastelbondo, el argumento legal esgrimido para impugnar su candidatura no era que fuera bastardo , sino que tenía la sangre mezclada y que, por tanto, pertenecía a alguna de las castas .

Su “infamia” de nacimiento le excluía del ejercicio de la medicina, de acuerdo con los estatutos de la universidad que, según vimos, impedían el ingreso a los claustros de todo aquel que no pudiese demostrar su pureza de sangre. La pregunta es: ¿por qué razón la “impureza” del doctor Gastelbondo fue ignorada o no fue registrada nunca en los expedientes del Colegio Mayor del Rosario? ¿Por qué se le permitió matricularse, graduarse y ejercer la medicina durante tantos años sin que nada ocurriera?

Una respuesta posible es que las necesidades locales impedían que la ley fuera
aplicada de manera estricta. Las epidemias de viruela atacaban con fuerza en áreas rurales, donde la única posibilidad de tratamiento médico era el ofrecido por teguas, curanderos y sobanderos. En algunos casos los enfermos eran atendidos por barberos o cirujanos “romancistas”, que a diferencia de los médicos “latinos” no eran graduados en la universidad, sino que habían aprendido de forma autodidacta la medicina occidental.

La gran mayoría de estos cirujanos eran mestizos y no estaban en condiciones
de presentar un examen frente al Protomedicato y obtener una licencia, ya que no podían comprobar su pureza de sangre. Los médicos legítimos eran únicamente los egresados de la universidad, médicos que en la Nueva Granada, según datos ofrecidos por Quevedo, fueron solamente dos entre 1636 y 1800, siendo Gastelbondo uno de ellos (Quevedo, 1993: 119).42 Ante esta situación angustiosa, no resulta extraño que el Colegio Mayor del Rosario haya pasado por alto la “inferior calidad” étnica del candidato. En otras palabras: ante la alternativa de dejar a todo el reino sin atención médica, las autoridades virreinales prefirieron interpretar la ley con realismo y permitir
no sólo el grado de mestizos – como Alejandro Gastelbondo en Bogotá y Eugenio Espejo en Quito -, sino el ejercicio ilegal de curanderos y empíricos en las provincias.
Si la intención de la biopolítica era promover la salud de la población, el Estado debía actuar con pragmatismo. Tenía que reformar – o por lo menos “relajar” – los estatutos universitarios que impedían la graduación de los mestizos y, al mismo tiempo, tolerar el ejercicio no profesional de algunos barberos y cirujanos romancistas.

Pero es aquí precisamente donde se presenta el conflicto entre el diseño global de la biopolítica metropolitana y las historias locales de la periferia marcadas por la colonialidad del poder . La aristocracia neogranadina veía con malos ojos que el Estado fuera demasiado tolerante con la graduación de médicos pertenecientes a las castas . La razón para este malestar era obvia: el capital cultural de la blancura , que legitimaba la dominación social frente a los subalternos (el pathos de la distancia ), estaba siendo amenazado. Las elites se quejaban de que la proliferación de curanderos, el monopolio
de los cirujanos – profesión que era tenida como “mecánica” – y la admisión de estudiantes mestizos en las universidades, había terminado con el prestigio social de la medicina .

42 Sólo a manera de comparación: entre 1607 y 1738 la universidad de México confirió cuatrocientos treinta y ocho grados en medicina , es decir, que graduaba un promedio de tres médicos por año. La universidad de San Carlos de Guatemala otorgó treinta grados entre 1700 y 1821, lo que da un promedio de un médico latino egresado cada cuatro años (Tate Lanning, 1997: 205-206). Nótese que la situación en Guatemala – que hacia comienzos del siglo xix tenía un promedio de 18 médicos graduados para un millón de habitantes – era muy superior a la de la Nueva Granada por esa misma época. Si a esto agregamos que el salario de un médico graduado escasamente superaba el de un portero, resulta fácil imaginar porqué razón las cátedras de medicina permanecieron cerradas durante tanto tiempo en la Nueva Granada. Para los hijos de la aristocracia local era mucho más rentable – y de mayor prestigio social – estudiar leyes o teología.

Los jóvenes de “buena familia” se mantenían fuera de las facultades de
medicina para evitar tener que asociarse con gente de inferior calidad étnica y social (Tate Lanning, 1997: 207). Por eso vino la presión de la aristocracia sobre las autoridades locales para fortalecer la frontera étnica que impedía a los mestizos “igualarse” socialmente con los blancos . Y por eso también, ante la insistencia del gobernador de Cartagena y de las elites locales, el virrey Mendinueta negó la solicitud de Gastelbondo y otorgó la plaza vacante de Protomédico al español Juan de Arias.

Sin embargo, no en todos los casos el discurso tradicional de la elite criolla logró imponer su voluntad sobre los designios de la biopolítica . En el año de 1798 el rey Carlos iv se propuso solucionar la crisis de salud que vivía la Nueva Granada y ordenó promover la reorganización del Protomedicato y reformar los estudios de medicina . Para cumplir este mandato real, el virrey solicitó a los médicos Sebastián López Ruiz , Honorato de Vila y José Celestino Mutis un concepto escrito sobre la forma en que debían llevarse a cabo tales reformas. López Ruiz era un médico criollo, natural de Panamá, que se enorgullecía de ser “limpio de toda mala raza ” y de pertenecer a una de
las familias más nobles y distinguidas de su región.43

Estudió medicina en la Universidad de San Marcos de Lima, donde recibió una formación galénica, adquiriendo una concepción medieval de la profesión que no armonizaba ya con el proyecto biopolítico de la corona. Mutis, en cambio, estuvo siempre muy cerca de los Borbones y apoyó
desde su llegada a Santa Fe la reforma de los estudios universitarios y la implementación de una política ilustrada de salud pública . En los informes de Mutis y López Ruiz solicitados por el virrey Mendinueta veremos ejemplificado el conflicto de intereses entre la Corona y el patriciado criollo en torno a la “cuestión étnica”.

López Ruiz inicia su informe de forma bastante inusual, pidiendo al virrey “se
sirva indagar si los otros nombrados conmigo para informar somos con legítimos requisitos legales, verdaderos médicos” (López Ruiz , 1996 [1799]: 73). Es decir, pide que los otros dos informantes comisionados, Honorato de Vila y José Celestino Mutis , demuestren la legitimidad de sus conocimientos, presentando los títulos universitarios que les acreditan como médicos. ¿Qué es lo que está detrás de esta petición? Se trata, a mi juicio, de una movida estratégica de las elites criollas más tradicionales en contra

43 Tal era su celo por el capital de la blancura que repudió públicamente a una de sus hermanas por haber mancillado el nombre de la familia, casándose con un negro. Pilar Gardeta Sabater (1996: 15) afirma, sin embargo, que el padre de López Ruiz casó en segundas nupcias con una mulata, cuestión que levantó sospechas en torno a la “calidad étnica” del médico panameño. En algunos círculos gubernamentales de Bogotá corría el rumor de que López Ruiz era hijo de mulato y mulata, cosa que fue desmentida categóricamente por el médico, quien en repetidas ocasiones demostró ser hijo legítimo de españoles, cristianos viejos y descendientes directo de conquistadores.

Se trata, a mi juicio, de una movida estratégica de las elites criollas más tradicionales en contra de la biopolítica estatal.44 Lo que buscaban estas elites era reforzar el control sobre la frontera legal que impedía el ascenso social a personas de inferior calidad étnica. Y una de las estrategias para lograrlo – además de los ya mencionados “juicios de disenso” – era poner freno a la práctica ilegal de la medicina .45 Bien sabido era que un personaje
como Mutis , interesado más en el progreso económico y científico del virreinato que en las formalidades de la ley, estimulaba a personas que no reunían los requisitos legales para que practicaran la medicina. Uno de ellos era el sacerdote criollo Miguel de Isla, quien a pesar de no haber estudiado formalmente, era un autodidacta ilustrado que se formó bajo la tutela de Mutis y tenía mucha experiencia como médico en el hospital de San Juan de Dios.46

Con su ataque directo a la pretensión “ilegal” de Mutis de formar médicos por fuera de los claustros, López Ruiz intentaba desarticular uno de los pilares más fuertes de la biopolítica borbona en la Nueva Granada.

La estrategia de López Ruiz era desacreditar la autoridad de Mutis para ejercer
como profesor ad hoc de medicina . Para ello afirma en su Informe sobre los profesores de Santa Fe que hasta el momento “nadie ha visto” los títulos que acreditan a Mutis como médico graduado y sospecha que tales títulos no existen, pues el Real Colegio de Cirugía en Cádiz, donde estudió Mutis , únicamente forma cirujanos latinos pero no médicos (López Ruiz , 1996 [1801]: 91). Sugiere incluso que el nombramiento de Mutis como catedrático de matemáticas en el Colegio Mayor del Rosario en 1762 fue completamente ilegal, porque se hizo “sin oposición, sin ejercicios literarios y sin gracia previa de Su Magestad” y testimonia que “hace mas de 26 años que vine a esta capital, y jamás he visto que este catedrático haya enseñado, ni presidido acto
público alguno de matemáticas”.

Mutis es presentado entonces como un “intruso” favorecido arbitrariamente por el Estado borbón, que ponía en peligro el capital simbólico de las elites (blancura , nobleza y distinción ) al fomentar con su mal ejemplo la promoción de médicos sin título universitario.

44 Me alejo aquí de la interpretación que pretende ver en este incidente una disputa puramente personal entre López y Mutis por la cuestión de las Quinas – problema del que me ocuparé más adelante – o el simple enfrentamiento entre dos grupos de intelectuales neogranadinos, los ilustrados y los ortodoxos.
45 Tengamos en cuenta que la mayor parte de los curanderos y cirujanos romancistas eran mestizos.
46 Ciertamente, Isla estudió filosofía con los jesuitas en la Universidad Javeriana de Bogotá y luego ingresó a la orden de San Juan de Dios. Sin embargo, la licencia para ejercer como médico no la obtuvo de la universidad sino del superior de su orden, padre Francisco Tello de Guzmán. Sus amplios conocimientos en farmacia, botánica, anatomía y fisiología fueron reconocidos incluso por el virrey Caballero y Góngora, quien le nombró médico del hospital militar de Santa Fe (Quevedo, 1993: 131). Durante la segunda
epidemia de viruelas en Bogotá fue uno de los médicos más activos (Rodríguez González, 1999: 40).
47 López Ruiz hace referencia a las Leyes de Castilla del siglo xvi, en las que se habla de severas penas contra las personas que ejerzan la medicina o la cirugía sin tener los grados y licencia para ello. Los castigos prescritos por la ley oscilaban entre una multa de seis mil a doce mil maravedíes y el destierro
(López Ruiz, 1996 [1799]: 80-81).

Por esta razón, el informe de López Ruiz es en realidad una crítica a las políticas del Estado, que desconocen las leyes que reglamentan la profesión médica47 y atentan contra los privilegios tradicionales de la nobleza criolla:
“Veo sujetos que sin los requisitos al principio expresados, y lo más es, sin haber tenido esta capital Aula, ni Tribunal de Medicina donde cursarla legítimamente, ni quien con autoridad competente los examine, revalida y les expida títulos, ejercen impunemente las referidas facultades en toda su extensión civil y forense, y que se les da tratamiento de Doctores […] Como la Medicina y la Cirugía han estado siempre en un estado de abatimiento, ningún joven decente se dedicará a su estudio hasta verlas brillantes y con el honor con que su Magestad condecora, distingue y protege a sus alumnos” (López Ruiz , 1996 [1799]: 83; 87).

Por su parte, Mutis comienza el informe diciendo que la proliferación de enfermedades en la Nueva Granada entorpece los planes ilustrados del gobierno, pues “reunidas tantas calamidades que diariamente se presentan a la vista, forman la espantosa imagen de una población generalmente achacosa, que mantiene inutilizada para la sociedad y felicidad pública la mitad de sus individuos” (Mutis , 1983 [1801a]: 35).

Con ello se coloca del lado de la política que buscaba convertir la salud en un problema de “felicidad pública” administrado por el Estado. Por esta razón, si Mutis está de acuerdo con López Ruiz en la necesidad de terminar con la práctica ilegal de la medicina , no es por defender los privilegios de la nobleza criolla sino para evitar que charlatanes y curanderos destruyan todavía más la salud de la población, obstaculizando la productividad económica del reino. Mutis sabe perfectamente que el Rey ha solicitado este informe para poner remedio a una situación que afectaba el bienestar público de todo el Virreinato, y no para ocuparse del bienestar privado de un grupo social en particular (los criollos ) o de un gremio profesional (los médicos).
Desde este punto de vista, el médico gaditano afirma que las declaraciones de López Ruiz no sólo están llenas de “hiel y acrimonia”, sino que buscan defender más sus propios intereses que los intereses del Estado:
Este hábil profesor [López Ruiz], aunque satisfecho y pagado de su propio mérito hasta el punto de negarse a concurrir en las consultas de sus compañeros, serviría de más consuelo al público y mayor utilidad suya, si no escaseara tanto su asistencia […] Es bien sabido en la capital y notorio a todo el reino que, a pesar de mi avanzada edad y tareas del real servicio, mantengo abiertas las puertas en cualquier hora del día para recibir sin distinción de personas y sin interés alguno, a cuantos imploran el socorro en sus enfermedades. Así llevo sacrificada mucha parte del tiempo, que debería destinar a mi comodidad y descanso, mientras López gasta todo el suyo en cultivar sus amistades, maquinar sus proyectos, entablar sus pretensiones y exaltar sus descubrimientos, que asegura sobre su palabra haber verificado, negándose a contribuir por su parte al consuelo de la humanidad afligida, que no se atreve a llegar a sus puertas (Mutis , 1983 [1801a]: 39; 43).

La crítica de Mutis apunta hacia el hecho de que personas como López Ruiz , que utilizan la profesión médica como medio para consolidar un ethos señorial y aristocrático, desinteresado por la felicidad pública , son las que favorecen la presencia de curanderos e intrusos en el Nuevo Reino de Granada.48 Estos llenan el inmenso vacío que deja la falta de atención profesional y atienden a los que no pueden darse el lujo de “llegar a la puerta” de un aristócrata como López Ruiz . Precisamente por esto, Mutis afirma que la solución al problema de salud pública no consiste en prohibir ipso facto la presencia de curanderos sin licencia, pues esto dejaría definitivamente a la población sin ningún tipo de ayuda médica. La solución es, más bien, discriminar entre aquellos empíricos que no pasan de ser “charlatanes advenedizos”, de aquellos que “por su instrucción, caridad y buena conducta” podrían ser utilizados legítimamente
como auxiliares en actividades subalternas (barberos, cirujanos, sangradores, parteras, boticarios) o incluso ser promovidos como médicos.

Mutis se refiere específicamente a los barberos y sangradores, diciendo que ninguna población culta puede gloriarse de tenerlos “mejores y más abundantes” como la Nueva Granada.49 Gracias a ellos pudo ser combatida con éxito la epidemia de viruelas de 1782, pues cumplieron la importante función de inoculadores.

48 Recordar lo dicho anteriormente en el sentido de que la medicina no era vista en esa época como una carrera lucrativa, sino ante todo, como un compromiso cristiano con los pobres. Cuando prestaba juramento, el médico se obligaba a atender y asistir a los pobres sin cobrar aranceles ni esperar salarios. La piedad y la caridad eran entonces las dos principales virtudes del médico. Los Borbones consiguen reconvertir el deber médico de “amar al prójimo” en la obligación patriótica por la salud pública, motivo suficiente para inducir al médico a atender a los pobres sin cobrarles. Este es precisamente el argumento de Mutis contra López Ruiz .
49 Mutis afirma que “durante la época en medio siglo han existido los que hallé acreditados y después he conocido innumerables de habilidad mediana y muchos de superior destreza, a quien van sucesivamente reemplazando otros jóvenes sus discípulos por la inclinación con que desde luego se aplican a esta práctica los mancebos de las barberías; de donde podrían salir muy buenos cirujanos romancistas, admitidos en la correspondiente clase de la enseñanza pública” (Mutis , 1983 [1801a]: 42).

También se refiere a boticarios como fray José Bohórquez y don Antonio Gorráez, e incluso a médicos sin título como fray Miguel de Isla y don Manuel de Castro, cuya labor ha sido de gran utilidad para la asistencia de aquellos sectores más desfavorecidos de la población.50

El panorama no es entonces tan oscuro como lo presenta López Ruiz , quien, con su “acalorada imaginación”, razona que de la escasez de profesores se deduce necesariamente la completa ignorancia y barbarie de la práctica médica en el virreinato.51 Mutis piensa que una política de salud pública en la Nueva Granada no necesita partir de cero, pues aunque no haya médicos que puedan exhibir pomposos títulos, sí existen suficientes personas hábiles para cumplir la función de conservar una población sana, capaz de asegurar la producción de riquezas para el Imperio. Lo que se necesita es organizar unos
estudios médicos que puedan brindar a estas personas la instrucción requerida para cumplir eficazmente su misión.

No es la expedición de títulos lo que importa sino el tipo de estudios impartidos, ya que existen muchos médicos graduados – como López
Ruiz – que practican la medicina “sin haber saludado los autores célebres de nuestro siglo y sin la más mínima noticia de aquella erudición teórica y práctica, que eleva al médico cuando no a la esfera de sobresaliente, por lo menos a la clase de un mediano profesor de su carrera” (Mutis , 1983 [1801a]: 57).

50 López Ruiz consideraba que ni fray José Bohórquez ni el padre Miguel de Isla, ambos religiosos con amplia experiencia en la atención de conventos y hospitales de caridad, tenían las capacidades para ejercer como boticarios o médicos. Al respecto escribe de forma maliciosa: “Si no fuera tan odiosa la
puntual especificación de personas, podría formar aquí una copiosa lista de sujetos Seculares y Regulares intrusos en la Medicina, Cirugía y demás facultades subalternas; que no contentos con ejercerlas entre el público, se atreven hasta introducirse dentro de los claustros, y celdas de los Conventos de monjas, acompañados de otras religiosas para visitar a las enfermas y aplicarlas” (López Ruiz , 1996 [1799]: 74).
Acerca de Miguel de Isla escribe específicamente: “El Padre fray Miguel de Isla , poco antes religioso hospitalario de San Juan de Dios desde su tierna juventud, ya secularizado con hábitos clericales, y desde luego Don Miguel no ha tenido más estudios, ni práctica de Medicina que la que él mismo se propuso adquirir, como muchos de estos religiosos hospitalarios. El año de 1792 después de haber sido Prior en varios conventos de esta que fue su provincia, regresó a esta capital : entonces ganó título de médico que dicen le libró el Excelentísimo Señor Virrey Don José de Ezpeleta, precediendo examen que le hizo, con aprobación, Don José [Celestino] Mutis su maestro según dice; pero ¿dónde se graduó de Bachiller en Medicina y practicó?” (López Ruiz , 1996 [1801]: 95).
51 “Mucho más debe admirar la horrorosa pintura que del cuadro ideal concebido en su acalorada imaginación trasladó a su informe don Sebastián López, sepultando en el profundo abismo de la ignorancia a cuantos médicos existieron y existen hoy en Santafé y con tan renegridos colores, que no sabría
pintar mejor la infeliz suerte de nuestros confinantes indios bárbaros , chimilas y guajiros” (Mutis , 1983 [1801a]: 39).
52 El pensum que propone Mutis es de carácter radicalmente antiescolástico, siguiendo la línea reformista del Estado borbón encarnada unos años antes por el fiscal Moreno y Escandón . Recordemos que ya en 1768, el fiscal criollo había propuesto sacar la carrera de medicina de su tradicional orientación aristotélicogalénica para convertirla en una actividad verdaderamente científica, basada en la observación sistemática, la experimentación y la formulación de leyes a partir del método newtoniano analítico-sintético.
53 El desprecio visceral de Mutis por los pardos se refleja en esta frase, donde comenta la situación del Real Protomedicato en la ciudad de Cartagena: “¿Y no sería convenientísima la erección y nombramiento [como Protomédico] de un sujeto instruido, incorruptible y demás prendas necesarias para el desempeño de sus funciones, a imitación de los reinos ilustrados y mucho más necesaria en aquella ciudad, donde por desgracia se halla la noble profesión de medicina envilecida y ejercitada por Pardos y gente de baja extracción, a excepción de tal o cual cirujano español de la marina real o comerciante?” (Mutis , 1983 [1801a]: 56).

Por eso propone la creación de ocho cátedras fijas que giren alrededor de los tres ejes de la medicina ilustrada de su tiempo (Newton , Linneo y Boerhaave), es decir, que incluyan el aprendizaje de “ciencias básicas” como la física, la química y las matemáticas , así como los últimos avances en
materia de botánica , historia natural, medicina clínica, fisiología y patología.52

Mutis también propone candidatos para ocupar esas cátedras, entre los que se encuentran el controvertido padre Miguel de Isla y el joven asistente de la Expedición Botánica, don Francisco Antonio Zea , quien jamás estudió medicina.
El plan de Mutis fue aprobado por la Corona y firmado definitivamente el 6 de
agosto de 1805 (Quevedo, 1993: 149). Se sabe también que a pesar de la gran oposición de la elite criolla más conservadora, el padre Isla recibió su título de médico sin necesidad de haber cursado estudios en la universidad, por lo que pudo recibir su nombramiento como catedrático de medicina en el Colegio Mayor del Rosario.

En esta ocasión parecía triunfar la biopolítica del Estado sobre los defensores de una estructura social que defendía los privilegios asociados con la limpieza de sangre . Desde luego, no es que Mutis y el Estado borbón promulgasen la igualdad social entre blancos y mestizos.53 Lo que sucede es que por razones pragmáticas – “razones de Estado” – se hacía necesario relajar un tanto la frontera jurídica que separaba a los blancos de las castas , debido a que la población mestiza, hacia finales del siglo xviii, era ya la principal fuerza de trabajo de la Nueva Granada. Por eso, el Estado no tiene reparos en promover y estimular la movilidad social de los estratos subalternos, esperando castigar con ello a los sectores más improductivos de la sociedad (terratenientes
y criollos aristócratas).

Lo que importaba al Estado tecnocrático no era tanto “quién” realizaba una labor pública (como la de cirujano , boticario o profesor en medicina) sino con qué eficacia la realizaba para cumplir los objetivos generales diseñados por
el gobierno central. Pero, como se verá enseguida, en la mentalidad de los criollos ilustrados, el “quién” continuó primando sobre el “cómo” y la biopolítica terminó siendo para ellos una prolongación de su sociología espontánea .

La Hermenéutica: una actividad interpretativa

La Hermenéutica: una actividad interpretativa* 2006
Morella Arráez, Josefina Calles, Liuval Moreno de Tovar
UPEL
Instituto Pedagógico de Barquisimeto Luis Beltran Prieto Figueroa

Resumen
La presente investigación se ubica en el paradigma cualitativo y documental
pues tiene como objetivo el análisis de la hermenéutica como una actividad interpretativa para abordar el texto oral o escrito y captar con precisión y plenitud su sentido y las posibilidades del devenir existencial del hombre.

Comprender entendido como el carácter óntico de la vida humana, con esta visión se analiza concretamente un texto, con su autor, con su propia historia de vida, sus contenidos y sus significados en el contexto del mundo histórico del que procede, en donde el intérprete establece un diálogo con el texto que involucra multiplicidad de significados, puntos de vista, concepciones dadas por su momento circundante diferente al del texto y al del autor mismo.

Desde este punto de vista, la hermenéutica se considera una disciplina de la interpretación de los textos, para comprender el todo, comprender la parte y el elemento y, más en general, es preciso que texto y objeto interpretado,
y sujeto interpretante, pertenezcan a un mismo ámbito, de una manera que se podría calificar de circular a la comprensión, por consiguiente la forma del lenguaje se concibe como agente existencial mediador de la experiencia hermenéutica. Esto implica la posibilidad de interpretar, detectar nuevas direcciones y extraer conclusiones en horizontes de comprensión más amplios.

Introducción

Desde el más remoto origen de los tiempos, los seres humanos siempre se han encontrado con problemas interpretativos. Preguntas de este tipo siempre vamos a escuchar: ¿Qué quiere expresar este lema?, ¿Cuál es el sentido de este texto sagrado?, ¿Cuál es la tesis del autor en esta obra?, ¿Cómo se interpreta esta preceptiva jurídica? son otros y tantos ejemplos de situaciones o problemas que muestran la imprescindible y constante necesidad de: (a) remitir determinados signos a su significado, (b) relacionar los signos lingüísticos con el pensamiento, (c) referir el pensamiento con las
cosas y (d) llevar a la praxis una metodología o teoría de comprobación,
aunque sea elemental, de los significados oscuros en un mensaje humano.

Es necesario emprender la indagación de ese hilo conductor que nos trae el
valor de la palabra, pues el mundo es el todo que se construye con palabras
y el lenguaje constituye la única expresión integral, absoluta e inteligible de
la interioridad del individuo, donde coexiste con el mundo en su unidad
ordinaria; es lo que nos acerca a la acepción general de la palabra hermenéutica (Gadamer, 1993).

El término hermenéutica, del griego hermeneutiqué que corresponde
en latín a interpretâri, o sea el arte de interpretar los textos, especialmente los sagrados, para fijar su verdadero sentido, según se señala en (Diccionario
Hispánico Universal, 1961) es un término afín al latín sermo, que indica
originalmente la eficacia de la expresión lingüística. En consecuencia, la
interpretación viene a identificarse con la comprensión de todo texto cuyo
sentido no sea inmediatamente evidente y constituya un problema, acentuado,
por alguna distancia (histórica, psicológica, lingüística, etc.) que se interpone entre nosotros y el documento. El hermeneuta es, por lo tanto, quien se dedica a interpretar y develar el sentido de los mensajes haciendo que su comprensión sea posible, evitando todo malentendido, favoreciendo su adecuada función normativa y la hermenéutica una disciplina de la interpretación.

En relación con lo anterior, esta investigación tiene como objetivo plantear
algunas precisiones conceptuales sobre la hermenéutica, continúa con el
desarrollo de la misma a través del tiempo y el espacio y finaliza con ciertas
consideraciones acerca de la dinámica de la actividad interpretativa.

Una perspectiva histórica pertinente a la Hermenéutica

Desde la antigüedad viene usándose este vocablo, Aristóteles (384-382 a. de C.) lo utiliza en su obra Organun, escribió un Peri hermenais instrumento para el recto y seguro pensar, en el cual discurría sobre el análisis de los juicios y las proposiciones, es decir, un estudio del discurso y es el autor de gran parte de la terminología que se utiliza en filosofía y que ha pasado al lenguaje: acto, potencia, materia, forma, sustancia. En tal sentido, la hermenéutica se instauró fundamentalmente en un arte (techné) de la interpretación tutelada.

Es sólo a partir del Renacimiento y de la Reforma protestante, en el ámbito de una nueva situación cultural consecuente con un período histórico de transición y de ruptura con el pasado, cuando la hermenéutica comienza
lenta y progresivamente a surgir como disciplina particular estrechamente
ligada al estudio de los textos sagrados, a la exégesis de la Biblia y a saberes afines como la gramática, la lógica y la retórica. Luego se aplicó a la literatura clásica grecolatina, configurándose entonces como una disciplina de carácter filológico y después en el ámbito de la jurisprudencia, se ocupó de la interpretación de los textos legales y de su correcta aplicación a la particularidad de los casos. (Gómez 1986).

Desde entonces se considera la hermenéutica como una teoría general de interpretación, dedicada a la atenta indagación del autor y su obra textual, por tanto quien quiere lograr la comprensión de un texto tiene que desplegar una actitud receptiva dispuesta a dejarse decir algo por el argumento. Pero esta receptividad no supone ni neutralidad frente a las cosas, ni auto anulación, sino que incluye una concertada incorporación de las propias ideas, opiniones y prejuicios previos del lector. Lo importante entonces es que el lector debe hacerse cargo de sus propias anticipaciones con el fin de que el texto mismo pueda presentarse en el acontecer de su verdad y obtenga la posibilidad de confrontar su verdad objetiva con sus conocimientos u opiniones del lector.

De esta manera, entendemos la Hermenéutica como una actividad de reflexión en el sentido etimológico del término, es decir, una actividad interpretativa que permite la captación plena del sentido de los textos en los diferentes contextos por los que ha atravesado la humanidad. Interpretar una obra es descubrir el mundo al que ella se refiere en virtud de su disposición, de su género y de su estilo (Ricoeur, 1984).

Se constituye en una disciplina autónoma en la época del romanticismo,
cuando Schleiermacher (1768-1834) estableció una teoría pedagógica
general de la interpretación e integró las diferentes técnicas hermenéuticas
en un campo general unificado y propuso una serie de principios básicos
o cánones (contextuales o psicológicos). Los primeros se centraban en la
gramática y ayudaban a descifrar el significado de las palabras en relación
con su contexto lingüístico y los segundos estaban relacionados con la totalidad del pensamiento del autor, asegurando que para alcanzar la claridad y precisión del texto era necesario llegar a revivir la experiencia del autor cuando escribió el texto original, pues consideraba el acto de interpretación análogo al de la creación del manuscrito (Martínez, 1999).

Schleiermacher recobra la tesis de que el lenguaje no sólo es visión
del mundo sino su fundamento, pues en un análisis hecho de los poemas
de Homero concluye que en ellos hay la inspiración del autor y el producto
de un pueblo. En consecuencia concibe el lenguaje como: (a) un acuerdo
originario entre el hombre y el mundo, (b) una actividad racional y voluntaria,
(c) una producción espontánea y sensible del sujeto que prevalece
en la práctica de los hechos históricos en cuanto contiene en su estructura
interna de manera innata, la visión del mundo que la ha generado, permitiendo
al individuo protagonizar la historia de la humanidad.

También plantea diversos criterios de interpretación que se requieren para captar con precisión y plenitud el sentido del texto.
1. El lector de un texto tiene que conocer la psicología y el espíritu del autor para que la comprensión fluya con naturalidad.
2. La concepción de la hermenéutica como reproducción creativa del pasado, revive el universo espiritual de una obra, la interpretación tiene que
estar contenida en un horizonte de temporalidad, es decir que alcanza el análisis del contexto histórico del texto y del autor del texto, pues comprender
el pasado es sacar las posibilidades del devenir existencial del hombre.
3. La interpretación deberá quedar inscrita en el círculo hermenéutico de la comprensión en cuanto ha permitido rastrear la experiencia de la verdad,
buscarla e indagar sobre ella
4. El elemento privilegiado del método hermenéutico es el análisis
comparativo.
5. La multiplicidad de los significados están en el intérprete y su
pragmática mas no en el texto. Es decir que la explicación no es literal,
sino dilucidación del sentido y del espíritu, donde el intérprete sostendrá
un diálogo con el texto que implica diferentes puntos de vista, diversas
concepciones dadas por su momento histórico, indudablemente disímil
del texto y de su autor.

En conclusión tenemos que para Schleiermacher el problema es eminentemente comprensivo-explicativo, pues toda comprensión es siempre
una interpretación, donde encontramos la idea del reenvío circular entre las
partes y el todo de los textos (palabra, frase, contexto, obra, autor, ambiente histórico entre otros) cuando el intérprete practica los principios arriba descritos, va más allá de los niveles de univocidad del lenguaje y amplía
la riqueza significativa de la exégesis.

Humboldt, (1767-1835) otro de los pensadores románticos, político y
filólogo, propuso cuando se desempeñó como Ministro de la Instrucción
Pública en Prusia que, la hermenéutica además de ser un método de investigación para la generación del conocimiento, se debería incluir como
un método de enseñanza, cuyas raíces se encuentran en la pedagogía de las formas de vida cotidiana; perspectiva que hace de ella una metodología universal y una manera lógica que antecede u absorbe los métodos particulares
de la ciencia.

Asimismo consideró relevante la participación del lenguaje en los procesos
intelectuales, pues los vocablos surgen de las percepciones subjetivas de los objetos y no de sus copias, así como también de la imagen que suscita en el espíritu, por consiguiente la verdadera importancia de la lengua radica en su intervención sobre la concepción del mundo, afirmando que la visión
del mundo se hallaba contenida en el lenguaje (Schaff, 1967).

El Romanticismo reconoció el papel universal del lenguaje y la doctrina
del comprender, razón por la cual en la hermenéutica hay un solo postulado:
el lenguaje. Este hecho se halla relacionado con su papel activo dentro del
proceso del conocimiento y es planteado en “La teoría de los campos” de
Trier-Weisberg quienes adoptaron las ideas esenciales sobre la concepción
del mundo planteada por Humboldt (1767-1835) “la de la visión del mundo
contenida en el lenguaje; la de la forma interna del lenguaje, que configura
nuestra percepción del mundo; la del mundo intermedio lingüístico que
actúa como mediador entre los seres que hablan y el mundo de las cosas
y la idea del espíritu que aparece como factor creador de la nacionalidad”
(Schaff, 1967 p.29).

Pero debemos ser conscientes que el lenguaje es una construcción simbólica con distintos niveles de abstracción producida por el ser humano como medio para expresar la realidad ya conocida, (realidad objetiva) sino, mucho más, el reto es descubrir la realidad aun desconocida, mediante la observación y la interpretación.

Fue Dilthey (1833-1911), quien circunscribió nuevos horizontes de
comprensión para los métodos de trabajo en la producción del conocimiento
y amplió su ámbito a todas las ciencias tanto de la naturaleza como las del
espíritu, le adjudicó a la hermenéutica la misión de descubrir los significados de las cosas, la interpretación de las palabras, los escritos, los textos pero guardando su propiedad con el contexto del cual formaba parte.

Para realizar esas discusiones es necesario hacer una buena observación e
interpretación de eventos existenciales a través de recursos como: estudios
lingüísticos, filológicos, contextuales, históricos, arqueológicos, entre otros.
También sugirió una técnica fundamentada en la dialéctica del “círculo
hermenéutico”, movimiento del pensamiento que va del todo a las partes
y de las partes al todo, de manera que en cada movimiento aumente el nivel
de comprensión: las partes reciben significado del todo y el todo adquiere
sentido de las partes. Es un proceso anasintáctico, inductivo–deductivo
de búsqueda de sentido del texto que coactúa en la experiencia humana
(Martínez, 1999).

Y finalmente sólo se comprende cuando en la interpretación previa
o precomprensión que nos orienta en el estudio de los fenómenos, nos
apoyamos en aquello que se ha admitido como válido o cierto; partiendo
siempre de una situación concreta de presupuestos fundamentales sin
dejarnos conducir por concepciones populares, ni por enfoques, ni anticipaciones; solamente así se asegura la elaboración del tema científico desde el fenómeno mismo.

Actualmente entendemos por hermenéutica la corriente filosófica
que surge a mediados del siglo XX y tiene sus raíces en la fenomenología
de Husserl (1859-1938), quien considera que es una filosofía, un enfoque
y un método, pues enfatiza la vuelta a la reflexión y a la intuición para
describir y clarificar la experiencia tal como ella es vivida pero con una
marcada diferencia, ya que el método hermenéutico trata de introducirse en el contenido y la dinámica de la persona estudiada y en sus implicaciones,
buscando estructurar una interpretación coherente del todo, mientras que
el fenomenológico se centra en el estudio de esas realidades vivenciales,
determinantes para la comprensión de su vida psíquica.

En un amplio sentido este método se utiliza en las investigaciones psicológicas, sociológicas y educacionales entre otras (Buendía, Bravo y Hernández, 1998). Estas especulaciones realizadas sobre los principales cimientos históricos del método hermenéutico nos permiten concluir que la condición fundamental de todo ejercicio interpretativo que intenta intermediar entre el suceso transmitido por la tradición y la esfera de las propias experiencias, tiene, por un lado al lenguaje como medio universal para ello y por el otro, los distintos criterios literarios (lenguaje, texto, contexto histórico), no siempre de acuerdo entre sí.

La pretensión de la verdad hermenéutica

Hans Georg Gadamer (1900-2002), Martín Heidegger (1889-1976), los
italianos Luigi Pareyson (1918-1991) y Gianni Vattimo y el francés Paul
Ricoeur (1913) asumen una posición en torno al problema de la verdad y
del ser, siendo la verdad definida como fruto de una interpretación y, el ser como (mundo y hombre), donde el lenguaje es la relación más primaria entre el ser y el hombre.

La pretensión de la verdad hermenéutica ha permitido al intérprete rastrear la experiencia de la verdad, buscarla, indagar sobre ella como práctica realizable de cada persona, como el arte de interpelar, conversar, argumentar, preguntar, contestar, objetar y refutar; derogando de una manera lógica el discurso unívoco que nos está siguiendo en la actualidad.

Gadamer (1995) intenta demostrar cómo la hermenéutica, indica no sólo el procedimiento de algunas ciencias, o el problema de una recta interpretación
de lo comprendido, sino que se refiere al ideal de un conocimiento
exacto y objetivo, siendo la comprensión el carácter ontológico originario de
la vida humana que deja su impresión en todas las relaciones del hombre
con el mundo, pues el comprender no es una de las posibles actitudes del
sujeto, sino el modo de ser de la existencia como tal.

En su obra titulada “Verdad y Método” (1991) expone claramente el
intento filosófico, y no metodológico de su investigación, al explicar que la
esencia de su indagación no es de ningún modo fijar una serie de normas
o técnicas del proceso interpretativo como la hermenéutica más antigua.
El objeto revelado del análisis gadameriano es más bien el de sacar a la luz
las estructuras transcendentales del comprender, o sea, clarificar los modos
de ser, en que se concreta el fenómeno interpretativo.

Tampoco se propone exhibir una metodología normativa para las interpretaciones sino sólo suscitar un debate filosófico respecto a las condiciones de posibilidad de la comprensión y finalmente se propone ilustrar cómo en el comprender se realiza una experiencia de verdad y de sentido irreductibles al método del pensamiento científico moderno.

Las novedosas formas de interpretación son fundamentales para propiciar
espacios de diálogo. El discurso que se asume y ejerce como totalitario
puede homogeneizar ciertos ámbitos particulares de la realidad, limitando
la riqueza vital de la interpretación y agravando la compleja situación que
hoy vive la sociedad. Una acción responsable del ejercicio interpretativo se
vincula con el trabajo ético del compromiso solidario por la vida plena de
toda la humanidad, en consecuencia se tiene que aspirar a relaciones dialógicas de comunicación en términos de construcción de nuevos espacios
del pensamiento cuya condición sea el ejercicio de la racionalidad.

En consecuencia, entender el mundo, es también conciencia histórica del orden que se produce entre las tradiciones y de la distancia que se da
entre ellas, como parte de una determinada realidad histórica y social. Esto
supone que cualquier conocimiento de las cosas viene mediado por una
serie de prejuicios, expectativas y presupuestos recibidos de la tradición,
que determina, orienta y limita la comprensión.

Por lo que se conjetura que el hombre está en un mundo que lo provee de una cultura que a su vez delimita y manipula su conocimiento de la realidad y le proporciona un lenguaje determinado que, al mismo tiempo, es ayuda y es obstáculo para la interpretación en cuanto condiciona sus pensamientos sobre problemas y procesos sociales que se proyectan inconscientemente en el campo de su experiencia conjuntamente con las expectativas implícitas contenidas en ella (Schaff, 1967).

Elementos que convergen en el acto interpretativo

El arte de interpretar debe constituirse en una actividad que el individuo
tiene que aprehender mediante el estudio y la lectura constante, por
consiguiente toda lectura es comprensión y en ese acto convergen por una
parte, el necesario preconocimiento del tema de la obra que debe interpretar y por la otra, la necesaria pertinencia de la obra y el intérprete a un ámbito mayor. Así como también las motivaciones y expectativas del exégeta, pues quien interpreta tiene su horizonte, la cultura social, el conocimiento previo, el control lingüístico, las actitudes y los esquemas conceptuales y vive una situación concreta en el momento que realiza la interpretación, su acción interpretadora no se separa de sus circunstancias sociales y con esa perspectiva aborda el texto (Cassany, 1998).

El texto es un todo autónomo pero por su propósito comunicativo es
una obra abierta, en movimiento. También tienen un sentido y una referencia pues se origina en una situación concreta (contexto extralingüístico, circunstancias y propósito) y se inserta en un entorno determinado, con interlocutores, objetivos y referencias constantes al mundo circundante.

Pueden distinguirse en el texto numerosos niveles: fonemáticos, sintácticos, semánticos, ideológicos, narrativos, culturales, identificables según y acorde a los códigos que se utilicen para su decodificación y garantizan el significado del mensaje.

Todo texto posee un contenido, un significado y para ello mantiene
una relación semántica entre las palabras, hecho que le permite designar
significados de un mismo campo. También tiene un sentido y una referencia
(tema y rema); un sentido, en cuanto es susceptible de ser entendido o
comprendido por el intérprete, el cual le sirve de base o punto de partida,
en el sentido real o ficticio, producido por lo novedoso del tema. El tema
y el rema van cambiando a medida que el lector decodifica porque lo que
es desconocido (rema) pasa a ser sabido (tema); a ese fenómeno se le llama
tematización ya que permite la progresión de la información en el texto y
asegura la comprensión e interés de la comunicación (Cassany, 1998).

Un texto, o un discurso, se hacen simbólicos desde que le descubrimos
su sentido directo por razón de la interpretación. Cazau (1997) señala al
respecto que en el comprender está el carácter óntico de la vida del individuo,
pues existe un discurso del sujeto que describe la complejidad de
la naturaleza humana, por cuanto se centra en mostrar al hombre como lo
que realmente es.

En otras palabras, la ontología del ser humano intenta dilucidar con este tipo de disertación, el fenómeno de la totalidad de la naturaleza en el contexto de ser en el mundo, pero no se tiene la suficiente objetividad y profundidad para aprehender lo que el hombre realmente es, como lo prueba la diversidad de discursos antropológicos que aparecieron, aparecen y posiblemente seguirán apareciendo. Pero lo que sí intenta el discurso de sujeto son aproximaciones ontológicas hacia esa realidad incognoscible, realidad que aparece entonces como una especie de idea regulativa, es decir, como un ideal que se busca como meta, pero que nunca termina de alcanzarse.

Sin embargo el lenguaje, y en particular el lenguaje científico, tienen la
característica peculiar de transformar su objeto de conocimiento. En consecuencia es capaz de modificar su referente, lo óntico y, cuando este referente es la misma naturaleza humana, queda transformada por obra y gracia del lenguaje. Esto representa de alguna forma, una salida a la circularidad del lenguaje, que puede así extenderse más allá de sí mismo produciendo una modificación en lo real.

Cuando se analiza concretamente un texto, se entiende que éste tiene
un autor, con su propia historia de vida, con su contexto histórico que lo
condiciona, con la situación en que ha vivido, se ha desarrollado, ha crecido, se ha constituido. Este análisis que se aplica a la existencia del autor
del texto es aplicable a su vez al texto mismo, a la obra que se deja para
la posteridad y que asume personalidad propia. El interés histórico de las
obras transmitidas no se orienta sólo hacia los fenómenos históricos, sino
también al efecto de los mismos en la historia.

Para ello es conveniente dilucidar el término, pues la hermenéutica
se desarrolla con textos que pueden permitir polisemia, es decir, diferentes
significados, por lo que el lector trataría de aprehender su significado
esencial, la tesis del autor.

De lo anterior se deduce que hay dos tipos de discursos; el de objeto
y de sujeto. El discurso de objeto es más típico de las ciencias naturales; se
caracteriza por su insuficiencia en cuanto recorta lo que juzga esencial en
el hombre y por consiguiente no explora toda su riqueza y complejidad,
pues centra su propósito en la creencia de que las categorías ontológicas
han agotado todo lo referente al ser, con la pretensión de haber alcanzado
lo óntico. Mientras que el discurso de sujeto, propio de las ciencias sociales
explora las complejidades de la naturaleza humana, pero con la permanente incertidumbre que surge al percatarse de la dificultad para plasmar
el conocimiento de lo humano (lo óntico). Cazau (1997), afirma que en el
comprender está el carácter óntico de la vida humana.

De lo que se infiere que el texto una vez que fue escrito adquiere personalidad, asume independencia, y va pasando por el devenir histórico. El texto mismo tiene su contexto, que se ensancha con el paso del tiempo y con las múltiples interpretaciones de que es objeto; por consiguiente el intérprete debe recibir no sólo el texto en su presencia física, objetiva, sino con los variados comentarios que se han hecho de él. Por consiguiente puede el intérprete criticar, argumentar, captar en una totalidad las diferentes partes del texto, ubicándolos en el amplio contexto social; utilizar los procedimientos dialécticos que amplíen los significados captados con anterioridad, pues toda interpretación implica innovación y creatividad en la medida en que la interpretación del texto o de la acción humana enriquezca su descripción o comprensión (Martínez, 1999)

En esa realidad del autor del texto, del texto mismo y del entorno
del intérprete se conjuga un diálogo. Esa vivencia dialógica de preguntas
y respuestas, entre los horizontes que se fusionan, esa estrecha relación
que aparece entre preguntar y comprender es la que da a la experiencia
hermenéutica su verdadera dimensión. Planteando un continuo, que hace
entender que la interpretación humana y la comprensión serán siempre
finitas e históricas.

Referencias
Buendía L., Bravo, M. y Hernández F. (1998). Métodos de Investigación en Psicopedagogía. España. McGraw-Hill.
Cassany, D., (1998). Enseñar Lengua. España. Editorial Graó
Cazau, P. (1997) “Lo real, lo imaginario, lo simbólico”, Revista: El Observador Psicológico No. 24. Julio-Agosto. Capital Federal TE.
Diccionario Hispánico Universal. (1961). México, D.F. W. M. Jackson, Inc., Editores.
Dilthey , W. (2002) Diccionario de Filosofía. México. Editorial Diana.
Gadamer, H. (1991) Verdad y Método (vol. 1), España. Ediciones Sígueme. Salamanca
Gadamer, H. (1995) El inicio de la filosofía occidental, España. Barcelona Padios.
Gadamer, H. (1993) Poema y diálogo. Gedisa. Barcelona España.
Gómez P., (1986). Historia Básica de la Filosofía. Madrid. Editorial Magisterio Español S.A.
Humboldt, K., (1995) Diccionario Hispánico Universal. México. Jackson Editores
Husserl, E (1996) Diccionario de Filosofía. México. Editorial Diana.
Martínez, M (1999) Comportamiento Humano. Nuevos Métodos de Investigación 2da. Edición. México. Editorial Trillas.
Ricoeur, P (1984) La metáfora viva. , Buenos Aires Editorial Megápolis
Schaff, A. (1967) Lenguaje y Conocimiento. México. Editorial Grijalbo S.A.
Schleiermacher, F (2002) Diccionario de Filosofía. México. Editorial Diana

La hybris del punto cero. Introducción

La hybris del punto cero. Ciencia, raza e ilustración en la Nueva Granada (1750-1816). (Introducción)
Santiago Castro-Gómez. Bogotá.2005.

Introducción

En el año de 1787, la emperatriz de Rusia Catalina II escribe una misiva al rey de España Carlos III , en la que le solicita el envío a San Petersburgo de todos los materiales que pudiera encontrar sobre las lenguas aborígenes de América. La emperatriz, una entusiasta defensora de las ciencias y amiga personal de Voltaire, planeaba entregar este material a los sabios de su corte para que elaboraran un estudio comparativo de todas las lenguas conocidas en el mundo.

Por aquella época, como lo ha mostrado Michel Foucault (1984), los ilustrados europeos creían poder descifrar las leyes gramaticales comunes a todos los dominios lingüísticos y que constituirían la estructura básica de todo idioma posible. El proyecto de la “Gramática general” demandaba comparar unas lenguas con otras, pero no para descubrir su origen histórico común, como se pensaba hasta entonces (el hebreo como “lengua madre”, antes de la confusión de Babel), sino para descubrir la estructura lingüística universal subyacente a todas las lenguas del planeta. Cada lengua particular sería, entonces, un modo específico de esa estructura universal. Los ilustrados de la corte rusa, encabezados por un sabio de nombre Pallas, enterados que los jesuitas habían publicado muchas obras sobre las lenguas indígenas americanas, pidieron a la emperatriz su colaboración para conseguir
este valioso material con el fin de trabajar en el proyecto.1

1 La obra de Pallas fue publicada en 1789 con el título Linguarium totius orbis vocabulario comparativa, augustissimae cura collecta, scilicet primae lenguas Europae, et Asiae complexae.

Accediendo a la petición de la emperatriz rusa, el rey Carlos III ordenó a sus virreyes de América la búsqueda, recolección y envío a España de todos los documentos existentes sobre el tema. En el Virreinato de la Nueva Granada, el virrey Antonio Caballero y Góngora designó al médico y matemático español don José Celestino Mutis como encargado de la tarea. Desde su llegada a la Nueva Granada en 1761, Mutis había dedicado parte de su tiempo a buscar manuscritos relativos a las lenguas indígenas.

En realidad, Mutis no se interesaba por los indios, sino en el adelanto de
la nueva ciencia de las lenguas humanas (la lingüística), por lo que recibe con alegría el encargo y reúne un equipo para empezar la búsqueda. Luego de un año de pesquisa por colegios, conventos y bibliotecas, Mutis logra reunir 21 manuscritos, entre los que se encontraban algunas de las más importantes obras de la lengua muisca redactadas por misioneros de la Nueva Granada.2

El valioso material fue enviado a España en el equipaje del propio virrey Caballero y Góngora , quien lo entregó personalmente a la
biblioteca de Palacio en el año de 1789.3

Casi veinte años antes, el mismo rey Carlos III había expedido un decreto en el que prohibía terminantemente el uso de lenguas indígenas en sus colonias americanas. Entre las prerrogativas de la dinastía de los Borbones no se encontraba ya la evangelización de los indios en sus propias lenguas, sino la unificación lingüística del Imperio con el fin de facilitar el comercio, desterrar la ignorancia y asegurar la incorporación de los vasallos americanos a un mismo modo de producción. Las lenguas vernáculas aparecían así como un obstáculo para la integración del Imperio español al mercado mundial y el castellano se convirtió en la única lengua que podía ser hablada y enseñada en América (Triana y Antorveza, 1987: 499-511).

2 De forma análoga a lo ocurrido en México con el nahuatl o en Perú con el quechua , el muisca (o chibcha ) fue considerado en los siglos xvi y xvii como la “lengua general de los indios” de la Nueva Granada, por lo cual se abrieron cátedras de esta lengua en las universidades para que fuera aprendida
por los misioneros y se redactaron diccionarios, gramáticas y vocabularios.
Entre las obras encontradas por Mutis se encontraban las célebres gramáticas del dominico Bernardo de Lugo (“Gramática de la lengua general del Nuevo Reino llamada mosca”) y del jesuita José Dadey (“Gramática, vocabulario y
confesionario de la lengua mosca-chibcha”). Para un estudio de las obras sobre lengua chibcha producidas antes de 1810, véase: González de Pérez, 1980.
3 Sabemos que el material enviado por Mutis jamás llegó a Rusia (Ortega Ricaurte, 1978: 101). El estallido de la revolución francesa y la muerte del rey Carlos iii pudieron haber disuadido a la Corona española para no cumplir el encargo de la emperatriz.

El edicto real de 1770 ordena entonces “que se instruya a los Indios en los Dogmas de nuestra Religión en Castellano, y se les enseñe a leer y escribir en este idioma, que se debe extender y hacer único y universal en los mismos Dominios, por ser el propio de los Monarcas y Conquistadores, para facilitar la administración y pasto espiritual a los naturales, y que estos puedan ser entendidos de los Superiores, tomen amor a la Nación Conquistadora, destierren la idolatría, se civilicen para el trato y Comercio; y con mucha diversidad de lenguas, no se confundan los hombres, como en la
Torre de Babel”.4

La pregunta es: ¿por qué razón el mismo rey que decreta la extinción de las lenguas indígenas ordena pocos años después recoger todos los estudios existentes sobre ellas? ¿Cuál es la relación entre el edicto de 1770 y la petición de la emperatriz rusa en 1787? ¿Qué tiene que ver la ciencia ilustrada de la lengua con la política ilustrada de la lengua? Este trabajo buscará resolver estas preguntas tomando como base la perspectiva abierta por los estudios culturales en general, y por la teoría poscolonial en particular.5

Las teorías poscoloniales gozaron de especial recepción en los departamentos
de letras y humanidades, sobre todo en algunas universidades europeas y de los Estados Unidos durante los años ochenta, y esto por una buena razón: poco a poco fue imponiéndose la idea de que la difusión mundial de lenguas como el español, el inglés, el francés y el portugués no podía seguir siendo vista como un fenómeno independiente del colonialismo europeo. En otras palabras, los teóricos poscoloniales empezaron a enfatizar en la idea de que la expansión colonial de la Europa moderna supuso necesariamente el diseño e imposición de una política imperial del lenguaje .

Los fenómenos lingüísticos empiezan a ser vistos, de este modo, como parte integral de la colonización del mundo, y el lenguaje mismo es considerado como un instrumento de dominio y/o emancipación. La historia de las lenguas modernas europeas y sus transformaciones se convierte para los teóricos poscoloniales en una especie de arqueología del colonialismo.

4 “Real cédula para que en los reinos de las Indias se extingan los diferentes idiomas de que se usa y sólo se hable el castellano”. En: Tanck de Estrada, 1985: 37.
5 Estos nuevos campos del saber emergieron en diferentes universidades de Inglaterra y los Estados Unidos hacia finales de los años setenta, muy influenciados por el posestructuralismo de Foucault y Derrida, pero también por la obra de filósofos marxistas como Gramsci y Althusser . Del posestructuralismo tomaron la crítica a las nociones clásicas de representación, conocimiento y realidad, que han sido básicas para la formación de “occidente” como proyecto cultural; del marxismo tomaron la sospecha de que los discursos etnocéntricos y las representaciones sobre el “otro” sirvieron como herramienta para la constitución de hegemonías políticas y culturales tanto en Europa como en sus colonias de ultramar (Moore-Gilbert, 1997; Loomba, 1998; Gandhi, 1998).

Ahora bien, y como lo ha mostrado Foucault (1984), el proyecto ilustrado de la “Gramática general” se funda en el supuesto de que la estructura de la ciencia posee una analogía con la estructura del lenguaje, y que ambas son un reflejo de la estructura universal de la razón. Sin embargo, en el marco de este proyecto, la ciencia tiene prerrogativa sobre el lenguaje. La ciencia no es otra cosa que un lenguaje bien hecho y los lenguajes particulares son una ciencia imperfecta, en tanto que son incapaces de reflexionar sobre su propia estructura. Por eso, durante el siglo xviii la Ilustración eleva la pretensión de crear un metalenguaje universal capaz de superar las deficiencias de todos los lenguajes particulares.

El lenguaje de la ciencia permitiría generar un conocimiento exacto sobre el mundo natural y social, evitando de este modo la indeterminación que caracteriza a todos los demás lenguajes. El ideal del científico ilustrado es tomar distancia epistemológica frente al lenguaje cotidiano – considerado como fuente de error y confusión – para ubicarse en lo que en este trabajo he denominado el punto cero.

A diferencia de los demás lenguajes humanos, el lenguaje universal de la ciencia no tiene un lugar específico en el mapa, sino que es una plataforma neutra de observación a partir de la cual el mundo puede ser nombrado en su esencialidad.

Producido ya no desde la cotidianidad (Lebenswelt) sino desde un punto cero de observación, el lenguaje científico es visto por la Ilustración como el más perfecto de todos los lenguajes humanos, en tanto que refleja de forma más pura la estructura universal de la razón.

La pregunta general que plantea este trabajo es si el lenguaje de la ciencia puede ser visto análogamente al modo en que las teorías poscoloniales analizan el desarrollo de las lenguas modernas europeas. ¿Puede decirse también en este caso que el desarrollo del lenguaje científico – y en particular de las categorías de análisis desarrolladas por las ciencias humanas – corre paralelo y en estrecha relación con la expansión europea por el mundo? ¿Puede hablarse de una política imperial de la ciencia que funcionó de forma semejante a la política colonial del lenguaje? (Reinhard, 1982).

¿Puede ser vista la ciencia como “discurso colonialista” producido al interior de una estructura imperial de producción y distribución de conocimientos? En el presente trabajo intentaré responder afirmativamente a estas preguntas, mostrando que la política del “no lugar” asumida por las ciencias humanas en el siglo xviii tenía un lugar específico en el mapa de la sociedad colonial y fungió como estrategia de control sobre las poblaciones subalternas.

Este trabajo busca examinar entonces la Ilustración como un ensemble de discursos enunciados tanto en el centro como en la periferia colonial americana. Aquí partiré de la siguiente hipótesis de trabajo: al creerse en posesión de un lenguaje capaz de revelar el “en-sí” de las cosas, los pensadores ilustrados (tanto en Europa como en América) asumen que la ciencia puede traducir y documentar con fidelidad las características de
una naturaleza y una cultura exótica.

El discurso ilustrado adquiere de este modo un carácter etnográfi co. Las ciencias humanas se convierten así en una especie de “Nueva Crónica” del mundo americano, y el científico ilustrado asume un papel similar al de los cronistas del siglo xvi. En esta perspectiva, mi interés radica en examinar el modo en que “América”, en tanto que objeto de conocimiento, se halla en el centro del discurso ilustrado.

Pensadores europeos como Locke , Hume , Kant , Rousseau , Turgot y Condorcet estuvieron permanentemente informados sobre América y sobre la vida de sus habitantes a través, sobre todo, de las crónicas españolas del siglo xvi y de la literatura de viajes. En el primer capítulo mostraré que la traducción que hicieron estos filósofos de sus “lecturas americanas” fue uno de los factores que estimuló el nacimiento de las ciencias humanas en el siglo xviii.

América fue leída y traducida desde la hegemonía geopolítica y cultural adquirida por Francia, Holanda, Inglaterra y Prusia, que en ese momento fungían como centros productores e irradiadores de conocimiento. Pero el énfasis de mi trabajo se colocará desde luego en el proceso contrario: ¿cómo
fue leída y enunciada la ilustración en las colonias españolas, y particularmente en el Nuevo Reino de Granada?

Es por eso que mi interés no es preguntarme si los pensadores ilustrados neogranadinos leyeron bien o mal a Rousseau , Montesquieu , Locke
y Buffon , o si la Ilustración en Colombia fue algo más que la expresión simiesca de una “modernidad postergada”.

La Ilustración europea – como tendré oportunidad de argumentar en el primer capítulo – no es considerada en este trabajo como un texto “original” que es copiado por otros, o como un fenómeno intraeuropeo que se “difunde” por todo el mundo y frente al cual solo cabe hablar de una buena o de una mala “recepción”.

Mi interés radica, más bien, en preguntarme por el lugar desde el cual la Ilustración fue leída, traducida y enunciada en Colombia. En tanto que
toda traducción cultural conlleva la idea de dislocación, relocación y desplazamiento (Translatio, Über-setzung), mi pregunta tiene que ver con la especificidad de la Ilustración neogranadina, es decir, con el lugar particular en el que los discursos de la nueva ciencia fueron re-localizados y adquirieron sentido en esta región del mundo, a mediados del siglo xviii.

Para analizar las características de este locus enuntiationis me serviré de tres conceptos tomados de las ciencias sociales. El primero es la noción de habitus desarrollada por Pierre Bourdieu y que en este trabajo será considerada en relación directa con su noción de capital cultural. Defenderé la hipótesis de que la limpieza de sangre, es decir, la creencia en la superioridad étnica de los criollos sobre los demás grupos poblacionales
de la Nueva Granada, actuó como habitus desde el cual la Ilustración europea fue traducida y enunciada en Colombia.

Para los criollos ilustrados, la blancura era su capital cultural más valioso y apreciado, pues ella les garantizaba el acceso al conocimiento científico y literario de la época, así como la distancia social frente al “otro colonial” que sirvió como objeto de sus investigaciones. En su caracterología de la población neogranadina, los ilustrados criollos proyectaron su propio habitus de distanciamiento étnico (su “sociología espontánea”) en el discurso científico, pero ocultándolo bajo una pretensión de verdad, objetividad y neutralidad.

Con todo esto quiero resaltar que la Ilustración en Colombia no fue una simple transposición de significados realizada desde un lugar neutro (el “punto cero”) y tomando como fuente un texto “original” (los escritos de Rousseau , Smith , Buffon , etc.), sino una estrategia de posicionamiento social por parte de los letrados criollos frente a los grupos subalternos.

El concepto de biopolítica, desarrollado por Michel Foucault , me servirá para estudiar un segundo aspecto de la Ilustración en la Nueva Granada. Me refiero a los esfuerzos del imperio español por implementar una política de control sobre la vida en las colonias hacia mediados del siglo xviii. En un intento ya tardío por mantener su hegemonía geopolítica frente a potencias como Francia, Holanda e Inglaterra, la Corona española quiso aprovechar los discursos de la ciencia moderna para ejercer un control racional sobre la población y el territorio. Lo que buscaba el Estado borbón era tomar una serie de diagnósticos ilustrados sobre procesos vitales de la población colonial (estado de salud, trabajo, alimentación, natalidad, influencia del clima, fecundidad) y convertirlos en políticas de gobierno (“gubernamentalidad ”).

Se esperaba que ello contribuiría a racionalizar la administración del Estado, a mejorar las costumbres económicas de los súbditos y a aumentar la producción de riquezas, lo cual redundaría en un fortalecimiento del imperio español en su lucha por recuperar la hegemonía del mercado mundial. La Ilustración es leída y traducida desde (bio)políticas imperiales y esto marcará la forma en que los criollos de la Nueva Granada se posicionarán frente al tema.

Aunque las reformas borbónicas fueron bien acogidas por un sector de la elite local, ellas amenazaban el habitus criollo de la limpieza de sangre, por lo que la enunciación que hacen los pensadores criollos de la Ilustración no coincide vis-a-vis con la del Estado español. Mientras que el Estado enuncia la Ilustración europea desde un interés imperial, los criollos neogranadinos lo hacen desde un interés “nacional”.

Estamos pues frente a la escenificación de un protonacionalismo criollo, marcado por el imaginario de la limpieza de sangre, que sólo hasta mediados del siglo xix encontraría su propia forma de expresión biopolítica.

El tercer concepto del que me serviré para aproximarme a la Ilustración en la Nueva Granada es el de colonialidad del poder, desarrollado por teóricos latinoamericanos como Aníbal Quijano, Walter Mignolo y Enrique Dussel . Este concepto hace referencia a la forma en que las relaciones coloniales de poder tienen una dimensión cognitiva, esto es, que se ven reflejadas en la producción, circulación y asimilación de conocimientos.

La colonialidad del poder tiene dos dimensiones que serán exploradas en este trabajo : de un lado veremos cómo en las manos del Estado metropolitano y de las elites criollas neogranadinas, la ilustración fue vista como un mecanismo idóneo para eliminar las “muchas formas de conocer ” vigentes todavía en las poblaciones nativas y sustituirlas por una sola forma única y verdadera de conocer el mundo: la suministrada por la racionalidad científico-técnica de la modernidad . Este intento caracterizará también la actitud misionera de las elites políticas criollas durante todo el siglo xix en América Latina.

La otra dimensión de la colonialidad que abordará este trabajo tiene que ver con la constitución de las ciencias del hombre en el siglo xviii. Este es un tema que merece una investigación aparte, pero que aquí tiene su lugar por dos razones básicas. En primer lugar, y como ya lo han mostrado los trabajos de Said (en especial Orientalism), las ciencias humanas encuentran su sentido último y su condición de posibilidad en la experiencia colonial europea.

El contraluz que establecen los filósofos iluministas entre la barbarie de los pueblos americanos, asiáticos o africanos (“tradición”) y la civilización
de los pueblos europeos (“modernidad ”) no sólo provee a futuras disciplinas como la sociología y la antropología de categorías básicas de análisis; también sirve como instrumento para la consolidación de un proyecto imperial y civilizatorio (“Occidente”) que se siente llamado a imponer sobre otros pueblos sus propios valores culturales por considerarlos esencialmente superiores.

Este factor es importante para entender el modo en que los filósofos ilustrados del siglo xviii en Europa “traducen” los informes sobre otras formas de vida y los incorporan a una visión teleológica de la historia , en donde “Occidente” aparece como la vanguardia del progreso de la humanidad.

Sin embargo, la idea de que las ciencias humanas y la colonialidad son fenómenos estrechamente relacionados, no resulta evidente para muchos académicos y estudiosos de la historia latinoamericana. Buena parte de la teoría social de los siglos xix y xx, tributaria de la idea moderna del progreso , nos acostumbró a pensar en la colonialidad como el pasado de la modernidad , bajo el supuesto de que para “entrar” en la modernidad, una sociedad debe necesariamente “salir” de la colonialidad.

Hasta importantes teóricos de los estudios culturales como José Joaquín Brunner argumentan que antes de los años cincuenta del siglo xx, Latinoamérica toda vivía en un desencuentro radical con la modernidad, ya que no existía el “piso” social, tecnológico y profesional sobre el que ésta pudiera sostenerse. Apenas con el surgimiento de circuitos especializados
de producción , transmisión y consumo de bienes simbólicos empieza la modernidad propiamente dicha en América Latina y con ella el surgimiento de las ciencias humanas como disciplinas académicas.

Los discursos ilustrados y humanistas de épocas anteriores eran, en opinión de Brunner, tan solo una “trizadura ideológica” de las elites en medio de una cultura fundamentalmente colonial y premoderna (Brunner, 1992: 50-63).

En el capítulo primero veremos, sin embargo, que los discurso s científicos de la elite criolla neogranadina no fueron simples “trizaduras ideológicas” que operaban sólo “en las cabezas” de un pequeño grupo desconectado de su propio mundo y conectado exclusivamente con Europa, sino que se anclaban en un habitus colonial formado durante los siglos xvi y xvii: el imaginario de la limpieza de sangre . Es justo, desde este imaginario colonial, que la modernidad sea leída, traducida, enunciada y asimilada entre nosotros.
Por ello no tiene sentido hablar de un “desencuentro radical” con la
modernidad en América Latina, ya que modernidad y colonialidad no son fenómenos sucesivos en el tiempo, sino simultáneos en el espacio .

El segundo capítulo mostrará que el imaginario de la pureza de sangre era el eje alrededor del cual se construía la subjetividad de los actores sociales en la Nueva Granada desde el siglo xvi. Ser blancos no tenía que ver tanto con el color de la piel , como con la escenificación de un imaginario cultural tejido por creencias religiosas, tipos de vestimenta, certificados de nobleza, modos de comportamiento y, lo que más interesa a esta investigación, con las formas de producir conocimientos.

Los capítulos tres, cuatro y cinco abordarán tres aspectos diferentes del discurso ilustrado criollo. En el capítulo tres se verá cómo la ciencia moderna, y en particular la práctica médica, sirvió como un instrumento de consolidación de las fronteras étnicas que aseguraban la preeminencia social de los criollos en la Nueva Granada.

El capítulo cuatro examinará más de cerca en qué consistió la violencia simbólica del discurso ilustrado. Enunciada por las elites criollas y sancionada por las geobiopolíticas imperiales del Estado, la Ilustración no sólo planteaba la superioridad de unos hombres sobre otros, sino también la superioridad de unas formas de conocimiento sobre otras. Por ello jugó como un aparato de expropiación epistémica y de construcción de la hegemonía cognitiva de los criollos en el espacio social.
Finalmente, el capítulo cinco se concentrará en el discurso de la geografía , mostrando que el control territorial en la Nueva Granada respondía no sólo a los imperativos geopolíticos del Estado borbón, sino también al intento de las elites criollas por imponer su hegemonía sobre las diversas poblaciones que habitaban ese territorio .

La pregunta que anima este trabajo es la siguiente: si la ciencia ilustrada europea se presenta como un discurso universal, independiente de sus condicionamientos espaciales, ¿cómo fue posible entonces la traducción in situ que de ella hicieron los pensadores neogranadinos hacia finales del siglo xviii?

Por esto, a través de toda la investigación se mostrará el contraste entre el “no lugar” de la ciencia y el lugar de su traducción. De ahí la insistencia en el ya mencionado concepto del “punto cero”. Con ello me refiero al imaginario según el cual, un observador del mundo social puede colocarse en una plataforma neutra de observación que, a su vez, no puede ser observada desde ningún punto. Nuestro hipotético observador estaría en la capacidad de adoptar una mirada soberana sobre el mundo, cuyo poder radicaría precisamente en que no puede ser observada ni representada.

Los habitantes del punto cero (científicos y filósofos ilustrados) están convencidos de que pueden adquirir un punto de vista sobre el cual no es posible adoptar ningún punto de vista. Esta pretensión, que recuerda la imagen
teológica del Deus absconditus (que observa sin ser observado), pero también del panóptico foucaultiano, ejemplifica con claridad la hybris del pensamiento ilustrado.

Los griegos decían que la hybris es el peor de los pecados, pues supone la ilusión de poder rebasar los límites propios de la condición mortal y llegar a ser como los dioses. La hybris supone entonces el desconocimiento de la espacialidad y es por ello un sinónimo de arrogancia y desmesura. Al pretender carecer de un lugar de enunciación y traducción, los pensadores criollos de la Nueva Granada serían culpables del pecado de la hybris. Un pecado que luego, en el siglo xix, quedaría institucionalizado en el proyecto criollo del Estado nacional.

La crisis y el agotamiento histórico de El Salvador

a arquitectura económica, social y político-institucional de la posguerra se agotó en el cuarto gobierno de ARENA (2004-2009), empeorándose la situación con la crisis económico-financiera internacional que golpeó más a El Salvador en Latinoamérica. La tarea histórica de los gobiernos del FMLN (2009-2019) era liderar una profunda transformación del país. Siete años y medio después constatamos que agudizaron la crisis heredada sin poner las bases mínimas de dicha transformación, agotándose el segundo gobierno en la mitad de su gestión. Sus últimos dos años y medio serán marcados por el ajuste fiscal y el deterioro de la situación económica y social, y por juicios de corrupción y enriquecimiento ilícito de funcionarios de anteriores administraciones y, talvez, de esta. Impulsados por la Fiscalía General de la República y la Sección de Probidad de la Corte Suprema de Justicia,

dichos procesos tendrán creciente respaldo internacional y apoyo popular, en el marco de una nueva matriz de opinión pública latinoamericana contra la corrupción y la impunidad.

El final de la década será también de las dos décadas de gobiernos populistas en Latinoamérica liderados por la familia del FMLN y de su gobierno: el Castro-Chavismo y la Alianza Bolivariana de las Américas (ALBA). Estos dilapidaron dos décadas de desarrollo y democracia en Latinoamérica y el impulso de una visión más realista de inserción competitiva y democrática de nuestros países en el capitalismo y la democracia global del siglo XXI.

La situación que hoy vivimos es producto de los efectos económicos y sociales acumulados de la guerra y de la instalación del modelo patrimonialista/neoliberal en el ámbito político-institucional y económico-social en la posguerra.

Este se caracterizó por un decreciente crecimiento económico y una limitada integración social que insertó al país a la globalización al revés, con un modelo de exportación de mucha gente y pocos bienes y servicios, con capacidad disminuida de producir y redistribuir riqueza, compensando los crecientes déficits familiares y macroeconómicos con remesas y endeudamiento crecientes. Mientras tanto, el sistema político-institucional fue incapaz de reformarse a tiempo para profundizar y consolidar la democracia y la institucionalidad, e impulsar el desarrollo. Este modelo económico- político nos llevó a la crisis actual, agudizada por la capacidad de los últimos dos gobiernos de exacerbarla y por su incapacidad de sentar las bases de la transformación nacional.

Pareciera que nuestra historia transcurre en ciclos de relativo progreso seguidos de crisis, ambos, en mi interpretación, de una duración aproximada de 20 años: 1950-1972/1972-1991/1992-2008/2008-…. La particularidad de la crisis de 1972-1991 correspondiente a la guerra civil y el progreso contradictorio de la posguerra 1992-2008 es que en dicho período de tres décadas y media, el mundo experimentó –probablemente– el más profundo cambio de época de la historia de la humanidad: de la hegemonía keynesiana a la hegemonía neoliberal en el pensamiento y política económica internacional; la reestructuración del capitalismo mundial y la globalización acelerada, la revolución científico-tecnológica y digital, y de las comunicaciones, el derrumbe del socialismo real, la conformación de los grandes bloques económicos comerciales, el surgimiento de las potencias económicas de China e India, y la hegemonía creciente de la economía asiática; y la importancia creciente de la democracia y de la institucionalidad en el mundo occidental al que pertenecemos.

La mayor parte del liderazgo y de los partidos políticos de las pequeñas naciones del norte de Centroamérica no tomaron nota de las implicaciones de semejante cambio, con liderazgos autoritarios centrados en la guerra, primero, y en la reconstrucción de posguerra, después. Su fotografía de la realidad nacional e internacional tiene entre dos y tres décadas de retraso. El sistema político-institucional y los liderazgos de la guerra y posguerra-que siguen siendo los mismos- están agotados, obstaculizando el desarrollo del CA-4 que El Salvador debería liderar. Una parte de la derecha política y del empresariado nacional sigue aferrada a una interpretación histórica y proyecto agotado. Su solución es simple: que regrese ARENA al poder, aun sin proyecto alguno de transformación nacional.

Un estudio reciente de la Escuela de Negocios de Harvard sobre la competitividad, alaborado por un equipo dirigido por Michael Porter, descubrió que el sistema político es uno de los principales obstáculos para el desarrollo económico de Estados Unidos: “El problema es que estamos estancados… nuestro sistema político se ha convertido en el principal obstáculo para el desarrollo de la economía…” (“Problemas no resueltos y una nación dividida”).

El diseño, visión compartida e implantación de un nuevo proyecto de desarrollo nacional/regional que tenga espacio, viabilidad y respaldo nacional e internacional constituye el mayor desafío de nuestro tiempo. – See more at: http://www.laprensagrafica.com/2016/09/22/la-crisis-y-el-agotamiento-historico-de-el-salvador#sthash.07ZKFhzm.dpuf

Teaching social theory as alternative discourse

Teaching social theory as alternative discourse
Syed Farid Alatas
THIRD WORLD RESURGENCE

While the critique of Orientalism in the social sciences is well-known, this has yet to be reflected in the teaching of basic and mainstream social science courses in most universities around the world, says Syed Farid Alatas.

ORIENTALISM defines the content of education in such a way that the origins of the social sciences and the question of alternative points of view are not thematised. It is this lack of thematisation which makes it highly unlikely that the works of non-European thinkers would be given the same attention as European and American social theorists such as Marx, Weber, Durkheim and others. Orientalism is a thought-style that is not restricted to Europeans. The social sciences are taught in the Third World in a Eurocentric manner. This has contributed to the alienation of social scientists from local and regional scholarly traditions. Furthermore, courses in sociology and the other social sciences generally do not attempt to correct the Orientalist bias by introducing non-Western thinkers. If we take the 19th century as an example, the impression is given that during the period that Europeans such as Marx, Weber, Durkheim and others were thinking about the nature of society and its development, there were no thinkers in Asia and Africa doing the same.
The absence of non-European thinkers in these accounts is particularly glaring in cases where non-Europeans had actually influenced the development of social thought. Typically, a history of social thought or a course on social thought and theory would cover theorists such as Montesquieu, Vico, Comte, Spencer, Marx, Weber, Durkheim, Simmel, Toennies, Sombart, Mannheim, Pareto, Sumner, Ward, Small, and others. Generally, non-Western thinkers are excluded.
Here it is necessary to make a distinction between Orientalism as the blatantly stereotypical portrayal of the ‘Orient’ that was so typical of 19th century scholarship, and the new Orientalism of today which is characterised by the neglect and silencing of non-Western voices. If at all non-Europeans appear in the texts and courses, they are objects of study of the European scholars and not knowing subjects, that is, sources of sociological theories and ideas. This is what is meant by the silencing or marginalisation of non-Western thinkers.
Teaching social theory: Universalising the canon
It seems fitting, therefore, to provide examples of social theorists of non-European backgrounds who wrote on topics and theorised problems that would be of interest to those studying the broad-ranging macro processes that have become the hallmark of classical sociological thought and theory. In my own teaching I have been concentrating on Ibn Khaldun and José Rizal (Alatas, S.F., 2009). I would like to say a few words about the latter, as I believe that his work is of particular interest to us in South-East Asia.
The Filipino thinker and activist José Rizal (1861-1896) was probably the first systematic social thinker in South-East Asia. He raised original problems and treated them in a creative way. He lived during the formative period of sociology but theorised about the nature of society in ways not done by Western sociologists. He provides us with a different perspective on the colonial dimension of the emerging modernity of the 19th century.
Rizal was born into a wealthy family. His father ran a sugar plantation on land leased from the Dominican Order. As a result, Rizal was able to attend the best schools in Manila. He continued his higher studies at the Ateneo de Manila University and then the University of Santo Tomas. In 1882 Rizal departed for Spain where he studied medicine and the humanities at the Universidad Central in Madrid.
Rizal returned to the Philippines in 1887. This was also the year that his first novel, Noli Me Tangere (Touch Me Not), was published. The novel was a reflection of exploitative conditions under Spanish colonial rule and enraged the Spanish friars. It was a diagnosis of the problems of Filipino society and a reflection of the problems of exploitation in Filipino colonial society. His second novel, El Filibusterismo (The Revolution), published in 1891, examined the possibilities and consequences of revolution.
If we were to construct a sociological theory from Rizal’s works, three broad aspects can be discerned in his writings. First, we have his theory of colonial society, a theory that explains the nature and conditions of colonial society. Second, there is Rizal’s critique of colonial knowledge of the Philippines. Finally, there is his discourse on the meaning and requirements for emancipation.
In Rizal’s thought, the corrupt Spanish colonial government and its officials oppress and exploit the Filipinos, while blaming the backwardness of the Filipinos on their alleged laziness. But Rizal’s project was to show that in fact the Filipinos were a relatively advanced society in pre-colonial times, and that their backwardness was a product of colonialism. This required a reinterpretation of Filipino history.
During Rizal’s time, there was little critique of the state of knowledge about the Philippines among Spanish colonial and Filipino scholars. Rizal, being well-acquainted with Orientalist scholarship in Europe, was aware of what would today be referred to as Orientalist constructions. This can be seen from his annotation and republication of Antonio de Morga’s Sucesos de las Islas Filipinas (Historical Events of the Philippine Islands) which first appeared in 1609. De Morga, a Spaniard, served eight years in the Philippines as Lieutenant Governor General and Captain General and was also a justice of the Supreme Court of Manila (Audiencia Real de Manila) (de Morga, 1890/1991: xxxv).
Rizal republished this work with his own annotation in order to correct what he saw as false reports and slanderous statements to be found in most Spanish works on the Philippines, as well as to bring to light the pre-colonial past that was wiped out from the memory of Filipinos by colonisation (de Morga, 1890/1962: vii). This includes the destruction of pre-Spanish records such as artefacts that would have thrown light on the nature of pre-colonial society. Rizal found de Morga’s work an apt choice as it was, according to Ocampo, the only civil history of the Philippines written during the Spanish colonial period, other works being mainly ecclesiastical histories. The problem with ecclesiastical histories, apart from the falsifications and slander, was that they ‘abound in stories of devils, miracles, apparitions, etc., these forming the bulk of the voluminous histories of the Philippines’ (de Morga, 1890/1962: 291 n. 4). For Rizal, therefore, existing histories of the Philippines were false and biased as well as unscientific and irrational. What Rizal’s annotations accomplished were the following:
1. They provide examples of Filipino advances in agriculture and industry in pre-colonial times.
2. They provide the colonised’s point of view of various issues.
3. They point out the cruelties perpetrated by the colonisers.
4. They furnish instances of hypocrisy of the colonisers, particularly the Catholic Church.
5. They expose the irrationalities of the Church’s discourse on colonial topics.
Rizal noted that the ‘miseries of a people without freedom should not be imputed to the people but to their rulers’ (Rizal, 1963b: 31). Rizal’s novels, political writings and letters provide examples such as the confiscations of lands, appropriation of labour of farmers, high taxes, forced labour without payment, and so on. Colonial policy was exploitative despite the claims or intentions of the colonial government and the Catholic Church. In fact, Rizal was extremely critical of the ‘boasted ministers of God [the friars] and propagators of light(!) [who] have not sowed nor do they sow Christian moral, they have not taught religion, but rituals and superstitions’ (Rizal, 1963b: 38).
This position required Rizal to critique colonial knowledge of the Filipinos. He went into history to address the colonial allegation regarding the supposed indolence of the Filipinos. This led to his understanding of the conditions for emancipation and the possibilities of revolution.
The myth of the indolent Filipino
Bearing in mind the reinterpreted account of Filipino history, Rizal undertakes a critique of the discourse on the lazy Filipino native that was perpetuated by the Spaniards. The theme of indolence is an important one that formed a vital part of the ideology of colonial capitalism. Rizal was probably the first to deal with it systematically. This concern was later taken up by Syed Hussein Alatas in his seminal work The Myth of the Lazy Native (1977), which contains a chapter entitled ‘The Indolence of the Filipinos’, in honour of Rizal’s essay of the same title (Rizal, 1963a).
The basis of Rizal’s sociology is his critique of the myth of the indolent Filipino. It is this critique, and the insight that the backwardness of Filipino society was due not to the Filipinos themselves but rather to the nature of colonial rule, that provides the proper background for understanding Rizal’s criticisms against the clerical establishment and colonial administration.
In his famous essay ‘The Indolence of the Filipinos’, he defines indolence as ‘little love for work, lack of activity’ (Rizal, 1963a: 111). He then refers to indolence in two senses. First, there is indolence in the sense of the lack of activity that is caused by the warm tropical climate of the Philippines that ‘requires quit and rest for the individual, just as cold incites him to work and to action’ (Rizal, 1963a: 113). Rizal’s argument is as follows:
‘The fact is that in the tropical countries severe work is not a good thing as in cold countries, for there it is annihilation, it is death, it is destruction. Nature, as a just mother knowing this, has therefore made the land more fertile, more productive, as a compensation. An hour’s work under that burning sun and in the midst of pernicious influences coming out of an active nature is equivalent to a day’s work in a temperate climate; it is proper then that the land yield a hundredfold! Moreover, don’t we see the active European who has gained strength during winter, who feels the fresh blood of spring boil in his veins, don’t we see him abandon his work during the few days of his changeable summer, close his office, where the work after all is not hard – for many, consisting of talking and gesticulating in the shade beside a desk – run to watering-places, sit down at the cafes, stroll about, etc.? What wonder then that the inhabitant of tropical countries, worn out and with his blood thinned by the prolonged and excessive heat, is reduced to inaction?’ (Rizal, 1963a: 113).
What Rizal is referring to here is the physiological reaction to the heat of a tropical climate, which, strictly speaking, as Syed Hussein Alatas noted, is not consistent with Rizal’s own definition of indolence, that is ‘little love for work’. The adjustment of working habits to the tropical climate should not be understood as a result of laziness or little love for work.
There is a second aspect of Rizal’s concept of indolence that is more significant, sociologically speaking. This is indolence in the real sense of the term, that is, little love for work or the lack of motivation to work:
‘The evil is not that a more or less latent indolence [in the first sense, that is, the lack of activity] exists, but that it is fostered and magnified. Among men, as well as among nations, there exist not only aptitudes but also tendencies toward good and evil. To foster the good ones and aid them, as well as correct the bad ones and repress them would be the duty of society or of governments, if less noble thoughts did not absorb their attention. The evil is that indolence in the Philippines is a magnified indolence, a snow-ball indolence, if we may be permitted the expression, an evil which increases in direct proportion to the square of the periods of time, an effect of misgovernment and backwardness, as we said and not a cause of them’ (Rizal, 1963a: 114).

A similar point was made by Gilberto Freyre in the context of Brazil:
‘And when all this practically useless population of caboclos and light-skinned mulattoes, worth more as clinical material than they are as an economic force, is discovered in the state of economic wretchedness and non-productive inertia in which Miguel Pereira and Belisario Penna found them living – in such a case those who lament our lack of racial purity and the fact that Brazil is not a temperate climate at once see in this wretchedness and inertia the result of intercourse, forever damned, between white men and black women, between Portuguese males and Indian women. In other words, the inertia and indolence are a matter of race…

‘All of which means little to this particular school of sociology. Which is more alarmed by the stigmata of miscegenation than it is by those of syphilis, which is more concerned with the effects of climate than it is with social causes that are susceptible to control or rectification; nor does it take into account the influence exerted upon mestizo populations – above all, the free ones – by the scarcity of foodstuffs resulting from monoculture and a system of slave labor, it disregards likewise the chemical poverty of the traditional foods that these peoples, or rather all Brazilians, with a regional exception here and there, have for more than three centuries consumed; it overlooks the irregularity of food supply and the prevailing lack of hygiene in the conservation and distribution of such products’ (Freyre, 1956: 48).

Rizal’s important sociological contribution is his raising of the problem of indolence to begin with, as well as his treatment of the subject-matter, particularly his view that indolence is not a cause of the backwardness of Filipino society. Rather, it was the backwardness and disorder of Filipino colonial society that caused indolence. For Rizal, indolence was a result of the social and historical experience of the Filipinos under Spanish rule. We may again take issue with Rizal as to whether this actually constitutes indolence as opposed to the reluctance to work under exploitative conditions. What is important, however, is Rizal’s attempt to deal with the theme systematically. Rizal examined historical accounts by Europeans from centuries earlier which showed Filipinos to be industrious. This includes the writing of de Morga. Therefore, indolence must have social causes and these were to be found in the nature of colonial rule. Rizal would have agreed with Freyre that:

‘It was not the “inferior race” that was the source of corruption, but the abuse of one race by another, an abuse that demanded a servile conformity on the part of the Negro to the appetites of the all-powerful lords of the land. Those appetites were stimulated by idleness, by a “wealth acquired without labor…”’ (Freyre, 1956: 329).
Freyre suggested that it was the masters rather than the slaves who were idle and lazy. He referred to the slave being ‘at the service of his idle master’s economic interests and voluptuous pleasure’ (Freyre, 1956: 329).
Teaching social theory: Correcting the biases

A course on social theory that corrects the Eurocentric bias should not only focus on non-Western thinkers. It should critically deal with Western thinkers that make up the canon. This is what a colleague, Vineeta Sinha, and I have done in our course on Social Thought and Social Theory at the National University of Singapore, a discussion of which was carried out in the journal Teaching Sociology (Alatas & Sinha, 2001). The discussion in the rest of this section is drawn from that paper.

Bearing in mind the ‘Western’ origins of writings that are seen to constitute the corpus of sociological theory, we felt that the theme of Eurocentrism would provide a crucial additional point of orientation and could also provide for a meaningful and empowering discourse.

A cautionary word on our usage of the term ‘Eurocentrism’ is necessary. As we understand the term, it signifies far more than its literal and common-place meaning ‘Europe-centredness’. We hold that Eurocentrism connotes a particular position, a perspective, a way of seeing and not-seeing that is rooted in a number of problematic claims and assumptions.

We also did not want to ourselves essentialise by assigning to the three theorists examined – Marx, Weber and Durkheim -the same, generalised usage of the label ‘Eurocentrism’. In fact we quite consciously strived to establish the specific and different ways in which aspects of the theories under consideration might be Eurocentric or not. We are further aware that the recognition of Eurocentrism in the writings of Marx, Weber and Durkheim is neither a surprise nor a recent discovery.

Yet despite the datedness of this theme in the social sciences, the critique of Eurocentrism has not meaningfully reshaped or restructured the ways in which we theorise the emergence of the classical sociological canon. So despite ‘knowing’ that some aspects of Marx’s, Weber’s and Durkheim’s writings are ‘Eurocentric’ and expectedly so, the issue of how this impacts our contemporary reading of their works remains largely unaddressed and untheorised.

We also made it clear to our students that to characterise the works of Marx, Weber and Durkheim as being Eurocentric or Orientalist was not to suggest that it was possible for European theorists to be otherwise. They were, after all, products of their time. However, from the vantage point of our own time other readings of their works are possible.
In an effort to deal with these issues, we assigned an essay by Wallerstein on Eurocentrism (1996). Wallerstein discusses a number of ways in which social science is Eurocentric. Eurocentric historiography yielded accounts according to which whatever Europe was dominant in (bureaucratisation, capitalism, democracy, etc.) was good and superior and such dominance was explained in terms of characteristics peculiar to Europeans. Thus, Europe considered itself to be a unique civilization in the sense that it was the site of the origin of modernity, the autonomy of the individual (vis-a-vis family, community, state, religion, etc.), and non-brutal behavior in everyday life. The idea that European society was progressive (industrialisation, democracy, literacy, education) and that this progress would spread elsewhere, became entrenched in the social sciences. Furthermore, social science theories assumed that the development of modern capitalist society in Europe was not only good, but would be replicated elsewhere and that, therefore, scientific theories are valid across time and space.
Our aim in this project was not only to look for ‘other’ founding fathers of sociology, such as Rizal, but to ask how we should read Marx, Weber or Durkheim given the Eurocentrism of the ‘Western’ social sciences. Thus, the rethinking entailed emphasising those aspects of, say, Marx’s works that demonstrate his Eurocentrism, or selecting Weber’s writings that either prove or invalidate similar charges levelled at him. For example, in addition to reading Marx’s Contribution to the Critique of Political Economy and the Grundrisse, we also chose to focus on Marx’s discussion of the Asiatic mode of production and his discussions on colonialism in India (Marx & Engels, 1968), themes that are routinely excluded in sociological theory courses. More importantly, through our treatment of these substantive issues we further hoped to generate discussions about the effects of identifying Eurocentric biases in these works.
The need to reorient the course in this way is held to be all the more important because we note that Eurocentrism is not only found in European scholarship, but has affected the development of the social sciences in non-Western societies in a number of ways:
(i) The lack of knowledge of our own histories as evidenced in textbooks. In textbooks used in Asia and Africa, there tends to be less information on these parts of the world because the textbooks are invariably written in the United States or the United Kingdom. For example, we know more about the daily life of the European premodern family than that of our own. This is because sociology arose in the context of the transition from feudalism to capitalism and, therefore, the European historical context is the defining one. Normal development is defined as a move from feudalism to capitalism; therefore, that is the normal thing to study. The object of study is defined by this bias of normal development. In our own societies, while the priority is to study modern capitalist societies as well, the problem is that we begin with European precapitalist societies and draw attention to our own precapitalist societies in order to show that they constituted obstacles to modernization.
(ii) Through Eurocentrism, images of our society are constructed which we come to regard as real until Eurocentric scholarship yields alternative images which may be equally Eurocentric. It was widely believed that values, attitudes and cultural patterns as a whole change in the process of modernization and that such changes were inevitable (Rudolph & Rudolph, 1967; Kahn, 1979). However, after the experience of high growth in East Asia in the 1980s and early 1990s, traditional cultural patterns such as those derived from Confucianism were offered as a factor explaining growth. With the onset of the Asian financial crisis in 1997, however, once again Confucianism and Asian values had become suspect for having a hand in the economic decline.
(iii) The lack of original theorizing. Because of the deluge of works on theory, methodology and empirical research arising mainly from North America and Europe, there has been much consumption of imported theories, techniques and research agendas.
Bearing in mind the above three problems, it was stressed to our students that they should (i) bear in mind the context in which sociological theory developed; (ii) gauge its usefulness for the study of our own context (non-Western); and (iii) be aware of the Eurocentric aspects of sociological theory, which detract from its scientific value.
In dealing with the theme of Eurocentrism in the course we presented to our students the following assessment with regard to specific aspects of the works of Marx, Weber and Durkheim. Here I discuss the example of Marx.
While the section on Marx did deal with traditional topics such as the transition from feudalism to capitalism, circulation and production, alienation, class consciousness, the state, and ideology, there was an attempt to work into the materials the three interrelated objectives referred to above. For example, we put it to the class that the relevance of Marx’s discussion on the transition from feudalism to capitalism is that it suggests that the presence of an emerging bourgeoisie in feudal society and a weak decentralised state in feudal societies were preconditions for the rise of capitalism. This in turn implies that these preconditions were non-existent in non-European societies. We pushed our students further with these queries: To what extent is this true and to what extent is this a Eurocentric view?
In line with Eurocentric assumptions that Europe was unique, it was assumed that such prerequisites were not to be found outside of Europe and that precapitalist modes of production outside of Europe were obstacles to capitalist development. An example was the Asiatic mode of production on which students were assigned readings.
Highlighted in the lectures were the features of the Asiatic mode of production, that Marx was often factually wrong in his characterization of ‘Asiatic’ economies and societies, and that undergirding his political economy were Orientalist assumptions which viewed non-European societies as being the polar opposite of Europe. To put things in perspective, bearing in mind the problematic nature of Marx’s characterization of Indian society and his discussion of the Asiatic mode of production, we also pointed out that despite this limitation Marx’s concept of the ‘mode of production’ is extremely central to sociological analysis. Yet, we emphasised that it is important to recognize the limitations in Marx’s discussion of the Asiatic mode of production because it continues to inform contemporary interpretations of his works and perpetuates certain images of Asiatic and/or Indian society.
The discussions on the Eurocentric elements in Marx then made it possible to provide a more critical reading of Singapore’s or South-East Asia’s past while retaining the universalistic aspects of Marxist theory. For example, an article on colonial ideology in British Malaya was assigned (Hirschman, 1986). Here it was possible to demonstrate the utility of the Marxist concept of ideology for the critique of the Eurocentric aspects of colonial capitalism, of which Marx himself partook.
In addressing such topics as class consciousness, the state, and ideology, we made it a point to include readings on contemporary Third World societies and on the region of South-East Asia in order that students might see the relevance of the ideas of Marx to regions and areas other than his own. There was a concerted attempt, therefore, to expose the Eurocentrism in Marx while preserving the universal elements of his work as well as his theoretical contributions.
The captive mind, academic dependency and teaching
My interest in this topic is due in large part to the lifelong concerns of my late father, Syed Hussein Alatas (1928-2007), with the role of intellectuals in developing societies. On this topic he wrote a number of works that developed themes such as the captive mind (Alatas, S.H., 1969a, 1972, 1974) and intellectual imperialism (1969b, 2000).
The idea of intellectual imperialism is an important starting point for the understanding of academic dependency. According to Alatas, intellectual imperialism is analogous to political and economic imperialism in that it refers to the ‘domination of one people by another in their world of thinking’ (Alatas, S.H., 2000: 24). Intellectual imperialism was more direct in the colonial period, whereas today it has more to do with the control and influence the West exerts over the flow of social scientific knowledge rather than its ownership and control of academic institutions. Indeed, this form of hegemony was ‘not imposed by the West through colonial domination, but accepted willingly with confident enthusiasm, by scholars and planners of the former colonial territories and even in the few countries that remained independent during that period’ (Alatas, S.H., 2006: 7-8).
Intellectual imperialism is the context within which academic dependency exists. Academic dependency theory theorizes the global state of the social sciences. Academic dependency is defined as a condition in which knowledge production of certain social science communities is conditioned by the development and growth of knowledge of other scholarly communities to which the former is subjected. The relation of interdependence between two or more scientific communities, and between these and global transactions in knowledge, assumes the form of dependency when some scientific communities (those located in the knowledge powers) can expand according to certain criteria of development and progress, while other scientific communities (such as those in the developing societies) can only do this as a reflection of that expansion, which generally has negative effects on their development according to the same criteria.
This definition of academic dependency parallels that of economic dependency in the classic form in which it was stated by Teotonio dos Santos:
‘By dependence we mean a situation in which the economy of certain countries is conditioned by the development and expansion of another economy, to which the former is subjected. The relation of interdependence between two or more economies, and between these and world trade, assumes the form of dependence when some countries (the dominant ones) can expand and be self-sustaining, while other countries (the dependent ones) can do this only as a reflection of this expansion, which can have either a positive or a negative effect on their immediate development’ (dos Santos, 1970: 231).
The psychological dimension to this dependency, conceptualized by Syed Hussein Alatas as the captive mind (Alatas, S.H., 1969a, 1972, 1974), is such that the academically dependent scholar is more a passive recipient of research agenda, theories and methods from the knowledge powers (Alatas, S.F., 2003: 603). According to Garreau and Chekki it is no coincidence that the great economic powers are also the great social science powers (Garreau, 1985: 64, 81, 89; see also Chekki, 1987), although this is only partially true as some economic powers are actually marginal as social science knowledge producers, Japan being an interesting example.
In previous work I had listed six dimensions of academic dependency. These are (a) dependence on ideas; (b) dependence on the media of ideas; (c) dependence on the technology of education; (d) dependence on aid for research and teaching; (e) dependence on investment in education; and (f) dependence of scholars in developing societies on demand in the knowledge powers for their skills (Alatas, S.F., 2003: 604). I would like to add a seventh dimension, that is, dependence on recognition.
Dependency on recognition of our works manifests itself in terms of the effort to enter our journals and universities into international ranking protocols. Our universities and journals strive to attain higher and higher places in the rankings. Institutional development as well as individual assessment are undertaken in order to achieve higher status in the ranking system, with a system of rewards and punishments in place to provide the necessary incentives that centre around promotion, tenure and bonuses. The consequences of this form of dependency include:
1. The de-emphasis on publications in local journals to the extent that local journals are not listed on the international rankings. The result of this is
2. The devaluation of local journals and the underdevelopment of social scientific discourse in local languages.
The problem is not to come up with alternative ways of teaching the social sciences. Nor has it to do with any difficulty of developing adequate or relevant textbooks and readings. These can easily be done. Rather, the problem has to do with the psychological problem of mental captivity and the structural constraints within which this takes place, that is, academic dependency.
Conclusion
The idea behind promoting scholars like Jose Rizal and Ibn Khaldun and a host of other well-known and lesser-known thinkers in Asia, Africa, Latin America, Eastern Europe as well as in Europe and North America, is to contribute to the universalization of sociology. Sociology may be a global discipline but it is not a universal one as long as the various civilisational voices that have something to say about society are not rendered audible by the institutions and practices of our discipline.
While the critique of Orientalism in the social sciences is well-known, this has yet to be reflected in basic and mainstream social science courses in most universities around the world. Basic introductory courses in the social sciences are generally biased in favour of American or British theoretical perspectives, illustrations and reading materials. On the other hand, the logical consequence of the critique of Orientalism in the social sciences is the development of alternative concepts and theories that are not restricted to Western civilisation as source. But, in order for this to be done, the critique of Orientalism must become a widespread theme in the teaching of the social sciences.
Syed Farid Alatas is Head of the Department of Malay Studies and Associate Professor of Sociology at the National University of Singapore. The above is extracted from his presentation at the International Conference on ‘Decolonising Our Universities’ held in Penang, Malaysia, in June 2011.
References
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Alatas, Syed Farid. 2006. Alternative Discourses in Asian Social Science: Responses to Eurocentrism, New Delhi: Sage.
Alatas, Syed Farid. 2009. ‘Religion and Reform: Two Exemplars for Autonomous Sociology in the Non-Western Context’, in Sujata Patel, ed., The ISA Handbook of Diverse Sociological Traditions, London: Sage.
Alatas, Syed Farid & Vineeta Sinha. 2001. ‘Teaching Classical Sociological Theory in Singapore: The Context of Eurocentrism’, Teaching Sociology 29(3): 316-331.
Alatas, Syed Hussein. 1969a. ‘The Captive Mind and Creative Development’, in KB Madhava, ed., International Development, New York: Oceania Publications.
Alatas, Syed Hussein. 1969b. ‘Academic Imperialism’. Lecture delivered to the History Society, University of Singapore, 26 September.
Alatas, Syed Hussein. 1972. ‘The Captive Mind in Development Studies’, International Social Science Journal 34(1): 9-25.
Alatas, Syed Hussein. 1974. ‘The Captive Mind and Creative Development’, International Social Science Journal 36(4): 691-699.
Alatas, Syed Hussein. 2000. ‘Intellectual Imperialism: Definition, Traits, and Problems’, Southeast Asian Journal of Social Science 28(1): 23-45.
Alatas, Syed Hussein. 2006. ‘The Autonomous, the Universal and the Future of Sociology’, Current Sociology 54(1): 7-23.
Chekki, DA. 1987. American Sociological Hegemony: Transnational Explorations, Lanham: University Press of America.
Dos Santos, Teotonio. 1970. ‘The Structure of Dependence’, The American Economic Review, LX.
Freyre, Gilberto. 1956. The masters and the slaves (Casa-grande & Senzala): a study in the development of Brazilian civilization, New York: Knopf.
Garreau, Frederick H. 1985. ‘The Multinational Version of Social Science with Emphasis Upon the Discipline of Sociology’, Current Sociology 33(3): 1-169.
Hirschman, Charles. 1986. ‘The Making of Race in Colonial Malaya: Political Economy and Racial Ideology’, Sociological Forum 1(2): 330-361.
Kahn, Herman. 1979. World Economic Development: 1979 and Beyond, London: Croom Helm.
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de Morga, Antonio. 1890/1991. Sucesos de las Islas Filipinas por el Doctor Antonio de Morga, obra publicada en M‚jico el a¤o de 1609, nuevamente sacada a luz y anotada por Jos‚ Rizal y precedida de un pr¢logo del Prof. Fernando Blumentritt, Edici¢n del Centenario, impression al offset de la Edici¢n Anotada por Rizal, Paris 1890, Escritos de Jos‚ Rizal Tomo VI, Manila: Comision Nacional del Centenario de Jos‚ Rizal, Instituto Hist¢rico Nacional. For the English translation, see de Morga (1890/1962).
de Morga, Antonio. 1890/1962. Historical Events of the Philippine Islands by Dr Antonio de Morga, Published in Mexico in 1609, recently brought to light and annotated by Jose Rizal, preceded by a prologue by Dr Ferdinand Blumentritt, Writings of Jose Rizal Volume VI, Manila: National Historical Institute.
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Rudolph, Lloyd & Susanne Rudolph. 1967. ‘The Place of Tradition in Modernization’, Development Digest, Washington, DC: National Planning Association, pp. 62-66.
Wallerstein, Immanuel. 1996. ‘Eurocentrism and Its Avatars: The Dilemmas of Social Science’. Paper presented to Korean Sociological Association-International Sociological Association East Asian Regional Colloquium on ‘The Future of Sociology in East Asia’, Seoul, 22-23 November.
*Third World Resurgence No. 266/267, October/November 2012, pp 32-38

Neoliberalism Is a Political Project

Neoliberalism Is a Political Project

David Harvey on what neoliberalism actually is — and why the concept matters.
by David Harvey
David Harvey (left) at a mobilization in Brazil in 2014. Direitos Urbanos

David Harvey (left) at a mobilization in Brazil in 2014. Direitos Urbanos

Our new issue, “Rank and File,” will be out August 8. To celebrate its release, new subscriptions are discounted.

Eleven years ago, David Harvey published A Brief History of Neoliberalism, now one of the most cited books on the subject. The years since have seen new economic and financial crises, but also of new waves of resistance, which themselves often target “neoliberalism” in their critique of contemporary society.

Cornel West speaks of the Black Lives Matter movement as “an indictment of neoliberal power”; the late Hugo Chávez called neoliberalism a “path to hell”; and labor leaders are increasingly using the term to describe the larger environment in which workplace struggles occur. The mainstream press has also picked up the term, if only to argue that neoliberalism doesn’t actually exist.

But what, exactly, are we talking about when we talk about neoliberalism? Is it a useful target for socialists? And how has it changed since its genesis in the late twentieth century?

Bjarke Skærlund Risager, a PhD fellow at the Department of Philosophy and History of Ideas at Aarhus University, sat down with David Harvey to discuss the political nature of neoliberalism, how it has transformed modes of resistance, and why the Left still needs to be serious about ending capitalism.
Neoliberalism is a widely used term today. However, it is often unclear what people refer to when they use it. In its most systematic usage it might refer to a theory, a set of ideas, a political strategy, or a historical period. Could you begin by explaining how you understand neoliberalism?

I’ve always treated neoliberalism as a political project carried out by the corporate capitalist class as they felt intensely threatened both politically and economically towards the end of the 1960s into the 1970s. They desperately wanted to launch a political project that would curb the power of labor.

In many respects the project was a counterrevolutionary project. It would nip in the bud what, at that time, were revolutionary movements in much of the developing world — Mozambique, Angola, China etc. — but also a rising tide of communist influences in countries like Italy and France and, to a lesser degree, the threat of a revival of that in Spain.

Even in the United States, trade unions had produced a Democratic Congress that was quite radical in its intent. In the early 1970s they, along with other social movements, forced a slew of reforms and reformist initiatives which were anti-corporate: the Environmental Protection Agency, the Occupational Safety and Health Administration, consumer protections, and a whole set of things around empowering labor even more than it had been empowered before.

So in that situation there was, in effect, a global threat to the power of the corporate capitalist class and therefore the question was, “What to do?”. The ruling class wasn’t omniscient but they recognized that there were a number of fronts on which they had to struggle: the ideological front, the political front, and above all they had to struggle to curb the power of labor by whatever means possible. Out of this there emerged a political project which I would call neoliberalism.
Can you talk a bit about the ideological and political fronts and the attacks on labor?

The ideological front amounted to following the advice of a guy named Lewis Powell. He wrote a memo saying that things had gone too far, that capital needed a collective project. The memo helped mobilize the Chamber of Commerce and the Business Roundtable.

Ideas were also important to the ideological front. The judgement at that time was that universities were impossible to organize because the student movement was too strong and the faculty too liberal-minded, so they set up all of these think tanks like the Manhattan Institute, the Heritage Foundation, the Ohlin Foundation. These think tanks brought in the ideas of Freidrich Hayek and Milton Friedman and supply-side economics.

The idea was to have these think tanks do serious research and some of them did — for instance, the National Bureau of Economic Research was a privately funded institution that did extremely good and thorough research. This research would then be published independently and it would influence the press and bit by bit it would surround and infiltrate the universities.

This process took a long time. I think now we’ve reached a point where you don’t need something like the Heritage Foundation anymore. Universities have pretty much been taken over by the neoliberal projects surrounding them.

With respect to labor, the challenge was to make domestic labor competitive with global labor. One way was to open up immigration. In the 1960s, for example, Germans were importing Turkish labor, the French Maghrebian labor, the British colonial labor. But this created a great deal of dissatisfaction and unrest.

Instead they chose the other way — to take capital to where the low-wage labor forces were. But for globalization to work you had to reduce tariffs and empower finance capital, because finance capital is the most mobile form of capital. So finance capital and things like floating currencies became critical to curbing labor.

At the same time, ideological projects to privatize and deregulate created unemployment. So, unemployment at home and offshoring taking the jobs abroad, and a third component: technological change, deindustrialization through automation and robotization. That was the strategy to squash labor.

It was an ideological assault but also an economic assault. To me this is what neoliberalism was about: it was that political project, and I think the bourgeoisie or the corporate capitalist class put it into motion bit by bit.

I don’t think they started out by reading Hayek or anything, I think they just intuitively said, “We gotta crush labor, how do we do it?” And they found that there was a legitimizing theory out there, which would support that.
Since the publication of A Brief History of Neoliberalism in 2005 a lot of ink has been spilled on the concept. There seem to be two main camps: scholars who are most interested in the intellectual history of neoliberalism and people whose concern lies with “actually existing neoliberalism.” Where do you fit?

There’s a tendency in the social sciences, which I tend to resist, to seek a single-bullet theory of something. So there’s a wing of people who say that, well, neoliberalism is an ideology and so they write an idealist history of it.

A version of this is Foucault’s governmentality argument that sees neoliberalizing tendencies already present in the eighteenth century. But if you just treat neoliberalism as an idea or a set of limited practices of governmentality, you will find plenty of precursors.

What’s missing here is the way in which the capitalist class orchestrated its efforts during the 1970s and early 1980s. I think it would be fair to say that at that time — in the English-speaking world anyway — the corporate capitalist class became pretty unified.

They agreed on a lot of things, like the need for a political force to really represent them. So you get the capture of the Republican Party, and an attempt to undermine, to some degree, the Democratic Party.

From the 1970s the Supreme Court made a bunch of decisions that allowed the corporate capitalist class to buy elections more easily than it could in the past.

For example, you see reforms of campaign finance that treated contributions to campaigns as a form of free speech. There’s a long tradition in the United States of corporate capitalists buying elections but now it was legalized rather than being under the table as corruption.

Overall I think this period was defined by a broad movement across many fronts, ideological and political. And the only way you can explain that broad movement is by recognizing the relatively high degree of solidarity in the corporate capitalist class. Capital reorganized its power in a desperate attempt to recover its economic wealth and its influence, which had been seriously eroded from the end of the 1960s into the 1970s.
There have been numerous crises since 2007. How does the history and concept of neoliberalism help us understand them?

There were very few crises between 1945 and 1973; there were some serious moments but no major crises. The turn to neoliberal politics occurred in the midst of a crisis in the 1970s, and the whole system has been a series of crises ever since. And of course crises produce the conditions of future crises.

In 1982–85 there was a debt crisis in Mexico, Brazil, Ecuador, and basically all the developing countries including Poland. In 1987–88 there was a big crisis in US savings and loan institutions. There was a wide crisis in Sweden in 1990, and all the banks had to be nationalized.

Then of course we have Indonesia and Southeast Asia in 1997–98, then the crisis moves to Russia, then to Brazil, and it hits Argentina in 2001–2.

And there were problems in the United States in 2001 which they got through by taking money out of the stock market and pouring it into the housing market. In 2007–8 the US housing market imploded, so you got a crisis here.

You can look at a map of the world and watch the crisis tendencies move around. Thinking about neoliberalism is helpful to understanding these tendencies.

One of big moves of neoliberalization was throwing out all the Keynesians from the World Bank and the International Monetary Fund in 1982 — a total clean-out of all the economic advisers who held Keynesian views.

They were replaced by neoclassical supply-side theorists and the first thing they did was decide that from then on the IMF should follow a policy of structural adjustment whenever there’s a crisis anywhere.

In 1982, sure enough, there was a debt crisis in Mexico. The IMF said, “We’ll save you.” Actually, what they were doing was saving the New York investment banks and implementing a politics of austerity.

The population of Mexico suffered something like a 25 percent loss of its standard of living in the four years after 1982 as a result of the structural adjustment politics of the IMF.

Since then Mexico has had about four structural adjustments. Many other countries have had more than one. This became standard practice.

What are they doing to Greece now? It’s almost a copy of what they did to Mexico back in 1982, only more savvy. This is also what happened in the United States in 2007–8. They bailed out the banks and made the people pay through a politics of austerity.
Is there anything about the recent crises and the ways in which they have been managed by the ruling classes that have made you rethink your theory of neoliberalism?

Well, I don’t think capitalist class solidarity today is what it was. Geopolitically, the United States is not in a position to call the shots globally as it was in the 1970s.

I think we’re seeing a regionalization of global power structures within the state system — regional hegemons like Germany in Europe, Brazil in Latin America, China in East Asia.

Obviously, the United States still has a global position, but times have changed. Obama can go to the G20 and say, “We should do this,” and Angela Merkel can say, “We’re not doing that.” That would not have happened in the 1970s.

So the geopolitical situation has become more regionalized, there’s more autonomy. I think that’s partly a result of the end of the Cold War. Countries like Germany no longer rely on the United States for protection.

Furthermore, what has been called the “new capitalist class” of Bill Gates, Amazon, and Silicon Valley has a different politics than traditional oil and energy.

As a result they tend to go their own particular ways, so there’s a lot of sectional rivalry between, say, energy and finance, and energy and the Silicon Valley crowd, and so on. There are serious divisions that are evident on something like climate change, for example.

The other thing I think is crucial is that the neoliberal push of the 1970s didn’t pass without strong resistance. There was massive resistance from labor, from communist parties in Europe, and so on.

But I would say that by the end of the 1980s the battle was lost. So to the degree that resistance has disappeared, labor doesn’t have the power it once had, solidarity among the ruling class is no longer necessary for it to work.

It doesn’t have to get together and do something about struggle from below because there is no threat anymore. The ruling class is doing extremely well so it doesn’t really have to change anything.

Yet while the capitalist class is doing very well, capitalism is doing rather badly. Profit rates have recovered but reinvestment rates are appallingly low, so a lot of money is not circulating back into production and is flowing into land-grabs and asset-procurement instead.
Let’s talk more about resistance. In your work, you point to the apparent paradox that the neoliberal onslaught was paralleled by a decline in class struggle — at least in the Global North — in favor of “new social movements” for individual freedom.
Could you unpack how you think neoliberalism gives rise to certain forms of resistance?

Here’s a proposition to think over. What if every dominant mode of production, with its particular political configuration, creates a mode of opposition as a mirror image to itself?

During the era of Fordist organization of the production process, the mirror image was a large centralized trade union movement and democratically centralist political parties.

The reorganization of the production process and turn to flexible accumulation during neoliberal times has produced a Left that is also, in many ways, its mirror: networking, decentralized, non-hierarchical. I think this is very interesting.

And to some degree the mirror image confirms that which it’s trying to destroy. In the end I think that the trade union movement actually undergirded Fordism.

I think much of the Left right now, being very autonomous and anarchical, is actually reinforcing the endgame of neoliberalism. A lot of people on the Left don’t like to hear that.

But of course the question arises: Is there a way to organize which is not a mirror image? Can we smash that mirror and find something else, which is not playing into the hands of neoliberalism?

Resistance to neoliberalism can occur in a number of different ways. In my work I stress that the point at which value is realized is also a point of tension.

Value is produced in the labor process, and this is a very important aspect of class struggle. But value is realized in the market through sale, and there’s a lot of politics to that.

A lot of resistance to capital accumulation occurs not only on the point of production but also through consumption and the realization of value.

Take an auto plant: big plants used to employ around twenty-five thousand people; now they employ five thousand because technology has reduced the need for workers. So more and more labor is being displaced from the production sphere and is more and more being pushed into urban life.

The main center of discontent within the capitalist dynamic is increasingly shifting to struggles over the realization of value — over the politics of daily life in the city.

Workers obviously matter and there are many issues among workers that are crucial. If we’re in Shenzhen in China struggles over the labor process are dominant. And in the United States, we should have supported the Verizon strike, for example.

But in many parts of the world, struggles over the quality of daily life are dominant. Look at the big struggles over the past ten to fifteen years: something like Gezi Park in Istanbul wasn’t a workers’ struggle, it was discontent with the politics of daily life and the lack of democracy and decision-making processes; in the uprisings in Brazilian cities in 2013, again it was discontent with the politics of daily life: transport, possibilities, and with spending all that money on big stadiums when you’re not spending any money on building schools, hospitals, and affordable housing. The uprisings we see in London, Paris, and Stockholm are not about the labor process: they are about the politics of daily life.

This politics is rather different from the politics that exists at the point of production. At the point of production, it’s capital versus labor. Struggles over the quality of urban life are less clear in terms of their class configuration.

Clear class politics, which is usually derived out of an understanding of production, gets theoretically fuzzy as it becomes more realistic. It’s a class issue but it’s not a class issue in a classical sense.
Do you think we talk too much about neoliberalism and too little about capitalism? When is it appropriate to use one or the other term, and what are the risks involved in conflating them?

Many liberals say that neoliberalism has gone too far in terms of income inequality, that all this privatization has gone too far, that there are a lot of common goods that we have to take care of, such as the environment.

There are also a variety of ways of talking about capitalism, such as the sharing economy, which turns out to be highly capitalized and highly exploitative.

There’s the notion of ethical capitalism, which turns out to simply be about being reasonably honest instead of stealing. So there is the possibility in some people’s minds of some sort of reform of the neoliberal order into some other form of capitalism.

I think it’s possible that you can make a better capitalism than that which currently exists. But not by much.

The fundamental problems are actually so deep right now that there is no way that we are going to go anywhere without a very strong anticapitalist movement. So I would want to put things in anticapitalist terms rather than putting them in anti-neoliberal terms.

And I think the danger is, when I listen to people talking about anti-neoliberalism, that there is no sense that capitalism is itself, in whatever form, a problem.

Most anti-neoliberalism fails to deal with the macro-problems of endless compound growth — ecological, political, and economic problems. So I would rather be talking about anticapitalism than anti-neoliberalism.

Colonialismo acá y allá: Reflexiones sobre la teoría y la práctica de los estudios coloniales a través de fronteras culturales

Colonialismo acá y allá: Reflexiones sobre la teoría y la práctica de los estudios coloniales a través de fronteras culturales1
Gustavo Verdesio
University of Michigan / CIETP

Confieso que a veces me pregunto para qué uno se dedica a los estudios coloniales cuando la gente de su país de origen (Uruguay) parece no tener el más mínimo interés en ese largo período. De hecho, cuando uno lee la producción académica uruguaya sobre la historia del territorio y su
gente, provengan de la disciplina que provengan esos estudios, se encuentra con que la historia humana en dichas tierras parece haber comenzado alrededor de 1810 o 1811. Nada se dice, por lo general, de quienes habitaban el territorio antes de la llegada de Juan Díaz de Solís a las costas de lo que hoy es Uruguay pero que en aquel entonces un paraje remoto, marginal, y por completo desconocido para Occidente.

Estoy convencido que el casi nulo interés por los estudios coloniales proviene, en buena medida, de no querer meterse con el pasado indígena. Tal vez se deba, como he dicho en alguna otra parte, a que el tema indígena en Uruguay es casi tabú gracias a que la entrada a pleno tanto al mundo de las repúblicas independientes como al mercado mundial, se produjo concomitantemente al intento premeditado y persistente de eliminación de los indígenas que en aquel momento eran conocidos como charrúas.2 Es fácil comprender que a nadie le gusta reconocerse como descendiente de una sociedad fuertemente basada en una lógica de eliminación del indígena.3

Sea como fuere, las narrativas de la Nación han sido muy exitosas en excluir al indígena como actor importante de ellas, razón por la cual es difícil encontrar personajes de ese origen en los relatos sobre las gestas más significativas de la nacionalidad oriental. Esto ha redundado en una clara invisibilización del indígena en la esfera pública uruguaya—fenómeno similar que se puede percibir también en algunas regiones de la Argentina, sobre todo aquellas que fueron pobladas por indígenas de características sociales y culturales similares a los del territorio de lo que es hoy el Uruguay.4

1 La versión artículo de esta charla presentada en el I Coloquio del CIETP se encuentra publicada en el dossier Tendencias, perspectivas y desafíos actuales de los estudios coloniales (Coord. Laura Catelli), en Cuadernos del
CILHA 13 (2012).
2 Grupo variado étnicamente cuya composición, a esa altura de la historia del contacto con pueblos europeos y africanos, es muy difícil de estimar, debido a la falta de información fehaciente –las fuentes etnohistóricas no son my confiables dado que emanan, en general, o bien de la pluma de militares u otros observadores poco sutiles, o bien de observadores cultos pero de poca predisposición a la indagación que hoy llamaríamos etnográfica.
3 Debido a los grandes problemas que tiene desde el punto de vista político y jurídico el término genocidio, he decidido dejar de usarlo – a pesar de reconocer la fuerza semántica y ética que tiene, y a pesar de los serios y admirables estudios de, por ejemplo, la red de genocidio e Argentina- para evitar posibles objeciones de parte de potenciales interlocutores. Por ello, prefiero como Patrick Wolfe, hablar de lógica de exterminio o de eliminación (Wolfe).
4 Para un estudio de a invisibilización de los indígenas en la provincia de Santa Cruz, ver la tesis doctoral de Mariela Rodríguez.

Pero el predominio de la episteme occidental no es un rasgo característico exclusivo del Uruguay sino que lo es también de las sociedades latinoamericanas en general. En su influyente trabajo, Aníbal Quijano dice que uno de los elementos que caracterizan a una situación social proveniente de situaciones coloniales, es el eurocentrismo en las concepciones sociales,
económicas, y culturales en el territorio y la vida del país postcolonial.

Lo que sí podría argumentarse es que es posible que en ese país esa condición sea todavía más extrema que en otras partes del continente. Me refiero a la curiosa situación que se vive en Uruguay, donde la mentalidad eurocéntrica es compartida por la enorme mayoría de sus habitantes; donde cada ciudadano se concibe como miembro de una comunidad sin indígenas, fuertemente europeizada, de fenotipo más bien caucásico—aunque esto no sea, en la realidad, tan así—de clase media— algo que hoy dista mucho de ser cierto—y con una fuerte base educativa—entendida ésta como educación universal, es decir, de origen occidental.

La ideología dominante en el Uruguay de hoy es, entonces, en algunos aspectos, muy similar a aquella que informaba a la sociedad controlada por el colonizador. Como consecuencia, la ideología dominante en el país es, en el presente, la que más se adecua a una población que se concibe a sí misma como descendiente de la cultura occidental—una sociedad que niega casi por completo su pasado indígena y que ve al componente afro como una especie de intromisión indeseable en un conglomerado que se imagina a sí mismo como homogéneo y monocultural.

En Uruguay, entonces, aquellos que Mignolo llamó, hace ya muchos años, “legados coloniales,” existen y toman diversas formas. Ante todo, el gran legado colonial en el Uruguay es la inexistencia física y legal de comunidades indígenas—al menos hasta que se produzcan casos
exitosos de reconfiguración de esas sociedades a partir de procesos de revitalización llevados a cabo por las por ahora llamadas asociaciones de descendientes. Este dato no es menor y determina, en buena parte, el devenir histórico humano sobre el territorio.

Si a pesar de lo expresado hasta ahora, uno quisiera persistir en su empeño de estudiar la época colonial (y por lo tanto, hablar de los indígenas) en un país que tan poca importancia le da a ese largo proceso histórico y a los habitantes originarios del territorio, debe enfrentarse a la elección de herramientas para hacerlo. El problema es que el mercado teórico tiene unas cuantas opciones para ofrecernos y a veces es difícil decidirse por una de ellas. Esto es todavía más difícil si uno viene de Latinoamérica, lugar periférico si los hay. Ese mismo carácter marginal nos expone, frecuentemente, a cierta subalternización, con su consecuente desprestigio, de los aportes teóricos de origen local. Sin embargo, en los últimos años ha empezado a ganar atención y prestigio un cierto corpus de trabajos que ha sido denominado de manera diferente en diferentes oportunidades, pero que por estos días responde al nombre de paradigma de(s)colonial.

Su líder indiscutido es Walter Mignolo y sus aportes en los últimos años se construyen alrededor de varias categorías, de las cuales la más popular viene siendo, al menos por ahora, la ya mencionada colonialidad del poder.
Esta es una buena noticia y como tal hay que tomarla: hacía tiempo que los
latinoamericanos que estudian los fenómenos literarios y culturales no prestaban atención a la producción teórica de los latinoamericanos—mucho menos la de Mignolo, quien hace por lo menos 35 años que viene produciendo reflexión teórica de alto nivel.

Sin embargo, creo conveniente tener siempre una actitud crítica y alerta ante cualquier aporte teórico, provenga de donde provenga, a fin de no cometer los tan frecuentes errores de paralaje que se producen en nuestra producción intelectual. La colonialidad del poder, en la forma en que ha sido elaborada por Quijano y desarrollada y popularizada por Mignolo, que es una noción muy útil para pensar los procesos coloniales y postcoloniales en un buen número de lugares en Latinoamérica, no parece, sin embargo, a la luz de la descripción de la situación en Uruguay que ofrecí en párrafos anteriores, muy adecuada para dar cuenta de los procesos que tuvieron lugar en ese territorio—y me atrevería a agregar, en una parte importante del territorio argentino.

Para empezar, la lógica de exterminio aplicada contra los pocos indígenas (cuyas prácticas sobre el territorio se caracterizaban por una alta movilidad) que todavía poblaban el Uruguay de primera mitad del siglo diecinueve, hace que Uruguay sea un país en el que el modelo explicativo de Quijano encuentre ciertas dificultades y resistencias. El intento de exterminio sufrido por los
llamados charrúas limitó la posibilidad de explotar, por parte de los españoles, la riqueza de la tierra a través de la opresión de los habitantes originarios. La ausencia de esas masas explotadas, típica de otras partes del continente, hace que la colonialidad no pueda ser explicada de la misma manera para este caso de estudio. La encomienda, institución fundamental en la elaboración
teórica de la noción colonialidad del poder, no fue importante como enclave occidental en el territorio donde hoy se encuentra el estado uruguayo.

En el futuro, la agricultura llegará a desarrollarse en Uruguay gracias al gran flujo de inmigrantes llegados principalmente de los países del Mediterráneo—aunque también llegaron contingentes menos importantes
numéricamente de otros países europeos. Si acordamos en que el problema de la colonialidad del poder en la elaboración de Quijano es, en buena parte, “el problema del indio,” y que “el problema del indio” es, en buena medida, el problema de la tierra (como quería José Carlos Mariátegui), tenemos una situación en la que la explotación de la misma mediante el uso de la
fuerza de trabajo esclavizada (o casi) de los indígenas es uno de los elementos fundamentales del constructo. Como ya vimos, el mismo no funciona demasiado bien en la situación colonial que se gestó y desarrolló en el territorio de lo que hoy es Uruguay, donde la explotación de la tierra no
fue, en los primeros tiempos, de corte agrícola, y no dependía de la opresión de vastos contingentes indígenas.

En este contexto, otro de los elementos definidores de la categoría “colonialidad del poder” también se vuelve problemático. Me refiero al énfasis puesto, por parte del poder colonial, en la clasificación racial de las poblaciones. En el Uruguay, la discriminación económica y la
explotación de la tierra no tuvieron que ver tanto con la división de las poblaciones según su raza, ni con la marginalización de los indígenas a fin de poder usarlos como mano de obra barata o gratuita para la explotación de los frutos de la tierra.

Allí la colonización, la fundación de enclaves coloniales, fue muy tardía (digamos que el primer enclave europeo importante data de
1680, la Nova Colonia do Sacramento, y se trataba sobre todo de un puesto de avanzada militar), y para el momento de la fundación de Montevideo (en varias y espaciadas etapas durante la década de 1720), no había en el territorio tantos indígenas para discriminar o explotar, razón por la cual todo ese aparato de opresión y de reorganización de las relaciones económicas y sociales
en base a la pertenencia étnica nunca llegó a ponerse en funcionamiento—al menos no funcionó con los indígenas como mano de obra barata de un sistema de explotación agraria.

Por ello creo que tal vez sea mejor emplear otras herramientas conceptuales menos ambiciosas para entender los legados coloniales en el Uruguay—y también en otras partes de Latinoamérica que no presenten las características del Perú y de los otros lugares que sufrieron una forma similar de dominación colonial. Me refiero a que no hay necesidad de recurrir a constructos o categorías transhistóricas como la colonialidad del poder.

Digo transhistóricas porque tanto en Quijano como en Mignolo, su gran revitalizador, la colonialidad del poder parece ser siempre idéntica a sí misma—desconozco que existan trabajos de estos autores que se
planteen una historización del concepto, o que tracen la evolución del mismo a lo largo del periodo colonial y de la historia post-independencia. Y así como no se han ocupado de historizarlo, tampoco han tenido en cuenta las diferencias geográficas entre las diferentes regiones y países latinoamericanos.

Es decir, no han tenido en cuenta las diferencias enormes que existen no sólo en las consecuencias de la dominación colonial en los diferentes países
latinoamericanos, sino tampoco las que existieron en los sistemas de explotación utilizados durante el propio periodo colonial. Cada país, cada región, es un escenario distinto, con sus propias reglas y su propia historia.

Historia y geografía, tiempo y espacio, entonces, deberían ser tenidos más en cuenta por aquellos que intentamos entender la época colonial y sus consecuencias para el presente. Creo que es importante intentar comenzar esa ingente tarea. Para ello, es prudente y necesario empezar por pulir y afinar las herramientas de que disponemos para que sean capaces de dar cuenta, con menos margen de error, de las situaciones coloniales y postcoloniales que pretendemos explicar.

Acaso una expresión que los rioplatenses nos negamos a usar para referirnos a nosotros mismos pueda llegar a sernos de utilidad para entender algunos de los legados coloniales de los que hablaba más arriba. Me refiero a la expresión “settler colonialism” o colonialismo de colonos, 5 que se refiere a aquellas situaciones coloniales en las que el colonizador que se instala en el
territorio recientemente conquistado intenta desplazar a los habitantes nativos.

5 Algunos autores como Richard Gott, han preferido usar la expresión “colonialismo de establecimiento” para referirse a este fenómeno.

En los lugares donde ese tipo de colonialismo se da, la demanda principal de los colonizadores, según Lorenzo Veracini, no es el trabajo de los indígenas (cosa que ocurre en el colonialismo a secas), sino la desaparición del indígena (3). En esos casos, la mejor resistencia a esa demanda es el persistir, el no desaparecer de los indígenas. El constructo de la colonialidad del poder está pensado para zonas del continente que sufrieron el otro tipo de colonialismo y, por lo tanto, la demanda principal en esos lugares fue por el trabajo indígena—de ahí que la resistencia haya sido variada, pero siempre o casi siempre en relación al, o alrededor del, boycott del trabajo.6

6 Por supuesto esto no quiere decir que en los lugares donde se dio el colonialismo a secas los indígenas no hayan también intentado persistir y sobrevivir a la opresión; también puede haber habido casos en que los colonizadores del colonialismo a seas hayan intentado (infructuosamente) la eliminación de los nativos. Lo que Veracini intenta señalar es otra cosa: el principio fundamental, la demanda principal, que predomina en cada tipo de colonialismo. Esa demanda principal es la que va influir, en buena medida, en las respuestas de los indígenas, que dependerán, justamente de lo que el colonialismo espera de ellos.

El colonialismo de colonos, además, se presenta a sí mismo como un proceso que busca su propia muerte o desaparición: su objetivo es dejar de ser un colonialismo de colonos y absorber, desplazar, o eliminar a los indígenas (Veracini 2-3). En el caso de Uruguay, es evidente el triunfo de ese tipo de proyecto: como ya vimos, la enorme mayoría de la población se imagina a sí misma como legítima descendiente de Europa y de la sociedad occidental. Esta es, según Veracini, una diferencia fundamental entre el colonialismo a secas y el de colonos: el primero busca mantener la diferencia entre la metrópolis y la colonia, en tanto que el segundo tipo de colonialismo busca borrarla (3).

El caso de Uruguay es claro: el colonialismo se ha transformado de tal manera que la mayoría de su población no percibe que haya habido en el país colonialismo alguno. Es que para poder decir que se ha superado la situación colonial creada por el colonialismo de colonos, tendrá que desaparecer, de una manera u otra, su demanda inicial: la eliminación del indígena (Veracini 9). Es decir, se debe llegar a una situación en la que, o bien el indígena haya desaparecido, o bien la supervivencia (esa estrategia de resistencia fundamental de los indígenas al colonialismo de colonos) sea ya innecesaria por haber desaparecido la demanda incicial del settler colonialism.

En el caso de Uruguay parece claro que la forma en que se ha percibido, por parte de la psique colectiva, la no existencia del colonialismo de colonos es la primera de las nombradas: se imagina al país como a una nación sin indígenas. Esta situación es, sin embargo y como tantas otras, meramente provisional: bastaría que las emergentes organizaciones de descendientes comenzaran a autodefinirse como indígenas tout court e iniciaran un proceso de revitalización de las identidades indígenas, para que la visibilidad del colonialismo de colonos aumentara considerablemente en el horizonte cognitivo de la población en general.

Lo que no subraya Veracini pero está implícito en sus argumentos, es lo que señala Patrick Wolfe: que el settler colonialism gira alrededor del problema de la tierra (388). Más arriba vimos que el problema de la tierra y lo que se ha dado en llamar “el problema del indio” estaban relacionados en la medida en que en los lugares de Latinoamérica que había poblaciones importantes de indígenas, los colonizadores europeos se dedicaron a usar a los nativos como mano de obra para explotar la tierra a través de las prácticas agrícolas.

En el caso de Uruguay, hay también, como en todo caso de colonialismo de colonos, un interés de los colonizadores por la tierra, pero en este caso se la ve no tanto como lugar a ser explotado por la fuerza de trabajo indígena, sino como lugar a ser poseído por el colono. Como bien ha señalado Wolfe, el principal motivo para la eliminación de los indígenas en el colonialismo de colonos es el acceso al territorio (388). Se trata, entonces, de la tierra como objeto de posesión o como objeto de deseo del colonizador, y no como lugar destinado a ser trabajado por los nativos. La tierra es deseada para poder quedarse, para poder habitarla y, por supuesto, explotarla.

De ahí que en el settler colonialism la búsqueda de la extinción del indígena se convierta en un principio organizador de la sociedad colonial—o sea, no se trata de una ocurrencia única, de un evento, sino de una estructura (Wolfe 388).

Para entender casos como el de Uruguay, es importante tener en cuenta estas lógicas que operan en ese tipo de colonialismo, porque nos permiten visualizar algunas de las características más salientes de la colonización en ese país. Por ejemplo, nos permite ver uno de los trucos que están detrás de esa forma de percibirse como europeos que predomina en la población actual. Ese truco, en los países de settler colonialism, consiste en que luego de que la trayectoria que incluye el proceso de búsqueda de la eliminación del indígena y de la domesticación de la naturaleza silvestre terminan, luego de obtenida la independencia de la metrópolis, los recién nacidos estados declaran que ya no son coloniales sino postcoloniales, que ya no son settlers sino settled.

De este modo hacen caso omiso de los mecanismos por los cuales la lucha por la tierra continúa luego de obtenida la independencia—una lucha que toma la forma de intento sistemático de eliminación del indígena por parte del Estado. De más está decir que este tipo de categorías como settler colonialism, por más útiles que sean, no constituyen una panacea sino más bien un tipo de correctivo a ciertas miradas sesgadas, tal como la que predomina en Uruguay en relación al pasado colonial.

Pero de ninguna manera puede considerarse como el único aporte teórico desde el cual conceptualizar o entender la realidad. Por el contrario, creo que tanto en Latinoamérica como en la academia norteamericana hay tradiciones de pensamiento que todavía pueden dar algunos frutos más. No deberá sorprender a nadie, entonces, que el tipo de análisis que desearía contribuir a desarrollar para entender las situaciones coloniales, esté inspirado, además, por cierto tipo de trabajo académico que, lamentablemente, y ojalá que me equivoque, parece pertenecer, al menos por ahora, al reino del pasado.

Me refiero a cierto modo de producción intelectual que fue hegemónico en los estudios coloniales de los años ochenta originados en los departamentos de lengua y literatura de las universidades de Estados Unidos.

Como pretendo que mi trabajo sea, de alguna manera, una contribución y, si es posible, una mejora o al menos una modificación productiva de ese modo de producción intelectual, voy a hacer un poco de historia, primero, para explicar por qué pienso que esa forma de hacer investigación encerraba una promesa, y luego me voy a dedicar a hacer un diagnóstico de ese mismo campo de estudios en el presente, para terminar con una modesta propuesta al final de este trabajo.

Varias veces he dicho que lo que Mignolo y Rolena Adorno llamaron, allá por principios de los ochenta, el nuevo paradigma de los estudios coloniales latinoamericanos, fue lo primero pero no lo segundo. Es decir, fue algo nuevo, pero no fue un paradigma. De hecho, ni siquiera en el momento de apogeo, cuando su influencia se hacía sentir incluso fuera del campo de estudios (llegando a afectar las investigaciones de los que se dedicaban a la literatura latinoamericana contemporánea), se puede decir que haya habido propiamente un cambio de paradigma. Lo que sí hubo, como he dicho ya hasta el hartazgo, es un nuevo modo de producción intelectual en el campo de estudios coloniales (“Conquista y contraconquista” 125, “Colonialism Now and Then”4-5).

Un modo de producción que postulaba la necesidad de prestar atención a voces subalternas que habían sido silenciadas no solamente por las autoridades coloniales y por la ciudad letrada, sino también por los propios estudiosos de la época colonial, quienes en muchos casos se limitaban a cantar loas a los conquistadores o a la cultura occidental que aquellos y los
misioneros trajeron a tierras americanas.
Entre las propuestas de los renovadores del campo estaba aquella de Mignolo, que consistía en promover el estudio de la totalidad de textos producidos durante el encuentro colonial en vez de limitarse al análisis de unos pocos textos canónicos (“The Darker Side” 810; “Canon and Cross Cultural Boundaries” passim).

Para Mignolo, el estudio de la totalidad de textos producidos en una situación colonial es obligatorio si lo que se busca es entender esa situación
colonial (“Afterword” passim). Por eso prefiere hablar de semiosis colonial (esto es: la totalidad de mensajes e intercambios simbólicos en situaciones coloniales) en vez de discurso colonial- una expresión que limita el corpus al conjunto de los mensajes verbales, orales o escritos (“Afterword” passim).

Una de las consecuencias de su propuesta es la incorporación de mapas
de factura europea, representaciones territoriales indígenas, khipus y otros objetos materiales portadores de signos, a la agenda de investigación de los estudios coloniales producidos por miembros de departamentos de lengua y literatura en los Estados Unidos (“Colonial Situations,” The Darker Side, entre muchas otras publicaciones).

La incorporación de sistemas de signos no discursivos, sumada a la emergencia de estudios sobre autores de origen indígena—como Guamán Poma, Santa Cruz Pachacuti Yamqui y Titu Cusi Yupanqui en la región andina, Fernando Alva Ixtlilxochitl, los escribas indígenas que redactaron el Popol Vuh y los que colaboraron en la elaboración de las Relaciones Geográficas, para el caso de Mesoamérica—y la aparición de nuevos estudios sobre escritoras—además de la ya canónica Sor Juana Inés de la Cruz—son síntomas del que se dio en llamar cambio de paradigma en los estudios coloniales latinoamericanos.

Estos cambios tienen como consecuencia una nueva situación en el campo de estudios, caracterizado ahora por la incorporación de lo indígena, lo femenino, lo africano y otras entidades, agencias, y perspectivas no Europeas y no patriarcales a las investigaciones enmarcadas por la disciplina.

En resumen, entre las cosas que buscaban los fundadores de ese nuevo modo de producción de conocimiento en el campo de estudio, estaba, primero, la posibilidad de ofrecer un panorama mucho menos sesgado de los intercambios discursivos (este era el programa de Adorno), y segundo, de los intercambios de signos en general (esta fue, como vimos, la agenda de Mignolo).

De este modo, los estudiosos de la época colonial se pusieron a la vanguardia, casi sin quererlo, de los debates que en los años ochenta se llamaron, en Estados Unidos, las guerras del canon—o canon wars.

Esas guerras enfrentaron a los propulsores de agendas académicas conservadoras contra los que buscaban cambiar el status quo. Los primeros se aferraban a lo que se dio en llamar “the big books,” o sea, las grandes obras del pensamiento y la literatura occidentales, que debían estar en la base de la educación de cualquier persona que deseara ser considerada una buena ciudadana de la cultura occidental. La idea era que para ser una persona culta y funcional en esa sociedad, para poder declarar la pertenencia legítima a ella, había que conocer en profundidad una serie de obras que encarnaban los valores y principios de esa cultura.

Los segundos buscaban ampliar los límites de esa lista de libros (que eso y no otra cosa es un canon), a fin de que otras voces pudieran ser oídas y estudiadas en los claustros universitarios. La idea era que en un mundo (léase: en Estados Unidos, que a menudo funge de mundo a secas en la mente y el discurso de sus ciudadanos) crecientemente multicultural, la lista de libros obligatoria para considerarse un ciudadano culto y educado, era demasiado sesgada y excluyente.

Amplios sectores de la ciudadanía norteamericana (irónicamente llamados minorías) quedaban sin representación en las listas, y por lo tanto se les hacía una suerte de injusticia, si no a ellos mismos, al menos a las tradiciones culturales de donde venían.

En esas luchas por el canon fueron muy importantes dos autores latinoamericanos y dos campos de estudios: Rigoberta Menchú y Guamán Poma de Ayala y los estudios sobre el testimonio como género (literario o discursivo) y los estudios coloniales. Es por eso que los trabajos de Adorno sobre el segundo de los nombrados se convirtieron en una poderosa carta de presentación para aquellos que estudiaban los textos, discursos y sistemas semióticos coloniales.

A partir de ese momento, crece el número de gente que se dedica a ese campo, se abren nuevos puestos—al punto que ninguna universidad que tuviera grandes pretensiones intelectuales podía tener una sección de literatura latinoamericana sin un experto en colonial—y el cachet intelectual de ese campo de estudios sube considerablemente.

Lamentablemente, esa situación no duró demasiado tiempo: para mediados de los años noventa, en un momento de supuesto apogeo del también supuesto paradigma nuevo, ya era evidente que la mayoría de los integrantes del campo de estudios seguían produciendo trabajos pertenecientes a un modo de producción intelectual que las declaraciones triunfalistas de Adorno
daban por muerto. Desde ese entonces hasta el presente, la situación solo se ha deteriorado: hoy estamos en un momento histórico en el que la enorme mayoría de los jóvenes investigadores que terminan su doctorado en prestigiosas universidades norteamericanas parecen enmarcarse en un
espectro intelectual que va desde el historicismo más pedestre hasta el neo-filologismo más rampante.

Con esto quiero decir que o bien se encuadran en una corriente que privilegia al documento histórico como única autoridad—una autoridad que se la confiere el ser concebido como transparente y como portador de verdad—o bien se dedican a producir un trabajo meramente filológico que pierde por completo de vista los costados políticos que un texto cualquiera pueda tener.7

7. El predominio actual de los historiadores en el campo de los estudios coloniales provenientes de los departamentos de lengua y literatura en universidades latinoamericanas tiene un punto de inflexión que puede ubicarse, acaso (lo digo tan solo tentativamente y a modo de ilustración), en el momento de la publicación del libro How to write the story of the New World, de Jorge Cañizares Esguerra. Después de él vinieron muchos más y la hegemonía del pensamiento historiográfico menos propenso a la interpretación de los documentos se instaló y predomina en el campo –al menos hasta el momento.

En suma, ese campo de estudios que amenazó con convertirse en vanguardia de los estudios literarios y culturales allá por la década de los ochenta, es hoy una especie de reducto del neoconservadurismo más rampante. Aquellos que seguimos intentando producir en un marco conceptual y en una tradición disciplinaria menos reaccionaria, estamos definitivamente en la minoría. Por eso creo que, a pesar de lo triste de la situación del campo en los Estados Unidos y de la escasa importancia que se le da en mi país, acaso sea hora de hacer un llamado a una revitalización de los estudios coloniales. Y esa revitalización no puede hacerse repitiendo lo que propusieron sus cabezas más visibles en los años ochenta, porque eso, reconozcámoslo, fue tan solo un auspicioso y promisorio comienzo.

Es por ello que creo que lo que corresponde es subir la apuesta e intentar transformar el campo en un lugar donde se produzca una fuerte inflexión subalternista; es decir, una inflexión que permita no sólo abrir las puertas a las voces y subjetividades subalternas en el marco colonial, sino que además les dé privilegio epistemológico. Por otra parte, otra movida que creo que se impone es el darse cuenta, de una vez por todas, que los que estudiamos la época colonial debemos, si no queremos convertirnos en meros anticuarios, prestar especial atención a las consecuencias de esa época en nuestro presente. Es decir, tenemos que poner un gran énfasis en los legados coloniales que persisten en este momento histórico. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de hacernos cómplices del poder, en tanto que productores de un conocimiento que hace caso omiso de la miseria y la opresión que no sólo lo rodean sino que también lo hacen posible.

Si no queremos seguir siendo, cómplices de las estructuras e instituciones generadoras y reproductoras de subalternidad (y la academia, la universidad en tanto que máquina de enseñar y de producir ciudadanos modelo para la sociedad dominante, es una de esas instituciones8), deberíamos apuntar nuestras baterías a denunciar esos mecanismos de dominación. La mejor forma de hacerlo, como ya fue dicho, es poner el énfasis en el privilegio epistemológico de los sujetos que han sido subalternizados no sólo por los poderes coloniales, sino también por los productores de conocimiento del presente. Sólo de esa manera podríamos evitar convertirnos en los productores de subalternidad de este presente que nos toca vivir.

8Esto es algo que gente como John Beverley viene diciendo desde hace ya unos cuantos años, pero parece ser un mensaje que los practicantes de las disciplinas dedicadas al estudio de lo literario parecen no querer oír.

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Responsabilidad fiscal y neoliberalismo 2.0

Responsabilidad fiscal y neoliberalismo 2.0
agosto 30, 2016 Voces Comentar
Publicado en: De furias y ternuras – Julia Evelyn Martínez, Foro de opiniones, Voces Ciudadanas

Julia Evelyn Martínez

Mientras la cotidianidad de la sociedad salvadoreña transcurre entre la lucha por la supervivencia, el cotilleo de los realities políticos y el análisis del legado cultural de Juan Gabriel, una nueva ola de medidas neoliberales se alista para irrumpir en el panorama nacional, con consecuencias devastadoras sobre la vida.

No se trata de las clásicas medidas neoliberales impulsadas por los gobiernos conservadores de los años noventa. Nos referimos a una nueva generación de reformas, promocionadas mediante un discurso políticamente correcto, que tiene el sorprendente efecto de lograr apoyos y/o no objeciones entre movimientos sociales y entre militantes e intelectuales orgánicos de izquierda.

Ante el descrédito y fracasos de los programas de ajuste estructural, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y los tanques de pensamiento afines, han logrado actualizar la agenda neoliberal. Para ello han desarrollado un nuevo instrumento de ajuste estructural denominado responsabilidad fiscal, que se promueve bajo el sugestivo nombre de transparencia fiscal.

Las leyes de responsabilidad fiscal imponen férreas reglas fiscales a los gobiernos, es decir, restricciones permanentes a la política fiscal, que se traducen en el cumplimiento obligatorio de indicadores de resultados fiscales, como por ejemplo porcentajes máximos del déficit fiscal anual y porcentajes máximos de endeudamiento público con respecto al PIB. De igual manera, estas leyes establecen prohibiciones a los gobiernos para que no puedan realizar operaciones para enfrentar demandas urgentes en la gestión financiera. Estas prohibiciones abarcan los pagos diferidos, la reprogramación de la deuda pública y la aprobación de refuerzos presupuestarios para satisfacer demandas sociales o para cumplir con derechos laborales.

El incumplimiento de los indicadores fiscales y/o los procedimientos establecidos en las leyes de responsabilidad fiscal pueden dar lugar a delitos de responsabilidad fiscal por parte de funcionarios públicos, que implican sanciones de diversa índole, incluyendo la destitución.

Esta es precisamente la causa del juicio político que enfrenta actualmente la Presidenta de Brasil. La presidenta Rousseff está acusada de cometer delito de responsabilidad fiscal por haber usado en el año 2014 sin autorización previa del Congreso, fondos de bancos públicos para financiar programas sociales que se encontraban en riesgo de continuidad debido a la caída en los ingresos tributarias a raíz de la disminución de precios de los precios internacionales de los comodities brasileños. Es decir, una presidenta electa constitucionalmente está al borde de la destitución, no por corrupción, sino por haber irrespetado una ley secundaria, una ley de responsabilidad fiscal.

En apariencia, las leyes de responsabilidad fiscal se presentan como instrumentos bondadosos, que buscan transparentar la gestión financiera del Estado y tutelar los derechos de la ciudadanía, evitando prácticas populistas y garantizando la sostenibilidad de las finanzas públicas. Sin embargo, la esencia de estas leyes es muy diferente.

Las leyes de responsabilidad fiscal han sido diseñadas como un seguro de rentabilidad para los tenedores de deuda pública, en la medida que se busca asegurar que los gobiernos que tienen deudas con bancos e inversionistas privados mantengan en sus presupuestos la liquidez necesaria para honrar puntualmente el pago del servicio de esta deuda a los acreedores. De esta forma, se garantiza que los banqueros e inversionistas tengan sus pagos a tiempo, aunque esto implique que los hospitales públicos se mantengan desabastecidos o las escuelas públicas no cuenten con los materiales didácticos para funcionar con un mínimo de calidad.

Asimismo, las leyes de responsabilidad fiscal pretenden “amputar” la política fiscal a los gobiernos, para que ésta no pueda ser usada como un medio de distribución de la riqueza ni como un medio para lograr objetivos nacionales que puedan poner en peligro los intereses del Capital nacional y transnacional. De esta manera, se establece un blindaje político y jurídico que impide a cualquier gobierno, sea progresista o no lo sea, el poder desmontar el neoliberalismo y caminar en una ruta diferente.

La dolarización del año 2001 despojó al Estado salvadoreño de la política monetaria, y condujo a la espiral de endeudamiento con bancos e inversionistas privados que lo ha llevado a la actual insostenibilidad fiscal. Ahora, los mismos que promovieron la dolarización, van tras la política fiscal, pretendiendo de esta manera arrebatarle al Estado, la única herramienta que todavía conserva y que podría eventualmente convertirse en un instrumento de construcción de una economía post-neoliberal.

Porque de ser aprobada la ley de responsabilidad fiscal, sin importar su denominación ideológica, todos los gobiernos en el futuro próximo tendrán que acudir a los Asocio Publico Privados (privatizaciones disfrazadas de concesiones) para mantener y/o ampliar la cobertura de servicios públicos así como para gestionar los bienes u obras públicas. Incluso, podrían terminar privatizando la política social, trasladando los programas sociales a las empresas privadas bajo la modalidad de programas de responsabilidad social corporativa, tal como está ocurriendo en Grecia.

La paradoja de todo esto es que la institución que impulsa esta amputación de la política fiscal en nuestro país y en otros países alrededor del mundo, es nada más ni nada menos que el FMI, que curiosamente acaba de publicar un análisis elaborado por el staff de su Departamento de Estudios, en el cual se reconoce el error del neoliberalismo cuando propone las políticas de ajuste fiscal mediante el control del gasto y del endeudamiento público.

Textualmente, estos especialistas del FMI afirman que:“Hay aspectos de la agenda neoliberalque no han dado en el blanco. Nuestra evaluación de la agenda se limita a los efectos de dos políticas: la eliminación de restricciones a la circulación transfronteriza del capital (conocida como liberalización de la cuenta de capital) y la consolidación fiscal, conocida a veces como “austeridad”; o sea, políticas encaminadas a reducir los déficits fiscales y los niveles de deuda. Una evaluación de estas políticas produce tres conclusiones perturbadoras: 1) Los beneficios en términos del aumento del crecimiento parecen bastantes difíciles de establecer si se examina un conjunto amplio de países; 2) Los costos en términos del aumento de la desigualdad son importantes. Esos costos reflejan la disyuntiva entre los efectos de crecimiento y los efectos de equidad que caracterizan algunos aspectos de la agenda neoliberal, y 3) El aumento de la desigualdad, a su vez, afecta negativamente el nivel y la sostenibilidad del crecimiento. Aun si el crecimiento fuera el propósito único o principal de la agenda neoliberal, sus defensores tienen que prestar atención a los efectos distributivos”FMI (Ver: El Neoliberalismo: ¿un espejismo?”. Jonathan D. Ostry, Prakash Loungani y Davide Furceri. Revista Finanzas y Desarrollo, Fondo Monetario Internacional, junio de 2016).

¿Es que se necesitan más argumentos para evidenciar la amenaza que representa la ideología de la transparencia fiscal y las reglas de la responsabilidad fiscal?

Las organizaciones sociales y laborales así como la intelectualidad de izquierda que aún sobrevive a los cantos de sirena del neoliberalismo, deben asumir con seriedad esta amenaza, profundizar en el análisis de estos temas y movilizarse para resistir a esta nueva embestida del neoliberalismo 2.0.

La urbe cosmopolita a ritmo de swing

La urbe cosmopolita a ritmo de swing. La música de jazz en la
literatura de las primeras vanguardias y de la Generación del 27
Goialde Palacios, Patricio
Musikene. Miramar Jauregia. Miraconcha, 48.

1. LA MODERNIZACIÓN DE LAS COSTUMBRES Y DE LA VIDA COTIDIANA

La música de jazz, tras llegar a Europa al término de la Primera Guerra Mundial, se populariza en España en los “felices veinte”, años de prosperidad para ciertos grupos sociales, en los que las grandes ciudades, como Madrid y Barcelona, se transforman siguiendo las modas imperantes del continente. Los espacios de ocio y los hábitos sociales cambian y se renuevan: se introducen los “bares americanos”, que disponen de una pista con orquesta en directo y de sala de juego con ruleta; el fox-trot y el charlestón se convierten en los bailes de moda de la juventud más chic; el cine ocupa un lugar de importancia progresiva en el ocio de las clases acomodadas; la radio comienza sus emisiones, difundiendo, entre otras cosas, la nueva música negra; en fin, el deporte se convierte en un espectáculo de masas.

En este ambiente moderno, al que tiene acceso un sector restringido de la población, y a través de los bailes ya citados, se introduce en España la música de jazz1.

En efecto, la década de los años veinte es una etapa de modernización de la
cultura y de las costumbres de la vida cotidiana de nuestro país, una época de dinamismo cultural cuya referencia fundamental es Europa, de donde se importan las novedosas corrientes artísticas y las modas y diversiones que hacían furor en un continente que trataba de superar y olvidar los estragos de la guerra.

La ciudad se transforma en un espacio marcado por el desarrollo tecnológico,
que cambia su fisonomía con nuevos y modernos edificios, con la extensión del alumbrado eléctrico y la proliferación de automóviles, a la vez que se altera la vida doméstica con el uso del teléfono, del gramófono o de la radio. De forma paralela se introducen nuevos productos de consumo, sobre todo en el campo de los espectáculos y de las diversiones, con las nuevas formas de ocio, cuyos paradigmas pueden ser la pasión por el baile, por el cine o los espectáculos deportivos.

La vida social se transforma y cambia sus escenarios: los hoteles de lujo, con
rimbombantes nombres extranjeros –Palace, Ritz– y pistas de baile, se convierten en lugares de encuentro y diversión de la minoría social más adinerada; la vida nocturna se extiende y se populariza, concentrándose en las zonas más modernas de las ciudades, allí donde se encuentran los cabarets y las salas de baile; la juventud más elegante hace gala de una libertad, hasta entonces inédita, que se manifiesta en las nuevas costumbres –se extienden los cócteles, las bebidas exóticas y la cocaína-, en las modas y en las formas de vestir –se populariza un nuevo tipo femenino, la flapper o garçonne, una chica joven, delgada y maquillada, de cabello corto, que bebe, fuma y sabe conducir, y su correspondiente masculino, el frívolo “pollo-pera”-, en la vida sexual y amorosa –mucho más libre y licenciosa– e incluso en el lenguaje, plagado de extranjerismos –the danzant, cocktail, Maxim’s, etc-2.

1. El jazz en esta época es, ante todo, una música para bailar; de hecho, algunos testimonios literarios de la época cuestionan la naturaleza propiamente musical del jazz, por su relación directa con las acrobacias de los pies y de las piernas de sus bailarines. José Bergamín, en su primer libro de aforismos publicado en 1923, señala que “los americanos y los ingleses
hacen música como juegan a la pelota, con los pies”; por eso “el Jazz-Band suena bien cuando no pretende ser una música” (Bergamín, 1984: 69); Rafael López de Haro (Fútbol… jazz-band, 1924) establece una relación directa entre el fútbol y el jazz, ya que en ambos el mérito reside en las extremidades inferiores “que actúan con independencia como si a ellas hubiesen descendido
la inteligencia y la sensibilidad” (citado por García Martínez, 1996: 53).
Musiker. 18, 2011, 497-520 Goialde Palacios, Patricio: La urbe cosmopolita a ritmo de swing. La música de jazz…

Las novelas sicalípticas, es decir picantes o eróticas, que tanto éxito consiguieron en el período de entreguerras en España, constituyen una buena muestra de la presencia del jazz en este ambiente de mitificación de la modernidad. Por ejemplo, la protagonista de La señorita Frivolidad (1924), de Andrés Guilmaín, es una representación de la nueva mujer joven que vive de acuerdo con la moda –se viste de forma atrevida, fuma, juega al golf y al tenis, va al cine…– y que manifiesta una pasión por los nuevos bailes –el fox y el shimmy, entre otros-. Por todo ello, se enfrenta a su abuela, que encarna las esencias del pasado y añora a las mujeres recatadas y honestas, (…) que nada de común tenían con las damiselas aristocráticas de hoy, que se agitan
lascivamente al arrullo del “jazz-band”, se atreven a fumar en público cigarros turcos y visten trajes más audaces que los de las cortesanas (citado por Litvak, 1993: 216).

El jazz, entendido en su acepción más amplia como el conjunto de la música
y de bailes de raíz afroamericana que se implantaron en esa época en Europa3, es por lo tanto uno de los elementos que reflejan esta modernización de las costumbres, y su presencia en la literatura está ligada a la introducción de los nuevos bailes, a la popularización de los clubs nocturnos y a una juventud adinerada que intenta imponer sus formas de diversión a una sociedad anclada en las rutinas tradicionales de las modas decimonónicas.

2. LA POLÉMICA INTRODUCCIÓN DE UNA NUEVASICA

La música de jazz tuvo una recepción muy polémica en la España de los años
veinte y recibió numerosos ataques desde diferentes frentes, que se reflejaron
tanto en la literatura como en la prensa de la época.

La defensa de la tradición musical es el punto de partida de una parte importante de las críticas que recibió la nueva música. El jazz sería, según esta perspectiva, una “plaga de hoteles, restaurantes, cafés y cabarets del mundo entero” (Antonio G. de Linares, en La Esfera de Madrid, 10-10-1925, citado por Vila- San Juan, 1984: 144), que habría arrinconado los tradicionales bailes como las polcas, las mazurcas, las habaneras y los valses. Estas opiniones beligerantes hacen hincapié en una visión del jazz que lo identifica con el exotismo de su origen africano y, de una forma genérica, con el ruido y el estruendo, que se consideran propios de la raza negra y de la naturaleza selvática de la que ésta proviene (García Martínez, 1996: 27)4.

2. Sobre estos aspectos es de gran interés Litvak (1993: 11-79).
3. El término jazz-band es el que se utilizó habitualmente en la literatura y en la prensa de la época, si bien tras su uso generalizado se esconden diferentes acepciones: fue la denominación para la batería, un nuevo instrumento que se popularizó a través de esta música y que se colocaba en un lugar central del escenario; asimismo, se empleó en el sentido más literal del
término, es decir, para nombrar en su conjunto al grupo musical que tenía una batería y, de una forma más genérica, para designar la música que éste interpretaba, posiblemente muy variada, si bien siempre relacionada con los nuevos bailes de moda. Musiker. 18, 2011, 497-520 Goialde Palacios, Patricio: La urbe cosmopolita a ritmo de swing. La música de jazz…
4. El jazz se define por el estrépito y el alboroto que inevitablemente lo acompañan y por ser una música relacionada con el gusto excéntrico de ciertos jóvenes adinerados, que coquetean con el arte y la bohemia, mientras veranean en San Sebastián o Biarritz. Esta visión se acentúa en aquellas obras en las que el autor toma partido en la polémica suscitada por la introducción en España de esta nueva música; así, Jacinto Benavente, en el prólogo de su comedia La melodía del jazz-band (1931), presenta un jugoso diálogo entre los dos protagonistas de la obra: “Lucila detesta el jazz, ‘esa horrible música’, ‘ese estrépito de cacerolas’, que además quedará asociado en su memoria al final de su relación sentimental, mientras que Pepe, representante de un ambiente bohemio, de literatos y pintores, aún reconociendo los ‘ruidos discordantes’ que presenta, manifiesta su gusto por la melodía que aparece y se pierde entre el estruendo característico de la música de jazz” (Benavente, 1932: 8). También Antonio Marichalar, en “Pocas nueces”, afirma que “el jazz […] es el ruido hecho música por completo” (1929: 137).

De forma paralela, ésta defensa de la tradición musical deviene en muchas ocasiones en una reivindicación nostálgica y romántica de un pasado idílico e irrecuperable. Por ejemplo, Emilio Carrere, en varios poemas referidos a Madrid, como los titulados “Elegía del viejo Madrid” (1926) o “Viejos cafés” (1929), resume perfectamente esta sensación de pérdida de una ciudad que se ha europeizado, trucando su garbo por un “exótico chic”, en la que el jazz-band y el fox han desplazado a las habaneras y los viejos pianos:
El bar con pianola mató el café romántico; la bárbara estridencia del jazz-band negroide ahogó la voz divina de los viejos pianos (Carrere, 1999: 115)5.
5. Los cambios producidos con la introducción de los nuevos bailes se reflejan también en
otras obras, como Sentimental Dancing (1925), de Valentín Andrés Álvarez, que sintetiza estas transformaciones en una frase que ha hecho fortuna: “Al organillo sucedió el jazz-band” (citado por Ramos, 1999, p. 136). Musiker. 18, 2011, 497-520 Goialde Palacios, Patricio: La urbe cosmopolita a ritmo de swing. La música de jazz…

Esta posición defensiva ante lo que se considera un intrusismo de lo foráneo
no se limita a los tradicionales bailes de salón, sino que se extiende a la tradición folclórica de toda la Península, que algunos consideran una síntesis de lo bello y lo sublime ante la invasión ruidosa y extravagante del jazz band.

No olvidemos además que el nacionalismo musical, cuya propuesta básica es la utilización del folclore como fuente de inspiración, se encuentra en España en un momento de eclosión en el primer cuarto del siglo XX. Luis de Muro, en una copla publicada en el diario El País Vasco (15-8-1923), refleja con claridad esta sensación de pérdida y marginación del folclore ante la irrupción de la nueva música y los bailes que la acompañan:
Adiós, arte sublime […] Los cantos regionales, la España teatral, la típica vihüela, el tamboril de acá, la gaita pirenaica postrados quedan ya ante el foxtrot y el tango con cabaré y jazz band: ruidos de cacerolas sartenes y tan-tan, silbidos de los negros, bocinas, y, además, parejas que embriaga
un aire de “Indoustán”.

Una variante más de estas críticas son las numerosas comparaciones que
se establecen entre la belleza y la serenidad de la música clásica y el dislocado
estruendo de las orquestas de jazz, que además van poco a poco desplazando
del mercado a los considerados como verdaderos músicos, a los que conocen el repertorio clásico y dominan la técnica instrumental. “¿Qué dirán los virtuosos del violín cuando sepan que se paga a un jazz-band la cantidad de 75.000 pesetas mensuales?” se pregunta el autor anónimo de una crónica de la época, a la vez que muestra su extrañeza ante el hecho de que la explotación de los nuevos bailes “produzca más que un pozo de petróleo” (El País Vasco, 3-6-1923).

La música de las orquestas de jazz y los bailes que la acompañan no se libra
tampoco de la crítica integrista y religiosa, que los considera “impúdicos”, “lascivos”, “lujuriosos” y “desenfrenados”, como una muestra más de la “ola de asqueante inmoralidad que cubre todo el país”, en palabras de Bartolomé de Andueza (La Constancia, 31-7-1923).

Desde su llegada el jazz provocó numerosas polémicas entre los más castizos
y los jóvenes modernos, entre quienes defendían la tradición y los que se
identificaban con las novedades de la modernidad urbana. Algunas novelas de
esta época reflejan la beligerancia de estas disputas; así, El negro que tenía el
alma blanca (1922), de Alberto Insúa, relata la novedad y la expectación despertada por un bailarín negro, especialista en el fox-trot y otros bailes desconocidos en aquel entonces, y presenta escenas muy representativas de la controversia suscitada por el auge de una música que algunos reprobaban por extranjerizante, mientras que otros reivindicaban como signo de los nuevos tiempos:

El sexteto ejecutaba música americana, de jazz-band […].
– ¡Qué vergüenza! ¿Y esto es España? ¿Esto es Madrid?
– ¡Que se calle! ¡Que se calle!– le gritaban unos pollos de americana entallada y pantalones con pliegues.
– ¡Majaderos!
– ¡Vejestorio! (Insúa, 1980: 78)6.
6. En el epílogo de una obra posterior, El hombre de los medios abrazos (1933), de Samuel
Ros, también se produce una disputa entre los jóvenes y los mayores, en la disparatada narración de un banquete de boda; en ella se identifica a la nueva generación con el estadio, el motor, el jazz-band y el tabaco rubio (Ros, 1992: 240-241).

El jazz-band se convierte así en el centro de una polémica, ya que es uno de los símbolos de los cambios de las costumbres sociales que tienen lugar en España –precisando un poco más, en las grandes ciudades y entre un restringido grupo social– durante la década de los veinte. La literatura de las vanguardias literarias no tiene un punto de vista unánime en relación con el jazz; ahora bien, la mayoría tomará una posición clara en esta disputa, de identificación del jazz con la ciudad moderna y cosmopolita, nuevo espacio para una literatura que pretende romper amarras con el pasado7.
7. No obstante, este cambio convive con las rémoras del pasado y el casticismo de ciudades
como Madrid. José Díaz Fernández presenta un ejemplo de esta contradictoria convivencia
en una graciosa escena de La Venus mecánica (1929), que narra la llegada de un torero a un
cabaret de música de jazz, y la reacción del público, que mayoritariamente se acerca al torero, lo que suscita el comentario de un personaje, en referencia al Madrid de la época, que se debate entre “la superstición de los toros” y “los rascacielos y aeródromos” (Díaz Fernández, 1929:47).

3. LA MÚSICA DE JAZZ Y LAS PRIMERAS VANGUARDIAS LITERARIAS

La introducción del jazz coincide asimismo con una etapa de la vida cultural de especial interés, puesto que es el período de aparición y desarrollo, tanto en Europa como en nuestro país, de diferentes formas de expresión de la vanguardia artística y literaria.

A partir de 1917, y a través del futurismo, se introducen en la literatura de los diversos movimientos de la época nuevos temas: la gran ciudad cosmopolita y sus modos de vida se convierten en objetos de fascinación; las conquistas de la tecnología, desde los medios de transporte (trasatlánticos, automóviles y aeroplanos) hasta las nuevas formas de comunicación (teléfono y telégrafo), pasan a ser puntos de referencia de poetas y prosistas de la primera posguerra; los nuevos espectáculos urbanos, como el cine, el deporte, las salas de baile o la música de jazz, acaparan la atención de los jóvenes escritores, cuya literatura pretende ser un canto afirmativo y de integración del hombre en la urbe cosmopolita (Cano Ballesta, 1999: 121 y ss.)8.
A esta fascinación por lo urbano, por la ciudad como símbolo de lo moderno, se añade un encumbramiento del mundo angloamericano que, como modelo de la revolución tecnológica y del crecimiento económico, difunde modas que se identifican con las nuevas formas de vida de las ciudades; así, el golf, el musichall, el cine, el boxeo y el fútbol, los desfiles de modas o el jazz-band se convierten en elementos representativos de la nueva y prestigiosa existencia urbana (Cano Ballesta, 1999: 149). La frecuente utilización de términos de la lengua inglesa en los textos literarios en castellano (tennis, skating, dancing, cocktail, jazz-band…) y la aparición de numerosos personajes extranjeros en las novelas de la prosa de vanguardia de la época son dos rasgos novedosos que adquieren el significado de un homenaje a un mundo que se admira y que deslumbra con sus modas y su avance técnico9.

8. La literatura francesa es la pionera en esta relación del jazz con la modernidad y ésta es la vía por la que penetra en la literatura española. Jean Cocteau escribe ya en 1919 un artículo titulado “Jazz-Band” (Carte Blanche, 1920), en el que asocia el jazz con la modernidad importada de los Estados Unidos, con las máquinas, los rascacielos y los trasatlánticos (citado por Jiménez Millán, 2000: 183).
9. Ramón Gómez de la Serna, uno de los introductores de la vanguardia en España, en su novela Cinelandia (1923), imagina una ciudad articulada alrededor del cine, síntesis de diversas urbes de la época y proyección ideal del mundo moderno, en la que no faltan los cafés con música de jazz-band (Gómez de la Serna, 1995: 36). César M. Arconada publica en 1928 un libro titulado significativamente Urbe, cuyos poemas constituyen un canto a los avances técnicos de la metrópolis (“Allegretto de la velocidad”, “Elogio a una central eléctrica”, “Devoción por la torreta telefónica” son algunos de sus títulos) y a las nuevas modas y diversiones, como el cine y el jazz (“Te-Dancing-Delicias” o “Nocturno romántico en el cinema”).

La mayor parte de las referencias a la música de jazz que se encuentran en
la literatura de las vanguardias de los años veinte son una expresión de la consideración y del asombro de los escritores ante el mundo moderno, de la euforia con la que se percibe, y de su propósito de realizar una obra ligada a su tiempo, al ritmo frenético de una época que se pretende captar a través de la palabra.

Esta nueva literatura rompe así con la tradición y el discurso literario vigente y se aleja de la melancolía y la bohemia, del sentimentalismo y del romanticismo que habían presidido buena parte de las propuestas literarias realizadas hasta ese momento.

3.1. El ultraísmo
El ultraísmo, la primera plasmación de las vanguardias en España, muestra, en su afán iconoclasta, un entusiasmo sin límites por lo nuevo y lo actual, por los diferentes aspectos de esa vida urbana –desde el maquinismo y los avances técnicos al cine o al jazz-, que se convierten así en una temática inédita que este movimiento poético explora en su afán de coetaneidad y de ruptura con el pasado, el localismo y la tradición. La poesía de vanguardia incorpora estos nuevos temas del mundo moderno a la vez que arrincona otros más tradicionales por un afán de novedad y de deseo de superación del pasado, pero también para evitar motivos que arrastraban un lastre sentimental y que provocaban emociones y reacciones previsibles y determinadas (Geist, 1980: 62).

Guillermo de Torre, uno de sus representantes más insignes, teorizará sobre
el deber de fidelidad del artista a su época, a su atmósfera vital, sobre el valor
de lo pasajero y del espíritu propio de cada momento histórico, para concluir que los poetas ya no se creen enviados de los dioses, ni portavoces de la inspiración divina, sino que “son, sencillamente, hombres de su tiempo” (Torre, 1925: 15 y 20). Esta reivindicación de la actualidad que se impone a una visión cerrada de la tradición, se manifiesta en el interés mostrado por la literatura del período de entreguerras por los nuevos lenguajes artísticos, entre ellos el jazz, y por el arte negro, en general10.

10. En los años veinte y treinta, como una manifestación más del cosmopolitismo y del pluralismo de culturas, se produce una negrofilia, que se manifiesta en el gusto por los bailes y la música afroamericana. Guillermo de Torre en su “Manifiesto Ultraísta Vertical”, publicado en… 1920 en la revista Grecia (nº 50), reivindica el retorno a las primitivas estructuras del arte negro (Citado por Barrera López, 1998). En otro artículo titulado “Del tema moderno como “número de fuerza”” (Mediodía, 1927), de Torre señala algunos elementos definitorios de las vanguardias y ataca a los que pretenden rehabilitar los valores y símbolos antiguos, sobre todo a “quienes después de haber flirteado con las locomotoras, el jazzband y el arte negro, más tarde, ya por debilidad o hastío, niegan el valor estético de lo moderno” (Citado por Brihuega, 1982: 214). En otro registro diferente, Lily Litvak señala que los artistas negros se pusieron de moda en Madrid y cita la letra de un charlestón de 1926, que pedía: “¡Madre, cómprame un negro, / cómprame un negro en el bazar! / que baile el charlestón / y que toque el jazz band. / ¡Madre, yo quiero un negro, / yo quiero un negro / en el bazar” (Litvak, 1993: 18).

Rafael Cansinos-Assens en su novela El movimiento V. P. (1921), ofrece una
visión paródica del ultraísmo, que no por descreída resulta menos interesante
como crónica de ese grupo poético, señala en varias ocasiones la presencia de
la música de jazz en las discusiones teóricas de los ultraístas. Así, por ejemplo,
Renato –personaje que representa a Vicente Huidobro-, cuando instruye a los
asombrados poetas de la novela en las claves de la modernidad, observa que
no es extraña su incomprensión pues para entenderla “es preciso haber estudiado el arte negro y haber visto los taubes y bailado mucho jazz-band” (Cansinos- Assens, 1998: 79). En una de las escenas más cómicas de la novela, el vate Senectus Modernissimus, tras su muerte, asciende en un aeroplano al paraíso que, de acuerdo con su conversión al movimiento ultraísta poco antes de morir, aparece transformado en “un salón de baile en el que se danzaban fox-trots, jazz-bands y toda clase de bailes cosmopolitas” (1998: 274). El movimiento V. P. es un libro exagerado, como también lo fue el ultraísmo, y paródico, pero constituye un retrato de este grupo de poetas, de su esdrújulo lenguaje plagado de neologismos incomprensibles, de sus disputas y, por lo que a nosotros respecta, de su consideración del jazz como una representación de la modernidad.

Por lo tanto, el jazz aparece en la poesía del movimiento ultraísta como un
símbolo más de los nuevos tiempos reivindicados por estos poetas. Hélices
(1923), del mencionado Guillermo de Torre, constituye un magnífico ejemplo de lo que acabamos de decir: las referencias al jazz están íntimamente ligadas a los múltiples elementos que conforman la mitología de la modernidad: a los rascacielos como elemento emblemático de la ciudad (“Jazz-band / Evocación de los rascacielos / que trepan hacia la luna”, se lee en el poema titulado “Trapecio”), a los aviones y las hélices, a las grandes metrópolis como Madrid, París y Nueva York y sus cabarets (en “Bric-A-Brac”, por ejemplo) y a los motores que “suenan mejor que endecasílabos” (“Diagrama Mental”).

Además, en estos textos se revela una concepción del jazz muy relacionada con las acrobacias y los ritmos salvajes, acelerados, sincopados y contrapuntísticos (en “Trapecio” y “Diagrama Mental”, por ejemplo). Hélices es un libro en el que el término “jazz” ocupa un lugar en el conjunto de un vocabulario (“Arco voltaico”, “Semáforo”, “Reflector”, “Aviograma”, “En el cinema”, son algunos de los títulos de los poemas) que pone de manifiesto la fascinación del escritor por las innovaciones que se introducen en las ciudades; por ello, la aparición del citado término quizá no sea necesariamente el reflejo de una afición por esta música, sino un recurso que debe interpretarse como un intento de ruptura con el pasado poético
más reciente11.

11. El uso del término se repite en otros poetas del movimiento ultraísta: Rafael Lasso de la
Vega califica al jazz-band como “músicas acrobáticas de los negros jocosos” (“Cabaret”, en la
revista Grecia, nº 38; citado por Barrera López, 1998); Xavier Bóveda menciona el fox-trot en un
poema de exaltación del automóvil (“Un automóvil pasa”, en Grecia, nº 13; citado por Barrera
López, 1998). Eugenio Frutos, en Prisma, su libro más relacionado con la vanguardia, escrito
entre 1926 y 1929, utiliza el término Jazz-band como título de la primera parte del poemario; la
cita pone de relieve el carácter emblemático del término como representación de una época en
la que la poesía, en palabras del propio Frutos, es un cocktail revuelto de jazz-band, ismos literarios,
arte deshumanizado y juegos (citado por Montaner Frutos-Serrano Asenjo, 1990: 36).

Un procedimiento usual de algunos poetas ultraístas es la utilización del término jazz-band para representar el sonido y el ruido, tanto de los fenómenos naturales como los propios de las nuevas urbes y de su desarrollo tecnológico.

Así, José Rivas Panedas denomina a la lluvia “Jazz Band en el cielo”, en referencia al ruido musical que produce sobre los tejados (“He de cortar ramas de sol”, Grecia, nº 43, 1920; citado por Barrera López, 1998), mientras que Lucía Sánchez Saornil –la única escritora adscrita al movimiento ultraísta, que firmaba como Luciano de San-Saor-, refiriéndose al sonido de los automóviles comienza su poema “Panoramas urbanos” (Ultra, nº 18, 1921) con los siguientes versos:
“La noche ciudadana / orquesta su Jazz Band / Los autos desenrollan / sus
cintas sinfónicas por las avenidas / atándonos los pies” (Sánchez Saornil, 1996:102).

No todos los poetas de la vanguardia muestran el mismo interés por la nueva
música y los bailes de moda: por ejemplo, Rogelio Buendía, un escritor relacionado con el ultraísmo andaluz, en “Elogio del vals” (1919), contrapone la delicada belleza de esta música al “fox-trot ruidoso / y el cojo one-steep (sic)” (citado por Barrera López, 1987: 101), dos de las modalidades de baile de origen afroamericano que se habían puesto de moda, marginando a los estilos más tradicionales como el vals. Buendía, de esta manera, se suma en su poesía a la visión crítica de los nuevos bailes introducidos por la música de jazz que se dio en varios sectores de la opinión pública, como hemos señalado en un apartado anterior dedicado a la polémica que suscitó la nueva música de jazz.

Una visión bastante más irónica y distanciada de la vida moderna cantada
por las vanguardias se encuentra también en un poema de Francisco Vighi titulado “Actualidad (Incoherencia)”. En una treintena de versos, el poeta encadena, con una sonrisa, datos de la actualidad política con otros de la literaria (“Riñen los ultras con los da-da”), sin olvidar las industrias químicas o automovilísticas, el fútbol y el jazz (“música esdrújula”), presentados con la visión festiva de quien no se tomó en serio ni su poesía, ni la vanguardia a la que supuestamente pertenecía.

Los últimos versos del poema son una muestra del contraste que existe entre la solemnidad y grandilocuencia de algunos vanguardistas más “serios” y un poeta como Vighi, que puede hablar de los mismos temas, pero con muchísima más gracia:
Pronunciamientos en Portugal
Industrias químicas; se fija el nítrico…
Maeztu quiere ser sacristán.
El Ford, Spengler, la T.S.F.
Música esdrújula de los jazz-band.
Y al foot-ball juega con el planeta
Pedro, portero intercelestial (Vighi, 1995: 124)12.

12. En esta misma línea, un tanto burlesca y distanciada, puede leerse un texto de Agustín Espinosa, “Mr. Bacchus: eglógrafo puro” (Poemas a Mme. Josephine, 1932), en el cual se juega con la mitología griega y la modernidad, convirtiendo a Baco en un barman y dancing-master, y a Pan en un negro de jazz-band en cuya flauta suena el charlestón (Espinosa, 1982: 7).

3.2. Ramón Gómez de la Serna: defensa del jazz con buen humor

La extraordinaria capacidad de observación y la particular mirada de Ramón
Gómez de la Serna, que convierten a su obra en una peculiar crónica reflexiva
sobre su época, no podía olvidar la novedosa presencia de la música de jazz en
los ambientes madrileños más modernos de la década de los veinte. Tras el disfraz de la humorada y el dislate, realiza una defensa de esta música y muestra un buen conocimiento de la misma, como queda de manifiesto en su “Jazzbandismo”, publicado en La Gaceta Literaria (nº 51 y nº 52), en 1929, y recogido luego en Ismos (1931).

Este texto fue utilizado, en parte, como conferencia de presentación de la
película El cantor de jazz (The Jazz Singer) en una tumultuosa sesión del Cineclub Español, en 1929; a este acto Ramón Gómez de la Serna acudió disfrazado, vestido de esmoquin y con la cara pintada de negro, con el fin de hacer más verosímil su intervención; el disfraz acaba convirtiéndose en una parodia de la propia película, ya que en ella su protagonista finaliza su periplo actuando en una revista de Broadway con la cara embadurnada de negro13.
13. Sobre los aspectos concretos de esta presentación, véanse Gómez de la Serna (1988:
463) y Gubern (1999: 285-286).

“Jazzbandismo” comienza con una serie de apreciaciones históricas sobre el
origen del jazz y su introducción en Europa, aspectos que el propio autor considera poco relevantes, pues, continúa, los elementos de interés de la nueva música radican en su capacidad de adaptación a la época, en su rebeldía y en la “mezcla libertaria” que lo define como una síntesis entre un componente de la tradición negra, que remite a lo selvático y a lo exótico, y otro que proviene de la ciudad moderna (Gómez de la Serna, 1931: 179). Este carácter dual de la música de jazz que, por un lado, recuerda su matriz sonora africana y, por otro, lo sitúa en el ámbito de la cultura urbana es una muestra de la lucidez de nuestro autor a la hora de juzgar y presentar esta nueva música como “abrazo de dos civilizaciones” (1931: 183): la negra, que remite a lo primitivo, y la de las grandes ciudades, que representa la modernidad.

En comparación con otras músicas, connotadas por un sentido más recóndito,
subterráneo, religioso, introspectivo y letal –los calificativos son del autor-, el jazz es una música que intenta “sacar el mundo a la superficie”, poner “en circulación al mundo” (Gómez de la Serna, 1931: 181). Frente al carácter individual, sereno y escondido de la música clásica, el jazz que nuestro autor conoce–una música de baile, no lo olvidemos– sería la representación de lo extrovertido, de la fiesta colectiva y de la alegría nocturna.

El jazz-band es, en fin, la música del movimiento, del presente ruidoso de las metrópolis, que contrasta con el silencio, la inmovilidad y la seriedad del pasado.

En su defensa del jazz-band, le adjudica incluso propiedades terapéuticas,
catárticas, de “desahogo de la vida moderna” (1931: 185), pues su alegría, algarabía y jolgorio cuestionan los principios de nuestra forma de pensar y actuar, y propician actitudes de ruptura con las normas y los prejuicios que, supuestamente, corresponden a cada grupo social:
Por el jazz-band se rompe la hipocresía social, y el hombre importante y enlevitado que está deseando dar el grito intempestivo del magistrado loco tiene consignado su grito en el conjunto […].

Las notas del jazz machacan toda nuestra lexicografía, nuestra ideología, toda
nuestra sentimentalogía. El martillo pilón de la orquesta jazzbandista deshace las piedras de nuestra alma, que son más difíciles de disolver que las de nuestro hígado (Gómez de la Serna, 1931:184-185).
En la medida en la que avanza, el texto va perdiendo seriedad argumentativa
para ganar en humor, ironía y carácter burlesco, por medio de la utilización
de imágenes y metáforas que rompen toda lógica, y a través de consejos, predicciones y descripción de situaciones que rozan lo absurdo. Por ejemplo, el autor recomienda a las madres que no acuesten a sus niños sin que hayan oído una pieza de jazz, a poder ser en el cabaret; o imagina que la música del fin del mundo, que derrumbará las ciudades y despertará a los muertos, no será interpretada por las clásicos clarines y trompetas, sino por un jazz-band (1931:195).

Al final de “Jazzbandismo” el autor describe un banquete literario, una reunión de intelectuales interesados en sus propios discursos, cuya hostilidad hacia el jazz-band es manifiesta, ya que pugnan con la música por hacerse oír, imponiendo el silencio a la orquesta durante sus alocuciones. Gómez de la Serna, por el contrario, pide que la orquesta toque su música mientras él lanza su discurso, con el fin de “intentar romper la hostilidad que hay entre el mundo y los escritores, y que es lo que más les separa del público viviendo en un divorcio por mutuos malos tratos y desdenes” (1931: 196). Ante la disconformidad que parecen sentir los intelectuales con el mundo exterior en la obra –en este ocasión, representado por la música de jazz-, el autor propone la compatibilidad y la mezcla, pues en definitiva tanto los brindis oratorios del banquete como la música de jazz con la que pugnan no son sino dos espectáculos y, en todo caso, concluye Gómez de la Serna con ironía, habrá que levantar la voz lo suficiente para poder vencer el sonido de la orquesta.

El jazz, una música y un baile de moda, se convierte así en caracterización de la vida mundana que los intelectuales contemplan con extrañeza, actitud que el autor, al menos teóricamente, no comparte, puesto que puede “añadirle estímulo y acicate” al escritor (1931: 197).

Más allá de la ironía y la burla, este texto pone de manifiesto el interés de
Gómez de la Serna por la música de jazz y por la dualidad que la conforma: por un lado, su origen remoto que nos traslada al mundo primitivo y africano, y, por otro, su plasmación en la urbe moderna y cosmopolita, en la que se convierte en una representación de las nuevas modas y de los lenguajes artísticos de vanguardia.

3.3. La prosa de vanguardia

El escenario de la narrativa de vanguardia del período de entreguerras es
también la ciudad cosmopolita, que se constituye en una representación espacial de la modernidad. Como ha señalado Víctor Fuentes:
Las novelas vanguardistas se estructuran sobre la vida urbana moderna, su dinamismo maquinista y su estridente cosmopolitismo: aglomeraciones de gente, automóviles, bancos, hoteles, bares, cinematógrafos, anuncios luminosos, dancings, música de jazzband, hay en ellas todo un costumbrismo de lo moderno (Fuentes, 1983:59).

En efecto, las novelas de los años veinte reflejan la nueva fisonomía del
escenario urbano y las costumbres de sus habitantes, pero lo hacen además
con un espíritu alegre y divertido y con un optimismo eufórico que sólo se aplacará en los años treinta, cuando se vislumbren los aspectos negativos y alienantes del mundo industrial y cuando remita la frivolidad ante la omnipresencia de los conflictos sociales y políticos. A esta temática, que presenta los aspectos más novedosos de la vida urbana, hay que añadir una intención formal de ruptura de las convenciones del género novelístico, tanto en su estructura como en la creación de los personajes y en el tratamiento del tiempo y del espacio (Pino, 1999: 491).

Una revisión de algunos de los autores y novelas de esta época confirman la
presencia del jazz en un ambiente urbano y una cierta repetición de los tópicos
con los que esta música se define: ruido, alboroto, confusión y síntesis de lo salvaje y lo civilizado. Como ha señalado Patrick (2008: 559), el jazz en estas novelas cumple un “papel en la conceptualización vanguardista del medio urbano” y es un “emblema de una relación dialéctica entre primitivismo y modernidad”.

La obra narrativa de Francisco Ayala escrita en esta década –El boxeador y
un ángel (1929) y Cazador en el alba (1930)– expresa la atmósfera de esta época y el interés del escritor por captar la nueva sensibilidad vanguardista, en cuya cosmovisión destaca la fascinación ante la técnica, la nueva fisonomía de las ciudades y las últimas modas. Así, “Polar estrella” (1928) es un relato dedicado al cine y a una de sus figuras, en el que no faltan menciones a las fábricas como nuevo paisaje industrial y a la música de jazz, que se cita relacionándola con el arte cinematográfico: “¡Polar, estrella de cine! ¡Belleza imposible, lejana y múltiple!

En las salas de todo el mundo su canción muda atraía hacia el borde de la
pantalla el oleaje admirativo, reiterado del jazz” (Ayala, 1973: 289). En otros relatos, como “Medusa artificial” (1928) y “Cazador en el alba” (1930), se reitera el carácter urbano del jazz –“Ella andaba siguiendo el ritmo del jazz urbano […]” (1973: 298)– o se utiliza esta música como un elemento imaginario del lenguaje para la descripción del ruido omnipresente en la ciudad: “El jazz golpeaba en todas las claraboyas y sonaba en los teléfonos de todas las habitaciones” (1973: 321). La primera narrativa de Ayala es deudora de la sensibilidad vanguardista y se muestra seducida por los nuevos elementos de la urbe contemporánea; en los relatos señalados, el jazz ocupa un lugar en la literaturización de la ciudad, en una presentación de la misma que tiende a fundir la música con el medio urbano (Patrick, 2008: 561).

Los cuentos y novelas de Benjamín Jarnés constituyen también un cuerpo
narrativo de gran interés para el análisis de la prosa vanguardista de la época
que tratamos. Para el estudio de la temática que nos ocupa, la presencia del
jazz, nos centraremos únicamente en dos obras: Paula y Paulita (1929) y “Bílbilis” (1944), una novela y un cuento relacionados, pues se cree que el segundo, a pesar de su publicación tardía e independiente, se escribió mucho antes para una proyectada segunda edición de la primera (Herrrero Senés-Ródenas de Moya, 2002: 374).

Además de algunas referencias en las que el jazz-band aparece mencionado
en relación con el bocinazo de un auto en el silencio de un paisaje rural o como representación de lo exótico (Jarnés, 1929: 36 y 135), lo más interesante y novedoso de las obras referidas es que en ambas el jazz se utiliza como elemento representativo de la modernidad en sendos diálogos sobre los paisajes arquitectónicos: en la novela, ante una antigua y ruinosa abadía cisterciense medieval, uno de los personajes, Mr. Brook, contrario a las reconstrucciones y a las nostalgias que producen las ruinas, afirma: “Yo traería aquí un magnífico jazzband, y, a golpes de bombo, haría derruir lo que queda de esta fábrica maltrecha” (1929: 158); por el contrario, en el relato, el doctor Cuevas, un obsesivo arqueólogo amante de las piedras y las ruinas, se opone a la propuesta de Mr. Brook de crear una ciudad en la que lo nuevo se infiltre en lo viejo, con las siguientes palabras:
– ¡No, no! Por ese camino se llega al jazz-band arquitectónico, a lo abigarrado y confuso. Preferiría, por ejemplo, que acordonasen Toledo, que la aislasen de todo lo actual, que quedase allí sola y venerable en toda su augusta belleza. Cada ciudad tuvo su tiempo. Un cabaret en Toledo, ¿no constituye una terrible profanación? (Jarnés, 2002: 297).

En ambos casos, a pesar de lo enfrentado de las posiciones, los personajes
conciben el jazz como una “expresión de las disonancias iconoclastas de la edad moderna” (Cano Ballesta, 1999: 233), con la fuerza suficiente para destruir los vestigios del pasado, de acuerdo con Mr. Brook, si bien no puede librarse de los tópicos que lo identifican con la confusión y la estridencia, algo que se repite de forma constante en la literatura de esta época.

Luna de copas (1929), de Antonio Espina, es una novela que se inicia con
una clara oposición entre el paisaje rural y un automóvil que circula por él a gran velocidad, y que proporciona a su conductora, Silvia, una visión inédita de contemplación de la naturaleza. La perspectiva se fragmenta y las sensaciones vertiginosas se suceden, mientras en el silencio, de acuerdo con la metáfora del autor, “bailan las cosas, con la música mezcla de jazz-band y de petardo de motor, y (en la noche) brillan luces como lentejuelas” (Espina, 2000: 149). El automóvil y el jazz, como representación de las novedades de los avances técnicos y de la ciudad cosmopolita, adquieren en esta novela una relevancia aún mayor, al ser presentados fuera del ambiente urbano y en oposición a una naturaleza que ya no se percibe en estado puro sino mediatizada por la velocidad y el ruido, de los motores y de las nuevas músicas.

La Venus mecánica (1929), de José Díaz Fernández, es una obra cuya peculiaridad más importante es el intento de compatibilizar el vanguardismo y la preocupación formal con un interés por la problemática humana y social. La novela presenta de forma crítica un retrato del ambiente social del Madrid de la dictadura de Primo de Rivera y denuncia, a través de las peripecias de sus protagonistas, la falsedad, la corrupción y la sensación de vacío ante la superficialidad del ambiente cosmopolita. El capítulo VI de la obra se desarrolla en un cabaret en el que aparecen entremezclados los tanguistas, el jazz-band y la juventud de vida ligera que admira a aviadores, automovilistas y toreros.

La intención crítica del autor determina la descripción del grupo de jazz, que no escapa al tópico de música de baile ruidosa que remite a un primitivismo salvaje:
Hasta el “jazz-band” pareció tomar más brío. Los negros multiplicaban sus alaridos, sus gritos, sus contorsiones del Far-West, como si estableciesen un diálogo primitivo con el bestiario de las dehesas y los espacios libres (Díaz Fernández, 1929: 46-47).

Hermes en la vía pública (1932), de Antonio de Obregón, es una novela sobre
el negocio de la industria musical, cuyo protagonista Hermes, el modelo del nuevo capitalista, es el jefe de una empresa de grabación musical y de fabricación y venta de gramófonos. La música se convierte así, no sólo en una representación de las nuevas formas de la cultura contemporánea, sino también en el modelo de las nuevas posibilidades industriales que la época proporciona a los emprendedores, cuyo paradigma es el capitalista que protagoniza la novela. No faltan las grabaciones de música de jazz, presentadas con la conocida argumentación de ser un ejemplo de síntesis entre el primitivismo de su origen salvaje y los avances de la moderna civilización urbana:
¡Oh, el Jazz!… Posee el misterio de las danzas totémicas, el fragor de las más apartadas hordas humanas, junto al estampido perfeccionado de nuestra civilización… ¡Oh, Nueva York! (Obregón, 1932: 183).

No obstante, la novela refleja un cierto desencanto del autor, no exento de ironía y cinismo, ante la ciudad y un modelo de civilización y de progreso económico que se considera fallido, después del crack bursátil de Nueva York; sus palabras sobre el jazz –”hordas humanas”, “estampido”– quizá deban interpretarse como un elemento más de la crítica a la masificación y pérdida de la individualidad que asoman en determinados pasajes de la novela.

Ernesto Giménez Caballero, en Julepe de menta (1929), presenta una visión
de América fundamentada en la dicotomía entre el Norte y el Sur,representada
en “Una América y otra” por dos músicas: el jazz y el charlestón, y el tango. Las primeras se asocian con el siglo XX, los rascacielos, el cine, las nuevas ciudades y la raza negra; la segunda, con el siglo XIX y el indio. De esta manera, el autor introduce un proceso de identificación entre el jazz y la urbe cosmopolita norteamericana, que se convierte en un modelo ideal de la modernidad. No obstante, Giménez Caballero concluye, de manera optimista, proponiendo la posibilidad de una convivencia –que ya se daba en los locales de la época-, ya que en ambos casos se trata de música de baile: “Tango y jazz: la América del Sur y la América del norte, enlazadas por la cintura. Como lo que son: una pareja de baile. Sobre el tablado oceánico” (Giménez Caballero, 1929: 87).

Como puede verse, la presencia del jazz en diferentes obras de la prosa de
vanguardia es importante y constituye una muestra de los lugares comunes con los que se identificaba el jazz en la década de los veinte: el ruido y el alboroto como caracteres más señalados y la síntesis entre lo salvaje y lo civilizado como definición más extendida.

4. LA GENERACIÓN DEL 27 Y LA MÚSICA DE JAZZ

A pesar de que algunos escritores de la Generación del 27 fueron aficionados
al jazz, la presencia de esta música en su obra es bastante escasa, sobre
todo si sólo consideramos la nómina oficial de poetas que suele incluirse bajo
ese marbete. En cualquier caso, hay algunos textos en prosa de interés, como el que estudiamos de Jorge Guillén, y, si abrimos el concepto de Generación del 27 a su entorno, encontramos obras, como Jacinta la Pelirroja de José Moreno Villa, en las que el jazz se convierte en un eje estructurador14.
14. Sobre la relación del jazz con los poetas de la generación del 27, es de interés el trabajo
de Jiménez Millán (2000).

4.1. Jorge Guillén: la crítica del jazz como un icono de la vanguardia

La música de jazz, junto con otras expresiones artísticas como el cine, se convirtió, como hemos visto ya, en una de las novedades aceptadas y reivindicadas por los movimientos de vanguardia del primer tercio del siglo XX. Como una voz discordante, en relación con este supuesto, aparece la figura de Jorge Guillén, cuyo trabajo como lector de español en la Sorbona (1917-1923) le permitió ser testigo directo –no por ello menos distanciado– de los gustos y las modas imperantes en el París de esa época. De su visión sarcástica e irónica nos han quedado sus colaboraciones en prensa como corresponsal de La Libertad, medio para el que Guillén escribió una crónica semanal de asuntos muy variados, entre los que nos interesan, para el tema aquí tratado, dos artículos dedicados a la música de jazz.

En efecto, “Negritos” (17-6-1921) y “Más negritos” (1-7-1921) son dos textos
en los que, con la excusa de la reseña de un concierto de la American Southern
Syncopated Orchestra en los Campos Elíseos, el poeta realiza una serie de consideraciones críticas sobre las vanguardias y su estima por el arte negro como elemento de renovación:
Poetas, músicos y pintores de hoy invocan al arte negro como a manantial de renovación. ¿Por qué no? ¿Quién podrá afirmar: el “ultra” no amanece por ese falso Levante? ¿Dónde está el Levante? ¿Dónde no está el Levante? (Guillén, 1999: 87).

La respuesta está implícita en la pregunta y el objetivo de estos artículos es
demostrar la falsedad de ese nuevo faro que ilumina el arte vanguardista. Para
ello Guillén recurre a una visión burlesca del grupo de jazz cuya actuación es
objeto de comentario: los diminutivos de los títulos de los artículos no son sino un anuncio de su contenido, que arranca con una ridiculización de algunos aspectos extramusicales, como el esmoquin o la sonrisa blanca de los músicos negros. La crítica propiamente musical identifica el jazz con un arte primitivo, prehistórico, caracterizado por la brusquedad, las líneas quebradas, la descomposición y por la ausencia de toda fluidez; se trata de una música, continúa Guillén, que se percibe en “volúmenes compactos”, cuya descripción espacial sería la recta, en contraposición a la sutileza de las “metáforas de incorporeidad” y la complejidad que representa la curva, elementos presentes en “la música que solemos oír” (Guillén, 1999: 89-90). En otras palabras el autor enfrenta dos modos: uno, representado por el jazz, carente de fluidez, áspero y tosco; el otro, por la música clásica, sutil, sugerente y delicado.

Este primitivismo genérico que Guillén adjudica al jazz adquiere rasgos de
animalidad cuando se detiene en el solo de trombón, cuya interpretación se define por medio de “bufidos”, “aullidos discordantes” y “alaridos que asetean el techo del teatro”. Esta forma de tocar el instrumento se concibe como el polo opuesto del ideal de la música clásica: “¿No es todo ello la antítesis de las sinuosidades que perfilan los arcos sobre los instrumentos de cuerda o de la túnica combada por el viento que sopla en los instrumentos de viento?” (1999: 90-91).

El autor considera que el espectáculo que presencia es cómico por lo caricaturesco de las gesticulaciones, de los bailes y de la algarabía de los músicos. Este aspecto externo es un componente más que contribuye a la desarmonía que reina en la música de jazz, identificada en última instancia con la mecanización del movimiento y del sonido: “motores, émbolos y embolismos bajo la gran marquesina reinante” (1999: 91).

Tras esta valoración negativa del jazz, Guillén vuelve nuevamente al objetivo
principal de sus artículos que no es tanto ofrecer una crítica musical, sino servirse de la misma para atacar el arte de vanguardia, en tanto que defensor del arte negro, en general, y del jazz en particular. Sus palabras son concluyentes:
Lógico es, por ende, que el arte actual de vanguardia, tan amigo del arte negro,
se resuelva a la postre en chocarrería bufa de guiñol. En uno y otro caso, la más infantil materialización automática (1999: 91).

4.2. José Moreno Villa: el jazz como representación del amor distante

José Moreno Villa es un poeta cuya obra se sitúa en la transición entre el espíritu del fin de siglo y las innovaciones vanguardistas del 27: sus primeros libros son deudores de la estética finisecular y proponen una poesía reflexiva, simbólica y con implicaciones filosóficas, mientras que los escritos posteriores a 1924, sobre todo Jacinta la pelirroja (1929), son textos que se sitúan de lleno en el panorama literario de los nuevos poetas.

Las referencias a la música de jazz que se encuentran en su obra están directamente relacionadas con la ciudad de Nueva York y con una experiencia amorosa que constituye el sustrato biográfico del mencionado libro. En 1927, Moreno Villa conoce a una joven neoyorquina (Florence, en la realidad; Jacinta, en sus versos) con la que vive una apasionada historia de amor y con la que proyecta casarse; los padres de la joven les proponen un viaje pagado a Nueva York con el fin teórico de conocer al pretendiente, pero con el objetivo claro de enfrentarse a los proyectos de su hija y de impedir la boda.

Jacinta la pelirroja (1929) es un libro de poemas fruto de esa experiencia
amorosa, cuya principal novedad es el tono empleado, alejado de la habitual
retórica romántica y sentimental, y escrito con la intención de alcanzar el punto de vista de un espectador irónico y escéptico, objetivo que se logra a medias, porque inevitablemente asoma el dolor de la ruptura15.
15. En su autobiografía, Vida en claro, Moreno Villa señala: “Jacinta la Pelirroja es un libro auténtico porque brota de una experiencia absolutamente concreta y personal; la de mis amores con Jacinta” (Moreno Villa,1976: 145).

De ese viaje surge también un libro en prosa, Pruebas de Nueva York, formado por una serie de artículos en los que el autor transmite algunas de sus impresiones sobre el modo de vida americano y sobre la gran ciudad en la que transcurre su estancia. La música de jazz es, según Moreno Villa, uno de los elementos que unifica la fisonomía del país americano: “No puedo figurarme cómo serían los Estados Unidos sin jazz”, afirma de forma categórica. El negro, continúa el autor, ocupa el estrato más bajo de la sociedad, pero a través de su música influye sobre el modo de vida yanqui, pues ese jazz sincopado, quebrado y enervante –son calificativos del escritor– se ha impuesto como música de baile para toda la sociedad y ha triunfado por su naturaleza eléctrica y embriagadora (Moreno Villa, 1927: 66).

Esa definición del jazz como un aspecto de la identidad negra que se incorpora
a la sociedad y se integra como un elemento de su fisonomía, vuelve a aparecer en su poesía estrechamente ligada a la figura de su pretendida.

Jacinta la pelirroja es un libro en el que, como se ha señalado (Salvador, 1978: 355), ante todo se contraponen dos formas de amar, dos maneras de vivir el erotismo, en definitiva, dos mundos: por un lado, el ardor y la implicación del amante, relacionado de forma ritual con el toro y la sangre; por otro, la frialdad y la distancia de la amada, representadas por abismales paisajes nevados. El poema “¡Dos amores, Jacinta!” resulta sumamente significativo en esta contraposición:
Mira el amor sangriento
y el amor nevado.
El torillo-amor con su flor de sangre
y el amor-alpino, de choza, nieve y barranco (Moreno Villa, 1998: 322).

Las referencias a la música de jazz aparecen siempre unidas con la figura de
Jacinta y constituyen un elemento connotativo que acentúa las distancias entre
dos formas de vivir la pasión amorosa, idea que acaba trasponiéndose a una
antagonismo genérico entre Europa y América, entre la tradición y la modernidad, entre el amante clásico y una joven desenvuelta y sin prejuicios.

Los primeros versos del poema que abre el libro, “Bailaré con Jacinta la pelirroja”, reflejan el intento del amante por acercarse al mundo de su amada, en el que el jazz es una representación del modo de vida americano:
Eso es, bailaré con ella
el ritmo roto y negro
del jazz. Europa por América (Ibid., 1998: 307).

Esta misma idea se vuelve a repetir en “Causa de mi soledad”, en el que el
poeta propone el ideal de sus oficios y ocupaciones, para terminar la estrofa con el conocido par “amante-torero”. Sin embargo, como si todo lo soñado resultara insuficiente para superar el sentimiento de soledad que le embarga, recuerda en última instancia la posibilidad de ser un cantante de jazz, una música que percibe como lejana y que, sin embargo, lo acerca a su amada:
Quisiera morir habiendo
sido poeta, carpintero,
pintor, filósofo, amante y torero.
¡Ah! y cantor negro
de un jazz que siento
a través de diez capas del suelo (Ibid., 1998: 328).
La historia amorosa de Moreno Villa con Florence-Jacinta revive a los diez
años de la ruptura mencionada, en un breve reencuentro que queda plasmado
en alguna de sus poesías, sobre todo en la titulada, de forma muy significativa,
“Otra vez”. El reconocimiento del ser amado, el recuerdo de los gozos y el dolor de la historia pasada, se sintetizan en dos músicas: la negra y el cante jondo, representación de dos mundos, de dos formas de entender el amor:
Otra vez delante de mí.
¿Dónde te vi por última vez?
Reconozco tus alas, tu mano,
que me levantaron, me llevaron,
entre luces y sombras,
por prados y pedregales,
por lagos y ventisqueros,
sin ver ni pensar,
en un remolino azul
de música negra y cante jondo,
en una espiral luminosa
que soñé sin fin (Ibid., 1998: 616).

Jacinta, con “su casa rectilínea” para la que “compra un Picasso” (1998: 316), con su aspecto elástico y deportivo, con su gusto por el teatro ruso, es la
representación de la modernidad que sufre y admira el poeta. La música de jazz no es sino un componente más de ese mundo inaprensible, no por ello menos deseado.

4.3. El jazz: ausencia y presencia en algunos poetas del 27

El jazz fue una música que cautivó a algunos de los poetas de la Generación
del 27, sobre todo a los más ligados a la Residencia de Estudiantes. Dalí, en su
Vida secreta, recuerda las salidas nocturnas de un grupo, entre los que se
encontraban Buñuel y García Lorca, al Club del Rector, local situado en el hotel Palace, que programaba habitualmente actuaciones de jazz, donde los jóvenes residentes descubrieron esta nueva música (Dalí, 1993: 200). Buñuel señala en sus memorias que se quedó también fascinado, hasta el punto de que llegó a comprarse un gramófono y varios discos de jazz que escuchaban en grupo, e incluso empezó a tocar el banjo (Buñuel, 1992: 80). En fin, Luis Cernuda también manifiesta en su correspondencia un interés por esta música, al igual que García Lorca, que frecuenta clubes de jazz de Harlem en su viaje a Nueva York (Gibson, 1998: 61) y establece, tal y como se puede leer en alguna de sus cartas, un paralelismo entre el jazz y el cante jondo (García Lorca, 1997: 626), lo que ha permitido lecturas de Poeta en Nueva York que ponen su acento en la relación entre los gitanos y los negros, entre el flamenco y la música de jazz, aunque en el mencionado libro las referencias a esta última sean bastante indirectas16.
16. Véanse por ejemplo Ortega (1986: 145-168) o Rabassó-Rabassó (1998: 341-375).

El interés por el jazz que muestran estos poetas contrasta con la escasa presencia de esta música en su obra literaria, limitada a unas pocas menciones en las que el jazz aflora como una corriente subterránea que influye en la inspiración, en la elección de algunos títulos o en la temática de ciertos poemas. Por ejemplo Cernuda, en Historial de un libro (1958), habla de sus fuentes de inspiración, de la relación de las mismas con su obra y de la dificultad de su plasmación en la expresión escrita, de su anhelo por “hallar en poesía el “equivalente correlativo” para lo que experimentaba, por ejemplo, al ver a una criatura hermosa […] o al oír un aire de jazz”; el intento de “darles expresión”, en ocasiones fracasado, sería una forma de satisfacer la intensidad con que esas experiencias, visuales y auditivas, se interiorizaban (Cernuda, 1994: 632). También en algunas de sus cartas se manifiesta su temprana afición por el jazz17; ahora bien, su interés por esta música queda restringido a la primera etapa de su carrera literaria y, de manera especial, a sus meses de estancia en Toulouse, en 1928. Tras la Guerra Civil, como señala Lamillar (2000: 34), “las referencias al jazz se desvanecen y son sustituidas por la música clásica, que a partir de los años ingleses va a tener mayor importancia en su vida y a aparecer con mayor frecuencia en su obra”.
17. Por ejemplo, desde Toulouse envía unas líneas (12 de noviembre de 1928) a su amigo
Higinio Capote, en las que sintetiza su estado de ánimo lleno de tristeza en cuatro términos: crepúsculo, niebla, sherry y jazz. En otra carta, enviada a Luis Sánchez Cuesta (2 de enero de 1929), le informa de la compra de un aparato de música para escuchar fox, charlestón, valses y tango (Cernuda, 2003: 101 y 110).

La música de jazz fue también un elemento de inspiración para la escritura
de alguno de sus poemas; por ejemplo, “Quisiera estar solo en el Sur” (Un río,
un amor) fue interpretado, erróneamente, por Fernando Villalón como una evocación nostálgica de su tierra andaluza. El escritor aclara, en carta a Higinio Capote, que el origen de ese texto se encuentra en el título de un fox-trot y que, por lo tanto, no se refiere al sur de Andalucía, sino al de Estados Unidos (Cernuda, 2003: 119 y 127). En Historial de un libro (1958) vuelve a reiterar su explicación:
Dado mi gusto por los aires de jazz, recorría catálogos de discos y, a veces, un título me sugería posibilidades poéticas, como este de I want to be alone in the South, del cual salió el poemita segundo de la colección susodicha [se refiere a Un río, un amor], y que algunos, erróneamente, interpretaron como expresión nostálgica de Andalucía (Cernuda, 1994: 635).

En la obra de Vicente Aleixandre, quien al parecer se aficionó al jazz a través
de Cernuda, las referencias a esta música son también puntuales; el jazz que
Aleixandre conoció era un música para bailar y, como tal, su presencia en su obra poética quizá deba interpretarse en el conjunto de los diferentes bailes que en ella aparecen: el carácter trágico del baile jondo se opone al sabor popular de la verbena y la modernidad del jazz o del fox (Recalde Castells, 2009: 196). En “Superficie del cansancio” (Pasión de la tierra) hay una petición por parte del yo poético de una pieza jazzística: “El aire está poblado de cintas que se enredan cada vez más a cada ondeamiento de tus manos en desmayo. A ver, ¿no hay por ahí un jazz?” (2001: 197). Duque Amusco, uno de los principales intérpretes de la obra de Aleixandre, considera que la complejidad de la prosa de Pasión de la tierra “armoniza su negro horror al vacío […] con las variaciones y repentizaciones propias del swing o del jazz-band” y que su fluido ritmo es deudor de la improvisación jazzística.

También señala que Espadas como labios se tituló inicialmente Cantando en las Carolinas, un nombre inspirado en el título de ciertas piezas de fox y de swing (Cernuda, 2001: 1516 y 1518).

En la poesía de Pedro Salinas se encuentra una mención a la música de jazz
en un conocido poema dedicado a la ciudad de Nueva York: “Nocturno de los avisos” (Todo más claro y otros poemas, 1949); a pesar de su fecha tardía en relación con el resto de poemas aquí tratados, lo incluimos por considerar que la presencia del jazz está ligada también a la urbe cosmopolita, si bien su visión de la misma es bastante descreída. Se trata de un texto de carácter discursivo en el que el autor realiza una crítica de la ciudad moderna y, más en concreto, de la publicidad que ilumina sus noches, contraponiendo las falsas ilusiones de aquella a la luz suprema de una trascendencia que se identifica con lo astral y lo divino.

El mundo deshumano y mercantilizado se representa por los anuncios luminosos que invitan al consumo de tabaco (Lucky Strike), whisky (White Horse), refrescos (Coca-Cola) o de espectáculos musicales de bailarinas y coristas que, a ritmo de jazz, pretenderán transmitir a su público gozo y alegría, aun a sabiendas de la falsedad de su propuesta. El jazz forma parte de una mitología urbana, que Salinas contrapone a la mitología clásica (Arcadia, Pegaso y Afrodita) y a la verdadera luz que proporcionan las estrellas y constelaciones como “publicidad de Dios” y “anunciadoras de supremas tiendas” (Salinas, 2000: 783). De esta manera, para Salinas el jazz se convierte en una representación más de un mundo deshumanizado, que él intuye tras el espejismo de la sociedad americana de consumo18.
18. En el poema “Font-Romeu, noche de baile” (Fábula y signo, 1931) hay también una referencia al foxtrot.

Entre los poetas relacionados con la Generación del 27 destaca, para el tema
aquí tratado, la figura de Concha Méndez y sobre todo sus primeras obras,
Inquietudes (1926), Surtidor (1928) y Canciones de mar y tierra (1930), en las
que la autora muestra su interés por el ámbito urbano y la modernidad, con poemas dedicados a los deportes, al cine, a los automóviles y a los aviones, a los rascacielos y escaparates, y a la música de jazz. Estos libros se convierten en un ejemplo de un vanguardismo cercano a los presupuestos ultraístas, si bien, como contrapunto, no faltan en los mismos algunos elementos del neopopularismo.

Por otra parte, la presencia de la música y de su terminología particular
(sinfonía, acordes, melodía, balada, canción, violines…) es constante en estos
primeros libros en los que la búsqueda de la sonoridad y del ritmo parece un
objetivo claro de la autora. En este contexto general de manifestación del espacio urbano y de la música deben situarse los poemas con una presencia del jazz, como el titulado precisamente “Jazz-band”; la visión que transmite de esta música es similar a la de la vanguardia antes descrita: es una música urbana, ligada a los rascacielos, que se percibe como un “ritmo cortado”, con “acordes delirantes” y que se relaciona con lo exótico. En “Cinelandesco” (Surtidor) el jazz aparece nuevamente en relación directa con el cine, los anuncios luminosos y el deporte, es decir, ligado al nuevo paisaje urbano, mientras que en “Día de agosto” y “Dancing” (Canciones de mar y tierra) se incide en el aspecto rítmico del jazz y del foxtrot19.
19. En un poema de Ernestina de Champourcín, titulado “Atardecer”, publicado en La Gaceta
Literaria en 1927, el silencio del atardecer aparece roto por los automóviles que se dirigen al
baile del Ritz, donde les espera “un jazz que devora su propia estridencia” (Díez de Revenga,
1998: 629).

Como puede verse, la presencia del jazz en la Generación del 27 y los poetas
relacionados con ella es desigual: excepto en los casos de Guillén, que utiliza
esta música como estandarte para cuestionar la modernidad y las vanguardias,
y de Moreno Villa, que identifica el jazz con la vida americana y lo convierte en un eje de la traslación literaria de su desengaño sentimental, la aparición de
este género musical es muy puntual y más palpable en aquellos textos con ecos de los movimientos de vanguardia, que como se ha indicado mencionan el jazz ligándolo a la ciudad cosmopolita y los avances técnicos de una nueva época, de la que su literatura se reclama un testigo privilegiado.

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La sociología poscolonial. Estado del arte y perspectivas

La sociología poscolonial. Estado del arte y perspectivas1
Sérgio Costa, Manuela Boatcă

La sociología poscolonial. Estado del arte y perspectivas
Estudios Sociológicos, vol. XXVIII, núm. 83, mayo-agosto, 2010, pp. 335-358 El Colegio de México, A.C. Distrito Federal, México

Giros y regiros. Sobre la utilidad de los cambios de paradigma

Tanto en su propia concepción en cuanto campo académico como en su demarcación respecto de otras ciencias sociales, la sociología está inseparablemente vinculada a su objeto de investigación: la modernidad.

Las disciplinas en las cuales el mundo occidental servía tanto de sujeto parlante como de objeto de estudio fueron resultado de la división intelectual del trabajo que surgió en la Europa occidental hacia fines del siglo xix. A cada una de las supuestamente autónomas esferas de actividad humana consideradas características del mundo moderno -el mercado, el Estado y la sociedad (civil)—-se le asignó un campo académico, lo que arrojó la creación de las ciencias económicas, la ciencia política y la sociología (véase Wallerstein, 1999: 2).

En cambio, la antropología y los estudios orientales eran las que tenían la
consigna de explicar por qué el resto básicamente, la periferia no europea
no era o no podía ser moderno.

Esta distribución geopolítica de las tareas académicas en función de su
pertinencia para la modernidad occidental ha sido válida durante toda la existencia institucional de la sociología. Este acuerdo (ahora tácito) de la división académica del trabajo sigue allanando el camino para la investigación actual.

Mientras la antropología comenzó su existencia institucional ocupándose del mundo no europeo como ejemplo de lo “premoderno” y en consecuencia incorporó tanto las relaciones coloniales como los desarrollos poscoloniales relativamente pronto a su campo de investigación,2 una sociología de espectro global que vaya más allá del marco analítico de los Estados-nación modernos del mundo occidental(izado), todavía se ve en la necesidad de legitimarse.

1 Este artículo representa una versión corregida y ampliada de un texto publicado originalmente en alemán (Boatcă y Costa, 2010). Agradecemos a los dictaminadores anónimos de Estudios Sociológicos sus importantes sugerencias y comentarios críticos, los cuales han sido incorporados, en la medida de lo posible, a la presente versión.

Dado que los países colonizados o totalitarios no se hallan en la vía
hacia la modernidad, durante mucho tiempo se les negó la condición de objetos válidos para el análisis sociológico; a su vez, tras conquistar su independencia, se les permitió convertirse en receptores de teorías sociales europeas y norteamericanas, pero no en lugares productores de tales teorías.

Por ello, la globalización de la sociología en cuanto disciplina se considera a menudo como (o se le reduce a) la implementación exitosa del modelo occidental en contextos nacionales receptores:
Levantando el vuelo desde sus bastiones en Alemania, Francia y Estados Unidos, la sociología clásica se diseminó por todo el mundo, en todos los lugares en que cobró prominencia la idea de sociedad como la creación de un estado-nación.

(…) Al mismo tiempo, porque se halla atada al estado-nación y a la existencia
de una sociedad civil que tiene autonomía dentro del marco del estado-nación, la sociología estuvo ausente en los países colonizados así como en aquellos donde los líderes tradicionales seguían en el poder. (Touraine, 2007: 185 y s.)

Pese a los distintos énfasis en las diferentes culturas nacionales de la academia
y pese a sucesivos cambios epistemológicos y metodológicos de paradigma, como el giro cultural o el espacial, poco ha cambiado en términos
de este estrechamiento analítico (auto-impuesto) de la mirada sociológica.

Con estos antecedentes, hablar de una sociología poscolonial parece más bien una especie de contradicción en los términos.

Defender un giro poscolonial como una tendencia más sería, en nuestra
opinión, igualmente equivocado. Más que un cambio de paradigma, nos
interesa rastrear los orígenes del giro colonial que precedió a la institucionalización de la sociología y que hasta ahora ha impedido la emergencia de una sociología global de los contextos coloniales, neocoloniales y poscoloniales.

Por medio de ejemplos tomados de cada uno de los tres niveles de análisis
sociológico —el macro-, el meso- y el micro-estructural—, en lo que sigue nos proponemos señalar las correcciones necesarias que una sociología sensible a la poscolonialidad puede realizar en los diagnósticos de la teoría social actual.

2 No quiere decir esto que la antropología haya abordado aceptable o críticamente las relaciones coloniales de poder siempre, sino que el tratamiento (por más defectuoso) de los contextos coloniales fue parte íntegra de su auto-definición como disciplina académica lo cual no es el caso de la sociología. Acerca de la complicidad de la antropología con las políticas colonialistas y el arraigo de la perspectiva antropológica en las prácticas coloniales, véanse Asad (1973) y Fabian (1983).

Esto implica de entrada la tesis de que la sociología poscolonial en sí
misma no representa una aproximación que internamente se contradiga, sino
que se trata de una aproximación que se ha retrasado demasiado y necesita
una sistematización programática. Antes de atender el segundo aspecto, es necesario realizar una elucidación terminológica.

Por una parte, ¿qué es lo que hace que las teorías poscoloniales sean particularmente apropiadas para nutrir el conocimiento sociológico? Por otra, ¿qué es lo que hace útil al poscolonialismo en cuanto perspectiva explícitamente sociológica?

¿Por qué sociología poscolonial?

El giro posmoderno así como el posestructural colocaron la contingencia del conocimiento cultural e histórico, la construcción discursiva y el fin de las metanarrativas sociales y modernas, en el centro del escenario de los debates de las ciencias sociales ya desde los años setenta y principios de los ochenta.

Las teorías poscoloniales, cuya crítica de la afirmación de la modernidad
europea de su universalidad en parte son elaboraciones a partir de dichos debates, y cuya auto-denominación necesariamente proviene de los “pos-”
anteriores, estuvieron desde el principio bajo la sospecha de vender el mismo producto con una etiqueta un poco distinta. La tensión entre la necesidad de la etiqueta “poscolonial”, por una parte, y su ambigüedad política por la otra, consecuentemente se convirtió en materia de prolongados debates entre los propios representantes del poscolonialismo (véase Shohat, 1992; Dirlik, 1994; Hall, 2002).

Al contrario del supuesto de que sólo explica la ubicación temporal de las sociedades dentro de la historia colonial, el término “poscolonial” también se refiere a la reconfiguración de las relaciones económicas, sociales y políticas que el colonialismo ha detonado en las antiguas colonias y metrópolis, así como a la tensión entre el poder y la producción del conocimiento en el contexto de relaciones imperiales (Gutiérrez-Rodríguez, 1999; Coronil, 2004; Costa, 2005).

De esta manera, queda claro que el poscolonialismo en cuanto concepto
y perspectiva, a pesar de importantes diferencias internas, subraya el contexto histórico del poder (colonial) considerablemente más que el posestructuralismo y el posmodernismo y de esta postura deriva un programa político que difiere por mucho de los del posmodernismo y el posestructuralismo.

Mientras que, para el posmodernismo, el fin de las metanarrativas de la modernidad occidental logrado mediante la desconstrucción dio como resultado una yuxtaposición de esferas autónomas (Lyotard, 1986), para el poscolonialismo, el revelar la conexión entre las relaciones globales de poder establecidas en el contexto de la expansión colonial europea y las relaciones inequitativas históricas y actuales en los niveles local, nacional e internacional se logrará mediante la descolonización.

La demarcación con respecto a las estrategias posmodernas se vuelve así un paso explícito desde la formulación misma de las estrategias poscoloniales más prominentes. Para Dipesh Chakrabarty (2000: 43), “el proyecto de provincializar a Europa (…) no puede ser un proyecto de relativismo cultural. No se puede originar de la postura según la cual la razón, la ciencia, los universales que contribuyen a definir a Europa como lo moderno sencillamente son algo ‘específico de la cultura’ y por tanto sólo pertenecen a las culturas europeas”.

El relativismo cultural que, dentro de la exaltación posmoderna de la diferencia sexual, cultural, racial, étnica y religiosa, equivale a una “política de la imagen”, es por ello confrontado cada vez más en el contexto de las aproximaciones poscoloniales por una “política de la acción” intercultural o una “política de la desesperación” (Klein, 2000: 124; Chakrabarty, 2000: 45), cuyo objetivo es revelar la historia imperial y colonial de represión y violencia detrás del establecimiento de la división Norte-Sur.

En consecuencia, las diferentes estrategias traen consigo claras implicaciones políticas, como se refleja en la política posmoderna del multiculturalismo, por un lado, y la promesa poscolonial de la interculturalidad, por el otro.

Mientras la promoción del multiculturalismo al nivel de la política y el discurso de Estado se apoya en el principio del reconocimiento
y la tolerancia de los Otros raciales, étnicos, religiosos o sexuales, la interculturalidad en especial cuando la definen e implementan los movimientos indígenas en América Latina involucra un cuestionamiento de la realidad sociopolítica del (neo)colonialismo que se refleja en los modelos actuales del Estado, la democracia y la nación, y una transformación de estas estructuras de manera que se garantice la plena participación de todos los grupos de población en el ejercicio del poder político (Walsh, 2002).

Pese a que con frecuencia los términos se usan como sinónimos, representan agendas políticas muy divergentes: el multiculturalismo, equivalente a la política de identidad ya mencionada de los llamados “particularismos de las minorías” que buscan la inclusión en el sistema dominante, pretende desconstruir las jerarquías culturales actuales a cambio de una yuxtaposición de los modelos culturales; en contraste, la interculturalidad se concibe como un proyecto ético, político y epistémico con el objetivo de descolonizar las formas de organización social e institucional y las estructuras de gobierno, así como las perspectivas de conocimiento que se originan en el contexto sociohistórico de la modernidad europea y que fueron impuestas como universales durante los periodos coloniales y neocoloniales.

Esto queda más claro todavía en la sustitución de la noción posmoderna
no matizada de diferencia por el concepto poscolonial de “diferencia colonial” (Chatterjee, 1993; Mignolo, 1995), que se usa tanto en los Estudios Subalternos de la India como en el pensamiento descolonial latinoamericano,3 para explicar la reorganización de los criterios de diferenciación que dio lugar a la estructura racial y étnica de las colonias europeas. Las jerarquías socioeconómicas y epistémicas de las que emergieron las diferencias subalternas en los territorios colonizados se contextualizan históricamente de esta manera, con antelación a la consideración de las posibilidades de su transformación.

¿Por qué sociología poscolonial?

Parte de la contextualización necesaria del proceso de jerarquización implica
conectar la sociología institucionalizada a su ubicación en el mundo occidental
y sus comienzos en el apogeo del imperialismo occidental (Seidman, 2004:
261; Bhambra, 2007a). Aunque el establecimiento de la sociología como una
disciplina en el Reino Unido, Alemania, Francia e Italia se desarrolló a la
par de su competencia en pos de los territorios africanos y la creación de sus
imperios coloniales en Asia y África, las categorías, conceptos básicos y los
modelos explicativos clave de la sociología sólo reflejaban los desarrollos y
las experiencias internas de la Europa occidental.

Se consideró que los momentos cúspide de la modernidad occidental, de los cuales la aproximación sociológica debía presentar una explicación, eran la Revolución francesa y la revolución industrial originada en Inglaterra, pero no la política colonial de la Europa occidental ni la acumulación de capital mediante el comercio de esclavos a través del Atlántico y la economía de explotación de los recursos naturales de ultramar.3

El abordaje descolonial, surgido en América Latina, difiere de la crítica formulada por el campo (eminentemente de lengua inglesa) de la teoría poscolonial, porque se considera que éste ha privilegiado al colonialismo británico en la India en detrimento de otras experiencias coloniales del mundo. Por ello, los estudios descoloniales se enfocan en los múltiples contextos
coloniales y poscoloniales en un afán de hacer entrar en vigor “una diversalidad epistémica de las intervenciones descoloniales en el mundo” (Grosfoguel, 2006: 142).

Mientras la distinción entre lo poscolonial y lo descolonial es importante, y las discusiones acerca de “descolonializar los estudios poscoloniales” aún están en curso, lo que consideramos de particular relevancia para la sociología es el denominador común de ambas aproximaciones, es decir, el estudio de
las relaciones coloniales de poder y sus consecuencias para la época presente.

La supresión de la dinámica colonial e imperial de la caja de herramientas
de la sociología clásica es válida para las respectivas sociologías nacionales,
sin que importe prácticamente el grado de éxito de sus Estados en cuanto
potencias coloniales (Bhambra, 2007b: 872). El panorama es ligeramente
distinto en lo que toca al periodo tras la descolonización de Asia y África en
la segunda mitad del siglo xx. A diferencia del contexto inglés, en el que la
historia del dominio colonial tiene un papel prominente, en el debate alemán,
el menos extenso pasado colonial así como los desarrollos durante el periodo
poscolonial se tratan en el mejor de los casos como cantidades insignificantes
(Castro Varela y Dhawan, 2005). Dentro de la sociología alemana, las
perspectivas poscoloniales tienen así la fama de ser productos importados de
tercer grado: el primero, por provenir de los estudios culturales o literarios;
el segundo, por provenir de la región anglófona; y el tercero, por provenir
de un contexto diferente, es decir, “genuinamente” poscolonial. En cuanto
tales, se les asigna una importancia sociológica limitada dentro de los debates
teóricos en Alemania, pero no un contenido sociológico independiente
(Gutiérrez-Rodríguez, 1999: 21).

Y aun así, las teorías poscoloniales apuntan sin vacilar al corazón de
la terminología central de la sociología. Al criticar las oposiciones binarias como las de Occidente-el resto del mundo [West-Rest], Primer-Tercer mundo o modernidad vs. tradición por considerarlas esencialistas, y en cambio al llamar la atención sobre la relacionalidad entre los conceptos involucrados, revelan que los que tienen una connotación positiva -Occidente, el Primer mundo, la modernidad—-son universales prescriptivos y ahistóricos (Trouillot,2002: 848), a los que ninguna realidad social independiente y objetiva corresponde, y que por ello guardan en su seno estrategias de exclusión.

A su vez, la contextualización histórica como un método poscolonial permite que la tradición se considere no como un hecho objetivo, como sin mucho empacho las teorías sociales modernas
lo suponen, sino como un conjunto de proyecciones desde la perspectiva
de las teorías de la modernidad hacia cualquier cosa de la cual uno se
delimita.

Al mismo tiempo, la tradición es una parte necesaria del discurso de
la modernidad, sin la cual la modernidad no puede existir o ser ubicada en un
lugar. Construye de la nada el campo en el cual la modernidad penetra y al
que trata de subyugar. Poner fin a (…) la idea de tradición sería el fin del discurso de la modernidad. (Randeria, Fuchs y Linkenbach, 2004: 18; traducción nuestra)
Macrosociología poscolonial

El debate acerca de la globalización de la sociología de los años noventa y la
discusión subsecuente sobre las modernidades múltiples puso en cuestión seriamente la fijación en el nacionalocentrismo y el occidentalocentrismo de las aproximaciones macrosociológicas convencionales. El mundo globalizado expulsó al Estado-nación en cuanto marco analítico, y de repente la modernidad occidental sólo era una de muchas modernidades —aunque conservaba (implícita o explícitamente) el prestigio de ser el punto histórico de partida, o por lo menos la referencia clave para las variantes no occidentales subsecuentes-:la india, la musulmana o la latinoamericana.

No obstante, la afirmación de la nueva macrosociología según la cual con esto alcanzaba un espectro global, dejaba sin abordar la mirada colonial inherente en las grandes teorías vigentes. El denominador común así como el meollo del asunto en disputa de las teorías de la globalización y modernidades múltiples era el tema de la convergencia de los patrones societales.

Los teóricos de la globalización consideraron que la emergencia de una sociedad civil global, de una cultura mundial y de tecnologías de la comunicación globales, era una señal de la reafirmación mundial de los modelos de desarrollo occidentales (Robinson, 2001; Giddens, 2002), y por ello daban su acuerdo en lo general a la tesis de la convergencia.

Los académicos dedicados al estudio de la modernidad múltiple, a su vez, ponían el acento en la diversidad de patrones institucionales, identidades colectivas y proyectos sociopolíticos creados por todo el mundo como resultado de la confrontación entre el programa cultural de la modernidad
occidental europea y las realidades sociales en los territorios controlados
militar y/o económicamente por las potencias europeas (Eisenstadt, 2000), y
por tanto subrayaban la divergencia.

Al mismo tiempo, ambos diagnósticos, así como las perspectivas que los sustentaban, tomaban como punto de referencia el patrón occidental de modernidad (Spohn, 2006). Como ha demostrado Raewyn Connell (2007: 60), por medio del ejemplo de conceptos centrales como “posmodernidad global” y “sociedad mundial del riesgo”, la mayor parte de teorías de la globalización no dejan ver un nuevo programa de investigación a la medida del análisis de la sociedad mundial, sino estrategias teóricas que aceptablemente podrían ser descritas como apoyándose en el
“efecto elevador” de las explicaciones macrosociológicas: tendencias que
se observaron en un principio y se conceptualizaron en el contexto de las
sociedades metropolitanas se pasan a un nivel superior y se usan para describir
procesos globales.

Esto convierte a la globalización en un proceso mediante el cual los riesgos, la acumulación de capital o la hibidrización se tornan literalmente globales ante la patente ausencia de algún centro de poder o principio de dominación reconocible (Escobar, 2007: 181 y ss.; Costa, 2006:cap. 4).

Semejante postura implícitamente transmite el deseo de muchos macrosociólogos surgido en 1989 a raíz de la deslegitimación del marxismo en cuanto alternativa política y teórica de guardar sus distancias respecto de la economía política como un abordaje científico-social, y por ende demarcarse de las teorías del imperialismo, neocolonialismo y el sistema mundial (Boatcă, 2007).

Es revelador para esta tendencia, que la perspectiva de las modernidades múltiples haya abordado el análisis de la divergencia empleando
una aproximación neoweberiana que enfatizaba la diversidad de programas
culturales asociados a la expansión de la modernidad occidental en el
continente americano, pero no las dependencias estructurales y los procesos
de jerarquización que venían aparejados a la colonización.

Al reducir la diversidad de aproximaciones a la modernidad al nivel cultural, y al atribuir un papel pionero al modelo occidental europeo en la generación de esta diversidad es decir, “al no permitir que la diferencia marcara una diferencia en las categorías originales de la modernidad” (Bhambra, 2007b: 878) los autores partidarios de la modernidad múltiple paradójicamente apuntalaron el concepto mismo que criticaban: el de la modernidad occidental autosuficiente, que defendía la teoría de la modernización. En palabras de Shmuel Eisenstadt (2000: 24): “Mientras el punto común de partida fue alguna vez el programa cultural de la modernidad según se desarrolló en Occidente, los desarrollos más recientes han presenciado una multiplicidad de formaciones culturales y sociales que rebasan por mucho los aspectos homogeneizadores de la versión original”.

Hasta la fecha, no hay una macrosociología poscolonial unificada que
haga las veces de contrapeso a las perspectivas de la globalización y de
las modernidades múltiples. No obstante, cada vez más aproximaciones
—de las cuales sólo algunas se autodenominan poscoloniales— le dan una
importancia central a la experiencia histórica del colonialismo para la explicación de procesos globales.

Por un lado, las teorías neo marxistas de la globalización han señalado las continuidades entre el imperativo liberal del desarrollo como determinante de las políticas económicas de los países que dejaron de ser colonias después de la Segunda Guerra Mundial y el postulado neoliberal de la globalización de los años noventa, haciendo énfasis en las asimetrías neocoloniales de poder que ambas cosas ayudaron a reproducir. Al identificar tanto el desarrollismo como la globalización como proyectos o estrategias
discursivas, al mismo tiempo han mostrado cómo su naturalización
(“no hay alternativa”) oscurece el papel que tiene el colonialismo en la
construcción de los modelos que había que seguir en cada caso (McMichael,
2004; Wallerstein, 2005).

Por el otro, los modelos teóricos ubicados en la intersección de la antropología, la historia y la sociología, los cuales rastrean la emergencia de “modernidades entrelazadas” e “historias conectadas” (Randeria, 1999; Subrahmanyan, 1997) hasta el vínculo constitutivo entre los patrones occidentales europeos de la modernidad y los procesos de modernización
(pos)coloniales, han atraído una atención cada vez mayor de parte de
la sociología (Costa, 2009; Bhambra, 2007a).

En ello, la tradición no se concibe como una oposición rígida a la modernidad, sino como una parte integrante de una historia colonial entrelazada, la cual dio como resultado un desequilibrio estructural entre los “centros” y las “periferias” que implicaba una distribución desigual de la definición del poder entre Occidente y el “resto” con respecto al propio grado de modernidad de uno (Therborn, 2003; Knöbl,2007).

También en este caso, no hay una modernidad universal o primigenia
que haga las veces de guía referencial para los que vienen después, sino varios
senderos que llevan a modernidades entrelazadas.

La “perspectiva descolonial” latinoamericana, a su vez, plantea la cuestión
del entrelazamiento mediante el concepto de “colonialidad” para analizar
la emergencia de la “tradición” en el contexto de la construcción de
diferencia con respecto a la presunta modernidad de las potencias coloniales
de la Europa occidental en aquellas áreas periféricas bajo dominio colonial.

Por tanto, la colonialidad se entiende como una relación de poder entre los
centros (coloniales) y las periferias (colonizadas), que se prolongó más allá
del colonialismo administrativo y político, cuya lógica sigue influyendo en lo económico, lo social, lo cultural y lo ideológico. Como tal, representa tanto el reverso (o lado oscuro) como una condición necesaria de la modernidad occidental desde el “descubrimiento” del Nuevo Mundo.

Con ayuda de oposiciones binarias como las de civilización-barbarie, racional-irracional, desarrollado-subdesarrollado o moderno-tradicional, la identidad moderna podría quedar, por un lado, encasillada y demarcada fuera de la alteridad colonial y, por el otro, la intervención política, la explotación económica y el paternalismo epistemológico hacia las colonias quedarían legitimados como un medio para llevar los bienes de la modernidad a la periferia (Quijano, 2000; Dussel, 2002; Grosfoguel, 2002).

El imaginario social del mundo moderno se configuró, por ende, alrededor de un sistema de clasificación global que elevó la civilización europea occidental a la condición de patrón universal mediante el cual las asimetrías de poder económico y político entre centros y periferias se reflejaban en lo cultural y lo epistemológico (Mignolo, 2000: 13).

La retórica occidentalista correspondiente pasó por varias fases en las cuales
la construcción de la diferencia colonial con respecto al ser europeo occidental
se organizó alternativamente alrededor de los conceptos de raza, etnicidad, o ambos. A su vez, la jerarquización procedió siguiendo una dimensión espacial (los cristianos del norte vs. los salvajes del sur), una temporal (los civilizados del centro vs. los primitivos de la periferia), o una mezcla de ambas (desarrollados vs. subdesarrollados), consideradas en función de la cosmovisión europea dominante de la época que se trate (Mignolo, 2000; Boatcă, 2009).

La colonialidad de la heterogénea estructura de poder resultante
-es decir, no sólo de una naturaleza económica, sino política, cultural
y epistemológica- se revela por el duradero carácter de las dimensiones de
desigualdad global en cuanto a los orígenes coloniales: (…) si se observan las líneas principales de la explotación y dominación social a escala global, las líneas matrices del poder mundial actual, su distribución de recursos y de trabajo entre la población del mundo, es imposible no ver que la vasta mayoría de los explotados, de los dominados, de los discriminados, son exactamente los miembros de las “razas”, de las “etnias”, o las “naciones” en que
fueron categorizadas las poblaciones colonizadas, en el proceso de formación de ese poder mundial, desde la conquista de América en adelante. (Quijano,1992: 12)

Mientras el modelo de la “posmodernidad global” sigue atrapado en el
eurocentrismo insistiendo en que siquiera se reconozcan estas diferencias,
al mismo tiempo que mantiene a la globalización como su objetivo universal, el proyecto de la “transmodernidad” (Dussel, 2002) asume la universalidad potencial de todos los elementos culturales que representan la “exterioridad excluida” de la modernidad occidental, la cual ahora puede ser transformada desde esta misma exterioridad.

De manera muy similar a la del abordaje de los Estudios Subalternos de la India (Chakrabarty, 2000), la crítica de la modernidad llevada a cabo desde la posición subalterna de la colonialidad desvela la historia universal de Occidente como una historia local con un carácter particular. Sus proyectos globales -ya sean la civilización, el desarrollo o la globalización— aparecen desde este punto de vista como generalizaciones de la experiencia histórica local de la Europa occidental, cuyo objetivo es apuntalar su propia reafirmación del poder, y poner al descubierto las continuidades (pos)coloniales en la jerarquización de la diferencia, más que exaltar tales diferencias por sí mismas.

Palabras como “transmoderno” y “colonialidad” son, por ende, no únicamente categorías putativas, que podrían —o deberían— intercambiarse por “tradición”, sino que implican la posibilidad de reconceptualizar la modernidad desde una perspectiva histórica mediante el desvelamiento de su equivalente colonial.

De esta manera, nos permiten abordar las interdependencias mutuas entre
desarrollo y subdesarrollo, inclusión y exclusión, en lugar de ubicarlas en
contextos convergentes o divergentes de la modernidad, por un lado, y la tradición, por el otro.

Nivel mesoanalítico: la sociología política de las relaciones de poder

Análisis recientes dedicados a la investigación de las disputas y asimetrías
del poder en varios contextos nos permiten identificar un conjunto común de
críticas que forma el núcleo de lo que llamamos la sociología política poscolonial.

A diferencia de la sociología política convencional, en este caso, las fronteras nacionales no delinean la unidad analítica central, como tampoco las instituciones políticas nacionales constituyen el foco preferente de
investigación. En cambio, el acento se pone en las relaciones de poder, las
cuales involucran a actores de distintas naturalezas (Estados, organizaciones
multilaterales, movimientos sociales) a diferentes niveles (local, regional,
nacional, global).

El interés en las disputas por el poder también condiciona el aparato conceptual puesto en marcha para estos estudios, en la medida en que las categorías que no resaltan las relaciones asimétricas entre regiones del mundo y grupos sociales se evitan o son tratadas críticamente. Los primeros esfuerzos
de crítica en este campo tienen en la mira de sus ataques a la idea evolucionista de desarrollo sacada de la teoría de la modernización, según la cual la modernización implica la simple transferencia de estilos de vida y de estructuras sociales europeas al resto del mundo.

Así, varias obras de este campo de los estudios poscoloniales muestran que el desarrollo no representa un mero proceso de irradiación de formas modernas desde Europa, sino una transformación interdependiente que simultáneamente produce prosperidad en las naciones más ricas y desventajas en las más pobres (Pieterse y Parekh, 1995; Dussel, 2000; Escobar, 2004; para una visión de conjunto véase Manzo, 1999).

En términos generales, se puede argumentar que el esfuerzo crítico emprendido por la sociología política poscolonial se está desarrollando en dos
claras direcciones. La primera línea de investigación incluye estudios acerca de las relaciones políticas entre las distintas regiones del mundo y se puede interpretar como una reacción en contra de las aproximaciones que, tras la caída del socialismo real, describen el nuevo orden internacional como un espacio que ya no está dominado por las disputas y los conflictos, sino por
relaciones horizontales y la búsqueda de la realización de intereses supuestamente universales (paz mundial, derechos humanos, desarrollo sustentable, etc.).

Conceptos derivados de este contexto, así como, en particular, obras
basadas en la idea de gobernanza [governance],4 son el blanco de agudas
críticas por parte de los estudios poscoloniales (Ziai, 2006; Randeria, 2003;
Eckert y Randeria, 2006). Según estas críticas, el énfasis puesto en el concepto
de gobernanza presenta la ilusión de una arena ecuménica internacional sin
conflictos en cuyo ámbito aquellos objetivos comunes a toda la humanidad
siempre prevalecen. Un análisis de las nuevas configuraciones de la política
global sensible a las relaciones de poder debería arrojar precisamente un resultado contrario, es decir, arrojar luz sobre cómo las asimetrías se reproducen y cómo las nuevas desigualdades se producen en el ámbito internacional:

En la nueva arquitectura de la gobernanza mundial, el poder aparece con una forma difusa y fugaz, y la magnitud de la soberanía, en cada caso, aparece estrictamente relacionada con los bandos políticos, los territorios y grupos de población específicos. (…) Es necesario basar el estudio de la globalización en etnografías distintivas y estudios de caso históricos que vinculen los niveles micro y macro. Esto permite el trabajo con las especificidades presentes en las varias formas de transnacionalización en las distintas regiones y diferentes “épocas”. (Eckert y Randeria, 2006: 16 y s.)

La concretización del programa de investigación poscolonial en términos de la perspectiva que acabamos de describir ya está en marcha, por lo menos en parte. Un ejemplo es la cuidadosa desconstrucción del papel del concepto
de soberanía dentro de la historia del derecho internacional desarrollada
por B. S. Chimni (2004) o el tratamiento crítico dado por A. Anghie (2004) a
las nuevas herramientas del derecho administrativo internacional. Asimismo,
Aiwa Ong (1999) muestra desde una perspectiva etnográfica cómo la ciudadanía es moldeada en el contexto de prácticas culturales y relaciones de poder asimétricas, más allá de pretensiones legalistas.

Estos trabajos representan esfuerzos ejemplares de cómo cuestionar el universalismo profesado en los discursos del derecho. Indican que las instituciones del derecho internacional también tienen un papel en la perpetuación de las formas coloniales de dominación y de los privilegios legales y reales que los sectores más ricos disfrutan en muchos lugares del mundo.

4 Estas contribuciones tratan de ampliar el concepto convencional de conducción política empleado en ciencias políticas, incluyendo, además de los Estados-nación y las organizaciones internacionales e intergubernamentales, actores no estatales así como estructuras de toma de decisiones a distintos niveles (una aproximación multinivel) como parte de un proceso complejo de gobernación que supere las fronteras nacionales. Tras su introducción en 1995 mediante la “Comisión de Gobernanza Global” [Comission on Global Governance], el concepto de gobernanza adquirió una prominencia cada vez mayor tanto en las discusiones académicas como en la práctica política a raíz de su adopción por parte de organizaciones que iban del Programa de Desarrollo de Naciones Unidas (pnud) a la Comisión Europea (véase entre otros a Brand et al., 2000).

La segunda línea de desarrollo de la sociología política poscolonial se
relaciona con los estudios acerca del proceso de democratización que tiene
lugar en América Latina, África, Asia y en Europa austral y oriental desde los años setenta.

El paradigma de la transición -dominante desde los años ochenta
(O’Donnell, Schmitter y Whitehead, 1986)-, aplica los fundamentos de la
teoría de la modernización a la política, con lo que transforma la investigación acerca de la democratización en un campo implícitamente comparativo, dentro del cual los modelos de transformación observados en las “hiper-reales” (Chakrabarty, 2000) democracias consolidadas de Europa occidental se tratan como el único modelo válido de democracia. Los actores y estructuras encontrados en “otras” sociedades son interpretados [are signified] como déficits u obstáculos en la democratización.

Con el desarrollo de la democracia en las sociedades “no occidentales”,
no obstante, quedó claro que las premisas teóricas y los métodos de análisis de
la investigación de la transición no eran apropiados ni para identificar las dificultadas que surgían, ni para siquiera enmarcar adecuadamente los desarrollos positivos. Las sociedades civiles y las esferas públicas locales han
mostrado dinámicas diferentes a la que suponía la investigación acerca de la
transición. Así, actores y estructuras como los movimientos étnicos o las asociaciones de barrio, la cuales, según los conceptos de política empleados en la investigación de la transición, no son los vehículos primarios de valores democráticos, ejecutan un papel fundamental en el fomento de la democracia en esas sociedades (Costa y Avritzer, 2009). Al mismo tiempo, las estructuras legales y de toma de decisiones erigidas según los moldes de instituciones similares en América del Norte o Europa no cumplen las funciones esperadas: los nuevos parlamentos resultan ser crónicamente vulnerables a la corrupción y el abismo entre el derecho formal y la realidad social parece ser un problema
intratable (Méndez, O’Donnell y Pinheiro, 1999).

No obstante, la investigación acerca de la transición sigue buscando una solución para sus propias insuficiencias analíticoteóricas en cuanto a la implícita comparación con las democracias “maduras” de Occidente, mientras que a las nuevas democracias las tilda de “defectuosas”, gobernadas por “estados fallidos” y caracterizadas por una “ciudadanía de baja intensidad” (O’Donnell, 2007).

Varias contribuciones en el campo de las investigaciones poscoloniales
en diferentes continentes han dado forma a una sociología de la democratización que en parte complementa el paradigma de la transición y en parte lo corrige (Costa, 2006; Macamo, 2006; Randeria, 2007; Walsh, 2005). Según estas contribuciones, las estructuras locales que se encuentran en las diferentes regiones ya no son presentadas como una copia tardía de las estructuras correspondientes que se observan en Europa occidental y en América del Norte, sino que se interpretan considerando el contexto socio-histórico que les dio sentido.5

Al mismo tiempo, la investigación poscolonial intenta superar el
endogenismo de la investigación acerca de la transición, investigando las
transformaciones locales en el contexto de las interrelaciones con las intervenciones de los organismos multilaterales (Macamo, 2006; Walsh, 2005), de los conflictos transicionales en relación con el uso de los recursos naturales locales (Escobar, 2004; Randeria, 2003) y de las conexiones establecidas por los actores democráticos regionales en el plano global (Costa, 2006; Randeria, 2005).

En suma, la investigación poscolonial en el campo de la sociología política
suministra impulsos cruciales para la reflexión crítica acerca de las constelaciones de poder que se forman en los ámbitos locales y nacionales y cómo se articulan globalmente. Mientras la sociología política clásica pierde terreno paulatinamente por limitarse a las fronteras nacionales y por su concentración exclusiva en la política en su forma institucionalizada, la investigación poscolonial proporciona nuevas razones y motivos para el interés de la sociología en la política. Además, al llevar la cuestión del poder una vez más al centro del interés de la investigación, la sociología política poscolonial también llena los huecos cognitivos dejados por la ciencia política en su proceso reciente de especialización y orientación cada vez mayor hacia la resolución de problemas prácticos.

En pro de una microsociología de las relaciones culturales

Por lo menos desde la segunda mitad del siglo xx, el concepto constructivista de cultura se ha vuelto el único concepto de cultura aceptado como válido por la sociología contemporánea (véase una explicación detallada en Costa, 2009). Otros intentos primordialistas anteriores de definir la cultura con base en lazos metafísicos o supuestamente naturales (raza, influencia del clima, predestinación) han perdido legitimidad por ello. Aunque semejantes definiciones todavía pueden ser investigadas en cuanto autorrepresentación de ciertos actores, ya no cuentan como explicaciones sociológicas.5

El convincente estudio de Randeria (2005) acerca de la contribución política de las castas en cuanto actores de la sociedad civil de la India constituye un buen ejemplo de cómo investigar el desarrollo local sobre la base de su propia semántica social.

De acuerdo con el concepto constructivista de cultura hegemónico en la
sociología, el carácter de las culturas de ser algo construido se puede observar tanto en la constitución de las identidades individuales así como en la diferenciación de las unidades culturales colectivas.

Mientras que, según esta lectura, la identidad cultural individual es un proceso intersubjetivo mediante el cual las disposiciones societales se interiorizan y procesan en la forma de una identidad individual estable (por ej., Mead, 19691934: 86 y ss.), la constitución de unidades amplias, como las etnicidades, naciones y minorías culturales, implica un desarrollo histórico de largo plazo, caracterizado por la consolidación de una infraestructura comunicativa especializada en el procesamiento y transmisión de experiencias comunes.

Es en el ámbito de estos procesos de transmisión simbólica que se forman tanto los grupos culturales a los que se les atribuye una existencia (sociológica) concreta los británicos, los europeos, los musulmanes como las diferentes unidades culturales (cultura británica, cultura alemana, etcétera).

La cultura, en esta concepción, queda definida ejemplarmente por Habermas
(2006: 305) como un conjunto de condiciones de posibilidad para actividades que resuelven problemas.

Dota a los sujetos que en ella crecen no sólo con elementales capacidades
lingüísticas, de acción y cognoscitivas, sino también con imágenes del
mundo gramaticalmente preestructuradas y con saberes semánticamente acumulados.

Para los estudios poscoloniales, así como para distintas corrientes en el
campo de los estudios culturales críticos, esta manera de definir la cultura
en cuanto a que involucra unidades demarcadas y separadas en el ámbito en
cual se producen y reproducen los elementos comunes, tiene insuficiencias
teóricas, empíricas y metodológicas. Según la crítica poscolonial, el concepto
sociológico de cultura supone construcciones homogeneizadoras de la
identidad, casi siempre definidas mediante un vínculo a un territorio y asociadas a lugar de origen o de residencia, ambientes culturales y sociales, etc.

Este concepto de cultura no toma en cuenta la separación entre lo social y el
territorio y es ciego ante la cada vez mayor desterritorialización de los procesos de circulación cultural en el mundo contemporáneo (Hall, 2000: 99;1994: 44).

Desde un punto de vista teórico, los estudios poscoloniales le reprochan
al concepto sociológico dominante de cultura el no ser apto para detectar las
relaciones de poder inscritas en los contactos culturales. Es decir, en la medida en que la sociología emplea las unidades culturales definidas por los propios actores sociales como categorías descriptivas y políticamente neutras, la disciplina es insensible al hecho de que las adscripciones culturales presuponen la existencia de relaciones de poder asimétricas y al mismo tiempo contribuyen a su reproducción.

Las investigaciones de Pieterse sobre las tensiones entre las identidades
nacionales y la formación de etnicidad ilustran esto:
Entender cómo se construye la diferencia cultural es entender la formación y políticas de la identidad nacional (…). La identidad nacional es un proceso histórico; la etnicidad, las políticas de identidad y el multiculturalismo son fases de este proceso continuo. Desde un punto de vista histórico, la formación de la nación es una forma dominante de etnicidad. En pocas palabras, la nacionalidad es etnicidad dominante y las minorías o grupos étnicos representan la etnicidad subalterna. (Pieterse, 2007: 17; cursivas del original)

Desde un punto de vista metodológico, la manera en que la sociología
trata a la cultura o a las culturas es igualmente problemática para los estudios
poscoloniales, dado que las autorrepresentaciones de los actores sociales no
se desconstruyen críticamente sino que se aceptan como pruebas de la existencia de las identidades culturales. El concepto sociológico establecido de
cultura no toma en cuenta que incluso la referencia a una tradición original y
auténtica es parte de la presentación [performance] -entendida en el sentido
lingüístico de acción y en el sentido de escenificación- de la diferencia y
sólo puede entenderse con base en un análisis del contexto social-discursivo
en el que está inserta:
Los términos de la relación cultural, ya sea antagónica o de afiliación, se producen performativamente. La representación de la diferencia no se debe leer precipitadamente como el reflejo de rasgos étnicos o culturales dados con antelación que han sido fijados en las tablas de la ley de la tradición. (Bhabha, 1994: 2)

Mediante su crítica del concepto sociológico de cultura y de las aproximaciones precedentes de la sociología de la cultura, los estudios poscoloniales ofrecen a la investigación sociológica un conjunto de categorías y procedimientos metodológicos que pueden entenderse como piezas de una
innovadora microsociología de las negociaciones de las diferencias culturales.
Particularmente relevante aquí son las contribuciones en el ámbito de los
estudios culturales británicos, impulsados por Stuart Hall y Paul Gilroy.
Mientras Hall (1994) básicamente se concentra en las tensiones internas
de los movimientos antirracistas del Reino Unido, Gilroy (1995; 2000) introduce una dimensión comparativa, al buscar interacciones políticas y culturales dentro del espacio imaginado del “Black Atlantic” [Atlántico negro].6

El punto de partida de ambos autores es la idea de diferencia que toman del
posestructuralismo, más precisamente, el concepto de différance de Derrida. Emplean la noción de différance para desconstruir los discursos antinómicos que se oponen al “yo” y el “otro”, el “nosotros” y el “ellos” (Hall, 1994: 137 y ss.). En este contexto, la construcción de las identidades culturales se entiende como un proceso político dinámico en el que la identidad, o, como prefiere Hall, la identificación, no se expresa al interior de un sistema cerrado de signos culturales. Al contrario: la identificación, para Hall, se construye en el ámbito mismo de la política y sigue las posibilidades de reconocimiento que ofrece el contexto social.7

Esto no quiere decir que la evocación de unidades culturales como “los
ingleses” o “los estadounidenses” sea irrelevante para las construcciones culturales observadas. No obstante, estas identidades culturales no funcionan como un programa de computadora que define modelos de comportamiento a
priori; ante todo son interpelaciones discursivas ante las cuales los que están
involucrados en una interacción social están obligados a posicionarse. La identificación se constituye dinámica e interactivamente en un ámbito de negociaciones que involucran afiliaciones, discriminaciones así como intereses privados.

Conclusiones: hacia una sociología poscolonial

El que intentemos delinear un programa para una sociología poscolonial
es en sí mismo indicio de nuestra posición epistemológica. A diferencia de
McLennan (2003), por ejemplo, no entendemos el análisis poscolonial como
algo que implica la desaparición de la sociología como disciplina. Más bien,
en la aproximación entre la sociología y los estudios poscoloniales, vemos una oportunidad de completar y expandir la sociología precisamente en aquellos
puntos de inflexión donde parece llegar a sus límites epistemológicos.

6 En la variación resaltada por Gilroy, el concepto de Black Atlantic presenta una definición doble. Empíricamente, el Black Atlantic tiene que ver con el proceso de difusión y reconstrucción de una “cultura negra” [black culture] que va aparejado a las rutas de la diáspora africana. Políticamente, Black Atlantic se refiere a una dimensión basada en la modernidad, al punto de iluminar el nexo entre la esclavitud y la modernidad y, además, muestra a las instituciones políticas como espacios particularmente aptos para la reproducción de las visiones e intereses del hombre blanco (Gilroy, 1993).
7 El concepto clave empleado por Hall para describir la posición del sujeto en el ámbito de una formación discursiva determinada es el de “articulación”, entendido de una manera doble, es decir, tanto la idea de expresión y expresarse, como el vínculo entre dos elementos que tienen la posibilidad de juntarse. El principio de articulación contingente puede, según Hall, observarse tanto en la formación del sujeto individual como en la producción de sujetos colectivos (Hall, 1996).

Cuando hablamos de complementariedad en este contexto, queremos decir que tanto el aparato conceptual como los métodos de los estudios poscoloniales son compatibles con una aproximación sociológica. Sobre todo, encontramos que los intereses epistemológicos de la sociología, por un lado, y de los estudios poscoloniales, por el otro, se traslapan en un aspecto decisivo: en que afirman poder situar las relaciones sociales y las estructuras societales dentro de matrices analíticas complejas.

Los defectos que la crítica poscolonial ve en la sociología no son deficiencias
irreparables e inevitables de una disciplina académica, sino más bien
consecuencias de un proceso particular de institucionalización. Como mostramos en lo que precede, tanto el enfoque de la sociología en el Estado-nación y su “mirada colonial” sobre las sociedades no occidentales se derivan
de esta historia institucional. Al mismo tiempo, la reflexividad, la apertura,
la auto-crítica y la capacidad de hacer cambios de perspectiva también son
parte de la manera como se entiende la sociología a sí misma, son elementos
constitutivos de su raison d’être. Reconocer la necesidad de reaccionar ante
el estrechamiento de su propia perspectiva crítica debería, por lo tanto, ser
parte de la dinámica de la sociología. Es precisamente aquí donde encajan
los estudios poscoloniales en este campo.

En el nivel macrosociológico, los resultados de los análisis poscoloniales
desembocan en una superación de la historia convencional de evolución lineal
de las sociedades modernas, sin caer en el particularismo de modernidades
infinitamente multiplicadas. Para ello, el concepto poscolonial de modernidad entrelazada así como el concepto de historias compartidas y conectadas apuntan hacia las interdependencias, pero también hacia las rupturas y asimetrías, en la constitución del mundo moderno y (pos)colonial.

En el nivel mesoanalítico, los estudios poscoloniales arrojan luz sobre
las interpenetraciones entre actores y las estructuras de poder históricamente
construidas atadas a los contextos de acción en diferentes niveles (local, regional, transnacional y transregional), con lo que contribuyen considerablemente a aumentar el potencial epistemológico. Estas posibilidades heurísticas ni son accesibles para la sociología política convencional, que se concentra en el espacio nacional y en los actores políticos establecidos, ni para el campo de las relaciones internacionales, el cual en buena medida ha desarrollado una ceguera ante las relaciones de poder.

En el nivel microsociológico, la contribución de los estudios poscoloniales
reside, sobre todo, en un concepto sociológico de cultura expandido y más
dinámico. Consecuentemente, las piezas que importan de las interacciones
sociales no son los repertorios culturales que se originan en culturas herméticamente cerradas y atadas a un determinado espacio geográfico, sino
las diferencias culturales que se articulan espontáneamente. No obstante, a
diferencia de la interpretación posmoderna del posestructuralismo, la articulación de diferencias en la lectura poscolonial no tiene nada que ver con el ejercicio de una libertad de identidad hiper liberal. Los estudios poscoloniales tratan las diferencias en el contexto de las estructuras societales, entendidas como estructuras de poder, y por ello contienen una clara intención sociológica.

En este contexto, la sociología poscolonial sería el equivalente de una
sociología del poder atenta al contexto y sensible a la historia, cuya materia de estudio no es el mundo occidental, ni una hueste de modernidades pluralizadas sin cesar a la manera posmoderna, sino la “modernidad entrelazada” (Randeria, 1999) que surgió en la intersección del poder militar, la expansión del capital y la transculturalidad; no es la civilización de la región norte del Atlántico, sino la compleja modernidad del siglo xxi, consecuencia de las interacciones del Norte con el Atlántico Negro así como con otras experiencias de diásporas y minorías de la “mayoría del mundo” (Connell, 2007).

Traducción del inglés de Germán Franco
Recibido: junio, 2009
Revisado: diciembre, 2009
Correspondencia: Lateinamerika-Institut/Freie Universität Berlin/Rüdesheimer
Str. 54-56/14197 Berlin/Alemania/correo electrónico: S. C.: sergio.
costa@fu-berlin.de/M. B.: manuelaboatca@yahoo.com

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