Colonialismo acá y allá: Reflexiones sobre la teoría y la práctica de los estudios coloniales a través de fronteras culturales1
Gustavo Verdesio
University of Michigan / CIETP
Confieso que a veces me pregunto para qué uno se dedica a los estudios coloniales cuando la gente de su país de origen (Uruguay) parece no tener el más mínimo interés en ese largo período. De hecho, cuando uno lee la producción académica uruguaya sobre la historia del territorio y su
gente, provengan de la disciplina que provengan esos estudios, se encuentra con que la historia humana en dichas tierras parece haber comenzado alrededor de 1810 o 1811. Nada se dice, por lo general, de quienes habitaban el territorio antes de la llegada de Juan Díaz de Solís a las costas de lo que hoy es Uruguay pero que en aquel entonces un paraje remoto, marginal, y por completo desconocido para Occidente.
Estoy convencido que el casi nulo interés por los estudios coloniales proviene, en buena medida, de no querer meterse con el pasado indígena. Tal vez se deba, como he dicho en alguna otra parte, a que el tema indígena en Uruguay es casi tabú gracias a que la entrada a pleno tanto al mundo de las repúblicas independientes como al mercado mundial, se produjo concomitantemente al intento premeditado y persistente de eliminación de los indígenas que en aquel momento eran conocidos como charrúas.2 Es fácil comprender que a nadie le gusta reconocerse como descendiente de una sociedad fuertemente basada en una lógica de eliminación del indígena.3
Sea como fuere, las narrativas de la Nación han sido muy exitosas en excluir al indígena como actor importante de ellas, razón por la cual es difícil encontrar personajes de ese origen en los relatos sobre las gestas más significativas de la nacionalidad oriental. Esto ha redundado en una clara invisibilización del indígena en la esfera pública uruguaya—fenómeno similar que se puede percibir también en algunas regiones de la Argentina, sobre todo aquellas que fueron pobladas por indígenas de características sociales y culturales similares a los del territorio de lo que es hoy el Uruguay.4
1 La versión artículo de esta charla presentada en el I Coloquio del CIETP se encuentra publicada en el dossier Tendencias, perspectivas y desafíos actuales de los estudios coloniales (Coord. Laura Catelli), en Cuadernos del
CILHA 13 (2012).
2 Grupo variado étnicamente cuya composición, a esa altura de la historia del contacto con pueblos europeos y africanos, es muy difícil de estimar, debido a la falta de información fehaciente –las fuentes etnohistóricas no son my confiables dado que emanan, en general, o bien de la pluma de militares u otros observadores poco sutiles, o bien de observadores cultos pero de poca predisposición a la indagación que hoy llamaríamos etnográfica.
3 Debido a los grandes problemas que tiene desde el punto de vista político y jurídico el término genocidio, he decidido dejar de usarlo – a pesar de reconocer la fuerza semántica y ética que tiene, y a pesar de los serios y admirables estudios de, por ejemplo, la red de genocidio e Argentina- para evitar posibles objeciones de parte de potenciales interlocutores. Por ello, prefiero como Patrick Wolfe, hablar de lógica de exterminio o de eliminación (Wolfe).
4 Para un estudio de a invisibilización de los indígenas en la provincia de Santa Cruz, ver la tesis doctoral de Mariela Rodríguez.
Pero el predominio de la episteme occidental no es un rasgo característico exclusivo del Uruguay sino que lo es también de las sociedades latinoamericanas en general. En su influyente trabajo, Aníbal Quijano dice que uno de los elementos que caracterizan a una situación social proveniente de situaciones coloniales, es el eurocentrismo en las concepciones sociales,
económicas, y culturales en el territorio y la vida del país postcolonial.
Lo que sí podría argumentarse es que es posible que en ese país esa condición sea todavía más extrema que en otras partes del continente. Me refiero a la curiosa situación que se vive en Uruguay, donde la mentalidad eurocéntrica es compartida por la enorme mayoría de sus habitantes; donde cada ciudadano se concibe como miembro de una comunidad sin indígenas, fuertemente europeizada, de fenotipo más bien caucásico—aunque esto no sea, en la realidad, tan así—de clase media— algo que hoy dista mucho de ser cierto—y con una fuerte base educativa—entendida ésta como educación universal, es decir, de origen occidental.
La ideología dominante en el Uruguay de hoy es, entonces, en algunos aspectos, muy similar a aquella que informaba a la sociedad controlada por el colonizador. Como consecuencia, la ideología dominante en el país es, en el presente, la que más se adecua a una población que se concibe a sí misma como descendiente de la cultura occidental—una sociedad que niega casi por completo su pasado indígena y que ve al componente afro como una especie de intromisión indeseable en un conglomerado que se imagina a sí mismo como homogéneo y monocultural.
En Uruguay, entonces, aquellos que Mignolo llamó, hace ya muchos años, “legados coloniales,” existen y toman diversas formas. Ante todo, el gran legado colonial en el Uruguay es la inexistencia física y legal de comunidades indígenas—al menos hasta que se produzcan casos
exitosos de reconfiguración de esas sociedades a partir de procesos de revitalización llevados a cabo por las por ahora llamadas asociaciones de descendientes. Este dato no es menor y determina, en buena parte, el devenir histórico humano sobre el territorio.
Si a pesar de lo expresado hasta ahora, uno quisiera persistir en su empeño de estudiar la época colonial (y por lo tanto, hablar de los indígenas) en un país que tan poca importancia le da a ese largo proceso histórico y a los habitantes originarios del territorio, debe enfrentarse a la elección de herramientas para hacerlo. El problema es que el mercado teórico tiene unas cuantas opciones para ofrecernos y a veces es difícil decidirse por una de ellas. Esto es todavía más difícil si uno viene de Latinoamérica, lugar periférico si los hay. Ese mismo carácter marginal nos expone, frecuentemente, a cierta subalternización, con su consecuente desprestigio, de los aportes teóricos de origen local. Sin embargo, en los últimos años ha empezado a ganar atención y prestigio un cierto corpus de trabajos que ha sido denominado de manera diferente en diferentes oportunidades, pero que por estos días responde al nombre de paradigma de(s)colonial.
Su líder indiscutido es Walter Mignolo y sus aportes en los últimos años se construyen alrededor de varias categorías, de las cuales la más popular viene siendo, al menos por ahora, la ya mencionada colonialidad del poder.
Esta es una buena noticia y como tal hay que tomarla: hacía tiempo que los
latinoamericanos que estudian los fenómenos literarios y culturales no prestaban atención a la producción teórica de los latinoamericanos—mucho menos la de Mignolo, quien hace por lo menos 35 años que viene produciendo reflexión teórica de alto nivel.
Sin embargo, creo conveniente tener siempre una actitud crítica y alerta ante cualquier aporte teórico, provenga de donde provenga, a fin de no cometer los tan frecuentes errores de paralaje que se producen en nuestra producción intelectual. La colonialidad del poder, en la forma en que ha sido elaborada por Quijano y desarrollada y popularizada por Mignolo, que es una noción muy útil para pensar los procesos coloniales y postcoloniales en un buen número de lugares en Latinoamérica, no parece, sin embargo, a la luz de la descripción de la situación en Uruguay que ofrecí en párrafos anteriores, muy adecuada para dar cuenta de los procesos que tuvieron lugar en ese territorio—y me atrevería a agregar, en una parte importante del territorio argentino.
Para empezar, la lógica de exterminio aplicada contra los pocos indígenas (cuyas prácticas sobre el territorio se caracterizaban por una alta movilidad) que todavía poblaban el Uruguay de primera mitad del siglo diecinueve, hace que Uruguay sea un país en el que el modelo explicativo de Quijano encuentre ciertas dificultades y resistencias. El intento de exterminio sufrido por los
llamados charrúas limitó la posibilidad de explotar, por parte de los españoles, la riqueza de la tierra a través de la opresión de los habitantes originarios. La ausencia de esas masas explotadas, típica de otras partes del continente, hace que la colonialidad no pueda ser explicada de la misma manera para este caso de estudio. La encomienda, institución fundamental en la elaboración
teórica de la noción colonialidad del poder, no fue importante como enclave occidental en el territorio donde hoy se encuentra el estado uruguayo.
En el futuro, la agricultura llegará a desarrollarse en Uruguay gracias al gran flujo de inmigrantes llegados principalmente de los países del Mediterráneo—aunque también llegaron contingentes menos importantes
numéricamente de otros países europeos. Si acordamos en que el problema de la colonialidad del poder en la elaboración de Quijano es, en buena parte, “el problema del indio,” y que “el problema del indio” es, en buena medida, el problema de la tierra (como quería José Carlos Mariátegui), tenemos una situación en la que la explotación de la misma mediante el uso de la
fuerza de trabajo esclavizada (o casi) de los indígenas es uno de los elementos fundamentales del constructo. Como ya vimos, el mismo no funciona demasiado bien en la situación colonial que se gestó y desarrolló en el territorio de lo que hoy es Uruguay, donde la explotación de la tierra no
fue, en los primeros tiempos, de corte agrícola, y no dependía de la opresión de vastos contingentes indígenas.
En este contexto, otro de los elementos definidores de la categoría “colonialidad del poder” también se vuelve problemático. Me refiero al énfasis puesto, por parte del poder colonial, en la clasificación racial de las poblaciones. En el Uruguay, la discriminación económica y la
explotación de la tierra no tuvieron que ver tanto con la división de las poblaciones según su raza, ni con la marginalización de los indígenas a fin de poder usarlos como mano de obra barata o gratuita para la explotación de los frutos de la tierra.
Allí la colonización, la fundación de enclaves coloniales, fue muy tardía (digamos que el primer enclave europeo importante data de
1680, la Nova Colonia do Sacramento, y se trataba sobre todo de un puesto de avanzada militar), y para el momento de la fundación de Montevideo (en varias y espaciadas etapas durante la década de 1720), no había en el territorio tantos indígenas para discriminar o explotar, razón por la cual todo ese aparato de opresión y de reorganización de las relaciones económicas y sociales
en base a la pertenencia étnica nunca llegó a ponerse en funcionamiento—al menos no funcionó con los indígenas como mano de obra barata de un sistema de explotación agraria.
Por ello creo que tal vez sea mejor emplear otras herramientas conceptuales menos ambiciosas para entender los legados coloniales en el Uruguay—y también en otras partes de Latinoamérica que no presenten las características del Perú y de los otros lugares que sufrieron una forma similar de dominación colonial. Me refiero a que no hay necesidad de recurrir a constructos o categorías transhistóricas como la colonialidad del poder.
Digo transhistóricas porque tanto en Quijano como en Mignolo, su gran revitalizador, la colonialidad del poder parece ser siempre idéntica a sí misma—desconozco que existan trabajos de estos autores que se
planteen una historización del concepto, o que tracen la evolución del mismo a lo largo del periodo colonial y de la historia post-independencia. Y así como no se han ocupado de historizarlo, tampoco han tenido en cuenta las diferencias geográficas entre las diferentes regiones y países latinoamericanos.
Es decir, no han tenido en cuenta las diferencias enormes que existen no sólo en las consecuencias de la dominación colonial en los diferentes países
latinoamericanos, sino tampoco las que existieron en los sistemas de explotación utilizados durante el propio periodo colonial. Cada país, cada región, es un escenario distinto, con sus propias reglas y su propia historia.
Historia y geografía, tiempo y espacio, entonces, deberían ser tenidos más en cuenta por aquellos que intentamos entender la época colonial y sus consecuencias para el presente. Creo que es importante intentar comenzar esa ingente tarea. Para ello, es prudente y necesario empezar por pulir y afinar las herramientas de que disponemos para que sean capaces de dar cuenta, con menos margen de error, de las situaciones coloniales y postcoloniales que pretendemos explicar.
Acaso una expresión que los rioplatenses nos negamos a usar para referirnos a nosotros mismos pueda llegar a sernos de utilidad para entender algunos de los legados coloniales de los que hablaba más arriba. Me refiero a la expresión “settler colonialism” o colonialismo de colonos, 5 que se refiere a aquellas situaciones coloniales en las que el colonizador que se instala en el
territorio recientemente conquistado intenta desplazar a los habitantes nativos.
5 Algunos autores como Richard Gott, han preferido usar la expresión “colonialismo de establecimiento” para referirse a este fenómeno.
En los lugares donde ese tipo de colonialismo se da, la demanda principal de los colonizadores, según Lorenzo Veracini, no es el trabajo de los indígenas (cosa que ocurre en el colonialismo a secas), sino la desaparición del indígena (3). En esos casos, la mejor resistencia a esa demanda es el persistir, el no desaparecer de los indígenas. El constructo de la colonialidad del poder está pensado para zonas del continente que sufrieron el otro tipo de colonialismo y, por lo tanto, la demanda principal en esos lugares fue por el trabajo indígena—de ahí que la resistencia haya sido variada, pero siempre o casi siempre en relación al, o alrededor del, boycott del trabajo.6
6 Por supuesto esto no quiere decir que en los lugares donde se dio el colonialismo a secas los indígenas no hayan también intentado persistir y sobrevivir a la opresión; también puede haber habido casos en que los colonizadores del colonialismo a seas hayan intentado (infructuosamente) la eliminación de los nativos. Lo que Veracini intenta señalar es otra cosa: el principio fundamental, la demanda principal, que predomina en cada tipo de colonialismo. Esa demanda principal es la que va influir, en buena medida, en las respuestas de los indígenas, que dependerán, justamente de lo que el colonialismo espera de ellos.
El colonialismo de colonos, además, se presenta a sí mismo como un proceso que busca su propia muerte o desaparición: su objetivo es dejar de ser un colonialismo de colonos y absorber, desplazar, o eliminar a los indígenas (Veracini 2-3). En el caso de Uruguay, es evidente el triunfo de ese tipo de proyecto: como ya vimos, la enorme mayoría de la población se imagina a sí misma como legítima descendiente de Europa y de la sociedad occidental. Esta es, según Veracini, una diferencia fundamental entre el colonialismo a secas y el de colonos: el primero busca mantener la diferencia entre la metrópolis y la colonia, en tanto que el segundo tipo de colonialismo busca borrarla (3).
El caso de Uruguay es claro: el colonialismo se ha transformado de tal manera que la mayoría de su población no percibe que haya habido en el país colonialismo alguno. Es que para poder decir que se ha superado la situación colonial creada por el colonialismo de colonos, tendrá que desaparecer, de una manera u otra, su demanda inicial: la eliminación del indígena (Veracini 9). Es decir, se debe llegar a una situación en la que, o bien el indígena haya desaparecido, o bien la supervivencia (esa estrategia de resistencia fundamental de los indígenas al colonialismo de colonos) sea ya innecesaria por haber desaparecido la demanda incicial del settler colonialism.
En el caso de Uruguay parece claro que la forma en que se ha percibido, por parte de la psique colectiva, la no existencia del colonialismo de colonos es la primera de las nombradas: se imagina al país como a una nación sin indígenas. Esta situación es, sin embargo y como tantas otras, meramente provisional: bastaría que las emergentes organizaciones de descendientes comenzaran a autodefinirse como indígenas tout court e iniciaran un proceso de revitalización de las identidades indígenas, para que la visibilidad del colonialismo de colonos aumentara considerablemente en el horizonte cognitivo de la población en general.
Lo que no subraya Veracini pero está implícito en sus argumentos, es lo que señala Patrick Wolfe: que el settler colonialism gira alrededor del problema de la tierra (388). Más arriba vimos que el problema de la tierra y lo que se ha dado en llamar “el problema del indio” estaban relacionados en la medida en que en los lugares de Latinoamérica que había poblaciones importantes de indígenas, los colonizadores europeos se dedicaron a usar a los nativos como mano de obra para explotar la tierra a través de las prácticas agrícolas.
En el caso de Uruguay, hay también, como en todo caso de colonialismo de colonos, un interés de los colonizadores por la tierra, pero en este caso se la ve no tanto como lugar a ser explotado por la fuerza de trabajo indígena, sino como lugar a ser poseído por el colono. Como bien ha señalado Wolfe, el principal motivo para la eliminación de los indígenas en el colonialismo de colonos es el acceso al territorio (388). Se trata, entonces, de la tierra como objeto de posesión o como objeto de deseo del colonizador, y no como lugar destinado a ser trabajado por los nativos. La tierra es deseada para poder quedarse, para poder habitarla y, por supuesto, explotarla.
De ahí que en el settler colonialism la búsqueda de la extinción del indígena se convierta en un principio organizador de la sociedad colonial—o sea, no se trata de una ocurrencia única, de un evento, sino de una estructura (Wolfe 388).
Para entender casos como el de Uruguay, es importante tener en cuenta estas lógicas que operan en ese tipo de colonialismo, porque nos permiten visualizar algunas de las características más salientes de la colonización en ese país. Por ejemplo, nos permite ver uno de los trucos que están detrás de esa forma de percibirse como europeos que predomina en la población actual. Ese truco, en los países de settler colonialism, consiste en que luego de que la trayectoria que incluye el proceso de búsqueda de la eliminación del indígena y de la domesticación de la naturaleza silvestre terminan, luego de obtenida la independencia de la metrópolis, los recién nacidos estados declaran que ya no son coloniales sino postcoloniales, que ya no son settlers sino settled.
De este modo hacen caso omiso de los mecanismos por los cuales la lucha por la tierra continúa luego de obtenida la independencia—una lucha que toma la forma de intento sistemático de eliminación del indígena por parte del Estado. De más está decir que este tipo de categorías como settler colonialism, por más útiles que sean, no constituyen una panacea sino más bien un tipo de correctivo a ciertas miradas sesgadas, tal como la que predomina en Uruguay en relación al pasado colonial.
Pero de ninguna manera puede considerarse como el único aporte teórico desde el cual conceptualizar o entender la realidad. Por el contrario, creo que tanto en Latinoamérica como en la academia norteamericana hay tradiciones de pensamiento que todavía pueden dar algunos frutos más. No deberá sorprender a nadie, entonces, que el tipo de análisis que desearía contribuir a desarrollar para entender las situaciones coloniales, esté inspirado, además, por cierto tipo de trabajo académico que, lamentablemente, y ojalá que me equivoque, parece pertenecer, al menos por ahora, al reino del pasado.
Me refiero a cierto modo de producción intelectual que fue hegemónico en los estudios coloniales de los años ochenta originados en los departamentos de lengua y literatura de las universidades de Estados Unidos.
Como pretendo que mi trabajo sea, de alguna manera, una contribución y, si es posible, una mejora o al menos una modificación productiva de ese modo de producción intelectual, voy a hacer un poco de historia, primero, para explicar por qué pienso que esa forma de hacer investigación encerraba una promesa, y luego me voy a dedicar a hacer un diagnóstico de ese mismo campo de estudios en el presente, para terminar con una modesta propuesta al final de este trabajo.
Varias veces he dicho que lo que Mignolo y Rolena Adorno llamaron, allá por principios de los ochenta, el nuevo paradigma de los estudios coloniales latinoamericanos, fue lo primero pero no lo segundo. Es decir, fue algo nuevo, pero no fue un paradigma. De hecho, ni siquiera en el momento de apogeo, cuando su influencia se hacía sentir incluso fuera del campo de estudios (llegando a afectar las investigaciones de los que se dedicaban a la literatura latinoamericana contemporánea), se puede decir que haya habido propiamente un cambio de paradigma. Lo que sí hubo, como he dicho ya hasta el hartazgo, es un nuevo modo de producción intelectual en el campo de estudios coloniales (“Conquista y contraconquista” 125, “Colonialism Now and Then”4-5).
Un modo de producción que postulaba la necesidad de prestar atención a voces subalternas que habían sido silenciadas no solamente por las autoridades coloniales y por la ciudad letrada, sino también por los propios estudiosos de la época colonial, quienes en muchos casos se limitaban a cantar loas a los conquistadores o a la cultura occidental que aquellos y los
misioneros trajeron a tierras americanas.
Entre las propuestas de los renovadores del campo estaba aquella de Mignolo, que consistía en promover el estudio de la totalidad de textos producidos durante el encuentro colonial en vez de limitarse al análisis de unos pocos textos canónicos (“The Darker Side” 810; “Canon and Cross Cultural Boundaries” passim).
Para Mignolo, el estudio de la totalidad de textos producidos en una situación colonial es obligatorio si lo que se busca es entender esa situación
colonial (“Afterword” passim). Por eso prefiere hablar de semiosis colonial (esto es: la totalidad de mensajes e intercambios simbólicos en situaciones coloniales) en vez de discurso colonial- una expresión que limita el corpus al conjunto de los mensajes verbales, orales o escritos (“Afterword” passim).
Una de las consecuencias de su propuesta es la incorporación de mapas
de factura europea, representaciones territoriales indígenas, khipus y otros objetos materiales portadores de signos, a la agenda de investigación de los estudios coloniales producidos por miembros de departamentos de lengua y literatura en los Estados Unidos (“Colonial Situations,” The Darker Side, entre muchas otras publicaciones).
La incorporación de sistemas de signos no discursivos, sumada a la emergencia de estudios sobre autores de origen indígena—como Guamán Poma, Santa Cruz Pachacuti Yamqui y Titu Cusi Yupanqui en la región andina, Fernando Alva Ixtlilxochitl, los escribas indígenas que redactaron el Popol Vuh y los que colaboraron en la elaboración de las Relaciones Geográficas, para el caso de Mesoamérica—y la aparición de nuevos estudios sobre escritoras—además de la ya canónica Sor Juana Inés de la Cruz—son síntomas del que se dio en llamar cambio de paradigma en los estudios coloniales latinoamericanos.
Estos cambios tienen como consecuencia una nueva situación en el campo de estudios, caracterizado ahora por la incorporación de lo indígena, lo femenino, lo africano y otras entidades, agencias, y perspectivas no Europeas y no patriarcales a las investigaciones enmarcadas por la disciplina.
En resumen, entre las cosas que buscaban los fundadores de ese nuevo modo de producción de conocimiento en el campo de estudio, estaba, primero, la posibilidad de ofrecer un panorama mucho menos sesgado de los intercambios discursivos (este era el programa de Adorno), y segundo, de los intercambios de signos en general (esta fue, como vimos, la agenda de Mignolo).
De este modo, los estudiosos de la época colonial se pusieron a la vanguardia, casi sin quererlo, de los debates que en los años ochenta se llamaron, en Estados Unidos, las guerras del canon—o canon wars.
Esas guerras enfrentaron a los propulsores de agendas académicas conservadoras contra los que buscaban cambiar el status quo. Los primeros se aferraban a lo que se dio en llamar “the big books,” o sea, las grandes obras del pensamiento y la literatura occidentales, que debían estar en la base de la educación de cualquier persona que deseara ser considerada una buena ciudadana de la cultura occidental. La idea era que para ser una persona culta y funcional en esa sociedad, para poder declarar la pertenencia legítima a ella, había que conocer en profundidad una serie de obras que encarnaban los valores y principios de esa cultura.
Los segundos buscaban ampliar los límites de esa lista de libros (que eso y no otra cosa es un canon), a fin de que otras voces pudieran ser oídas y estudiadas en los claustros universitarios. La idea era que en un mundo (léase: en Estados Unidos, que a menudo funge de mundo a secas en la mente y el discurso de sus ciudadanos) crecientemente multicultural, la lista de libros obligatoria para considerarse un ciudadano culto y educado, era demasiado sesgada y excluyente.
Amplios sectores de la ciudadanía norteamericana (irónicamente llamados minorías) quedaban sin representación en las listas, y por lo tanto se les hacía una suerte de injusticia, si no a ellos mismos, al menos a las tradiciones culturales de donde venían.
En esas luchas por el canon fueron muy importantes dos autores latinoamericanos y dos campos de estudios: Rigoberta Menchú y Guamán Poma de Ayala y los estudios sobre el testimonio como género (literario o discursivo) y los estudios coloniales. Es por eso que los trabajos de Adorno sobre el segundo de los nombrados se convirtieron en una poderosa carta de presentación para aquellos que estudiaban los textos, discursos y sistemas semióticos coloniales.
A partir de ese momento, crece el número de gente que se dedica a ese campo, se abren nuevos puestos—al punto que ninguna universidad que tuviera grandes pretensiones intelectuales podía tener una sección de literatura latinoamericana sin un experto en colonial—y el cachet intelectual de ese campo de estudios sube considerablemente.
Lamentablemente, esa situación no duró demasiado tiempo: para mediados de los años noventa, en un momento de supuesto apogeo del también supuesto paradigma nuevo, ya era evidente que la mayoría de los integrantes del campo de estudios seguían produciendo trabajos pertenecientes a un modo de producción intelectual que las declaraciones triunfalistas de Adorno
daban por muerto. Desde ese entonces hasta el presente, la situación solo se ha deteriorado: hoy estamos en un momento histórico en el que la enorme mayoría de los jóvenes investigadores que terminan su doctorado en prestigiosas universidades norteamericanas parecen enmarcarse en un
espectro intelectual que va desde el historicismo más pedestre hasta el neo-filologismo más rampante.
Con esto quiero decir que o bien se encuadran en una corriente que privilegia al documento histórico como única autoridad—una autoridad que se la confiere el ser concebido como transparente y como portador de verdad—o bien se dedican a producir un trabajo meramente filológico que pierde por completo de vista los costados políticos que un texto cualquiera pueda tener.7
7. El predominio actual de los historiadores en el campo de los estudios coloniales provenientes de los departamentos de lengua y literatura en universidades latinoamericanas tiene un punto de inflexión que puede ubicarse, acaso (lo digo tan solo tentativamente y a modo de ilustración), en el momento de la publicación del libro How to write the story of the New World, de Jorge Cañizares Esguerra. Después de él vinieron muchos más y la hegemonía del pensamiento historiográfico menos propenso a la interpretación de los documentos se instaló y predomina en el campo –al menos hasta el momento.
En suma, ese campo de estudios que amenazó con convertirse en vanguardia de los estudios literarios y culturales allá por la década de los ochenta, es hoy una especie de reducto del neoconservadurismo más rampante. Aquellos que seguimos intentando producir en un marco conceptual y en una tradición disciplinaria menos reaccionaria, estamos definitivamente en la minoría. Por eso creo que, a pesar de lo triste de la situación del campo en los Estados Unidos y de la escasa importancia que se le da en mi país, acaso sea hora de hacer un llamado a una revitalización de los estudios coloniales. Y esa revitalización no puede hacerse repitiendo lo que propusieron sus cabezas más visibles en los años ochenta, porque eso, reconozcámoslo, fue tan solo un auspicioso y promisorio comienzo.
Es por ello que creo que lo que corresponde es subir la apuesta e intentar transformar el campo en un lugar donde se produzca una fuerte inflexión subalternista; es decir, una inflexión que permita no sólo abrir las puertas a las voces y subjetividades subalternas en el marco colonial, sino que además les dé privilegio epistemológico. Por otra parte, otra movida que creo que se impone es el darse cuenta, de una vez por todas, que los que estudiamos la época colonial debemos, si no queremos convertirnos en meros anticuarios, prestar especial atención a las consecuencias de esa época en nuestro presente. Es decir, tenemos que poner un gran énfasis en los legados coloniales que persisten en este momento histórico. Si no lo hacemos, corremos el riesgo de hacernos cómplices del poder, en tanto que productores de un conocimiento que hace caso omiso de la miseria y la opresión que no sólo lo rodean sino que también lo hacen posible.
Si no queremos seguir siendo, cómplices de las estructuras e instituciones generadoras y reproductoras de subalternidad (y la academia, la universidad en tanto que máquina de enseñar y de producir ciudadanos modelo para la sociedad dominante, es una de esas instituciones8), deberíamos apuntar nuestras baterías a denunciar esos mecanismos de dominación. La mejor forma de hacerlo, como ya fue dicho, es poner el énfasis en el privilegio epistemológico de los sujetos que han sido subalternizados no sólo por los poderes coloniales, sino también por los productores de conocimiento del presente. Sólo de esa manera podríamos evitar convertirnos en los productores de subalternidad de este presente que nos toca vivir.
8Esto es algo que gente como John Beverley viene diciendo desde hace ya unos cuantos años, pero parece ser un mensaje que los practicantes de las disciplinas dedicadas al estudio de lo literario parecen no querer oír.
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