Clases, movimientos, multitud; debate sobre la formación de sujetos colectivos  revolucionarios en el siglo xxi. Aureliano Ortega. 2009

Indudablemente, esos “veinte años de aburrimiento” a los que se refiere el poeta y músico canadiense son los que corrieron entre el arribo  al poder de los gobiernos conservadores de Ronald Reagan y Margaret  Tatcher en los Estados Unidos e Inglaterra y el estallamiento del Consenso de Washington hacia 1997; largos años de indisputado dominio conservador que, no obstante, ya mostraba sus primeros síntomas  de declinación a partir del levantamiento zapatista en Chiapas, no en  Manhattan, en enero de 1994.

Fui sentenciado a veinte años de aburrimiento,

por tratar de cambiar el sistema desde el interior.

Y vengo ahora, ahora vengo por la revancha.

Primero, tomaremos Manhattan.

Después, tomaremos Berlín.  Leonard Cohen

Indudablemente, esos “veinte años de aburrimiento” a los que se refiere el poeta y músico canadiense son los que corrieron entre el arribo  al poder de los gobiernos conservadores de Ronald Reagan y Margaret  Tatcher en los Estados Unidos e Inglaterra y el estallamiento del Consenso de Washington hacia 1997; largos años de indisputado dominio conservador que, no obstante, ya mostraba sus primeros síntomas  de declinación a partir del levantamiento zapatista en Chiapas, no en  Manhattan, en enero de 1994.

Sin embargo, es quizá más preciso fijar el “fin del aburrimiento”  a partir de eventos como la “batalla de Seattle” en 1999, la llegada de  Hugo Chávez a la presidencia de Venezuela, el cerco al que cientos  de miles de indígenas sometieron durante semanas a la ciudad de La Paz, en Bolivia (y que produjo la caída del régimen de Sánchez de Losada y, meses más tarde, la elección de Evo Morales), las protestas generalizadas que en el curso de unas cuantas semanas de diciembre de  2001 llevaron a la quiebra a tres gobiernos neoliberales en Argentina  o, por último, los disturbios protagonizados por jóvenes inmigrantes  africanos que en París, otra vez en París, recuperaron para la memoria  y la acción colectivas la eficacia de las barricadas y la espectacularidad  subversiva del coctel molotov.

Frente a tales eventos (y muchos otros de índole similar o parecida  sucedidos a lo largo y ancho del mundo) algunos representantes del  pensamiento crítico, o para ser más precisos, lo poco que quedaba de  él, en el pasado reciente recuperaron una importante reserva de problemas teóricos y políticos cuya emergencia irruptiva y, sobre todo, su  novedad, ofrecían la oportunidad no sólo de mostrar la necesidad y la  vigencia de un pensamiento que había sobrevivido al chantaje y tedio  posmodernos, sino su “fuerza y su terrenalidad” (Marx), su capacidad  teórica para aprehender el sentido histórico de los hechos y, contemporáneamente, su habilidad para articularse programáticamente con aquéllos.

Vamos a entender aquí por “pensamiento crítico” el abigarrado  conjunto de intervenciones teóricas y discursivas que, a despecho de  la postura posmoderna, conservadora o liberal-democrática, y de su  ofensiva en contra de los relatos de emancipación, jamás suscribieron  la idea del “fin de la historia”, siempre sospecharon de las bondades de la  democracia occidental y, aun desde la marginalidad, mantuvieron  viva la idea de que todavía es deseable y posible la construcción de un  mundo mejor.

De modo que el ámbito de nuestra intervención se reduce, en principio, a unos cuantos autores en quienes reconocemos un  claro distanciamiento respecto del pensar posmoderno en su versión  conservadora y, conjuntamente, el replanteamiento sistemático del  viejo problema de la emancipación; pero que, igualmente, exige como  requisito teórico para el examen de sus intervenciones, la presencia  en ellas de ciertas premisas de orden epistemológico de incontestable  talante crítico-negativo o crítico-revolucionario.

I

La pregunta por el conjunto de condiciones históricas, económicas,  políticas y culturales que hacen o no posible la formación de sujetos sociales revolucionarios en el siglo xxi únicamente puede ser formulada en el espacio teórico que se genera y despliega a través del  tratamiento crítico-reflexivo de dos problemáticas concomitantes y  sólidamente articuladas entre sí: la crisis estructural del capitalismo y la  necesidad-posibilidad de su transformación revolucionaria.

Fuera de  este espacio, la pregunta misma carecería de sentido, en tanto el enunciado mismo “sujetos sociales revolucionarios” implica la formación  de un sujeto-agente colectivo que emprende su autoconstitución —y  presuntamente realiza actividades “revolucionarias”— a partir de las  condiciones objetivas que le ofrece el estado actual de las cosas, examinado por el pensamiento crítico a partir de su “crisis estructural” y  caracterizado reiteradamente como “agotado”, “decadente” o en “fase  terminal”.

El fundamento teórico que aducimos para afirmar esa articulación y, a fin de cuentas, esa correspondencia, se remonta a Marx,  quien en su tratamiento del concepto de crisis incluye obligadamente  la consideración del alcance y el carácter de la misma (originaria, estructural, general) y, concomitantemente, el examen de las posibilidades revolucionarias que genera, lo que inevitablemente abre espacios a  la pregunta por los sujetos-agentes de la revolución.

En términos generales, y desde la perspectiva teórica que nos ofrece el marxismo crítico, es posible hablar de “crisis estructural” única y  exclusivamente si tomamos en cuenta la totalidad del proceso de reproducción de un sujeto social de dimensiones históricas, en este caso  el modo de producción capitalista; es decir, cuando en el proceso de reproducción de ese sujeto social aparecen o se manifiestan “situaciones límite” que comprometen, ponen en cuestión o realmente imposibilitan su viabilidad misma, su subsistencia como figura histórica.

El concepto de crisis hace referencia (en el caso de Marx) a la totalidad del  proceso de reproducción de un sujeto social como proceso que tiene siempre una forma histórica determinada. En verdad, el concepto de crisis, para Marx, es el concepto de una determinada “situación límite” a la que ha  arribado un determinado proceso de reproducción del sujeto social; una  situación tal, que el mantenimiento de la vida de ese sujeto social —una vida históricamente fundada y determinada— se vuelve, de alguna manera,  imposible.

Cuando continuar el proceso de reproducción implica un cuestionamiento esencial de su forma, entonces estamos en una situación de crisis. (El concepto de crisis es, pues, un concepto que hace referencia a la  reproducción del sujeto social en su forma histórica determinada.)[1]

Es por ello que el concepto de crisis debe asociarse indisolublemente  con el concepto de revolución, porque, para Marx, cuando una forma  histórica de la reproducción social ya no puede garantizar la reproducción de sus condiciones de posibilidad y por lo tanto “entra en  crisis”, aparecen contemporáneamente fenómenos que ilustran la posibilidad de otra forma de socialidad, de una nueva forma del sujeto  social que constituye en acto una transformación social revolucionaria.[2]

Sin embargo, ante la resistencia que históricamente ha mostrado  el capitalismo para sortear sus crisis, y eventualmente sacar partido de  las mismas, el marxismo crítico ha establecido muy claros matices  entre la revolución, en abstracto, y su necesidad, su posibilidad y su

actualidad histórico-concretas, en cuya consideración y examen indefectiblemente ocupa un lugar central el problema de las “condiciones  subjetivas”, lo que no significa otra cosa que la existencia históricoconcreta, o no, de sujetos revolucionarios capaces de reconocer la necesidad de la revolución y participar activamente en la generación  de sus condiciones de posibilidad —para, finalmente, hacerla actual y, con ello, transformar el mundo.

Sin contar con mayor espacio para examinar a fondo las premisas  anteriores, es ahora posible señalar que en la nómina de autores a los  que debemos restringir nuestro universo de investigación debemos incluir, por lo pronto, a James Petras, Immanuel Wallerstein y Antonio  Negri (asociado recientemente a Michael Hardt) justamente porque,  en nuestra opinión, cumplen con el perfil determinado de antemano:  por una parte, ubican la pregunta sobre la formación de sujetos sociales revolucionarios en el espacio problemático que abre la presencia/ausencia de un “estado límite” en la dinámica actual del capitalismo; por otra, si bien a partir de nociones diversas, abordan teóricamente las peculiaridades que distinguen la necesidad, la posibilidad y la actualidad de la revolución; finalmente, porque todos ellos han sobrevivido teórica y filosóficamente a la embestida posmoderna, manteniéndose en el  ámbito del pensamiento crítico y, particularmente, en el marxismo.

II

James Petras, a quien abordaremos en primera instancia, está comprometido con un análisis estrictamente histórico-económico de

la actualidad que parte mayoritariamente de la ortodoxia marxista, se concentra en el examen de las tendencias básicas de la acumulación y concentración de capitales a nivel mundial (aunque particularmente las de los Estados Unidos) y de las condiciones generales de su reproducción ampliada, en donde caben análisis de carácter político, social y cultural que resultan imprescindibles para una comprensión cabal y suficiente de la realidad histórica concreta. Este modelo de interpretación, que bien podría llamarse histórico-económico, no se hace ilusiones respecto a las condiciones actuales de la crisis y del avance de  la lucha de clases a nivel mundial.

Sostiene que el régimen de producción/reproducción capitalista mantiene una cabal salud reproductiva  y que el colapso, de venir, no podría fecharse antes del fin del primer  tercio del siglo xxi, y no precisamente por las “debilidades estructurales” del sistema (que siempre se las arregla para sacar provecho de sus  crisis), sino por la acción de una nueva “clase revolucionaria” conducida por un ideario “socialista” y capaz de llevar contemporáneamente  su acción transformadora a los lugares de trabajo, al seno de las luchas  por el medio ambiente y a los centros de consumo.

Para este autor, los argumentos sobre el “derrumbe” de capitalismo son meramente “mitos” que se asocian a una muy deficiente teoría general del capitalismo y a una todavía más pobre metodología de análisis de la coyuntura. Para probar esas deficiencias, Petras destaca algunos argumentos  que supuestamente prueban la inminencia del colapso:

1) el déficit del presupuesto, anual y acumulado, de los estados hegemónicos; 2) el déficit de las balanzas de pagos; 3) la naturaleza especulativa de la economía; 4) la debilidad del dólar; 5) la crisis energética —la carestía de los recursos energéticos—, y 6) la “insustentabilidad” del modelo estadounidense.

Frente a todo ello, con análisis empíricos y estadísticas en la mano, Petras destruye uno a uno los argumentos de sus antagonistas, probando que la fortaleza del capitalismo, pese a tropiezos incidentales, reposa en su alta capacidad para trasladar a los trabajadores el peso de la crisis:

Lo que se llama la “crisis del capitalismo” es en realidad la crisis del trabajo, es decir, la reducción absoluta y relativa de los niveles de vida, evidente en la eliminación de a) planes de pensión con fondos de las empresas —e incremento en la aportación de los trabajadores a esos planes; b) eliminación o reducción de pagos a planes de salud y mayores deducciones a los salarios para gastos en salud, o bien pérdida total de la protección a la salud; c) crecimiento de los costos de energía, salud, educación y medicinas que no están calculados en el índice de precios al consumidor, y d) la ola creciente de concesiones de líderes sindicales escleróticos que ganan sueldos excesivos, los cuales degradan los niveles de vida e incrementan las ganancias de las corporaciones.[3]

A lo que habría que sumar la degradación del ambiente natural y el virtual abandono y destrucción de los espacios urbanos ocupados por las clases trabajadoras y los marginados. Para entender realmente qué está pasando, es importante concentrarse no en la tesis del derrumbe, sino en la intensificación y extensión de la explotación de los trabajadores, del medio ambiente y de los consumidores por el capital corporativo, la cual permite a la economía capitalista continuar creciendo y sobreponiéndose a cualquier tropiezo momentáneo.

Es por ello que en lugar de “crisis estructural” este autor se pronuncia por la edificación de un nuevo agente social que resista y sostenga sus luchas, como se  dijo, en los lugares de trabajo, en torno a los problemas del medio ambiente y en los mismos sitios de consumo.

Petras parte de la afirmación enfática de que la relación dialéctica entre los conflictos de clase y las transformaciones estructurales es  decisiva en el modo que adoptan las relaciones entre el capital y el trabajo, mientras señala que de ser cierto que las luchas de clase son el “motor de la historia”, es preciso conocer el tipo y la intensidad de los conflictos para determinar sus posibles desenlaces[4] —ya que, en la actualidad, en la fase de desmantelamiento final del “Estado de bienestar”, es el capitalismo el que ha establecido y puesto a su favor las condiciones de la ofensiva, lo que determina su actual e indisputado predominio—.

De modo que, cuando Petras afirma que la crisis no es la “crisis estructural del capitalismo” sino la “crisis del trabajo”, lo que en realidad quiere decir es, siempre en la perspectiva que le impone el marxismo, que la crisis actual representa una fase de la lucha de clases en la que a los trabajadores les ha tocado la peor parte; justamente porque la presente no es una crisis terminal, sino un largo y violento periodo de reajuste del dominio capitalista, y porque aquéllos han sido episódicamente vencidos por la violencia e intensificación de la represión y por efecto indirecto de las ideologías reformistas y parlamentaristas que se han adueñado de las organizaciones obreras y políticas contemporáneas.

Con base en dichos señalamientos y a través de una periodización y una caracterización muy precisas de la lucha de clases a lo largo del siglo, Petras afirma que entre 1976 y 2006 se ha vivido una “crisis del trabajo” porque a lo largo de esos años tuvo lugar un declive generalizado  de la lucha extraparlamentaria como resultado de la represión en contra de los grupos opositores, un reagrupamiento de los capitalistas y el inicio de una nueva ofensiva en contra de las organizaciones obreras.

Asimismo se concluyó la completa institucionalización de los partidos  reformistas y los sindicatos, mientras el modelo neoliberal sustituía al viejo Estado de bienestar en el horizonte deliberativo, teórico, ideológico y mediático, y el capital se reconfiguraba mundialmente bajo la pauta de las empresas multinacionales; al tiempo que los aparatos de Estado, dominados mayoritariamente por partidos conservadores, asumían la tarea de traspasar grandes cantidades de capital (vía “rescates financieros”, “saneamientos”, subsidios, reducción de impuestos, bonos de deuda, transferencias y otros instrumentos financieros legales o ilegales) hacia las cuentas particulares de las empresas y los capitalistas.

Como resultado, el modelo neo-liberal sustituyó por completo al viejo estado de bienestar, y el antiguo “pacto” entre el capital y el  trabajo (New Deal, pleno empleo, seguridad social, etcétera) devino en una nueva forma de parlamentarismo y compromisos electorales entre partidos que, al margen de sus nombres o filiación histórica (incluidos los de “izquierda”), aprobaron masivamente el programa de dominio capitalista, renunciaron a toda teoría y práctica de la lucha política de clases y aceptaron participar en la contienda electoral como única forma de “hacer política”.[5]

Petras otorga una importancia crucial al estado de la lucha de  clases porque afirma que la teoría del valor, siendo el instrumento adecuado para analizar y comprender los ciclos expansivos y recesivos del capital, no es del todo pertinente para examinar y caracterizar el tipo y el grado de la explotación del trabajo que tiene lugar en circunstancias y contextos específicos ni del grado de conciencia y organización efectivamente revolucionaria de los trabajadores y las clases subalternas, por lo que es necesario ampliar o enriquecer la teoría para determinar, en un momento y un contexto dados, tanto la “intensidad de la explotación” como la “intensidad de la resistencia” (agregaríamos nosotros), para determinar a su vez si el momento crítico es específicamente estructural o terminal, o si se trata de un enfrentamiento o un episodio más en la larga historia de las luchas entre el capital y el trabajo —ni más ni menos, porque Petras no encuentra razones para establecer una correlación unívoca y mecánica entre “crisis económica” y “lucha de clases”—; es decir, para él no existe una relación de consecuencia entre la intensificación de la lucha de clases y la entrada o salida de un ciclo económico expansivo-recesivo; por lo que la conclusión parece obvia: superar y abolir definitivamente el sistema de explotación y dominio capitalista no puede ser efecto mecánico de una crisis económica, así sea terminal, si no existe un desarrollo suficiente y apropiado de la “conciencia de clase” de las fuerzas antagónicas al capitalismo:

Una erupción de gran intensidad en la lucha de clases resulta de la acumulación de fuerzas, la formación de cuadros y la creación de líderes sociales ceñídamente articulados a las masas en los sectores críticos de la producción, la distribución y la vivienda.

Los periodos de lucha más intensa (1944-1946) y (1965-1975) fueron precedidos por más de una década de cuidadosa construcción de organizaciones, el reclutamiento de cuadros y su inserción en toda clase de luchas por reformas, infundiendo en todos los casos una conciencia revolucionaria.[6]

De esta forma, Petras se coloca en una clara línea de continuidad teórica y política con el marxismo histórico, de manera que su modelo de “sujeto social revolucionario” sigue siendo “la clase organizada” en estrecha articulación con la “organización de clase”, aun cuando en la actualidad dicha organización de clase ya no sea identificable con el partido, sino con una gran variedad de organizaciones identificadas por su conciencia de clase y por el carácter anticapitalista de sus luchas.

III

Por su parte, la intervención de Immanuel Wallerstein en el debate podría llamarse histórico-estructural, pues se fundamenta principalmente en la abigarrada articulación de la teoría de los ciclos económicos de Kondratiev, la teoría braudeliana de los tiempos históricos (largo, me[1]dio y corto) y los conceptos de economía-mundo, sistema-mundo y centro-periferia que operan al interior de una combinación de “ejes de análisis histórico-críticos”.

Estos ejes, que no nos es posible desglosar aquí, son:                                a) el sistema interestatal, es decir, las relaciones, pesos y contrapesos geopolíticos y geoestratégicos entre los estados nacionales, divididos para el efecto en estados centrales o hegemónicos y estados periféricos o subordinados;                                                               b) la producción mundial, que incluye el análisis crítico de las fases de crecimiento/decrecimiento de la economía mundial y sus componentes esenciales: oferta/demanda, sistemas de precios, flujos y composición de los capitales, etcétera;                                                      c) la fuerza de trabajo mundial, esto es, el tipo, el número y la distribución local y mundial de los trabajos productivos y de los trabajadores que los realizan, su formación cultural y su grado de conciencia y compromiso;

d) el bienestar humano mundial, que incluye variables sobre la calidad de vida, los sistemas de salud, las pensiones y las múltiples variantes de medición del desarrollo humano;                                             e) la cohesión social de los estados, que aborda el examen de la correlación entre las fuerzas políticas y sociales a escala nacional, la cohesión sociopolítica interna y el nivel de consenso y aprobación de los gobiernos; y, por último,                                                                   f) el análisis de las estructuras del conocimiento, es decir, el papel que juegan los conocimientos científicos, y su distribución social, en la reproducción o la trasformación de las sociedades.[7]

De acuerdo con el resultado que arroja el análisis realizado a partir de estos seis ejes histórico-críticos, el diagnóstico es contundente.

Después de un largo ciclo de crecimiento iniciado en 1945 (llamado Fase A, es decir, de crecimiento económico del ciclo de Kondratiev), desde 1973 (inicio de la Fase B), pero sobre todo desde la llamada “crisis de la deuda” (1982), el sistema-mundo capitalista ha entrado en su fase terminal.

“Pienso —escribe Wallerstein— que efectivamente hemos entrado en una etapa nueva. Pero lejos de ser el triunfo y el apogeo del sistema capitalista, creo que esta etapa es precisamente la etapa de su crisis terminal”.[8]

Si con una sola expresión le damos nombre al diagnóstico que sostiene esta postura podríamos decir que, para ésta, la crisis estructural del capitalismo se asocia al paulatino pero persistente agotamiento de sus formas tradicionales de acumulación, articulado al ostensible fracaso de las estrategias para remediarlo, llámense “monetarización”, “dolarización”, “petrolización” o “globalización”.

De modo que su capítulo revolucionario se construye a partir del reconocimiento de los espacios político-culturales que dicho agotamiento “deja libres” a la organización y acción transformadoras de un sujeto social revolucionario multimodal y multifásico.

Como ejemplo máximo de esa ocupación de espacios, esta corriente reconoce los movimientos estudiantiles, obreros y populares de 1968, los que no duda en llamar “la revolución mundial de 1968”.

Sin embargo, para Wallerstein, esta fase terminal no necesariamente conduce a la revolución, sino hacia una suerte de “normalización” y predominio de un capitalismo reformado y reforzado a través de una “transformación controlada” (como la transición del feudalismo al capitalismo); o bien, considerándola como la expectativa con más altas probabilidades, caminamos hacia la desintegración del orbe capitalista y el advenimiento de un largo periodo de descomposición o catástrofe social (como la decadencia del mundo antiguo).[9]

Formalmente sólo hay dos posibilidades. Una es que el sistema-mundo siga funcionando más o menos como lo ha venido haciendo durante cinco siglos, a lo largo de su vida, como economía-mundo capitalista […] el sistema-mundo podría ser distinto de muchas formas, pero en esencia seguiría siendo un sistema-mundo capitalista […] La segunda posibilidad es que los nuevos fenómenos que comenzaron a advertirse en los años setenta […] resulten tan importantes y vastos que ya no parezca razonable esperar que el sistema siga siendo más o menos igual, con apenas algunos reajustes: en este caso, más bien cabría prever la germinación de una crisis o bifurcación del sistema, que podría manifestarse como un periodo de caos del sistema, cuyo resultado sería incierto.[10]

Complementando los señalamientos anteriores, y como parte de la respuesta específica a la pregunta por los elementos propiamente práctico-subjetivos de la crisis, Wallerstein señala tres: la presión económica, la presión política y la presión ideológica que presumiblemente sufre el capitalismo contemporáneo, ya sea desde su interior mismo o desde sus difusas márgenes.[11]

La presión económica nos remite a dos contradicciones fundamentales del capitalismo como modo de producción: una es la contradicción que genera el impulso de cada capitalista por obtener la máxima tasa de ganancia al reducir los costos de producción (en particular el costo de la fuerza de trabajo) y la imposibilidad de obtener beneficios en una economía mundo con una demanda real deprimida e insuficiente.

La segunda contradicción es causada por “la anarquía de la producción” en un ámbito en donde priva la competencia abierta entre capitalistas, cuya consecuencia es que los intereses de cualquier empresario como competidor tienden a ser contrarios a sus intereses como miembro de una clase.

Ambas contradicciones generan como consecuencia el conocido ciclo de fases de acumulación-estancamiento que caracteriza al modo de producción capitalista y cuya solución siempre ha requerido una ampliación, cada vez más profunda y abarcante, de la mercantilización de la economía, lo que en la actualidad la acerca peligrosamente a una asíntota de cien por ciento, haciendo descender acelerada y desordenadamente los índices de utilidad y, por tanto, agudizando la competencia entre capitalistas.[12]

Esta competencia, aun cuando se verifica fundamentalmente en el plano de la economía, a su vez se expresa a través y forma parte de la presión política, en tanto obliga a los empresarios (divididos para el efecto en “super acumuladores”, directivos y “los que aspiran al estatus y las recompensas de los directivos”) a entablar una descarnada lucha por los beneficios y por el reparto de la plusvalía mundial, a lo que se agrega la presencia (y, según Wallerstein, creciente influencia y número) de los llamados “movimientos antisistémicos”, los que “en el siglo xx han registrado ascenso tras ascenso” poniendo en entredicho el sistema-mundo capitalista (aun cuando sus políticas hayan errado de continuo entre el radicalismo y el reformismo).[13]

Por último, Wallerstein se hace cargo de la presión ideológica, misma que no duda en concebir como “el cuestionamiento de los paradigmas metafísicos elementales que han sido consecuencia y baluarte del surgimiento del capitalismo como sistema-mundo”,[14] y cuya quiebra a lo largo del siglo xx, según este autor, constituyen una presión determinante en contra del sistema-mundo capitalista, por cuanto los viejos paradigmas metafísicos y universalistas proporcionaron a “la ciencia” (¿burguesa?) un método, una estructura y una organización institucional-disciplinaria que justificaba y favorecía en todos los órdenes la dominación del capital, pero que, bajo su forma contemporánea —en cuya descripción Wallerstein se entretiene glosando la teoría de las “estructuras disipadoras” de Ilya Prigogine—[15] adoptando una perspectiva holística y prestando mucha atención a los análisis de gran escala, a los ciclos y a las tendencias, actualmente socava los postulados de la metafísica y su universalismo abstracto, dejando el paso a nuevas consideraciones y enfoques científicos que, por su naturaleza (¿intrínsecamente revolucionaria?), ya se articulan con los movimientos antisistémicos.

Para Wallerstein es muy claro que no existen condiciones sociohistóricas “objetivas” que no sean al mismo tiempo “subjetivas” y viceversa, de modo que entidades como el pensamiento, el conocimiento, la conciencia y los afectos son elementos determinantes en un estado de cosas crítico y, correlativamente, de su transformación revolucionaria. Es por ello que el sujeto social revolucionario adquiere en su propuesta las determinaciones de un “movimiento” y no necesariamente las de un líder, una organización política o un partido.

Igualmente, porque los objetivos y medios de sus luchas son singulares y diversos, a los “movimientos” nos se les pueden exigir ni posiciones políticas definitivas ni identificaciones ideológicas unívocas, excepto su vocación antisistémica, es decir, anticapitalista, tanto como su capacidad para articular creativa y transformadoramente la presión económica, la presión política y la presión ideológica.

Tomando como paradigma el “movimiento revolucionario de 1968” Wallernstein considera como sus sucedáneos actuales más representativos el movimiento zapatista del ezln, el movimiento antiglobalización iniciado en Seattle en 1999 y el Foro Social Mundial.

IV

Nuestros últimos autores examinados, Hardt y Negri, desarrollan un modelo de interpretación de la crisis estructural del capitalismo, así como de la posibilidad de generar nuevos sujetos revolucionarios, que puede ser reconocido como histórico-cultural, dado que, sin desdeñar las aportaciones diagnósticas de la teoría económica o del análisis histórico-estructural, pone el acento en el aspecto revolucionario del binomio imposibilidad/posibilidad de reproducción del orbe capitalista, a través de una enérgica apuesta por la construcción de un nuevo sujeto social anticapitalista, solidario y democrático, preformado a partir de la radicalización de las luchas que ahora mismo emprenden las minorías étnicas, las mujeres, los homosexuales, los desplazados y otros representantes de la llamada “multitud”, tanto como los trabajadores/consumidores de los países capitalistas hegemónicos o los “pobres” del resto del mundo.

Para construir su propuesta, Hardt y Negri parten de un esquema que, afirman, está ya en Marx, y que proporciona las líneas de fuerza y los parámetros de su investigación: “Los elementos fundamentales del método de Marx que nos orientan en el desarrollo del nuestro son: 1) la tendencia histórica, 2) la abstracción real, 3) el antagonismo, y 4) la constitución de la subjetividad”.[16]

Sin embargo, el modelo histórico-cultural no se fundamenta en un espectro limitado de teorías más o menos emparentadas en lo epistémico y lo discursivo (como en este caso el marxismo), sino en una abigarrada mezcla de linajes, herencias y corrientes de pensamiento cuyo denominador común es su tono crítico,  su talante reivindicativo y su anticapitalismo.

A través de dos libros de gran talla, Imperio y Multitud. Guerra y democracia en la era del imperio, sumados a una serie de artículos e intervenciones menores,[17] Negri y Hardt han construido la idea de que nos acercamos, o estamos ya, en la “era del imperio”, esto es, en una nueva época de dimensiones históricas en donde los viejos estados-nación han ido cediendo su espacio y hegemonía a un “nuevo poder” representado por las empresas multinacionales y los organismos que regulan el sistema financiero y comercial a escala mundial: el Fondo Monetario Internacional (fmi), el Banco Mundial (bm), la Organización para el Desarrollo y el Comercio de los Estados (ocde) y, al final, pero no al último, la Organización de las Naciones Unidas (onu) como mero instrumento geopolítico de aquellos que verdaderamente detentan el poder.

Por supuesto, nuestros autores consideran que este desplazamiento hacia un nuevo orden “multipolar” responde a las necesidades de acumulación y reproducción ampliada del capital mundial, que a lo largo de los últimos 30 años ha emplazado y coordinado una violenta ofensiva en contra de los trabajadores y de las organizaciones revolucionarias que entre 1965 y 1975 pusieron en cuestión, y en riesgo, su dominio hegemónico.

De manera que podemos entender esta nueva reconfiguración geoestratégica del poder (biopoder, le llaman) como respuesta al avance de las luchas emancipatorias del último tercio del siglo pasado, pero, además, como la única forma actual para paliar y tendencialmente superar la inocultable “crisis estructural del capitalismo”.

Para Hardt y Negri, de acuerdo con el análisis de la “tendencia histórica”, es preciso no perder de vista el estado general de la acumulación a escala mundial, las fases de expansión y contracción del capital, la  relación oferta-demanda, la composición de los capitales productivos o especulativos, sus tipos y los diversos flujos de capitales a nivel internacional.[18]

Sin embargo, dado que existe un nuevo estado de cosas que efectivamente pone en entredicho todo el sistema categorial (la  “abstracción real”) adecuado a la crisis enmarcada todavía en la modernidad, es preciso considerar la nueva naturaleza de la crisis como algo que ya nada o casi nada tiene que ver con los viejos paradigmas aprehensivos y comprensivos. En la actualidad, la posmodernización y el paso al Imperio implican una auténtica convergencia de las esferas que solían designarse como la “base” y la “superestructura”.

El Imperio cobra forma cuando el lenguaje y la comunicación o, mejor dicho, cuando el trabajo inmaterial y la cooperación llegan a ser la fuerza productiva dominante. La superestructura se pone en marcha y el universo en el que vivimos es un universo de redes lingüísticas productivas.

Las líneas de producción y las líneas de representación se cruzan y se combinan en el mismo dominio lingüístico y productivo. En este contexto, la distinción que define las categorías centrales de la economía política tiende a desdibujarse. La producción se hace indistinguible de la reproducción; las fuerzas productivas se fusionan con las relaciones de producción; el capital constante tiende a constituirse dentro del capital variable y a ser representado por él, en los cerebros, los cuerpos y la cooperación de los sujetos productivos. Los sujetos sociales son simultáneamente productores y productos de esta máquina unitaria. De modo tal que, en esta nueva forma histórica, ya no es posible identificar un signo, un sujeto, un valor o una práctica que estén “afuera”.[19]

De ahí que, en el plano de las respuestas sobre la naturaleza y la posible salida de la crisis, el acento se ponga sobre “el antagonismo”, es decir, sobre cuestiones de orden político-social o “biopolítico”: el “fin” del sistema interestatal y su sustitución por un nuevo Imperio, la hegemonía indisputada de las transnacionales y, sobre todo, una nueva configuración del poder y el ejercicio del dominio.

Apoyados en la obra de Michel Foucault y de otros autores franceses como Deleuze y Guattari, pero con referencias a Spinoza, Nietzsche y Marx, Negri y Hardt afirman que el dominio imperial se ejerce bajo una nueva forma que sustituye a las formas de dominación propias del capitalismo y del Estado capitalista propiamente modernos.

Estos mecanismos, hasta mediados de los años setenta, se centralizaban en una estrategia fundada en “la disciplina”; el modelo general de esa forma de dominio era el panóptico y su estrategia fundamental se articulaba a procedimientos de carácter disciplinario: la familia, la escuela, la religión, el sindicato, el partido, la cárcel, etcétera.

En el Imperio, sin embargo, la estrategia se dirige hacia el establecimiento de un sistema de “control”, de modo que las instituciones posmodernas (desde el fmi hasta la policía local, pasando por las constituciones y leyes generales de los estados y del nuevo superestado internacional) han adquirido la forma y las funciones de un mecanismo que moldea y controla, básicamente, “la subjetividad”, constituyéndose —junto con un nuevo modelo de “gobierno mixto” que representa al mismo tiempo los intereses del capital globalizado y los intereses de dominio de las clases hegemónicas a nivel nacional—, como un nuevo paradigma de control del gobierno.

El segundo eje principal de la transformación constitucional [el primero es la formación de una “constitución híbrida” y un “gobierno mixto”] que demuestra tanto un desplazamiento de la teoría constitucional como una nueva cualidad de la constitución misma, se revela en el hecho de que, en la fase actual, el mando debe ejercerse cada vez en mayor medida sobre las dimensiones temporales de la sociedad y, por lo tanto, sobre la subjetividad […]

La instancia aristocrática [los nuevos amos] debe desplegar su mando jerárquico [monárquico] y sus funciones de ordenamiento sobre la articulación transnacional de la producción y la circulación, no sólo a través de los instrumentos monetarios tradicionales, sino también y aun en mayor medida a través de los instrumentos y la dinámica de la cooperación de los actores sociales mismos […]

Aquí es precisamente donde debemos reconocer el salto cualitativo más importante: del paradigma disciplinario al paradigma de control del gobierno.[20]

De ahí que toda salida posible de la crisis deba atravesar por un largo y sinuoso camino de reconstitución de lo político-social y emplazarse bajo la forma de un biopoder alternativo al biopoder dominante; ese nuevo biopoder es representado por la multitud.

El concepto de multitud es un factor central en la teoría de Hardt y Negri, y recoge en una sola expresión la naturaleza y el carácter actual de lo que para Petras siguen siendo las “clases dominadas” o para Wallerstein “los movimientos”, es decir, el nuevo tipo de “sujeto social” que corresponde a la “sociedad del control” y a la “era de la informatización” (que no son sino dos caras del mismo proceso histórico). En efecto, las formas contemporáneas de la organización y explotación del trabajo social imponen la generalización del trabajo cooperativo, la organización en red, la emergencia y hegemonía del “trabajo inmaterial” y la irrupción del “factor afectivo” dentro del los procesos productivo/reproductivos actuales de tal forma, y en grado tal, que las viejas clases (determinadas por su lugar y tipo de trabajo productivo y por su posición en la escala del ingreso económico) desaparecen o se funden en un nuevo conglomerado que, en su pura existencia, anula y supera sus diferencias y barreras ancestrales, para conformar un conglomerado diverso/unitario formado a partir de la articulación entre “lo singular” y “lo común”: la multitud.

Los cerebros y los cuerpos aún necesitan de los demás para producir valor, pero esos otros que necesitan no tienen que provenir forzosamente del capital y de sus capacidades para orquestar la producción.

Hoy la productividad, la riqueza y la creación de superávit social adquieren la forma de la interactividad cooperativa a través de redes lingüísticas, comunicacionales y afectivas. En la expresión de sus propias energías creativas, el trabajo inmaterial parece proveer así el potencial para un tipo de comunismo espontáneo y elemental.[21]

De esta manera, el juicio sobre el componente revolucionario de la crisis no puede ser sino optimista para nuestros autores, puesto que la existencia misma de la multitud es ya un acto anticapitalista y revolucionario:

Así como, en el espectáculo de su fuerza, el Imperio determina constantemente recomposiciones sistémicas, las nuevas figuras de la resistencia también se componen a través de las secuencias de los acontecimientos de la sublevación. Ésta es otra de las características fundamentales de la existencia actual de la multitud, dentro del Imperio y contra el Imperio. Las nuevas figuras de resistencia y las nuevas subjetividades se producen en las coyunturas de los acontecimientos, en el nomadismo universal, en la mezcla general y el mestizaje de los individuos y las poblaciones y en la metamorfosis tecnológica de la maquinaria biopolítica imperial. Estas nuevas figuras y subjetividades se producen porque, aunque las luchas sean en realidad antisistémicas, no se libran meramente contra el sistema imperial, no son únicamente fuerzas negativas. También expresan, nutren y desarrollan positivamente sus propios proyectos constitutivos; bregan en favor de la liberación del trabajo vivo y crean constelaciones de poderosas singularidades […] No se trata de un carácter positivo historicista, sino por el contrario, de la positividad de la res gestae de la multitud, una fuerza positiva antagónica y creadora. El poder desterritorializador de la multitud es la fuerza productiva que sostiene al Imperio y, al mismo tiempo, la fuerza que demanda y hace necesaria su destrucción.[22]

V

A partir de la apretada exposición de algunas ideas actuales sobre la formación de sujetos revolucionarios, sería ahora necesario emprender un examen y un juicio crítico para los que, desafortunadamente, no tenemos ni espacio ni tiempo. Sin embargo, a través de un simple ejercicio comparativo es posible sostener una idea que indudablemente ronda en torno de las tres posiciones abordadas y que, de tres formas distintas, es postulada por nuestros autores: la idea de que nos encontramos en una coyuntura histórico-concreta cuya emergencia y originalidad demandan lo que en su momento su propia coyuntura  demandó a Marx: un concienzudo trabajo de conceptualización que se dirija y efectúe justamente ahí en donde Petras reconoce el poderío de la “conciencia de clase”, en el que Wallerstein reconoce tres tipos de presión (económica, política e ideológica) anticapitalista y en donde Hardt y Negri encuentran las determinaciones esenciales de un contexto histórico, un antagonismo y una formación de subjetividades radicalmente antisistémicos.

Lo cual, desde nuestra perspectiva, y porque reconocemos en ello un problema de índole señaladamente compleja, merecería, mutatis mutandis, un esfuerzo paralelo al realizado por Marx a la hora de las Tesis sobre Feuerbach, como respuesta teórico-filosófica a la inminente emergencia de un nuevo ciclo revolucionario.


[1] Bolívar Echeverría, “La crisis estructural, según Marx”, en El discurso crítico de Marx,  México, era, 1986, p.137. 2 Karl Marx, “Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política”, en Marx-Engels, obras escogidas, Moscú, Progreso, 1966, pp. 346-351. El texto de Marx dice a la letra: “Al llegar a  una determinada fase de desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad chocan con  las relaciones de producción existentes, o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas  de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas, y se abre así una época de revolución social”.

[2]

[3] James Petras, “Crisis del capitalismo en EU”, en La Jornada, México, 31 de julio de 2006.

[4] James Petras, “Neoliberal transformation and class struggle”, en www.radilo.net/petras/petras/htm. En este trabajo, particularmente notable por el talante marxista crítico que lo anima, Petras examina el derrotero de la lucha de clases a lo largo del siglo xx a través de un modelo  que considera paradigmático, las luchas de la clase obrera italiana. Dicho examen parte de una premisa teórico-crítica imprescindible: The key premise for understanding the conversion from  “welfare capitalism” to neo-liberalism is the success of the capitalist class in the class struggles which  has led to the favorable structural changes, which in turn create favorable “objective conditions” for outcomes favorable to the capitalist class. The dialectical relationship between class struggle and  structural transformations is decisive in the relationship between capital and labor. Y continúa: If it is true that the class struggle is the “motor force of history”, class relationships shape the specific objective conditions within which that struggle takes place. The shift in the relationship between capital and labor is shaped by and determines the level of the class struggle and the probable outcome – the advance in power and profits of the capitalist class or the power and social benefits for  the working class.

[5] Ibid. 1976-2006: Decline of extra-parliamentary struggle, as a result of state repression supported by reformist parties; capitalists re-group and begin to prepare a new offensive against the

organized working class in factories; reformist parties and trade unions are generally “institutionalized” with a ‘“aptive minority” unable to counter emerging offensive; struggles are already defensive

and social gains of past are eroded. Most significant is the restructuring in major economic sectors.

Capital shifts to finance, relocates overseas, and converts to commerce (compradors) and services.

Neo-liberal model replaces “welfare capitalism”; the capital-labor pact is replaced by bourgeois dominated electoral pact with a neo-liberal program

[6] Ibid. Eruption of high intensity class struggle results from the accumulation of forces, the creation of political cadre, and socio-political leaders with close links to the masses – in critical sectors  of production, distribution and habitation. The periods of intense struggle (1944-46) and (1965-75) were preceded by over a decade of careful construction of organization, recruitment of cadre and insertion in ‘everyday struggles for reforms’, infused with revolutionary consciousness.

[7] Immanuel Wallerstein, Análisis de los sistemas-mundo, México, Siglo XXI, 2005.

[8] Immanuel Wallerstein, La crisis estructural del capitalismo, México, Contrahistorias, 2005, p. 75.9 Ibid, p. 102.

[9] bid, p. 102.

[10] Ibid. pp. 101-102. 11 Immanuel Wallerstein, Impensar las ciencias sociales, México, Siglo XXI, p. 28 y ss. 12 Ibid., p. 29.

[11] Immanuel Wallerstein, Impensar las ciencias sociales, México, Siglo XXI, p. 28 y ss.

[12] Ibid., p. 29.

[13] Ibid., p. 31.

[14] Ibid., p. 35.

[15] Ibid., pp. 36 y ss. Ver, igualmente, Ilya Prigogine, La nueva alianza. Metamorfosis de la ciencia, Madrid, Alianza Universidad, 1983.

[16] Michael Hardt y Antonio Negri, Multitud. Guerra y democracia en la era del imperio, Barcelona, Debate, 2004, p. 173

[17] M. Hardt y A. Negri, Imperio, Barcelona, Paidós, 2002; Antonio Negri, Crisis de la política, Buernos Aires, Al cielo por asalto, 2003; Antonio Negri, et al., Diálogo sobre la globalización, la  multitud y la experiencia argentina, Buenos Aires, Paidós, 2003; y el ya citado Multitud. Guerra y democracia en la era del imperio.

[18] M. Hardt y A. Negri, Imperio, pp. 212 y ss

[19] Ibid., p. 349.

[20] Ibid., p. 293.

[21] Ibid., p. 273

[22] Ibid., p. 71.

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