21 de Julio de 2013 Es facilísimo. No hay que romperse la cabeza. Lo único que tienen que hacer los republicanos en la Cámara de Representantes es votar en contra de la reforma migratoria o boicotear el proceso. Es todo. Con eso basta para que su candidato –el que sea– pierda las elecciones presidenciales en Estados Unidos en 2016.
A veces parecería que los congresistas republicanos están siguiendo al pie de la letra un plan ideado por su peor enemigo y que consiste en atacar e insultar al grupo político de más rápido crecimiento en el país: los hispanos. En lugar de aprovechar el enorme avance que lograron los republicanos en el Senado aprobando la legalización de la mayoría de los 11 millones de indocumentados, muchos miembros del Partido Republicano en la Cámara de Representantes se han dedicado en los últimos días a echarlo todo a perder.
A veces da la impresión de que algunos de ellos tienen un particular gusto por sonar como antiinmigrantes y prejuiciados. Quizás eso les da votos en las remotas partes del país donde no viven muchos extranjeros, pero es de una ceguera política impresionante. No se dan cuenta de que su odio puede ayudarles a ganar un distrito en Alabama, Arizona o Alaska, pero, al mismo tiempo, les garantiza una terrible derrota electoral nacional en tres años.
El propio expresidente George W. Bush rompió su voto de silencio en una entrevista para tratar de convencer a otros republicanos a que voten a favor de un camino a la ciudadanía para los indocumentados. “Es muy importante arreglar un sistema que está roto, tratar a la gente con respeto y tener confianza en nuestra capacidad de asimilar a más personas”, dijo a la cadena ABC.
Bush tiene razón en eso. Lástima que cuando él fue presidente no tenía esa misma urgencia para aprobar una reforma migratoria. Cuando la propuso en 2007 fue demasiado tarde y ya se había acabado todo su enorme capital político.
Bush también dijo en la entrevista que “la razón para pasar una reforma migratoria no es salvar al Partido Republicano”. Pero ahí W. peca de ingenuidad. A los republicanos les urge quitarse ese tema de encima. Mitt Romney perdió la pasada elección presidencial por su absurda y tonta idea de “autodeportar” a millones de indocumentados.
El líder de la Cámara de Representantes, John Boehner, no ha aprendido las lecciones de la historia reciente. Como decía un viejo sacerdote en mi escuela secundaria: “Ve la tempestad y no se hinca”.
Si Boehner, como amenazó recientemente, se rehúsa a llevar este tema a votación, estaría cometiendo un verdadero suicidio político para su partido.
Es muy desconcertante y desafortunado que Boehner, en un comunicado, haya llamado “equivocada” y “apurada” la propuesta migratoria del Senado. Parece estar desconectado de lo que quiere la mayoría del país, según las encuestas, después de casi tres décadas de espera. ¿De verdad Boehner quiere ser el nuevo villano de la comunidad hispana reemplazando al odiado sheriff Joe Arpaio? ¿En serio quiere ser parte del tristemente célebre grupo antiinmigrante conformado por Pete Wilson, Tom Tancredo, Jan Brewer y Ted Cruz? Ya lo veremos.
Mientras tanto, vamos a ponerle un poquito de aritmética e historia al argumento de que los republicanos perderán la Casa Blanca si boicotean la reforma migratoria.
En 2000 un pequeño grupo de votantes hispanos hizo que Bush ganara la Florida y la presidencia. En 2004 Bush sacó 44 por ciento del voto latino y repitió en la Casa Blanca. En 2008 un 67 por ciento de votantes hispanos ayudó a elegir al primer presidente afroamericano y en 2012 Obama arrasó con el apoyo de 71 de cada 100 votantes hispanos.
En 2016 los republicanos tienen la oportunidad histórica de compartir el crédito con los demócratas en el tema de la reforma migratoria y dejar atrás una maldición de años. Diez y seis millones de votantes latinos decidirán esa elección.
Pero si, a pesar de todo, los republicanos apelan a los instintos antiinmigrantes de los más extremistas, perderán la Casa Blanca en 2016 y se tardarán muchos años más en conseguir el perdón de los latinos. Como dice un sabio dicho mexicano: sobre advertencia no hay engaño.