Si El Salvador gozó una transición democrática desde la última de las dictaduras militares hasta la firma de los acuerdos de paz y la incorporación de la guerrilla en la vida política a través del partido Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), lo hizo merced a que ninguna de las fuerzas en choque, entiéndase la élite económica y su expresión militar por un lado y la insurgencia subversiva por el otro no consiguieron coronar sus planes.
La oligarquía y el Estado perseguían la continuidad del poder, sus modos y métodos a través de la imposición, mientras que el proyecto de izquierda entendía que las condiciones de masa y fuerza eran idóneas para la insurrección popular y la revolución.
A la postre, el empate militar y las condiciones internacionales orillaron a unos y otros hacia un pacto y unas reformas, no las mejores posibles pero casi las únicas posibles a partir del análisis más pragmático que el contexto permitió.
Un observador desapasionado, abstraído de la narrativa salvadoreña del último lustro reconocería las obvias conexiones entre el presente y ese pasado, incluso descubriría unos vasos comunicantes del actual gobierno tanto con aquel proyecto oligárquico de control social como con la pugna revisionista dentro de aquel FMLN pero ¿concluiría que la nación salvadoreña ha progresado en esa transición, o más bien que ha retrocedido?
A las puertas de una efervescencia social de alcance insospechado, derivada de las medidas de ajuste fiscal y de la supresión de más de diez mil puestos de trabajo en el gobierno, es una reflexión oportuna. Si la sociedad cuenta con inspiración y manierismos democráticos, si goza de suficientes y adecuados vehículos para catalizar sus ansiedades y protestas en una coyuntura así de delicada, entonces la institucionalidad se verá fortalecida, legitimada porque sembrará una diferencia entre quienes califican el momento como autoritario, rayano a lo dictatorial, y unos hechos que dirán lo contrario. O viceversa.
En retrospectiva, es un momento trascendental porque de las respuestas que el régimen brinde en la coyuntura que comienza se deducirá qué tan cíclico fue el giro político, es decir, que tan autoritario es el poder hegemónico que terminó beneficiado de las alianzas que pusieron fin al conflicto e inauguraron la postguerra.
Un posible epílogo de este episodio de la crónica nacional -uno de cincuenta años- es que no sólo no hubo revolución sino que la ola reformista concluyó en superficialidades porque sectores con la misma aspiración elitista y reaccionaria garantizaron que la esencia del Estado no cambiara a través del control de sus dos aparatos por antonomasia, el gobierno y el ejército.
Sería un error depositar todo el peso histórico de la coyuntura en los administradores del Estado, hay más fuerzas entretejidas, actores económicos, sociedad civil organizada pero el rediseño de las relaciones socio políticas del último decenio erosionó la diversidad ideológica, atomizó a la oposición y ha dejado en el centro, ocupando un espacio cada vez más grande y traumático, al nuevo oficialismo. El tiempo subrayará o no el contorno de lo que parece una radicalización desde el poder.