El proceso nacional es, como su nombre lo indica, una sucesión de etapas, eslabonadas por ese elemento ordenador infaltable que podemos caracterizar de muchas maneras, y al que yo personalmente prefiero llamar razón histórica. La razón histórica no es nunca, por naturaleza, mecánica ni ciega: por el contrario, su virtud es básicamente ilustrativa de la eterna pugna entre lo que es y lo que debe ser. En El Salvador, siempre fuimos reacios a aceptar que esa razón opera más allá de las coyunturas presuntamente manejables conforme a los intereses del momento; y por eso hemos vivido entre salto y sobresalto, queriéndonos hacer creer a nosotros mismos que la realidad es tan imprevisible como nuestra tozuda vocación de no abrirle espacios a lo previsible.
Entre 1980 y 1992 vivimos una guerra interna que no era un ejercicio de violencia localizada, como ocurrió y ocurre en otros países. El nuestro fue un conflicto estructural de naturaleza eminentemente política, aunque tuviera en el trasfondo sustentador grandes olvidos sociales, profundas irresponsabilidades de los liderazgos tradicionales y esa especie de egoísmo visceral que se siente todavía más cruel en un pequeño y sobrepoblado espacio humano como el nuestro. Esa guerra, como todas, se fue construyendo en el tiempo. Alguien, en la televisión, me preguntó una vez, poco después de la firma de los acuerdos de paz: —¿Cree usted que la guerra hubiera podido ser evitada? Yo le respondí lo que creo: —Sí, cincuenta años antes de que estallara.
Ahora, 38 años después de que apareciera la primera organización armada en el seno de la izquierda salvadoreña; 37 años después del secuestro y asesinato de Ernesto Regalado Dueñas, que bien podría considerarse el destape del conflicto en el terreno de la acción revolucionaria; 28 años después de que aquella marcha que sacudió San Salvador diera la señal de salida de las próximas batallas en el terreno; 27 años después de la “Ofensiva final” del frente guerrillero, que lo que comprobó fue que tendríamos guerra para largo; y 16 años después de Chapultepec, donde se selló la derrota de toda violencia política y se consagró el augurio de la democracia en marcha hacia su propia realización; ahora, digo, estamos aquí, viendo cómo el escenario se mueve, y cómo la razón histórica nos va ajustando a todos en el carril de donde ya no es posible escapar. Dan ganas de decir: ¡Salud, razón histórica, y que no dejes descansar a nadie sobre ningún laurel marchito, para que prosperen las floraciones lozanas del futuro!
Aunque hay incontables tareas por hacer en este presente que no admite desperdicio, también es hora de recordar lo que ocurrió, no sólo para que ya no vuelva a ocurrir, como comúnmente se dice, sino para entender mejor por qué estamos aquí y hacia dónde apuntan las brújulas. En ese sentido, los testimonios personales se vuelven material enriquecedor y clarificador, para que la historia ya no sólo tenga documentos impersonales a su disposición, en la permanente labor recreadora que le corresponde.
En estos días, está saliendo a la luz pública la autobiografía de Salvador Sánchez Cerén, cuyo nombre de batalla, Leonel González, es el que manejamos los que lo conocimos en aquellos días memorables de la negociación para la paz. Que Leonel esté publicando ahora mismo su relato autobiográfico, en un volumen de más de 300 páginas, no puede dejar de interpretarse en clave política, porque Salvador Sánchez Cerén es el actual candidato a la Vicepresidencia de la República por su partido; pero el texto hay que verlo también en clave histórica, porque de su contenido surgen muchas pistas para el conocimiento de lo que fue aquella época, en función de lo que su chispa logró levantar en los ánimos de muchos salvadoreños, ubicados en uno y otro lado de la dividida realidad nacional de entonces. Y hay que decir dos palabras sobre el concepto de “división”, para acercarnos mejor al flujo de los hechos. Los salvadoreños fuimos consolidando, a lo largo del tiempo, las bases de una sociedad dividida, hasta el punto de llegar a creer que esa “división” era natural y consubstancial con nuestra supervivencia; tal concepto divisorio, llevado al absurdo por la práctica inveterada, hizo que en él calzara perfectamente la radical confrontación entre comunismo y anticomunismo, cada uno dispuesto a matar y a morir en la lucha contra “el enemigo”. Ahora, quiérase que no, estamos construyendo la sociedad integrada, y en esa construcción ya no caben las plantillas mentales de la época anterior. Y eso es lo que más cuesta superar. Pero es lo que está sucediendo.
El testimonio de Leonel enfatiza su etapa anterior al ingreso en la lucha revolucionaria de los años sesenta en adelante. Maestro de profesión, vivió el movimiento del magisterio hacia la radicalización política, que tuvo dos momentos de alta visibilidad: las huelgas de 1968 y 1971. La labor magisterial, que el joven Sánchez Cerén inició a los 19 años en una escuela de las áreas rurales, se daba por aquellos días en un ambiente nacional de creciente complicación sociopolítica y en un entorno regional signado por los reflejos del fuego revolucionario recién instalado en Cuba. Y todo eso interactuaba con el temperamento. Leonel, según sus propias palabras, era serio y reservado como su padre, “callado pero de carácter firme”; y confiesa que, pese a ello, sin explicárselo aún del todo, no le costó incorporarse a la “marcha general de la juventud por conquistar el cielo”. Eran los imanes ideológicos de entonces, que movieran tantas voluntades en su momento. Destaco las características anímicas del autobiógrafo, porque ahí están las pistas de lo que será el talante de Leonel González en las FPL y en el FMLN histórico. Desde 1983, cuando se dio la aún no dilucidada muerte de Salvador Cayetano Carpio, hecho sobre el cual Leonel pasa en puntillas, quizás porque aún no se anima a develar las oscuridades de fondo, éste ha permanecido en primera línea de su organización y de su partido, pero en actitud de personaje de segunda línea. Y el contraste no es tan simple como pudiera parecer.
Al tratarse de una autobiografía y no de un análisis histórico sobre el proceso constitutivo y de desarrollo de las organizaciones revolucionarias armadas, la guerra subsiguiente y la etapa posterior a los acuerdos de paz, es entendible que Leonel no haya profundizado en ciertos temas y puntos; pero evidentemente esta es una relación que deja vacíos importantes, los cuales tendrían que ser llenados en el futuro, cuando el autor cargue menos compromisos con el presente. Así, para el caso, ni siquiera se mencionan acciones usuales de los grupos guerrilleros, y en este caso particular de las FPL, como el secuestro y muerte de personas a partir de fines económicos; los ajusticiamientos de personalidades relevantes en el campo del “enemigo”, como Francisco Peccorini Letona y Wálter Béneke, entre otros; y las propias acciones internas de despiadada eliminación, como las que se dieron bajo el mando de Mayo Sibrián, en forma de “limpieza de infiltrados”. Llegará el momento en que habrá que contar toda la historia, ya sin las cargas de emotividad y apasionamiento que el tiempo se encarga de convertir en rescoldos y luego en cenizas; y para eso se requerirán sin duda testimonios múltiples. También se extraña en estas memorias un tratamiento más pormenorizado del proceso de paz, que en todo caso fue mucho más que una estrategia de lucha, como los hechos han venido demostrándolo de manera fehaciente.
Ninguna guerra puede ser reducida a una cruzada, porque precisamente las guerras se dan cuando las condiciones hacen aflorar lo más primitivo de la naturaleza humana; y por eso las “justicias” de los vencedores son casi siempre las mejores aliadas de la perversión. En nuestro caso, por la vía de la imposibilidad de ambas partes para alzarse con la soñada victoria militar o al menos el armisticio sustitutivo —que, digan lo que digan unos y otros, estuvieron acariciando hasta el último minuto, ya cuando la campanada de las doce deshacía el “encanto” del anhelado triunfo unilateral—, en nuestro caso, repito, la solución sin vencedores ni vencidos, ejemplar como ninguna otra posible, les abrió los espacios a la armonía y a la memoria.
En otra oportunidad escribí: “Toda guerra es un ejercicio de crueldad llevada al límite. Hay crímenes imperdonables en uno y otro bando, más allá de la frialdad de los números estadísticos, y por consiguiente hay culpas que siempre estarán vivas, aunque la necesidad básica del proceso les inyecte el antídoto del olvido jurídico llamado amnistía. En la solución con vencedores y vencidos; es decir, en la solución militarizada, el vencedor pretende borrar sus crímenes y desvanecer sus culpas a costa del vencido. En la solución sin vencedores ni vencidos, los crímenes y las culpas quedan ahí, como el espejo de lo que nunca hay que repetir, y la amnistía eventual es sólo el procedimiento para hacer posible que la participación irrestricta de los actores de la solución en el proceso de saneamiento subsiguiente vuelva irreversible el esfuerzo cuajado. Sólo así es factible darle garantías elementales al ejercicio de la armonía”.
Una de las grandes ganancias de este proceso, en el que la racionalidad histórica nos está haciendo participar a todos, es la apertura de las opciones de futuro, que es lo que no hubo durante tanto tiempo. Y, al estar moviéndonos en la atmósfera de la lógica democrática, podemos imaginar, promover y proyectar distintas visiones de ese futuro abierto. Leonel, en el capítulo final de su autobiografía, presenta la suya, determinada desde luego por su aspiración actual como candidato.
En realidad vamos, “a tragos y rempujones”, construyendo la paz nacional, ya no alrededor de una pequeña mesa, sino en torno de una realidad multiforme. Más allá de las coyunturas, alternativas y vicisitudes del dinamismo político, están las vidas de los seres humanos, sus necesidades y aspiraciones, sus esperanzas y sus sacrificios. Nadie tiene en su poder el llavero de las soluciones. La Historia, con mayúscula, ya no está en ningún camarín ideológico: hoy anda por las calles y los caminos, con h minúscula, como debe ser al tratarse de la experiencia humana por excelencia. Y saluda a unos y a otros —es decir, a la inmensa variedad de lo humano viviente y trajinante— con la naturalidad que hacen posible estos tiempos en que se van disolviendo casi todas las fronteras.
Estamos en trance de memoria. Memoria que es más que recordar: hacer recuentos. En otras épocas del país, la tendencia era a poner frente a la “historia oficial” una contrahistoria denunciadora. Ambas acababan siendo caricaturas de lo real. Muchos siguen atados a esa disyuntiva, porque desprenderse de las formas mentales convertidas en camisas de fuerza intelectual es lo más difícil que hay. El desafío es reconocer lo que somos, entender lo que hacemos, definir lo que quisiéramos, y en un mismo plano: el de los hechos como tales. Ese desafío es una de las fuentes salutíferas de la democracia.
Miembro de la Comandancia General del FMLN histórico —el que hizo la guerra y la paz, y que no pudo hacer el tránsito hacia el rol partidario a partir del entendimiento entre sus dos fuerzas principales, las FPL y el ERP—, Leonel González venía de una pequeña población entonces casi rural. Lo menciono para tratar de entender mejor la forma de ser de este hombre que, desde su reticencia a la figuración que de seguro le hizo muy llevadera la clandestinidad, ha sido uno de los protagonistas del drama nacional de nuestro tiempo. Su autobiografía, que lleva un título sorpresivamente poético, “La vida se hace de sueños”, da la impresión de que reúne dos voces distintas: la de Leonel González y la de Salvador Sánchez Cerén. La primera más suelta; la segunda más convencional. Leonel González tiene muchas más cosas por decir, y algún día Salvador Sánchez Cerén le permitirá hacerlo. O viceversa. Ese es dilema interior. La historia se hace también con la solución de semejantes dilemas.