Derecho a la ciudad dinámica
Entrevista a David Harvey por Julieta Roffo
Publicado el 18/2/2015
David Harvey es inglés y geógrafo, tiene ochenta años y una foto de Karl Marx en su escritorio. De esos ochenta, pasó nada menos que cuarenta enseñando El Capital a sus alumnos universitarios: es profesor de Antropología y de Geografía, claro, en la Universidad de la Ciudad de Nueva York, donde vive con su hija y su esposa miramarense. Harvey, que se define a sí mismo como un “urbanista rojo”, mira el mundo con los ojos de quien ha leído y releído la obra marxiana, sobre todo el mundo de las ciudades. Tal vez sea esa perspectiva la que haga que en sus charlas abunde el público joven que aplaude fuerte cada vez que el teórico clama el “derecho a la ciudad” que todos deberíamos ejercer y que lo expresa claramente en su reciente libro Ciudades rebeldes. Del derecho a la ciudad a la revolución urbana (Editorial Akal).
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–En varias entrevistas usted señaló que las ciudades sin ningún conflicto no son las mejores para vivir, y que incluso por eso eligió criar a su hija en Manhattan. ¿Cuál es el punto justo de conflicto que una ciudad debe tener para ser un buen lugar para vivir?
–Aunque no tengo una idea concreta de “buena ciudad”, creo que la organización urbana es siempre algo dinámico, un proceso en acción. En casi todas las ciudades hay conflictos sociales, y creo que una medida de eso es siempre saludable, porque significa que alguna gente piensa que hay que ir hacia un lado, otro grupo de gente cree que hay que ir hacia otro lado: a partir de eso, la población se entusiasma y trata de introducir cambios, y entonces la ciudad vive en medio de la dinámica. Claro que los conflictos pueden volverse violentos y se puede terminar como Belfast, por ejemplo, o con un gran muro que divida la ciudad y que ya no haya diálogo. Estos choques pueden tener salidas muy violentas, pero no me gusta pensar que todos debemos vivir armoniosamente, estar de acuerdo todos con todos: eso sería aburrido porque no habría ningún movimiento.
–¿Qué ciudades le parece que sirven de ejemplo a esa dinámica tensa que no llega a un conflicto violento?
–Bueno, una de las cosas que me gustan de vivir en Nueva York es su diversidad étnica. Por eso hay conflictos todo el tiempo y entonces tiene que haber negociaciones, de manera que la vida allí siempre es excitante, y de formas que no encuentro en otros lugares del mundo. Por otro lado, en ciudades como Nueva York actualmente los desarrolladores inmobiliarios, el gobierno urbano y los poderes financieros deciden constantemente qué pasará en la ciudad sin ningún tipo de consulta con el resto de la población: esa desigualdad todavía no está subrayada y debería estarlo. Pero en cuanto a la mezcla de ideas, Nueva York es muy estimulante.
–Al respecto, especialmente en cuanto a desarrollos inmobiliarios, usted señaló varias veces que la parte más rica de la población está poniendo su plata en activos y no en fines productivos. ¿Cómo debería atraerse al capital para que vuelva a volcarse a esos objetivos?
–Para empezar, una buena medida sería introducir cambios en el sistema de impuestos. Por ejemplo, gravar de manera más onerosa a los edificios de lujo. En Nueva York las reglas impositivas son muy perversas: los ricos pagan las tasas más bajas. Por otro lado, creo que las finanzas públicas deberían dirigirse no a proyectos pensados para los que tienen altos ingresos, sino a mejorar la calidad de vida de la masa poblacional: los presupuestos estatales benefician al capital más que a la población.
–Una de sus reivindicaciones más frecuentes es el “derecho a la ciudad”, ¿en qué consiste?
–Creo que todo el mundo debería pensarse como un ciudadano urbano que tiene el derecho de tratar de transformar el mundo en el que vive de acuerdo a sus necesidades y sus deseos. Eso traería conflicto entre quienes piensan la ciudad de una manera y quienes la ven de otra, pero como dije antes, es un tipo de conflicto saludable porque todos los involucrados podrán decir “estoy ejerciendo mi derecho a la ciudad, tratando de crear un ambiente en el que yo y la gente que quiero estemos bien”. Me parece que poder decir algo sobre el ambiente en el que uno vive es un derecho fundamental de los hombres y tiene que ser uno de los sentidos más profundos de la democracia urbana. Actualmente, en la mayoría de las ciudades, las decisiones más importantes las toman las elites, que deciden dónde va un shopping y dónde va un emprendimiento inmobiliario. Hay un déficit de democracia urbana que sólo va a ser remediado cuando los ciudadanos se unan y digan que todos tienen derecho a la ciudad, derecho a ser consultados para ver para qué lado queremos ir. Es muy importante educar a la gente dentro de su idea de ciudadanía para que se entienda que el derecho a la ciudad no es sólo individual sino también colectivo. Es imprescindible tener la libertad de modificar el entorno: lo hacen las hormigas, las abejas, creo que deberíamos estar capacitados para hacerlo.
–En los últimos años y sobre todo en las ciudades está cambiando la estructura familiar, que ya no es tan nuclear, ¿cómo afecta esto al paisaje urbano?
–Esto es un punto muy interesante porque la ideología del desarrollo urbano para poblaciones masivas se construyó, durante los últimos cincuenta años, bajo la idea de la familia nuclear, pensando además que es una buena institución en sí misma. Y si se rompe esa tradición, cosa que obviamente pasa, sobre todo en las ciudades, entonces aparece un problema con el que hay lidiar: los planificadores urbanos están muy intimidados porque la familia nuclear ya no es hegemónica. Creo que hay que desarrollar nuevas estructuras de derechos propietarios, más colectivos que individuales. Algo así como tener un edificio y decirles a los usuarios: “No podés vender tu departamento en el mercado pero tenés derecho a vivir ahí hasta que quieras y por un costo mínimo”. En algunas partes del mundo, hay colectivos de artistas que toman espacios de esta manera y aseguran: “Tenemos relaciones sociales pero no es familia; tenemos hijos pero no en la estructura familiar tradicional”. No hace falta ser increíblemente radical para pensar en nuevas estructuras de propiedad. Los conservadores van a decir que esto alienta a la gente a vivir colectivamente y abandonar así la familia, no lo van a poder tolerar, pero creo que es un momento muy interesante para ejercer una presión que legalice estas condiciones de vida.
–En varias entrevistas usted señaló que el neoliberalismo no desapareció de Latinoamérica, a pesar de un fuerte discurso en su contra, ¿por qué ocurre esto?
–La mayoría de los países de la región tuvieron una experiencia muy mala con el neoliberalismo, y tienen entonces una retórica muy fuerte y negativa al respecto. Desde lo teórico, se pueden dar charlas sobre lo mala que es esta doctrina y todo el mundo va a escuchar atentamente. Pero las prácticas neoliberales invadieron profundamente la estructura económica de la región, porque una de esas prácticas más frecuentes es la inequidad: no veo que se haga mucho al respecto, a pesar de que en países como Brasil o Argentina hubo cierta movilidad social. El poder del neoliberalismo para dominar no está realmente atacado, entonces me pregunto cómo la retórica anti-liberal va a transformarse en una práctica política real. Latinoamérica lo está discutiendo, pero decir que el neoliberalismo es malo no quiere decir que haya desaparecido.
–¿Cuáles son las ideas de Marx que mejor resistieron el paso del tiempo?
–Toda la estructura teórica de su trabajo es importante para entender críticamente qué nos pasa hoy, pero hay que reconocer que es una estructura incompleta y que mucho era tentativo. Además, cuando Marx escribía, solamente el cinco por ciento de la población vivía en la ciudad, mientras que ahora es el 50 por ciento: la pregunta urbana no era importante para él y sí lo es para mí. De todo su trabajo, lo más importante me parece la idea de la acumulación por la acumulación misma, de que el capital acumula por la riqueza y por el poder, y no por el bien de la Humanidad. El mundo está orquestado por esa acumulación que benefice al capital, y si no nos gusta, tendremos que luchar contra la necesidad de ese capital de acumular para siempre.
Revista Ñ – 9 de febrero de 2015