Desigualdad, diferencia y políticas de la identidad: una agenda pendiente. Ludwig Huber

Las ciencias sociales han tratado la desigualdad social por lo general como sinónimo para la estratificación vertical, entendida como jerarquía de posiciones sistemáticamente vinculadas con ventajas o desventajas en el acceso a los bienes y servicios de una determinada sociedad.

De la desigualdad (vertical) así entendida, se distinguió la diferencia (horizontal) para designar distinciones en el interior de un determinado nivel jerárquico, que no —o en todo caso no necesariamente— implican este tipo de ventajas o desventajas. En consecuencia, el análisis de la desigualdad enfocó la clase social —definida en términos económicos a través de las relaciones de producción o la relación con el mercado—, mientras conceptos supuestamente horizontales como el género, la etnicidad o la raza quedaron “relegados a la periferia sociológica”.1[1]

Esta diferenciación conceptual entre desigualdad (vertical-económica) y diferencia (horizontal-cultural) se pudo mantener mientras los conflictos sociales se caracterizaban principalmente por reivindicaciones redistributivas. Sin embargo, desde la segunda mitad del siglo pasado, otras demandas sociales, de corte más horizontal que vertical, más cultural que económico, han cobrado relevancia.

Grupos constituidos en torno a identidades que antes eran escondidas, oprimidas o negadas —el género, la raza, la etnicidad, la religión, la orientación sexual o la pertenencia a un determinado territorio— exigen ahora el reconocimiento y la participación en la distribución de los recursos del Estado.

El universalismo (económico) de la lucha de clases —“Proletarios del mundo, ¡uníos!”— ha cedido gran parte del protagonismo en la lucha social al particularismo de las reivindicaciones culturales.

En la medida en que estos elementos del posicionamiento social —los no

económicos— empezaron a ganar importancia, la restricción a la clasificación vertical se convirtió en un obstáculo para el análisis de la desigualdad.

Escritoras feministas como Judith Butler e Iris Marion Young rechazaron la “dicotomización” entre el orden económico y las constelaciones culturales, argumentando que la cultura y la economía están tan profundamente interconectadas y son tan mutuamente constituyentes que no pueden ser separadas.

Estudios sobre el racismo llegaron a la misma conclusión: en la medida en que las diferencias culturales fomentan relaciones sociales asimétricas —cuando una raza se siente superior a la otra y un sexo por encima del otro—, intervienen también en el acceso desigual a los recursos de la sociedad; de esta manera la cultura se convierte en un elemento constitutivo de la diferenciación vertical y, por lo tanto, de la desigualdad social.

El ocaso de las políticas de clase y el aumento de demandas culturales marcan una nueva constelación en la cultura política, donde el centro de gravedad se ha desplazado de la redistribución hacia el reconocimiento. Se ha producido una politización de la cultura y la identidad se ha añadido, y en buena medida ha reemplazado, a la clase social como referente en la generación de solidaridades y acciones colectivas. Por consiguiente, a estas constelaciones políticas posclasistas las han denominado políticas de la identidad.

En América Latina, la etnicidad ha ganado particular importancia (y atención académica) entre las diferentes expresiones de la política de la identidad.

Tradicionalmente, las poblaciones originarias se consideraban parte del campesinado explotado, pero a partir de los años ochenta y con más fuerza en los noventa se observa un cambio en las demandas, pues se empiezan a plantear reclamos por el derecho a la autonomía y la libre determinación de los pueblos. Sin olvidarse necesariamente de las preocupaciones de clase, el acento está ahora más en la identidad indígena y en cuestiones étnico-nacionales.

A menudo, estas identidades son elegidas y “esencializadas” por razones estratégicas, de acuerdo con las oportunidades que ofrece la coyuntura política para regular la distribución de bienes materiales y simbólicos.[2]

La particularidad de las demandas identitarias es que se sustentan en la “identidad única de este individuo o de este grupo, el hecho de que es distinto de todos los demás”;[3] es decir, en la diferencia consciente y acentuada de todos los otros.[4] La política de la identidad colisiona así con el concepto liberal de la ciudadanía que se asienta en la pertenencia a una comunidad política en términos de igualdad y se expresa en un conjunto de derechos y obligaciones compartidos por todos los “ciudadanos”.

La contradicción de fondo entre el universalismo de la ciudadanía y el particularismo de las identidades ha causado rechazo a la política de la identidad en todos los campos políticos. Conservadores ven en ella una “receta para el caos”[5] porque amenaza la unidad nacional y la cohesión social. Los liberales lamentan la pérdida de los postulados de la Ilustración, que pone en peligro la libertad individual y la autonomía personal.

La izquierda marxista acusa al particularismo de la política identitaria de haber fragmentado la lucha de los oprimidos y sofocado el movimiento sindical. Sectores de la izquierda moderada la interpretan como una calamidad que agota la energía moral y la política sin tocar el fondo del orden social. Autores de la talla de Richard Rorty[6] y Brian Barry[7] insisten en que se trata de una distracción contraproducente de la lucha por la equidad económica y la justicia social, una imprudencia que balcaniza a los grupos sociales y rechaza normas morales universales.

Sin embargo, hay diferentes formas de abordar las demandas identitarias. La versión que enfatiza, muchas veces de manera confrontacional, la diferencia entre la cultura propia y otras culturas y la convierte en la principal plataforma política, es solo una de las facetas. Esta posición caracteriza a muchas organizaciones de pueblos originarios en el Nuevo Mundo y a la Nueva Derecha en Europa que defiende la “cultura nacional” contra los inmigrantes asiáticos y africanos.

Nos encontramos así ante la situación de que esta versión de las políticas de la identidad representa a la vez las nociones más radicales y las más reaccionarias en el escenario político contemporáneo. Lo que está en juego depende, en última instancia, del caso concreto, algo que el análisis político no siempre ha sido capaz de tomar en cuenta.

La otra versión de las políticas identitarias rechaza el “esencialismo” de la política de la identidad convencional y pone énfasis en la interacción constructiva entre las culturas. Esta es la posición de la interculturalidad, de la política del reconocimiento y de la ciudadanía multicultural.

El término “política del reconocimiento” fue acuñado por el filósofo canadiense Charles Taylor en su reacción (comunitarista) a la teoría de la justicia que había sido formulada, desde una posición liberal, por John Rawls.[8] Rawls reclamaba la estricta neutralidad del Estado frente a las identidades particulares y las preferencias culturales de sus ciudadanos; es decir, la religión, la raza, el género y la descendencia nacional o étnica son aspectos rigurosamente privados que no tienen por qué ser materia de políticas públicas. Las demandas de justicia frente al Estado solo pueden referirse a lo que todos tenemos en común: nuestras “necesidades universales” de “bienes primarios” como el ingreso, la salud, la educación o las libertades individuales.

Taylor, en cambio, argumenta que las “necesidades básicas” no se limitan al abastecimiento con recursos económicos o a la normatividad jurídica que garantiza la libertad del individuo, sino incluyen también el reconocimiento de la persona como miembro de una comunidad cultural. La injusticia, para Taylor, no se agota en el recorte de las libertades individuales, sino implica la denegación de derechos para grupos culturalmente constituidos como, por ejemplo, las minorías religiosas, étnicas y raciales. El Estado debe reconocer estas diferencias culturales mediante la aplicación de derechos colectivos.

El también filósofo canadiense Will Kymlicka coincide con Taylor en la postulación de que las minorías culturales y étnicas deben ser protegidas, pero defiende la posición liberal de Rawls y da prioridad a la autonomía del individuo sobre los intereses del grupo. Kymlicka reconoce que el marco jurídico-legal de las democracias occidentales está configurado para un determinado “tipo” de ciudadano: blanco, masculino y heterosexual, y los demás —los no blancos, los no anglosajones (minorías étnicas originarias e inmigrantes), las minorías religiosas, las mujeres, los homosexuales— sufren desventajas estructurales. Para garantizar el pleno desarrollo de los derechos del individuo, el Estado debe tomar en cuenta también las reivindicaciones culturales de estos ciudadanos; es decir, debe contemplar una “ciudadanía diferenciada” o “ciudadanía multicultural”.[9]

Debido a su composición étnica-cultural, el Perú podría ser un país por excelencia para aplicar una política del reconocimiento y/o la ciudadanía multicultural. Sin embargo, son pocos los intelectuales peruanos que inciden en este tema (además casi todos vinculados con la Universidad Católica),[10] y lo que se discute queda principalmente entre ellos; es decir, se trata de un debate que apasiona a algunos círculos académicos, pero no tiene ninguna repercusión en la política estatal. Eso, obviamente, no es así por culpa de los estudiosos.

El desinterés oficial por estos temas pasa por alto que también en el Perú se ha producido un giro desde el clasismo, predominante todavía en la lucha del campesinado por la tierra durante los años sesenta y setenta, hacia expresiones identitarias. Entre las manifestaciones más importantes podemos señalar las diferentes formas del nacionalismo (desde el nacionalismo económico que representa Ollanta Humala hasta el etnonacionalismo de su hermano Antauro), el surgimiento de organizaciones étnicas en la sierra y los recientes paros amazónicos, y sobre todo las expresiones regionales que en los últimos años han ido proliferando. Basta con una revisión de los reportes mensuales sobre conflictos sociales de la Defensoría del Pueblo para darse cuenta de que en el Perú el factor territorial tiene mucho más impacto como movilizador sociopolítico que la etnicidad.

Sin embargo, son los movimientos indígenas los que más interés han despertado, tanto en los círculos académicos como en las agencias de la cooperación internacional, en las ONG y a veces en el mismo Estado, a pesar de que nunca lograron siquiera aproximarse a la importancia que tienen en los países vecinos. El problema, desde mi punto de vista, es que la evaluación de estos movimientos a menudo no pasa del nivel fenomenológico (o, por las particularidades del caso, fenotípico); basta que los actores hablen quechua y lleven ponchos para que una protesta social pase por movimiento indígena y se olvide otros componentes igualmente importantes, pero menos visibles.

La interrogante que plantea Canessa en este sentido —“¿si un movimiento está compuesto por indígenas, eso lo convierte automáticamente en un movimiento indígena?”—[11] es una pregunta importante que merece más atención en los estudios sobre los movimientos etnopolíticos. ¿Podemos comparar a Sendero Luminoso con el Ejército Zapatista de Liberación Nacional por el simple hecho de que su “masa” fueron mayoritariamente “indígenas” quechuahablantes?

Obviamente no, ¿pero qué criterios aplicamos para trazar la línea de separación? O si consideramos el tema desde el otro lado: ¿qué expresiones encuentran las demandas étnico-culturales en un país donde no existe un fuerte movimiento indígena? ¿Y cómo se mezclan estas demandas con otras, más verticales y materiales?

Las diferentes maneras como se fusionan la etnicidad, la clase, el territorio y otras identidades en los nuevos movimientos sociales del Perú —más allá de un discurso “único”, étnico o regional o lo que sea, que pueda prevalecer en la presentación pública de una determinada organización— es un tema cuyo análisis está pendiente. Nancy Fraser reclama que “una perspectiva genuinamente crítica […] no puede tomar literalmente la apariencia de esferas separadas. Más bien debe mirar por detrás de las apariencias para descubrir las conexiones ocultas entre [las políticas de] la distribución y el reconocimiento”.[12]

La antropóloga Sherry Ortner sostiene que en los Estados Unidos de América, por ejemplo, “la raza y la etnicidad son en realidad posiciones cripto-clasistas”, detrás de las cuales se “esconde” la clase, la cual, por tanto, requiere más “arqueología intelectual”.[13] ¿Cuánto de eso hay en el Perú? Preguntas importantes que esperan ser respondidas.

Extraído de Argumentos (IEP) http://www.revistargumentos.org.pe/index.php?fp_verpub


[1] Grusky, David B., ”The Past, Present, and Future of Social Inequality“. En Grusky, David B. (ed.), Social Stratification. Class, Race, and Gender in Sociological Perspective. Boulder: Westview Press, p. 28. 2001.

[2] Gayatri Spivak acuñó el término “esencialismo estratégico” para denominar la “auto-esencialización” de grupos subalternos con fines emancipadores. Véase Spivak, Gayatri Chakravorty, “Subaltern Studies. Deconstructing Historiography”. En Donna Landry y Gerald MacLean (eds.), The Spivak Reader. Londres: Routledge, p. 214. 1985.

[3] Taylor, Charles, El multiculturalismo y la ‘política del reconocimiento’. México: Fondo de Cultura Económica, p. 61. 1992.

[4] Taylor habla de las “políticas de la diferencia”.

[5] Parekh, Bhikhu, “Redistribution or Recognition? A Misguided Debate”. En Stephen May, Tariq Modood y Judith Squires (eds.), Ethnicity, Nationalism and Minority Rights. Cambridge: Cambridge University Press, p. 199. 2004.

[6] Rorty, Richard, Achieving Our Country: Leftist Thought in Twentieth Century. Cambridge: America. 1999.

[7] Barry, Brian, Culture and Equality: An Egalitarian Critique of Multiculturalism. Cambridge: Cambridge University Press. 2001.

[8] Rawls, John, Teoría de la justicia. México: Fondo de Cultura Económica, 1997. El original en inglés fue publicado en 1971.

[9] Kymlicka, Will, Ciudadanía multicultural. Barcelona: Paidós. 1996.

[10] Véase sobre todo los diferentes trabajos de Fidel Tubino.

[11] Canessa Andrew, “Todos somos indígenas: Towards a New Language of National Political Identity”. En Bulletin of Latin American Research, vol. 25, nº 2, p. 253.

[12] Fraser, Nancy, “Social Justice in the Age of Identity Politics: Redistribution, Recognition, and Participation”. En Nancy Fraser y Axel Honneth, Redistribution or Recognition? A Political-Philosophical Exchange. Londres y Nueva York: Verso, p. 62. 2003.

[13] Ortner, Sherry B., Anthropology and Social Theory. Culture, Power, and the Acting Subject. Durham y Londres: Duke University Press, pp. 73 y 78. 2006.

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