Después de la teoría de Terry Eagleton
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Manuel Arranz
30 Septiembre 2005
Durante los años sesenta y setenta del siglo pasado, tuvo lugar en Europa una eclosión cultural sin precedentes. No sólo por sus dimensiones y su rápida difusión, sino porque ponía en solfa precisamente el concepto de cultura entonces en circulación. En el transcurso de apenas quince años, de 1965 a 1980, aparecerían la mayoría de las obras más significativas del siglo XX en el campo de la teoría cultural. Los nombres de Lacan, Foucault, Levi-Strauss, Roland Barthes, Louis Althusser, Jacques Derrida, Jean-François Lyotard, Julia Kristeva, Jürgen Habermas, Edward W. Said o Raymond Williams trascendían las fronteras culturales, que sus obras contribuirían a borrar definitivamente.
Esas obras, hoy célebres, no sólo interpretaban el mundo, sino que proponían un modelo cultural nuevo. Un modelo de acción política, un modelo de relaciones sexuales, un modelo de interpretación de los textos, y en la mayoría de las ocasiones todo a la vez, para lo que según Terry Eagleton existía entonces el caldo de cultivo apropiado. Caldo de cultivo compuesto en buena parte por los distintos movimientos libertarios que rechazaban por principio cualquier principio de autoridad, y que no sólo actuaba como cadena de transmisión de ideas, sino como generador de las mismas. Este proceso, con sus complicidades y sus desafecciones, desembocó en lo que Terry Eagleton llama la teoría cultural, que no es otra cosa que una reflexión crítica y autocrítica, tanto sobre los fundamentos de su práctica como sobre los objetivos de la misma. Cuando en la década de los 70 en el lenguaje político la palabra revolución fue sustituida por la palabra reforma, ya se había consumado un cambio en la sociedad que hacía no sólo posible sino necesaria esa sustitución.
La nueva teoría cultural se convirtió rápidamente en una cultura de la teoría en la que todavía hoy seguimos inmersos. Su orientación anticapitalista era en sus inicios más que obvia, y la podríamos resumir brevemente en sus temas casi obsesivos del deseo, el placer, la locura, el cuerpo, el texto, o el inconsciente, por poner sólo un puñado de ejemplos paradigmáticos. Este nuevo universo conceptual, por así decirlo, el comunismo oficial, todavía pujante por aquellos años en muchos países, no sólo fue incapaz de incorporarlo a su programa cultural, sino que lo condenó abiertamente, mientras que el capitalismo, el blanco por antonomasia de todas las críticas, lo incorporaba a la enseñanza en sus universidades, lo promocionaba, lo fagocitaba, y lo hacía propio. En su ansia por exculpar al marxismo, Terry Eagleton cae en algunas flagrantes contradicciones. “Es cierto dice que el movimiento comunista había guardado un silencio culpable respecto de algunas cuestiones centrales”. Y este reconocimiento le honraría si no escribiera a continuación: “Pero el marxismo no es una filosofía de la vida ni un secreto del universo que se sienta con el deber de pronunciarse sobre todas las cosas, desde cómo cocer un huevo hasta el método más rápido para despiojar a un cocker spaniel. (…) No es ninguna deficiencia del marxismo el hecho de que no tenga nada interesante que decir acerca de si el mejor método para adelgazar es el ejercicio físico o la inmovilización de las mandíbulas”. Una salida de tono ingeniosa sin duda, pero el caso es que nadie estaba hablando de cocer huevos ni de métodos para adelgazar, sino de “cuestiones centrales” precisamente. Además de que el marxismo sí es una filosofía de la vida. Y esas cuestiones centrales, cuestiones por ejemplo sobre el estatuto del poder, o sobre la transmisión del saber, eran las que abordaban por entonces en sus obras los citados pensadores del principio. Pensadores todos ellos de izquierda no siempre bien vistos por la izquierda. Muchos de ellos porque tras el hundimiento del marxismo derivaron su teoría cultural hacia otros horizontes, cosa, creo yo, que no debería reprochárseles sino todo lo contrario. Pero Terry Eagleton se los reprocha. Ve en el posmodernismo, y también en el pragmatismo, que él entiende como una especie de posmodernismo más, aunque yo creo que aquí se equivoca, algo más que un cambio de rumbo, cosa que sin duda ya le parecería suficientemente grave. Ve oportunismo, ve cinismo, ve superchería. Y seguramente no le falta razón en algunos casos. Y ve, sobre todo, en sus manifestaciones más conspicuas, un peligroso alejamiento de la realidad. Pero no todo lo que no es marxismo es posmodernismo.
Una de las tesis que sostiene Terry Eagleton en este libro, que comparte con otros críticos de la cultura, es que la teoría cultural, un invento relativamente reciente de los citados pensadores de los años 60, acabó definitivamente con una idea de la cultura dominante (dominante la idea y dominante la cultura). Aunque el precio que hubo que pagar fue una jerga bastante incomprensible para hablar, al parecer con conocimiento de causa, de las cuestiones culturales. Se produjo entonces una curiosa situación. Quienes habían abogado por una democratización de la cultura, por una cultura popular y plural, acabaron convirtiéndola, a su pesar, en un exclusivo asunto de supuestos especialistas. Eagleton trata de convencernos, y posiblemente él mismo lo esté, de que si no todo el mundo está en condiciones de comprender la estructura orgánica de los decápodos, no tiene porque estarlo de comprender el Ulises. Pero yo creo que aquí se está planteando erróneamente, una vez más, un problema que a lo mejor no es ni tan complejo ni tan simple. Si llegara un día en que los novelistas no escribieran más que novelas que sólo pudieran ser comprendidas por otros novelistas y teóricos de la literatura, se habría acabado la novela. Con los estudios de los decápodos esa es en cambio la norma. Por lo demás, sus ensayos, los de Terry Eagleton, son perfectamente comprensibles. Y la explicación de que el lenguaje del arte se aparta radicalmente del lenguaje de la vida cotidiana tampoco resulta muy convincente para explicar este fenómeno. “Algunas veces la gente puede haber hablado un poco como en Adam Bede (la famosa novela de George Eliot), pero nadie ha hablado nunca como en Finnegans Wake”. En esto también se equivoca Terry Eagleton. A lo mejor en su Irlanda natal nadie habla como en Finnegans Wake, pero aquí, en España, yo podría presentarle a más de uno.
Digamos, para resumir, que efectivamente hay muchas cuestiones de interés para todos, y que, como dice nuestro autor, no tienen porqué ser necesariamente simples. Aunque tampoco tendrían porqué ser necesariamente complejas. La cultura es indudablemente una de esas muchas cuestiones, pero yo dudo de que se le pueda comparar con el hígado y los pulmones, cuestiones que también son de interés general como él dice. Dejando aparte estas comparaciones humorísticas, que abundan a lo largo de todo el libro, y algunas matizaciones quizá sobre la interpretación de algunos acontecimientos políticos de la época estudiada, el libro de Terry Eagleton es, como todos los suyos por lo demás, un libro inteligente y honesto, además de un libro refrescante, que no vacila ante las cuestiones morales que plantea, y aborda temas que la nueva teoría cultural había abandonado, como son los de la verdad, la virtud, y la objetividad, temas que uno no esperaría encontrar en el repertorio de un radical. Y es que Terry Eagleton tiene las virtudes del crítico y las del teórico a la vez, y trata de evitar sus vicios: no dar nada por supuesto, examinar siempre los dos lados de una cuestión, y no cortar nunca la rama en la que se está sentado.