«El socialismo en Francia está al borde del agotamiento», manifestaba recientemente Michel Charzat, a quien el Partido Socialista (PS) ha encargado la elaboración de un nuevo proyecto a fin de garantizar la actualización doctrinal de la izquierda. Lo único que puede hacerse es suscribir este testimonio. Bajo su forma comunista, el socialismo ha fracasado, como lo demuestra día a día la evolución de los países de Europa del Este. Bajo su forma socialdemócrata se ha edulcorado de tal forma que cada vez cuesta más diferenciarlo del liberalismo, como lo demuestra, en especial, el ejemplo francés después del cambio de rumbo de la década de los ochenta.
¿Es necesario entonces renunciar a aquello que fue durante un siglo uno de los mitos principales de la izquierda? ¿O quedan todavía esperanzas de resucitarlo? Algunos intelectuales marxistas, en el coloquio celebrado el pasado mes de junio a iniciativa de la revista Actuel Marx, no han tenido miedo de plantear una pregunta hasta hace poco sacrílega: «¿Tiene futuro la ideología socialista?».
Si, al igual que el PS, se desea dar una respuesta positiva, es necesario intentar modernizar el socialismo buscando en algún lugar que no sea en Marx las referencias intelectuales que le aportarán su legitimidad, porque con el socialismo, el marxismo, el cual fue asociado históricamente a él, se encuentra también en crisis e incluso aquellos que no lo rechazan en Francia desean enriquecerlo o renovarlo mediante otras aportaciones.
Estas aportaciones han sido, solicitadas a múltiples teóricos, pero son tres los que actualmente parecen ser los nuevos ideólogos de la izquierda. El primero, Edgar Morin, es francés: lo que los socialistas conservan de su abundante y diversa obra es, ante todo, su idea sobre el concepto de «complejidad», que permite, según Michel Charzat, «elevarse a la inteligencia del pluralismo».
El segundo John Rawls, es norteamericano:, desde su aparición en Estados Unidos, hace 20 años, su Teoría de la justicia es objeto de constante atención y, desde su traducción al francés hace cuatro años, de creciente interés. El tercero, Jürgen Habermas, es alemán: su tesis sobre El espacio público y, sobre todo, su Teoría de la actuación comunicacional, traducida en 1987, sirven de base a numerosos trabajos sobre la organización de la sociedad política y sobre los medios para fundar » «racional y democráticamente» el vínculo social, como dice todavía Michel Charzat.
Los coloquios en seminarios, los artículos de revistas en libros de divulgación, y muchas discusiones actualmente en curso entre aquellos que se esfuerzan, como Marx, en meditar sobre el socialismo, giran alrededor de las ideas que defienden uno u otro de estos tres filósofos.
Edgar Morin no es el autor de la teoría de la complejidad, sino uno de aquellos que se esfuerzan en extender su aplicación desde el campo de las ciencia físicas al de las ciencias sociales, porque la teoría de la complejidad ha revolucionado la investigación desde hace 20 años, contribuyendo al surgimiento, según Ilya Prigogine, de una «racionalización científica nueva» que pone en cuestión la concepción clásica del determinismo.
Además, al igual que el marxismo en su tiempo, un proyecto político para finales del siglo XX y el comienzo del siglo XXI es algo que no puede separarse de un análisis de la sociedad que tenga en cuenta los últimos desarrollos de la cultura contemporánea.
«La crisis de nuestras ideas es más profunda aún de lo que parece», dice con razón Jean Luc Mélenchon, el líder, junto con Julien Dray, de la Nueva Escuela Socialista. «Afecta también -y quizá esencialmente- a las referencias científicas sobre las que se apoya la izquierda desde sus orígenes hasta nuestros días para justificar su proyecto». ¿Quién dice que estas referencias estén obsoletas hoy día? Lo que sucede es que la izquierda ha tomado prestados «estos materiales como base para una forma de determinismo y para una definición lineal de las fases de la historia que proceden de las ciencias de la naturaleza según se presentaban a principios de siglo».
En su libro A la conquista del caos (Denoél, 1991), Jean-Luc Mélenchon recurre precisamente a la teoría del caos, una de las formas de la teoría de la complejidad, para tratar de renovar los materiales básicos del pensamiento socialista y romper con el antiguo modelo de determinismo inspirado en Darwin y después en la física clásica que ha engendrado, por ejemplo, Ia idea de que el capitalismo engendra al socialismo con la misma certidumbre que las metamorfosis de la naturaleza».
La teoría de la complejidad no sugiere solamente que las cosas son más complicadas de lo que se cree, lo cual tendría un interés mediocre, sino que facilita también instrumentos o, al menos según Edgar Morin, un método para pensar en esa complejidad. No vamos a exponer aquí en detalle las tesis de Morin. Nos contentaremos con recordar que, para los teóricos de la complejidad, «aquello de lo que un objeto, complejo es capaz es (infinitamente) más complejo que el propio objeto» (Jean Pierre Dupuy, Curso de introducción a las ciencias sociales. Escuela Politécnica, tomo 3, edición 1991). Por tanto, hay que aceptar la parte aleatoria que contiene la historia: lo que Jean-Luc Mélenchon, citando a Morin, denomina «el rico diálogo del orden y del desorden».
En Estados Unidos, John Rawls es considerado en ocasiones como el pensador de la socialdemocracia, o del Estado providencia. Criticado por su izquierda por los marxistas, que le reprochan acomodarse con demasiada rapidez a las desigualdades sociales, y por su derecha por los liberales, que juzgan excesivo el papel que asigna al Estado, el filósofo americano ofrece sin duda unas herramientas útiles para la reflexión a aquellos que deseen elaborar un «socialismo de mercado». Según Michel Charzat, hace posible la definición de un proyecto «que no conjuga la libertad y el liberalismo y que no confunde lo justo con lo útil».
John Rawls propone, en efecto, fundar la organización de la sociedad sobre dos principios: el principio de la libertad, que afirma el derecho que todos tienen a las libertades básicas, y el principio de la diferencia, que acepta las desigualdades sociales siempre que vayan aparejadas a empleos abiertos a todos, «en unas condiciones de justa igualdad de oportunidades» y que tengan por efecto mejorar la suerte de los más desfavorecidos.
Evidentemente, el principio de la diferencia es el que se encuentra en el origen de las controversias más vivas alrededor de la obra de Rawls, pero también es él el que abre las perspectivas más ricas. Evita las trampas del igualitarismo, al tiempo que rechaza el sacrificio de cualquiera en aras del bienestar general de la sociedad, como podría sugerirlo el liberalismo económico. Para medir el alcance de la teoría sería necesario iniciar de nuevo toda la argumentación. Dado que aquí solamente tratamos de señalar su importancia, se observará que las tesis de Rawls, probablemente las más ampliamente comentadas y las más ardientemente discutidas en los países anglosajones desde las de John Stuart Mill en el pasado siglo, no pueden ser ignoradas por aquellos que no quieren resignarse a la muerte de las ideologías. Al igual que hace poco el de Marx, el pensamiento de Rawls parece inamovible tanto hacia la derecha como hacia la izquierda.
A la derecha, Robert Nozick, uno de los principales teóricos del Estado mínimo, considera que «a partir de ahora, los filósofos de la política deben, o bien trabajar dentro de la teoría de Rawls, o bien explicar por qué no lo hacen». A la izquierda, los líderes de la revista Actuel Marx citados anteriormente han acometido la tarea de revisar a Márx a la luz de la Teoría de la justicia. De esta formal Jacques Bider se esfuerza por inscribir el pensamiento de Rawls en la historia haciendo observar que éste tiene únicamente por objeto «el definir la sociedad justa, y no el establecer la forma de lograrla».
La tercera fuente de inspiración para la izquierda: los trabajos de Jürgen Habermas. Resumidos esquemáticamente, se esfuerzan por establecer, a través del concepto de espacio público y después a través del de la comunicación, los principios fundamentales que legitiman las normas sociales, y que se derivan, según Habermas, de un acuerdo entre ciudadanos libres e iguales. Esta reflexión sobre la democracia se incorpora a las preocupaciones de los socialistas.
He aquí dos ejemplos. Uno de los grupos de trabajo establecidos por el PS, dirigido por Philippe Coreuff, ve a la vez en el pensamiento de Habermas, sin ignorar sus límites, «un método a medio plazo para la refundación de la izquierda» que pasa por la promoción «de espacios públicos autónomos», y «un objetivo a largo plazo para un proyecto de transformación social» que implica la búsqueda de: una articulación entre el Estado de derecho y estos espacios «de intercomprensión».
Yves Sintomer, en el coloquio de Actuel Marx, ha subrayado que «el paradigma de la comunicación» construido por Habermas define una «racionalidad» que se opone a las racionalidades de los «dos pilares fundamentales de las sociedades actuales»: en el mercado capitalista y en el Estado burocrático. Por tanto, formulando también él importantes reservas respecto al modelo habermasiano sugiere que éste puede ayudarnos sin duda «en el intento (le pensar lo que podría ser una sociedad poscapitalista, desechando la ilusión de la transparencia y de la reconciliación».
Como eco a los propósitos de Michel Charzat, Yves Sintomer afirma que Ia tradición socialista, si quiere recobrar de nuevo el aliento, debe salir de sí misma» y enfrentarse a «unas teorías que le son absolutamente extrañas». Esta confrontación ya se ha iniciado. Para que sea fructífera, supone que no se recaiga en el error de sacralizar los textos de los ideólogos, pero que tampoco se cometa el error inverso de considerarlos desdeñables con el pretexto de que los debates doctrinales están pasados de moda.
Thomas Ferenczi es periodista de Le Monde. Traducción: E. Rincón e I. Méndez.