El Alquimista

El Alquimista
H. P. Lovecraft (traducción al español por Roberto Pineda, octubre 2018)

En lo alto, coronando la verde cumbre de un montículo agrandado, cuyos lados se encuentran cubiertos en la base con árboles retorcidos de bosque virgen, se emplaza el viejo castillo de mis antepasados. Por siglos sus elevadas almenas han mirado sobre el salvaje y áspero campo abajo, sirviendo como hogar y fortaleza para la orgullosa casa con una tradición incluso más antigua que las paredes musgosas que la cubren. Estas antiguas torres, manchadas por las tormentas de generaciones y desmoronándose bajo la lenta pero fuerte mirada del tiempo, formaron en las épocas del feudalismo una de las más temidas y formidables fortalezas de toda Francia. Desde sus coloridos parapetos y almenas fortificadas tanto barones, como condes y hasta reyes fueron desafiados, y nunca en sus espaciosos salones han sonado los pasos de un invasor.

Pero desde aquellos gloriosos tiempos todo ha cambiado. Una situación de pobreza cercana a la indigencia, junto con el orgullo vinculado al apellido que prohíbe toda búsqueda de alivio por medios comerciales, han evitado que sus vástagos mantengan sus propiedades con el esplendor debido, por lo que caen terrones de las paredes, la hierba crece en los parques, el foso está seco y polvoso, a los patios les faltan lozas, algunas torres están cayéndose, así como los pisos hundidos, los paneles de madera comidos por los gusanos, y también las alfombras de los interiores, todo mostrando un sombrío presente de un pasado glorioso…Con el paso del tiempo, primero uno y luego otro de los cuatro cabrestantes se fueron arruinando, hasta que por ultimo una sola torrecilla guardaba a los pocos y tristes descendientes de los anteriormente poderosos dueños de la propiedad.

Y fue en una de estas vastas y sombrías salas de esta restante torre que yo, Antoine, el último de los infelices y maldecidos Condes de…vieron por vez primera la luz del día, hace noventa lejanos años, dentro de estas paredes, y entre los bosques húmedos y sombríos, los salvajes barrancos y las grutas de las laderas abajo. Nunca conocí a mis padres. Mi padre murió a los treinta y dos años, un mes antes que naciera, por la caída de una roca que se desprendió de uno de las barandas desiertas del castillo; y mi madre murió al darme a luz, por lo que mi cuidado y educación dependieron exclusivamente de un último sirviente, un viejo y confiable hombre de gran inteligencia, cuyo nombre recuerdo como Pierre. Fui un único niño y la falta de compañía que este hecho implicó fue aumentada por el extraño cuidado ejercido por mi avejentado guardián, al excluirme de la compañía de los niños campesinos, cuyas viviendas estaban distribuidas aquí y allá en las planicies que bordeaban la base de la montaña. En ese tiempo, Pierre me explicó que esta prohibición obedecía a que mi noble nacimiento me colocaba por encima de tales compañías plebeyas. Ahora sé que su propósito real fue el de mantenerme alejado de los cuentos ociosos acerca de la terrible maldición sobre mi linaje, que se contaban por las noches y que fueron magnificados por los simples campesinos cuando en voz baja conversaban a la luz de los fogones de sus cabañas.
Por lo que aislado, y dependiendo de mis propios recursos, pasé las horas de mi niñez escrutando los antiguos tomos que llenaban la sombría biblioteca del castillo, o vagando sin propósito alguno a través de los tenebrosos bosques que rodeaban la parte de la colina cerca de su base. Y fue quizás como efecto de tales recorridos que adquirí un aire de melancolía. Aquellos estudios y búsquedas que trataban de lo oscuro y oculto en la Naturaleza eran los que más llamaban mi atención. De mi propio linaje se me permitió aprender muy poco, pero aún ese poco conocimiento al parecer me deprimió mucho. Quizás fue solo en un inicio el rechazo manifiesto de mi preceptor de discutir conmigo sobre mi linaje paterno que provocó en mí el terror que siempre he sentido ante la mención de mi apellido; no obstante esto, a medida que fui creciendo, pude acomodar diversos fragmentos aislados de la historia, dejados caer por una lengua cerrada que había empezado a ceder llevada por la cercanía de la senilidad, y que se relacionaba con cierta circunstancia que siempre había considerado extraña, pero que hoy me parecía vagamente terrible. La circunstancia a la cual me refiero es la edad temprana en la cual todos los Condes de mi linaje habían encontrado su final. Hasta este momento había considerado esto como un atributo natural de una familia de hombres de corta vida. Luego he reflexionado largamente acerca de estas muertes prematuras, y comencé a relacionarlas con los recorridos del viejo, que a menudo hablaba de una maldición que por siglos había prevenido que las vidas de los que ostentaban mi título excediera los treinta y dos años. Al cumplir los veinte y un años el envejecido Pierre me entregó un documento familiar y me dijo que este había sido por muchas generaciones dado de padre a hijo, lo que debía continuarse por cada poseedor. Su contenido era de la más asombrosa naturaleza y su estudio confirmó mis más graves preocupaciones. Ya para este tiempo, mi creencia en lo sobrenatural era firme y sólida, de no ser así hubiera rechazado con desprecio la terrible historia que frente a mis ojos se desenvolvía.
Los documentos me trasladaron a los días del siglo trece, cuando el antiguo castillo en el que estaba sentado había sido una fortaleza temida e inexpugnable. Hablaba de cierto viejo que una vez habitó en nuestras propiedades, una persona de no pocos logros, aunque un poco por encima de un campesino, nombrado Michel, y frecuentemente llamado por el apellido Mauvais, el Maligno, a cuenta de su siniestra reputación. Él había estudiado más allá de lo que se acostumbra en su gente, buscando tales cosas como la Piedra Filosofal, o el Elixir de la Vida Eterna, y se le consideraba versado en los terribles secretos de la Magia Negra y la Alquimia. Michel Mauvais tenía un hijo, llamado Charles, un joven tan ducho en las artes ocultas como él mismo, y que por lo mismo era conocido como El Brujo, o El Mago. Este par, rechazado por toda la gente honesta, era sospechoso de las prácticas más repulsivas. Se decía que el Viejo Michel había quemado a su esposa en vida como un sacrificio al demonio y que las incontables desapariciones de muchos niños pequeños eran situadas en las temidas puertas de estos dos. Pero sobre las oscuras naturalezas del padre y del hijo corría un rayo redentor de humanidad; el viejo malvado amaba a su vástago con fiera intensidad, mientras el hijo tenía por su padre nada más que afecto filial.
Una noche el castillo sobre la montaña se vio envuelto en una salvaje confusión debido a la desaparición del joven Godfrey, hijo del Conde Henri. Una cuadrilla de búsqueda, encabezada por el frenético padre invadió la vivienda de los hechiceros y se encontraron con el viejo Michel Mauvais, atareado sobre una inmensa caldera que estaba violentamente hirviendo. Sin saber con certeza, en la locura desencadenada de furia y desesperación, el Conde se abalanzó sobre el viejo hechicero, y antes que este liberara su sanguinario contenido, su víctima había desaparecido. Mientras tanto, sirvientes proclamaban con alegría haber encontrado al joven Godfrey en una distante y abandonada habitación del castillo, lamentando que el pobre Michel había sido asesinado en vano. A medida que el Conde y sus acompañantes se retiraban de las humildes estancias de los alquimistas, la forma de Charles El Hechicero apareció a través de los árboles. A través de los agitados comentarios de los criados se enteró de lo que había ocurrido, aunque inicialmente pareció no conmoverle la muerte de su padre. Luego, avanzó pausadamente para encontrarse con el Conde, y pronunció con un acento torpe pero terrible la maldición que por siempre perseguiría a la casa del Conde…
“¡Qué nunca un noble de tu estirpe asesina sobreviva a una edad mayor que la tuya!”
dijo, cuando, repentinamente se internó en el oscuro bosque, sacando de su túnica un frasco de un líquido incoloro que lanzó hacia el rostro del asesino de su padre mientras desaparecía tras la oscura cortina de la noche. El Conde murió sin pronunciar palabra, y fue sepultado el siguiente día, un poco más allá del treinta y dos aniversario de la hora de su nacimiento. No se encontraron indicios de sus asesinos, aunque bandas de campesinos despiadados recorrían los bosques cercanos y las praderas que rodeaban a la colina.
Pero el tiempo se encargó de borrar la memoria de la maldición en las mentes de la posterior familia del Conde, de forma tal que cuando Godfrey, causa inocente de toda la tragedia y ahora ostentando el título, fue muerto por una flecha mientras cazaba, a la edad de treintidos años, no se percataron sino solo hubieron pensamientos de pesar por su partida. Pero cuando, años después, el próximo joven Conde, de nombre Robert, fue encontrado muerto en un campo cercano sin causa aparente, los campesinos murmuraban que su amo apenas había cumplido sus treintidos años cuando fue sorprendido por su temprana muerte. Louis, hijo de Robert, fue encontrado ahogado en el foso a la misma fatídica edad, y así siguió a través de los siglos la ominosa crónica: Henris, Roberts, Antoines, and Armands arrancados de sus felices y virtuosas vidas al acercarse a la edad del asesinato de su desgraciado ancestro.
Por las palabras que leí me fue claro que únicamente me quedaban once años de existencia. Mi vida, a la que no le adjudicaba antes ningún valor, se volvió preciosa en cada día, mientras profundizaba en los misterios del mundo secreto de la magia negra. Aislado como estaba, la ciencia moderna no me había impresionado, y trabajaba como en la Edad Media, oculto como lo habían hecho el viejo Michel y el joven Charles para adquirir los conocimientos de alquimia y demonología. No obstante todo lo que leía, no podía encontrar respuestas para la extraña maldición que pesaba sobre mi linaje. En raros momentos de lucidez, incluso me atrevía a buscar una explicación natural, atribuyendo las muertes tempranas de mis ancestros al siniestro Charles El Brujo y sus herederos; pero luego de una cuidadosa investigación descubrí que no había descendientes conocidos del alquimista, por lo que regrese a mis estudios ocultos y a mayores esfuerzos por encontrar un hechizo que libere a mi linaje de su terrible carga. Había una cosa de lo que estaba completamente seguro, nunca me casaría, porque dado que no existían otras ramas de mi familia, la maldición finalizaría conmigo.
A medida que me acercaba a los treinta años, el viejo Pierre fue llamado a la tierra del más allá. En soledad lo sepulte bajo las piedras del patio principal, el cual en vida había adorado recorrer. Me vi forzado a meditar sobre mí mismo como la única criatura humana dentro de la gran fortaleza, y en la total soledad mi mente comenzó a dejar de protestar en vano contra la condena inevitable, y a aceptar la suerte que muchos de mis ancestros habían encontrado. Mucho de mi tiempo lo dedicaba entonces a la exploración de las ruinosas y abandonadas torres y salones del viejo castillo, que me habían provocado temor en mi juventud, y algunas de las cuales, el viejo Pierre me había confesado que no habían sido recorridas por pies humanos en cerca de cuatrocientos años. Extraños y sorprendentes fueron muchos de los objetos con los que me encontré. Muebles, cubiertos por el polvo de años, y desmoronándose por la putrefacción de la crónica humedad golpearon mi vista. Inmensas telarañas cubrían completamente el lugar y gigantescos murciélagos revoloteaban por todos lados con sus alas membranosas la hasta entonces desierta oscuridad.
De mi edad exacta, incluso por días y horas mantenía un muy cuidadoso registro, porque cada movimiento del péndulo del enorme reloj de la biblioteca me decía mucho de mi condenada existencia. Gradualmente pude enfrentarme a lo que por tanto tiempo me preocupó. Dado que la mayoría de mis ancestros habían fallecido algún poco tiempo antes de alcanzar la exacta edad del Conde Henry, estaba prendido al reloj esperando la llegada de la desconocida muerte. Desconocía bajo qué forma la maldición me impactaría pero estaba dispuesto al menos a que no me encontraría como una víctima cobarde o pasiva. Con renovado vigor me dedique a examinar el viejo castillo y sus edificaciones.
Y fue en uno de mis más largos recorridos que pude descubrir en una parte desierta del castillo, menos de una semana antes de la hora fatal de lo que sentía marcaría el límite máximo de mi estadía en la tierra, más allá del cual no tendría ni la más mínima esperanza de continuar con aliento, que me encontré con el evento culminante de mi vida entera. Había dedicado la mejor parte de la mañana a subir y bajar unas semidestruidas escaleras en uno de los lugares más deteriorados de las antiguas torres. A medida que la tarde avanzaba, busque los niveles inferiores, descendiendo en lo que parecía ser un lugar medioeval de confinamiento, o una más recientemente excavada bodega para pólvora. Mientras atravesaba cuidadosamente los pasajes incrustados con salitre, al pie de la última escalera, el pavimento se volvió muy húmedo, y pude observar a través de la luz de mi temblorosa antorcha que una pared lisa y húmeda impedía mi paso. Al voltearme para retroceder, mis ojos se encontraron con una compuerta con un anillo, que se encontraba directamente bajo mis pies. Al detenerme, logre con dificultad levantarla, y quedo al descubierto una apertura negra, que exhalaba peligrosos gases que provocaron que mi antorcha chisporroteara, y revelando en un fluctuante resplandor lo alto de un tramo de gradas de piedra. Tan pronto como la antorcha, la cual baje hacia las repelentes profundidades, empezó a quemarse libre y fijamente, inicie mi descenso. Las grades eran muchas y conducían a un estrecho pasadizo de piedras, por lo que sabía se encontraba profundamente bajo tierra. Este pasadizo era de gran longitud, y terminaba en una amplia puerta de roble, que goteaba por la humedad del lugar, y resistía firmemente mis esfuerzos por abrirla. Luego de cierto tiempo concluí mis esfuerzos en esta dirección, y procedí a tomar alguna distancia hacia las gradas, cuando repentinamente experimente uno de los más profundos y enloquecedores choques que puede recibir la mente humana. Sin ningún tipo de aviso, escuche que la pesada puerta empezó a crujir y a abrir lentamente sus oxidadas bisagras. Mis sensaciones inmediatas eran incapaces de analizar. Encontrarse en un lugar completamente desierto como hasta entonces había considerado al viejo castillo y enfrentarse a la evidencia de la presencia humana o de un espíritu, provocaba en mi mente un horror indescriptible. Cuando por último me voltee para encarar el origen del sonido, mis ojos debieron de salirse de sus orbitas ante la visión que contemplaron. Ahí en la antigua puerta gótica se destacaba una figura humana. Era la de un hombre cubierto por un casquete y una larga túnica medieval de color oscuro. Su cabello largo y barba suelta eran de un terrible e intenso tono negro, e increíblemente abundantes. Su frente, de una altura superior a las dimensiones regulares, sus mejillas, profundamente hundidas y recubiertas con arrugas; y sus manos, largas, como garras, y nudosas, eran de una blanqueza mortuoria, casi como mármol, como nunca había visto en un hombre.
Su figura, delgada como esqueleto, estaba extrañamente doblada y casi perdida dentro de los voluminosos pliegues de su peculiar vestimenta. Pero lo más extraño de todo eran sus ojos, cavidades gemelas de una abismal negritud, profundos en su expresión de entendimiento, pero inhumanos en su grado de maldad. Estos me observaban ahora, perforando mi alma con su odio, y fijándome al lugar donde me encontraba parado. Al final la figura habló en una voz atronadora que me estremeció con su tono cavernoso y latente malevolencia. El lenguaje en el cual el discurso estaba revestido, era el del bajo Latín que se usaba entre los hombres de letras de la Edad Media, y que se me hacía familiar debido a mis prolongadas investigaciones en las obras de los viejos alquimistas y demonologistas.
La aparición habló acerca de la maldición que se ha apoderado de mi linaje, me dijo de mi pronto fin, y se extendió acerca del delito cometido por mi ancestro contra el viejo Michel Mauvais, y se deleitó sobre la venganza de Charles el Brujo. Me contó cómo el joven Charles había escapado por la noche, regresando años después a matar a Godfrey el heredero con un flecha cuando este se acercaba a la edad que tenía su padre cuando fue asesinado; como había secretamente regresado al lugar y se había establecido, secretamente, en la entonces desierta cámara subterránea, cuya puerta ahora ocupaba el espantoso narrador; como se había apoderado de Robert, el hijo de Godfrey, en un campo y lo había obligado a beber un veneno y lo dejo morir a la edad de treintidos años, manteniendo así el horrible mandato de su vengativa maldición.
En este punto pude imaginarme la solución al más grande de los misterios, de cómo la maldición había sido cumplida desde la época cuando Charles el Brujo debió haber muerto, porque este hombre divagaba sobre un recuento de los profundos conocimientos alquimistas alcanzados por los dos hechiceros, padre e hijo, hablando particularmente de las investigaciones de Charles El Brujo con respecto al elixir que proporcionaría a quien lo tomara vida y juventud eterna.
Su entusiasmo había hecho remover de sus terribles ojos por el momento el odio que al principio lo perseguía; pero repentinamente el resplandor diabólico regresó, y con un sonido impactante como el silbido de una culebra, el extraño levantó un frasco de vidrio con el evidente deseo de terminar con mi vida como Charles El Brujo seiscientos años antes había terminado con la de mi ancestro.
Impulsado por un claro instinto de sobrevivencia, rompí el hechizo que hasta entonces me había mantenido inmóvil, y arroje mi ahora casi extinta antorcha a la criatura que amenazaba mi existencia. Escuche como el frasco se rompía sin ningún riesgo contra las paredes del pasadizo a la vez que la túnica del extraño cogía fuego e iluminaba la horrible escena con un abominable resplandor. El chillido de terror y de impotente malicia emitido por mi futuro asesino fue ya muy fuerte para mis afectados nervios, que caí sobre el viscoso piso en un desmayo total.
Cuando regrese en mis sentidos, todo estaba espantosamente oscuro, y mi mente al recordar lo sucedido, se contrajo de contemplar alrededor, pero al final la curiosidad me superó. Me pregunte sobre quien era este hombre maligno, y como llegó a los muros dentro del castillo? Y por qué buscaba vengar la muerte del pobre Michel Mauvais, y como la maldición se había implementado través de los largos siglos desde la época de Charles El Brujo?
Me había quitado de mis hombros el temor de años, porque sabía que a quien había derribado era la fuente de todo mi peligro de la maldición; y ahora que era libre, me consumía el deseo de saber más acerca de la cosa siniestra que había perseguido a mi linaje por siglos, y había hecho de mi propia juventud una larga y continua pesadilla.
Determinado a seguir explorando, busque en mis bolsillos por pedernal para encender de nuevo la antorcha que cargaba. Antes que todo, la nueva luz me reveló las formas distorsionadas y ennegrecidas del misterioso extraño. Sus espantosos ojos estaban ahora cerrados. Al rechazar esta visión, preferí voltearme y dirigirme más allá de la puerta gótica. Aquí me encontré con lo que parecía ser un laboratorio de alquimista. En un rincón estaba una inmensa pila de un metal amarillo dorado que relucía magníficamente a la luz de la antorcha. Podía haber sido oro, pero no me detuve para examinarlo, porque estaba extrañamente afectado por lo que me había sucedido. En el final más alejado del apartamento se encontraba una apertura que conducía a uno de los muchos barrancos salvajes del bosque oscuro de la colina.
Todavía sorprendido, pero comprendiendo ahora como el hombre había obtenido acceso al castillo, procedí a regresar. No podía evitar pasar por los remanentes del extraño y decidí hacerlo con la cara apartada, pero a medida que me acercaba al cuerpo me pareció escuchar que emanaba un débil sonido como si la vida no se hubiera del todo extinguido. Aterrorizado me volví para examinar la carbonizada y arrugada figura sobre el piso. Entonces de repente los horribles ojos, más negros incluso que la cara chamuscada que los contenía se abrieron del todo con una expresión que no fui capaz de interpretar. Los agrietados labios trataron de emitir palabras que no pude comprender bien. Una vez capte el nombre Charles El Brujo y de nuevo me imagine que las palabras “años” y maldición” salían de su boca desencajada. Pero todavía no pude comprender el propósito de su desconectado discurso. Ante mi evidente ignorancia de su significado, los oscuros ojos de nuevo se fijaron malévolamente en mí hasta que, al ver a mi oponente totalmente indefenso, me estremecí mientras lo miraba.
De repente el desgraciado, animado con su último destello de fuerza, alzó su terrible cabeza del húmedo y hundido pavimento. Entonces como yo continuaba paralizado por el miedo, el encontró su voz y en su aliento de muerte gritó estas palabras que han perseguido desde entonces mis días y mis noches.
“Tonto”, chilló “es que no puedes adivinar mi secreto? Es que no tienes cerebro para reconocer la voluntad que a través de seis largos siglos ha realizado la maldición sobre tu linaje? No te he contado acaso del gran elixir de la vida? Es que no sabes cómo el secreto de la alquimia fue resuelto? Te lo diré, soy yo! Yo! Yo que he vivido por seiscientos años para mantener mi venganza, PORQUE YO SOY CHARLES EL BRUJO!”

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