El concepto de habitus de Pierre Bourdieu y el estudio de las culturas populares en México

El concepto de habitus de Pierre Bourdieu y el estudio de las culturas populares en México
Patricia Safa
En la actualidad, el tema de la globalización es controvertido y el de la diversidad cultural, muy complejo. Ambos se encuentran relacionados y su discusión se vuelve central para el estudio de las culturas populares. Desde ciertas posiciones, la velocidad de los cambios actuales nos exige comenzar de nuevo y dudar de viejos conceptos, repensar perspectivas teóricas y ser inventivos en las estrategias metodológicas. Para otros, en contraste, la globalización es tan vieja como lo es el afán expansionista del mundo occidental, primero bajo el ropaje del colonialismo y el imperialismo, y ahora arropado en el neoliberalismo y la “mundialización” de la cultura (Ortiz 1994 y 1996); es decir, lo que predomina en esta discusión son los desacuerdos y no los consensos. Este trabajo se propone reflexionar sobre la diversidad cultural contemporánea a la luz del concepto de habitus propuesto por Pierre Bourdieu, para introducir en esta discusión la pregunta sobre cómo se construyen las relaciones de poder en el remolino de la complejidad cultural contemporánea.
El estudio de las culturas populares: distintos puntos de partida
El mundo contemporáneo se caracteriza por su complejidad. Se han trastocado las economías mundiales, los flujos culturales se han intensificado y los territorios no son como solíamos pensarlos. Por lo mismo, se afirma que el principal reto es romper con el encapsulamiento de los objetos de estudio y la mirada acostumbrada de “lo popular”, ya que la “otredad” se ha transformado (Augé 1995). Como lo que predomina “es la sensación de que todos estamos en un mismo mundo con sus implicaciones económicas y políticas” (Ulf Hannerz 1998), parece que deberíamos aceptar la pérdida de la integridad de las culturas. En esta discusión se cuestionan dos tradiciones que han abordado el estudio de la cultura: la antropología y las perspectivas gramscianas.
Uno de los aportes más importantes de la antropología fue la apología del relativismo cultural, que sostiene que todas las sociedades y grupos sociales poseen una cultura a partir de la cual se construye el sentido y la cohesión, lo que permitía entender su permanencia en el tiempo (véase Kahn 1975). Fue una tradición que legitimó el reconocimiento de la diversidad cultural entre los pueblos, pero que también pensó al binomio pueblo-cultura como un todo integrado y coherente.
La antropología se definió como disciplina a partir del estudio de la alteridad construida desde parámetros etnocéntricos, muchas veces al servicio del colonialismo, con base en los cuales se definió lo extraño y distinto como “primitivo” o “tradicional”. Si bien celebró el relativismo cultural, también legitimó el establecimiento de relaciones asimétricas de asimilación y subordinación (Pratt 1999). Lo anterior fue duramente criticado sobre todo por los llamados “posmodernos”, que pusieron en tela de juicio la llamada “objetividad” científica de los textos etnográficos que no consideraban la posición y perspectiva del autor en sus descripciones (véase Clifford y Marcus 1986; Geertz, Clifford y otros 1991; y Rosaldo 1991).
Lo popular, en este sentido, ha sido una construcción arbitraria, es decir, histórica, de los mismos antropólogos para explicar la diversidad cultural que permanece en la modernidad. El discurso sirvió para legitimar tanto la vocación intervencionista de los países centrales como los cantos del nacionalismo de los llamados países del tercer mundo que vieron en lo popular sus raíces y especificidad, pero que, en el presente, requerían su incorporación al mestizaje, base del desarrollo (García Canclini 1989).
La tradición gramsciana, en cambio, concebía como un problema político la fragmentación y diversidad de las culturas populares (Gramsci 1970); también celebraba su existencia como una manifestación de resistencia (Satriani 1978). A diferencia de la antropología, que desdibujó las relaciones de poder en la construcción de la alteridad, desde el marxismo lo popular se definió como lo subalterno; es decir, como una relación de poder que se construye en oposición a lo hegemónico (véase Cirese 1979). En este caso, la crítica surge por la unilateralidad del análisis al definir el poder como fatal omnipresencia o, por el contrario, por la exaltación de lo popular en virtud de su capacidad subversiva (véase Willimas 1980).
La dicotomía acostumbrada, subalterno-hegemónico, dejó de funcionar cuando las fronteras territoriales y sociales perdieron claridad gracias al movimiento de personas, culturas y mensajes. Sin embargo, el tema del poder, y el de las desigualdades socioculturales, sigue siendo central, si no queremos caer en la tentación de ver la globalización sólo como un difusionismo radical en el que el estudio del poder se diluye. Como algunos autores señalan, la globalización es un fenómeno parcial porque “no es de todos ni para todos” (Garretón 1999). Por ello, para el estudio de las relaciones de poder que se construyen en la cultura no hay que olvidar la propuesta de Pierre Bourdieu.
El habitus de clase y las prácticas de distinción
Podríamos decirlo de un modo aparentemente paradójico: si bien la obra de Bourdieu es una sociología de la cultura, sus problemas centrales no son culturales. Las preguntas que originan sus investigaciones no son: ¿cómo es el público de museos? o, ¿cómo funcionan las relaciones pedagógicas dentro de la escuela? Cuando estudia estos problemas está tratando de explicar otros, aquellos desde los cuales la cultura se vuelve fundamental para entender las relaciones y las diferencias sociales (García Canclini 1986: 9).
Para explicar la manera en que se construyen las relaciones de poder, Bourdieu investiga cómo se articula lo económico y lo simbólico. Para este autor, las clases se distinguen por su posición en la estructura de la producción y por la forma como se producen y distribuyen los bienes materiales y simbólicos en una sociedad. La circulación y el acceso a estos bienes no se explica sólo por la pertenencia o no a una clase social, sino también por la diferencia que se engendra en lo que se considere como digno de transmitir o poseer. La cultura hegemónica se define como tal por el reconocimiento arbitrario, social e histórico de su valor en el campo de lo simbólico. Por lo mismo, la posesión o carencia de un capital cultural que se adquiere básicamente en la familia permite construir las distinciones cotidianas que expresan las diferencias de clase. Es decir, en la medida en que existe una correlación entre posición de clase y cultura, dos realidades de relativa autonomía, las relaciones de poder se confirman, se reproducen y renuevan.
El habitus es el concepto que permite a Bourdieu relacionar lo objetivo (la posición en la estructura social) y lo subjetivo (la interiorización de ese mundo objetivo). Este autor lo define como:
Estructura estructurante, que organiza las prácticas y la percepción de las prácticas […] es también estructura estructurada: el principio del mundo social es a su vez producto de la incorporación de la división de clases sociales. […] Sistema de esquemas generadores de prácticas que expresa de forma sistémica la necesidad y las libertades inherentes a la condición de clase y la diferencia constitutiva de la posición, el habitus aprehende las diferencias de condición, que retiene bajo la forma de diferencias entre unas prácticas enclasadas y enclasantes (como productos del habitus), según unos principios de diferenciación que, al ser a su vez producto de estas diferencias, son objetivamente atribuidos a éstas y tienden por consiguiente a percibirlas como naturales (1988b: 170-171).
Es decir, y como Néstor García Canclini me explicó como maestro que dominaba el pensamiento de Bourdieu y comprendía la complejidad de su lenguaje, el habitus es:
a) Un sistema de disposiciones duraderas, eficaces en cuanto esquemas de clasificación que orientan la percepción y las prácticas ¬más allá de la conciencia y el discurso¬, y funcionan por transferencia en los diferentes campo de la práctica.
b) Estructuras estructuradas, en cuanto proceso mediante el cual lo social se interioriza en los individuos, y logra que las estructuras objetivas concuerden con las subjetivas.
c) Estructuras predispuestas a funcionar como estructurantes, es decir, como principio de generación y de estructuración de prácticas y representaciones.
Los diversos usos de los bienes culturales, afirma Bourdieu, no sólo se explican por la manera como se distribuye la oferta y las alternativas culturales, o por la posibilidad económica para adquirirlos, sino también, y sobre todo, por la posesión de un capital cultural y educativo que permite a los sujetos consumir ¬asistir y disfrutar¬ las alternativas factibles. Para este autor, condiciones de vida diferentes producen habitus distintos, ya que las condiciones de existencia de cada clase imponen maneras de clasificar, apreciar, desear y sentir lo necesario.
El habitus se constituye en el origen de las prácticas culturales y su eficacia se percibe “[…] cuando ingresos iguales se encuentran asociados con consumos muy diferentes, que sólo pueden entenderse si se supone la intervención de principios de selección diferentes” (1988b: 383): los gustos de “lujo” o gustos de “libertad” de las clases altas se oponen a los “gustos de necesidad” de las clases populares. La complejidad de este pensamiento, Néstor García Canclini (1986) la esclarece al describir los fundamentos que sostienen la propuesta:
1) […] las prácticas culturales de la burguesía tratan de simular que sus privilegios se justifican por algo más noble que la acumulación material […] Coloca el resorte de la diferenciación fuera de lo cotidiano, en lo simbólico y no en lo económico, en el consumo y no en la producción. Crea la ilusión de que las desigualdades de clase no se deben a lo que se tiene, sino a lo que se es. La cultura, el arte y la capacidad de gozarlos aparecen como “dones” o cualidades naturales, no como resultado de un aprendizaje desigual por la división histórica entre las clases (p. 19).
2) La estética de los sectores medios. Se constituye de dos maneras: por la industria cultural y por ciertas prácticas, como la fotografía, que son características del “gusto medio”. El sistema de la “gran producción” se diferencia del campo artístico de élite por su falta de autonomía, por someterse a demandas externas, principalmente a la competencia por la conquista del mercado (p. 19).
3) … Mientras la estética de la burguesía, basada en el poder económico, se caracteriza por “el poder de poner la necesidad económica a distancia”, las clases populares se rigen por una “estética pragmática y funcionalista”. Rehúsan la gratuidad y futilidad de los ejercicios formales, de todo arte por el arte. Tanto sus preferencias artísticas como las elecciones estéticas de ropa, muebles o maquillaje se someten al principio de “le elección de lo necesario”, en el doble sentido de lo que es técnicamente necesario, “práctico”, y lo que “es impuesto” por una necesidad económica y social que condena a las gentes “simples” y “modestas” a gustos “simples” y “modestos” (pp. 20-21).

Con la introducción del concepto de habitus, Bourdieu busca explicar el proceso por el cual lo social se interioriza en los individuos para dar cuenta de las “concordancias” entre lo subjetivo y las estructuras objetivas Para él, la visión que cada persona tiene de la realidad social se deriva de su posición en este espacio. Las preferencias culturales no operan en un vacío social, dependen de los límites impuestos por las determinaciones objetivas. Por ello, la representación de la realidad y las prácticas de las personas son también, y sobre todo, una empresa colectiva:
[…] las regularidades que se pueden observar, gracias a la estadística, son el producto agregado de acciones individualmente orientadas por las mismas restricciones objetivas (las necesidades inscritas en la estructura del juego o parcialmente objetivadas en las reglas) o incorporadas (el sentido del juego, él mismo desigualmente distribuido, porque hay en todas partes, en todos los grupos, grados de excelencia) (Bourdieu 1988a: 71).
Sin embargo, esta exposición de las mediaciones entre lo económico y lo cultural, que es lo que lleva a analizar las relaciones de poder, tan convincente y acabada, ¿nos permite explicar las discordancias entre condiciones objetivas y aspiraciones personales? Esta pregunta es ineludible para profundizar en la relación entre diversidad cultural y desigualdades sociales.
Las culturas populares y la diversidad cultural
La homogeneización cultural es afín a la globalización por ser un fenómeno que busca ser totalizador e incluyente, aunque parcial (no es de todos o para todos). Esta inclusión, sin embargo, es etnocéntrica porque subsume las diferencias al modelo de modernidad occidental. Como fenómeno parcial, se destaca la acción de actores por excelencia de la globalización, como son los migrantes transnacionales, los organismos de regulación internacional y los empresarios del mundo (Castells 1999).
En este proceso, los medios de comunicación han tenido un papel protagónico para la distribución de mensajes y productos culturales que forman parte de nuestra vida cotidiana, lo que ha permitido, desde la perspectiva de algunos autores, “la construcción de un imaginario mundial” y la “democratización” de la cultura cuando la alteridad y lo popular se fusionan (Ortiz 1996).
Por otra parte, es necesario reconocer que “lo popular” supone la diferencia y la fragmentación; por lo mismo, si bien la “modernidad-mundo” se basa en el consumo individualizado, se requiere estudiar las estrategias diferenciales de apropiación de estos productos culturales y las nuevas formas en las que se construye “la distinción” y el “gusto masificado”. Ulf Hannerz (1998), por ejemplo, propone no pensar a las culturas populares como “indefensas” frente a la globalización; como consumidores pasivos de objetos y productos “chatarra” o de desecho de los países avanzados.
Aunque “existen antenas de televisión en todo el mundo”, señala, lo importante es estudiar cómo se ejerce esta influencia, por qué ciertos productos viajan mejor que otros, y la manera como la gente, las organizaciones y las comunidades también usan estos medios para difundir y dar a conocer sus propios movimientos y opciones culturales. Aquí puede resultar de especial relevancia la propuesta de Bourdieu para explicar cómo se construyen las relaciones de poder desde la cultura. Su propuesta nos obliga a cuestionar los efectos de la publicidad y preguntar sobre la influencia de los medios de comunicación en las audiencias no en relación con los mensajes que buscan transmitir, sino por el modo como las personas consumen ciertos objetivos o manifiestan, por ejemplo, sus preferencias televisivas.
Para Bourdieu, los cambios y transformaciones de los modelos culturales y de valores no son el resultado de sustituciones mecánicas entre lo que se recibe del exterior y lo propio, entre las tradiciones y las costumbres del lugar de origen y el nuevo contexto que se encuentra gracias a la migración (Bourdieu 1999). Considera que no cambian al mismo ritmo las estructuras económicas y las disposiciones culturales. Coexisten, afirma, tanto a nivel individual como colectivo. Para comprender los procesos de adaptación, sugiere estudiar esta coexistencia de las nuevas condiciones y las disposiciones adquiridas con anterioridad.
Explica, por ejemplo, cómo las relaciones de parentesco, de vecindad y de camaradería tienden a reducir el sentimiento de imposición de una arbitrariedad que sienten los migrantes cuando carecen de control sobre sus nuevas condiciones de vida, cuando buscan trabajo, vivienda o educación para sus hijos. En el remolino que engendra el traslado, los migrantes están obligados a innovar e inventar prácticas que les permitan adaptarse. Para Bourdieu, el habitus es el principio generador de éstas, pero de acuerdo con las coyunturas y las circunstancias en contextos específicos (Bourdieu y Wacquant 1995: 90). Es decir, nos alerta a no olvidar los límites que imponen las condiciones objetivas, y las negociaciones que las personas establecen con sus propias tradiciones y costumbres.
William Rowe y Vivian Schelling (1993), por ejemplo, para explicar la diversidad cultural que se construye a partir de las desigualdades sociales, recuerdan que lo popular “se vio condicionado en una forma determinante por su posición en la periferia del sistema capitalista mundial” (p. 63), lo que generó grandes disparidades al interior de las sociedades dependientes. Lo popular, casi siempre identificado con lo rural o lo tradicional, en el campo y en la ciudad, con la migración no desaparece, por el contrario, “condujo al surgimiento de complejas formas mixtas de vida social, caracterizadas por la articulación de elementos precapitalistas y capitalistas” (op. cit.: 64). En el caso de México, el crecimiento urbano de las grandes ciudades permitió la incorporación de antiguos pueblos y barrios a la mancha urbana, lo que no condujo al exterminio de formas de organización comunitaria, instituciones y prácticas como las fiestas del santo patrón que cada año convocan a la población a refrendar la identidad local y, a partir de este eje, negociar sus condiciones de vida (ver Safa 1998).
En esta misma línea, Néstor García Canclini (1989) cuestiona las delimitaciones claras entre lo tradicional y lo moderno, y pone en entredicho la separación arbitraria entre lo culto, lo popular y lo masivo, ya que no se halla “donde nos habituamos a encontrarla” (p. 14). Propone “generar otro modo de concebir la modernización latinoamericana: más que como una fuerza ajena y dominante, que operaría por sustitución de lo tradicional y lo propio, como los intentos de renovación con que diversos sectores se hacen cargo de la heterogeneidad multitemporal de cada nación” (op. cit.: 15). En este contexto de cambios y reacomodos característicos del mundo contemporáneo, la diversidad no sólo permanece, sino, gracias a la cercanía, es más evidente y cotidiana. Por lo mismo, es una época en la que las culturas populares se manifiestan en ropajes muy diversos y, a veces en tensión, se fortalecen los sentimientos nacionales, étnicos e identitarios.
Un pensamiento similar lo desarrolla Ulf Hannerz (1992) cuando propone pensar tanto la autonomía como el desdibujamiento de las fronteras entre las culturas como “un asunto de grado y no como un hecho”, ya que “si la cultura no es un todo integrado tampoco se encuentra desintegrada”. Sería un grave error pensar que “las culturas populares” se encuentran moribundas y en vías de extinción gracias a los intentos de homogeneización que la mundialización de la cultura promueve; por el contrario, se entremezcla con lo moderno no como algo ajeno y extraño, o como reminiscencias del pasado.
Ni la cultura popular ni las identidades ¬individuales o colectivas¬ son estáticas o ahistóricas; por el contrario, se construyen y reconstruyen en el movimiento que provoca la migración, por la exposición cotidiana a los mensajes transmitidos por los medios de comunicación, por la generalización y acceso a la educación, y sobre todo porque están vivas. Si bien es válida la crítica a muchos movimientos locales que se articulan a la identidad comunitaria y a las tradiciones “por su olor a pasado, por su pesadez, por ser la base de nuevos fundamentalismos, por su cuota de exclusión y localismo” (Ortiz 1996), no hay que olvidar que se activan porque persisten, o se profundizan, las desigualdades sociales y culturales.
Las culturas populares: en desventaja pero contemporáneas
En suma: la globalización unifica e interconecta, pero también se estaciona de maneras diferentes en cada cultura. Quienes reducen la globalización al globalismo, a su lógica mercantil, sólo perciben la agenda integradora y comunicadora. Apenas comienzan a hacerse visibles en los estudios sociológicos y antropológicos de la globalización su agenda segregadora y dispersiva, la complejidad multidireccional que se forma en los choques a hibridaciones de quienes permanecen diferentes. Poco reconocidas por la lógica hegemónica, las diferencias derivan en desigualdades que llegan en muchos casos hasta la exclusión (Néstor García Canclini 1999: 4).
En este ejercicio, considero que el concepto de habitus de Bourdieu no sólo continúa vigente, sino que su preocupación por el estudio del poder en la cultura es ineludible. Las ciudades, más que las zonas rurales; los sectores de las clases altas y medias, con mejor nivel educativo y recursos económicos y educativos, más que los sectores populares; los “cosmopolitas” y menos los “espectadores” del mundo, acompañan mejor a la globalización y a la “mundialización” de la cultura. La migración legal e ilegal expone a estos sectores a nuevos panoramas culturales. En ellos se insertan de acuerdo con sus propios patrones y tradiciones culturales, y también, como afirma Bourdieu, en una posición de subordinación y fragilidad por el racismo, el maltrato y la discriminación.
Considero dudosa la “democratización” de la cultura que la globalización fomenta cuando algunas manifestaciones de “lo popular” entran en el circuito cultural mundializado como ejemplo de “lo exótico”. En el mundo contemporáneo, la diversidad cultural no es sinónimo de pluralidad. La “diferencia”, vinculada a condiciones de desigualdad, dibuja el rostro de una multiculturalidad jerarquizada, fragmentada y excluyente. Lo anterior permite pronosticar un futuro poco alentador para los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Esto es así, como señala Bourdieu, porque la cultura importa como un asunto que no es ajeno a la economía y a la política.
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