El fin de la globalización. La Marea. Jorge Dioni. Marzo de 2022

Si cada proceso tiene una fecha clave, un Rubicón, un asesinato del Archiduque, la globalización terminó el 1 de diciembre de 2018. Durante esos días, se celebraba la reunión del G20 en Buenos Aires, tensa por un incidente en la península de Crimea y por la guerra comercial entre Estados Unidos y China.

En el otro extremo de América, tuvo lugar el suceso clave que resolvía esa tensión y definía los asuntos que se trataban en la cumbre e incluso su propio formato. Ese día, las autoridades de Canadá detuvieron en Vancouver a la directora financiera e hija del fundador de Huawei, Meng Wanzhou, a instancias de Estados Unidos. La acusación era infringir las sanciones sobre Irán.

Todos los conflictos encuentran su explicación en sucesos anteriores. No es una cuestión de que las cosas se resuelvan sistemáticamente mal, sino de entender que el origen siempre está en las mismas cuestiones: materias primas, zonas de influencia, rutas comerciales, tecnologías; es decir, poder.

Si aceptamos que tiene que haber un reparto desigual, siempre se cuestionará y, en último término, aparecerá la fuerza. Las guerras resuelven quién manda y cómo manda, así que no es raro que cada cierto tiempo las correlaciones de fuerza se pongan en cuestión.

En el momento de dar el paso, siempre hay alguien que hace referencia a los problemas de un acuerdo o un tratado que, cuando se firmó, parecía una buena solución. Puede ser Versalles o Brest-Litovsk.

El Consenso de Washington de 1989 puede considerarse el tratado de paz del conflicto más amplio de la historia: la Guerra Fría. Durante cuarenta años, dos bloques se enfrentaron indirectamente en todo el mundo: Grecia, Corea, Vietnam, Indonesia, Malasia, Chile, Nicaragua, Angola, Zaire, El Salvador, Argentina, Bolivia, etc. En algunos casos, Vietnam, mediante guerra abierta.

En otros, como Indonesia, mediante represión civil. También, mediante instrumentos culturales. El auge y caída del estado del bienestar se entiende mejor si se interpreta dentro del conflicto. Finalmente, un bloque cayó y una de las potencias fue vencida.

Sus intentos de tener una derrota honorable no fueron aceptados y Moscú tuvo desfile de la victoria y saqueo. Solo había espacio para una potencia. El gobierno vencido tuvo que firmar el tratado de paz: privatizaciones de empresas a gran escala, reducción de aranceles o desmantelamiento del sistema de asistencia. Es decir, integrarse en la globalización. Las humillaciones siempre provocan resentimiento.

Dos años después, lo hizo China, aunque más como otra muestra de adaptación que como una rendición. De hecho, era un actor que ya había cambiado de bando. Incluso, en los conflictos abiertos, como Camboya. El país, que prácticamente había abolido la propiedad privada en los 60, había puesto en marcha en los 70 una serie de reformas de liberalización económica para dar entrada al capitalismo: del permiso para poner en marcha empresas privadas a la apertura a la inversión extranjera en las zonas especiales, algo que atrajo las deslocalizaciones de producción de Estados Unidos y Europa en los 80. Sobre todo, de tecnología.

En 2001, China entró en la Organización Mundial de Comercio tras adherirse al tratado de paz, el consenso de Washington: privatizaciones de empresas a gran escala, reducción de aranceles o desmantelamiento del sistema de asistencia.

La idea de que esas reformas económicas provocarían un cambio político estaba muy asentada. No fue así. “No podemos seguir esperando a que apelar al estado de derecho y desarrollar relaciones comerciales vaya a transformar al mundo en un lugar pacífico donde todo el mundo evolucionará hacia la democracia representativa”, ha respondido la UE a Fukuyama.

Entre 2001 y 2018, China no sólo atrajo deslocalizaciones industriales y tecnológicas de Occidente, sino que tuvo un desarrollo cuya planificación contrastaba con la movilidad e inmediatez de la economía occidental.

En un modelo, el centro estaba en los resultados que cada empresa ofrecía cada trimestre y su capacidad de generar valor en forma de dividendo o deuda, mientras que, en el otro, se realizaban planes a varios años vista, lo que ofrece una idea de progreso a la sociedad.

Es algo que contrasta con la anomia que recorre Occidente, donde se ha asentado el modelo extractivista tanto a nivel económico como cultural. La nostalgia no deja de ser una forma de rentismo. Volvamos a ser grandes o, por lo menos, estables, es un programa político que va de Moscú a Washington, pasando por Londres o París. Quizá, el cambio político no llegó porque el concepto de futuro se mantenía en China mientras se disolvía en Occidente. La velocidad siempre difumina la línea del horizonte.

En la actualidad, China acoge cinco veces más estaciones base de 5G que Estados Unidos y produce cuatro veces más vehículos eléctricos, además de liderar la producción de energía renovable. Hace dos años, China superó a Estados Unidos en solicitudes de patentes: del made in China al invented in China.

En general, supera a Occidente en las tecnologías fundacionales del siglo XXI: inteligencia artificial, semiconductores, redes 5G, biotecnología o energías limpias. En 2018, Huawei no solo estaba ganando la mayoría de los contratos de redes porque tenía el mejor producto, sino que estaban desarrollando un nuevo protocolo que pudiera sustituir al TCP/IP. Es decir, una nueva internet, algo que presentaron en 2020 en la Conferencia Internacional de la ONU Huawei, China Unicom, China Telecom, y el ministerio de Industria y Tecnología de la Información de China.

Para entonces, Occidente ya había tomado las mismas decisiones que la China de la dinastía Qing en el siglo XVIII: cerrar sus puertos a los barcos extranjeros. Es decir, desglobalizarse.

La Ley de Autorización de Defensa Nacional estadounidense de 2018 restringía la compra de material tecnológico chino. Además de significar el mayor aumento del presupuesto militar desde Reagan, también prohibía la cooperación militar con Rusia.

Política de bloques.

El 16 de mayo de 2019, paso adelante. Un decreto presidencial instaba a las empresas estadounidenses a dejar de utilizar equipamiento extranjero que pudiera comprometer la seguridad. En otras palabras, prohibido usar tecnología china.

Era algo parecido al Sistema de Cantón, el modelo con el que el China trató de controlar el comercio con Occidente hasta la Primera Guerra del Opio. Quiza, dentro de unos años, leeremos reportajes parecidos al Libro de las maravillas de Marco Polo porque China tendrá su propia evolución tecnológica: lo importante no son las redes, sino lo que se hace sobre ellas. Las otras dos grandes empresas de redes tienen su sede en Suecia (Ericsson) y Finlandia (Nokia), dos países fuera de estructuras militares.

Las empresas chinas de redes, especialmente Huawei, han tenido problemas para acceder libremente a los mercados desde entonces y se han encontrado con condiciones, restricciones y prohibiciones. Para solucionarlo, han acudido sin éxito a las herramientas del modelo impuesto: la globalización.

Huawei presentó una demanda en Texas, donde tiene su sede en Estados Unidos con un discurso interesante: «Están utilizando la fuerza de toda una nación para ir contra una empresa privada. Están usando todas las herramientas a su alcance, incluidas las legislativas, administrativas y diplomáticas, para sacarnos del mercado».

Una empresa de un país teóricamente comunista apelando al mercado y defendiendo la empresa privada. La adopción del capitalismo no solo había reforzado el modelo político chino, sino que se había convertido en una amenaza. El fin de la historia no había funcionado. Sí lo hicieron las medidas de fuerza. China había detenido a los Michaels, un empresario y un diplomático, cuya liberación coincidió con el regreso de Meng Wanzhou. El clásico intercambio de prisioneros.

El mundo está comenzando a desconectarse. El fin de la historia fue la apertura de una hamburguesería en la Plaza Roja, la llegada de jugadores rusos a la NBA o de estudiantes chinos a las universidades occidentales. Todo el mundo bajo un modelo económico, una cultura y una lengua. También, bajo una potencia militar cuya fuerza residía más en la ausencia de rival que en la propia capacidad. Esos estudiantes aplicados se han convertido en científicos y tienen publicados más papers que los estadounidenses. Su tecnología no solo es mejor, sino que quiere ser hegemónica.

Ante ese peligro, desconexión. Cada bloque ha tenido su vacuna y ha buscado su zona de influencia. Las sanciones que expulsan a Rusia de las instituciones globales, de Eurovisión a la Bienal o el sistema de pagos, van en ese camino.

Política de bloques: Segunda Guerra Fría.

Estamos de nuevo en un mundo de potencias y es posible que Centroeuropa o el Mediterráneo sean buenos escenarios para los conflictos interpuestos de esta Guerra Fría. Mucha historia, pero importancia relativa. Cuanto más lejos del Pacífico, mejor.

Todos los conflictos encuentran su explicación en sucesos anteriores. De diferentes maneras, los bloques han planteado en los últimos años la derogación del tratado de paz de la Guerra Fría, el consenso de Washington.

De nuevo, las mismas cuestiones: materias primas, zonas de influencia, rutas comerciales, tecnologías; es decir, poder. En los tiempos del metaverso, vuelven los mapas y la realidad, un lugar donde no sirven los deseos ni se puede hacer F5. El fin de la globalización es el regreso de la fuerza como sistema para mantener el equilibrio de las potencias.

Mejor dicho, de los bloques, concepto que suma a la potencia su zona de influencia. Si aceptamos que tiene que haber un reparto desigual, se cuestionará y, en último término, aparecerá la fuerza. También, dentro de los propios países.

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