EL FIN DE LOS IMPERIOS

Fue en 1918 cuando se convirtió en un revolucionario terrorista.
Su gurú estaba presente en su noche de bodas y en los diez
años que transcurrieron hasta la muerte de su esposa, en 1928,
nunca vivió con ella. Los revolucionarios tenían que respetar una
norma sagrada que estipulaba que no debían frecuentar a las
mujeres … Recuerdo que me decía que la India alcanzaría la
libertad si luchaba como lo habían hecho los irlandeses. Mientras
estaba con él leí la obra de Dan Breen My Fight for Irish Freedom.
Dan Breen era el héroe de Masterda. Dio a su organización
el nombre de «Ejército Republicano Indio, sección Chittagong»
en honor del Ejército Republicano Irlandés.
KALPANA DUTT (1945, pp. 16-17)

La casta superior de los administradores coloniales toleró e
incluso alentó la corrupción porque era un sistema poco costoso
para controlar a una población levantisca y con frecuencia desafecta.
Lo que eso significa es que cuanto un hombre desea (vencer
en un proceso legal, obtener un contrato con el estado, recibir
un regalo de cumpleaños o conseguir un puesto oficial) lo
puede alcanzar si hace un favor a aquel que tiene el poder de dar
y de negar. El «favor» no había de consistir necesariamente en
la entrega de dinero (eso es burdo y pocos europeos en la India
ensuciaban sus manos de esa forma). Podía ser un regalo de
amistad y respeto, un acto de. magnánima hospitalidad o la
entrega de fondos para una «buena causa», pero, sobre todo,
lealtad al raj.
M. CARRITT (1985, pp. 63-64)

LA ERA DE LAS CATÁSTROFES

En el curso del siglo xix un puñado de países —en su mayor parte situados
a orillas del Atlántico norte— conquistaron con increíble facilidad el
resto del mundo no europeo y, cuando no se molestaron en ocuparlo y go_
bernarlo, establecieron una superioridad incontestada a través de su sistema
económico y social, de su organización y su tecnología. El capitalismo y la
sociedad burguesa transformaron y gobernaron el mundo y ofrecieron el
modelo —hasta 1917 el único modelo— para aquellos que no deseaban verse
aplastados o barridos por la historia. Desde 1917 el comunismo soviético
ofreció un modelo alternativo, aunque en esencia del mismo tipo, excepto
por el hecho de que prescindía de la empresa privada y de las instituciones
liberales. Así pues, la historia del mundo no occidental (o, más exactamente,
no noroccidental) durante el siglo xx está determinada por sus relaciones con
los países que en el siglo xix se habían erigido en «los señores de la raza
humana».
Debido a ello, la historia del siglo xx aparece sesgada desde el punto de
vista geográfico, y no puede ser escrita de otra forma por el historiador que
quiera centrarse en la dinámica de la transformación mundial. Pero eso no
significa que el historiador comparta el sentido de superioridad condescendiente,
etnocéntrico e incluso racista, de los países favorecidos, ni la injustificada
complacencia que aún es habitual en ellos. De hecho, este historiador
rechaza con la máxima firmeza lo que E. P. Thompson ha denominado «la
gran condescendencia» hacia las zonas atrasadas y pobres del mundo. Pero,
a pesar de ello, lo cierto es que la dinámica de la mayor parte de la historia
mundial del siglo xx es derivada y no original. Consiste fundamentalmente
en los intentos por parte de las elites de las sociedades no burguesas de imitar
el modelo establecido en Occidente, que era percibido como el de unas
sociedades que generaban el progreso, en forma de riqueza, poder y cultura,
mediante el «desarrollo» económico y técnico-científico, en la variante capitalista
o socialista.1 De hecho sólo existía un modelo operativo: el de la
«occidentalización», «modernización», o como quiera llamársele. Del mismo
modo, sólo un eufemismo político distingue los diferentes sinónimos de
«atraso» (que Lenin no dudó en aplicar a la situación de su país y de «los
países coloniales y atrasados») que la diplomacia internacional ha utilizado
para referirse al mundo descolonizado («subdesarrollado», «en vías de desarrollo
», etc.).
1. Hay que señalar que la dicotomía «capitalista»/«socialista» es política más que analítica.
Refleja la aparición de movimientos obreros políticos de masas cuya ideología socialista era,
en la práctica, la antítesis del concepto de la sociedad actual («capitalismo»), A partir de octubre
de 1917 se reforzó con la larga guerra fría que enfrentó a las fuerzas rojas y antirrojas. En
lugar de agrupar a los sistemas económicos de Estados Unidos, Corea del Sur, Austria, Hong
Kong, Alemania Occidental y México, por ejemplo, bajo el epígrafe común de «capitalismo»,
sería posible clasificarlos en varios epígrafes.
EL FIN DE LOS IMPERIOS 2 05
El modelo operacional de «desarrollo» podía combinarse con otros conjuntos
de creencias e ideologías, en tanto en cuanto no interfirieran con él, es
decir, en la medida en que el país correspondiente no prohibiera, por ejemplo,
la construcción de aeropuertos con el argumento de que no estaban autorizados
por el Corán o la Biblia, o porque estaban en conflicto con la tradición
inspiradora de la caballería medieval o eran incompatibles con el espíritu eslavo.
Por otra parte, cuando ese conjunto de creencias se oponían en la práctica,
y no sólo en teoría, al proceso de «desarrollo», el resultado era el fracaso
y la derrota. Por profunda y sincera que fuera la convicción de que la magia
desviaría los disparos de las ametralladoras, ello ocurría demasiado raramente
como para tomarlo en cuenta. El teléfono y el telégrafo eran un medio
mejor de comunicación que la telepatía del santón.
Esto no implica despreciar las tradiciones, creencias o ideologías, invariables
o modificadas, en función de las cuales juzgaban al nuevo mundo del
«desarrollo» las sociedades que entraban en contacto con él. Tanto el tradicionalismo
como el socialismo coincidieron en detectar el espacio moral
vacío existente en el triunfante liberalismo económico —y político— capitalista,
que destruía todos los vínculos entre los individuos excepto aquellos que
se basaban en la «inclinación a comerciar» y a perseguir sus satisfacciones e
intereses personales de que hablaba Adam Smith. Como sistema moral, como
forma de ordenar el lugar de los seres humanos en el mundo y como forma de
reconocer qué y cuánto habían destruido el «desarrollo» y el «progreso», las
ideologías y los sistemas de valores precapitalistas o no capitalistas eran superiores,
en muchos casos, a las creencias que las cañoneras, los comerciantes,
los misioneros y los administradores coloniales llevaban consigo. Como
medio de movilizar a las masas de las sociedades tradicionales contra la
modernización, tanto de signo capitalista como socialista, o más exactamente
contra los foráneos que la importaban, podían resultar muy eficaces en algunas
circunstancias, si bien ninguno de los movimientos de liberación que
triunfaron en el mundo atrasado antes de la década de 1970 se inspiraba en
una ideología tradicional o neotradicional, aunque uno de ellos, la efímera
agitación Khilafat en la India británica (1920-1921), que exigía la preservación
del sultán turco como califa de todos los creyentes, el mantenimiento del
imperio turco en sus fronteras de 1914 y el control musulmán sobre los santos
lugares del islam (incluida Palestina), forzó probablemente al vacilante
Congreso Nacional Indio a adoptar una política de no cooperación y de desobediencia
civil (Minault, 1982). Las movilizaciones de masas más características
realizadas bajo los auspicios de la religión —la «Iglesia» conservaba una
mayor influencia que la «monarquía» sobre la gente común— eran acciones
de resistencia, a veces tenaces y heroicas, como la resistencia campesina a la
revolución mexicana secularizadora bajo el estandarte de «Cristo Rey» (1926-
1932), que su principal historiador ha descrito en términos épicos como «la
crístiada» (Meyer, 1973-1979). El fundamentalísmo religioso como fuerza
capaz de movilizar a las masas es un fenómeno de las últimas décadas del
siglo xx, durante las cuales se ha asistido incluso a la revitalización, entre
2 0 6 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
algunos intelectuales, de lo que sus antepasados instruidos habrían calificado
como superstición y barbarie.
En cambio, las ideologías, los programas e incluso los métodos y las formas
de organización política en que se inspiraron los países dependientes para
superar la situación de dependencia y los países atrasados para superar el atraso,
eran occidentales: liberales, socialistas, comunistas y/o nacionalistas; laicos
y recelosos del clericalismo; utilizando los medios desarrollados para los
fines de la vida pública en las sociedades burguesas: la prensa, los mítines,
los partidos y las campañas de masas, incluso cuando el discurso se expresaba,
porque no podía ser de otro modo, en el vocabulario religioso usado por
las masas. Esto supone que la historia de quienes han transformado el tercer
mundo en este siglo es la historia de minorías de elite, muy reducidas en
algunas ocasiones, porque —aparte de que casi en ningún sitio existían instituciones
políticas democráticas— sólo un pequeño estrato poseía los conocimientos,
la educación e incluso la instrucción elemental requeridos. Antes de
la independencia más del 90 por 100 de la población del subcontinente indio
era analfabeta. Y el número de los que conocían una lengua occidental (el
inglés) era todavía menor: medio millón en una población de 300 millones de
personas antes de 1914, o lo que es lo mismo, uno de cada 600 habitantes.2 En
el momento de la independencia (1949-1950), incluso la región de la India
donde el deseo de instrucción era más intenso (Bengala occidental) tenía tan
sólo 272 estudiantes universitarios por cada 100.000 habitantes, cinco veces
más que en el norte del país. Estas minorías insignificantes desde el punto de
vista numérico ejercieron una extraordinaria influencia. Los 38.000 parsis
de la presidencia de Bombay, una de las principales divisiones de la India
británica a finales del siglo xix, más de una cuarta parte de los cuales conocían
el inglés, formaron la elite de los comerciantes, industriales y financieros
en todo el subcontinente. De los cien abogados admitidos entre 1890 y
1900 en el tribunal supremo de Bombay, dos llegaron a ser dirigentes nacionales
importantes en la India independiente (Mohandas Karamchand Gandhi y
Vallabhai Patel) y uno sería el fundador de Pakistán, Muhammad Ali Jinnah
(Seal, 1968, p. 884; Misra, 1961, p. 328). La trayectoria de una familia india
con la que este autor tenía relación ilustra la importancia de la función de estas
elites educadas a la manera occidental. El padre, terrateniente y próspero abogado,
y personaje de prestigio social durante el dominio británico, llegaría a ser
diplomático y gobernador de un estado después de 1947. La madre fue la primera
mujer ministro en los gobiernos provinciales del Congreso Nacional Indio
de 1947. De los cuatro hijos (todos ellos educados en Gran Bretaña), tres ingresaron
en el Partido Comunista, uno alcanzó el puesto de comandante en jefe del
ejército indio; otra llegó a ser miembro de la asamblea del partido; un tercero,
después de una accidentada carrera política, llegó a ser ministro del gobierno
de Indira Gandhi y el cuarto hizo carrera en el mundo de los negocios.
2. Tomando como base el número de los que recibían educación secundaria de tipo occidental
(Anil Seal, 1971, pp. 21-22).
EL FIN DE LOS IMPERIOS 2 0 7
Ello no implica que las elites occidentalizadas aceptaran todos los valores
de los estados y las culturas que tomaban como modelo. Sus opiniones
personales podían oscilar entre la actitud asimilacionista al ciento por ciento
y una profunda desconfianza hacia Occidente, combinadas con la convicción
de que sólo adoptando sus innovaciones sería posible preservar o restablecer
los valores de la civilización autóctona. El objetivo que se proponía el proyecto
de «modernización» más ambicioso y afortunado, el de Japón desde la
restauración Meiji, no era occidentalizar el país, sino hacer al Japón tradicional
viable. De la misma forma, lo que los activistas del tercer mundo tomaban
de las ideologías y programas que adoptaban no era tanto el texto visible
como lo que subyacía a él. Así, en el período de la independencia, el socialismo
(en la versión comunista soviética) atraía a los gobiernos descolonizados
no sólo porque la izquierda de la metrópoli siempre había defendido la
causa del antiimperialismo, sino también porque veían en la URSS el modelo
para superar el atraso mediante la industrialización planificada, un problema
que les preocupaba más vitalmente que el de la emancipación de quienes
pudieran ser descritos en su país como «el proletariado» (véanse pp. 352
y 376). Análogamente, si bien el Partido Comunista brasileño nunca vaciló
en su ahesión al marxismo, desde comienzos de la década de 1930 un tipo
especial de nacionalismo desarrollista pasó a ser «un ingrediente fundamental
» de la política del partido, «incluso cuando entraba en conflicto con los
intereses obreros considerados con independencia de los demás intereses»
(Martins Rodrigues, 1984, p. 437). Fueran cuales fueren los objetivos que de
manera consciente o inconsciente pretendieran conseguir aquellos a quienes
les incumbía la responsabilidad de trazar el rumbo de la historia del mundo
atrasado, la modernización, es decir, la imitación de los modelos occidentales,
era el instrumento necesario e indispensable para conseguirlos.
La profunda divergencia de los planteamientos de las elites y de la gran
masa de la población del tercer mundo hacía que esto fuera más evidente.
Sólo el racismo blanco (encarnado en los países del Atlántico norte) suscitaba
un resentimiento que podían compartir los marajás y los barrenderos. Sin
embargo, ese factor podía resultar menos sentido por unos hombres, y especialmente
por unas mujeres, acostumbrados a ocupar una posición inferior en
cualquier sociedad, con independencia del color de su piel. Fuera del mundo
islámico son raros los casos en que la religión común proveía un vínculo de
esas características, en este caso el de la superioridad frente a los infieles.
II
La economía mundial del capitalismo de la era imperialista penetró y
transformó prácticamente todas las regiones del planeta, aunque, tras la revolución
de octubre, se detuvo provisionalmente ante las fronteras de la URSS.
Esa es la razón por la que la Gran Depresión de 1929-1933 resultó un hito
tan decisivo en la historia del antiimperialismo y de los movimientos de libe2
08 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
ración del tercer mundo. Todos los países, con independencia de su riqueza y
de sus características económicas, culturales y políticas, se vieron arrastrados
hacia el mercado mundial cuando entraron en contacto con las potencias del
Atlántico norte, salvo en los casos en que los hombres de negocios y los
gobiernos occidentales los consideraron carentes de interés económico, aunque
pintorescos, como les sucedió a los beduinos de los grandes desiertos
antes de que se descubriera la existencia de petróleo o gas natural en su
inhóspito territorio. La posición que se les reservaba en el mercado mundial
era la de suministradores de productos primarios —las materias primas para
la industria y la energía, y los productos agrícolas y ganaderos— y la de
destinatarios de las inversiones, principalmente en forma de préstamos a
los gobiernos, o en las infraestructuras del transporte, las comunicaciones
o los equipamientos urbanos, sin las cuales no se podían explotar con eficacia
los recursos de los países dependientes. En 1913, más de las tres cuartas
partes de las inversiones británicas en los países de ultramar —los británicos
exportaban más capital que el resto del mundo junto— estaban concentradas
en deuda pública, ferrocarriles, puertos y navegación (Brown, 1963,
p. 153).
La industrialización del mundo dependiente no figuraba en los planes de
los desarrollados, ni siquiera en países como los del cono sur de América
Latina, donde parecía lógico transformar productos alimentarios locales como
la carne, que podía envasarse para que fuera más fácilmente transportada.
Después de todo, enlatar sardinas y embotellar vino de Oporto no habían servido
para industrializar Portugal, y tampoco era eso lo que se pretendía. De
hecho, en el esquema de la mayoría de los estados y empresarios de los países
del norte, al mundo dependiente le correspondía pagar las manufacturas que
importaba mediante la venta de sus productos primarios. Tal había sido el
principio en que se había basado el funcionamiento de la economía mundial
dominada por Gran Bretaña en el período anterior a 1914 {La era del
imperio, capítulo 2) aunque, excepto en el caso de los países del llamado
«capitalismo colonizador», el mundo dependiente no era un mercado rentable
para la exportación de productos manufacturados. Los 300 millones de
habitantes del subcontinente indio y los 400 millones de chinos eran demasiado
pobres y dependían demasiado del aprovisionamiento local de sus
necesidades como para poder comprar productos fuera. Por fortuna para los
británicos en el período de su hegemonía económica la pequeña capacidad de
demanda individual de sus 700 millones de dependientes sumaba la riqueza
suficiente para mantener en funcionamiento la industria algodonera del Lancashire.
Su interés, como el de todos los productores de los países del norte,
era que el mercado de las colonias dependiera completamente de lo que ellos
fabricaban, es decir, que se ruralizaran.
Fuera o no este su objetivo, no podrían conseguirlo, en parte porque los
mercados locales que se crearon como consecuencia de la absorción de las
economías por un mercado mundial estimularon la producción local de bienes
de consumo que resultaban más baratos, y en parte porque muchas de
EL FIN DE LOS IMPERIOS 2 0 9
las economías de las regiones dependientes, especialmente en Asia, eran
estructuras muy complejas con una larga historia en el sector de la manufactura,
con una considerable sofisticación y con unos recursos y un potencial
técnicos y humanos impresionantes. De esta forma, en los grandes centros de
distribución portuarios que pasaron a ser los puntos de contacto por excelencia
entre los países del norte y el mundo dependiente —desde Buenos Aires
y Sydney a Bombay, Shanghai y Saigón— se desarrolló una industria local
al socaire de la protección temporal de que gozaban frente a las importaciones,
aunque no fuese esta la intención de sus gobernantes. No tardaron
mucho los productores locales de productos textiles de Ahmedabad o Shanghai,
ya fueran nativos o representantes de empresas extranjeras, en comenzar
a abastecer los vecinos mercados indio o chino de los productos de
algodón que hasta entonces importaban del distante y caro Lancashire. Eso
fue lo que ocurrió después de la primera guerra mundial, asestando el golpe
de gracia a la industria algodonera británica.
Sin embargo, cuando consideramos cuan lógica parecía la predicción de
Marx respecto a la difusión de la revolución industrial al resto del mundo, es
sorprendente que antes de que finalizara la era imperialista, e incluso hasta
los años setenta, fueran tan pocas las industrias que se habían desplazado
hacía otros lugares desde el mundo capitalista desarrollado. A finales de los
años treinta, la única modificación importante del mapa mundial de la industrialización
era la que se había registrado como consecuencia de los planes
quinquenales soviéticos (véase el capítulo II). Todavía en 1960 más del
70 por 100 de la producción bruta mundial y casi el 80 por 100 del «valor
añadido en la manufactura», es decir, de la producción industrial, procedía de
los viejos núcleos de la industrialización de Europa occidental y América del
Norte (N. Harris, 1987, pp. 102-103). Ha sido en el último tercio del siglo
cuando se ha producido el gran desplazamiento de la industria desde sus antiguos
centros de Occidente hacia otros lugares —incluyendo el despegue de
la industria japonesa, que en 1960 únicamente aportaba el 4 por 100 de la producción
industrial mundial. Sólo en los inicios de los años setenta comenzaron
los economistas a publicar libros sobre «la nueva división internacional
del trabajo» o, lo que es lo mismo, sobre el comienzo de la desindustrialización
de los centros industriales tradicionales.
Evidentemente, el imperialismo, la vieja «división internacional del trabajo
», tenía una tendencia intrínseca a reforzar el monopolio de los viejos países
industriales. Esto daba pie a los marxistas del período de entreguerras, a los
que se unieron a partir de 1945 diversos «teóricos de la dependencia», para
atacar al imperialismo como una forma de perpetuar el atraso de los países
atrasados. Pero, paradójicamente, era la relativa inmadurez del desarrollo de
la economía capitalista mundial y, más concretamente, de la tecnología del
transporte y la comunicación, la que impedía que la industria abandonara sus
núcleos originarios. En la lógica de la empresa maximizadora de beneficios y
de la acumulación de capital no había ningún principio que exigiera el emplazamiento
de la manufactura de acero en Pensilvania o en el Ruhr, aunque no
2 1 0 LA ERA DE LAS CATASTROFES
puede sorprender que los gobiernos de los países industriales, especialmente
si eran proteccionistas o poseían grandes imperios coloniales, trataran por
todos los medios de evitar que los posibles competidores perjudicaran a la
industria nacional. Pero incluso los gobiernos imperiales podían tener razones
para industrializar sus colonias, aunque el único que lo hizo sistemáticamente
fue Japón, que desarrolló industrias pesadas en Corea (anexionada en 1911) y
con posterioridad a 1931, en Manchuria y Taiwan, porque esas colonias, dotadas
de grandes recursos, estaban lo bastante próximas a Japón, país pequeño
y pobre en materias primas, como para contribuir directamente a la industrialización
nacional japonesa. En la India, la más extensa de todas las colonias,
el descubrimiento durante la primera guerra mundial de que no tenía la capacidad
necesaria para garantizar su autosuficiencia industrial y la defensa militar
se tradujo en una política de protección oficial y de participación directa en
el desarrollo industrial del país (Misra, 1961, pp. 239 y 256). Si la guerra hizo
experimentar incluso a los administradores imperiales las desventajas de la
insuficiente industria colonial, la crisis de 1929-1933 les sometió a una gran
presión financiera. Al disminuir las rentas agrícolas, el gobierno colonial se
vio en la necesidad de compensarlas elevando los aranceles sobre los productos
manufacturados, incluidos los de la propia metrópoli, británica, francesa u
holandesa. Por primera vez, las empresas occidentales, que hasta entonces
importaban los productos en régimen de franquicia arancelaria, tuvieron un
poderoso incentivo para fomentar la producción local en esos mercados marginales
(Holland, 1985, p. 13). Pero, a pesar de las repercusiones de la guerra
y la Depresión, lo cierto es que en la primera mitad del siglo xx el mundo
dependiente continuó siendo fundamentalmente agrario y rural. Esa es la
razón por la que el «gran salto adelante» de la economía mundial del tercer
cuarto de siglo significaría para ese mundo un punto de inflexión tan importante.
III
Prácticamente todas las regiones de Asia, África, América Latina y el
Caribe dependían —y se daban cuenta de ello— de lo que ocurría en un
número reducido de países del hemisferio septentrional, pero (dejando aparte
América) la mayor parte de esas regiones eran propiedad de esos países o
estaban bajo su administración o su dominio. Esto valía incluso para aquellas
en las que el gobierno estaba en manos de las autoridades autóctonas (por
ejemplo, como «protectorados» de estados regidos por soberanos, ya que se
entendía que el «consejo» del representante británico o francés en la corte del
emir, bey, raja, rey o sultán local era de obligado cumplimiento); e incluso
en países formalmente independientes como China, donde los extranjeros
gozaban de derechos extraterritoriales y supervisaban algunas de las funciones
esenciales de los estados soberanos, como la recaudación de impuestos.
Era inevitable que en esas zonas se planteara la necesidad de liberarse de la
EL FIN DE LOS IMPERIOS 21 1
dominación extranjera. No ocurría lo mismo en América Central y del Sur,
donde prácticamente todos los países eran estados soberanos, aunque Estados
Unidos —pero nadie más— trataba a los pequeños estados centroamericanos
como protectorados de facto, especialmente durante el primero y el último
tercios del siglo.
Desde 1945, el mundo colonial se ha transformado en un mosaico de estados
nominalmente soberanos, hasta el punto de que, visto desde nuestra perspectiva
actual, parece que eso era, además de inevitable, lo que los pueblos
coloniales habían deseado siempre. Sin duda ocurría así en los países con una
larga historia como entidades políticas, los grandes imperios asiáticos —China,
Persia, los turcos— y algún otro país como Egipto, especialmente si se
habían constituido en torno a un importante Staatsvolk o «pueblo estatal»,
como los chinos han o los creyentes del islam chiíta, convertido virtualmente
en la religión nacional del Irán. En esos países, el sentimiento popular
contra los extranjeros era fácilmente politizable. No es fruto de la casualidad
que China, Turquía e Irán hayan sido el escenario de importantes revoluciones
autóctonas. Sin embargo, esos casos eran excepcionales. Las más de las
veces, el concepto de entidad política territorial permanente, con unas fronteras
fijas que la separaban de otras entidades del mismo tipo, y sometida a una
autoridad permanente, esto es, la idea de un estado soberano independiente,
cuya existencia nosotros damos por sentada, no tenía significado alguno, al
menos (incluso en zonas de agricultura permanente y sedentaria) en niveles
superiores al de la aldea. De hecho, incluso cuando existía un «pueblo» claramente
reconocido, que los europeos gustaban de describir como una «tribu»,
la idea de que podía estar separado territorialmente de otro pueblo con el que
coexistía, se mezclaba y compartía funciones era difícil de entender, porque
no tenía mucho sentido. En dichas regiones, el único fundamento de los estados
independientes aparecidos en el siglo XX eran las divisiones territoriales
que la conquista y las rivalidades imperiales establecieron, generalmente sin
relación alguna con las estructuras locales. El mundo poscolonial está, pues,
casi completamente dividido por las fronteras del imperialismo.
Además, aquellos que en el tercer mundo rechazaban con mayor firmeza
a los occidentales, por considerarlos infieles o introductores de todo tipo de
innovaciones perturbadoras e impías o, simplemente, porque se oponían a
cualquier cambio de la forma de vida del pueblo común, que suponían, no
sin razón, que sería para peor, también rechazaban la convicción de las elites
de que la modernización era indispensable. Esta actitud hacía difícil que se
formara un frente común contra los imperialistas, incluso en los países coloniales
donde todo el pueblo sometido sufría el desprecio que los colonialistas
mostraban hacia la raza inferior.
En esos países, la principal tarea que debían afrontar los movimientos
nacionalistas vinculados a las clases medias era la de conseguir el apoyo de
las masas, amantes de la tradición y opuestas a lo moderno, sin poner en peligro
sus propios proyectos de modernización. El dinámico Bal Ganghadar
Tilak (1856-1920), uno de los primeros representantes del nacionalismo indio,
212 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
tenía razón al suponer que la mejor manera de conseguir el apoyo de las
masas, incluso de las capas medias bajas —y no sólo en la región occidental
de la India de la que era originario—, consistía en defender el carácter sagrado
de las vacas y la costumbre de que las muchachas indias contrajeran matrimonio
a los diez años de edad, así como afirmar la superioridad espiritual de
la antigua civilización hindú o «aria» y de su religión frente a la civilización
«occidental» y a sus admiradores nativos. La primera fase importante del
movimiento nacionalista indio, entre 1905 y 1910, se desarrolló bajo estas
premisas y en ella tuvieron un peso importante los jóvenes terroristas de Bengala.
Luego, Mohandas Karamchand Gandhi (1869-1948) conseguiría movilizar
a decenas de millones de personas de las aldeas y bazares de la India
apelando igualmente al nacionalismo como espiritualidad hindú, aunque cuidando
de no romper el frente común con los modemizadores (de los que
realmente formaba parte; véase La era del imperio, capítulo 13) y evitando el
antagonismo con la India musulmana, que había estado siempre implícito en
el nacionalismo hindú. Gandhi inventó la figura del político como hombre
santo, la revolución mediante la resistencia pasiva de la colectividad («no
cooperación no violenta») e incluso la modernización social, como el rechazo
del sistema de castas, aprovechando el potencial reformista contenido en las
ambigüedades cambiantes de un hinduismo en evolución. Su éxito fue más
allá de cualquier expectativa (y de cualquier temor). Pero a pesar de ello,
como reconoció al final de su vida, antes de ser asesinado por un fanático del
exclusivismo hindú en la tradición de Tilak, había fracasado en su objetivo
fundamental. A largo plazo resultaba imposible conciliar lo que movía a las
masas y lo que convenía hacer. A fin de cuentas, la India independiente sería
gobernada por aquellos que «no deseaban la revitalización de la India del
pasado», por quienes «no amaban ni comprendían ese pasado … sino que dirigían
su mirada hacia Occidente y se sentían fuertemente atraídos por el progreso
occidental» (Nehru, 1936, pp. 23-24). Sin embargo, en el momento de
escribir este libro, la tradición antimodernista de Tilak, representada por el
agresivo partido BJP, sigue siendo el principal foco de oposición popular y
—entonces como ahora— la principal fuerza de división en la India, no sólo
entre las masas, sino entre los intelectuales. El efímero intento de Mahatma
Gandhi de dar vida a un hinduismo a la vez populista y progresista ha caído
totalmente en el olvido.
En el mundo musulmán surgió un planteamiento parecido, aunque en él
todos los modemizadores estaban obligados (salvo después de una revolución
victoriosa) a manifestar su respeto hacia la piedad popular, fueran cuales fueren
sus convicciones íntimas. Pero, a diferencia de la India, el intento de
encontrar un mensaje reformista o modernizador en el islam no pretendía
movilizar a las masas y no sirvió para ello. A los discípulos de Jamal ai-Din
al-Afghani (1839-1897) en Irán, Egipto y Turquía, los de su seguidor Mohammed
Abduh (1849-1905) en Egipto y los del argelino Abdul Hamid Ben Badis
(1889-1940) no había que buscarlos en las aldeas sino en las escuelas y universidades,
donde el mensaje de resistencia a las potencias europeas habría
EL FIN DE LOS IMPERIOS 2 13
encontrado en cualquier caso un auditorio propicio.3 Sin embargo, ya hemos
visto (véase el capítulo 5) que en el mundo islámico los auténticos revolucionarios
y los que accedieron a posiciones de poder fueron modernizadores laicos
que no profesaban el islamismo: hombres como Kemal Atatürk, que sustituyó
el fez turco (que era una innovación introducida en el siglo xix) por el
sombrero hongo y la escritura árabe, asociada al islamismo, por el alfabeto
latino, y que, de hecho, rompieron los lazos existentes entre el islam, el estado
y el derecho. Sin embargo, como lo confirma una vez más la historia
reciente, la movilización de las masas se podía conseguir más fácilmente partiendo
de una religiosidad popular antimoderna (el «fundamentalismo islámico
»). En resumen, en el tercer mundo un profundo conflicto separaba a los
modernizadores, que eran también los nacionalistas (un concepto nada tradicional),
de la gran masa de la población.
Así pues, los movimientos antiimperialistas y anticolonialistas anteriores
a 1914 fueron menos importantes de lo que cabría pensar si se tiene en cuenta
que medio siglo después del estallido de la primera guerra mundial no
quedaba vestigio alguno de los imperios coloniales occidental y japonés. Ni
siquiera en América Latina resultó un factor político importante la hostilidad
contra la dependencia económica en general y contra Estados Unidos —el
único estado imperialista que mantenía una presencia militar allí— en particular.
El único imperio que se enfrentó en algunas zonas a problemas que
no era posible solucionar con una simple actuación policiaca fue el británico.
En 1914 ya había concedido la autonomía interna a las colonias en las que
predominaba la población blanca, conocidas desde 1907 como «dominios»
(Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Suráfrica) y estaba concediendo autonomía
(«Home Rule») a la siempre turbulenta Irlanda. En la India y en Egipto
se apreciaba ya que los intereses imperiales y las exigencias de autonomía,
e incluso de independencia, podían requerir una solución política. Podría
afirmarse, incluso, que a partir de 1905 el nacionalismo se había convertido
en estos países en un movimiento de masas.
No obstante, fue la primera guerra mundial la que comenzó a quebrantar
la estructura del colonialismo mundial, además de destruir dos imperios (el
alemán y el turco, cuyas posesiones se repartieron sobre todo los británicos y
los franceses) y dislocar temporalmente un tercero, Rusia (que recobró sus
posesiones asiáticas al cabo de pocos años). Las dificultades causadas por la
guerra en los territorios dependientes, cuyos recursos necesitaba Gran Bretaña,
provocaron inestabilidad. El impacto de la revolución de octubre y el
hundimiento general de los viejos regímenes, al que siguió la independencia
irlandesa de facto para los veintiséis condados del sur (1921), hicieron pensar,
por primera vez, que los imperios extranjeros no eran inmortales. A la
conclusión de la guerra, el partido egipcio Wafd («delegación»), encabezado
por Said Zaghlul e inspirado en la retórica del presidente Wilson, exigió por
3. En la zona del norte de África ocupada por los franceses, la religión del mundo rural
estaba dominada por santones sufíes (marabuts) denunciados por los reformistas.
2 1 4 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
primera vez una independencia total. Tres años de lucha (1919-1922) obligaron
a Gran Bretaña a convertir el protectorado en un territorio semiindependiente
bajo control británico; fórmula que decidió aplicar también, con una
sola excepción, a la administración de los territorios asiáticos tomados al
antiguo imperio turco: Irak y TransJordania. (La excepción era Palestina,
administrada directamente por las autoridades británicas, en un vano intento
de conciliar las promesas realizadas durante la guerra a los judíos sionistas,
a cambio de su apoyo contra Alemania, y a los árabes, por su apoyo contra
los turcos.)
Más difícil le resultó encontrar una fórmula sencilla para mantener el
control en la más extensa de sus colonias, la India, donde el lema de «autonomía
» (swaraj), adoptado por el Congreso Nacional Indio por primera vez en
1906, estaba evolucionando cada vez más hacia una reclamación de independencia
total. El período revolucionario de 1918-1922 transformó la política
nacionalista de masas en el subcontinente, en parte porque los musulmanes
se volvieron contra el gobierno británico, en parte por la sanguinaria histeria
de un general británico que en el turbulento año 1919 atacó a una multitud
desarmada en un lugar sin salida y mató a varios centenares de personas (la
«matanza de Amritsar»), y, sobre todo, por la conjunción de una oleada de
huelgas y de la desobediencia civil de las masas propugnada por Gandhi y
por un Congreso radicalizado. Por un momento, el movimiento de liberación
se sintió poseído de un estado de ánimo casi milenarista y Gandhi anunció que
la swaraj se conseguiría a fines de 1921. El gobierno «no intentó ocultar que la
situación le creaba una grave preocupación», con las ciudades paralizadas
por la no cooperación, conmociones rurales en amplias zonas del norte de la
India, Bengala, Orissa y Assam, y «una gran parte de la población musulmana
de todo el país resentida y desafecta» (Cmd 1586, 1922, p. 13). A partir
de entonces, la India fue intermitentemente ingobernable. Lo que salvó el
dominio británico fue, probablemente, la conjunción de la resistencia de la
mayor parte de los dirigentes del Congreso, incluido Gandhi, a lanzar el país
al riesgo de una insurrección de masas incontrolable, su falta de confianza
y la convicción de la mayor parte de los líderes nacionalistas de que los británicos
estaban realmente decididos a acometer la reforma de la India. El
hecho de que Gandhi interrumpiera la campaña de desobediencia civil a
comienzos de 1922 porque había llevado a una matanza de policías en una
aldea da pie para pensar que la presencia británica en la India dependía más
de la moderación del dirigente indio que de la actuación de la policía y del
ejército.
Tal convicción no carecía de fundamento. Aunque en Gran Bretaña había
un poderoso grupo de imperialistas a ultranza, del que Winston Churchill se
autoproclamó portavoz, lo cierto es que a partir de 1919 la clase dirigente
consideraba inevitable conceder a la India una autonomía similar a la que
conllevaba el «estatuto de dominio» y creía que el futuro de Gran Bretaña en
la India dependía de que se alcanzara un entendimiento con la elite india,
incluidos los nacionalistas. Por consiguiente, el fin del dominio británico uniEL
FIN DE LOS IMPERIOS 2 15
lateral en la India era sólo cuestión de tiempo. Dado que la India era el corazón
del imperio británico, el futuro del conjunto de tal imperio parecía
incierto, excepto en África y en las islas dispersas del Caribe y el Pacífico,
donde el paternalismo no encontraba oposición. Nunca como en el período
de entreguerras había estado un área tan grande del planeta bajo el control,
formal o informal, de Gran Bretaña, pero nunca, tampoco, se habían sentido
sus gobernantes menos confiados acerca de la posibilidad de conservar su
vieja supremacía imperial. Esta es una de las razones principales por las que,
cuando su posición se hizo insostenible, después de la segunda guerra mundial,
los británicos no se resistieron a la descolonización. Posiblemente explica
también, en un sentido contrario, que otros imperios, particularmente el
francés —pero también el holandés—, utilizaran las armas para intentar mantener
sus posiciones coloniales después de 1945. Sus imperios no habían sido
socavados por la primera guerra mundial. El único problema grave con que
se enfrentaban los franceses era que no habían completado aún la conquista
de Marruecos, pero las levantiscas tribus beréberes de las montañas del Atlas
representaban un problema militar, no político, que era todavía más grave
para el Marruecos colonial español, donde un intelectual montañés, Abd-el-
Krim, proclamó la república del Rifen 1923. Abd-el-Krim, que contaba con
el apoyo entusiasta de los comunistas franceses y de otros elementos izquierdistas,
fue derrotado en 1926 con la ayuda de Francia, tras lo cual los beréberes
volvieron a su estrategia habitual de luchar en el extranjero integrados
en los ejércitos coloniales francés y español y de resistirse a cualquier tipo de
gobierno central en su país. Fue mucho después de la conclusión de la primera
guerra mundial cuando surgió un movimiento anticolonial en las colonias
francesas islámicas y en la Indochina francesa, aunque antes ya había
existido cierta agitación, de escasa envergadura, en Túnez.
IV
El período revolucionario había afectado especialmente al imperio británico,
pero la Gran Depresión de 1929-1933 hizo tambalearse a todo el mundo
dependiente. La era del imperialismo había sido para la mayor parte de él
un período de crecimiento casi constante, que ni siquiera se había interrumpido
con una guerra mundial que se vivió como un acontecimiento lejano. Es
cierto que muchos de sus habitantes no participaban activamente en la economía
mundial en expansión, o no se sentían ligados a ella de una forma
nueva, pues a unos hombres y mujeres que vivían en la pobreza y cuya tarea
había sido siempre la de cavar y llevar cargas poco les importaba cuál fuera
el contexto global en el que tenían que realizar esas faenas. Sin embargo, la
economía imperialista modificó sustancialmente la vida de la gente corriente,
especialmente en las regiones de producción de materias primas destinadas a
la exportación. En algunos casos, esos cambios ya se habían manifestado en
la política de las autoridades autóctonas o extranjeras. Por ejemplo, cuando,
2 1 6 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
entre 1900 y 1930, las haciendas peruanas se transformaron en refinerías de
azúcar en la costa y en ranchos de ovejas en las montañas, y el goteo de la
mano de obra india que emigraba hacia la costa y la ciudad se convirtió en
una inundación, empezaron a surgir nuevas ideas en las zonas más tradicionales
del interior. A comienzos de los años treinta, en Huasicancha, una
comunidad «especialmente remota» situada a unos 3.700 metros de altitud en
las inaccesibles montañas de los Andes, se debatía ya cuál de los dos partidos
radicales nacionales representaría mejor sus intereses (Smith, 1989, esp.
p. 175). Pero en la mayor parte de los casos nadie, excepto la población
local, sabía hasta qué punto habían cambiado las cosas, ni se preocupaba de
saberlo.
¿Qué significaba, por ejemplo, para unas economías que apenas utilizaban
el dinero, o que sólo lo usaban para un número limitado de funciones,
integrarse en una economía en la que el dinero era el medio universal de
intercambio, como sucedía en los mares indopacíficos? Se alteró el significado
de bienes, servicios y transacciones entre personas, y con ello cambiaron
los valores morales de la sociedad y sus formas de distribución social. En
las sociedades matriarcales campesinas de los cultivadores de arroz de Negri
Sembilan (Malaysia), las tierras ancestrales, que cultivaban preferentemente
las mujeres, sólo podían ser heredadas por ellas o a través de ellas, pero las
nuevas parcelas que roturaban los hombres en la jungla, y en las que se cultivaban
otros productos como frutas y hortalizas, podían ser transmitidas
directamente a los hombres. Pues bien, con el auge de las plantaciones de
caucho, un cultivo mucho más rentable que el arroz, se modificó el equilibrio
entre los sexos, al imponerse la herencia por vía masculina. A su vez, esto
sirvió para reforzar la posición de los dirigentes patriarcales del islam ortodoxo,
que intentaban hacer prevalecer la ortodoxia sobre la ley consuetudinaria,
y también la del dirigente local y sus parientes, otra isla de descendencia
patriarcal en medio del lago matriarcal local (Firth, 1954). Ese tipo de
cambios y transformaciones se dieron con frecuencia en el mundo dependiente,
en el seno de comunidades que apenas tenían contacto directo con el
mundo exterior: en este caso concreto tal vez lo tuvieran a través de un
comerciante chino, las más de las veces un campesino o artesano emigrante
de Fukien, acostumbrado al esfuerzo constante y a las complejidades del
dinero, pero igualmente ajeno al mundo de Henry Ford y de la General
Motors (Freedman, 1959).
A pesar de ello, la economía mundial parecía remota, porque sus efectos
inmediatos y reconocibles no habían adquirido el carácter de un cataclismo,
excepto, tal vez, en los enclaves industriales que, aprovechando la existencia
de mano de obra barata, aparecieron en lugares como la India y China, donde
desde 1917 empezaron a ser frecuentes los conflictos laborales y las organizaciones
obreras de tipo occidental, y en las gigantescas ciudades portuarias e
industriales a través de las cuales se relacionaba el mundo dependiente con la
economía mundial que determinaba su destino: Bombay, Shanghai (cuya
población pasó de 200.000 habitantes a mediados del siglo xix a tres milloEL
FIN DE LOS IMPERIOS 2 17
nes y medio en los años treinta), Buenos Aires y, en menor escala, Casablanca,
que, menos de treinta años después de que adquiriera la condición de
puerto moderno contaba ya con 250.000 habitantes (Bairoch, 1985, pp. 517
y 525).
Todo ello fue trastocado por la Gran Depresión, durante la cual chocaron
por primera vez de manera patente los intereses de la economía de la metrópoli
y los de las economías dependientes, sobre todo porque los precios de
los productos primarios, de los que dependía el tercer mundo, se hundieron
mucho más que los de los productos manufacturados que se compraban a
Occidente (capítulo III). Por primera vez, el colonialismo y la dependencia
comenzaron a ser rechazados como inaceptables incluso por quienes hasta
entonces se habían beneficiado de ellos. «Los estudiantes se alborotaban en
El Cairo, Rangún y Yakarta (Batavia), no porque creyeran que se aproximaba
un gran cambio político, sino porque la Depresión había liquidado las
ventajas que habían hecho que el colonialismo resultara tan aceptable para la
generación de sus padres» (Holland, 1985, p. 12). Lo que es más: por primera
vez (salvo en las situaciones de guerra) la vida de la gente común se vio
sacudida por unos movimientos sísmicos que no eran de origen natural y que
movían más a la protesta que a la oración. Se formó así la base de masas para
una movilización política, especialmente en zonas como la costa occidental
de África y el sureste asiático donde los campesinos dependían estrechamente
de la evolución del mercado mundial de cultivos comerciales. Al mismo
tiempo, la Depresión desestabilizó tanto la política nacional como la internacional
del mundo dependiente.
La década de 1930 fue, pues, crucial para el tercer mundo, no tanto porque
la Depresión desencadenara una radicalización política sino porque determinó
que en los diferentes países entraran en contacto las minorías politizadas
y la población común. Eso ocurrió incluso en lugares como la India,
donde el movimiento nacionalista ya contaba con un apoyo de masas. El
recurso, por segunda vez, a la estrategia de la no cooperación al comienzo de
los años treinta, la nueva Constitución de compromiso que concedió el
gobierno británico y las primeras elecciones provinciales a escala nacional
de 1937 mostraron el apoyo con que contaba el Congreso Nacional Indio,
que en su centro neurálgico, en el Ganges, pasó de sesenta mil miembros
en 1935 a 1,5 millones a finales de la década (Tomlinson, 1976, p. 86). El
fenómeno fue aún más evidente en algunos países en los que hasta entonces
la movilización había sido escasa. Comenzaron ya a distinguirse, más o
menos claramente, los perfiles de la política de masas del futuro: el populismo
latinoamericano basado en unos líderes autoritarios que buscaban el apoyo
de los trabajadores de las zonas urbanas; la movilización política a cargo
de los líderes sindicales que luego serían dirigentes partidistas, como en la
zona del Caribe dominada por Gran Bretaña; un movimiento revolucionario
con una fuerte base entre los trabajadores que emigraban a Francia o que
regresaban de ella, como en Argelia; un movimiento de resistencia nacional
de base comunista con fuertes vínculos agrarios, como en Vietnam. Cuando
2 1 8 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
menos, como ocurrió en Malaysia, los años de la Depresión rompieron los
lazos existentes entre las autoridades coloniales y las masas campesinas,
dejando un espacio vacío para una nueva política.
Al final de los años treinta, la crisis del colonialismo se había extendido
a otros imperios, a pesar de que dos de ellos, el italiano (que acababa de conquistar
Etiopía) y el japonés (que intentaba dominar China), estaban todavía
en proceso de expansión, aunque no por mucho tiempo. En la India, la nueva
Constitución de 1935, un desafortunado compromiso con las fuerzas en ascenso
del nacionalismo, resultó ser una concesión importante gracias al amplio
triunfo electoral que el Congreso alcanzó en casi todo el país. En la zona
francesa del norte de África surgieron importantes movimientos políticos en
Túnez y en Argelia —se produjo incluso cierta agitación en Marruecos—, y
por primera vez cobró fuerza en la Indochina francesa la agitación de masas
bajo dirección comunista, ortodoxa y disidente. Los holandeses consiguieron
mantener el control en Indonesia, una región que «acusa con mayor intensidad
que la mayor parte de los países cuanto ocurre en Oriente» (Van Asbeck,
1939), no porque reinara la calma, sino por la división que existía entre las
fuerzas de oposición: islámicas, comunistas y nacionalistas laicas. Incluso en
el Caribe, que según los ministros encargados de los asuntos coloniales era
una zona somnolienta, se registraron entre 1935 y 1938 una serie de huelgas
en los campos petrolíferos de Trinidad y en las plantaciones y ciudades de
Jamaica, que dieron paso a enfrentamientos en toda la isla, revelando por primera
vez la existencia de una masa de desafectos.
Sólo el África subsahariana permanecía en calma, aunque también allí la
Depresión provocó, a partir de 1935, las primeras huelgas importantes, que
se iniciaron en las zonas productoras de cobre del África central. Londres
empezó entonces a instar a los gobiernos coloniales a que crearan departamentos
de trabajo, adoptaran medidas para mejorar las condiciones de los
trabajadores y estabilizaran la mano de obra, reconociendo que el sistema
imperante de emigración desde la aldea a la mina era social y políticamente
desestabilizador. La oleada de huelgas de 1935-1940 se extendió por toda
África, pero no tenía aún una dimensión política anticolonial, a menos que se
considere como tal la difusión en la zona de los yacimientos de cobre de iglesias
y profetas africanos de orientación negra y de movimientos como el
milenarista de los Testigos de Jehová (de inspiración norteamericana), que
rechazaba a los gobiernos mundanos. Por primera vez los gobiernos coloniales
comenzaron a reflexionar sobre el efecto desestabilizador de las transformaciones
económicas en la sociedad rural africana —que, de hecho, estaba
atravesando por una época de notable prosperidad— y a fomentar la investigación
de los antropólogos sociales sobre este tema.
No obstante, el peligro político parecía remoto. En las zonas rurales esta
fue la época dorada del administrador blanco, con o sin la ayuda de «jefes»
sumisos, creados a veces para auxiliarles, cuando la administración colonial
se ejercía de manera «indirecta». A mediados de los años treinta existía ya en
las ciudades un sector de africanos cultos e insatisfechos lo bastante nutríEL
FIN DE LOS IMPERIOS 2 1 9
do como para que pudiera crearse una prensa política floreciente, con diarios
como el African Morning Post en Costa de Oro (Ghana), el West African
Pilot en Nigeria y el Éclaireur de la Cene d’lvoire en Costa de Marfil («condujo
una campaña contra jefes importantes y contra la policía; exigió medidas
de reconstrucción social; defendió la causa de los desempleados y de los
campesinos africanos golpeados por la crisis económica» [Hodgkin, 1961,
p. 32]). Comenzaban ya a aparecer los dirigentes del nacionalismo político
local, influidos por las ideas del movimiento negro de los Estados Unidos, de
la Francia del Frente Popular, de las que difundía la Unión de Estudiantes del
África Occidental en Londres, e incluso del movimiento comunista.4 Algunos
de los futuros presidentes de las futuras repúblicas africanas, como Jomo
Kenyatta (1889-1978) de Kenia y el doctor Namdi Azikiwe, que sería presidente
de Nigeria, desempeñaban ya un papel activo. Sin embargo, nada de
eso preocupaba todavía a los ministros europeos de asuntos coloniales.
A la pregunta de si en 1939 podía verse como un acontecimiento inminente
la previsible desaparición de los imperios coloniales he de dar una
respuesta negativa, si me baso en mis recuerdos de una «escuela» para estudiantes
comunistas británicos y «coloniales» celebrada en aquel año. Y nadie
podía tener mayores expectativas en este sentido que los apasionados y esperanzados
jóvenes militantes marxistas. Lo que transformó la situación fue la
segunda guerra mundial: una guerra entre potencias imperialistas, aunque
fuese mucho más que eso. Hasta 1943, mientras triunfaban las fuerzas del
Eje, los grandes imperios coloniales estaban en el bando derrotado. Francia
se hundió estrepitosamente, y si conservó muchas de sus dependencias fue
porque se lo permitieron las potencias del Eje. Los japoneses se apoderaron
de las colonias que aún poseían Gran Bretaña, Países Bajos y otros estados
occidentales en el sureste de Asia y en el Pacífico occidental. Incluso en el
norte de África los alemanes ocuparon diversas posiciones a fin de controlar
una zona que se extendía hasta pocos kilómetros de Alejandría. En un
momento determinado, Gran Bretaña pensó seriamente en la posibilidad de
retirarse de Egipto. Sólo la parte del continente africano al sur de los desiertos
permaneció bajo el firme control de los países aliados, y los británicos se
las arreglaron para liquidar, sin grandes dificultades, el imperio italiano del
Cuerno de África.
Lo que dañó irreversiblemente a las viejas potencias coloniales fue la
demostración de que el hombre blanco podía ser derrotado de manera deshonrosa,
y de que esas viejas potencias coloniales eran demasiado débiles,
aun después de haber triunfado en la guerra, para recuperar su posición anterior.
La gran prueba para el raj británico en la India no fue la gran rebelión
organizada por el Congreso en 1942 bajo el lema Quit India («fuera de la
India»), que pudo sofocarse sin gran dificultad; fue el hecho de que, por primera
vez, cincuenta y cinco mil soldados indios se pasaran al enemigo para
constituir un «Ejército Nacional Indio» comandado por el dirigente izquier-
4. Sin embargo, ni un solo dirigente africano abrazó el comunismo.
2 2 0 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
dista del Congreso Subhas Chandra Bose, que había decidido buscar el apoyo
japonés para conseguir la independencia de la India (Bhargava y Singh
Gill, 1988, p. 10; Sareen, 1988, pp. 20-21). Japón, cuya estrategia política la
decidían tal vez los altos mandos navales, más sutiles que los del ejército de
tierra, hizo valer el color de la piel de sus habitantes para atribuirse, con
notable éxito, la función de liberador de colonias (excepto entre los chinos de
ultramar y en Vietnam, donde mantuvo la administración francesa). En 1943
se organizó en Tokio una «Asamblea de naciones asiáticas del gran oriente»
bajo el patrocinio de Japón,5 a la que asistieron los «presidentes» o «primeros
ministros» de China, India, Tailandia, Birmania y Manchuria (pero no el de
Indonesia, al cual, cuando la guerra ya estaba perdida, se le ofreció incluso
«independizarse» de Japón). Los nacionalistas de los territorios coloniales eran
demasiado realistas como para adoptar una actitud pro japonesa, aunque veían
con buenos ojos el apoyo de Japón, especialmente si, como en Indonesia, era
un apoyo sustancial. Cuando los japoneses estaban al borde de la derrota, se
volvieron contra ellos, pero nunca olvidaron cuan débiles habían demostrado
ser los viejos imperios occidentales. Tampoco olvidaron que las dos potencias
que en realidad habían derrotado al Eje, los Estados Unidos de Roosevelt y la
URSS de Stalin, eran, por diferentes razones, hostiles al viejo colonialismo,
aunque el anticomunismo norteamericano llevó muy pronto a Washington a
defender el conservadurismo en el tercer mundo.
No puede sorprender que fuera en Asia donde primero se quebró el viejo
sistema colonial. Siria y Líbano (posesiones francesas) consiguieron la independencia
en 1945; la India y Pakistán en 1947; Birmania, Ceilán (Sri Lanka),
Palestina (Israel) y las Indias Orientales Holandesas (Indonesia) en
1948. En 1946 los Estados Unidos habían concedido la independencia oficial
a Filipinas, ocupada por ellos desde 1898 y, naturalmente, el imperio japonés
desapareció en 1945. La zona islámica del norte de África estaba ya en
plena efervescencia, pero no se había llegado aún al punto de ruptura. En
cambio, la situación era relativamente tranquila en la mayor parte del África
subsahariana y en las islas del Caribe y del Pacífico. Sólo en algunas zonas
del sureste asiático encontró seria resistencia el proceso de descolonización
política, particularmente en la Indochina francesa (correspondiente en la
actualidad a Vietnam, Camboya y Laos), donde el movimiento comunista
de resistencia, a cuyo frente se hallaba el gran Ho Chi Minh, declaró la independencia
después de la liberación. Los franceses, apoyados por Gran
Bretaña y, en una fase posterior, por Estados Unidos, llevaron a cabo un
desesperado contraataque para reconquistar y conservar el país frente a la
5. Por razones que no están claras, el término «asiático» sólo comenzó a utilizarse
corrientemente después de la segunda guerra mundial.
EL FIN DE LOS IMPERIOS 221
revolución victoriosa. Fueron derrotados y obligados a retirarse en 1954,
pero Estados Unidos impidió la unificación del país e instaló un régimen
satélite en la parte meridional del Vietnam dividido. El inminente hundimiento
de ese régimen llevó a los Estados Unidos a intervenir en Vietnam, en
una guerra que duró diez años y que terminó con su derrota y su retirada
en 1975, después de haber lanzado sobre ese malhadado país más bombas de
las que se habían utilizado en toda la segunda guerra mundial.
La resistencia fue más desigual en el resto del sureste asiático. Los holandeses
(que tuvieron más éxito que los británicos en la descolonización de su
imperio indio, sin necesidad de dividirlo) no eran lo bastante fuertes como
para mantener la potencia militar necesaria en el extenso archipiélago indonesio,
la mayor parte de cuyas islas los habrían apoyado para contrarrestar el
predominio de Java, con sus cincuenta y cinco millones de habitantes. Abandonaron
ese proyecto cuando descubrieron que para Estados Unidos Indonesia
no era, a diferencia de Vietnam, un frente estratégico en la lucha contra el
comunismo mundial. En efecto, los nuevos nacionalistas indonesios no sólo
no eran de inspiración comunista, sino que en 1948 sofocaron una insurrección
del Partido Comunista. Este episodio convenció a Estados Unidos de que
la fuerza militar holandesa debía utilizarse en Europa contra la supuesta amenaza
soviética, y no para mantener su imperio. Así pues, los holandeses sólo
conservaron un enclave colonial en la mitad occidental de la gran isla melanésica
de Nueva Guinea, que se incorporó también a Indonesia en los años
sesenta. En cuanto a Malaysia, Gran Bretaña se encontró con un doble problema:
por un lado, el que planteaban los sultanes tradicionales, que habían
prosperado en el imperio, y por otro, el derivado de la existencia de dos
comunidades diferentes y mutuamente enfrentadas, los malayos y los chinos,
cada una de ellas radicalizada en una dirección diferente; los chinos bajo la
influencia del Partido Comunista, que había alcanzado una posición preeminente
como única fuerza que se oponía a los japoneses. Una vez iniciada la
guerra fría, no cabía pensar en modo alguno en permitir que los comunistas,
y menos aún los chinos, ocuparan el poder en una ex colonia, pero lo cierto
es que desde 1948 los británicos necesitaron doce años, un ejército de cincuenta
mil hombres, una fuerza de policía de sesenta mil y una guarnición de
doscientos mil soldados para vencer en la guerra de guerrillas instigada principalmente
por los chinos. Cabe preguntarse si en el caso de que el estaño y
el caucho de Malaysia no hubieran sido una fuente de dólares tan importante,
que garantizaba la estabilidad de la libra esterlina, Gran Bretaña habría mostrado
la misma disposición a afrontar el costo de esas operaciones. Lo cierto
es que la descolonización de Malaysia habría sido, en cualquier caso, una operación
compleja y que no se produjo (para satisfacción de los conservadores
malayos y de los millonarios chinos) hasta 1957. En 1965, la isla de Singapur,
de población mayoritariamente china, se separó para constituir una ciudad-
estado independiente y muy rica.
Su larga experiencia en la India había enseñado a Gran Bretaña algo que
no sabían franceses y holandeses: cuando surgía un movimiento nacionalista
2 22 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
importante, la renuncia al poder formal era la única forma de seguir disfrutando
las ventajas del imperio. Los británicos se retiraron del subcontinente
indio en 1947, antes de que resultara evidente que ya no podían controlarlo,
y lo hicieron sin oponer la menor resistencia. También Ceilán (que en 1972
tomó el nombre de Sri Lanka) y Birmania obtuvieron la independencia, la
primera con una agradable sensación de sorpresa y la segunda con más vacilación,
dado que los nacionalistas birmanos, aunque dirigidos por una Liga
Antifascista de Liberación del Pueblo, también habían cooperado con los
japoneses. De hecho, la hostilidad de Birmania contra Gran Bretaña era tan
intensa que de todas las posesiones británicas descolonizadas fue la única
que se negó inmediatamente a integrarse en la Commonwealth, una forma de
asociación laxa mediante la cual Londres intentaba mantener al menos el
recuerdo del imperio. La decisión de Birmania se adelantó incluso a la de los
irlandeses, que en el mismo año convirtieron a Irlanda en una república no
integrada en la Commonwealth. Aunque la retirada rápida y pacífica de Gran
Bretaña de ese sector del planeta, el más extenso que haya estado nunca
sometido y administrado por un conquistador extranjero, hay que acreditarla
en el haber del gobierno laborista que entró en funciones al terminar la
segunda guerra mundial, no se puede afirmar que fuera un éxito rotundo, ya
que se consiguió al precio de una sangrienta división de la India en dos estados
(uno musulmán, Pakistán, y otro, la India, en su gran mayoría hindú,
aunque no fuera un estado confesional), en el curso de la cual varios centenares
de miles de personas murieron a manos de sus oponentes religiosos, y
varios millones más tuvieron que abandonar su terruño ancestral para asentarse
en lo que se había convertido en un país extranjero. Desde luego eso no
figuraba en los planes ni del nacionalismo indio, ni de los movimientos
musulmanes, ni en el de los gobernantes imperiales.
El proceso por el que llegó a hacerse realidad la idea de un «Pakistán»
separado, un nombre y un concepto inventados por unos estudiantes en 1932-
1933, continúa intrigando tanto a los estudiosos de la historia como a aquellos
a quienes les gusta pensar qué habría ocurrido si las cosas hubieran sido
de otro modo. La perspectiva del tiempo permite afirmar que la división de
la India en función de parámetros religiosos creó un precedente siniestro para
el futuro del mundo, de modo que es necesario explicarlo. En cierto sentido
no fue culpa de nadie, o lo fue de todo el mundo. En las elecciones celebradas
tras la entrada en vigor de la Constitución de 1935 había triunfado el
Congreso, incluso en la mayor parte de las zonas musulmanas, y la Liga
Musulmana, partido nacional que se arrogaba la representación de la comunidad
minoritaria, había obtenido unos pobres resultados. El ascenso del
Congreso Nacional Indio, laico y no sectario, hizo que muchos musulmanes,
la mayor parte de los cuales (como la mayoría de los hindúes) no tenían todavía
derecho de voto, recelaran del poder hindú, pues parecía lógico que fueran
hindúes la mayoría de los líderes del Congreso en un país predominantemente
hindú. En lugar de admitir esos temores y conceder a los musulmanes
una representación especial, las elecciones parecieron reforzar la pretensión
EL FIN DE LOS IMPERIOS 2 2 3
del Congreso de ser el único partido nacional que representaba tanto a los
hindúes como a los musulmanes. Eso fue lo que indujo a la Liga Musulmana,
conducida por su formidable líder Muhammad Ali Jinnah, a romper con
el Congreso y avanzar por la senda que podía llevar al separatismo. No obstante,
no fue hasta 1940 cuando Jinnah dejó de oponerse a la creación de un
estado musulmán separado.
Fue la guerra la que produjo la ruptura de la India en dos mitades. En cierto
sentido, este fue el último gran triunfo del raj británico y, al mismo tiempo, su
último suspiro. Por última vez el raj movilizó los recursos humanos y económicos
de la India para ponerlos al servicio de una guerra británica, en
mayor escala aún que en 1914-1918, y en esta ocasión contra la oposición de
las masas que se alineaban con un partido de liberación nacional, y —a diferencia
de lo ocurrido en la primera guerra mundial— contra la inminente
invasión militar de Japón. Se consiguió un éxito sorprendente, pero el precio
que hubo que pagar fue muy elevado. La oposición del Congreso a la guerra
determinó que sus dirigentes quedaran al margen de la política y, desde 1942,
en prisión. Las dificultades inherentes a la economía de guerra enajenaron al
raj el apoyo de importantes grupos de musulmanes, particularmente en el
Punjab, y los aproximaron a la Liga Musulmana, que adquirió la condición de
un movimiento de masas en el mismo momento en que el gobierno de Delhi,
llevado del temor de que el Congreso pudiera sabotear el esfuerzo de guerra,
utilizaba de forma deliberada y sistemática la rivalidad entre las comunidades
hindú y musulmana para inmovilizar al movimiento nacionalista. En este caso
puede decirse que Gran Bretaña aplicó la máxima de «divide y vencerás». En
su último intento desesperado por ganar la guerra, el raj no sólo se destruyó a
sí mismo sino que acabó con lo que lo legitimaba moralmente: el proyecto de
lograr un subcontinente indio unido en el que sus múltiples comunidades
pudieran coexistir en una paz relativa bajo la misma administración y el mismo
ordenamiento jurídico. Cuando concluyó la guerra resultó imposible dar
marcha atrás al motor de una política confesionalista.
Con la excepción de Indochina, el proceso de descolonización estaba ya
concluido en Asia en 1950. Mientras tanto, la región musulmana occidental,
desde Persia (Irán) a Marruecos, experimentó una transformación impulsada
por una serie de movimientos populares, golpes revolucionarios e insurrecciones,
que comenzaron con la nacionalización de las compañías petrolíferas
occidentales en Irán (1951) y la implantación del populismo con Muhammad
Mussadiq (1880-1967) y el apoyo del poderoso Partido Tude (comunista).
(No puede sorprender que los partidos comunistas del Próximo Oriente
adquirieran cierta influencia a raíz de la gran victoria soviética.) Mussadiq
seria derrocado en 1953 como consecuencia de un golpe preparado por el servicio
secreto anglonorteamericano. La revolución de los Oficiales Libres en
Egipto (1952), dirigida por Gamal Abdel Nasser (1918-1970), y el posterior
derrumbamiento de los regímenes dependientes de Occidente en Irak (1958)
y Siria fueron hechos irreversibles, aunque británicos y franceses, en colaboración
con el nuevo estado antiárabe de Israel, intentaron por todos los
2 2 4 LA ERA DE LAS CATÁSTROFES
medios aniquilar a Nasser en la guerra de Suez de 1956 (véase p. 360). En
cambio, Francia se opuso con energía al levantamiento de las fuerzas que
luchaban por la independencia nacional en Argelia (1954-1961), uno de esos
territorios, como Suráfrica y —en un sentido distinto— Israel, donde la
coexistencia de la población autóctona con un núcleo numeroso de colonos
europeos dificultaba la solución del problema de la descolonización. La guerra
de Argelia fue un conflicto sangriento que contribuyó a institucionalizar
la tortura en el ejército, la policía y las fuerzas de seguridad de unos países
que se declaraban civilizados. Popularizó la utilización de la tortura mediante
descargas eléctricas que se aplicaban en distintas zonas del cuerpo como la
lengua, los pezones y los genitales, y provocó la caída de la cuarta república
(1958) y casi la de la quinta (1961), antes de que Argelia consiguiera la independencia,
que el general De Gaulle había considerado inevitable hacía mucho
tiempo. Mientras tanto, el gobierno francés había negociado secretamente la
autonomía y la independencia (1956) de los otros dos protectorados que
poseía en el norte de África: Túnez (que se convirtió en una república) y
Marruecos (que siguió siendo una monarquía). Ese mismo año Gran Bretaña
se desprendió tranquilamente de Sudán, cuyo mantenimiento como colonia
era insostenible desde que perdiera el control sobre Egipto.
Es difícil decir con certeza cuándo comprendieron los viejos imperios
que la era del imperialismo había concluido definitivamente. Visto desde la
actualidad, el intento de Gran Bretaña y de Francia de reafirmar su posición
como potencias imperialistas en la aventura del canal de Suez de 1956 parece
más claramente condenado al fracaso de lo que debieron pensar los
gobiernos de Londres y París que proyectaron esa operación militar para acabar
con el gobierno egipcio revolucionario del coronel Nasser, en una acción
concertada con Israel. El episodio constituyó un sonoro fracaso (salvo desde
el punto de vista de Israel), tanto más ridículo por la combinación de indecisión
y falta de sinceridad de que hizo gala el primer ministro británico Anthony
Edén. La operación —que, apenas iniciada, tuvo que ser cancelada
bajo la presión de Estados Unidos— inclinó a Egipto hacia la URSS y terminó
para siempre con lo que se ha llamado «el momento de Gran Bretaña
en el Próximo Oriente», es decir, la época de hegemonía británica incontestable
en la región, iniciada en 1918.
Sea como fuere, a finales de los años cincuenta los viejos imperios eran
conscientes de la necesidad de liquidar el colonialismo formal. Sólo Portugal
continuaba resistiéndose, porque la economía de la metrópoli, atrasada y aislada
políticamente, no podía permitirse el neocolonialismo. Necesitaba explotar
sus recursos africanos y, como su economía no era competitiva, sólo podía
hacerlo mediante el control directo. Suráfrica y Rodesia del Sur, los dos estados
africanos en los que existía un importante núcleo de colonos de raza blanca
(aparte de Kenia), se negaron también a seguir la senda que desembocaría
inevitablemente en el establecimiento de unos regímenes dominados por la
población africana, y para evitar ese destino Rodesia del Sur se declaró independiente
de Gran Bretaña (1965). Sin embargo, París, Londres y Bruselas (el
EL FIN DE LOS IMPERIOS 2 25
Congo belga) decidieron que la concesión voluntaria de la independencia formal
y el mantenimiento de la dependencia económica y cultural eran preferibles
a una larga lucha que probablemente desembocaría en la independencia
y el establecimiento de regímenes de izquierdas. Únicamente en Kenia se
produjo una importante insurrección popular y se inició una guerra de guerrillas,
aunque sólo participaron en ella algunos sectores de una etnia local, los
kikuyu (el llamado movimiento Mau-Mau, 1952-1956). En todos los demás
lugares, se practicó con éxito la política de descolonización profiláctica,
excepto en el Congo belga, donde muy pronto degeneró en anarquía, guerra
civil e intervención internacional. Por lo que respecta al África británica,
en 1957 se concedió la independencia a Costa de Oro (la actual Ghana), donde
ya existía un partido de masas conducido por un valioso político e intelectual
panafricanista llamado Kwame Nkrumah. En el África francesa, Guinea
fue abocada a una independencia prematura y empobrecida en 1958, cuando
su líder, Sekou Touré, se negó a integrarse en una «Comunidad Francesa»
ofrecida por De Gaulle, que conjugaba la autonomía con una dependencia
estricta de la economía francesa y, por ende, fue el primero de los líderes africanos
negros que se vio obligado a buscar ayuda en Moscú. Casi todas las restantes
colonias británicas, francesas y belgas de África obtuvieron la independencia
en 1960-1962, y el resto poco después. Sólo Portugal y los estados que
los colonos blancos habían declarado independientes se resistieron a seguir
esa tendencia.
Las posesiones británicas más extensas del Caribe fueron descolonizadas
sin disturbios en los años sesenta; las islas más pequeñas, a intervalos desde
ese momento hasta 1981, las del índico y el Pacífico, a finales de los años
sesenta y durante la década de los setenta. De hecho en 1970 ningún territorio
de gran extensión continuaba bajo la administración directa de las antiguas
potencias coloniales o de los regímenes controlados por sus colonos,
excepto en el centro y sur de África y, naturalmente, en Vietnam, donde en
ese momento rugían las armas. La era imperialista había llegado a su fin.
Setenta y cinco años antes el imperialismo parecía indestructible e incluso
treinta años antes afectaba a la mayor parte de los pueblos del planeta. El
imperialismo, un elemento irrecuperable del pasado, pasó a formar parte de
los recuerdos literarios y cinematográficos idealizados de los antiguos estados
imperiales, cuando una nueva generación de escritores autóctonos de los
antiguos países coloniales comenzaron su creación literaria al iniciarse el
período de la independencia.

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