Cada día que pasa, y a un ritmo acelerado en los últimos años, se hace cada vez más evidente queasistimos a una nueva era de ascenso de la extrema derecha a escala mundial,similar a la era delascenso de las fuerzas fascistas entre las dos guerras mundiales del siglo XX.
La etiqueta»neofascismo» se ha utilizado para designar a la extrema derecha contemporánea, que se ha adaptado a nuestro tiempo, consciente de que repetir el mismo patrón fascista del siglo pasado ya no era posible, en el sentido de que ya no era aceptable para la mayoría de la gente. Así inicia su artículo“La era del neofascismo y sus rasgos distintivos” Gilbert Achcar.
Y Daniel Tanuro inicia el suyo, “Trumpismo y fascismo”, de esta manera: Trump es un fascista y es evidente que hay muchos fascistas entre sus asociados. Además de Elon Musk y su saludo nazi, están los preocupantes pedigríes de individuos como Steve Bannon, Stephen Miller y Laura Loomer, entre otros. La situación es extremadamente grave y no debe banalizarse. Sin embargo, Estados Unidos no ha caído en el fascismo. Pero, pequeño matiz, existe el riesgo de que lo haga.
¿Y en Europa? En Europa tampoco debe banalizarse. Santiago Abascal es ya el presidente de (Patriotas) que agrupa a organizaciones de 11 países europeos. En el Parlamento comunitario Patriots.eu (donde se integra) es la tercera fuerza más representativa (19 millones de votos y 86 parlamentarios), que incluye a cuatro organizaciones que fueron vencedoras en sus propios países en las últimas elecciones: Fidesz, la organización del primer ministro de Hungría Viktor Orbán, el Partido de la Libertad de Austria (FPO), el checo Alianza de Ciudadanos Descontentos y el Ressemblement National francés de Marine Le Pen.
Patriots celebrará su primera cumbre en Madrid y bajo la presidencia de Santiago Abascal el 7 y 8 de febrero. Por si necesitara subrayar más aún su devoción por Trump, también han copiado el eslogan del trumpista movimiento MAGA, en este caso como MEGA: Make Europa Great Again.
Es preciso, pues, analizar y confrontar, también en Europa, a la amenaza neofascista. Para ese necesario análisis y para pensar en las formas y vías de confrontación con tal amenaza, estos dos artículos son dos nuevas buenas ventanas, que dan continuidad a otros (ver Miguel Urbán y Eric Toussaint por ejemplo) publicados ya en esta web]
La era del neofascismo y sus rasgos distintivos
Gilbert Achcar
Cada día que pasa, y a un ritmo acelerado en los últimos años, se hace cada vez más evidente que asistimos a una nueva era de ascenso de la extrema derecha a escala mundial, similar a la era del ascenso de las fuerzas fascistas entre las dos guerras mundiales del siglo XX. La etiqueta «neofascismo» se ha utilizado para designar a la extrema derecha contemporánea, que se ha adaptado a nuestro tiempo, consciente de que repetir el mismo patrón fascista del siglo pasado ya no era posible, en el sentido de que ya no era aceptable para la mayoría de la gente.
El neofascismo pretende respetar las reglas básicas de la democracia en lugar de establecer una dictadura desnuda como hizo su predecesor, incluso cuando vacía la democracia de su contenido erosionando las libertades políticas reales en diversos grados, dependiendo del verdadero nivel de popularidad de cada gobernante neofascista (y por tanto de su necesidad o no de amañar las elecciones) y del equilibrio de poder entre él y sus oponentes.
Hoy en día existe una amplia gama de grados de tiranía neofascista, desde la casi absoluta en el caso de Vladimir Putin hasta lo que aún conserva un espacio de liberalismo político como en los casos de Donald Trump y Narendra Modi.
El neofascismo difiere de los regímenes despóticos o autoritarios tradicionales (como el gobierno chino o la mayoría de los regímenes árabes) en que se basa, como el fascismo del siglo pasado, en una movilización agresiva y militante de su base popular sobre una base ideológica similar a la que caracterizó a su predecesor.
Esta base incluye diversos componentes del pensamiento de extrema derecha: fanatismo nacionalista y étnico, xenofobia, racismo explícito, masculinidad asertiva y hostilidad extrema hacia la Ilustración y los valores emancipadores.
En cuanto a las diferencias entre el viejo y el nuevo fascismo, las más importantes son, en primer lugar, que el neofascismo no se apoya en las fuerzas paramilitares que caracterizaban a la vieja versión —no en el sentido de que carezca de ellas, sino que las mantiene en un papel de reserva entre bastidores, cuando están presentes— y, en segundo lugar, que el neofascismo no pretende ser «socialista» como su predecesor.
Su programa no conduce a la expansión del aparato estatal y de su papel económico, sino que se inspira en el pensamiento neoliberal en su llamamiento a reducir el papel económico del Estado en favor del capital privado. Sin embargo, la necesidad puede hacerle ir en dirección contraria, como es el caso del régimen de Putin bajo la presión de las exigencias de la guerra que lanzó contra Ucrania.
Mientras que el fascismo del siglo XX creció en el contexto de la grave crisis económica que siguió a la Primera Guerra Mundial y alcanzó su punto álgido con la «Gran Depresión», el neofascismo creció en el contexto del agravamiento de la crisis del neoliberalismo, especialmente tras la «Gran Recesión» derivada de la crisis financiera de 2007-08.
Mientras que el fascismo del siglo pasado respaldó las hostilidades nacionales y étnicas que prevalecían en el corazón del continente europeo, con el telón de fondo de las atroces prácticas racistas que se producían en los países colonizados, el neofascismo floreció sobre el estiércol del resentimiento racista y xenófobo contra las crecientes oleadas de inmigración que acompañaron a la globalización neoliberal o que resultaron de las guerras que esta última alimentó, paralelamente al colapso de las reglas del sistema internacional. Estados Unidos desempeñó el papel clave a la hora de frustrar el desarrollo de un sistema internacional basado en normas tras el final de la Guerra Fría, sumiendo así rápidamente al mundo en una Nueva Guerra Fría.
El neofascismo puede parecer menos peligroso que su predecesor porque no se basa en apariencias paramilitares y porque la disuasión nuclear hace improbable una nueva guerra mundial (pero no imposible: la guerra de Ucrania ha acercado al mundo a la posibilidad de una nueva guerra mundial más que cualquier otro acontecimiento desde la Segunda Guerra Mundial, incluso en el apogeo de la Guerra Fría en tiempos de la URSS).
La verdad, sin embargo, es que el neofascismo es más peligroso en algunos aspectos que el antiguo. El fascismo del siglo XX se basaba en un triángulo de potencias (Alemania, Italia y Japón) que no tenía la capacidad objetiva de alcanzar su sueño de dominar el mundo, y se enfrentaba a potencias que eran económicamente superiores a él (Estados Unidos y Gran Bretaña) además de la Unión Soviética y el movimiento comunista mundial (este último desempeñó un papel fundamental a la hora de enfrentarse al fascismo política y militarmente).
En cuanto al neofascismo, su dominio sobre el mundo es cada vez mayor, impulsado por el regreso de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos bajo una apariencia mucho más afín al neofascismo que durante su primer mandato.
Así, la mayor potencia económica y militar del mundo es hoy la punta de lanza del neofascismo, con el que convergen diversos gobiernos de Rusia, India, Israel, Argentina, Hungría y otros países, mientras que se vislumbra en el horizonte la posibilidad de que los partidos neofascistas lleguen al poder en los principales países europeos (en Francia y Alemania, después de Italia, e incluso en Gran Bretaña), por no hablar de países más pequeños de Europa central y oriental en particular.
Si bien es cierto que la posibilidad de una nueva guerra mundial sigue siendo limitada, nuestro mundo se enfrenta a algo no menos peligroso que las dos guerras mundiales del siglo XX: el cambio climático, que amenaza el futuro del planeta y de la humanidad. El neofascismo está empujando al mundo hacia el abismo con la flagrante hostilidad de la mayoría de sus facciones a las indispensables medidas medioambientales, agravando así el peligro medioambiental, especialmente cuando el neofascismo ha tomado las riendas del poder sobre la población más contaminante del mundo proporcionalmente a su número, es decir, la población de Estados Unidos.
No existe en el mundo actual un equivalente de lo que fue el movimiento obrero con sus alas socialista y comunista después de la Primera Guerra Mundial. Por el contrario, las fuerzas de la izquierda están sufriendo una atrofia en la mayoría de los países, después de que la mayoría de ellas se fundieran en el crisol del neoliberalismo hasta el punto de que ya no constituyen una alternativa al statu quo a los ojos de la sociedad. O bien, son incapaces de adaptarse a las exigencias de nuestra época, reproduciendo los defectos de la izquierda del siglo XX que condujeron a su bancarrota histórica.
Todo lo anterior nos hace sostener que la era del neofascismo es más peligrosa en algunos aspectos que la era de los antiguos fascismos. La nueva generación sigue siendo el foco de nuestra mayor esperanza, y sectores significativos de la misma han revelado su rechazo al racismo, como el manifestado en la guerra genocida sionista de Gaza, y su defensa de la igualdad de todo tipo de derechos, así como, por supuesto, su defensa del medio ambiente.
Ante el auge global del neofascismo, es vital y urgente hacerle frente reuniendo las más amplias alianzas ad hoc en defensa de la democracia, el medio ambiente y los derechos de género y de los migrantes, con la variedad de fuerzas que abrazan estos objetivos, al tiempo que se trabaja para reconstruir una corriente global que se oponga al neoliberalismo y defienda el interés público frente al dominio de los intereses privados.
Trumpismo y fascismo. Daniel Tanuro
Trump es un fascista y es evidente que hay muchos fascistas entre sus asociados. Además de Elon Musk y su saludo nazi, están los preocupantes pedigríes de individuos como Steve Bannon, Stephen Miller y Laura Loomer, entre otros. La situación es extremadamente grave y no debe banalizarse. Sin embargo, Estados Enidos no ha caído en el fascismo. Pero, pequeño matiz, existe el riesgo de que lo haga. Trump actuará para provocar un cambio de este tipo (lo que no significa una repetición del fascismo histórico), pero queda mucho camino por recorrer.
El fascismo como ruptura
El fascismo se caracteriza por la destrucción de los derechos democráticos y la atomización social. Esto implica la destrucción de los movimientos sociales, en particular de los sindicatos, la transformación del poder judicial en un instrumento de la tiranía del gobernante y la abolición de toda forma de libertad de prensa, de libertad de expresión en general y del derecho de huelga. Aún no hemos llegado a ese punto.
Debemos evitar los razonamientos simplistas, que conducen a conclusiones falsas. Por ejemplo: la democracia burguesa es una falsa democracia que oculta la dictadura del capital. Esto es cierto, pero no significa que el capitalismo produzca inevitablemente fascismo. Tampoco se deduce que un candidato despótico como Trump pueda llevar fácilmente a EE UU de la democracia burguesa al fascismo. Esta transición es un salto cualitativo; requiere una ruptura brutal.
La característica clave del fascismo en su lucha por el poder (que lo distingue de un simple golpe militar) es que realiza esta ruptura apoyándose en un movimiento de masas extraparlamentario de la pequeña burguesía y el lumpenproletariado, con la ayuda de fuerzas de choque terroristas, movilizadas con mentiras, odio y demagogia nacionalista pseudosocialista.
Es obvio que, en cierta medida, todos estos elementos están presentes en el trumpismo: Maga [Make America Great Again] como movimiento de masas, demagogia social, mentiras sistemáticas, odio, los Proud boys y los Oath keepers como bandas violentas. Así que el peligro fascista es muy, muy real, y debemos insistir en ello. Pero también debemos insistir en el hecho de que la ruptura no se ha producido. Podría ocurrir, pero no ha quedado atrás.
Los puntos fuertes y débiles de Trump
Y esta ruptura no se producirá tan fácilmente. Podemos verlo en las tormentas de reacciones indignadas provocadas por el indulto general que Trump concedió a los alborotadores implicados en el violento ataque al Capitolio en enero de 2021. Esto es particularmente evidente en las virulentas reacciones de los jueces que han denunciado este indulto y negado categóricamente que los beneficiarios estuvieran protegidos contra cualquier reanudación de los procedimientos.
Trump está en racha, pero es más débil de lo que parece. Tuvo que abandonar el escandaloso nombramiento de Matt Gaez como fiscal general. Solo uno de cada 10 estadounidenses apoya su elección de nombrar a Pete Hegseth como secretario de defensa (tres de cada 10 están en contra, ¡y Hegseth casi fue expulsado del cargo en el senado!). Maga es un movimiento de masas, pero no (por el momento) un partido de combate disciplinado, comparable al de Hitler o Mussolini.
Es evidente que Trump tiene sus bazas: el Tribunal Supremo, dominado por sus partidarios, le ha dado inmunidad, el Partido Republicano está en su bolsillo y los movimientos sociales (que se manifestaron en masa contra su nominación en 2016-2017) esta vez parecen aturdidos, asustados por la magnitud de su victoria.
Trump aprovecha esta situación para dar la impresión de una marcha triunfal que nada puede detener. En realidad, se enfrenta a obstáculos considerables. Uno de ellos es la enorme contradicción entre las promesas populistas hechas a la base Maga, por un lado, y la realidad política de un gobierno de cleptócratas y multimillonarios a los que esas promesas les importan un bledo, por otro.
Esta contradicción entre populistas y multimillonarios es típica del fascismo. También atravesó al partido nazi. Hitler la resolvió asesinando a unos doscientos líderes del ala fascista-populista, los jefes de las SA (la noche de los cuchillos largos, junio de 1934). Pero para entonces su dictadura llevaba más de un año firmemente establecida. La de Trump no lo está.
El abismo entre el Maga y los multimillonarios comenzó a abrirse incluso antes de la toma de posesión, cuando Bannon y Musk se enfrentaron violentamente por la cuestión de las y los migrantes. El historiador Timothy Dnyder predice que estas tensiones se profundizarán. Y probablemente tenga razón. He aquí un pequeño ejemplo: un sindicato policial que pidió el voto por la ley y el orden rompe con Trump tras la liberación de los alborotadores que pisotearon la ley y el orden al atacar el capitolio…
Estrategia de choque
La democracia burguesa estadounidense está profundamente corrompida por el dinero, pero está sólidamente arraigada en una vasta red de instituciones y contrapesos apegados a los principios constitucionales. En este contexto, se necesitaría una gran conmoción para provocar una ruptura definitiva hacia el fascismo.
Hitler estableció su poder absoluto utilizando como pretexto el incendio del Reichstag (27/2/33), apenas un mes después de su nombramiento como canciller. Trump busca sin duda algo parecido declarando el estado de emergencia contra la invasión en la frontera, o amenazando a Panamá. Pero su base Maga le votó principalmente con la esperanza de que bajara los precios de los bienes de consumo cotidiano. La caza de migrantes (de los que la economía estadounidense no puede prescindir en la agricultura, la construcción y la restauración) no ayudará, como tampoco lo harán los aranceles; ¡todo lo contrario!
La dificultad para Trump es avanzar rápidamente hacia la dictadura, antes de que sus votantes se den cuenta del engaño, que el bluf de su estrategia de choque se desinfle y que los movimientos sociales despierten. La pasividad de estos últimos es, de hecho, su mayor activo. La ausencia de luchas de masas anima al gran capital a atreverse con el fascismo a lo Trump. Sin esta pasividad, la despreciable cobardía de los republicanos electos que se tragan sin inmutarse el indulto a los alborotadores de enero de 2021 –que se tragan, de hecho, la insinuación de que ¡el intento de golpe de Estado no tuvo lugar, y que se tragan también la autorización para que los matones fascistas tiren de la manta siempre que el líder lo necesite!- sería políticamente insostenible.
Podría argumentarse que las grandes empresas estadounidenses no necesitan bandas fascistas. Musk y compañía no se ven amenazados por las luchas sociales, el sindicalismo es débil y la democracia burguesa parece una forma mucho mejor de servir a sus intereses. ¿qué quieren los grandes patrones? La reactivación de los combustibles fósiles, la inversión en inteligencia artificial, una serie de desregulaciones… A priori, nada de esto parece requerir un régimen fascista… Entonces, ¿por qué el trumpismo y hasta qué punto es fascista? La pregunta merece ser formulada. En mi opinión, la paradoja se aclara cuando consideramos el contexto de catástrofe ecológica en el que el imperialismo estadounidense lucha por salvar su hegemonía.
Hegemonía a cualquier precio
Es un hecho: el capitalismo chino es tan dominante en el sector de la tecnología verde que los políticos occidentales, si quieren respetar el Acuerdo de París, no tienen más remedio que comprar chino, y así fortalecer a Pekín en detrimento del imperialismo estadounidense. Algo inaceptable para Trump-Musk. Su respuesta es defender su hegemonía apostando fuerte por la inteligencia artificial.
Pero esto requiere enormes recursos energéticos y el control imperialista de multitud de recursos minerales. Lo que significa una dependencia masiva de los combustibles fósiles y la vuelta a la política de las cañoneras (Groenlandia, Panamá, etc.). Lo que significa climatonegacionismo y mentiras sistemáticas. Lo que significa desprecio absoluto por las terribles amenazas que supone la catástrofe ecológica para la vida de cientos de millones de seres humanos que no son responsables de ella. Es decir, el odio a quienes resisten, la exaltación virilista de la fuerza como medio de garantizar a Estados Unidos su espacio vital (incluso en Marte…), y el deseo de subyugar a Europa. La coherencia es bastante clara.
El proyecto Trump-Musk no es aislacionista. Es un plan radical y salvajemente imperialista de hegemonía a toda costa. Su aplicación coherente, en una perspectiva a largo plazo, requiere un régimen político brutal y cínico, capaz de asumir sin piedad una barbarie malthusiana sin precedentes en la historia. Algo en la línea de Netanyahu –de quien Trump es partidario incondicional– pero a escala global. Es una ruptura con los ideales de justicia, democracia e igualdad entre todos los seres humanos; con la ética humanista, con la racionalidad de la ilustración e incluso con los valores morales de las religiones monoteístas. El espíritu de esta ruptura persigue al trumpismo. Debemos estar agradecidos a la obispa de Washington, Marianne Budde, por haberlo puesto al descubierto, a su manera, en su alegato público a Trump.
Hay dos riesgos al gritar que el fascismo está en el poder demasiado rápido: por un lado, el riesgo de que las masas se digan a sí mismas que el fascismo no es tan malo como dicen que es, todo sea dicho; y por otro, el riesgo de que las personas más conscientes se digan a sí mismas que todo está acabado, o incluso se escondan por miedo a ser llevadas a un campo de concentración. Estos dos riesgos juegan a favor de los fascistas.
¡No pasarán!
Al mismo tiempo, la amenaza fascista es muy real, y el trumpismo la encarna y le da un terrible impulso global. Los fascistas avanzan en todas partes. Pero no han ganado. Se les puede detener. No formando una alianza con la llamada derecha democrática como Liz Cheney. Mediante la movilización de masas. Defendiendo los derechos democráticos, los derechos sociales, contra la mentira y la desigualdad, contra el racismo, contra el apoyo a los genocidas, por los derechos de las mujeres y de las personas LGBTI+. Sin olvidar la madre de todas las batallas: la lucha por salvar el único planeta habitable del sistema solar y contra los criminales capitalistas que están dispuestos a matarlo para salvar sus beneficios y su hegemonía.
Levantémonos, seamos capaces no sólo de denunciar, sino también de analizar. Indignémonos, movilicémonos, organicémonos. ¡no pasaran!