EL ROSTRO EN LA VENTANA

EL ROSTRO EN LA VENTANA. La singular relación de Rafael Mendoza con Roque Dalton y otros personajes de su tiempo.
Publicado el 19 mayo, 2015 de Óscar Perdomo León

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Collage Rafael Mendoza Mayora y Roque Dalton 2

EL ROSTRO EN LA VENTANA

La singular relación del autor con Roque Dalton y otros personajes de su tiempo.

por: Rafael Mendoza

I

Don Santiago Echegoyén, uno de mis maestros de secundaria, que había visto mis primeros intentos de hacer poesía en el periódico mural del colegio, me sugirió que después del bachillerato siguiera estudios de Derecho, pues a él le parecía que me gustaba mucho discutir tanto como escribir y, según él, los “leguleyos” casi siempre se las daban de escritores, como era el caso de varios abogados salvadoreños muy conocidos en esos años, entre los que mencionó a los doctores Julio Fausto Fernández, Pedro Geoffroy Rivas, José María Méndez y un distinguido novelista que posteriormente me transmitió sus enseñanzas en las aulas universitarias. Dos años más tarde me hallaba ya iniciando mis estudios de Ciencias Jurídicas y, entre clase y clase, participando en las tertulias que día a día, mañana y tarde, se armaban en el viejo cafetín de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales de la Universidad de El Salvador. Me reunía allí con mis compañeros de aula y con estudiantes de antiguo ingreso que mostraban interés por algún tipo de expresión artística o cultural; nos gustaba también estar presentes en las discusiones que sostenían los más entendidos en política. Entre los de mi grupo que también tenían inclinación por la literatura, estaban Narciso “Chicho” Argüello, Daniel Villamariona, Marianela García Villa y Lil Milagro Ramírez, quien ya para entonces escribía poesía (1) y compartía conmigo, además, nociones sobre la ideología socialcristiana, que ambos, posteriormente, por diferentes circunstancias, dejamos de profesar. Y entre los “bachilleres” de nivel superior con los que también me reunía, solo Mauricio López Silva, el “Chatío”, se había dado a conocer como escritor, con algunos cuentos que había publicado en periódicos y revistas universitarias.(2) Casi todos los mencionados tuvieron un final trágico: “Chicho” Argüello, quien era además aviador, se estrelló un aciago sábado en su avioneta; Lil Milagro sería asesinada en 1976 defendiendo la causa revolucionaria a la que se entregó por entero; Marianela correría igual suerte en 1983, mientras recogía información sobre asesinatos de campesinos por parte del ejército salvadoreño; y Mauricio López Silva, a principios de los setenta, con su psiquis fustigada por una decepción amorosa, decidió poner fin a su existencia, al amanecer de una noche de excesos alcohólicos, truncando así, además, un promisorio futuro como narrador.

La muerte de “Chicho” Argüello fue un duro golpe para nuestro grupo. El mismo día de su muerte escribí un corto poema que su familia decidió incluir en la tarjeta de novenario. Fue esa ofrenda en verso libre lo que me dio a conocer como novato escritor más allá de la esfera de nuestro grupo, llegando en su necrológico medio a las manos de dos catedráticos que nos impartían clases: los doctores José Enrique Silva y Napoleón Rodríguez Ruiz. Ambos me hicieron comentarios sobre aquel poema que consideraron una buena muestra de un naciente oficio que debía yo cultivar convenientemente. El doctor Silva me proporcionó algunos libros y me enfatizó la recomendación de leer y estudiar a Borges; además, como él compartía con doña Alicia de Falconio (Aldef) la dirección de la página literaria de La Prensa Gráfica, me pidió poemas para considerar la posibilidad de publicarlos. Por su parte, el doctor Rodríguez Ruiz, además de un ejemplar de su obra Jaraguá, también me proporcionó revistas literarias. Ya tocado por el “duende poético”, como le llamaba Roberto Armijo al estado de permanente versificación o de “andar en versos”, gané también la amistad del Dr. Mario Flores Macal, quien me prestó obras literarias de autores que en esa época eran de lectura obligatoria: Herman Hesse, Maiakovski y Brecht, entre otros.

Inmerso en ese mundo, una mañana de no sé de qué mes de 1964, mientras conversaba con algunos de los ya mencionados contertulios, se acercó a nuestra mesa la compañera Sonia Espínola, sumamente exaltada, a comunicarnos que hacía unos minutos había visto entrar a Roque Dalton y que en ese momento el poeta estaba sentado en una de las bancas que había en los corredores del peristilo interior. Me invitó a acompañarla y me incorporé para seguirla, pero cuando alcancé a ver de lejos que el poeta estaba rodeado por varios estudiantes, desistí de acercarme a él. Lo hice por una razón que a estas alturas me parece estúpida: aunque ya había oído mencionar al poeta Roque Dalton y que había estado en prisión bajo la tiranía del presidente José María Lemus, no sabía que su poesía era ya una de las mejor calificadas por los entendidos de la época, y pensé que quienes acudían a conocerle lo hacían por la fama de preso político que se había librado de la muerte por un golpe de Estado; no quise ser uno más que llegara a ponérsele enfrente a una leyenda. Perdí así la valiosa oportunidad de conocerle, procurar ganarme su amistad y aprender de él lo que necesitaba yo saber del oficio y de las ideas en los que él tenía ya mucho conocimiento.

Días o meses después, Roque fue capturado y puesto en prisión, de la que escaparía por un azar, no del destino, sino de la naturaleza: un sismo demolió una de las paredes de la prisión permitiendo la fuga del poeta. Ahora, a la distancia de estos recuerdos, sigo viendo a Roque, sentado de pierna cruzada en aquella banca gris, sosteniendo un libro en una mano y con su inseparable chumpa terciada entre los brazos, como tantas otras veces pudo estar sentado, cuando fue el estudiante de leyes que odiaba a su profesor de Derecho Civil, pero que aprendió lo suficiente para defenderse cuando le tocó el Turno del Ofendido. (3) No sé si Lil Milagro pudo aprovechar aquella oportunidad en que Roque visitó el recinto universitario, para hablar con él, pero sí estoy seguro de que ni ella ni yo, que compartimos aulas universitarias e inicios en la poesía, pudimos haber imaginado en esos días la relación que diez años más tarde llegaría ella a tener con el poeta salvadoreño más internacional de nuestra historia, como militantes de la misma organización revolucionaria, en una clandestinidad que, según testimonios, les permitió también tomarse el tiempo necesario para fundirse en más estrechas emociones, en torno a las cuales se tendían celadas por parte del enemigo común y también por la de los propios compañeros de agrupación de nuestro poeta.

I I

Mi paso del bachillerato a la universidad no fue, sin embargo, tan libre. Antes debí someterme a un examen privado de matemáticas, en período extraordinario, por haberlo reprobado en el primer intento; y con el propósito de asegurar su aprobación, tuve que recibir un curso veraniego de refuerzo en esa disciplina. Asistía también a esas clases una jovencita muy extrovertida y agradable llamada Ana Cecilia Soley, con quien cruzábamos a veces un saludo o un comentario sobre las clases. Un día, esa compañera me pidió prestados mis apuntes y entre sus páginas encontró un poema mío. En el descanso de la jornada, al comentar el texto me confesó que a ella le encantaba la poesía y que había hecho sus intentos de escribir. Ya identificados por algo más trascendente que los estudios de Matemática, me invitó a su casa, una amplia y cómoda residencia, aunque modestamente amueblada que, según comprobé después de varias visitas, era invadida cada tarde por una respetable población de amigos de Ana Cecilia y sus cuatro hermanos. A ella, que era la mayor de todos, le seguían en edad, Marisol, Rosalía, Jaime y Arturo. Marisol y Jaime fallecerían unos años más tarde a una edad relativamente temprana. Sus padres, el ingeniero Jaime Soley Reyes y su prima hermana, María Soledad Reyes Soley, eran nietos del famoso historiador salvadoreño Rafael Reyes y por circunstancias, precisamente históricas, nacieron en Costa Rica. De ese país tuvieron que emigrar al nuestro porque el ingeniero era del partido de Figueres y, Calderón, que estaba en el poder, además de haber encarcelado a aquel figuerista que haría de la nuestra su definitiva patria, procuró que se le cerrara toda oportunidad de trabajo. Siendo Soley un miembro de la masonería tica, pudo contar aquí con el apoyo de los “fraternales” masones locales, de los cuales, con Oscar Osorio a la cabeza, había varios ocupando plazas en el primer gobierno del PRUD.

Con todo y la mayor afinidad que pude haber sentido con la pléyade de amigos de los hermanos Soley Reyes, y de que mi ingreso a la hospitalidad de aquella casa había sido franqueado por Ana Cecilia, era con Solita, su madre, que me sentía mejor pues con esta agradable señora podía yo conversar durante horas sobre diversos temas y comentar algunas obras que ella me daba a conocer, como lo hizo con las biografías de Stefan Zweig y algunas obras de escritores ticos, entre los cuales mencionaba siempre con mucho orgullo a Luis Felipe Azofeifa y Carlos Luis Fallas, Calufa, el autor de Mamita Yunai, obra esta que el mundo conoció merced al reconocimiento recibido de parte de Pablo Neruda.

Como parte de esas conversaciones, así como Solita me contaba aspectos de su pasado familiar, también me pedía que le pusiera al tanto sobre los de mi vida. Franco que fui siempre con todo lo que se relaciona con mi existencia, muy pronto llegué a ponerle en conocimiento de la dura situación que viví en casa de mi padre, debido a que mi madrastra nunca me había dispensado la más mínima muestra de cariño, así como de la forma en que salí de aquel hogar que nunca sentí mío, para ir a dar con mis 14 años cumplidos al ático de una casa que había pertenecido a la maestra francesa Cecilia Chéry, quien durante algunos años dirigió en San Salvador un colegio para señoritas.(4) Seguramente, fue a través de la confianza que mi sinceridad pudo haberle inspirado, que poco a poco llegó a abrirse una dimensión nueva en mi relación con la gentil señora, pues la amistad nuestra se fue transformando, de mi parte hacia ella, en algo así como una veneración, y de parte de ella hacia mi, en un afecto maternal que incluso llegó a confesar ante sus amistades, cuando me presentaba ante ellas: “Rafa es como mi hijo”, solía decirles. No sé si otras personas comprenderán lo que se siente al escuchar eso de una persona que no es pariente de uno, ni siquiera amiga de la familia, cuando se ha estado acostumbrado al trato seco, despreciativo y acompañado de motes o apelativos burlescos, de parientes que debieron abrigar nuestra infancia con un poco del cariño que no pudo prodigarnos nuestra propia madre biológica.

De ahí en adelante, ya tácitamente adoptado por esa Mater Admirabilis, como le llamo en uno de los poemas que incluí en Este Mal de Familia, estuve presente por años en cuanta reunión festiva celebraban los Soley, principalmente en diciembre, lo que me permitió ganarme además el aprecio de varios amigos de la familia, entre los que figuraban algunas parejas “ticas” que también asistían religiosamente a dichos festejos, solas o con sus hijos. De más está decir que, para entonces, Solita me acompañó con su apoyo moral y su presencia en muchos momentos importantes de mi vida, especialmente en mi matrimonio, durante el tiempo que mi hija tuvo que estar hospitalizada debido al terrible accidente que sufrió con mi suegra, así como en el desaparecimiento y posterior deceso de mi padre. De igual manera estuve yo presente en los acontecimientos más felices y más tristes que hubo en su familia.

Una tarde de julio de 1969 llegué a participarle a mi benefactora que mi libro ‘Los Muertos y Otras Confesiones’ había ganado el primer lugar en el certamen de poesía que todos los años organizaba la Asociación de Estudiantes de Derecho, a nivel centroamericano, justa en la que el mismo Roque había participado y triunfado en tres oportunidades, durante su etapa de aprendiz de jurista (5). Solita, desde el día en que nos conocimos, sabía que me gustaba escribir y siempre estuvo al tanto de mis frecuentes colaboraciones en los periódicos locales, pero como yo había mantenido en secreto mi participación en aquél certamen, la sorprendí con la noticia. “Qué bueno… Te lo mereces” me dijo, y dirigiéndose a su recámara, que estaba junto al bar de la sala, agregó: “Te voy a dar algo que he guardado por algún tiempo”. Regresó con un libro en las manos y lo puso en las mías con estas palabras: “Conocí a Roque Dalton en México y me dejó este libro firmado, además del que me autografió a mi, para que yo se lo diera a quien me pareciera que iba a apreciarlo… Tómalo. Ahora es tuyo”. Era un ejemplar de ‘La Ventana en el Rostro’. Ya sentados en la sala me explicó que su hermana Pity, residente en México desde hacía muchos años, tenía su apartamento en el mismo edificio donde vivía Juan Rulfo, y que fue ahí donde le presentaron a Dalton. Eso ocurrió en 1961, año que Roque fechó en ese ejemplar bajo su firma. Dos años después conocí a la noble persona que ha sido figura central del presente testimonio. De ahí la extensión que ha merecido esta historia, pues tan valioso ha sido para mi tener un ejemplar de la primera edición del libro en que se encuentran algunos de los poemas más recordados de Roque, como el haberme ganado el corazón de la persona que lo hizo llegar a mis manos, directamente de las que lo escribieron. Resta agregar fue a ese ser tan especial a quien dediqué mi libro ganador en aquel certamen. Una vez publicado, en el próximo viaje que Solita hizo a México para visitar a su hermana, se llevó algunos ejemplares, entre los cuales iba uno para Rulfo. Este notable escritor me lo retribuyó con un ejemplar de Pedro Páramo autografiado, el que aún conservo junto al del poeta que me negué a saludar un día y seguía mostrándome su rostro en la ventana del tiempo. (6)

I I I

El Café Doreña, en el San Salvador de los tempranos años sesenta, acogió las tertulias montadas por destacados escritores salvadoreños, entre ellos Oswaldo Escobar Velado, Manlio Argueta, José Roberto Cea y Alfonso Quijada Urías. Como café y punto de reunión de intelectuales, distaba mucho de parecerse a los madrileños Café Pombo (la famosa “Sagrada Cripta”) y Café Colonial, donde las célebres tertulias de la Generación del 27, a principios del siglo pasado, devinieron fértiles eras en que germinaron los “ismos” más trascendentes e influyentes de la literatura española. (7) Diez años más tarde, los que estábamos iniciando nuestro oficio dentro de la literatura y otras expresiones artísticas, comenzamos a reunirnos en la Cafetería Skandia, porque era la más moderna de la ciudad y por su excelente ubicación; se encontraba en la planta baja del Hotel San Salvador, en una esquina anexa al lugar en donde estuvo una pequeña plazoleta conocida como “Rincón Martiano”, no muy distante de nuestros lugares de trabajo y muy cercana a la oficina de correos, el Teatro nacional, las principales librerías, otros cafés que nos gustaba visitar y la mayoría de bares de la capital. Ahí nos dábamos cita escritores noveles, teatreros, pintores y diletantes, cada quien escogiendo la mesa donde estaban aquellos con quienes sentía mayor afinidad, no tanto por compartir una rama artística o una línea de pensamiento, sino, casi siempre, por la relación de edades que determinaba ubicaciones generacionales, por la ideología política con que se identificaba cada quien, o por mera simpatía, como era el caso de algunos periodistas que se nos unían.

Quizás por las discusiones que se generaban en aquel lugar entre quienes defendíamos posiciones sobre literatura, movimientos artísticos o política, también concurrían algunos catedráticos y estudiantes de la Universidad de El Salvador que disfrutaban de aquel ambiente. Entre estos “académicos” de número se distinguía una joven muy esbelta y atractiva, de encendida mirada y fácil palabra. Se advertía en su conversación que estaba muy familiarizada con la ideología socialista. Por eso se ganó el sobrenombre de “Rosa Luxemburgo” que, seguramente, fue acuñado por Norman Douglas pues tenía sello del tremendo poder histriónico que distinguía a ese actor. El verdadero nombre de aquella joven es Mirna, y un par de años más tarde aparecería en mi vida para transmitirme la asignación de una misión sumamente especial y honrosa, a solicitud de otro poeta, amigo mío, que nunca nos acompañó en esas reuniones.

Saliendo de ese cafetín una tarde, topé con el diputado Rafael Aguiñada Carranza, el tocayo a quien muchos llamábamos “Chele”, a quien asesinarían unos meses después. Después de saludarnos me pidió acompañarle hacia donde se dirigía. Caminamos hacia el sur sobre la Avenida España y mientras lo hacíamos me preguntó sobre mis estudios de Derecho, que yo había dejado interrumpidos por interesarme más la literatura, y también me comentó el poema que escribí a la muerte de Roque, el que unos meses antes había salido publicado en la Revista Abra de la UCA (8); después de dos o tres preguntas adicionales que, en el fondo, solo eran un preámbulo sin importancia empleado por él antes de llegar al grano, detuvo el paso y viéndome fíjamente me espetó la pregunta: “¿Querés ir a Cuba? Me dejó mudo. ¡Yo tenía años de estar pendiente de todo lo que sucedía en y con Cuba! Escuchar los discursos de Fidel el 26 de julio, era algo que no podía perderme, incluso en el trabajo, disimuladamente y con audífono. “¡Por supuesto!” contesté precipitadamente para que no creyera que no iba a aceptar… “Bueno” –agregó él- “Vas a ir con otro poeta (Se trataría de Chema Cuéllar). Ya está arreglado el viaje para el otro año.

Te van a contactar cuando se acerque la fecha”. Luego se despidió y regresó sobre sus pasos por la misma calle. Nunca más le volví a ver. Un sábado por la tarde, encontrándome con otros amigos en casa de Norman Douglas, nos enteramos de que acababan de ametrallar al “Chele”. Junto al pesar por la trágica suerte de aquel notable luchador lamenté también que con él pudieran haberse ido mis esperanzas de conocer la Perla de las Antillas. (9)

Ese gran camarada nuestro que ya ha figurado en “flash back” en una nota de la segunda parte de este testimonio, el siempre calmo y sonriente “Gato” Armando Herrera, fue el encargado de anunciarnos un mes antes del viaje, que éste se realizaría en la segunda quincena de julio de 1976. Salimos en horas de la tarde del viejo aeródromo de Ilopango, pero mientras esperábamos en el mostrador de la línea aérea la revisión del boleto de salida, se me acercó, tomándome por sorpresa, una mujer con unos ojos inconfundibles. Sin más preámbulos que la simple mención de mi nombre, me dio a entender con su mirada que no había tiempo para preguntas ni explicaciones, y entregándome un paquete en papel manila, secamente dijo: “Fermán quiere que le des esto a Haydeé Santamaría o a Nicolás Guillén, en Casa de las Américas. Ahí va todo lo de la muerte de Roque. Cuidalo mucho. Adiós”. Se retiró y despegando yo la vista del paquete que ella había puesto en mis manos sin darme oportunidad de reaccionar, volví a ver en la dirección en que se marchaba, pudiendo apreciar el rítmico andar con que se alejaba al ritmo de sus inconfundibles caderas, flanqueada por dos jóvenes que, evidentemente, eran los encargados de darle seguridad asignados quizá por su comandante Fermán Cienfuegos, el poeta que después de la muerte de Roque Dalton llevó a cabo dentro del ERP, la escisión que creó la Resistencia Nacional, y quien, después de la firma de los que yo siempre he llamado “recuerdos de paz”, retomaría su nombre real: Eduardo Sancho. (10)

Ya en Casa, la única persona a la que pude hacer entrega del paquete, fue Trini Pérez, quien actualmente se desempeña como colaboradora de Miguel Barnet. Me enteré por ella de que Haydeé se encontraba colaborando en la zafra de ese año y que Guillén estaba en Moscú recibiendo el Premio Lenin. Así fue que Trini se hizo cargo de guardar la encomienda. Dos días más tarde, almorcé con Mario Benedetti y a preguntas suyas acerca de lo cierto de la muerte de su gran amigo Dalton, le enteré de la documentación que yo había dejado en Casa. Fue después de eso que comenzaron a aparecer en medios cubanos los homenajes, comentarios y demás publicaciones relacionadas con nuestro poeta. Ahora el rostro de éste me veía más fijamente y con una sonrisa franca, comprensiva, desde todas las ventanas cubanas: la cultural, la tropical, la de la solidaridad y la de los ritmos que, en plenos carnavales, sonaban allá por el malecón, unas cuadras más abajo del Habana Libre… “¡Uno, do y tré… Uno, do y tré… Qué paso má chévere, qué paso má chévere, el de mi conga é…”

IV

Entré al centro comercial por el portón norte que da acceso al supermercado y a las diversas tiendas. Ya en el corredor, doblé hacia la derecha para ir a la tienda de artículos de oficina. Fue entonces que, desde lejos, lo ví. Era él. No cabía duda. Yo conocía aquélla nariz prominente, que compensaba una amplia frente, y esos arcos ciliares que, dando forma a las cejas, le confirieron siempre a su rostro ese semblante triste (como en la foto aquella con la taza de café y los envases de sodas. ¿Lo recuerdas? – me dice el entrometido de mi otroyó).

Obviamente, él no me iba a poder ver a mí, aunque ya me había acercado lo suficiente para examinar más de cerca aquella cabeza, los ordenados cabellos, el porte y demás detalles… Es realmente su viva imagen. En este busto sí era él, inconfundiblemente. Después de examinarlo, con permiso del dueño del lugar, descubro que no tiene nombre de autor. Pero algo me dice que yo había visto ya esta obra. “Hace muchos años, acuérdate…” parecen decirme sus ojos… Pongo más atención y con esa postura en que el mentón suyo está muy levantado, le veo en otro tiempo y en otro lugar…

Allá por 1979, una tarde de esas que Ricardo Castrorrivas llama “de poesía húmica”, compartida con Chamba Juárez, Edgardo Cuéllar y alguien más que no logro recordar, dispusimos visitar al escultor “Cerritos” en el taller que él tenía en el antiguo local de una escuela, en las cercanías de La Ceiba de Guadalupe. Se encontraba trabajando en un busto de Roque Dalton, en la etapa de modelarlo en arcilla. Las nubes que en la memoria va acumulando el tiempo no me permiten distinguir en aquel busto de mis recuerdos, más detalles que los que me llamaron la atención en este otro que tenía en venta el ignaro vendedor de antigüedades que lo poseía. ¡Nada menos que el busto del poeta salvadoreño más famoso de nuestra historia! Fuese o no el de “Cerritos”, éste sí era Roque. Había que rescatarlo. Era una versión hecha en algún tipo de resina que se había manchado y deteriorado, pero esos defectos no afectaban el valor de la figura que representaba. Preguntado que hube al anticuario el precio de aquella obra, comprobé que podía pagarlo y lo hice. Rescaté al poeta. Ahora era mi Roque. Y nadie más lo tendría. ¿Nadie más? (11)

Desde el lugar donde he escrito estos testimonios, tuve siempre a la vista el busto de don Roque, que es así como mis nietos dieron en llamarle al personaje que descubrieron en lo alto de una de las libreras, sitio donde lo coloqué desde el día en que lo traje a casa y lo invité a compartir mi estudio. Los dos niños ya sabían lo que es un busto porque crecieron viendo el de Beethoven, a quien yo, delante de ellos, llamaba don Beto; de ahí, mis inquietos descendientes tomaron el “don” para endosárselo al nombre de nuestro poeta, aunque sin comprender todavía cuál había sido su oficio, a juzgar por lo que el mayor de ellos me preguntó en cierta ocasión: “Abuelo, ¿y tenés música de don Roque?” Conteniendo la risa le contesté muy seriamente que ese personaje no había sido músico sino escritor, pero que, en cierto modo, había hecho música con palabras. Eso provocó una retahíla de preguntas tras la cual pude darles a los dos mocosos una sencilla explicación de lo que es la melodía que forman los versos, cuando son armónicos, valiéndome como ejemplo del poema El Nido, de Alfredo Espino, que ambos chiquillos conocen de cabo a rabo, merced a que la paciencia de su abuela, después de mil repeticiones en altas y pausadas voces, logró que la más conocida composición del Poeta Niño se fijara en aquellas absorbentes mentes infantiles y, a la vez, que se volviera insoportable para mi, de tanto escuchárselo a ella.

Ahora, el busto de Roque posa en algún lugar del Centro Cultural Nuestra América. Antes de darlo en donación a esa institución, se lo ofrecí en más de una ocasión a los hijos de Roque, pero ninguno de ellos pareció interesarse en tenerlo o, en el mejor de los casos, no quisieron que yo me despojara de lo que para mí, es una exacta representación de la figura del notable escritor salvadoreño, que estuvo dispuesto a aceptar todas las muertes que le correspondieran, aunque nosotros, los “guanacos hijos de puta”, sus hermanos, nunca estaremos dispuestos a aceptar el cobarde e inmoral silencio de sus asesinos.

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N O T A S
(1) Muchos poemas inéditos de Lil, clandestinos en su mayoría, así como cartas personales enviadas por ella durante los años que duró la guerra revolucionaria en nuestro país, se encuentran en manos de Miriam Medrano, otra compañera nuestra que fue su más fiel amiga y camarada de luchas; con un celo admirable. ha ordenado ella todo ese precioso material que dejó Lil, esperando la oportunidad de que sea publicado. Al momento de ser escritas estas memorias, había ya una oferta en concreto de parte de la Universidad de El Salvador para publicarlo. En la página electrónica del Servicio Informativo Ecuménico y Popular, Roberto Pineda aporta algunos datos sobre Lil que a continuación transcribo:
“Lil Milagro inicia como dirigente de la Juventud Demócrata Cristiana en 1966. Su formación ideológica fue de corte socialcristiana, aunque más tarde sería fuertemente influenciada por el marxismo. En 1970 cuando recién había egresado de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales, muy decidida, abandona su hogar en San Jacinto, donde vivía con sus padres, dando inicio así, a su vida en la clandestinidad. En 1971, Lil Milagro aparece en un pequeño movimiento llamado simplemente, “El Grupo”, el cual sería el núcleo de la organización que en marzo de 1972, resurgiría con el nombre de Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), en medio de un candente proceso electoral.
“Dagoberto Gutiérrez, uno de los jefes guerrilleros durante el Conflicto armado salvadoreño y quien conoció a Lil Milagro, menciona que en los primeros años de la década de los 70, la prensa describía a Lil como una “guerrillera serena que se retiraba tranquila y disparaba segura”. A su compañera, un arma cuarenta y cinco de cacha plateada, Lil la llamaba de cariño “Santa Sofía de la Piedad”. Gutiérrez, la describe como “la jefa guerrillera, maestra del pensamiento e instructora de la paciencia, que amaba la poesía por encima de todo. La revolución fue siempre su sueño y desvelo y el socialismo su utopía más segura”.
“En 1975, Lil Milagro junto con Eduardo Sancho y otros compañeros de armas, deciden abandonar las filas del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y fundar un nuevo movimiento político-militar: La Resistencia Nacional (RN). La separación fue debido a pugnas ideológicas en el seno de la organización, que tuvieron como desenlace, los asesinatos del poeta y revolucionario Roque Dalton y el obrero Armando Arteaga, ambos cometidos por la alta dirigencia del ERP. Durante un tiempo, Lil y Roque habían mantenido una relación amorosa que finalizaría abruptamente con la muerte del poeta salvadoreño.”
(2) Además del “Chato” Silva, recuerdo que siempre estaban presentes los bachilleres Mario Guerra, el “Chele” Héctor Gómez Véjar, Ivo Príamo Alvarenga, Omar Pastor y Ernesto Ramírez Guatemala, ilustrado estudiante que estuvo encarcelado muchos meses por haber lanzado piedras a la Embajada de los Estados Unidos en una manifestación de estudiantes; este personaje usaba unos lentes bastante gruesos que se le estropearon cuando lo capturaron, por lo que, al salir de la cárcel y retornar a los estudios, tomó la determinación de no procurarse otras gafas porque, según dijo, no valía la pena seguir viendo lo que ya había visto, promesa que cumplió durante mucho tiempo. Otra de sus excentricidades era darle soda con licor a su perro cuando andaba de farra. Todavía me arrepiento de haber accedido a regalarle el Napoleón de mármol que me había quedado en el reparto de bienes de la mentora Cecilia Chery, en cuya casa viví algunos años, tras abandonar la casa de mi padre debido a los problemas con mi madrastra.
(3) Esa no fue la única vez que Roque llegó a “la facultad de Derecho”. Cuenta Ricardo Aguilar “Humano” que él le acompañó en más de una ocasión, pues el poeta asistía ahí a reuniones que, seguramente, tenía con militantes del PC. Después de una de esas visitas, ya entrada la tarde, Dalton le pidió a Ricardo que le acompañara a la Facultad de Humanidades, que entonces se hallaba en lo que fuera el Colegio Sagrado Corazón, frente al Palacio de Correos. Posteriormente, se fueron de copas a varios bares de la zona conocida como “La Praviana”. Roque ya había visto a algunos sujetos que les seguían y, por momentos, cambiaba el paso de lento a apresurado, por el solo hecho de provocar a aquellos sujetos que incluso entraron a uno de los bares para mantenerle vigilado desde otra mesa. Unas horas más tarde, avanzada ya la noche, le capturaron. A los ruegos de Roque de que no lo dejara solo, Ricardo quiso subirse al vehículo de los captores, pero le rechazaron con una patada en el pecho; ya repuesto del susto y del golpe, Ricardo llevó la mala nueva, primero, a la mamá de Dalton que vivía a pocas cuadras de ahí, y después, a un bachiller llamado Ernesto Ramírez Guatemala (de quien ya nos hemos ocupado en la nota anterior y volveremos a ocuparnos en la 6), para que diera aviso a los compañeros de Socorro Jurídico. Por tanto, la vez que yo ví a Roque y no me acerqué a él, bien pudo ser la del día de su captura. La versión de Ricardo Aguilar, pareciera quedar desacreditada por la siguiente afirmación que David Hernández hace en “Roque Dalton, un modelo para armar” que aparece publicado en el suplemento Vértice del Diario de Hoy, con fecha 8 de febrero de 2004. En palabras de Hernández: “Según narró Dalton a Roberto Armijo en La Habana años después, tiene la certeza que Ricardo A. lo delató, pues antes de su captura ese septiembre de 1964, Ricardo A. se ausentó de ‘El Paraíso’(famoso bar de San Salvador, donde estuvieron bebiendo el día de la captura) y no lo vió más”. Lo curioso es que Armijo, años después, en su lecho de muerte, le confió a Aguilar los originales de su libro “El Pastor de las Equivocaciones”, para que lo publicara con fondos de la Fundación Salarrué, que Aguilar dirigía. ¿Podría ser creíble que Armijo confiara algo así a una persona sospechosa de haber sido el delator nada menos que de Roque Dalton?
(4) Doña Cecilia Chéry era hermana de Marie Chéry de Espirat y juntas fundaron la École des Jeunes Filles aquí en San Salvador. Trabajó también ahí una tía de mi padre, Antonia Mendoza, que fue una respetada mentora de su tiempo a quien educadores como don Saúl Flores, llamaban “Maestra de Maestras”, por haber desempeñado una labor al parecer muy eficiente, formando docentes en la antigua Escuela Normal España. En la casa que fue de doña Cecilia, vivía una anciana llamada Mercedes García, su antigua ama de llaves a quien legó el usufructo de la vivienda; también dos fieles empleadas y una señora nicaragüense que, nunca supe por qué circunstancias, fue huésped vitalicia de esa casa: cuatro mujeres que me prodigaron buena parte del cariño que durante mucho tiempo yo no había podido recibir de nadie. Conviví con ellas por espacio de cuatro años, hasta que la muerte de la señorita García nos hizo salir de ahí y separarnos. Una vez los sobrinos de doña Cecilia tomaron posesión de la propiedad, nos ofrecieron a cada quien de los que hasta ese día moraríamos en esa casa, llevarnos lo que se nos antojara de los bienes ahí existentes. Yo cargué con tres o cuatro cosas con las que me mudé a un aposento alquilado en el vetusto edificio Ambrogi: un chaisselonge de mimbre; una maleta que me gustaba porque la adornaban muchas de pegatinas con ilustraciones de ciudades europeas, como las que se ven en revistas de entonces; un par de artículos de escritorio con repujados en cobre y pirograbados, hechas años atrás por alumnas de las hermanas Chéry durante las clases de manualidades que impartía don Rafael Lara, abuelo del actual investigador literario Rafael Lara Martínez, quien tuvo oportunidad de apreciar esos tesoros en mi casa actual; también me llevé una estatuilla de Napoleón, en mármol, que me acompañó durante varios años hasta que un sismo la tumbó y fragmentó; ya reparada, fue a parar al escritorio del bachiller Ernesto Ramírez Guatemala, ya conocido en este testimonio. La maleta, en mi nueva residencia, nos sirvió a mi y mis amigos para guardar respetables cantidades de cannabis cultivados por las manos expertas de una de las musas de Ricardo Aguilar Humano; finalmente se fue deteriorando hasta quedar inservible. Los amigos juraban que murió drogada y en cueros pero feliz. En cuanto al chaisselonge, debo confesar que nunca lo usé. Fue la cama del poeta Uriel Valencia durante algunos años, desde la primera noche en que, habiéndome pedido posada por ser muy tarde, decidió repetir la experiencia hasta el día en que me casé y dejé el edificio. El poeta se quedó con el apartamento, el chaisselonge y mi cama, que había sido de mi padre.
(5) En efecto, de acuerdo con la biografía de Roque que aporta el Servicio Informativo Ecuménico y Popular, esos triunfos se dieron en 1956, 1958 (con su largo poema “El nuevo amor de siempre”) y 1959 (con “El hijo pródigo y otros poemas del retorno”). Creo que en el mismo certamen, solo David Escobar Galindo y yo obtuvimos premios el mayor número veces; él, al ganar accesit en 1a rama de poesía, en 1962, 1964 y 1965; y el primer lugar en la misma rama, en 1963 y 1964. En mi caso, los reconocimientos se dieron en 1969, con un accesit en la rama de poesía, por el libro “Palabrotas con dolor”; luego, en 1970, obtuve el primero en poesía con “Los muertos y otras confesiones”, y el segundo en cuento con “El matamoscas y otras ficciones”; en 1971 gané de nuevo el primero en poesía con “Los pájaros”, y el segundo en cuento con “Mitos trágicos y Breves”.
(6) Varios años más tarde me lo mostraría en unas fotografías que nuestro muy querido amigo y compañero de organización Raúl Monzón trajo de Cuba, por la época en que ese otro gran camarada que fue Armando “Gato” Herrera se hallaba al frente de la Editorial Universitaria; los tres, Armando, Raúl y yo, convenimos en utilizar mi ejemplar de la Ventana en el Rostro para hacer una reedición en facsímile y, para acompañar su lanzamiento, un cartel con una de aquellas fotografías de Roque, en donde él aparece sentado ante una mesa agitando una taza de café, entre envases de sodas y con una mirada tremendamente expresiva. Para editar el libro fue necesario desencuadernarlo y, hechas las planchas, reencuadernarlo, sacrificio al que yo accedí complacido de que muchos lectores llegaran a leer esa obra inicial de nuestro poeta, y confiado, además, en que los expertos trabajadores de dicha imprenta sabrían dejarlo como si nunca lo hubiesen desarmado. Para el cartel, además de la fotografía que aportó Monzón, aporté yo la firma de Roque que tiene mi ejemplar puesta también en facsímile; y el poeta, como pie de su foto, aportó una cuarteta de aquellos famosos versos suyos:“Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre…”.
(7) Hubo un primitivo Café Doreña, con mobiliario más moderno, ubicado en el edificio donde tenía su sede la entidad que lo había creado, conocida también como “La Cafetalera”; después abrió sus puertas otra sala del Doreña en el edificio donde, años atrás, estuvo el “Club Internacional”, centro social de la vieja “realeza” criolla, al costado oriente de la catedral; era éste el que visitaban los escritores mencionados al principio de este capítulo.
(8) El título de ese poema es VIDA, PASIÓN Y MUERTE DE UN POETA. Lo escribí unos cuantos días después del asesinato de Roque y se lo mostré a Francisco Díaz Barrera, un catedrático de Letras de la UES, compañero de Luis Melgar y Uriel Valencia. Este amigo me hizo ver que era peligroso publicar un poema que se refería a los asesinos de Roque en términos tan fuertes, y que si los del ERP habían tenido agallas para matar a Dalton, nada les impedía acabar con quien lo defendiera, sobre todo –me hizo ver- si se trataba de alguien que aún no estaba organizado en ningún movimiento revolucionario y que, “para acabar de quemarse” trabajaba en una empresa derechista, como se consideraba a las agencias de publicidad. Yo le hice ver que alguien debía protestar, no solo por un asesinato tan absurdo como ese, sino, sobre todo, por la vil acusación que para justificarlo habían descargado sobre el poeta. Convencido, Francisco me dijo “yo me la juego con vos… Se lo voy a dar a Leonel Menéndez, para que lo publiquen en Abra.” Y así lo hizo. Ningún otro escritor nacional se pronunció en condena de aquel crimen. Posteriormente incluí el poema en mi libro Homenaje Nacional.
(9) Nunca estuve completamente seguro de cuál fue la razón por la que Rafael me había propuesto para hacer aquel viaje, pero pudo deberse a que tanto él como otros miembros del Partido Comunista me habían visto participar allá por 1966 en recitales para alumnos del Instituto Obrero “José Celestino castro”. Posteriormente, su director, Carlos Inocente Gallardo, me ofreció la plaza de profesor de letras y dibujo, que ocupé durante un año. Este colegio había sido establecido por el PC para brindar educación, principalmente a hijos de obreros. Entre mis compañeros de docencia puedo recordar, además de Gallardo, a Carmen Alemán de Vides, Guadalupe Lozano, el doctor Salvador Valencia Robles y Efraín Northalwarton Abullarade, con quien hicimos una buena amistad, de la que disfruté hasta el día en que fue detenido y condenado a prisión por “tenencia de literatura subversiva”, indignante delito empleado por los gobernantes del pasado contra intelectuales y profesionales progresistas. El encargado de la contabilidad del instituto, era José Dimas Alas, quien, como sabemos, acompañó a Salvador Cayetano Carpio en los inicios de las FPL. La dirección de este instituto, a inicios de los años 70, fue confiada al compañero Armando Herrera.
(10) Conocí a Eduardo Sancho en la universidad, donde ambos habíamos dado a conocer nuestra inclinación por la poesía. Yo solía visitarle en su casa y fue él quien me presentó a la pintora Rosa Mena Valenzuela, que era su vecina. A pesar de nuestra amistad, Eduardo siempre prefirió frecuentar a otros escritores, por lo que poco a poco fuimos dejando de vernos. Durante el tiempo en que él ya se había convertido en dirigente revolucionario, volví a verle algunas veces, casi siempre muy cerca de la casa de mi padre, mientras él cumplía alguna misión propia de las actividades de la organización a la que entonces pertenecía. Estoy seguro de que la publicación de mi poema a Roque, al que me he referido antes, despertó en Fermán Cienfuegos (Sancho), Lil Milagro y Mirna López, tres personas que me conocían bien, suficiente confianza para encomendarme llevar a Cuba la documentación sobre la muerte de quien había sido su compañero de armas. Cuatro meses después de mi viaje a Cuba, Lil Milagro de la Esperanza Ramírez Huezo Córdoba es herida y capturada en San Antonio del Monte, Sonsonate. A Mirna no volví a verle nunca más. A Sancho, mientras estuvo en el frente, sólo lo ví una vez en Managua, con motivo de un encuentro que tres miembros directivos del efímero Partido Social Demócrata, tuvimos con los cinco comandantes del FMLN. Curiosamente, no me permitió intercambiar con él más que el saludo.
(11) Nadie, ni sus amigos, ha sabido explicarme de dónde obtuvo el escultor Alberto Ríos Blanco el seudónimo de “Cerritos”, que es como todos le decíamos. Fue compañero de Dagoberto Reyes y bajo la dirección de su maestro Benjamín Saúl, realizaron la escultura que integra la fuente luminosa de la 25 av. norte de la capital. Compartimos con ellos muchos años de compañerismo y mesas de cafetines. Fue durante esa visita que Chamba Juárez y yo tomamos la decisión de incorporarnos al Frente de la Cultura Popular, en el que ya estaban contribuyendo con su trabajo artístico, entre otros trabajadores de la cultura de diversas especialidades artísticas, el compositor Saúl López que musicalizó “Poema de Amor” de Roque, y los hermanos Roberto y Franklin Quezada, quienes integraron el conjunto Yolokamba Itá que, durante el conflicto, llevó a muchos países esa composición que ha devenido himno de nuestra identidad.

***

NOTA. Fotografía-collage: arriba y a la izquierda, Rafael Mendoza Mayora; arriba y a la derecha, Roque Dalton; abajo, el monumento hecho por el pintor, escritor y escultor Armando Solís, dedicado a Roque Dalton, y que está situado en la Universidad Nacional de El Salvador.

***

POEMAS DEDICADOS A ROQUE DALTON POR EL AUTOR

Libro Rafael Mendoza 4

ROQUE DALTON GARCÍA

Siempre quise ponerme el mejor traje,

“el de reir y llorar” como decimos

aquí, los marginados,

para ir a tu despensa de bellezas.

Siempre quise darte algo.

Y, mira:

¡qué inútiles mis manos!

Solo te traen un poema.

Eso que tú has tirado en todas partes…

(De TESTIMONIO DE VOCES. 1971)

***

Libro Rafael Mendoza 11

VIDA, PASIÓN Y MUERTE DE UN POETA

“Cuando sepas que he muerto
no pronuncies mi nombre”…

Érase un individuo que tenía

una nariz muy especial,

una nariz con gran capacidad para olfatear

malos agüeros y chacales,

muy perspicaz para entenderse con su lengua

y con los grandes Lenguas no académicos.

nadie esperaba que el sujeto apareciera aquí,

precisamente aquí,

más abajo del trigal,

cerca de las Honduras del refrán,

donde bate la mar ddel sur a las sirenas

más peligrosas del mundo.

lo cirto es que al brotar esa nariz

la gente se asustó y salió gritando

que aquello era un castigo del señor

por la matanza de campesinos ocurrida un año antes.

Entonces,

los versos de Vallejo rodearon al aparecido,

los vió él, triste, emocionado;

incorporose rápidamente,

echose a andar y dijo:

“Arrodillémonos para llorar

a los muertos recónditos.

A los inadvertidos hagamos justicia.”

Eso fue suficiente para echarse encima

la antipatía de los militares,

pero tratando de ser condescendiente con el sistema,

el muchacho aceptó ir al colegio

y de ahí pasó a la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias

Sociales de la Universidad nacional,

en cuyo paraninfo pronunció su más célebre discurso:

“Pobre de mí, pobre de mí que soy marxista

y me como las uñas,

que amo los suaves garfios de la arena,

las palabras del mar

y la simplicidad de las gaviotas,

a quien todos exigen estos días

que se acueste desnudo con las tarifas aduanales

y así jure ante el viento que el juez

es superior al asesino…”

Aquello, para el gobierno, fue el colmo

y ordenó la inmediata captura

de aquel habitante de otras galaxias que así

probó por vez primera la amargura de estar preso

con La Ventana en el Rostro. Mas el tipo

siempre llevaba consigo un cigarro escondido

y una noche dispuso hacer la prueba

de invocar a la Libertad con la siguiente salmodia:

“Yo te conjuro cigarro puro padre

de tus volubles hijos de humo.

En el nombre de satanás, lucifer y luzbel

y por la virtud que tú tienes

haz que ella sienta amor por mí,

desesperado amor por mí.”

La Libertad acudió a salvarlo

y le dijo que él no había nacido para ser un fiel

de balanzas forenses ni cosa parecida

y que mejor se marchara con su música a otros mundos;

después le entregó los códices secretos de Brujo Cunjama,

le hizo el encanto de que le salieran alas,

le dio el soplo reservado a los nahuales

y le dijo que de ahí en adelante

se las arreglara solo.

Nomasito dio vuelta por Ayagüalo camino´ell puerto

comenzaron a surgir leyendas de que él

había hecho pacto con el Cadejo

y los aprendices de poesía se atrevieron a salir del soneto

con sus largas listas de chabacanadas,

tratando de seducir a la Rosa de los Vientos

para que les revelara el misterio de las alas

y el paradero de “el Narizón”,

quien desde su retiro les enviaba de vez en cuando

un pajarito con la sabia recomendación

de que no se alagartaran y que para todos

da diós, contimás locura.

Entre tanto, nuestro amigo aprovechaba el tiempo

restaurando testimonios encontrados en los caminos

que conducen a Roma la Nueva, en compañía

de otros olfateadores de su especie,

entre ellos Pedro Páramo, Bola de Nieva,

la Mulata viuda de Tal, Pachito, el Ché,

la Maga, Sandino, la Cándida Aridnere,

la Iris Mateluna, Fantomas y el Negro

que hizo esperar a los ángeles.

Nada menos en esa isla donde los descendientes

del Caimán Barbudo tienen su famosa Casaa,

ayudó a coordinar el regreso de Mambrú

y el triunfo definitivo de la Mama Grande.

Al Pulgarcito no le iba muy bien que digamos,

pero al menos tenía un porta representándolo eficientemente

y diciéndole al mundo que aquí

“todos somos abnegados y fieles

al prestigio del bélico ardor”.

Y fue por ese ardor que al Narizón se le ocurrió

volver al “apretacanuto” cuscatleco,

lo que quedó confirmado el día en que los diarios

sacaron la noticia de que él (“no pronuncies mi nombre”)

había sido ajusticiado por un grupo de ñatos

que lo acusaban de traidor.

Después nada se supo. Digo nada

de la supuesta traición, ni del cadáver.

Bástenos recordar que el hombre poseía

una nariz tan envidiable que, claro,

nunca le iban a perdonar su experiencia

en dar saltos de envergadura y no brinquitos.

En fin,

como él mismo hubiera dicho al ser condenado:

cada revolución tiene cabrones

que no se la merecen.

A lo mejor ya se esperaba el desenlace.

Gran profeta que fue.

se adelantó a la vil sentencia

cuando le tocó El Turno del Ofendido:

“Digo

que con una pequeña sonrisa y el viejo traje limpio

aceptaré todas las muertes que me correspondan…

…Y de nuevo podéis decirme el hermano pobre

el destrozado camarada pobre

agradeciendo como un perro si pan de cada noche.”

Lo demás sí lo sabemos:

que los poetas comprometidos tienen más enemigos

que los poetas y que los comprometidos,

sobre todo cuando tienen una buena nariz,

de esas que saben apuntar al blanco,

razón lo suficientemente clara

como para entender por qué muchos colegas

no dijeron ni pío al enterarse

de la muerte de este “pueta” que adoraba

las conchas frescas con cerveza,

también a una gaviota llamada Lisa

y a la famosa enanita del circo que a diario

esperaba verlo salir de la tienda “La Royal”

y ahora se ha quedado sin él

sudando amor amor amor.

(Revista ABRA. 1976 y en HOMENAJE NACIONAL. 1986)

***

Revistas Casa de las Américas

CIMAS A ROQUE DALTON

I

Roque de roca, trovero

telúrico, roquecido,

entre versos, gran jodido,

jugás al esconde-lero.

¡Ay, Roque, guanaco entero

de los pies a la razón,

me está doliendo en el son

de esta décima atrevida,

todo el dolor que la vida

te clavó en el corazón!

II

Roque: he sabido que tú

fuiste brujo de la rama

secreta del Gran Cunjama,

el que burló a Belcebú;

y que también Babalú

Ayé te dio su poder;

por eso no puedo creer

que has muerto. No cabe duda:

te olvidaste de la ruda

en la emoción de volver.

III

Desenrocándote, hermano,

en la luz de otras materias,

se nutren hoy tus arterias

como profético grano.

Tal vez le darás la mano

en tal fructificación

a la oruga y al carbón

que llegará a ser diamante;

si es así, pues… ¡adelante

con tan clandestina acción!

IV

En la montaña roqueña

que levantó tu poesía,

la noche, su minería

ejecuta, peña a peña.

En esa labor se adueña,

ella, de cada cristal

que aparece en su huacal

al escarbar bajo el verso

y lo agrega al universo

que guarda en su delantal.

(Revista Casa de las Américas, Nº 227. Cuba. Abril-Junio, 2002)

***

rafael-mendoza-mayora-img_2007

A UN GRAN FANTASMA INDÓCIL

Esta es la cuarta vez, mi querido poeta,

que yo le escribo algo.

En la primera di testimonio de su voz

y usted estaba todavía en este mundo.

Eso fue el mismo año en que usted se vio inflamado

por el que fue quizá su amor más subversivo

aquel que le hizo bailar un tango

cantado por Pablito Milanés,

y ya con la ayuda del ron

hasta echarse una ranchera. ¿Se acuerda?

Fue el corrido de El Hijo Desobediente

Un Domingo estando herrando
Se encontraron dos mancebos
Echando mano a sus fierros
Como queriendo pelear…).

¡Ah tiempo suyo aquél vivido en La Habana

recibiendo los laureles por Taberna

y compartiendo el parnaso tropical con otros grandes!

Pero antes de meterme en anécdotas,

déjeme decirle que mis otros dos homenajes.

se los dediqué cuando usted ya se había convertido

en el fantasma que con los años seguiría

deambulando por la habitación de Isidora

su amor de entonces. Según ella cuenta

en la famosa Carta que le envió a la eternidad

usted se le aparece a los pies de la cama

y le clava esa mirada fija que, todavía

a sus ochenta y seis años, suele provocarle

una leve comezón, un ardor en la piel.

Es para entender por qué, sobre esa epístola,

Mónica Ríos, otra chilena metida en textos,

se pregunta si es más o menos incorrecto

que un materialista dialéctico, como usted,

se aparezca en espíritu. “¡Vade retro!…

¡La negación de la negación! responderán

quienes le envidian a usted vida, pasión y suerte

con los lances del corazón, menos su muerte

por la que todavía no responden los asesinos.

Sí, se ha convertido usted en un fantasma indócil

que se quedó con la costumbre de visitar

la cocina donde le preparaba el café aquella musa

con la que recorrió las calles de La Habana

que llevan al mar y que ahora he sacado yo

de su Pérgola de Flores, sin ella saberlo;

de seguro al verlo ahí sentado sorbiendo el amargo,

ella le hará la misma pregunta de antes:

¿Qué le parece, maestro,

si nos vemos más seguido? Y usted,

con el humor de siempre le responderá sonriendo

con su acostumbrado Si, cómo no, maestra.

Después se despedirá, se marchará

y Benedetti saldrá de algún libro

dispuesto a acompañarle en su viaje de regreso

a aquellos otros lugares donde el amor

sigue entendiéndose con fantasmas que saben

salvar a la humanidad con la palabra.
San Salvador. 14 de mayo de 2014

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