El sentido de la vida en el socialismo

EL SENTIDO DE LA VIDA EN EL SOCIALISMO
Jorge Asís

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Fragmento
LA VISIÓN DEL FUTURO

Acababa de ubicarse, en el sitial asignado a los observadores. Tenía los folletos, primorosamente impresos, en la mano. Rodolfo Zalim, el observador, se disponía a leerlos, cuando de repente, en la plenitud de su primera mirada panorámica, reconoció a su amigo, el novelista urbano Nikita Bekashikov.

Constataba que Nikita —quién iba a decirlo— era uno de los panelistas del Gran Coloquio de Intelectuales Europeos del Este y del Oeste. Un seminario que se celebraba en la sala de actos del Banco Mundial, sede de la Avenida Iena.

Hacía alrededor de ocho años que Zalim no lo veía a Bekashikov. Desde su penúltimo viaje a Moscú, entre octubre y noviembre de 1984, cuando aún mantenía ciertas intenciones de entender las claves secretas del socialismo real. Todavía existía la gloriosa Unión Soviética, a la cabeza indudable de la esperanza de los pueblos oprimidos de la tierra. Nostalgias indefendibles del engendro artificial infortunadamente trunco, un imperio virtual que había extendido su fantástico predominio durante poco más de siete décadas que vertebraron el siglo más terrible. Nostalgias tangueras de la vieja URSS, la abuelita del socialismo a la que Zalim, cuando era bolche y muy joven, en la distante Buenos Aires construida por la memoria, denominaba, con su feroz ironía, la Madre Patria.

Téngase en cuenta que Zalim era algo más grave que un comunista. Era —mucho peor— un ex comunista. Y en París, al evocar sus antiguas posiciones maniqueas que reivindicaban el compromiso con la acción de las masas, se ponía un tanto melancólico. Como al escuchar los sones vibrantes de La Internacional, en oportunidades Zalim se emocionaba, hasta la admisible tristeza que atenuaba sospechosamente su cinismo protector. Sentía que creer en algo, así se tratara de una utopía torpe, resultaba francamente formidable. Igual que retener remotas esperanzas en un mundo igualitario, sin explotadores y esas cosas. Un mundo —digamos— mejor. Extrañaba, como había escrito, la visión de un futuro idealizado.
EL SENTIDO DE LA VIDA

Lo relevante, acaso lo increíble, era que Rodolfo Zalim, ex comunista convertido en aliado o compañero de ruta, se había atrevido a viajar especialmente a la URSS. Tenía el propósito de escribir un gran ensayo, que pensaba titular El sentido de la vida en el socialismo.

Y aquella noche de noviembre de 1984, previa a su partida definitiva de Moscú, en el departamento poco original de Igor Yegorov, ellos, los tres rusos, se reían impiadosamente del estudioso argentino. Se le burlaban a cara descubierta. Bebían vodka en cantidad desmesurada y se le reían, en primer lugar, de la diarrea espantosa que el extraño escritor visitante había contraído en la Siberia. Una diarrea agresiva, cagadera inagotable que arrastraba, con sus respectivos cólicos intestinales, desde Erevan, la capital de la Armenia aún dependiente. A su pedido, los gentiles anfitriones soviéticos lo habían trasladado hacia Erevan, para que el investigador conociera la verdadera realidad de las repúblicas del interior. Y cómo armonizaba el sentimiento nacional con los consolidados espíritus revolucionarios. ¡Cómo los rusos no se le iban a reír! En segundo lugar, se reían porque durante veinticuatro días Zalim había convivido con la vieja Ela Petroskavana, que tenía casi la edad de la Revolución que conmovió en diez días al mundo.

Ela era una intérprete eficiente e inmemorial, que treinta años atrás, según contaban con mala fe, había sido bellísima, pero con una pronunciada tendencia a ponerse algo mimosa o bastante querendona. Habían intentado seducirla, con suerte relativa, una legión apreciable de intelectuales y políticos latinoamericanos comprometidos con la causa del porvenir igualitario sin explotadores ni explotados.

La tía Ela había sido de corazón vulnerable solamente para Fernando Conigliaro, un ardiente y complicado novelista chileno que aún respira en la Patagonia. Un eterno aliado del Partido Comunista de Chile, amigo personal del legendario Condorito Corbalán, sobre todo de Volodia Teitelboim. Era un envidioso permanente de la gloria coyuntural del consagrado Pablo Neruda. Porque Conigliaro aspiraba a consolidarse en la estética más alta y difícil, el insaciable pretendía ser el más grande poeta de Chile, superador simultáneo de Neruda, Tellier y Huidobro. Pero no bastaba con el tesón, la disciplina ni la voluntad. El pobrecito Conigliaro componía espantosos e imprudentes versos de amor para Ela, su codiciada flor soviética, su luchadora mujer de mármol y de sangre. Sus desbordes con la rima y el soneto serían publicados en El Siglo, en los días turbulentos de la Unidad Popular que desembocarían en la prosa efectiva del general Pinochet.

Zalim conocía al dedillo la historia del romance con el chileno torrencial porque se la había contado la propia tía Ela. Fue durante una cena demorada, en el Gran Hotel de Leningrado, junto a los ventanales que daban a las ondulaciones persistentes del río Neva. La vieja rusa se ponía muy sensible y lagrimeaba al contar los detalles de aquella escapada fugaz hacia la dacha de su hermana, en las afueras de Moscú, el miércoles por la tarde de un invierno habitualmente inolvidable. En la casa de campo, una construcción oculta entre los árboles y que parecía una cabaña, no había agua, habían cortado la luz y faltaba el gas. Pero resultó útil para que Conigliaro canalizara tanta poética desesperación carnal y emitiera su sustancial semen congelado entre las piernas de una soviética apasionada.
PROFANACIONES

Ela Petroskavana conservaba una persistente sensibilidad, una emoción inalterable que la incitaba a llorar por cualquier confesión sentimental. Por el recuerdo del complejo Conigliaro o por cualquier despedida ordinaria.

Zalim había aprendido a estimar a la vieja Ela. Igualmente debía soportar, con cierto estoicismo, la profanación de las burlas que desfilaban en el departamento de Igor, interrumpidas por sus continuos ingresos al pequeño baño.

El argentino era acusado por los tres rusos festivos y difamadores de pretender abusar sexualmente de la vieja Ela. Aunque la histórica traductora bordeara la frontera sin regreso de los setenta y tres años. Imaginaban la ceremonia de la supuesta violación, graficaba Nikita de pie la escena de la penetración, entre los vasos de vodka que se llenaban copiosamente y provocaban que las carcajadas fueran, a cada trago, más estentóreas y estremecedoras. Los tres rusos infames lo acusaban de haberle hecho fervientemente el amor, como si se tratara de un deber militante, por adelante y por detrás, después de tantas dilatadas noches de monótono socialismo real. Se burlaban diciéndole que, estimulado por los relatos ardientes de su amor por Conigliaro, el argentino se había encargado de penetrarla con retroactividad, en virtud de su pasado revolucionario y en honor de la belleza perdida como la fe. Sostenía el futuro panelista, Nikita Bekashikov, que en una de las cinco noches interminables de Novosibirsk, la capital de la Siberia, el novelista Rodolfo Zalim —según su información incuestionable, basada en reportes secretos de la KGB— había forzado la resistencia valiente, y los principios firmes de la ejemplar traductora, revolucionaria y soviética. Y de manera indecorosa —continuaba Igor Yegorov—, el distinguido visitante argentino había colocado su miembro en la boca de la intérprete, que carecía de dientes. Agregaba entonces García Turulenko que, después del paso del meticuloso estudioso Rodolfo Zalim con la Ela Petroskavana, Novosibirsk pasaba a convertirse, en adelante, en la capital de la disipación y la perversión del pecado. Por último los tres rusos también se reían hasta el hartazgo, y con cierta razón, de la soberbia y petulante pretensión de Zalim de encontrarle un sentido a la vida en el socialismo. Tal extravagante desvergüenza del visitante era lo que más gracia les provocaba. Al imaginar el posible ensayo no podían detener, siquiera por un instante, la intensidad de las carcajadas.
TRES SOVIÉTICOS

Los tres malditos rusos eran oficialmente soviéticos.

Igor Yegorov, el dueño de casa, era un extravertido periodista gordinflón y descreído, que se ocupaba de analizar los temas económicos, en el diario Pravda.

El otro ruso era también español. Nicolás García Turulenko había nacido en Moscú, su madre había sido una rusa campesina y stalinista que se llamaba Olga, y su padre, don Fermín, un combatiente republicano que procedía de La Coruña. El miliciano Fermín García había llegado a Mos …

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