[Este texto corresponde a la intervención del autor en la Universidad de verano del NPA en el debate: “1954-2024: 70 años después, ¿qué equilibrios de poder mundiales? Resistencia popular y solidaridad internacional frente al imperialismo, el colonialismo y la guerra”.]
Mi interpretación de la situación actual se basa en la hipótesis de que el mundo está cambiando bajo la doble presión de la dinámica económica y las rivalidades geopolíticas, cuyas interacciones varían según las circunstancias históricas.
Aunar estas dos dimensiones y tenerlas presentes en el análisis resulta difícil por dos razones. Por un lado, la hiperespecialización disciplinar de la investigación académica conduce a la compartimentación del pensamiento y al desconocimiento de otros trabajos sobre temas similares. En segundo lugar, existe lo que podría denominarse una cierta tendencia marxista que ha privilegiado las dimensiones económicas alegando que constituyen la infraestructura de toda sociedad.
Sin embargo, Marx estaba tan interesado en la superestructura y en el rol de los seres humanos en el curso de la historia como en la infraestructura. El 18 Brumario de Luis Napoleón Bonaparte es un buen ejemplo de su interés por estas cuestiones. Y les recuerdo que El Capital no es una obra económica, sino una crítica de la economía política.
Sin embargo, existe un marco analítico que nos permite analizar estas interacciones entre dinámicas económicas y rivalidades geopolíticas y militares: es el que propusieron hace más de un siglo los análisis marxistas del imperialismo.
Para comprender la situación actual, y en particular la multipolaridad capitalista jerárquica, disponemos al menos de dos puntos de apoyo teóricos.
En primer lugar, la definición dada por Lenin en El imperialismo, fase suprema del capitalismo: “Si fuera necesario dar un definición lo más breve posible del imperialismo, debería decirse que el imperialismo es la fase monopolista del capitalismo”. Esta definición abarcaría todo lo esencial, ya que, por una parte, el capital financiero es el resultado de la fusión del capital de algunos grandes bancos monopolistas con el capital de grupos monopolistas industriales y, por otra parte, el reparto del mundo es el paso de la política colonial, que se extiende sin trabas a regiones aún no apropiadas por ninguna potencia capitalista, a la política colonial de posesión monopolizada de los territorios de un planeta totalmente compartido.
El capital monopolista financiero y el reparto del mundo están estrechamente ligados, y ésta es la singularidad del imperialismo. Es cierto que, a menudo, los análisis marxistas han tenido dificultades para vincular ambas cosas. Sin embargo, el capitalismo camina sobre dos pies: es un régimen de acumulación con un componente predominantemente financiera, como ya detectó François Chesnais en los años noventa, pero, sobre todo, es un régimen de dominación social, cuya defensa –y a veces su supervivencia– esta garantizada por las fuerzas del orden en el plano interno y el Ejército en el exterior. Estos son los mensajes de La mondialisation armée, libro que publiqué unos meses antes del 11 de septiembre de 2001, y también de Un monde en guerres, publicado en marzo de este año.
Otra herramienta analítica para analizar el imperialismo contemporáneo es la hipótesis del desarrollo desigual y combinado de Trotsky. Para mí, esta hipótesis forma parte integral del análisis del imperialismo, aunque para muchos marxólogos su nombre sea a menudo ignorado como teórico del imperialismo junto a Bujarin, Hilferding, Luxemburg y algunos otros.
Trotsky basó su análisis en la existencia de un espacio mundial que constriñe a las naciones y les impide pasar por las mismas etapas de desarrollo que los países avanzados. Esto era lo contrario del enfoque etapista de Stalin. Este concepto de etapas sucesivas también se encuentra en las recomendaciones del Banco Mundial, que considera que los países del Sur deben seguir las etapas de desarrollo seguidas por los países del Centro. Para el Banco Mundial, deben aplicarse las normas de buen gobierno y el programa económico de los países desarrollados.
En la Historia de la Revolución Rusa Trotsky nos recuerda que
Azotado por el látigo de las necesidades materiales, los países atrasados se ven obligados a avanzar a saltos. De esta ley universal del desarrollo desigual se deriva otra que, a falta de un nombre más adecuado, calificaremos la ley del desarrollo combinado, aludiendo a la aproximación de las distintas etapas del camino y a la combinación de distintas fases, a la amalgama de formas arcaicas y modernas.
Y continúa diciendo de la Rusia zarista que “no repite la evolución de los países avanzados, sino que se incorpora a estos, adaptando a su atraso propias las conquistas más modernas”. En mi opinión, esta característica de la Rusia zarista de hace un siglo es plenamente aplicable a la China contemporánea, aunque en un contexto diferente.
La hipótesis del desarrollo desigual y combinado es una hipótesis que examina los cambios y las mutaciones, es decir, examina la transformación del capitalismo. Nos invita a no adoptar una visión estática de los criterios utilizados por Lenin para definir el imperialismo –ninguno de los cuales está obsoleto–, sino a tener en cuenta el rostro cambiante del imperialismo. Hoy en día, el imperialismo sigue siendo una estructura de dominación mundial y sigue definiendo el comportamiento específico y diferenciado de algunas grandes potencias.
Es un hecho innegable que desde la Segunda Guerra Mundial se han producido muchos cambios en la fisonomía del imperialismo, en particular la construcción de la hegemonía estadounidense. Estos cambios llevaron a algunos marxistas a anunciar la obsolescencia del imperialismo, basándose en particular en el fin de las guerras intercapitalistas. En las últimas décadas, los procesos de globalización también han dado lugar a afirmaciones de que el imperialismo ha sido superado por la aparición de una clase capitalista transnacional, o incluso de un Estado transnacional.
La coyuntura histórica actual contradice estos análisis y subraya el hecho de que, en el marco del imperialismo contemporáneo, las relaciones sociales capitalistas siguen estando políticamente construidas y territorialmente circunscritas.
La concordancia de temporalidades: el momento 2008
Cabe destacar tres puntos:
a) Desde finales de la década de 2000, el mundo se caracteriza por una convergencia de crisis. Utilizo el término crisis a falta de otro mejor, porque cada una de ellas tiene su propia temporalidad, determinada por su especificidad económica, geopolítica, social y medioambiental. Sin embargo, el hecho de que confluyeran a finales de la década de 2000 confirma que el capitalismo se enfrenta a un trastorno existencial, a una crisis multidimensional. Entre ellas
la crisis financiera de 2008, que se convirtió en una “larga depresión” (Michael Roberts) .
la emergencia de China como rival sistémico de Estados Unidos (en el lenguaje de los documentos estratégicos estadounidenses). Esta es otra forma de ver el declive de la hegemonía estadounidense;
la espiral de destrucción medioambiental producida por el modo de producción y consumo capitalista;
la resistencia social que se ha extendido por todo el planeta desde la revolución tunecina de 2011, clamando por “Trabajo, pan, libertad y dignidad”.
Los esfuerzos de las clases dominantes para superar estas crisis sólo pueden acelerar la marcha hacia la catástrofe y la barbarie.
b) Una característica importante de este momento de 2008 es que restablece una estrecha proximidad entre la competencia económica y las rivalidades político-militares. Como he mencionado anteriormente, esta proximidad ya era una característica de la situación anterior a 1914.
c) El momento de 2008 abre un espacio de rivalidad mundial más amplio que la confrontación Este-Oeste de la época de la Guerra Fría, y no el de un mundo Occidental enfrentado al Sur Global. Mi marco de análisis es el de una multipolaridad capitalista jerárquica y, por tanto, de rivalidades interimperialistas. Estas rivalidades parecen nuevas tras el periodo transitorio de abrumadora dominación estadounidense que siguió a la Segunda Guerra Mundial, pero fueron una característica importante de la era anterior a 1914.
Sin embargo, en el espacio de un siglo, el mundo se ha vuelto mucho más denso. Como consecuencia, las rivalidades son más abiertas, con un mayor número de países que aspiran a desempeñar un papel en una economía global marcada por la formación de bloques regionales. Las rivalidades también adoptan formas más diversas que antes de 1914. Establecen un continuo entre la competencia económica y la confrontación militar, incluyendo lo que algunos expertos denominan guerras híbridas (ciberguerra, desinformación y vigilancia, etc.).
Sin embargo, quiero señalar que aunque la jerarquía y el estatus de los imperialismos eran más limitados, estos temas ya se discutían antes de 1914. Es interesante recordar la caracterización que hizo Trotsky de la Rusia zarista en su Historia de la Revolución Rusa. Escribió:
La beligerancia de Rusia venía a ocupar un lugar intermedio entre la de Francia y la de China. Rusia pagaba en esta moneda el derecho a estar aliada con los países progresivos, importar sus capitales y abonar intereses por los mismos; es decir, pagaba, en el fondo, el derecho a ser una colonia privilegiada de sus aliados, al propio tiempo que a ejercer su presión sobre Turquía, Persia, Galitzia, países más débiles y atrasados que ella, y a saquearlos. En el fondo, el imperialismo de la burguesía rusa, con su doble faz, no era más que un agente mediador de otras potencias mundiales más poderosas.
Evidentemente, este estatus ambiguo de Rusia no impidió a los marxistas situar a Rusia del lado de los países imperialistas. Esta flexibilidad de análisis y la toma en consideración de factores multidimensionales -económicos, políticos y militares- permiten dar cuenta de la diversidad y la jerarquía que caracterizan la multipolaridad capitalista.
Por ejemplo, siguiendo los trabajos del sociólogo brasileño Ruy Mauro Marini, algunos marxistas utilizan hoy el término subimperialismo para designar una lista más o menos larga de países (Sudáfrica, Brasil, India, Irán, Israel, Pakistán, Turquía, etc.) que se encuentran en una posición intermedia.
Desde cierto punto de vista, la multipolaridad capitalista es la norma histórica. Es jerárquica, y los imperialismos dominantes, en declive o emergentes, se disputan una porción del pastel mundial (la masa de valor creada por el trabajo), que no sólo ya no crece lo suficiente, sino que exige una gigantesca degradación del medio ambiente para poder producirse. La aspiración de los países emergentes a alcanzar el estatus de potencia regional o mundial está ampliando el ámbito de las rivalidades económicas y militares.
Estos países emergentes no son antiimperialistas; al contrario, intentan hacerse un lugar dentro del imperialismo contemporáneo. Los gobiernos de estos países desarrollan a menudo una retórica antioccidental que se equipara falsamente con el antiimperialismo.
Es evidente que el movimiento social debe aprovechar las rivalidades y contradicciones interimperialistas. Sin embargo, en nombre de la multipolaridad antioccidental, esto nunca debe llevar a apoyar a los gobiernos de países como Rusia, Irán o India, y dar así la impresión de que podrían abrir perspectivas emancipadoras para los pueblos víctimas de la explotación capitalista, cuando reprimen duramente a su propio pueblo.
China y Estados Unidos: un choque de imperialismos
En mi opinión, son estas transformaciones del espacio mundial las que justifican el término choque de imperialismos entre China y Estados Unidos.
Debemos examinar brevemente cómo ha evolucionado su relación, porque confirma que la interdependencia entre países rivales ha aumentado considerablemente. Antes de 1914, la interdependencia servía para justificar las tesis liberales que veían en el comercio internacional un factor de paz. La interdependencia también fue utilizada por Kautsky para anunciar la aparición de un ultraimperialismo que pondría fin a las guerras.
Está claro que es importante no cometer los mismos errores de apreciación y no limitarse a observar la creciente interdependencia de las naciones, sino considerar el entorno económico y geopolítico en la que se desarrolla.
En las décadas de 1990 y 2000 (hasta 2008), la interdependencia entre Estados Unidos y China era un juego en el que todos ganaban para las clases capitalistas. China proporcionaba nuevos territorios al capital occidental, que entonces sufría una sobreacumulación como consecuencia de la crisis de los años setenta y ochenta. Esta crisis de sobreacumulación, que reflejaba una caída de la rentabilidad del capital, no había sido superada en los países centrales. En cambio, había sacudido a los países emergentes, víctimas repetidas de crisis financieras: México en 1983, Asia, Rusia y Brasil en 1997-1998 y Argentina en 2000.
Sin embargo –confirmando la hipótesis del desarrollo desigual y combinado – China no sólo ha seguido siendo un territorio de acogida para la acumulación de capital occidental y asiático, sino que se ha convertido en una potencia económica y militar que desafía el dominio estadounidense.
La irrupción de China en el mercado mundial ha proporcionado así una solución temporal a los males estructurales que aquejan al capitalismo. Sin embargo, la intensificación de la competencia económica en un contexto de bajo crecimiento económico ha transformado rápidamente el mercado mundial en el “espacio de todas las contradicciones”, como decía Marx.
A la inversa, al convertirse en el taller del mundo, la economía china ha trasladado a su propio territorio las contradicciones de la economía mundial que surgen cuando el capitalismo alcanza sus límites. La industria china lleva años acumulando capital en exceso.
La crisis se desencadenó primero en la construcción inmobiliaria, pero según los análisis de los economistas, esta sobreacumulación afecta ahora a decenas de sectores tradicionales relacionados con la construcción (acero, cemento, etc.), e incluso a sectores industriales emergentes. Es el caso de los paneles solares, donde China ha conquistado un virtual monopolio mundial, y, más fundamental aún, del sector de las baterías para vehículos eléctricos.
Así que no es de extrañar que este sector sea uno de los que experimentan mayores tensiones comerciales entre China, Estados Unidos y la Unión Europea (es decir, principalmente la industria alemana).
La interdependencia económica tiene, pues, efectos contradictorios. “El crecimiento económico de China no debe ser incompatible con el liderazgo económico estadounidense”, declaró la Secretaria de Estado del Tesoro, y propuso deslocalizar las actividades de los grandes grupos estadounidenses presentes en China hacia “países amigos” (nearshoring).
Escuchemos la respuesta del Director General de RTX (antes Raytheon), diseñador del sistema de defensa antimisiles estadounidense e israelí y segundo grupo militar mundial: “Es imposible salir de China porque tenemos cientos de subcontratistas esenciales para nuestra producción”. Esto dice mucho del grado de interdependencia creado por las cadenas de producción mundiales de los grandes grupos, incluidos los del ámbito militar.
Otro ejemplo de interdependencia: el Gobierno chino participa ahora en la elaboración de normas reguladoras para los mercados financieros, introducidas a raíz de la crisis de 2008 y destinadas a prevenir la aparición de nuevas crisis financieras. El Secretario de Finanzas Internacionales de EE UU acogió con gran satisfacción la excelente relación entre el Tesoro estadounidense y “nuestros homólogos chinos del Banco Central de la República Popular China como copresidentes del grupo de trabajo del G20 sobre el desarrollo de las finanzas sostenibles”.
Este llamamiento de Estados Unidos a China significa que para las clases dominantes estadounidenses, preservar la estabilidad y, por tanto, la prosperidad del capital financiero no debe verse comprometido por las rivalidades comerciales. Se trata, sin embargo, de un equilibrio delicado.
China, un imperialismo emergente
China es, de hecho, un imperialismo emergente, porque, al igual que los países capitalistas anteriores a 1914, combina un fuerte desarrollo económico con capacidades militares de primer orden.
Por supuesto, sería absurdo comparar el papel del Ejército en la expansión económica mundial de China con el de Estados Unidos, y sólo pueden hacerlo quienes aplican el concepto de imperialismo únicamente al modelo estadounidense. Por el contrario, al emerger como país imperialista rival de Estados Unidos, China se ve obligada, casi automáticamente, a desarrollar una política exterior expansiva, como confirma su inserción diplomática en la guerra que libra Israel. China ya tiene una fuerte presencia en Oriente Próximo, donde está desarrollando relaciones tanto con Irán como con las monarquías petroleras (e Israel), aliadas de Estados Unidos.
La iniciativa de la Ruta de la Seda (BRI, por sus siglas en inglés) que impulsa China es una construcción tentacular de infraestructuras físicas y digitales. Recuerda a la expansión de los ferrocarriles antes de 1914 –infraestructura esencial de la época– en los países dominados, cuyo papel tanto económico (rentabilizar el exceso de capital en los países europeos) como geopolítico (¡el papel del tren Berlín-Bagdad en la alianza entre Alemania y el Imperio Otomano!) fue largamente analizado por Lenin, Rosa Luxemburg y otros.
Israel, el pirómano defensor del bloque transatlántico
La guerra de Israel se ajusta plenamente al marco analítico del imperialismo: es un proyecto neocolonial. Veamos las cifras: 40.000 muertos en Gaza equivalen, en proporción a la población palestina, a más de la mitad de los muertos que causó en Francia la guerra de 1914-1918. Sin embargo, hay una diferencia esencial: la mayoría de las víctimas eran soldados, mientras que en Gaza el 60-70% de las personas muertas son mujeres y niños.
“Nuestros enemigos comunes en todo el mundo nos observan y saben que una victoria israelí es una victoria del mundo libre liderado por Estados Unidos”, declaró el ministro de Defensa de Israel al día siguiente del 7 de octubre de 2024. Confirmaba así que su país es un pilar importante del bloque transatlántico. Sin embargo, el modo en que el gobierno de Netanyahu se comporta frente a la administración Biden confirma también que la multipolaridad capitalista contemporánea está más diversificada que antes de 1914.
Desde el punto de vista del análisis de la estructura imperialista actual y de su jerarquía, es innegable que el gobierno israelí se vería obligado a detener la guerra en cuanto Estados Unidos pusiera fin a su entrega de armas. En este sentido, la imagen de Israel como vasallo de Estados Unidos sigue siendo sin duda acertada. Sin embargo, el deterioro de la posición de Estados Unidos en el orden mundial, el auge del militarismo israelí, en gran medida vinculado a las fracciones dominantes del establishment estadounidense y a su complejo militar-industrial, y, por último, el caos global que sustenta las relaciones internacionales contemporáneas, permiten al vasallo jugar su propio juego sin que éste se corresponda con los imperativos inmediatos de las clases dominantes estadounidenses.
La política de tierra quemada aplicada por los gobiernos israelíes ya no es sólo una imagen, como demuestra el deseo de Israel de arrasar Gaza (es decir, de arrasar el territorio) y de pulverizar físicamente al pueblo palestino. Se basa en procesos asesinos –genocidas– que ni Estados Unidos ni la Unión Europea, que es al menos tan culpable de apoyar la guerra de Israel como Estados Unidos, quieren detener, incluso cuando Israel prepara la siguiente fase de su ataque contra Irán. Para los dirigentes de Estados Unidos y de la UE, el apoyo incondicional a Israel es el precio que hay que pagar por defender los intereses materiales y los valores del mundo occidental.
Sin embargo, todos los dirigentes occidentales saben que esta guerra está llevando a la región –y posiblemente a otras regiones– al borde del colapso. También saben que está acelerando la desintegración del orden internacional basado en normas, por utilizar el eslogan que ha servido de sustento político e ideológico a la dominación del bloque transatlántico desde la Segunda Guerra Mundial.
Este es el dilema al que se enfrenta Occidente. Tienen que apoyar la conducta del gobierno israelí en un momento en que la política de Netanyahu está precipitando el fin de este orden internacional liberal y anuncia nuevas áreas de conflicto entre el bloque transatlántico y muchos países.
El horizonte Indopacífico de Francia
Anunciado en 2013 bajo la presidencia de François Hollande, el horizonte Indopacífico ha ocupado un lugar ascendente en la estrategia militar-diplomática de Francia desde la elección de Emmanuel Macron en 2017. Sin duda, el interés de Macron por esta región se vio sin duda estimulado por el hecho de que, nada más ser elegido, había sido informado por el Estado Mayor del desastre que se avecinaba en las guerras libradas por el Ejército francés en el Sahel. La estrategia Indopacífica planteada por Macron es, por tanto, el resultado de la necesidad de ofrecer a los militares un nuevo horizonte, aunque el África subsahariana siga siendo indispensable en términos económicos y geopolíticos a pesar de la debacle en el Sahel.
Por tanto, la determinación de Macron para mantener Nueva Caledonia dentro del Estado francés se debe, principalmente, a este revés en el Sahel, pero también hay otras razones. La posesión de estos territorios otorga a Francia una zona económica exclusiva (ZEE) veinte veces mayor que la de Francia continental.
Esta ZEE ofrece la perspectiva de apropiarse de recursos submarinos. Sobre todo, permite al Ejército francés navegar en la zona con submarinos con sistema de misiles nucleares. Junto con la Fuerza Aérea francesa, estos buques son el otro componente de la disuasión nuclear. Esta presencia de fuerzas nucleares en el Pacífico protege el estatus de Francia como miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, a pesar del considerable declive de su posición económica en el mundo. Otra razón de la política de Macron es la importancia de los recursos de níquel del archipiélago.
La determinación de Macron de privar al pueblo canaco de sus derechos legítimos y mantener el estatus neocolonial de Nueva Caledonia es, por tanto, comprensible si tenemos en cuenta todas las ventajas que ofrece a la economía y la diplomacia francesas. Sin embargo, hay que medir sus efectos negativos, incluso más allá de la represión sufrida por el pueblo canaco, con más de una decena de personas muertas. De hecho, las decisiones de Macron han provocado una explosión social en Nueva Caledonia de una magnitud desconocida desde los años ochenta, lo que da fe de la magnitud de la resistencia popular. Además, la sangrienta represión de estas manifestaciones está dañando la imagen de la llamada patria de los derechos humanos entre las poblaciones de la región del Pacífico, y complica la actividad diplomática de Francia.
Al igual que las intervenciones en el Sahel en 2000 y 2010, el despliegue de 3.000 soldados se apoya en el aparato militar. Macron busca reforzar su poder vacilante y atraer, a través de este proyecto neocolonial, al electorado reaccionario metropolitano de derecha y extrema derecha. Desde cierto punto de vista, la determinación de Macron recuerda a lo que ocurrió en Argelia a finales de los años cincuenta. La posición de la facción fascista en el Ejército, apoyada por la mayoría de la población europea, era mantener Argelia dentro de Francia. En su opinión, era la única manera de mantener la grandeza de Francia. Por el contrario, De Gaulle, también militar, abogaba por poner fin a la guerra contra el pueblo argelino y concederle la independencia para mantener lo que él llamaba “la posición de Francia en el mundo”.
En su opinión, la salida de Argelia permitiría, por fin, a Francia volcarse en el mundo, gracias a las armas nucleares, a la construcción de una Europa en la que Francia podría proyectar su poder y a una reactivación industrial basada en grandes programas tecnológicos con fines militares y estratégicos. Por supuesto, fue esta visión gaullista de una Francia imperialista la que prevaleció sobre la retirada a Argelia. El hecho de que Macron envíe tres mil soldados para proteger a 73.000 europeos en Nueva Caledonia (de los 270.000 habitantes de la isla, según cifras del INSEE) muestra hasta qué punto ha girado la rueda de la historia para el lugar de Francia en el mundo. Las políticas de Macron solo pueden alentar los impulsos nacionalistas y chovinistas en la Francia continental, que son un caldo de cultivo para el racismo.
Para concluir, como sugerí a lo largo de la exposición, las transformaciones del capitalismo no pueden leerse únicamente a partir de sus determinantes estructurales. La observación de Marx en El 18 Brumario de Louis-Napoléon Bonaparte de que “los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen arbitrariamente, bajo condiciones elegidas por ellos”, subraya la importancia de lo que en la literatura marxista se denominan factores subjetivos.
Estos incluyen el comportamiento y las acciones de las clases dominantes y los gobiernos, así como la resistencia y las ofensivas de cientos de millones de individuos que son víctimas de las decisiones tomadas por los de arriba. “La Historia no hace nada […] no libra batallas. Por el contrario, es el hombre, el hombre real y vivo, quien hace todo esto, posee todo esto y libra todas estas batallas” (Marx y Engels, La Sagrada Familia).