A lo largo de dos siglos, el feminismo latinoamericano ha forjado una teoría política de las mujeres que, en la última década del siglo XX, ha empezado a deconstruir el racismo de sus preocupaciones centrales, el heterocentrismo de su visión de los cuerpos sexuados en la organización social, y la aceptación supina de categorías de análisis provenientes de los feminismos occidentales.
El ideario que sostiene al feminismo latinoamericano es fruto, como todas las ideas políticas antihegemónicas, de un proceso de identificación de reclamos y de prácticas políticas que han variado durante su historia. La participación de comuneras, criollas e indígenas en la lucha contra el colonialismo fue amplia, pero no reconocida, y el triunfo de los liberales en la mayoría del continente no redundó en el reconocimiento de la igualdad de las mujeres.
El racismo heredado de la Colonia no permitió que las mujeres se reconocieran como tales, sino las relegó a categorías ligadas tanto a la clase de procedencia como a la pertenencia étnica: blancas, mestizas, indias y negras no compartían cosmovisiones ni espacios sociales, sólo el maltrato masculino que, en el caso de las últimas, sumaba la violencia machista y la violencia racista.
A fínales del siglo XIX, mujeres mexicanas, brasileñas, argentinas y venezolanas de los sectores acomodados urbanos se reunieron para publicar periódicos en los que explayaban sus ideas acerca de qué eran con respecto a los hombres, daban a conocer sus cuentos y poemas y compartían noticias sobre modas y modales.
Contemporáneamente, grupos de maestras se organizaron alrededor de demandas cuales el derecho a la educación y a la expresión, al control de su economía y al voto. Hilanderas, tabacaleras y otras trabajadoras asalariadas fabriles empezaron a exigir salarios iguales para trabajos iguales, aunque las obreras eran una parte mínima de las trabajadoras. Así, por diversos caminos, elaboraron un ideal de igualdad entre los sexos que sólo en sus expresiones tardías y más radicales exigió la igualdad jurídica y el derecho al voto.
Las feministas latinoamericanas del siglo XIX parecen mucho más conservadoras que sus contrapartes europeas y estadounidense de la misma época, porque confiaban todavía en que la política masculina como tal nos las excluía, en un mundo donde los liberales se enfrentaban una y otra vez a conservadores católicos.
No era lo mismo vivir en un continente que en 1823 era mayoritariamente gobernado por independistas liberales, que en la Alemania de 1823 donde los liberales eran apresados, colgados o enviados al exilio. Igualmente, en México, las mujeres de alcurnia que se negaban a casar con los invasores franceses y austríacos y sostenían con sus finanzas la lucha de Benito Juárez contra Maximiliano, creían sinceramente que sus correligionarios les reconocerían derechos equivalentes a sus sacrificios.
Una visión histórica de las ideas feministas toma en cuenta las condiciones en que se formaron y los diversos aportes culturales, filosóficos y políticos de que se nutrieron. Tal y como el comportamiento «digno» o «educado» de las sufragistas del siglo XIX, el conservadurismo feminista del siglo XX es incomprensible sin un análisis cruzado de los afanes de liberación generalizados de pueblos traicionados por la emancipación colonial y por el nacionalismo revolucionario brotado de la Revolución Mexicana, de las ideas religiosas de comunidades de base educadas por la Teología de la Liberación, de los ideales autonómicos universitarios, del antiimperialismo populista y socialista y de la falta de autonomía e independencia del sistema del movimiento feminista, tal y como lo señala repetidamente Margarita Pisano.[1]
Todos estos elementos confluyeron en atrasar la organización autónoma de las mujeres, por el simple hecho que las mujeres estaban participando políticamente en organizaciones mixtas donde eran tratadas con mayor igualdad que en la sociedad que pretendían transformar con su lucha y en las que eran parceladamente legitimadas.
Sólo el encuentro de las mujeres entre sí y el descubrimiento colectivo de su condición a través del análisis de las propias experiencias vitales, permitió la constitución de un movimiento de mujeres capaz de postular su liberación, entendida como proceso de subjetivización y autoafirmación.
A principios del siglo XXI, las ideas feministas latinoamericanas se vinculan al éxito del capitalismo en la destrucción de las culturas locales (la llamada globalización), y al clima continental reactivo de profunda crítica a la occidentalización de América,[2] y a sus secuelas de racismo y colonialismo que intentan reorganizarse en las ideas y las prácticas políticas del neoliberalismo.
Según María del Rayo Ramírez Fierro, ubicar el propio análisis de la realidad desde América Latina implica hacerlo desde «todos los lugares marginales del imperio global».[3]
Esto es, desde espacios geográficos, culturales y económicos donde los movimientos sociales más recientes han aglutinado a sectores diversos (mujeres y hombres indigentes urbanos, indígenas y campesinos, desempleados, de la tercera edad, niños de la calle, afrodescendientes, migrantes), para estructurar reclamos que tienen que ver con algo más profundo, más elemental que la lucha por la socialización de los instrumentos de producción, posiblemente con el cambio de una cultura basada en el concepto de lo superior, ejercida por los elegidos.
Se han juntado alrededor de la no privatización de recursos naturales primarios como el agua o el gas, contra el turismo trasnacional, el latifundio y la agroindustria: son los sin tierra de Brasil, los sin rostro de México, y los sin techo de toda América, es decir son los seres humanos extranumerarios para el sistema capitalista mundial que, desde sus márgenes, son capaces de ponerlo en crisis.[4]
Las mujeres que participan en el movimiento zapatista en México, las cocaleras en Bolivia, las indígenas amazónicas y andinas de Ecuador y Venezuela están denunciando la relación entre el colonialismo, el racismo y las desigualdades económicas, de oportunidades y de acceso a los servicios públicos que las marginan.
Igualmente juzgan como manifestaciones de racismo las políticas de castellanización y aculturación de los pueblos originarios: «Nos quieren desindianizar», denuncia la maestra Perla Francisca Betanzos Gondar, de Milpa Alta. «Quien estudia español ya no quiere hablar náhuatl y lo olvida. El proceso de desindianización implica que quien habla español es gente de razón, es gente respetada. Con la lengua se pierde la cosmovisión, la relación con la naturaleza como madre, la idea que el principio creador, Ometéotl, es femenino y masculino, que las mujeres representamos a la tierra…»[5]
Según Pilar Calveiro es necesario analizar la memoria, la resistencia y la sumisión, para entender por qué en América Latina los poderes, por violentos que sean, son enfrentados por ciertas resistencias que desafían las relaciones más asimétricas.[6]
Recordar ahora el pasado indígena sería, según su planteamiento, un proceso de reconstrucción, ya que existe entre las mujeres de los pueblos originarios una «urgencia actual» de interrogar el pasado, rememorándolo. Recuperar la historicidad de una historia negada, o convertida en relato repetido, implica revisitar el pasado como algo cargado de sentido para el presente.
Mientras estas reflexiones toman fuerza, filósofas como la brasileña Sueli Carneiro, músicas activistas como la dominicana Ochy Curiel, dirigentes indígenas como la ñahño Macedonia Blas Flores, coinciden en que toda situación de conquista y dominación crea condiciones para la apropiación sexual de las mujeres de los grupos derrotados para afirmar la superioridad del vencedor.
Estas condiciones se perpetúan en la violencia contra las mujeres, en general, y en particular contra las mujeres indígenas, negras y pobres. Los feminicidios en México, Guatemala, y otros países, responden a esta dinámica de naturalización de la violencia masculina contra las mujeres sometidas. ¡Naturalización o normalización (la ley-norma que constriñe a lo que ya se ha construido como normal) del abuso masculino!
Las que podrían ser consideradas historias o reminiscencias del periodo colonial permanecen vivas en el imaginario social y adquieren nuevos ropajes y funciones en un orden social supuestamente democrático que mantiene intactas las relaciones de género –según el color, la raza, la lengua que se habla y la religión– instituidas en el periodo de los encomenderos y los esclavistas.
Sueli Carneiro escribió para el Seminario Internacional sobre Racismo, Xenofobia y Género organizado en Durban, Sudáfrica, el 27 y 28 de agosto de 2001:
La violación colonial perpetrada por los señores blancos a mujeres indígenas y negras y la mezcla resultante está en el origen de todas las construcciones sobre nuestra identidad nacional, estructurando el decantado mito de la democracia racial latinoamericana, que en Brasil llegó hasta sus últimas consecuencias. Esa violencia sexual colonial es también el cimiento de todas las jerarquías de género y raza presentes en nuestras sociedades configurando lo que Ángela Gíllíam define como ‘la gran teoría del esperma en la conformación nacional’, a través de la cual:
1. El papel de la mujer negra es rechazado en la formación de la cultura nacional;
2. la desigualdad entre hombre y mujer es erotizada; y
3. la violencia sexual contra la mujer negra ha sido convertida en un romance.[7]
El colonialismo europeo ha marcado América Latina con cicatrices profundas: en su mayoría es un continente católico; se rige por una economía de mercado determinada por un centro externo a la región; y su estructura social es patriarcal, racista y discriminadora.
Para el feminismo latinoamericano es muy difícil deconstruir su occidentalidad, porque ésta se impuso como sinónimo de un mundo tecnológicamente moderno y legalista que hasta las socialistas querían alcanzar. Sólo desde el análisis de la pobreza y la desigualdad como frutos de un colonialismo capitalista que necesitaba, y sigue necesitando, de la contraparte pobre de la riqueza de su lugar de origen y expansión, el feminismo latinoamericano se plantea hoy la necesidad de liberarse de la perspectiva del universalismo cultural occidental, y su construcción determinista: la organización de géneros sexuales, masculino y femenino, bipolares, binarios y jerarquizados para que el trabajo gratuito de las mujeres descanse en una naturaleza invariable, construida desde la cultura.
El poderoso movimiento sufragista del siglo XIX, y el feminista, desde la década de 1960, han llevado en efecto a las «mujeres occidentales» a visualizar la posibilidad de que gocen de los mismos derechos y obligaciones que los hombres. Corrientes de pensamiento y organizaciones políticas de mujeres discuten acerca de los derechos a y en la vida, de la moral, la libertad de movimiento, la igualdad y la diferencia, determinando por qué, cuándo y de qué forma las mujeres de todo el mundo pueden y deben liberarse del yugo de culturas que no les permiten gozar de su integridad física, moral e intelectual. De su experiencia y reflexión ha brotado la teoría feminista «verdadera», que elabora categorías interpretativas y discute tópicos de la educación.
En América Latina, algunas mujeres de las élites blancas son «líderes» de reivindicaciones igualitarias y de los debates del feminismo acerca de la maternidad voluntaria desde mediados del siglo XX.[8]
No obstante, en la actualidad un feminismo negro y un feminismo indígena aportan crítica radicales a la tendencia colonialista del feminismo universitario y militante de inspiración europea o estadounidense. ¿Dónde ubicar a las mujeres latinoamericanas? Acaso ¿son occidentales las centenas de mujeres asesinadas en México, Guatemala, Honduras y Colombia?
Urge situar no sólo las aportaciones del feminismo latinoamericano,[9] como teoría política y como filosofía práctica, al feminismo mundial, con sus específicas reflexiones acerca de la relación polimorfa entre los ámbitos íntimo, privado y público,[10] con las reflexiones sobre el racismo del machismo y la no pertenencia de las mujeres negras al colectivo de las débiles,[11] del feminismo indígena y sus conflictos con el poder hegemónico, el racismo, los militares, el alcoholismo, la violencia de género al interior de sus comunidades,[12] sino ir más allá y encontrar los móviles colectivos por los que las mujeres latinoamericanas decidieron renovar su imaginario del ser mujer.
Imaginar implica desear una imagen de sí, una imagen utópica, diversa de la que los roles y jerarquías asignan a la persona. A la vez, el deseo no es afán de apropiación de algo o alguien exterior, sino anhelo de saber y saberse desde sí. De tal modo, renovar el imaginario del ser mujer por parte de una colectividad femenina supone la voluntad de querer revisarse en la historia, para saber si existe una posibilidad de autodefinirse como mujeres y para proponerse como miembro de pleno derecho de la comunidad humana.
Desplegar el deseo implica necesariamente un movimiento hacia un cambio del propio status quo que, como dice Marta Sánchez Néstor, se sigue de «recordar nuestras antepasadas femeninas».[13] Por supuesto, quererse saber significa desconocer conscientemente la idea de sí que ha construido (e impuesto) la cultura del poder hegemónico, es decir no reconocerse en el género que se les ha asignado.
Los géneros son construcciones sociales que, con base en los genitales de un cuerpo humano, transforman ese cuerpo en sexuado (eso es, destinado a la reproducción) y asignado a un sistema jerárquico que inferioriza lo femenino y descarta cualquiera opción que no sea el reconocimiento de ser hombre o mujer (asignación forzada de un género a toda intersexualidad, y desnaturalización de la misma).
La superioridad del hombre es por tanto una compleja construcción cultural que se absolutiza en todos los países dominados por la cultura que la produce. A la vez, esta construcción tiene características parecidas al racismo de la conquista y a la esclavización de los vencidos, de tal forma que sistema de géneros y guerra, sistema de géneros y colonialismo se acompañan y refuerzan uno a otro, porque tienen un mecanismo de jerarquización común en su base.
Para deshacerse de la asignación del género con sus características impositivas, las mujeres empiezan a reconocerse en su historia. Exclusión y muerte, violencia y negación de su palabra, inferiorización y falta de derechos las han acompañado siempre. No obstante, no es lo mismo reconocerse en los millones de brujas asesinadas como tributo a una modernidad que quería excluirlas de su poder económico y sus conocimientos, como hicieron las europeas, en la década de 1970, que reconocerse en la masacre de las americanas, la conversión de su cuerpo en el instrumento para la sujeción y la reproducción de individuos contrarios a su cultura, en una continuidad de tiempo que no se ha detenido en el siglo XVI sino que alcanza el presente.
En Sexo y conquista, Araceli Barbosa Sánchez analiza cómo el odio de los españoles contra las mujeres y contra toda «feminidad» de los hombres, llevó a los conquistadores a prácticas de violencia extrema, tortura, muerte y degradación de los cadáveres, de las mujeres indígenas que se resistieron a la violación y contra los «sodomitas», equiparándolos de alguna manera.[14] De las indias y los sodomitas, los conquistadores nunca recogieron testimonios, palabras, ni describieron sus actitudes y saberes, a diferencia de los inquisidores que transcribieron con lujo de detalles los saberes «perversos» de las hechiceras y herejes.
Fue relativamente fácil para el movimiento feminista europeo identificarse con las brujas, una vez que se llegó a demostrar la positiva diferencia de sus saberes con los de la cultura de la represión que sostuvo al absolutismo monárquico y al despegue del capitalismo. Pero ¿con qué diferencia positiva de sus antepasadas pueden identificarse las latinoamericanas sin pasar por una revisión antropológica de las culturas americanas actuales e históricas, y por la ruptura con la cultura mestiza hegemónica, que encubre la historia en sentido racista y sexista?
Dos figuras, en la historia andina, podrían ser símbolos de la lucha que las mujeres son capaces de conducir contra el colonialismo, pero no dejan de estar sujetas al poder real y simbólico de sus maridos.
Bartolina Ciza, esposa de Tupac Katari, ejecutada por desmembramiento como él en 1781, organizó ejércitos para la defensa india de las tierras del Alto Perú, radicalizando las posiciones antiespañolas. Micayla Bastidas, jefa de la retaguardia india, organizadora de la producción y el suministro de alimentos, vestimentas y armas, y esposa de Tupac Amaru, ejecutada por garrote al finalizar la rebelión del inca junto con toda su familia; durante la sublevación indígena peruana siempre instó a su marido a radicalizar sus posiciones y reclamar Perú para los indígenas y sólo para ellos.
En términos de ideas feministas, estas dos figuras trágicas no aportan reivindicaciones de género, pero son una real presencia histórica mitizada que, en ocasiones, repercute en la idea de sí y en el respeto social.
La dificultad mayor al rastrear la historicidad de las ideas feministas en América Latina estriba en que, si bien pueden analizarse textos literarios, testamentos, cartas y juicios en su contra, que permiten encontrar actitudes de simpatía hacia otras mujeres en criollas, mestizas y negras desde el siglo XVII (mujeres que heredan sus bienes a sus criadas, hijas y sobrinas contra la voluntad del marido y de los hijos varones, que alegan contra la injusta condición de las mujeres, o que intentan oponerse a la Pragmática Sanción), no se encuentran muchas palabras indias explícitas acerca del valor de ser mujeres.
En los 91 testamentos indígenas de Santa Fe de Bogotá, de 1567 a 1667, recogidos por Pablo Rodríguez,[15] las dos terceras partes de las legatarias son mujeres -relación que se explica por el desbalance producido por la muerte de hombres durante conquista o porque las mujeres se integraron más rápidamente a la vida de las ciudades, en el servicio doméstico o en actividades independientes-; existen testamentos de dos esposas de caciques y de numerosas hilanderas, costureras, panaderas, chicheras y tejedoras.
Muchas de estas indias habían recibido sus lotes como legado testamental de sus amos o de los padres de sus hijos naturales, otras los compraron a sus vecinos blancos, y en él construyeron varios bohíos redondos para sus hijas, hijos y para rentar, insistiendo en sus testamentos que no se vendieran esas propiedades, porque su mayor preocupación era que sus descendientes tuvieran donde vivir y donde cuidar una huerta y criar puercos y gallinas.
Los testamentos indican la habilidad con que las indígenas se integraron al sistema de intercambios y de uso de moneda: compraban, vendían, fiaban, prestaban y sabían de intereses. Asimismo hablan de lo mucho que las indias se habían vuelto católicas devotas y miembros activos de cofradías y hermandades que creaban nuevas relaciones de solidaridad en un tejido social más antiguo pero desmembrado, y aseguraban compañía en el velorio y el entierro.
No obstante, las familias separadas, los ancestros perdidos, la reducción del parentesco, la alta mortalidad limitaban ostensiblemente la vida familiar y la comunicación de saberes ancestrales entre familiares. Los legados de madre a hija están siempre pospuestos a las necesidades del alma de la testamentaria, y se relacionan con las carencias materiales de la legataria.
Algunas de estas hijas eran indias, hijas de un esposo indio; otras eran mestizas, hijas del amo, de un vecino y en ocasiones de un marido blanco o mestizo; algunas más eran niñas recogidas, hijas de hermanas o hijas, o aun de desconocidas, a menudo blancas; unas y otras no eran «preferidas» a sus hermanos naturales, recogidos o legítimos por la madre. Asimismo, los consejos que reciben son los convencionales de una madre católica que, como muestra de amor, deja -cuando mucho-a la hija escoger el tipo de misa rezada por su alma.[16]
Las jóvenes evangelizadas y castellanizadas en los patios de los conventos, en el Colegio de Niñas de Santa María de la Caridad, o en cualquier colegio de «niñas y doncellas indias» que en México, desde 1529, se dedicó a su educación,[17] eran tan catolizadas que nunca reivindicaron nada ni de su derrotada cultura de origen ni de la tradición que en ella tenían las mujeres.[18] En la actualidad, hay más escritos de afrolatinoamericanas que de indígenas, más denuncias del racismo -aún al interior del movimiento feminista- de las primeras que de las segundas.
La historia de las mujeres indígenas, según la convención que la historia inicia con la escritura, tiene escasos asentamientos testamentarios y jurídicos en castellano, y en las dos mil lenguas americanas es tan reciente que existe un escasísimo registro anterior al siglo XX.
Seguramente, la cultura académica, que se valida por los parámetros educativos de Occidente, impide reconocer en la oralidad un medio confiable de transmisión histórica; no obstante, el mayor conflicto en la construcción del relato de América Latina es que en este continente no se elabora la muerte del noventa por ciento de la población originaria al inicio de la occidentalización de su historia.[19]
De hecho, no hay continuidad cultural posible entre el antes y después de la masacre, si tomamos en consideración que una cultura es siempre un conjunto fáctico de ideas dominantes y resistentes, de habilidades y conocimientos, que son patrimonio de un conjunto de personas, de un pueblo, porque pocos individuos no pueden contenerla, abarcarla y recordarla toda. ¿Cuántas condiciones del ser mujeres existían antes de la invasión y la masacre europea y cuántas condiciones quedaron para las mujeres después de su incorporación forzada y sometida al mundo occidental?
Más allá de las zapotecas del Istmo de Tehuantepec, que sorprenden con sus grandes cuerpos, su libertad de palabra y de movimiento y su real poder económico, la imagen que las mujeres indígenas ofrecen en México y Centroamérica es casi unívoca, a pesar de las diferencias culturales: mujeres sometidas por el padre y el marido, golpeadas, que trabajan de la mañana a la noche sin ningún reconocimiento social o económico.
Se trata, por supuesto, de un estereotipo: en realidad todas participan de una forma especial, no necesariamente protagónica, de rituales y decisiones comunitarias, son agentes de la economía de mercado y productoras, son transmisoras de conocimientos, parteras, curanderas, madres. No obstante, la teoría feminista latinoamericana no arranca de sus saberes y muy pocas mestizas se reconocen en su historia, prefiriéndose occidentales que indias, blancas que morenas, genéricamente oprimidas que miembros de una cultura de la resistencia.[20] Esta adscripción de las mestizas a lo no indio pertenece también a la estrategia de occidentalización de América, en particular a las maniobras de los criollos para mantener su hegemonía después de las Guerras de Independencia.
La relación entre mujeres indígenas y feministas hasta finales del siglo XX fue de desconocimiento colonialista. De alguna manera sigue marcando cómo se construye el discurso hegemónico, aunque sea desde una posición crítica al modelo de dominación masculino occidental. Las feministas de las élites académicas o de la clase política tienen a sus «otras».
Y las mujeres indígenas que llegan a las capitales latinoamericanas no reconocen diferencias entre el racismo de las mujeres y el de los hombres mestizos. En mayo de 2005, un domingo por la mañana, Juanita Pérez Martínez, tojolabal de Las Margaritas, Chiapas, tuvo un día libre durante un taller para mujeres indígenas que se impartía en la Ciudad de México. Decidió salir a pasear con tres compañeras del taller, con quienes se encontró en Tacubaya.
Desde que se subieron al metro, la discriminación se hizo patente y adquirió varios matices de racismo: un grupo de jóvenes que iba rumbo a Chapultepec se mofó de ellas por su indumentaria; dos hombres mayores les instaron para no demorarse en las escaleras mecánicas; una señora les gritó desde el andén opuesto que necesitaba una sirvienta y se ofendió cuando le contestaron que no buscaban trabajo. Una vez en Xochimilco, a la más joven de ellas el lanchero intentó seducirla y hasta la jaló de un brazo; cuando ella se alejó con sus amigas, el hombre le gritó «india fea» y «desagradecida».
El camino de descolonización de la propia teoría emprendido por grupos feministas autónomos,[21] por pensadoras como Silvia Rivera Cusicanqui en Bolivia y Ecuador, o, en México, por la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas, es particularmente importante para el pensamiento feminista latinoamericano, porque apunta al cruce, no sólo discursivo, de elementos muy diversos de la economía, la corporeidad, la política, la liberación y la diferencia.
Hace muy poco la activista nahua Lorenza Gutiérrez, de Huechapan, Puebla, declaraba en una entrevista a Melissa Cardoza que «sólo pobre un indio es el verdadero indio»,[22] dando a entender que únicamente se comprende la realidad indígena actual si se la considera desde la falta de acceso a los bienes y servicios, consecuencia inmediata de la pobreza, hija de la discriminación racista colonial. A la vez, apunta que la pobreza es el lugar asignado a los indios por el sistema hegemónico, de modo que si un indígena se sale de su condición de pobreza se transforma en alguien «menos indio».
La condición indígena y de género se suman, no sólo porque ser una mujer india es estar sometida a una forma múltiple de opresión,[23] sino porque la condición de género y la condición indígena son, ambas, frutos de una misma tecnología de jerarquización que confiere siempre a las mujeres y a los indios el lugar del derrotado, quitándoles su voz y la posibilidad de reconocerse positivamente en sus saberes que son incorporados en los saberes de los hombres y los occidentales (exactamente como a los derrotados se les excluye de la historia).
Algunas feministas, al plantearse la diferencia histórica, positiva, de las mujeres con respecto a la cultura hegemónica masculina (y sus aceptaciones, sumisiones, resistencias y rebeldías) se abren a la posibilidad de ver las formas de negación de la diferencia que la cultura hegemónica impone a todas las culturas que domina.
La negación del valor positivo de las diferencias (o, lo que es lo mismo, la imposición de un único modelo válido de ser) es la base misma de esa tecnología de jerarquización que, real, materialmente, confiere al mundo ex colonial el lugar de tercera hija en la redistribución de los alimentos y del acceso a la salud, y a América Latina el lugar de un continente occidentalizado sin derecho a reconocerse en su historia.
Desde una posición radicalmente lésbica, algunas feministas reivindican la libertad sexual preazteca y preincaica en América, sometida definitivamente por el cristianismo colonial. Esta libertad implica «la radicalización de la democracia», según afirma Ochy Curiel.[24] Esto es, dejar de vivir en la mentira de la democracia como sistema que se opone a la dictadura, para mostrar su rostro patriarcal y liberalista.
«Mujeres es una categoría política que nos articula, con historias y siglos de subordinación y de propuestas. No es una identidad autodefinida, es una construcción social» que debe ser deconstruida para dar paso a «cuerpos históricos», autónomos, políticos en sí.
Defender las vidas de las mujeres, para Curiel, implica defender los espacios de las lesbianas: «Mientras se asuma la heteronormatividad como el modelo de relaciones erótico-amorosas-sexuales… nosotras, desde una posición radical, seguiremos defendiendo los espacios políticos autónomos, aunque abiertos a la articulación con otros movimientos sociales y socio-sexuales».[25]
El lesbianismo feminista latinoamericano tiene una ambigua relación con la crítica a la occidentalidad. No todas las lesbianas son anticapitalistas; existe un gay set, fundamentalmente masculino, pero al que pertenecen algunas mujeres de los sectores acomodados; éstas han entrado al mercado de «lo gay», particularmente al consumo turístico: antros, playas, clubes.
No siempre se definen feministas; no obstante, influyen sobre las especialistas del mundo lésbico con poder adquisitivo que trabajan en instituciones internacionales y ONGs. Por otro lado, el actual pensamiento lésbico es deudor de una tradición internacional, tanto cuanto el mismo feminismo. Los estudios queer acerca de la no existencia de identidades fijas, de la deconstrucción de lo sexual-genérico, de la fluidez del deseo y de las representaciones, son de origen anglosajón.
Aunque en América Latina, se han encontrado con los estudios chicanos, con las reivindicaciones de las identidades indígenas y de identidades diversas, con el feminismo de la diferencia, con la narratividad de la filosofía (en particular con la necesidad queer de acabar con el principio del tercero excluido en la demostración de lo verdadero), los estudios queer ofrecen pocas manifestaciones propias.[26]
A la vez, las pensadoras lesbianas feministas latinoamericanas tienen fricciones entre sí y una muy difícil relación con el feminismo en general, pues lo visualizan como un espacio que no ha terminado de romper con la heteronormatividad.
A pesar de estas dificultades, el antirracismo feminista y el les-bianismo feminista contemporáneos comparten la idea de demarcar la cuestión racial y sexual en la configuración de la caracterización de la violencia contra las mujeres y en el estudio de qué es la democracia para las mujeres, así cómo en el compromiso de evidenciar el mecanismo que mantiene las desigualdades y los privilegios entre las mujeres blancas y las indias y las negras, entre las heterosexuales y las lesbianas.
Grupos como Mujeres Creando, Las Chinchetas, Lesbianas Feministas en Colectiva, Mujeres Rebeldes, Brecha Lésbica (de La Paz, México, Buenos Aires, Porto Alegre), y pensadoras como Jurema Werneck que se ubica en una «perspectiva de anterioridad, de una historia que no es fundada por europeos (aunque actualmente esté influenciada profundamente por ellos), de otras posibilidades interpretativas o de diferentes posibilidades de establecer otros marcos para recontar una historia»,[27] confrontan la idea liberal de democracia y piensan el feminismo como un movimiento y una teoría política radical.
Mientras el X Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe (octubre de 2005, en Sierra Negra, Sao Paulo, en Brasil) se proponía discutir sobre «Feminismo y Democracia», desde la perspectiva de las feministas que han ingresado a los partidos políticos, creando dinámicas de inclusión y exclusión entre las feministas conservadoras y las radicales (mediante el más simple proceso de invisibilización y olvido de los colectivos autónomos y de las feministas y organizaciones independientes), las feministas disidentes se asieron de tres temas -racismo, etnocentrismo y lesbianismo– para evidenciar que la democracia entendida sólo como ejercicio del voto y reparto de la representatividad es un concepto patriarcal y neoliberal.
La democracia se presenta como una matriz civilizadora, pero sólo responde al sujeto ilustrado que el feminismo de la segunda mitad del siglo XX criticó por haberse instalado desde una masculinidad blanca, heterosexual y con privilegios de clase, declaró en ese contexto Ochy Curiel.[28]
Las disidentes reafirmaron en Brasil que no puede hablarse de democracia sin abordar la lucha contra los sistemas de opresión que tocan a las mujeres, y sin criticar a fondo la perspectiva occidental del feminismo, pues éste como movimiento de reflexión urbano y académico ha disminuido su empuje emancipador (y liberador).
Considerando que es imposible disociar el patriarcado contemporáneo del racismo, el colonialismo y el capitalismo, porque toda forma racional absolutizada subordina necesariamente los pensamientos diferentes y crea jerarquías, denuncian desde su modo de vivir la política de las mujeres los encuentros conflictivos o violentos con occidente, con el patriarcado, con el racismo, con el capitalismo, con el individualismo y con el heterosexismo, como partes constituyentes de un todo opresor.
La escritora y militante hondureña Melissa Cardoza propone el «lesbianismo político» como un activismo que se explaya únicamente con mujeres para potenciar la fuerza de todas las mujeres. Sus ideas coinciden con las de Adrienne Rich cuando, en 1983, definía el feminismo lesbiano como la manifestación política del amor entre mujeres, como la lucha por un mundo en que la integridad de todas sea considerada un aspecto de la cultura.
Desde esta perspectiva, el lesbianismo político se convierte en un sinónimo del feminismo de la diferencia sexual, es decir de un feminismo que no necesita de la confrontación con los hombres para hacer política. Sin embargo, excluye la manifestación política de un deseo erótico no lésbico en las mujeres.
¿En qué momento el lesbianismo político entra en contradicción con la libertad erótica de las mujeres? ¿Acaso el deseo erótico puede considerarse a-político? ¿En qué momento el lesbianismo político se convierte en una nueva norma sexual? La diferencia sexual no puede erigirse sobre una norma de exclusión, porque es exactamente por el abandono de las morales sexuales y de las determinaciones genéricas que se propone como un elemento constitutivo de la sujetividad política latinoamericana frente al capitalismo racista y excluyente de la humanidad monosexuada en masculino.
La política global neoliberal, en sus expresiones de inversión agroindustrial, de explotación petrolera, turística y de agresión contra la economía campesina tradicional, daña a las mujeres indígenas, aumentando la inseguridad personal y familiar por los desalojos, las expropiaciones y el agotamiento del agua y otros recursos.
Fuera de sus comunidades, las mujeres se convierten en indigentes urbanas, sin redes de protección intrafemeninas, y expuestas a la agresión masculina que se acrecienta con tintes racistas. Dadas las condiciones, sólo una perspectiva feminista puede ofrecer a las indígenas la oportunidad de verse como sujetos activos de una historia de resistencia y rebelión, y no como víctimas. Y hoy esta perspectiva está siendo reelaborada principalmente por las lesbianas.
Los golpes sistemáticos de la prepotencia blanca y mestiza, la discriminación económica, la marginación social, la exclusión de la educación formal y de los sistemas de salud, son temas de la teoría feminista latinoamericana contemporánea, porque por motivos sexistas todas las mujeres los sufrieron y sufren de algún modo, sólo que las feministas blancas no los han enfrentado en su descarnada versión racista y colonialista. La participación femenina en la larga tradición de resistencias indias y luchas populares está dando una nueva voz al feminismo latinoamericano.
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12. Muriel, Josefina. La sociedad novo hispana y sus Colegios de Niñas, I, Fundaciones del siglo XVI, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1995 [ Links ]
13. Nouvelles Quéstions Féministes. Revue Internationale francophone, volumen 24, n.2, 2005, Edición especial en castellano, «Feminismos disidentes en América Latina y el Caribe», ediciones fem-e-libros. [ Links ]
14. Mujeres que cambiaron nuestra historia, Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia/Universidad de Panamá, Panamá, 1996. [ Links ]
15. Pisano, Margarita. El triunfo de la masculinidad. Surada Ediciones, Santiago de Chile, 2001. [ Links ]
16. Prada Ortiz, Grace. Mujeres forjadoras del pensamiento costarricense. Ensayos femeninos y feministas, EUNA, Heredia, Costa Rica 2005. [ Links ]
17. Rodríguez Jiménez, Pablo (edición y prólogo). Testamentos indígenas de Santa Fe de Bogotá, Siglos XVI-XVII, Alcaldía Mayor de Bogotá D.C.-Instituto Distrital de Cultura y Turismo, Bogotá, 2002 [ Links ]
18. Vargas Isla, Lilia Esther (compiladora), Territorios de la ética, UAM-Xochimilco, México 2004. [ Links ]
[1] Margarita Pisano, El triunfo de la masculinidad, Surada Ediciones, Santiago de Chile, 2001, p.54
[2] Arnoldo Mora, en «Notas sobre una filosofía latinoamericana», en Archipiélago. Revista cultural de nuestra América, n.40, México, julio-septiembre 2005, p. 6, afirma que «América Latina pertenece a las naciones periféricas de Occidente. No es, por ende, una región occidental, sino occidentalizada».
[3] María del Rayo Ramírez Fierro, «Nuevos movimientos sociales y sus horizontes ético-políticos», en Lilia Esther Vargas Isla (compiladora), Territorios de la ética, UAM-Xochimilco, México 2004, pp.127-141
[4] Ibid., pp. 128-129
[5] Entrevista personal, en San Juan Tepenahuac, noviembre de 2005. La maestra ha escrito la tesis de licenciatura en Pedagogía: «Enseñanza y aprendizaje de la lengua náhuatl: ¿resistencia cultural?», Universidad Pedagógica Nacional, 2006
[6] Pilar Calveiro, Política y/o violencia. Una aproximación a la guerrilla de los años 70, Norma, Buenos Aires, 2005, p. 11.
[7] Sueli Carneiro, «Ennegrecer el feminismo. La situación de la mujer negra en América Latina desde una perspectiva de género», en Nouvelles Quéstions Féministes. Revue Internationale francophone, volumen 24, n.2, 2005, Edición especial en castellano, «Feminismos disidentes en América Latina y el Caribe», ediciones fem-e-libros, pp. 21-22.
[8] Cf. Asunción Lavrín (comp.), Las mujeres latinoamericanas. Perspectivas históricas, Fondo de Cultura Económica, México, 1980.; Mujeres que cambiaron nuestra historia, Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia/Universidad de Panamá, Panamá, 1996; Grace Prada Ortiz, Mujeres forjadoras del pensamiento costarricense .Ensayos femeninos y feministas, EUNA, Heredia, Costa Rica 2005.
[9] Como vimos, el sufragismo latinoamericano tuvo particulares connotaciones nacionalistas defensivas -antiimperialistas- y de política de la educación, debido a su condición de personas que buscaban la ciudadanía plena en países que seguían defendiendo su independencia política y, en algunos casos, su territorio frente a Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos (México, Nicaragua, Panamá, etc.); su pacifismo se tiño en varias ocasiones de antirracismo (Brasil); en el siglo XX, el feminismo de la liberación de las mujeres, en sus vertientes igualitarista y de la diferencia sexual, ha defendido su autonomía sin perder su relación con las reflexiones y políticas progresistas, redistributivas, pacifistas y antiimperialistas.
[10] Cf. Julieta Kirkwood, Ser política en Chile, Editorial Cuarto Propio, Santiago de Chile 1990.
[11] Sueli Carneiro, «Ennegrecer el feminismo. La situación de la mujer negra en América Latina desde una perspectiva de género», op. Cit., p. 21-26.
[12] Cf. Palabras de la Comandante Ramona en el Primer Encuentro Nacional de Mujeres Indígenas, Oaxaca, 1997.
[13] Marta Sánchez Néstor, «Mujeres indígenas en México: acción y pensamiento. Construyendo otras mujeres en nosotras mismas», en Nouvelles quéstions feministas. Feminismos disidentes en América Latina y el Caribe, op. Cit., p. 41.
[14] Araceli Barbosa Sánchez, Sexo y conquista, Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos-UNAM, México, 1994, pp. 73 y s.
[15] Edición y prólogo de Pablo Rodríguez Jiménez, Testamentos indígenas de Santa Fe de Bogotá, Siglos XVI-XVII, Alcaldía Mayor de Bogotá D.C.-Instituto Distrital de Cultura y Turismo, Bogotá, 2002
[16] Beatriz, india de Turmequé, ibid., p. 105.
[17] Doña Isabel de Portugal, gobernadora y esposa de Carlos V, el 10, 24 y 31 de agosto de 1529 dirigió al obispo electo de México, fray Juan de Zumárraga, cartas donde lo obligaba a fundar, proteger, apoyar a los colegios de niñas y doncellas de la aristocracia indígena. Cf. Josefina Muriel, La sociedad novohispana y sus Colegios de Niñas, I, Fundaciones del siglo XVI, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1995, p.31.
[18] Fray Toribio de Benavente, Motolinía, describe cómo las indias educadas desde niñas en la religión católica no sólo eran de increíble «pureza» y «honestidad», sino las principales divulgadoras del Evangelio y su moral, aunque, por supuesto, no se les permitía predicar por su cuenta. En Memoriales, o Libro de las Cosas de la Nueva España y de los Naturales de ella, edición al cuidado de Edmundo O’Gorman, , tomo III, cap. XVI, UNAM, México, 1971, pp.73-75.
[19] Para los estudios de historia demográfica de la Conquista y la Colonia, Cf. Cualquier estudio de Sherburne F. Cook y Woodrow Borah. Estudiaron los efectos que la conquista europea y la subsiguiente dominación tuvieron sobre la población indígena, en particular de Mesoamérica. Entre sus libros: Ensayos sobre historia de la población: México y el Caribe, Siglo XXI, Colección América Nuestra, México, 1977.
[20] Coincido con Pilar Calveiro cuando define la resistencia como un movimiento de no confrontación, por lo tanto no heroico, que permite la sobrevivencia hasta que se den las condiciones para la visibilización y liberación. Resistir posterga la rebelión, pero mantiene viva su posibilidad. Pilar Calveiro Garrido, Redes familiares de sumisión y resistencia, Universidad de la Ciudad de México, México, 2003.
[21] Por ejemplo, Mujeres Creando se reconoce como un colectivo de «indias, putas y lesbianas» para resaltar su negativa total a incorporarse al patriarcado racista dominante.
[22] La entrevista todavía no ha sido publicada; se efectuó para la elaboración de un informe en septiembre de 2005.
[23] Marcela Lagarde insiste que una india está siempre expuesta a una triple opresión: racial, genérica y económica, no obstante no asume su situación como un cautiverio del sistema poscolonial. Cf. Los cautiverios de las mujeres: madresposas, monjas, putas, presas y locas, UNAM, México, 1993.
[24] Ochy Curiel, «Subvirtiendo el patriarcado desde una apuesta lésbica-feminista», mimeo, texto presentado en el X Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe, 9-12 de octubre de 2005, Sierra Negra, Sao Paulo, Brasil.
[25] ibid., p. 4.
[26] Como la de «Los Poliamorosos», en la Ciudad de México, críticas y críticos de la normatividad en la sexualidad.
[27] Jurema Werneck, «De lalodés y Feministas. Reflexiones sobre la acción política de las mujeres negras en América Latina y el Caribe», en Nouvelles Ouéstions feministas, op. Cit., p. 28.
[28] Ochy Curiel, «Subvirtiendo el patriarcado desde una apuesta lésbica-feminista», op. ci..