Género: algunas precisiones conceptuales y teóricas (2004). Marta Lamas

El concepto de género se perfila a finales de los años cincuenta, su uso se generaliza en el campo psico-médico en los sesenta, con el feminismo de los setenta cobra relevancia en otras disciplinas, en los ochenta se consolida académicamente en las ciencias sociales, en los noventa adquiere protagonismo público y en este nuevo siglo se constituye en “la” explicación sobre la desigualdad entre los sexos.

Este paso de categoría analítica a fuerza causal o explanans (Hawkesworth, 1997) tiene que ver con que el concepto se volvió, en sí mismo, una forma de comprender el origen socio cultural de la subordinación de las mujeres. A eso hay que sumarle la gran difusión que se le hace, dentro de las instituciones políticas y las instancias multilaterales, a esta “visión” denominada perspectiva de género.

Agencias internacionales, como el Banco Mundial o el Interamericano, llegan a condicionar sus préstamos a los gobiernos al hecho de que tengan “perspectiva de género”. Por eso, más allá de su acepción académica, el concepto de género alcanza un gran impacto cultural y su uso se politiza. Y como lo que está en juego en relación al concepto género es una idea sobre el papel de las mujeres en la sociedad, provoca una reacción entre los grupos más conservadores. El Vaticano, que persiste en su inmutable explicación de que la subordinación social de las mujeres es “natural”, consecuencia de la diferencia sexual y por lo tanto designio de Dios, protagoniza un ataque desaforado contra el género.[1]

Sin embargo, con el término género se produce el fenómeno que Carlos Monsiváis denomina “contagio social”, que filtra el discurso feminista de manera comprensible para amplias capas de la población y generaliza una aspiración igualitaria entre mujeres y hombres. De ahí que en México, y a pesar de la presión conservadora, para 1997 el término género se encuentre totalmente integrado al discurso político y hasta el PAN lo use en su plataforma electoral “Democracia para un buen gobierno”. Por ello no es de extrañar, entonces, que en el año 2000, en su toma de posesión como presidente, Vicente Fox se comprometiera a que su gobierno tendría “perspectiva de género”.

Pero además, género se convierte en un eufemismo que engloba varias cosas: mujeres, relaciones entre los sexos y feminismo. Tal ambigüedad favorece un ocultamiento con el cual se evita precisar que hay discriminación u opresión, como por ejemplo cuando se usa la fórmula “eso ocurre por el género”. Decir “un asunto de género” suena menos fuerte que decir “un problema de sexismo”.

Igualmente, en el lenguaje cotidiano y coloquial cada vez es más frecuente oír “es una cuestión de género” para aludir a algo que tiene que ver con las mujeres. Así, al hablar del “avance del género” se hace referencia al protagonismo que las mujeres adquieren en los últimos años del siglo, cuando ocupan más cargos públicos y tienen una creciente presencia política. Esta asimilación de género a mujeres es de vieja data, y se sigue repitiendo en todos los ámbitos, hasta en el académico.

Es un hecho que las comunidades interpretativas se van construyendo en la medida en que comparten ciertos significados y se conectan en procesos. Más allá del triunfo de la perspectiva de género como requisito exigido para las políticas públicas, su verdadero éxito radica en que la comprensión de dicha perspectiva implica un salto conceptual: reconocer que los comportamientos masculinos y femeninos no dependen de manera esencial de los hechos biológicos, sino que tienen mucho de construcción social. Así, con la idea de perspectiva de género se retoma lo central del discurso feminista.

Justo a partir de los años noventa, cuando el ataque conservador contra el uso del término género cobra relieve internacional por las Conferencias de la ONU en El Cairo y Beijing, las reflexiones académicas sobre género dan un interesante giro. La comunidad académica feminista recibe un fuerte impulso en su producción de teorías y conocimientos sobre el género por el impacto intelectual que causa la reflexión acerca de las tensiones políticas que recorren el escenario mundial. Desde la antropología, la filosofía, la lingüística, la historia, la crítica literaria y el psicoanálisis se abordan nuevas teorizaciones sobre el sujeto y la génesis de su identidad, que interpretan la producción de la alteridad a partir de procesos relacionales e imaginarios y remiten al engarce de subjetividad y cultura. Por ello la relación entre lo simbólico y lo social, la construcción de la identidad y la capacidad de acción consciente (agency) se vuelven objetos privilegiados de estudio.

El uso del concepto en varias disciplinas conlleva una considerable crisis interdisciplinaria y transnacional (Visweswaran 1997) en torno al verdadero significado del género. Parte de la confusión deriva de la mirada multidisciplinaria y tiene que ver con lo que ya documentó Mary Hawkesworth (1997): a medida que prolifera la investigación sobre el género, también lo hace la manera en que las personas que teorizan e investigan usan el término.

Destaco unos ejemplos de la enorme variedad que Hawkesworth registra: se usa género para analizar la organización social de las relaciones entre hombres y mujeres; para referirse a las diferencias humanas; para conceptualizar la semiótica del cuerpo, el sexo y la sexualidad; para explicar la distinta distribución de cargas y beneficios sociales entre mujeres y hombres; para aludir a las microtécnicas del poder; para explicar la identidad y las aspiraciones individuales de mujeres y hombres.

Así, resulta que se ve al género como un atributo de los individuos, como una relación interpersonal y como un modo de organización social. El género también es definido en términos de estatus social, de papeles sexuales y de estereotipos sociales, así como de relaciones de poder manifestadas en dominación y subordinación. Asimismo, se lo ve como producto de la atribución, de la socialización, de las prácticas disciplinarias o de las tradiciones. El género es descrito como un efecto del lenguaje, una cuestión de conformismo conductual, un modo de percepción y una característica estructural del trabajo, del poder y de la catexis. También es planteado en términos de una oposición binaria aunque igualmente se toma como un continuum de elementos variables y variantes. Con esta diversidad de usos e interpretaciones, género se convierte en una especie de comodín epistemológico que explica de manera tautológica lo que ocurre entre los sexos de la especie humana: todo es producto del género.

En este espacio es imposible trazar el amplio recorrido de la prolífica reflexión académica feminista que ha introducido matices y precisiones significativas en la conceptualización inicial del género. Por ello voy a centrarme únicamente en algunas críticas y aportaciones relevantes que se han dado en la aplicación de este concepto en mi disciplina –la antropología-,[2] pero que son útiles teóricamente para las demás ciencias sociales.

En el campo antropológico, el concepto de género, entendido como la simbolización que los seres humanos hacen tomando como referencia la diferente sexuación de sus cuerpos, tiene más de tres décadas de uso.[3] La prevalencia de un esquema simbólico dualista, inherente a la tradición del pensamiento judeocristiano occidental, que se reproduce implícitamente en la mayoría de las posturas intelectuales, vincula la universal asimetría sexual a un esquema binario, casi estático, de definición de lo masculino y lo femenino, donde las mujeres se asocian a la naturaleza y los hombres a la cultura.

La desconstrucción de esta idea en el desarrollo posterior de la teoría de las relaciones de género en la antropología ha sido una tarea constante. Muchas investigadoras develan la manera en que se opone dicotómicamente a mujeres y hombres dentro de distintas tradiciones culturales, que coinciden en ubicar en las características biológicas la “esencia” que distingue a los sexos.

Los rasgos invariables de las diferencias biológicas han propiciado que se conciba la simbolización que hoy llamamos género como un aparato semiótico que sigue un patrón universal dual, definido a partir de la sexuación. Las antropólogas feministas se dividen frente al tema de la universalidad de la subordinación femenina y un grupo destacado sostiene, a partir de investigaciones de campo, que la realidad contradice el énfasis binario de los esquemas de clasificación humana.[4]

En el desarrollo posterior de la teoría de las relaciones de género en la antropología la crítica a oponer dicotómicamente a mujeres y hombres derivó en una resistencia para comprender el carácter fundante que tiene la diferencia sexual.

Para finales de los ochenta, un puñado de antropólogas de la nueva corriente llamada “etnografía feminista” había puesto en evidencia las deficiencias hermenéuticas derivadas de una perspectiva no reflexiva. Esta crítica era parte de una postura epistemológica mucho más general, con importantes implicaciones para la investigación social, que se cobijó bajo el amplio paraguas del postestructuralismo.

Lo interesante de las exponentes de esa corriente fue que mostraron, a partir de investigaciones de campo, que la realidad contradecía el énfasis estructuralista de los esquemas de clasificación binaria. Con un rico material etnográfico, ellas abrieron una línea interpretativa distinta, que iba más allá de sólo registrar las expresiones culturales de la simbolización de género. Tomo dos ensayos como ejemplos paradigmáticos: el de Sylvia Yanagisako y Jane Collier (1987) y el de Marilyn Strathern (1987).

Las norteamericanas Yanagisako y Collier revitalizan el debate en el campo antropológico al cuestionar si verdaderamente la diferencia sexual es la base universal para las categorías culturales de masculino y femenino. Ellas sostuvieron que diferenciar entre naturaleza y cultura era una operación occidental, y que las distinciones entre reproducción y producción, público y privado, eran parte de ese pensamiento y no supuestos culturales universales.

Ellas argumentaron en contra de la idea de que las variaciones transculturales de las categorías de género eran simplemente elaboraciones diversas y extensiones del mismo hecho. Este cuestionamiento, que ubicaron en el corazón de la teoría del parentesco, fue interpretado al principio como mera provocación, pero marcó el inicio de una sana actitud irreverente al criticar las premisas consagradas en el campo de la antropología del género.

Coincidiendo con Yanagisako y Collier en el propósito de desmantelar el argumento universalista, la británica Strathern trató de ver cómo se dan las desigualdades de género en el ámbito de la capacidad de acción consciente (agency) en una sociedad determinada: los hagen de Nueva Guinea, en Melanesia.

Al describir los arreglos de género y las condiciones sociales que los producen, Strathern mostró que en esta sociedad los significados de masculino y femenino pueden ser alterados según el contexto. Ella encontró que las prácticas otorgan a las mujeres un papel activo en la construcción de sentido social y señaló que las categorías de género no abarcaban todo el rango de posibilidades de acción y posición para los hombres y las mujeres individuales.

Por eso mismo, las personas no estaban limitadas por el hecho de ser mujer u hombre. Esta perspectiva difería totalmente de la visión tradicional, que planteaba que la conducta de hombres y mujeres estaba constreñida al modelo ideológico de su sociedad. Por eso la dicotomía naturaleza/cultura, que supuestamente produce la desigualdad entre mujeres y hombres, no se aplicaba en los hagen. El punto clave que Strathern subrayó fue que el significado típico del género no se aplica transculturalmente.

De este modo, al sostener que tanto la distinción entre naturaleza y cultura como la de reproducción y producción o la de público y privado no eran supuestos culturales universales, y al negarse a aplicar transculturalmente (cross-culturally) un significado general de género, estas antropólogas quebraron la línea interpretativa dualista. Además, al mostrar cómo el esquema occidental dificulta la comprensión de que la simbolización no siempre se da de manera binaria, estas investigadoras pusieron evidencia que la eficacia simbólica del género no es uniforme sino es dispareja. Por este tipo de acotaciones, a finales de los ochenta y principios de los noventa, varias antropólogas feministas emprendieron la tarea de precisar el vocabulario conceptual y teórico con relación a los procesos de simbolización de la diferencia sexual.[5]

La labor de deslindar dos términos básicos -género y sexo- cobró un lugar relevante; sin embargo se dejó de lado algo fundamental: formular nuevas preguntas. Ya desde principios de los ochenta Michelle Z. Rosaldo (1980) había señalado que el problema que enfrentaban las antropólogas feministas no era el de la ausencia de datos o de descripciones etnográficas sobre las mujeres, sino de nuevas preguntas.

Rosaldo llamó a hacer una pausa y a reflexionar críticamente sobre el tipo de interrogaciones que la investigación feminista le plantea a la antropología y puso sobre la mesa el tema del paradigma del cual se parte al hacer una interpretación. Ella expresó con claridad que el marco interpretativo limita o constriñe al pensamiento: Lo que se puede llegar a saber estará determinado por el tipo de preguntas que aprendamos a hacer (Rosaldo, 1980: 390).

¿Cuál era el paradigma sobre el género que no propiciaba nuevas preguntas? Inicialmente, en los setenta, se habló del sistema sexo/género como el conjunto de arreglos mediante el cual la cruda materia del sexo y la procreación humanas era moldeada por la intervención social y por la simbolización (Rubin, 1975). Después, en los ochenta, se definió al género como una pauta clara de expectativas y creencias sociales que troquela la organización de la vida colectiva y que produce la desigualdad respecto a la forma en que las personas valoran y responden a las acciones de los hombres y las mujeres. Esta pauta hace que mujeres y hombres sean los soportes de un sistema de reglamentaciones, prohibiciones y opresiones recíprocas, marcadas y sancionadas por el orden simbólico.

Al sostenimiento de ese orden simbólico contribuyen por igual mujeres y hombres, reproduciéndose y reproduciéndolo, con papeles, tareas y prácticas que cambian según el lugar o el tiempo. Y aunque en los noventa se asume que lo que son los seres humanos es el resultado de una producción histórica y cultural, hay un borramiento de lo que implica la sexuación.

Aquilatar que el sujeto no existe previamente a las operaciones de la estructura social, sino que es producido por representaciones simbólicas dentro de formaciones sociales determinadas no debería dejar pasar por alto la materialidad de los cuerpos sexuados. Una cosa es distinguir las variadas y cambiantes formas de la simbolización y otra reconocer que si subsisten ciertas prácticas y deseos, habría que plantearse al menos la duda de si en verdad todo es producto del proceso de simbolización o si la diferencia sexual en sí condiciona algunas de esas diferencias. La formulación de que mujeres y hombres no son un reflejo de la realidad “natural” obliga, una vez más, a plantearse el interrogante sobre la naturaleza de la diferencia sexual.

La discusión teórica que de ahí se desprende es sobre el esencialismo: la creencia de que hay algo intrínsecamente distinto entre mujeres y hombres. Más allá de las estimulantes discusiones de los evolucionistas y del éxito de algunos trabajos de divulgación popular,[6] lo valioso de este debate es que se amplía al ámbito político y abre una reflexión sobre la voz de las mujeres.

Uno de los dilemas más acuciantes del feminismo es que parte sustancial del movimiento plantea la necesidad de hacer política, precisamente, “como mujeres”. Por eso se vuelve un desafío construir un discurso político movilizador que aborde el análisis del cuerpo sin caer en esencialismos.

Cuando el feminismo apela a un sujeto político universal –las mujeres— ¿está o no está haciendo un llamado esencialista? La manera de responder a esta interrogante depende justamente del enfoque teórico que se utilice: no es lo mismo un esencialismo sustancialista que un esencialismo estratégico, como lo sugiere Gayatri Spivak[7] (1989).

¿Cómo diferenciar un esencialismo estratégico de uno sustancialista? La respuesta de Spivak es doble: por un lado, para que verdaderamente se trate de un manejo estratégico, el uso político de la palabra “mujer” debe estar acompañado de una crítica persistente; si no hay crítica constante, entonces la estrategia se congela en una posición esencialista. Por otra parte, no da igual quién emplea la palabra “mujer”; no es lo mismo una mujer de barrio que una académica cuando dicen “yo, como mujer”; la distancia entre una mujer que se atreve a decir “yo, como mujer” en el despertar de su conciencia ante los poderes establecidos, y una universitaria con años de lecturas y discusiones, es similar a la que media entre una declaración esencialista estratégica y una concepción sustancialista.

En resumidas cuentas, el punto a dilucidar es dónde están situadas las personas que hablan y para qué usan el concepto. Definir quién habla y cómo lo hace es lo que distingue si se trata de esencialismo como estrategia, como recurso situacional o como creencia en una esencia de las mujeres, o sea, sustancialista.

Anteriormente, una vertiente crítica del movimiento feminista exploró qué implica referirse a las mujeres como unidad política, con los mismos intereses y necesidades. Al interrogarse si una mujer habla sólo como agente o representante de su sexo se respondió que también habla marcada por una cultura, una clase social, una pertenencia étnica o racial, por cierta sexualidad o determinada religión, en fin, por una historia o posición social determinada.[8]

Sin embargo, es de lo más común que las feministas se refieran a las mujeres así, sin distinción, como si se tratara de un sujeto colectivo. En su brillante análisis de las formas en que las mujeres legitiman su lenguaje público, Catherine Gallagher (1999) recuerda que lo que sacó a las mujeres a las calles, lo que las empujó a las distintas manifestaciones de la lucha feminista, desde las huelgas de hambre de las sufragistas hasta los variados enfrentamientos con la policía, fue “su sentimiento de lealtad hacia una comunidad de compañeras en el sufrimiento: en otras palabras, la solidaridad con un sujeto colectivo” (p. 55).

Indiscutiblemente el poder retórico del término “mujer” tiene que ver con ese sujeto colectivo. En política se necesita una idealización mínima para mover subjetividades y lograr cambios. Admitir que se requiere de un supuesto estratégico del cual partir, del tipo “todas las mujeres estamos oprimidas”, para facilitar procesos de apertura y comunicación, no es lo mismo que creer en una esencia compartida y defenderla. Por eso los llamados a una toma de conciencia política con frecuencia visten ropajes esencialistas, como la frase “yo, como mujer”.

Pero pasado ese primer momento, cada tendencia del movimiento feminista requiere desarrollar con más cuidado su posicionamiento respecto de la diferencia sexual. El uso acrítico del término “mujeres” conlleva un riesgo para la acción política, por ejemplo, al estimular la idea de que sólo una mujer puede saber realmente qué le ocurre a otra mujer; dicha suposición es equivocada, no sólo por “esencialista”, sino porque plantea la posibilidad del conocimiento en la identidad. Por eso hay que vigilar hasta el lenguaje: no es lo mismo hablar “como mujer” que hablar “desde un cuerpo de mujer”.[9]  Esta tenue distinción, plena de significado, es crucial para la forma en que se aborda la política.

Si mujeres y hombres no son un reflejo de la realidad “natural”, ¿cuál es la naturaleza de la diferencia sexual? El hecho de valorar que el sujeto no existe previamente a las operaciones de la estructura social, sino que es producido por las representaciones simbólicas dentro de formaciones sociales determinadas tiene como consecuencia un olvido de la materialidad de los cuerpos. Sin embargo, el ser humano no es neutro, es un ser sexuado. Y aunque se distinguen las variadas y cambiantes formas de la simbolización, persiste una duda: ¿las prácticas son producto únicamente del proceso de simbolización o tal vez ciertas diferencias biológicas condicionan algunas de ellas?

A estas reflexiones, que se fueron afinando a medida en que la teoría y la investigación fueron avanzando, se sumó la oleada de debates que suscitó la formulación de Judith Butler (1990) sobre el género como performance. Butler definió al género como el efecto de un conjunto de prácticas regulatorias complementarias que buscan ajustar las identidades humanas al modelo dualista hegemónico.

En la forma de pensarse, en la construcción de su propia imagen, de su autoconcepción, los seres humanos utilizan los elementos y categorías hegemónicos de su cultura. Aunque Butler parte de que el género es central en el proceso de adquisición de la identidad y de estructuración de la subjetividad, ella pone el énfasis en la performatividad del género, o sea, en su capacidad para abrirse a resignificaciones e intervenciones personales.

En Gender Trouble (traducido como “El género en disputa”) Butler analizó la realidad social, concebida en “clave de género”, y mostró la forma en que opera la normatividad heterosexista en el orden representacional. Pero la vulnerabilidad de su análisis radicaba en que no daba cuenta de la manera compleja cómo se simboliza la diferencia sexual.[10] Con la estructura psíquica y mediante el lenguaje los seres humanos simbolizan la asimetría biológica. El entramado de la simbolización se hace tomando como base lo anatómico, pero parte de la simbolización se estructura en el inconsciente. Al concebir al género como performance, ¿dónde quedaba el papel de la estructuración psíquica?

Butler es criticada por varias antropólogas, entre las que destaca la antropóloga británica Henrietta L. Moore. Con varios ensayos y libros sobre el género en su haber (1988, 1994ª, 1994b) Moore cuestiona la interpretación sobre la performatividad del género de Butler y se deslinda de lo que califica una actitud voluntarista sobre el género. A partir del supuesto de Butler de que como el género se hace culturalmente, entonces se puede deshacer, se alienta también la suposición de que si el sexo es una construcción cultural entonces se puede desconstruir. Al describir la imposición de un modelo hegemónico de relaciones estructuradas dualmente, Butler postula la flexibilidad de la orientación sexual y legitima sus variadas prácticas. Pero precisamente por el inconsciente es que, aunque las prácticas regulatorias imponen el modelo heterosexual de relación sexual, existen la homosexualidad y otras variaciones queer. Éstas muestran la fuerza de la simbolización inconsciente y las dificultades psíquicas para aceptar el mandato cultural heterosexista.

La formulación del género como performance tiene éxito entre muchas teóricas e investigadoras estadunidenses. Pero del otro lado del Atlántico dicha idea no logra el mismo efecto. Por la rica tradición hermeneútica que en Europa tiene la teoría psicoanalítica, el trabajo de Butler no impacta igual a la academia.[11] La crítica fundamental que recibe Butler es la de que, al reducir la diferencia sexual a una construcción de prácticas discursivas y performativas, niega implícitamente su calidad estructurante.

Butler se ve obligada a explicar con más detalle su postura, y lo hace en un segundo libro, que no tiene tanto éxito, al que titula Bodies that matter (1993), “Cuerpos que importan”. La influencia de Butler es muy amplia, como se comprueba en la cantidad de trabajos que retoman el sentido performativo del género. Además, Butler ha ido enriqueciendo y transformando sus concepciones. En su último libro, Undoing Gender (2004), “Deshaciendo el género”, donde se centra en las prácticas sexuales y los procesos de cambio de identidad, Butler se acerca a la conceptualización de habitus de Bourdieu, y define al género como “una incesante actividad realizada, en parte, sin que una misma sepa y sin la voluntad de una misma” (2004:1).

Indudablemente, la reflexión sobre el género se enriquece con los debates sobre su carácter performativo. Pero en el campo de la antropología prevalece la vieja tradición de interpretar la cultura como un sistema de símbolos. La lingüística plantea cuestiones fundamentales e influye en los estudios de género, que empiezan a trabajar sobre las metáforas de la diferencia sexual y cómo éstas producen un universo de representaciones y categorías. Al tomar el lenguaje como un elemento fundante de la matriz cultural, o sea, de la estructura madre de significaciones en virtud de la cual las experiencias humanas se vuelven inteligibles, se ve que lo “femenino” y lo “masculino” están previamente presentes en el lenguaje. Y aunque el género se sigue definiendo como la simbolización de la diferencia sexual, simbolización que distingue lo que es “propio” de los hombres (lo masculino) y lo que es “propio” de las mujeres (lo femenino), se admite ya que los seres humanos nacen en una sociedad que tiene un discurso previo sobre los hombres y las mujeres, que los hace ocupar cierto lugar social.

Paulatinamente se entiende la “perspectiva de género” como la visión que distingue no sólo la sexuación del sujeto que habla sino también si lo hace con un discurso femenino o con uno masculino. Así, se abre el panorama a otras complejidades, por ejemplo, ¿a qué género pertenece una mujer con un discurso masculino; qué lugar ocupa socialmente, el de un hombre?

Aunque nadie duda a estas alturas que el género, por definición, es una construcción cultural e histórica, es evidente que se ha vuelto un concepto problemático no sólo por la dificultad para comprender la complejidad a la que alude sino también por el hecho generalizado y lamentable de su cosificación. Paulatinamente género se ha vuelto un sociologismo que cosifica las relaciones sociales, que son vistas como sus productoras, pues falla al explicar cómo los términos masculino y femenino están presentes en el lenguaje previamente a cualquier formación social. Aparte de la reificación que ha sufrido el concepto de género, también se ha convertido en un fetiche académico[12]. Más que nunca es necesario desmitificar, y continuar con la labor de introducir precisiones.

Una de las aportaciones más útiles en el campo antropológico es la que hace Alice Schlegel (1990). Ella se esfuerza por clarificar el significado de género, y despliega su análisis tomando al género como un constructo cultural que no incide en las prácticas reales de los hombres y las mujeres. Ella distingue entre el significado general de género (general gender meaning) -lo que mujeres y hombres son en un sentido general- y el significado específico de género (specific gender meaning) –que es lo que define al género de acuerdo con una ubicación particular en la estructura social o en un campo de acción determinado. Ella descubre que a veces el significado específico de género en una instancia determinada se aleja del significado general, e incluso varios significados específicos contradicen el significado general.[13]

Schlegel sostiene que es posible aclarar mucha de la confusión entre los significados si se toma en consideración el contexto. Mujeres y hombres, como categorías simbólicas, no están aisladas de las demás categorías que componen el sistema simbólico de una sociedad: el contexto de la ideología particular es la ideología total de la cultura. Pero también el contexto de los significados específicos de género son las situaciones concretas donde se dan las relaciones entre mujeres y hombres. El significado que se le atribuye al género tiene más que ver con la realidad social que con la forma en que dichos significados encajan con otros significados simbólicos. Por eso en la práctica se dan contradicciones.

Schlegel usa su investigación con los hopi de Estados Unidos como ejemplo, y señala cómo en muchas etnografías se alude a los significados generales, que se desprenden de los rituales, los mitos, la literatura, pero no se analizan los significados específicos. Ella dice que los significados específicos varían inmensamente, pues están cruzados por cuestiones de rango y jerarquía y las actitudes particulares de un sexo hacia el otro pueden discrepar del sentido general. Desde el significado general de género hay una forma en que se percibe, se evalúa y se espera que se comporten las mujeres y los hombres, pero desde el significado específico se encuentran variaciones múltiples de cómo lo hacen. Ella indica que todas las sociedades han llegado a una gran variabilidad en la práctica, en el significado específico, y que esto a veces se opone al significado general.

Además, las contradicciones aparentes en los mandatos sobre la masculinidad y la feminidad remiten al hecho de que aunque los seres humanos son una especie con dos sexos,[14] las parejas de sexos cruzados pueden ser no sólo marido y mujer sino de varios tipos: padre e hija, abuela y nieto, hermano y hermana, tía y sobrino, etc. Estas diferencias introducen elementos jerárquicos debidos a la edad o al parentesco que invierten o modifican los significados generales de género. Por eso, el primer paso en un análisis del género debería ser la definición de los significados generales y los específicos para luego explorar cómo surgen esos significados generales y cómo los específicos toman formas que resultan contradictorias con el significado general.

Para Schlegel queda claro que las categorías a través de las cuales los sistemas de sexo/género hacen aparecer como natural (naturalizan) la diferencia sexual siempre son construcciones ideales, y que las vidas concretas de los individuos, las experiencias de sus cuerpos y sus identidades, rebasan ese dualismo. Esto va muy en la línea de lo que señala una psicoanalista, Virginia Goldner (1991), en el sentido de afirmar que existe una paradoja epistemológica respecto al género. La paradoja es que el género es una verdad falsa pues, por un lado, la oposición binaria masculino-femenino es supraordenada, estructural, fundante y trasciende cualquier relación concreta; así masculino/femenino, como formas reificadas de la diferencia sexual, son una verdad. Pero, por otro lado, esta verdad es falsa en la medida en que las variaciones concretas de las vidas humanas rebasan cualquier marco binario de género y existen multitud de casos que no se ajustan a la definición dual.

Al introducir este tipo de matices y precisiones se va erosionando la idea del sistema de género como primordial, transhistórica y esencialmente inmutable[15] y se va perfilando una nueva comprensión de la maleabilidad del género, que tiene más que ver con la realidad social que con la forma cómo los enunciados formales sobre lo “masculino” o lo “femenino” encajan con otros significados simbólicos. También se empieza a comprender lo que dijo otra antropóloga, Muriel Dimen (1991): que el género a veces es algo central, pero otras veces es algo marginal; a veces es algo definitivo, otras algo contingente. Y así, al relativizar el papel del género, se tienen más elementos para desechar la línea interpretativa que une, casi como un axioma cultural, a los hombres a la dominación y a las mujeres a la subordinación.

A pesar de estos indudables avances, a finales de los noventa persiste una duda. Aunque se acepta que es el orden simbólico el que establece la valoración diferencial de los sexos para el ser parlante, ¿es posible distinguir qué corresponde al género y qué al sexo? La duda está presente en otros interrogantes. Si el sexo también es una construcción cultural, ¿en qué se diferencia del género? ¿No se estará nombrando de manera distinta a lo mismo? ¿Cómo desactivar el poder simbólico de la diferencia sexual, que produce tanta confusión y/o inestabilidad de las categorías de sexo y género?

La cuestión es difícil en sí misma, y más lo fue para muchas de las antropólogas feministas por su constructivismo social mal entendido. El constructivismo social parte de una postura anti-esencialista, que le otorga mucha importancia a la historia y a los procesos de cambio. Pero aunque el constructivismo social “no necesita negar el mundo material o las exigencias de la biología” (Di Leonardo apud. Roigan, 1991: 30), muchas antropólogas habían evitado entrar al debate sobre las implicaciones y las consecuencias de la sexuación, debate que persistía entre los antropólogos evolucionistas[16]. Sin embargo, llega un momento en que no se puede postergar más el abordar las consecuencias de la diferenciación sexual del cuerpo.

El tema, además, está muy cargado políticamente, pues la diferencia de los sexos en la procreación ha sido utilizada para postular su complementariedad “natural”. Mediante el proceso de simbolización se ha extrapolado la complementareidad reproductiva al ámbito social y político. Simbólicamente se ha visto a los dos cuerpos como entes complementarios. Así, tomando como punto de partida la interdependencia reproductiva, se han definido los papeles sociales y los sentimientos de mujeres y hombres también como interdependientes o complementarios.

Es evidente que la primera división sexual del trabajo estableció, hace miles de años, una diferenciación entre los ámbitos femenino y masculino. Pero el desarrollo humano posterior ha modificado sustancialmente las condiciones de esa primera división, que quedó simbolizada en la separación del ámbito privado y el público. Si bien los dos cuerpos se requerían mutuamente para la continuidad de la especie, sin embargo no son ineludiblemente complementarios en las demás áreas. Interpretar la complementareidad reproductiva como potente evidencia de una complementareidad absoluta es erróneo y peligroso.

Ese tipo de pensamiento llevó a considerar que las mujeres deben estar en lo privado y los hombres en lo público, lo cual ha significado formas conocidas de exclusión y discriminación de las mujeres. Pero las diferencias anatómicas no son expresión de diferencias más profundas; son sólo eso, diferencias biológicas. Para tener claridad, es necesario historizar el proceso de la división sexual del trabajo, y desconstruir las resignificaciones que las sociedades le han ido dando a la procreación.

El impacto que provocan el embarazo y el parto en los seres humanos se expresa de diversas maneras. Una de ellas, la perplejidad ontológica ante la diferencia procreativa, ha derivado en una mistificación de la heterosexualidad: el heterosexismo imperante. Esta mistificación es la base ideológica de la homofobia. Hay que deslindar la reproducción de la sexualidad. Pensar que la sexualidad humana también requiere complementareidad es un grave error interpretativo. La función reproductiva de mujeres y hombres no determina los deseos eróticos, ni los sentimientos amorosos. Además de insistir en esta puntualización, la reflexión antropológica se enfrentó a qué hacer ante la persistente recurrencia en darle a la biología más peso para explicar las cuestiones de la naturaleza humana.

Es evidente que con el abismo que hay actualmente entre las disciplinas biológicas y las sociales se dificulta situar con claridad qué implicaciones ha tenido la anatomía sexuada de los seres humanos en la producción de ciertos procesos culturales.[17]

En las condiciones sociales de producción de la cultura, la sexuación ha jugado un papel fundamental que ha ido cambiando históricamente. Y también el proceso de procreación humana se ha ido transformando. Recientemente, un fenómeno mundial ha hecho imperiosa la necesidad de una reflexión más elaborada sobre la relación entre biología y cultura: el desarrollo de las nuevas tecnologías reproductivas. Estas inéditas formas de procrear, que constituyen un ejemplo paradigmático de la capacidad humana para rebasar las limitaciones de la biología e imponer la cultura, han venido a cimbrar los supuestos consagrados de la ideología occidental respecto al parentesco.[18]

Así, para finales del siglo XX e inicios del XXI, la biología vuelve a cobrar presencia en las reflexiones feministas sobre las relaciones sociales. Pensar la compleja relación biología/cultura requiere, no sólo contar con análisis serios del peso de la sexuación en las prácticas de mujeres y hombres, sino también comprender que la desigualdad social y política entre los sexos es un producto humano, que tiene menos que ver con los recursos y las habilidades de los individuos que con las creencias que guían la manera cómo la gente actúa y conforma su comprensión del mundo.

Pero ¿es posible vincular ciertos aspectos de la desigualdad social con la asimetría sexual? Como existen pautas que se repiten, no hay que centrarse únicamente en las formas locales y específicas de relación social, sino que hay que atreverse a explorar lo biológico. Resulta paradójico que, a pesar de los avances teóricos, persista la dificultad para reconocer que el lugar de las mujeres y de los hombres en la vida social humana no es un producto sólo del significado que sus actividades adquieren a través de interacciones sociales concretas, sino también de lo que son biológicamente. Por eso, aunque en la vida social humana la biología, más que una causa de la desigualdad, es una excusa, cada vez resulta más crucial dar cuenta de la interacción con lo biológico. De ahí la importancia de construir puentes entre las ciencias sociales y las naturales.[19]

En el sentido de reconocer los vínculos con la biología, destaca el trabajo de la antes mencionada Henrietta Moore. En 1999 publica un agudo ensayo titulado “Whatever happened to Women and Men? Gender and other Crises in Anthropology” (¿Qué rayos pasó con las mujeres y los hombres? El género y otras crisis en la Antropología).

Moore examina las limitaciones teóricas del discurso antropológico al hablar de género, sexo y sexualidad, y contrasta transculturalmente la historia del pensamiento antropológico con relación a las variadas conceptualizaciones de la persona y del self (el yo propio). Su abordaje se nutre tanto de la teoría postestructuralista como de la teoría psicoanalítica. También registra un cambio en la conceptualización de género: “de ser una elaboración cultural del sexo ahora se convierte en el origen discursivo del sexo” (Moore, 1999: 155).

Desde su comprensión del psicoanálisis, Moore critica que se intente reducir la diferencia sexual a un constructo de prácticas discursivas variables históricamente y de que se rechace la idea de que hay algo invariable en la diferencia sexual. De este modo, recorre los términos del debate sexo/género que se dan en torno al clásico interrogante de qué es lo determinante, la naturaleza o la cultura, en distintas formas: esencialismo versus constructivismo, o sustancia versus significación. Moore recuerda que Freud fue de los primeros en señalar las limitaciones de este tipo de formulación al plantear que ni la anatomía ni las convenciones sociales podían dar cuenta por sí solas de la existencia del sexo. También sostiene que Lacan fue más lejos al decir que la sexuación no es un fenómeno biológico, porque para asumir una posición sexuada hay que pasar por el lenguaje y la representación: la diferencia sexual se produce en el ámbito de lo simbólico.[20]

Moore dice que aunque es obvio que sexo y género no son lo mismo, no hay que tratar de definir tajantemente la frontera entre ellos. Las fronteras se mueven: los seres humanos son capaces de variar sus prácticas, de jugar con sus identidades, de resistir a las imposiciones culturales hegemónicas.

Sin embargo, no hay que confundir la inestabilidad de las categorías sexo y género con el borramiento (o desaparición) de los hombres y las mujeres, tal como los conocemos, física, simbólica y socialmente. Moore señala que la sexuación de los cuerpos no se podrá comprender si se piensa que el sexo es una construcción social. Su dilema intelectual pasa por la posibilidad de reconciliar las teorías que aceptan al inconsciente con las de la elección voluntarista, las estructuras no cambiantes de la diferencia lingüística con la actitud discursiva performativa, el registro de lo simbólico con el del social. De ahí que ella plantee la necesidad de desarrollar una perspectiva interpretativa que reconozca la compleja relación entre el materialismo y el constructivismo social.[21]

Las antropólogas feministas que intentamos trabajar con el concepto de género tenemos que retomar el planteamiento de Moore y, aparte de abordar la tarea de reconciliar teorías y reconocer complejas relaciones, asumir lo que señaló Rosaldo (1980) hace un cuarto de siglo: lo crucial es hacer buenas preguntas. ¿Hoy cuáles serían éstas? No pretendo conocerlas todas, pero sí tengo una fundamental: si la diferencia sexual no es únicamente una construcción social, si es lo que podríamos llamar sexo/substancia y, al mismo tiempo, sexo/significación ¿hay o no una relación contingente entre cuerpo de hombre y masculinidad y cuerpo de mujer y feminidad? Despejar esta incógnita es imprescindible para esclarecer las consecuencias sociales de la disimetría biológica entre los machos y las hembras de la especie. Lo masculino y lo femenino ¿son transcripciones arbitrarias en una conciencia neutra o indiferente?

Es indudable que el hecho de que el cuerpo de mujer o el cuerpo de hombre tengan un valor social previo tiene un efecto en la conciencia de las mujeres y los hombres. Pero, aunque se reconozca el peso de la historia y la cultura, ¿hasta dónde gran parte de la significación del género tiene raíces en la biología? Estas interrogantes remiten a una duda que tiene un aspecto político: si tanto la feminidad como la masculinidad (en el sentido de género) son más que mera socialización y condicionamiento, si son algo más que una categoría discursiva sin referente material, o sea, si tienen que ver con la biología, ¿se podrá eliminar la desigualdad social de los sexos? El dilema político resuena en la teoría: ¿cómo aceptar a la diferencia sexual como algo fundante, sin que quede fuera de la historia ni sea resistente al cambio?

Marcadas por su sexuación y por una serie de elementos que van desde las circunstancias económicas, culturales y políticas hasta un desarrollo particular de su vida psíquica, las personas ocupan posiciones diferenciadas en el orden cultural y político. El desciframiento de su determinación situacional y relacional como seres humanos exige no sólo una mayor investigación sino una mejor teorización de la compleja articulación entre lo cultural, lo biológico y lo psíquico.

Dicha teorización requiere de conceptos que abarquen ambas dimensiones. Entre estos conceptos se encuentra el de habitus (Bourdieu 1991), que es al mismo tiempo un producto (el entramado cultural) y un principio generador de disposiciones y prácticas. Con el habitus se comprende que las prácticas humanas no son sólo estrategias de reproducción determinadas por las condiciones sociales de producción, sino también son producidas por las subjetividades. Otro concepto relevante es embodiment,[22] que transmite la idea de la presencia concreta del cuerpo y su subjetividad sensorial. Más determinante que el tema de la corporalidad de la diferencia, en el sentido de la diferencia anatómica entre mujeres y hombres, es el proceso de encarnación (de embodiment) en el cuerpo de las prescripciones culturales. Los conceptos de embodiment y de habitus resultan de gran utilidad para el análisis de los sistemas de género, o sea, de las formas cómo las sociedades organizan culturalmente la clasificación de los seres humanos.

No se puede concebir a las personas sólo como construcciones sociales ni sólo como anatomías[23]. Ambas visiones reduccionistas son inoperantes para explorar la articulación de lo que se juega en cada dimensión: carne (hormonas, procesos bioquímicos), mente (cultura, prescripciones sociales, tradiciones) e inconsciente (deseos, pulsiones, identificaciones). El cuerpo es más que la “envoltura” del sujeto. El cuerpo es mente, carne e inconsciente, y es simbolizado en los dos ámbitos: el psíquico y el social. La representación inconsciente del cuerpo necesariamente pasa por la representación imaginaria y la simbólica.

Pero aunque el cuerpo es la bisagra entre lo psíquico y lo social, esencializar su duplicidad biológica puede hacer resbalar hacia equívocos inquietantes, como el de creer, por ejemplo, que por el hecho de la sexuación el pensamiento de hombres y mujeres es diferente. De ahí que la apuesta sea, por lo tanto, doble: reconocer la diferencia sexual al mismo tiempo que se la despoja de sus connotaciones deterministas.

Entre las cuestiones más apremiantes está lograr que, en el campo antropológico, se asuma una actitud desmistificadora con la sexuación, pero que al mismo tiempo se valore su centralidad para la vida psíquica. Quienes se interesan por la investigación y reflexión sobre el género deben advertir la estrecha articulación que tiene la diferencia sexual con la dimensión psíquica, y los procesos de identificación que desata. Las relaciones de género son las más íntimas de las relaciones sociales en las que estamos entrelazados, y mucha de la construcción del género se encuentra en el ámbito de la subjetividad. Hay que recordar constantemente que el desarrollo de los procesos relacionales incluye una parte inconsciente de nuestras creencias sobre la diferencia sexual.

Aunque hace tiempo que el psicoanálisis definió al yo como un constructo relacional, en la actualidad también se lo entiende como un efecto de la construcción social del género. O sea, la simbolización de la diferencia sexual es un proceso que estructura las subjetividades. En ese sentido, el análisis de la construcción cultural de las subjetividades es uno de los grandes desafíos de la antropología hoy.

Henrietta Moore señala que, en cierto sentido, es “la continuación de debates antiguos sobre la relación estructura/capacidad de acción (agency)” (Moore, 1999). Esto es de suma importancia para la toma de conciencia que con frecuencia ocurre durante el trabajo de campo y que impulsa la capacidad de agency de los sujetos que estudiamos y con quienes nos relacionamos. Por eso, la antropología habrá de ampliar su vía reflexiva para explorar el impacto del género en algunos procesos identificatorios.

Por todo lo anterior, y aunque hoy por hoy no se han podido eliminar los usos indebidos y las acepciones ambiguas del concepto género, insisto en lo fundamental que es tener una verdadera perspectiva de género en el campo de la antropología. Algunas personas, hartas de la confusión definitoria, han renunciado a usar esa categoría y desprecian dicha perspectiva interpretativa.

Joan W. Scott, una historiadora norteamericana, autora de uno de los ensayos más importantes sobre el género (1986), hizo en un trabajo posterior un lúcido señalamiento: hay que leer esta confusión, mezcla e identificación que se sigue haciendo entre sexo y género como un síntoma de ciertos problemas recurrentes (1999: 200). Tal vez podríamos tomar como este tipo de síntoma un problema que Bourdieu denuncia: “la deshistorización y la eternización relativas de las estructuras de la división sexual y de los principios de división correspondientes” (2000:8).

Bourdieu propone detectar “los mecanismos históricos responsables” de estos procesos perversos, para “reinsertar en la historia, y devolver, por tanto, a la acción histórica la relación entre los sexos que la visión naturalista y esencialista les niega” (Bourdieu 2000: 8).

Finalmente, concluyo esta intervención convencida de que si se pretende explorar o reflexionar sobre el género, es necesario afinar el análisis asumiendo la complejidad. Esto implica, entre otras cosas, tener presente las tres dimensiones del cuerpo. Muchos errores en la utilización conceptual de género tienen que ver con esquivar las referencias a la sexuación. No se debe evitar el aspecto biológico, de la misma manera que no se lo puede privilegiar, repitiendo explicaciones que se centran únicamente en los procesos biológicos del cuerpo. Aunque por el momento no existan claras formulaciones que permitan comprender mejor nuestro intrincado objeto de estudio, es importante abrirse a la complejidad en cuestiones teóricas y conceptuales. Por eso, creo que viene al caso recordar lo que un escritor español, José María Guelbenzu (2003), señaló respecto a la claridad y la complejidad.

Él dijo, respecto a la literatura, que cuánto más se perfilan y decantan los elementos de una historia, más compleja se vuelve la narración y –paradoja aparente- más se aclaran las situaciones. Complejidad y claridad no son términos antagónicos; lo complejo es lo que permite al lector disponer de claridad a la hora de tomar posiciones ante los personajes a cuyo drama asiste.

Sólo asumiendo la complejidad de la simbolización de la diferencia sexual se podrá tener claridad para analizar las múltiples dimensiones de las relaciones entre los sexos. La teoría es necesaria no sólo para facilitar el indispensable cambio de paradigmas sobre la condición humana, sino para frenar las prácticas discriminatorias que traducen diferencia por desigualdad.

Al ver cómo los estragos reduccionistas de la interpretación dualista del género reverberan en las propuestas políticas feministas se comprueba la urgencia de aclarar estas cuestiones. Si alentar la capacidad de acción consciente (agency) es un objetivo del feminismo, una responsabilidad de las antropólogas comprometidas con esa causa es la de facilitar las herramientas reflexivas que movilicen la potencial conciencia de su clientela política. La acción colectiva se nutre, también, de las luces del conocimiento. Por eso, justamente, es que la teoría no es un lujo sino una necesidad.

Conferencia Magistral presentada en el XIII Coloquio Anual de Estudios de Género, en la Ciudad de México, el 17 de noviembre del 2004

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[1] Especialmente significativa fue la manera en que el Vaticano, institución misógina como pocas, usó su calidad de “observador” durante las conferencias de Naciones Unidas, en especial la de Población y Desarrollo (El Cairo 1994) y la de la Mujer (Pekín 1995) para presionar a los gobiernos para que el término género fuera eliminado del texto de los acuerdos. Su intento fracasó, y las conferencias de la ONU legitimaron en la esfera pública internacional el término género. Así como el Vaticano cuestionó el término género y se opuso a su utilización, de la misma manera lo hizo en México el Arzobispado y sus personeros. En espacios con notoria influencia del catolicismo se dieron rechazos simbólicos: hubo quien escribió un documento afirmando que el término género “ofendía a los mexicanos” y pidiendo que en México no se utilizara. Véase Lamas (2001).

[2] Mis ejemplos están acotados a algunas autoras en tres comunidades antropológicas: la norteamericana, la británica y la francesa. No incluyo aquí a la comunidad latinoamericana porque, aunque la producción de investigaciones sobre género es sustantiva, apenas ha tomado parte en el debate teórico. Sin embargo, quiero mencionar a dos autoras que ubican la situación de los estudios antropológicos de género en nuestra región: González Montes (1993), desde un panorama del estado de la investigación y Montecino ( 2002), quien realiza un análisis de las especificidades y los obstáculos de la producción intelectual latinoamericana, que contrapone a las antropólogas del Sur con las del Norte.

[3] Eso no quiere decir que la idea del género no estuviera presente ya desde los treintas, con Margaret Mead y se usara después con otras antropólogas de los cincuentas y sesentas. Mary Goldsmith (1986) hace un cuidadoso recuento de los debates que se dieron entre antropólogas anglosajonas en torno a los estudios de la mujer y la aparición de la categoría género.

[4] Un ejemplo del énfasis binario es la publicación casi simultánea de dos ensayos, uno en Estados Unidos y otro en Francia, con un título casi idéntico: “¿Es la mujer con respecto al hombre lo que la naturaleza con respecto a la cultura?” de Sherry B. Ortner (1972) y “¿Hombre-cultura y Mujer-naturaleza?” de Nicole-Claude Mathieu (1973). El trabajo de Ortner, revisado y vuelto a publicar en la exitosa antología de Rosaldo y Lamphere (1974), tuvo una influencia sustantiva en el pensamiento feminista, y su posición estructuralista fue cuestionada por Eleanor Leacock (1978, 1981), Karen Sacks (1982) y MacCormack y Strathern (1980). En 1996 Ortner revisa la vigencia de dicho ensayo (pp. 173-180), e introduce matices interesantes sobre el tema de la universalidad de la dominación masculina, y de qué entiende ella por “estructura”: en un sentido levistraussiano, la búsqueda de amplias regularidades a lo largo del tiempo y el espacio.

[5][5] Al igual que ocurre en otras disciplinas, la acepción en inglés de gender como sexo y en español como clase, tipo o especie han introducido desconciertos semánticos y conceptuales sobre la forma en que se emplea dicha categoría. Lamas (1996)

[6] Especialmente exitosa ha sido la obra de Helen Fisher, que en menos de quince años (de 1983 a 1999) logró posicionar al evolucionismo biológico feminista.

[7] Ella introduce esta distinción y defiende lo que llama un “strategic use of a positivist essentialism in a scrupulously visible political interest”. Veáse Spivak 1989, p. 126

[8] Linda Alcoff es de las teóricas que explican con claridad la noción de “posicionamiento social” dentro de la teoría feminista. Véase Alcoff (1988).

[9] Esta distinción la elabora espléndidamente una feminista italiana, Alessandra Bocchetti (1996).

[10] Contrasta la formulación de Butler con la de Pierre Bourdieu sobre el habitus y el uso que él le da al concepto de reproducción. Véase Bourdieu (1991).

[11] Aunque son varios los elementos que dificultan la aceptación de la formulación de Butler, uno fundamental es el estatuto del psicoanálisis entre las ciencias sociales en Europa. La utilización de la teoría psicoanalítica entre las científicas sociales francesas se extiende también a las británicas, y un nutrido número de antropólogas tiene formación lacaniana.

[12] El acto de tratar algo como si fuera un fetiche quiere decir, figurativamente, tenerle “admiración exagerada e irracional” (Diccionario de M. Moliner) y “veneración excesiva” (Diccionario de la Real Academia). Una consecuencia de la fetichización es la exclusión de lo que no se parezca al fetiche. Tal es el caso de Gender, el libro de Iván Illich publicado en 1982 y traducido al castellano como El género vernáculo (1990). Al revisar la bibliografía de los estudios sobre género en diversas disciplinas -antropología, sociología, historia- es notable la ausencia de referencias al libro de Illich. ¿Por qué? Illich contravino la tendencia de “olvidar” la diferencia sexual. Aunque Illich no logró formular con claridad sus certeras intuiciones sobre la calidad irreductible y fundante de la diferencia sexual, su mirada heterodoxa provocó la animadversión de la academia feminista norteamericana, lo cual le significó quedar excluido del circuito más poderoso sobre género. Esto es un ejemplo de lo que Bourdieu y Wacquant (2001) han denominado las “argucias de la razón imperialista”, que funcionan, por ejemplo, por la vía de la imposición de agendas de investigación – ¡y bibliografías!- promovidas desde la doxa norteamericana a través de sus universidades y fundaciones.

[13] Goldsmith encuentra como un antecedente fundamental a esta precisión entre significado general y específico el debate entre Leacock y Nash sobre ideología y prácticas, en Leacock (1981, pp. 242-263).

[14] Anne Fausto Sterling insiste en que hablar de dos sexos no es preciso, pues no incluye a los hermafroditas y a los intersexos con carga masculina y femenina (merms y ferms). Sin embargo, en la mayoría de las sociedades la ceguera cultural ante estas variaciones hace que se reconozcan sólo dos sexos. Véase Fausto-Sterling (1992, 1993).

[15] En referencia a lo inmutable, Bourdieu dice que lo que aparece como eterno sólo es un producto de un trabajo de eternización que incumbe a unas instituciones (interconectadas) tales como la Familia, la Iglesia, el Estado, la Escuela (2000: 8). El trabajo de eternizar es similar al de naturalizar: hace que algo construido a lo largo de la historia por seres humanos se vea como “eterno” o “natural”.

[16] Goldsmith me señaló que muchas de las antropólogas feministas de los 70s eran neo-evolucionistas, alumnas de Service y Sahlins, y que también había antropólogas físicas, como Leila Leibowitz y Jane Lancaster, que trataban de comprender la relación con lo biológico.

[17] Tres ensayos antropológicos van en esa dirección: el de Roger Larsen (1979), el de Barbara Diane Miller (1993) y el de Marvin Harris (1993).

[18] Es muy interesante lo que las antropólogas feministas están trabajando en el campo de la reproducción asistida y de las nuevas tecnologías reproductivas. Véase Héritier, Strathern y Olavarría.

[19] Esa fue una de las intenciones del Coloquio sobre “El hecho femenino. ¿Qué es ser mujer?”, del cual se publicaron las ponencias en un libro coordinado por Evelyne Sullerot (1979). Además, hay interesantes caminos abiertos desde la psicología evolutiva, como los trabajos de Wright (1994) y Browne (2002).

[20] De ahí que, pese a que los seres humanos se reparten básicamente en dos cuerpos (si no tomamos en cuenta los intersexos como señala Fausto-Sterling (1993), exista una variedad de combinaciones entre identidades y orientaciones sexuales.

[21] En eso coincide con Bourdieu, que exhorta a lo largo de su obra a escapar a las desastrosas alternativas (como la que se establece entre lo material y lo ideal) que no dan cuenta de esta compleja articulación.

[22] Ver la compilación de Csordas (1994), especialmente su introducción, donde plantea al cuerpo como representación y como forma de ser en el mundo, así como la compilación de ensayos teóricos editada por Weiss y Haber (1999).

[23] Roger Larsen señala: “El comportamiento no es ni innato, ni adquirido, sino ambas cosas al mismo tiempo” (1979: 352).

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