Geografías poscoloniales y translocalizaciones narrativas de “lo latinoamericano” 1998

Geografías poscoloniales y translocalizaciones narrativas de “lo latinoamericano” Santiago Castro-Gómez Caracas 1998

La crítica al colonialismo en tiempos de la globalización
En: FOLLARI, Roberto y LANZ Rigoberto (comp.): Enfoques sobre Posmodernidad en América Latina. Editorial Sentido, Caracas, 1998. pp. 155-182.

Cuando Jürgen Habermas propuso en 1981 su concepto de «colonización del mundo de la vida», estaba señalando, a mi juicio, un hecho fundamental: las prácticas coloniales e imperialistas no desaparecieron una vez concluidos la Segunda Guerra Mundial y los procesos emancipatorios del «Tercer Mundo». Estas prácticas tan sólo cambiaron su naturaleza, su carácter, su modus operandi. Para Habermas, la colonización tardomoderna no es algo que tenga su locus en los intereses imperialistas del Estado-nación, en la ocupación militar y en el control del territorio de una nación por parte de otra.

Son medios deslingüizados (el dinero y el poder) y sistemas autorregulados de carácter transnacional los que desterritorializan la cultura, haciendo que las acciones humanas queden coordinadas sin tener que apoyarse en un mundo de la vida compartido.1 Esto conduce, en opinión de Habermas, a una deshidratación de la cultura, a una mercantilización de las relaciones humanas que amenaza por reducir la comunicación a objetivos de disciplina, producción y vigilancia.

Con su énfasis en los mecanismos de colonización interna y transnacional, Habermas señala un problema que ha sido recientemente abordado, desde otras perspectivas, por teóricos como Edward Said, Homi Bhabha y Gayatri Spivak: el colonialismo no es algo que afecta únicamente a ciertos países, grupos sociales o individuos del «Tercer Mundo», sino una experiencia global compartida, que concierne tanto a los antiguos colonizadores como a los antiguos (o nuevos) colonizados.

El colonialismo territorial y nacionalista de la modernidad ha desembocado en un colonialismo posmoderno, global y desterritorializado. Este trabajo pretende articular una reflexión sobre las características centrales de la globalización de la cultura y sobre la forma en que la crítica al colonialismo queda redefinida en este contexto, especialmente en las nuevas teorías poscoloniales de «lo latinoamericano». La tesis central es la siguiente: a diferencia de las teorías anticolonialistas de los años setenta, con sus discursos histórico-teleológicos y sus narrativas esencialistas, la crítica al colonialismo de los noventa toma un carácter decididamente posrepresentacional y des(re)territorializado.

Esto debido a que los saberes teóricos sobre América Latina pierden su vinculación epistémica con localidades particularistas y son reubicados en contextos globales y, a la vez, específicos. Su locus enuntiationis ya no es el territorio simbólico demarcado por lo nacional-popular, sino topografías globalizadas desde donde se piensan y se combaten los legados coloniales.

1 J. Habermas: Teoría de la acción comunicativa, Edit. Taurus, tomo II, Madrid, 1988, pp.469 ss.
1. GLOBALIZACIONES LOCALIZADAS Y LOCALIZACIONES GLOBALIZADAS

Asistimos, hacia finales del siglo XX, a un proceso sui generis de globalización que afecta todos los ámbitos de la vida en todos los lugares del planeta. Ya autores como Anthony Giddens en Europa y Enrique Dussel en América Latina observaron con razón que la modernidad fue siempre, desde la conquista de América en el siglo XVI, un fenómeno orientado hacia la globalización.2 Quizás podría decirse incluso que otros fenómenos migratorios de carácter imperialista, como las conquistas de Alejandro Magno y Gengis Kan, la formación de los imperios romano y azteca, o las cruzadas medievales, constituyeron ejemplos tempranos de globalización.

Pero si partimos de la base de que fueron determinados desarrollos tecnológicos los que posibilitaron el alcance de estos movimientos, entonces no resulta difícil entender por qué hablo de una globalización sui generis hacia finales del siglo XX.3 Ya en el siglo XIX el colonialismo europeo había creado redes mundiales de comunicación que permitían un flujo internacional de mercancías, informaciones y personas.

Nuevas tecnologías como el ferrocarril, la navegación a vapor y el telégrafo posibilitaron entonces un acercamiento (asimétrico) de las culturas, una movilización de objetos y sujetos en los marcos definidos por la revolución industrial y por los intereses económico-políticos del Estado-nación. Pero las tecnologías que impulsan hoy en día los procesos globalizantes poseen un carácter diferente. La actual circulación de dinero, trabajo y bienes simbólicos desborda con mucho los paradigmas jurídico-políticos del Estado-nación y se sustenta en una materialidad cualitativamente distinta a la del capitalismo industrial.4 El flujo de símbolos ya no se vincula a la producción electrónica, química o metalúrgica, fundada en la maquinaria política y burocrática del Estado, sino a medios tecnológicos descentralizados como la microelectrónica y la telecomunicación.

Estas tecnologías han logrado romper con la primacía del espacio geográfico para la definición de la cultura, relativizando la distinción entre lo próximo y lo lejano. Las formas tradicionales y modernas de generar, recibir o transmitir conocimientos, ligadas todavía a una sensibilidad regional o nacional, palidecen frente al avance incontenible de una cultura massmediatizada y transnacional sin puntos rígidos de orientación.
2 Cf. A. Giddens: Konsequenzen der Moderne, Frankfort, Suhrkamp, 1990, pp.84 ss.; E. Dussel: “The World-System: Europa als Center and its Periphery”, manuscrito, 1994.
3 Cf. R. Ortiz: “La mundialización de la cultura”, en N. García Canclini (et. al.): De lo local a lo global. Perspectivas desde la antropología, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1994, pp.165-181.
4 Cf. S. Lash y J. Urry: The End of Organized Capitalism, Polity Press, Cambridge, 1987.

Desde este punto de vista, la construcción social del tiempo y el espacio, así como su legitimación teórica por parte de las ciencias sociales y la filosofía, se transforma sustancialmente con respecto a los modelos generados por la modernidad. Anteriormente dominaba una epistemología de carácter histórico, en donde todos los fenómenos sociales giraban alrededor de un eje temporal y quedaban ordenados allí según criterios secuenciales y evolutivos. La superación paulatina de la irracionalidad, la humanización de la humanidad, la fe en que las estructuras mundovitales podían ser transformadas por la voluntad autónoma del sujeto y quedar sometidas al dictado de la razón; todas éstas fueron creencias inherentes a la «imaginación histórica» de la modernidad.

Pero este tipo de codificaciones ignoraban que la acción humana se encuentra siempre localizada, configurada topológicamente, delineada por relaciones de poder que se despliegan en territorialidades específicas. Y es precisamente esta dimensión espacial la que viene siendo redescubierta por la teoría social de los últimos años.5 No se trata, sin embargo, de un repliegue conservador en lo particular, en los juegos irreflexivos de lenguaje, en las certezas tradicionales de la propia cultura. Las localidades de las que hablo son localidades globales, destradicionalizadas (Giddens), conectadas simbióticamente con las redes mundiales de comunicación que atraviesan el planeta.

Como lo ha señalado Daniel Mato, la globalización no es un agente social, por lo cual no puede hablarse de procesos de globalización fuera de un espacio social específico, como si se tratara de flujos desterritorializados sin sujeto.6 Los procesos de globalización son generados por actores sociales específicos, vinculados a territorialidades concretas: empresas transnacionales, gobiernos, universidades, partidos políticos, sindicatos, organizaciones de base, fundaciones culturales, consumidores de todo tipo. Pero estos actores ya no se definen a sí mismos a partir de su anclaje cultural en lo local, sino desde sus interacciones locales con lo global, a partir de la forma en que interactúan con otros actores lejanos, utilizando los circuitos mundiales de comunicación, y sin tener que transitar los espacios dibujados por el Estado-nación.

5 De la ya extensa bibliografía me permito seleccionar los siguientes títulos: A. Giddens: The Constitution of Society, Polity Press, Cambridge, 1984; M. Featherstone (ed.): Global Culture. Nationalism, Globalization and Modernity, Sage, Londres, 1992; D. Harvey: The Condition of Postmodernity, Oxford, Blackwell, 1989; F. W. Soja: Postmodern Geographies. The Reassertion of Space in Critical Social Theory, Verso, Londres, 1989; H. Lefebvre: The Production of Space, Oxford, Blackwell, 1991; S. Lash: Sociology of Postmodernism, Routledge, Londres, 1990; S. Lash, J. Urry: Economies of Signs and Space, Sage, Londres, 1994; U. Beck, A . Giddens, S. Lash: Reflexive Modernisierung. Eine Kontroverse, Francfort, Suhrkamp, 1996; E. Mendieta: “When and where was Modernity / Posmodernity”, en E. Mendieta, P. Lange-Churión (eds.): Latin America and Postmodernity. A Reader, Humanities Press, Nueva Jersey, 1997.
6 Cf. D. Mato: “Procesos culturales y transformaciones sociopolíticas en América Latina en tiempos de globalización”, en D. Mato, M. Montero, E. Amodio (eds.): América Latina en tiempos de globalización: procesos culturales y transformaciones sociopolíticas, UNESCO, Caracas, 1996, p.18

Estamos, pues, frente a una dinámica en donde el «mundo», la totalidad de lo real, dejó de ser algo abstracto y exterior a las particularidades locales, para convertirse en algo que afecta de manera inmediata aun las facetas más prosaicas de nuestra vida cotidiana.7No es ya la presencialidad del referente lo que determina que algo sea un problema para alguien, sino la instantaneidad con que los circuitos de información hacen que un evento remoto se torne próximo y nos afecte directamente, aquí y ahora.
Claro está volviendo ahora a mi reflexión inicial en torno a Habermas, las interacciones globales son asimétricas, pues vienen definidas por la manera en que los actores se posicionan al interior de campos sociales de poder. Muchas veces esos actores globales pueden ser organizaciones político-burocráticas de carácter transnacional, como por ejemplo la Comunidad Económica Europea, que procuran construir identidades homogeneizantes basadas en un tipo de racionalidad técnicoinstrumental.

A mi modo de ver las cosas, estamos aquí frente a una nueva forma de imperialismo sociocultural, de una colonización del mundo de la vida ejercitada esta vez sobre los propios europeos por parte de un sistema que dejó ya de ser «europeo» para convertirse en global. Como bien lo ve Habermas, los imperativos burocráticos, cuyo «espacio materno» fueron los estados europeos vinculados a una cultura protestante (Max Weber), se desacoplan del mundo de la vida, pero sólo para volver a territorializarse, patológicamente, en localidades de carácter global.

Otro tanto ocurre con los mensajes de entretenimiento generados por los medios electrónicos. No puede ocultarse el hecho de que gran parte de los mensajes e imágenes transmitidos por cine y televisión vienen producidos desde una territorialidad específica: la industria cultural en los Estados Unidos. Los mecanismos de procesamiento, escenificación y distribución de imágenes en ese país se sustentan de una hegemonía política, técnica y económica, lo cual permite que determinadas representaciones y valores, originalmente propios de esa sociedad, queden ahora reterritorializados en localidades diferentes. En sus nuevos territorios, los símbolos culturales dejan de ser «americanos» y pasan a ser consumidos por agentes sociales de otras procedencias.

7 Véanse las reflexiones de Anthony Giddens en su artículo “Leben in einer posttraditionalen Gesellschaft”, en U. Beck, A. Giddens, S. Lash (eds.): Reflexive Modernisierung, ob. cit., pp.114 ss.

En gran parte de los casos se trata de símbolos que identifican la libertad individual con un ejercicio indiscriminado de violencia, la cual genera efectos patológicos en el orden mundovital en contextos dominados por una cultura patriarcal y autoritaria, con débiles tradiciones democráticas, como es el caso de las sociedades latinoamericanas. Piénsese por ejemplo en el fenómeno del sicariato en Colombia y su vinculación con figuras globales como Rambo, Indiana Jones o Terminator. No obstante para continuar pensando con Habermas, la «racionalización del mundo de la vida» (léase: globalización de las localidades) no genera necesariamente efectos patológicos.

Esto significa, como lo han venido demostrando Anthony Giddens, Ulrich Beck y Scott Lash, que la globalización es un proceso reflexivo, capaz de generar un distanciamiento de los sujetos frente a imperativos de orden sistémico. En este sentido, podemos hablar de una reflexibidad estética cuando los actores sociales se apropian de ciertos bienes simbólicos para reconfigurar su identidad personal según criterios de gusto. El consumo no es una imposición vertical de valores clasistas, como pensaba gran parte de nuestra intelectualidad en los años setenta, sino que, a menudo, sirve para moldear lúdicamente la propia existencia, siguiendo los imperativos efímeros del deseo.8

Bienes que desde el imaginario de ciertos actores sociales y a través de una cierta racionalidad económica pudieron ser destinados a la uniformización de los comportamientos, son aprovechados por otros sujetos y en otras localidades para imaginarse a sí mismos como sujetos diferentes. No es (únicamente) la lógica de las clases, del valor de uso y del control social lo que se esconde detrás del consumo, sino la gratificación psicológica, la fuerza de lo nuevo y el placer de la seducción.9

La globalización produce, en segundo lugar, una reflexividad de tipo hermenéutico. Aquí me refiero a la reinterpretación de la propia cultura que realizan una serie de sujetos colectivos con base en imaginarios globalizados. Néstor García Canclini ha mostrado cómo las redes de interacción entre lo local y lo global están modificando profundamente el mapa de las autorrepresentaciones culturales y de las identidades colectivas en América Latina. Los bienes simbólicos creados por la economía capitalista –y escenificados en los medios electrónicos- no han destruido la memoria de aquellas comunidades y sectores populares excluidos por la modernidad, sino que han sido un motivo para su reinterpretación creativa.

8 Para el caso latinoamericano, véanse los estudios sobre el consumo cultural llevados a cabo por Néstor García Canclini y su equipo de colaboradores en: N. García Canclini (ed.): El consumo cultural en México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1993. Véase también: G. Lipovetsky: El imperio de lo efímero. La moda y su destino en las sociedades modernas, Edit. Anagrama, Barcelona, 1990; G. Schulze: Die Erlebnisgesellschaft. Kultursoziologie der Gegenwart, Campus Verlag, Francfort, Nueva York, 1995.
9 Véase el ya clásico estudio de Jean Baudrillard: Crítica de la economía política del signo, Edit. Siglo XXI, Madrid, 1972.

El espacio tradicional de las formas de producción cultural es reinterpretado mediante interfaces estratégicos con lo global, o, como el mismo García Canclini lo expresa, mediante «entradas y salidas» de la modernidad.10
Del mismo modo, valores pluralistas y democráticos, impulsados por agentes globales y transnacionales (organizaciones de derechos humanos, grupos internacionales de solidaridad, consorcios económicos, etc.), están sirviendo para que amplios sectores de la población reinterpreten sus propias tradiciones políticas, que en América Latina se vinculan generalmente a sistemas legales de exclusión racial, sexual e ideológica.

Quisiera detenerme en un tercer tipo de reflexividad, ya no de carácter estético ni hermenéutico, sino cognitivo, para enfocar desde aquí el problema de los saberes teóricos sobre «Latinoamérica» en tiempos de la globalización. En contextos tradicionales, no globalizados, la organización de la vida social viene sancionada por un saber- que se transmite generacionalmente y frente al cual los actores no pueden posicionarse de manera crítica. Habermas habla en este sentido de un acervo de saber que provee a los actores de convicciones aproblemáticas y transparentes, inmunes frente a toda revisión interpretativa.11 Pero en un mundo de la vida racionalizado, como el de las sociedades modernas o semi-modernas, la coordinación de las acciones sociales no es posible sin un saber que necesita de continua revisión.12

Sobre todo las prácticas económicas y políticas están sustentadas en un conjunto muy complejo de informaciones, administradas por expertos, que se renuevan constantemente. Es en este sentido que hablamos de una reflexividad cognitiva, cuyos sujetos primarios son los intelectuales y la comunidad científica. Esto no significa que sólo estas personas son sujetos de reflexividad cognitiva. Pues en localidades globales, donde se dan procesos continuos de interacción entre lo próximo y lo lejano, el saber de los expertos se encuentra reciclado a través de instituciones (como la escuela, los centros de asistencia médica o psicológica, las universidades, etc.) o masificado por los medios electrónicos, lo cual permite una utilización práctica de este saber por un gran número de agentes en diferentes localidades.

Ahora bien, lo que me interesa señalar es lo siguiente: la globalización que vivimos hoy día pone en crisis la función social que la modernidad había entregado a los expertos.
10 N. García Canclini: Las culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, Edit. Grijalbo, México, 1989.
11 J. Habermas: Teoría de la acción comunicativa, ob. cit., pp.69 ss.
12 Cf. A. Giddens, Konsequenzen der Moderne, ob. cit., pp.52 ss.

Desde el siglo XVIII, la misión de intelectuales y científicos había sido la de transmitir un saber que pudiese liberar al hombre de la ignorancia y las supersticiones para conducirlo a la «mayoría de edad», a un estado racional de dominio sobre las contingencias de la vida. Los ilustrados y sus seguidores partieron de la premisa de que un aumento progresivo del saber conduciría necesariamente a un aumento de nuestra capacidad para construir activamente la historia y colocarla bajo nuestro control. Pero a finales del siglo XX, esta pretensión se ha revelado como ilusoria.

Mientras más estrechamente nos interconectamos con el mundo, más débil es nuestro poder de controlar las consecuencias de nuestros actos. Una acción realizada conscientemente en una localidad específica puede repercutir negativamente, sin que lo queramos o sepamos, en otra localidad alejada. La organización transnacional de la economía hace que la creación de empleo en México y Brasil por parte de una multinacional alemana como la Volkswagen, genere tasas inmensas de desempleo en Alemania. El consumo de flores colombianas en París o Nueva York refuerza la explotación infame que sufren algunas mujeres trabajadoras en los alrededores de Bogotá. De otro lado, el incremento del saber científico y tecnológico, que los intelectuales decimonónicos celebraron como encarnación del progreso, ha conducido a la destrucción, quizás irreversible, del entorno ecológico.

La complejísima red de causas y efectos en los que están envueltas todas nuestras prácticas deja mal parada la idea de una humanización por el saber, así como el papel vanguardista y representativo de los intelectuales. Querámoslo o no, la globalización nos ha lanzado en un experimento gigantesco cuyos resultados no podemos calcular. Utilizando la expresión de Ulrich Beck, vivimos en una sociedad planetaria del riesgo, en una Risikogesellschaft.13

¿Qué consecuencias tiene todo esto para los intelectuales que elaboran teorías sobre América Latina? Desde el siglo XIX hasta mediados del XX, la producción de saberes sobre «lo latinoamericano» tuvo como espacio originario los territorios demarcados por el Estado-nación. A través de un repertorio de imágenes y saberes, las élites intelectuales construyeron identidades simbólicas tendientes a fomentar el autorreconocimiento de los ciudadanos como parte integral de la nación.14 Tales narrativas deberían ser capaces de movilizar a la población, otorgarle un sentido de continuidad con su pasado, inculcarle una «memoria» con relación a ciertos eventos y personajes heroicos, descubrirle los caminos de su destino común y de su misión histórica. En muchas ocasiones, los mitos, valores y símbolos creados por la intelectualidad tuvieron el propósito de asegurar la dignidad colectiva, de inspirar la superación de la pobreza y la lucha frente a las agresiones del imperialismo. 13 Cf. U. Beck: Risikogesellschaft. Auf dem Weg in eine andere Moderne, Suhrkamp, Francfort, 1986.
14 De este problema me ocupo ampliamente en mi libro Crítica de la razón latinoamericana, Puvill Libros, Barcelona, 1996.
Pero durante las últimas dos décadas del siglo XX, el saber teórico sobre «lo latinoamericano» empezó a desterritorializarse, a perder su carácter representativo, a separarse de su espacio materno para quedar vinculado a nuevas geografías y territorialidades.
Mi tesis es que las denominadas teorías poscoloniales, especialmente las que practican una translocalización narrativa de «lo latinoamericano», se articulan en un lenguaje muy diferente al de la dialéctica Próspero-Calibán, utilizado por las teorías anticolonialistas de los años setenta. No se trata ya de saberes locales tendientes a una descolonización global, sino, todo lo contrario, de saberes globales, desterritorializados, que se insertan en otras geografías para combatir situaciones coloniales de orden local. Lo que se busca no es «descolonizar la totalidad», pues se entiende que la globalización conlleva la opacidad del pensamiento y la acción, sino de elaborar resistencias locales frente a la colonización del mundo de la vida, frente a la territorialización de una racionalidad cosificante cuya lógica escapa definitivamente a nuestro control.
2. OUTSIDE IN THE TEACHING MACHINE: LA TEORlZACIÓN POSCOLONIAL SOBRE «LATINOAMÉRICA» EN LOS ESTADOS UNIDOS
Decía al comienzo que, por sus propias características, los movimientos migratorios de carácter imperialista conllevan una tendencia hacia la globalización. El más importante de ellos, la expansión europea iniciada en 1492, supuso la interconexión de todos los pueblos de la tierra, no sólo desde el punto de vista económico, sino también político, social y cultural. Aquello que llamamos la «modernidad» fue resultado de un proceso dialéctico de carácter global y no, como quiere Habermas, el despliegue de una localidad única (Europa) en contacto consigo misma, con las fuentes greco-cristianas de su propio «espíritu».15 Pero, ¿qué ocurre cuando el colonialismo territorial de la modernidad llega a su fin? ¿Qué transformaciones se producen cuando, a partir de 1945, no son los colonizadores quienes emigran masivamente hacia los territorios colonizados, sino cuando ocurre exactamente lo contrario ?
En efecto, fue a partir de 1945, una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, cuando el centro de poder geopolítico se desplazó hacia los Estados Unidos, poniendo fin al largo período de dominio colonial europeo.
15 Cf. E. Dussell: “The World-System: Europe als Center and its Periphery”, ob. cit., pp.1-7; consúltese también a M. Bernal: Black Atenía: The Afroasiactic Roots of Classical Civilization, Rutgers University Press, New Brunswick, 1981.
Todavía en 1914 Europa controlaba 85% de la superficie total del planeta con base en sus colonias, protectorados y dominios. Pero luego de la Primera Guerra, cuando Gran Bretaña se vio precisada a aceptar la emancipación de algunos pueblos del Oriente Medio, comenzó un proceso de descolonización que se reanudaría con fuerza después de 1945. Lo que había empezado en Oriente prosigue su marcha con la independencia de India y Paquistán en 1945, Birmania y Ceilán en 1948, Indonesia en 1949, Cambodia y Vietnam a mediados de los años cincuenta. Solamente en 1960 proclamaron su independencia 17 naciones africanas. Así fue desmembrándose, poco a poco, en los años inmediatos a la Segunda Guerra Mundial, el imperio más grande que haya existido jamás sobre la tierra.
Pero la marea descolonizadora se produjo en un ambiente infectado por la guerra fría, por la correspondiente repartición de influencias geopolíticas y por la desestabilización económica y política de las jóvenes naciones. En este contexto de reordenamiento global de la posguerra se produjo un movimiento migratorio con características muy especiales. No se trató solamente de una migración de la periferia hacia el centro, como tantas otras, sino ante todo, de una migración al interior de contextos mundializados, que produjo nuevas localidades globales. Las ventajas ofrecidas por los medios de comunicación y transporte hizo que estos migrantes o, mejor dicho, transmigrantes, pudieran ir y venir constantemente, estableciendo vínculos desterritorializados con sus países de origen y con sus nuevos países de asentamiento.16 Es el caso de la comunidad de emigrantes latinoamericanos en los Estados Unidos, los llamados «hispanos», cuyo asentamiento sirvió de base para la apertura de florecientes mercados en ese país y para la producción de una vasta gama de mercancías destinada específicamente a su consumo. No sólo esto, sino que los hispanos crearon redes electrónicas, con transmisiones internacionales en castellano, por las que circulan bienes culturales originados tanto en América Latina, como en los Estados Unidos.17 Los hispanos se han convertido en verdaderos agentes globales, en la medida en que han logrado generar localidades culturales de alcance transnacional.
Lo dicho no vale solamente para el caso de las prácticas políticas y económicas, sino también para la producción de saberes teóricos por parte de los sujetos transmigrados. ¿Qué ocurre cuando inmigrantes o hijos de inmigrantes empiezan a ganar posiciones de influencia en localidades globales como la universidad norteamericana? O, para ponerlo
16 Cr. D. Mato: “Procesos culturales y transformaciones sociopolíticas en América Latina en tiempos de globalización”, ob. cit., pp.28-29.
17 Ídem.
más específicamente, ¿qué cambios sufren las teorías sobre «América Latina» cuando los sujetos de la reflexión cognitiva son intelectuales transmigrados? La tesis que quisiera probar es que con estos saberes ocurre lo mismo que con los demás bienes culturales en un contexto de globalización: son desterritorializados, sacados de su espacio materno, para ser luego reterritorializados en otros espacios y utilizados allí para alcanzar fines inéditos. En sus nuevas geografías, estos saberes experimentan lo que, parafraseando a Rama, pudiéramos llamar una «translocalización narrativa»: no sólo dejan de ser producidos en América Latina y para América Latina, sino que asumen funciones para las que no fueron pensados originalmente. La lucha hermenéutica por la descolonización de los signos queda integrada en topografías globales específicas, en lo que Spivak llamase la «teaching machine», el sistema académico de los Estados Unidos, y pierden por ello el carácter de «discursos de identidad» con el que se presentaron las narrativas anticolonialistas de los años setenta (sociología de la dependencia, filosofía y teología de la liberación, pedagogía del oprimido, etc.)18 Esto exactamente es lo que ocurre con el proyecto del «Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos» en los Estados Unidos, tal y como éste se expresa en las ideas de dos de sus miembros regulares, John Beverley y Walter Mignolo. Los estudios poscoloniales de Beverley y Mignolo fueron influenciados en gran parte por los trabajos de un grupo de intelectuales indios, agrupados alrededor del historiador Ranajid Guha, quienes a partir de1978 empezaron a publicar una serie de artículos compilados luego bajo la denominación Subalternal Studies.19 En estos estudios se tomaba posición crítica frente al discurso nacionalista y anticolonialista de la clase política india y frente a la historiografía oficial del proceso independentista. Tales narrativas eran vistas por Ranajid Guha, Partha Chatterjee, Dipesh Chakrabarty y otros autores como un imaginario colonialista proyectado sobre el pueblo indio por los historiadores y por las élites políticas. La independencia india frente al dominio británico era presentada allí como un proceso anclado en una «ética universal», traicionada por los colonizadores, pero recuperada eficazmente por Ghandi, Nehru y otros líderes nacionalistas. En opinión de los críticos poscoloniales, el recurso a una supuesta «exterioridad moral» frente a Occidente conllevaba una retórica cristiana de la victimización, en la que las masas, por el simple hecho de ser oprimidas, aparecían dotadas de una superioridad moral frente al colonizador. El proceso independentista indio era narrado de este modo como la realización del proyecto cristiano-humanista de redención universal, es decir, utilizando las mismas figuras discursivas que sirvieron para legitimar el colonialismo europeo en ultramar.20

18 Cr. S. Castro-Gómez: “Populismo y filosofía. Los discursos de identidad en la filosofía latinoamericana del siglo XX”, en Crítica de la razón latinoamericana, ob. cit., pp.67-97.
19 Para una recopilación de algunos de estos artículos, véase: R. Guha, G. Spivak (eds.): Selected Subaltern Studies, Oxford University Press, Nueva York, 1988.
Esta desmitologización del nacionalismo anticolonialista suponía una fuerte crítica a la retórica imperial del marxismo inglés, que para legitimarse políticamente en la metrópoli necesitaba recurrir a los ejemplos distantes de las luchas antimperialistas en el «Tercer Mundo». Guha y sus colegas atisban de este modo lo que otros teóricos poscoloniales como Bhabha y Spivak mostrarían posteriormente: el expansionismo europeo necesitó siempre de la generación discursiva de un «otro», de una exterioridad moral que le sirviera para legitimar a contraluz su propia empresa colonizadora. Por esta razón, la crítica poscolonial al esencialismo de los discursos nacionalistas rompe decididamente con las narrativas anticolonialistas de la izquierda de los años setenta, que se consolidaron precisamente sobre la base de un tercermundismo romántico. La nostalgia por la bondad exótica y por un ethos no contaminado todavía por la «maldad» del capitalismo occidental, el ansia por lo «totalmente otro» de Occidente, jugaron allí como narrativas esencialistas, sujetas todavía a las epistemologías coloniales, que ocultaban las hibridaciones culturales, los espacios mixtos y las identidades transversas. Los trabajos del grupo indio de estudios subalternos encontraron eco a comienzos de los años noventa en algunos círculos de latinoamericanistas en los Estados Unidos. Algunos de éstos eran intelectuales exiliados que escapaban de las dictaduras militares, otros eran académicos anglosajones que tuvieron la oportunidad de enseñar o vivir en Latinoamérica, otros eran hispanos, hijos de emigrantes latinoamericanos nacidos en los Estados Unidos. Todos ellos compartían la experiencia de haber aprendido a vivir entre dos mundos, de hablar en dos idiomas, de tener que desplazarse al interior de dos códigos sociales diferentes. La mayoría de ellos trabajaban en departamentos de literatura, pero también había politólogos, historiadores y semiólogos. José Rabasa, Ileana Rodríguez, John Beverley, Robert Carr, María Milagros López, Michael Clark, Javier Sanjinés, Patricia Seed, Norma Alarcón y Walter Mignolo: un grupo amplio y heterogéneo de autores que comienzan a reunirse en 1992 en la George Mason University, pero que se presentan oficialmente como grupo apenas en 1994, con motivo de la conferencia organizada por la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA) en Atlanta, Georgia.21
Ya en 1993 el grupo había adoptado un nombre, «The Latin American Subaltern Studies Group», y presentado sus ideales en un «Founding Statement», publicado por la revista Boundary.

20 Véase la lectura que hace Patricia Seed de los estudios subalternos indios en su artículo “Subaltern Studies in the Post-Colonial Americas”, en Dispositio, nº 46, 1996, pp.217-228.
21 Cf. J. Rabasa y J. Sanjinés: “The Politics of Subaltern Studies”, en Dispositio, nº 46, 1996, pp.V-XI.
Tal como lo explica John Beverley, el proyecto teórico del grupo fue concebido como una intervención estratégica de carácter político, tendiente a subvertir los códigos definidos por los programas académicos de las universidades norteamericanas.22 La pregunta central que anima a todos sus participantes es la siguiente: después de la muerte de los «grandes relatos» emancipatorios de la modernidad y una vez consolidado el fracaso histórico del socialismo, ¿qué papel le queda por cumplir al intelectual en un contexto dominado por la globalización de la cultura? Y sobre todo: ¿cuál es la responsabilidad de un intelectual que se ocupa de América Latina en y desde el aparato académico de un país imperialista como los Estados Unidos? Todo esto teniendo en cuenta que el significante «Latinoamérica» se halla dotado de una connotación política al interior de los Estados Unidos, país que a comienzos del siglo XXI se convertirá en la tercera nación de habla hispana más grande del mundo, después de México y Argentina. ¿En qué consiste esta «intervención política» de la que nos habla Beverley? Ya vimos como el grupo indio de estudios subalternos desmitificó el imaginario colonialista europeo al mostrar que los discursos sobre el «otro» (heterologías) integran al sujeto colonizado en el espacio continuista, homogéneo y temporalizado de las representaciones europeas. El «otro» no es «des-cubierto» sino creado discursivamente (othering) como exterioridad unitaria, susceptible de ser observada panópticamente. De manera análoga, el Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos deconstruye este tipo de representaciones esencialistas, acentuando la heteroglosia, la ambigüedad y la dicotomía de los sujetos marginalizados en América Latina. Pues justamente por medio de este tipo de prácticas mixtas, desautorizadas por las narrativas heroicas de los intelectuales criollos, es que los sujetos subalternos articularon representaciones de sí mismos y proyectos alternativos de resistencia y liberación. No se trata, como lo señala Spivak, de representar (vertreten) al subalterno, asignándole narrativamente una identidad e instrumentalizándolo como «figura crítica» en los conflictos ideológicos de la intelectualidad metropolitana. Por el contrario, se trata de mostrar que, por causa de su heterogeneidad radical, las prácticas de los sujetos subalternos se resisten a ser representadas por las conceptualizaciones humanísticas de la ciencia occidental (Derrida, Spivak), inscritas históricamente en la racionalidad político-burocrática de las universidades.23
22 J. Beverley: “Writing in Reverse: On the Project of the Latin American Subaltern Studies Group”, en Dispositio, nº 46, 1996, p.275. Véase también: “¿Posliteratura? Sujeto subalterno e impasse de las humanidades”, en B. González Stephan (ed.): Cultura y Tercer Mundo, tomo I: “Cambios en el saber académico”, Edit. Nueva Sociedad, Caracas, pp.137-138.
23 Cf. G. Spivak: “Can the Subaltern Speak?”, en P. Williams, L. Chrisman (ed.): Colonial Discourse and Postcolonial Theory. A Reader, Columbia University Press, Nueva York, 1994, pp.66-111. Desde esta perspectiva, John Beverley critica la idea, muy popular en amplios círculos universitarios, de que la literatura es el discurso formador de la identidad latinoamericana.24
Los académicos que trabajan todavía con esta idea ignoran dos aspectos intrínsecamente concatenados:
1. que es el aparato académico mismo el que, desde una posición hegemónica, ofrece a los profesores y alumnos un material ya reificado de estudio, «empaquetado», por así decirlo, en rígidos esquemas canónicos que definen de antemano lo que es y lo que no es «literatura»;
2. que la figura del letrado como «autoconciencia de lo propio», tal como es presentada por la historiografía literaria y agregaría yo por la filosofía latinoamericana de la historia en el siglo XX (J. Gaos, L. Zea, A. Roig), es un elemento constitutivo de la formación y reproducción de estructuras de dominio colonial.
En concordancia con Guha, Viswanathan y otros autores indios, Beverley afirma que la literatura fue una práctica de formación humanística de aquellas élites que impulsaron el proyecto neocolonialista de «construcción de la nación». El nacionalismo (y el populismo) vinieron animados en Latinoamérica por una lógica disciplinaria que «subalternizó» a una serie de sujetos sociales: mujeres, locos, indios, negros, homosexuales, campesinos, etc. La literatura y todos los demás saberes humanísticos, incluyendo también a la filosofía, aparecían inscritos estructuralmente en sistemas hegemónicos de carácter excluyente. Intelectuales humanistas como Bilbao, Sarmiento y Martí, para mencionar tan sólo tres ejemplos del siglo XIX, actuaban desde una posición hegemónica, asegurada por la literatura, el derecho y las humanidades, que les autorizaba a practicar lo que podríamos llamar una «política de la representación». Las humanidades se convierten así en el espacio desde el cual se «produce» discursivamente al subalterno, se representan sus intereses, se le asigna un «lugar» en el devenir temporal de la historia y se le ilustra respecto al sendero «correcto» por el que deben encaminarse sus reivindicaciones políticas.
Lo que busca John Beverley es romper con esta visión humanista del papel de los intelectuales y avanzar hacia nuevas formas de teorización que sobrepasen las políticas de vanguardia. Y le parece que el camino para lograrlo pasa necesariamente por una deconstrucción de las prácticas ideológicas vigentes en la universidad norteamericana.
24 J. Beverley: “Posliteratura? Sujeto subalterno e impasse de las humanidades”, ob. cit., pp.145-148.
En su libro Against Literature, Beverley presenta a la universidad como una institución por la que pasan casi todas las luchas hegemónicas y contrahegemónicas de la sociedad. Es en la universidad donde se forman los cuadros dirigentes de la hegemonía social, pero es también allí donde se tematizan las exclusiones vinculadas a esa hegemonía. Por esta razón, la lucha teórico-política al interior de la universidad adquiere un carácter fundamental, en la medida en que ella podría aunque no necesariamente debería tener efectos en otras instancias de la vida social.25 Tal lucha inmanente consiste en una deconstrucción de las prácticas humanistas en que se ha formado el sujeto patriarcal y burgués de la modernidad, con el fin de señalar otro tipo de prácticas extra-académicas, no letradas, que se resisten a ser representadas por el «discurso crítico» de los intelectuales. Voces diferenciales capaces de representarse a sí mismas, como es el caso de Rigoberta Menchú y el Ejército Zapatista de Liberación, sin precisar de la ilustración de nadie. Beverley entiende incluso su actividad deconstructiva como una «terapia liberadora», como un psicoanálisis al estilo de Freud y Lacan. La deconstrucción del humanismo académico debería concientizar al intelectual de la «violencia epistémica» (Spivak) que conllevan sus fantasías heroicas. Liberado así de su «voluntad de representación», el intelectual podrá ser capaz de actuar eficazmente en los marcos de lo que Michel de Certau llamara una micropolítica de la cotidianidad, allí donde los conflictos sociales afectan más de cerca su propia vida: en el ámbito del mundo universitario. También Walter Mignolo quiere articular una crítica de la autoridad del canon que define cuáles son los territorios de la verdad del conocimiento sobre «Latinoamérica» en las universidades norteamericanas. Pero, a diferencia de otros miembros del Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, que asumen más o menos acríticamente el modelo indio de teorización poscolonial y lo utilizan luego para el estudio de situaciones coloniales en América Latina, Mignolo piensa que este modelo corresponde a un locus muy específico, anclado en las herencias coloniales británicas de la India. Por ello, en lugar de convertir las teorías poscoloniales indias en modelo exportable a otras zonas periféricas, incurriendo de este modo en un «colonialismo tercermundista», de lo que se trata es de investigar qué tipo de sensibilidades locales hicieron posible el surgimiento de teorías poscoloniales en América Latina. La pregunta que desea responder es si, análogamente a lo realizado por los poscoloniales indios, también en Latinoamérica han existido teorías que subvierten las reglas del discurso colonial desde las herencias coloniales hispánicas.26
25 La universidad es una especie de panacea en donde aparecen reflejados todos los conflictos de la sociedad. Por eso Beverley puede afirmar que la intervención política del intelectual ya no necesita de un “afuera” de la universidad:
Modifying Derrida’s famous slogan, I would risk saying, in fact, that there is no “outside-the-university”, in the sense that all contemporary practices of hegemony (including those of groups whose subalternity is constituted in part by their lack of access to schools and universities) pass through it or are favorably or adversely in some way by its operations. [Cf. Against Literature, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1993, p.X]
Ahora bien, cuando Mignolo habla de «teorías poscoloniales» se refiere en primer lugar, y de manera análoga a lo planteado por Beverley, a una insubordinación de los signos del discurso colonial, tal como éste es reproducido por la academia norteamericana. La relevancia política de estas teorías al interior de la teaching machine radica en que contribuyen a deslegitimar aquellos paradigmas universalizantes definidos por la modernidad, en donde las prácticas colonialistas europeas aparecían como elementos «exteriores» y, por ello mismo, irrelevantes a los procesos modernos de constitución del saber. Esta forma de pensar se encuentra particularmente anclada en la distribución ideológica del conocimiento en ciencias sociales y humanidades, que va unida a la repartición geopolítica del planeta en tres «mundos» después de la Segunda Guerra Mundial.27 Adoptando la teoría de la división geopolítica del trabajo intelectual desarrollada por Carl Pletsch, Mignolo piensa que entre 1950 y 1975, es decir cuando se inicia la «tercera fase de expansión del capitalismo», la enunciación y producción de los discursos teóricos se encontraba localizada en el «Primer Mundo», en los países tecnológica y económicamente desarrollados, mientras que Ios países del «Tercer Mundo» eran vistos únicamente como receptores del saber científico.
Pero, ¿qué ocurre una vez que se quebranta definitivamente el antiguo régimen colonial y tambalea el equilibrio del orden mundial establecido durante la guerra fría? Es el momento, nos dice Mignolo, en el que surgen las teorías posmodernas y poscoloniales: aquellos discursos contramodernos, provenientes de diferentes loci de enunciación, que procuran dar cuenta de las herencias coloniales de la modernidad.28 Las teorías posmodernas encuentran su locus de enunciación en sujetos del «Primer Mundo» marginalizados por la dinámica capitalista de la modernidad. Las teorías poscoloniales, en cambio, se vinculan a sujetos del «Tercer Mundo» que viven o provienen de sociedades con fuertes herencias coloniales.29
26 W. Mignolo: “Are Subalternal Studies posmodern or Poscolonial? The politics and Sensibilities of Geo-Cultural Locations”, en Dispositio, nº 46, 1996, pp.45-73.
27 W. Mignolo: “Herencias coloniales y teorías poscoloniales”, en B. González Stephan (ed.): Cultura y Tercer Mundo, ob. cit., pp.113-114.
28 Al respecto escribe Mignolo: Me gustaría insistir en el hecho de que el “post” en “postcolonial” es notablemente diferente de los otros post de la crítica cultural contemporánea. Iré aún más allá al sugerir que cuando se compara con la razón postmoderna, nos encontramos con dos maneras fundamentales para criticar la modernidad: una, la postcolonial, desde las historias y herencias coloniales, la otra, la postmoderna desde los límites de la narrativa hegemónica de la historia universal. [Ibídem, pp.101-102.] En muchos casos, los sujetos de la teorización poscolonial son intelectuales nacidos en regiones subalternizadas por la modernidad europea que trabajan ahora en academias o universidades de países ex o neocolonialistas. Su actitud crítica frente a la modernidad es, en este sentido, diferente a la de los intelectuales posmodernos del «centro», pues se funda en una determinada «sensibilidad geocultural», en los vínculos afectivos que mantienen con su región de origen, en un sentido de territorialidad ligado, sobre todo, a la práctica del idioma materno.30
Para Mignolo, el principal logro político de estos intelectuales es haber mostrado que la razón moderna no echa su fundamento en el desarrollo intrínseco de las humanidades y la filosofía en Europa, es decir en las herencias espirituales del Renacimiento y la Ilustración, sino en las prácticas coloniales establecidas por Europa en ultramar. De este modo, justo en el corazón mismo del imperio, los intelectuales poscoloniales consiguen subvertir los cánones académicos que reservan al «Primer Mundo» la confección de saberes teóricamente relevantes.31

Pero las ventajas políticas de las teorías poscoloniales vienen necesariamente unidas a las ventajas hermenéuticas. Mignolo se refiere específicamente a las nuevas perspectivas de lectura de la historia colonial latinoamericana, proyecto que él mismo realiza en su magnífico libro The Darker Side of the Renaissance.32 A partir del giro epistemológico de la «razón poscolonial» podemos leer de otro modo los procesos de resistencia teórico-práctica en colonias de «asentamiento profundo» como América Latina. Podemos mirar hacia atrás y descubrir que las preocupaciones y los temas que la academia estadounidense identifica hoy en día como «poscoloniales», se encontraban ya presentes en casi todos los países latinoamericanos a partir de 1917, es decir, una vez consolidada la revolución bolchevique. Mignolo piensa en teóricos como José Carlos Mariátegui, Leopoldo Zea, Rodolfo Kusch, Enrique Dussel, Raúl Prebisch, Darcy Ribeiro y Roberto Fernández Retamar, quienes, en su opinión, habrían conseguido deslegitimar epistemológicamente el discurso hegemónico y colonialista de la modernidad. Los saberes teóricos de estos autores Son poscoloniales avant la lettre, porque subvierten las reglas del discurso colonial en la medida en que desplazan el locus de enunciación del «primero» hacia el «Tercer Mundo». Según Mignolo, la producción de discursos teóricos para América Latina, sobre América Latina y desde América Latina, consigue romper con el eurocentrismo epistemológico que coadyuvó a legitimar el proyecto colonial de la modernidad.33
29 Ibídem, p.113
30 W. Mignolo: “Are Subalternal Studies Postmodern or Poscolonial? The Politics and Sensibilities of Geo-cultural Locations”, ob. cit., pp.50-54
31 W. Mignolo: “Herencias coloniales y teorías poscoloniales”, ob. cit., pp.118
32 W. Mignolo: The darker Side of the Renaissance. Literacy, Territoriality and Colonization, The University of Michigan Press, 1995.

Mucho antes de que Guha fundara el grupo indio de estudios subalternos y de que en los Estados Unidos se empezara a hablar de poscolonialismo y posmodernidad, en América Latina se habían producido ya teorías que, ipso facto, rompían con el privilegio epistemológico del discurso colonial. Tenemos, entonces, dos ejemplos de lo que significa la construcción discursiva de «Latinoamérica» en la teoría poscolonial norteamericana a finales del siglo XX.

Hemos visto que tanto John Beverley como Walter Mignolo entienden su actividad teórica como una estrategia política tendiente a subvertir la imagen de América Latina que reproducen las instituciones académicas en los Estados Unidos. Su abordaje teórico del colonialismo no reviste por ello el carácter de un «discurso de identidad» tendiente a representar los intereses de los colonizados. Por el contrario, los dos latinoamericanistas buscan combatir a nombre propio la colonización del mundo de la vida que se produce en aquellas localidades globales donde viven y laboran: en el aparato académico los Estados Unidos.
3. REFLEXIONES FINALES: RECONVERSIÓN DE ARIEL y MUERTE DE CALIBÁN
En el capítulo primero de Against Literature, John Beverley propone una relectura del concepto de Calibán, tal como éste es interpretado por Roberto Fernández Retamar.34 Como se sabe, el escritor cubano recurrió a la simbología shakespereana de La Tempestad en los años setenta para leerla de la siguiente forma: Ariel simboliza al intelectual latinoamericano que, en el mismo lenguaje del colonizador, se enfrenta discursivamente a la tiranía de Próspero, representante del imperialismo occidental. Calibán, el tercer personaje, en la metáfora del pueblo mestizo y oprimido, que sufre día a día los atropellos del analfabetismo, la miseria y el subdesarroIlo.35 Fernández Retamar explica que la utilización de Calibán como símbolo del pueblo oprimido es en realidad una estrategia discursiva de Ariel, el «intelectual crítico» de América Latina. Colocándose del lado de Calibán y defendiendo sus intereses, Ariel adopta conscientemente el lenguaje de Próspero para maldecirle; utiliza los mismos instrumentos conceptuales del discurso occidental para rebatir la tesis de que la cultura latinoamericana es producto de la barbarie. En nombre de la igualdad, la fraternidad y la libertad, esto es, canibalizando los valores modernos que legitimaron el dominio de Próspero en América Latina, Ariel impugna el proyecto europeo de dominación colonial.
33 Ibídem, p.110
34 J. Berverley: Against Literature, ob. cit., p.4.
35 R. Fernández Retamar: Calibán. Apuntes sobre la cultura de nuestra América, Edit. La Pléyade, Buenos Aires, 1984, p.53

Y lo hace apropiándose con honor del nombre utilizado por el colonialismo para negar la originalidad cultural de los pueblos sometidos: Caribe, Caníbal, Calibán. Ningún otro nombre podría describir mejor la identidad de un pueblo que, a causa del mestizaje, ha sido capaz de antrofogizar el lenguaje de sus colonizadores. Calibán es, entonces, el símbolo de Latinoamérica, lo cual requiere, en opinión de Fernández Retamar, avanzar hacia una revisión completa de la historia del subcontinente, centrada hasta el momento en la figura colonizadora de Próspero.

«Asumir nuestra condición de Calibán escribe implica repensar nuestra historia desde el otro lado, desde el otro protagonista».36
Pues bien, lo que Beverley afirma es que el anagrama Calibán, tomado de la palabra «caníbal», debe ser reemplazado por el anagrama by Lacan, derivado a su vez de «Calibán».37 No se trata de un simple juego de palabras: si Calibán fue visto en los setenta como símbolo de la liberación latinoamericana, expresado en el orden discursivo por los saberes humanistas de los letrados, a finales de los noventa las cosas parecen muy distintas.38 Para ser libres, la gente ya no requiere de una reflexión primordialmente cognitiva llevada a cabo por Ariel, el «intelectual orgánico», pues ellos mismos son ahora sujetos reflexivos en el orden hermenéutico y, sobre todo, en el orden estético. By Lacan es el nombre que simboliza precisamente al sujeto deseante que se coloca en la base de la reflexión estética. No son ya la literatura, la sociología y la educación aquello que moviliza creativamente a las masas, sino el consumo de bienes simbólicos mediatizado por las tecnologías de la información. Desde un punto de vista hermenéutico-político, estos sujetos no actúan en función del interés superior de una «totalidad colectiva» (a la cual los intelectuales pretenden tener acceso mediante el saber), sino que sus movilizaciones poseen objetivos concretos, posibles a corto plazo, orientados hacia la satisfacción personal de necesidades básicas. En una palabra: el concepto de by Lacan sugerido por Beverley rompe con la idea de una «razón latinoamericana» configurada por el saber humanista de los intelectuales y simbolizada por la mítica figura de Calibán.39
36 Ibídem, p.52
37 J. Beverley: Against Literature, ob. cit., p.5
38 “Caníbal / Caliban / by Lacan: the séquense of names configures the stages and the historical subjects of, respectively, the colonization, decolonization, and postcoloniality of Latin America”. (Ibídem, p.4)
39 Desde este punto de vista no deja de sorprender el hecho de que autores como Said, Jameson y el mismo Mignolo vean en Calibán el símbolo de una «inserción epistemológica» y en Retamar a uno de los precursores latinoamericanos de la teoría poscolonial. En un universo discursivo como el de Retamar, atravesado de un lado a otro por compartimientos ideológicos (burguesía/ proletariado, opresores/ oprimidos, capitalismo/ socialismo), resulta difícil ver de qué manera podrían los sujetos marginales –que son siempre sujetos híbridos- articular sus “pequeñas historias”. Colonizadores y colonizados son presentados allí como entidades homogéneas, con intereses antagónicos. La Tempestad de Shakespeare –así como las historia latinoamericana- es vista por Fernández Retamar como el escenario mítico en donde se enfrentan dos personajes (Próspero/Calibán) y dos visiones contrapuestas del mundo: la de “nuestra América”, enunciada por intelectuales orgánicos como José Martí, y la de “Occidente”, representada por intelectuales “lacayos del imperialismo” como Borges, Sarduy, Fuentes y Rodríguez Monegar. (Cf. R. Fernández Retamar, ob. cit., pp.89 ss.)

Pero la muerte de Calibán implica necesariamente una reconversión de Ariel, un distanciamiento crítico de los intelectuales frente al lenguaje de Próspero. Ya lo mencioné más arriba, vivimos en un mundo que nada tiene que ver con el imaginado por la intelectualidad de los siglos XVIII y XIX. El saber no nos ha permitido configurar voluntariamente la historia y colocarla bajo el dominio de la razón, sino que ha puesto en marcha una dinámica generadora de contingencias que coloca nuestra vida frente a una serie de posibles «escenarios» sin saber cuál de ellos logrará realizarse. Tal impredictibilidad no es un fenómeno nuevo, pero riñe ciertamente con las pretensiones de belleza, bondad y verdad elevadas por el lenguaje de Próspero. Esto no significa, como lo anunciaron algunos posmodernos, que todos los esfuerzos humanos por hacer del mundo un lugar más justo y agradable hayan fracasado para siempre. Tampoco quiere decir que la reflexión cognitiva se haya resecado y resulte imposible denunciar críticamente las herencias del colonialismo y del imperialismo. La reconversión de Ariel no significa en ningún momento resignación, abandono de la función crítica del pensamiento, pero sí conlleva un aumento de sensibilidad frente a la localización de la razón en territorios contingentes, globales, atravesados por una serie infinita de causas y efectos que desbordan su control. La conciencia de los riesgos y sus peligros, la denuncia de situaciones coloniales y tecnologías de exclusión, continúan siendo la función más importante de Ariel, pero despojada ya del lenguaje salvacionista, totalizante y heroico de la modernidad. Pienso que las teorías poscoloniales son un ejemplo de la nueva conciencia de la inteligentsia respecto a sus propios límites. En tanto sujetos transmigrantes, los intelectuales poscoloniales obran como agentes globales sin pertenencias fijas. Sus pretensiones no se dirigen, por ello, hacia la construcción discursiva de identidades homogéneas y, mucho menos, hacia la representación de los subalternos. Lo que buscan es crear espacios de resistencia frente a la colonización mundovital en sus propias localidades. Su crítica al colonialismo adquiere un carácter teórico-práctico, en la medida en que participan activamente en la lucha por el control de los significados al interior de la teaching machine. Como las narrativas anticolonialistas de las décadas anteriores, procuran identificar la vinculación local, europea, de los discursos modernos sobre el «otro», como medio para desvirtuar sus pretensiones de universalidad.
Pero a diferencia de ellas, lo hacen sabiendo que su propia localización es un impedimento para acceder a la «totalidad». Hablan desde localidades globalizadas, desde espacios interconectados virtualmente con el mundo, en donde la modernidad fue desbordada por su propia dialéctica, por los mecanismos colocados en marcha por ella misma.40
40 Cf. U. Beck: Die Erfindung des Politischen. Zu einer Theorie reflexiver Modernisierung, Suhrkamp, Francfort, 1993, pp.35 ss.

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