Desde 2007, año en que Vladimir Putin disolvió el gobierno a petición del por entonces primer ministro Mijail Fradkov, el mandatario está poniendo sistemáticamente en peligro la seguridad de sus vecinos y de toda Europa: ciberataques y subversión; guerra en Georgia en agosto de 2008; guerra en el Donbass ucraniano y anexión de Crimea en la primavera de 2014; y la intervención en la guerra en Siria en 2015-2018, que causó migraciones masivas a Europa y Turquía.
El último episodio de esta escalada bélica, la agresión contra Ucrania iniciada el 24 de febrero de 2022, es la quinta guerra que libran el ejército y los mercenarios rusos. Anteriormente, en 1999, Vladimir Putin ya protagonizó un primer episodio hostil cuando lanzó una nueva invasión de la república de Chechenia, provocando masacres, destrucción, desplazamiento de poblaciones y la instauración del brutal régimen de Ramzán Kadírov, en el poder desde 2007.
En Rusia, tras veintidós años de poder arbitrario, la política de los cuadros gobernantes en el Kremlin consiste en perturbar, destruir y aterrorizar a sus vecinos, con el objetivo de hacer capitular a las antiguas repúblicas soviéticas que tratan de avanzar hacia el Estado de derecho y la seguridad de sus poblaciones con el apoyo de Europa y las democracias occidentales. La rabia y los delirios paranoicos de Moscú han llevado a Putin a buscar la erradicación de Ucrania y de los ucranianos. Sin embargo, Rusia no está en condiciones de poder ocupar y gobernar Ucrania, más bien está arrastrando a su país, a su ejército y al pueblo de Rusia a una espiral infernal.
A las puertas de Europa, Ucrania está luchando contra el agresor para sobrevivir como Estado y como sociedad. De este modo, defiende la integridad y la seguridad de todos los europeos. Así lo han entendido todos los países de la Unión Europea, al conceder el 23 de junio de 2022 a Ucrania –y Moldova–, por unanimidad, el estatus de candidato a la adhesión, en una decisión sin precedentes que acepta la candidatura de un país en guerra.
Una guerra de aniquilación
La agresión rusa ha sumido a los 45 millones de habitantes de Ucrania en un abismo de horror e inhumanidad. Esta es una contienda de terror, para matar civiles y arrasar ciudades. Se trata de un método criminal, el mismo que utilizó el ejército ruso en Siria.
Cuando lanzó la ofensiva en Ucrania el 24 de febrero de 2022, el Kremlin no tenía un objetivo de guerra, porque la aniquilación de un gran Estado europeo en la frontera de Polonia, Hungría, Eslovaquia y Rumanía no es un objetivo militar, sino que es un delirio destructivo. Tras la primera derrota del ejército ruso en marzo de 2022 en los alrededores de Kiev en el intento de tomar la capital por la vía rápida, Vladimir Putin anunció que el objetivo revisado era «desnazificar» y «liberar» toda la región del Donbass, hasta Crimea. Dicho de otro modo, plantar la bandera rusa sobre las ruinas y esclavizar a los habitantes de esta región, que comprende las provincias de Luhansk y Donetsk.
La agresión rusa fue decidida por un hombre, rodeado de otros hombres, sobre la base de una mentira de Estado cada vez más monstruosa, propagada por una poderosa maquinaria de propaganda y represión. El objetivo de la desinformación y las imágenes fabricadas de los horrores cometidos por los llamados «enemigos nazis» es instalar el caos cognitivo, el terror en las mentes y la estupefacción de los rusos, la mitad de los cuales siguen siendo rehenes de la televisión de su país.
En las escuelas, los profesores tienen que justificar a los alumnos el apoyo a la «operación militar especial» y difundir las imágenes en las redes sociales. Los directores de la administración, los rectores de las universidades, los directores de escuelas u hospitales, los profesores y los artistas se ven forzados a dimitir si es que osan negarse a apoyar la invasión, quizá porque saben que los ucranianos nunca han amenazado a la Federación Rusa y a sus 135 millones de habitantes.
En la misma Rusia, decenas de miles de ciudadanos han denunciado públicamente la invasión rusa de Ucrania y han sido víctimas de la represión. Casi cinco millones de rusos y rusas se han exiliado en los últimos doce años, mientras que cientos de miles de personas ya han abandonado su país recientemente desde que comenzó la guerra, en febrero de 2022.
Todos los ciudadanos que podían permitirse salir lo han hecho, pues sabían que cruzar la frontera sería cada vez más difícil debido a las sanciones y los controles occidentales en los países de acogida. Por lo que se refiere a las élites profesionales, estas ya no tienen la opción de la lealtad, sino solo la del exilio, al menos temporal, o del exilio interno, es decir, sobrevivir en la sombra sin participar en el sistema[1].
En la primavera de 2014, el Kremlin y su ejército, sus mercenarios, sus guebistas –el término con el que se conoce en Rusia a los exagentes de las fuerzas de seguridad que se mueven en los círculos de poder– y ciberatacantes protagonizaron la primera agresión armada contra Ucrania, se anexionaron Crimea y ocuparon la parte oriental de las provincias de Donetsk y Lugansk. Son los mismos hombres armados que acosan, encarcelan y no dudan en matar, si es necesario, a los opositores y a la sociedad civil dentro del mismo Estado ruso. Aplastan no solo a los opositores y disidentes, sino a su propio pueblo.
De hecho, están librando una forma de guerra en la propia Rusia. Su deseo de controlar a los rusos y su deseo de aniquilar a los ucranianos forma parte del mismo impulso. La tiranía de Putin ha puesto fin al derecho y al imperio de la ley, al poder y gobierno de las instituciones y a los compromisos establecidos en los convenios internacionales. Despreciando estas normas, el Kremlin recurre a la fuerza bruta para eliminar a los «enemigos» internos y externos, sin ningún respeto por la vida humana. Dentro de la sociedad rusa, el desastre es humanitario, cultural, social, económico y político.
Todo este sistema sin fe ni ley, en el que el derecho y la justicia están supeditados a los órganos represivos, ha sido forjado por Vladimir Putin durante más de dos décadas. El sistema se guía por un cálculo temible: eliminar cualquier forma de responsabilidad y rendición de cuentas de los grupos dirigentes, las fuerzas armadas y las administraciones; y arrastrar de esta manera a los rusos a un universo de perversa ensoñación, donde todos abdican de su sentido de la responsabilidad cívica. Así es como gran parte de los habitantes de Rusia han dejado de ser ciudadanos para convertirse en súbditos de la dictadura. Lamentablemente, no pudieron, o no supieron, resistir a la violencia instaurada por la propaganda gubernamental.
El dictador no negocia
En Ucrania los abusos cometidos por el ejército ruso, el diluvio de bombas durante días sobre una misma ciudad y el horror de los ataques revela el delirio asesino del Kremlin, que actúa arbitrariamente y promete total impunidad a sus soldados. Las ciudades de Butcha, Irpin, Mariúpol, Severodonetsk y decenas de otras poblaciones han sufrido el martirio, la tortura y la violación, el hambre y la muerte.
El presidente Putin actúa al margen de la ley y de las convenciones, en contra de todos los principios de humanidad. No quiere escuchar los razonamientos de los presidentes de Francia, Emmanuel Macron, o de EEUU, Joe Biden, ni siquiera los consejos de sus propios mandos militares y de inteligencia. Está encerrado en sus pasiones y obsesiones. Desconfía de todo el mundo. No es capaz de admitir sus errores. Confía en la violencia total y la impunidad para él y sus hombres.
Sin embargo, Vladimir Putin no es un ideólogo ni un nostálgico del imperio ruso, aunque frecuentemente apela a la épica de la historia, que manipula con fines propagandísticos. Habla constantemente del pasado, rara vez del presente y nunca del futuro. Los celosos servidores que han escrito sobre la pureza rusa o el eurasiaismo y del mismo modo han negado la existencia de Ucrania son más doctrinarios que pensadores: son los soldados de la propaganda, de la reescritura de la historia para que la doctrina se imponga a todos y defina una línea dogmática. El dogma da carta blanca a la policía, al ejército y a los jueces para reprimir a los «enemigos», tanto internos como externos.
Durante todos estos años, la manipulación de los hechos es un arma indispensable en la guerra rusa. El Kremlin lleva años utilizando el método del discurso invertido, buscando contradecir cualquier argumento con su opuesto, a modo de espejo. Es esta lógica la que le lleva a afirmar que es Ucrania la que ha atacado primero a los rusos, quién ha cometido un genocidio en el Donbass, o la que bombardea y tortura a los civiles. Toda la violencia que el ejército ruso inflige a los ucranianos se presenta como obra del ejército ucraniano. Los programas de televisión rusa difunden películas rodadas para la ocasión, en las que es el enemigo ucraniano el que perpetra los horrores. Resulta estremecedor observar que, si sustituimos la palabra Ucrania por la palabra Rusia, la propaganda de Putin está haciendo una crónica de sus propios abusos. Su lógica no es la de un conquistador, sino la de un destructor. La razón por la cual arremete contra los ucranianos es para castigarlos por construir un Estado de derecho y acercarse a las democracias europeas. Pero no conseguirá construir una Ucrania bajo su yugo, porque el ejército y la policía rusos son incapaces de ocupar y gobernar un gran país vecino. Destruir es posible, construir no.
Es posible que los líderes rusos, políticos y militares sean procesados por crímenes contra la humanidad –posiblemente genocidio–, y que los gobernantes ucranianos sean los principales demandantes. Desde las masacres en la ciudad de Bucha en marzo de 2022, las naciones europeas y todas las democracias occidentales se enfrentan a un régimen que puede ser tipificado de criminal. Ya no tienen un Estado con el que negociar en Moscú. Rusia ya no está gobernada por estadistas, sino por un contubernio que ha capturado las instituciones públicas, ha manipulado la constitución, han pervertido el sufragio universal y se ha apropiado de los recursos del país.
Tras meses de guerra, Occidente ha alcanzado una conclusión: la negociación política con el Kremlin es imposible. En este contexto, y sin la necesidad de perseguir un compromiso a toda costa con Moscú, los gobiernos europeos han optado redefinir sus prioridades y sentar las bases de una estrategia a corto y medio plazo. En el momento de escribir esta pieza, la entrada de Ucrania en la UE se dibuja como la política pragmática y eficaz. Esto se debe a que solo la solidaridad de todos a favor de Ucrania constituye un factor decisivo para la victoria sobre el agresor. Putin ha declarado la guerra, de facto, a Europa y a la OTAN, y las partes interesadas han tomado buena nota de ello.
Los europeos y la guerra
Antes de febrero de 2022, la posibilidad de una guerra en Europa resultaba inconcebible. Naturalmente, las potencias europeas –así como en la OTAN–, contemplaban esta posibilidad como hipótesis: «para no ir a la guerra, hay que prepararse para ella». Pero ningún escenario contemplaba una guerra en un futuro inmediato, y menos, un conflicto de tal violencia. La negación de la fragilidad inmanente a la paz contribuyó a errores en el juicio. Sin embargo, existía elementos que deberían haber despertado antes a los europeos de su letargo estratégico, especialmente a los franceses, alemanes e italianos, que se negaron a considerar como válidos los análisis de sus amigos del norte y del este de Europa, por muy informados y bien argumentados que estuvieran.
Hasta principios de junio de 2022 el presidente francés Emmanuel Macron y el canciller alemán Olaf Scholz, en particular, siguieron llamando por teléfono al presidente ruso, pensando quizá que Vladimir Putin podría tener algún interés en poner fin a su guerra de destrucción y retomar el hilo de las relaciones, aunque severamente dañadas, con París y Berlín, respectivamente. Cuatro años antes, en el 2018, el presidente Macron hizo gala de la muy francesa costumbre de cultivar una amistad especial con el autócrata del Kremlin. Una relación que, dicho sea de paso, reportaba muy poco a París y en cambio sí beneficiaba al líder ruso, acostumbrado a sacar provecho de la necesidad ajena de establecer puentes de diálogo.
Aún en diciembre de 2021, el gobierno francés –junto con sus asesores y sus legisladores– tenían dudas respecto a la emergencia en Ucrania. El clima de incertidumbre se trasladó a las dos campañas electorales de la primavera de 2022, lo que acabó impregnando el conjunto de la estrategia francesa. Hasta su visita a las ciudades de Irpin y Kiev, junto a los mandatarios alemán, italiano y rumano –el 16 de junio de 2022–, Emmanuel Macron había mantenido una cierta ambigüedad sobre el desenlace de la guerra y el futuro europeo de Ucrania, a pesar de que Francia prestaba un notable apoyo militar, económico y humanitario sobre el terreno, toda vez que acogía a los refugiados de forma eficaz desde marzo de 2022.
No obstante, y en el seno de la OTAN, eran diversos los países que habían dado la voz de alarma ya a lo largo del 2021. El primer chantaje en torno a la guerra tuvo lugar en marzo-abril de ese año, cuando más de 100.000 soldados rusos se concentraron en la frontera oriental de Ucrania, es decir, en las inmediaciones de las dos autoproclamadas «repúblicas del Donbass», Luhansk y Donetsk, bajo el control de grupos armados apoyados por Moscú. Esta era una nueva amenaza que se añadía a la larga y oscura cronología de agresiones y actos violentos por parte del Kremlin, como por ejemplo, la represión de toda oposición en Rusia para aplastar la Constitución rusa en junio de 2020; el apoyo al dictador bielorruso Alexander Lukashenko tras su fracaso en las elecciones presidenciales del 9 de agosto de mismo año; el intento de asesinato del líder opositor Alexei Navalny el 20 de agosto; o el abandono de los armenios de Nagorno-Karabaj ante la agresión turco-azerbaiyana en el otoño del 2020. En el 2021, la dictadura rusa aceleró el ritmo de la represión interna y las amenazas contra países extranjeros y contra Europa. Relativamente bien protegidos en nuestras democracias, los países de Europa Occidental hemos observado con cierta distancia la acumulación de dramas, la espiral de violencia extrema y la exasperación de la paranoia en el Kremlin, sin calibrar verdaderamente la dimensión de la escalada[2].
Si algo nos ha enseñado la historia, es que dictadura y conflicto acostumbran a ir de la mano. Y sin embargo, los gobiernos de Francia, Alemania, Italia y también de España, parecen haber querido interpretar los hechos de forma diferente: «Rusia es un caso especial», «tenemos que comerciar», «tenemos que entendernos con Putin», «los rusos prefieren gobierno fuertes».
Estos argumentos sesgados han dado cobertura a la autocracia rusa, dejando en un segundo plano la ausencia de libertades, la represión, la impunidad de los gobernantes y magnates, y la constante violación de la ley y la justicia. En Francia, el interés no ha sido solo energético y comercial.
En París resultaba tentador imaginarse como una gran potencia en el gran continente europeo, con el poder suficiente para mantener a raya al aliado estadounidense y, para contrapesar, el dominio económico de Estados Unidos y China a través de una «buena relación» con Moscú.
También era conveniente no preocuparse por los países que se encontraban a medio camino de ambos –y abandonados a la arbitrariedad del Kremlin– como Ucrania, Belarús, Moldova, Georgia y Armenia. Los responsables franceses se habían acostumbrado a ignorar las advertencias de sus colegas bálticos, polacos, checos, suecos y finlandeses que siempre habían señalado el peligro del régimen de Putin.
Nuestras élites, indulgentes con Putin, de forma expresa o tácita, se han comportado como nacionalistas soberanistas, de una forma impropia de los representantes de una nación democrática que ha apoyado el proyecto europeo desde el principio, y que tanto se ha beneficiado de él. Particularmente en Francia, una parte importante de la clase política y de los empresarios se ha plegado a sus intereses particulares y corporativistas, ignorando a veces las posiciones de la Unión Europea y de la OTAN.
La negación de la naturaleza violenta y criminal del régimen de Putin ha contribuido al efecto en el auge de los partidos populistas y de extrema derecha –en Francia y en Europa–, que cultivan visiones radicales del ejercicio del poder en el corazón de Europa, y que en muchos casos comparten posiciones soberanistas y euroescépticas.
La vía europea de Ucrania
La agresión rusa ha cambiado todo el escenario europeo y ha volatilizado la imagen de Putin como «líder autoritario, pero eficaz, a la cabeza de un sistema estable». En el terreno político, el contraste entre el núcleo en torno a Vladimir Putin y el gobierno de Volodímir Zelensky es asombroso. El presidente ucraniano ha demostrado la fortaleza de su carácter, su integridad y su respeto por las instituciones públicas.
Ha construido una sólida relación de confianza con sus conciudadanos y con los militares a sus órdenes. Así es como su país ha podido hacer frente y oponer una impresionante resistencia a los ataques rusos. Zelensky representa también la mejor baza de los europeos en este enfrentamiento de las democracias contra la dictadura rusa. Es fiable y eficiente, carismático y directo. Sigue una estrategia clara y segura: expulsar al agresor-ocupante de Ucrania, reconstruir su país y anclarlo firmemente a las instituciones europeas y atlánticas.
En Europa, la mejor estrategia de Bruselas ha sido confiar en los dirigentes ucranianos y acceder a sus demandas. Sorprendentemente, ya en mayo de 2022 se inició la reconstrucción de las infraestructuras en las provincias no ocupadas, aun cuando persistían los terribles combates en el este y el sur del país. En estas pésimas condiciones, las administraciones y los servicios públicos ucranianos han funcionado admirablemente bien.
Hoy, los ucranianos nos recuerdan lo que Europa debería haber entendido desde la ocupación de Crimea y el este del Donbass en 2014: no existe una intersección entre la dictadura belicista de Moscú y el mundo democrático de una Europa unida. La guerra rusa de 2022 demuestra trágicamente el peligro que entraña la zona gris que atrapa a diversos países entre Moscú y Bruselas. Las intervenciones militares rusas, desde Moldova y Georgia hasta Ucrania, han producido un resultado opuesto al objetivo inicialmente previsto por el Kremlin.
En lugar de controlar y someter a estos estados independientes, lo que Vladimir Putin ha provocado es que naciones y personas cierren filas en su contra. Al proclamar el derecho de la gran Rusia a conservar su «esfera de influencia», ha perdido a estas antiguas repúblicas soviéticas.
Ante tales circunstancias y para garantizar su seguridad y su soberanía, Ucrania, Moldova y Georgia no tienen hoy otra opción más que unirse a la Unión Europea y a la Alianza Atlántica. Frente a la permanente amenaza rusa, quieren pertenecer al mundo de las democracias occidentales y sus instituciones multilaterales. Ya no pueden conformarse con una alianza en el marco de la Asociación Oriental de la UE o con acuerdos bilaterales con la OTAN. No basta con formar parte de la «familia europea». Saben que el camino para cumplir todos los criterios de la UE será largo y arduo; sin embargo, estos estados y sociedades necesitan las estructuras y garantías que les proporcionará la pertenencia institucional a estas organizaciones. Es más, la gran mayoría de ciudadanos bielorrusos y armenios comparten ese mismo horizonte y la esperanza de entrar algún día en la Unión Europea.
[1] Mendras, M. «Putin frente a las élites y las clases medias». Política exterior, Vol. XXXI, n.º 179, septiembre/octubre 2017, pp. 68-76.
[2] Véanse las publicaciones periódicas del boletín Desk Russia en 2021-2022: https://desk-russie.eu.