Escalón rememora al poeta del cine salvadoreño, a su jazzista, a su cuentista: el solitario e impaciente Baltazar Polío. Baltazar Polío sólo le temía a una cosa en la vida: el aburrimiento. Su vida y su obra son un continuo combate contra este estado del espíritu que, en algunos casos graves, como el suyo, puede ser peor que la depresión, la melancolía o el vacío existencial.
En el estudio de su casa había un piano, al que se acercaba con bastante frecuencia y en el que tocaba unos cuantos compases con bastante soltura y gozo antes de aburrirse, entonces encendía un pequeño televisor que estaba sobre el piano y cambiaba canales mientras seguía interpretando “El Lago de Como” (“Le Lac de Come” de C. Galos), una de sus piezas favoritas.
Practicar un instrumento musical mientras se ve televisión es desaconsejable para cualquier músico serio… pero Baltazar no era un músico serio. Era un aficionado al piano que se aburría de él a los quince minutos.
En su estudio, además del piano, había una chimenea central del tipo campana metálica. En más de una ocasión pude observarlo oír música con unos audífonos autónomos mientras patinaba en círculos alrededor de su chimenea. La simultaneidad de las dos operaciones, música y círculos, lograban vencer el aburrimiento por otros quince minutos.
Todo era una forma de correr para que el aburrimiento no lo alcanzara.
Pude verlo editar algunas de sus películas. Era todo un espectáculo. Las tiras de celuloide de 16 milímetros no eran cortadas con tijeras, ni siquiera con la cortadora especial llamada “Incollatrice” del inventor italiano Leo Catozzo. No… Baltazar era un editor impaciente y cortaba las escenas con las manos, como un escritor rompe una página que lo defrauda. Se colgaba al hombro las diferentes escenas y las analizaba a gran velocidad en su pequeña pantalla de visionado Zeiss Ikon. Ya no existen esas cosas y no viene al caso disertar sobre la historia de las técnicas. Sólo quiero recordar a Baltazar Polío y su eterna carrera contra el tiempo.
Si hubiera nacido escritor se habría dedicado al cuento corto, pero fue cineasta y se dedicó al cortometraje.
Hacía un corto por año, de quince minutos ya vimos la razón, y cierta cantidad de comerciales de 30 segundos para televisión, que le permitían los ingresos necesarios para no depender económicamente de una madre que lo adoraba y que lo habría mantenido sin problemas el resto de su vida sin hacerlo sentir un niño mimado.
¿Era un niño mimado? Lo era. ¿Era un genio? No tuvo el tiempo necesario para demostrarlo, ni tampoco le hubiera interesado demostrar nada en una sociedad como la salvadoreña, a la que despreciaba calladamente.
Su sociedad ideal la había conocido en Niza, en la Costa Azul de Francia, donde asistió a algunos rodajes del cine francés, y donde fue seducido por ese medio y sus artefactos.
Creía en la ficción y aborrecía el documental. Topiltzín, El Negro y El Indio y El Gran Debut son ejercicios de ficción pura, realizadas con medios irrisorios, producidas sin hacer antesala a instituciones, mecenas o patrocinadores. Y no por un afán de independencia creativa, lejos de él cualquier pose de “artista”, sino por temor al aburrimiento de tener que esperar antes de filmar.
Cuando se le ocurrió contar la vida cotidiana de un niño vendedor de diarios, buscó y encontró a quien sería un compañero de trabajo y un amigo fiel. Topiltzín (Antonio Menjívar) fue su hijo adoptivo y su asistente de dirección. Topiltzín es el héroe de nuestro cine neorrealista. El mejor actor de la historia del cine salvadoreño, si es que hay una.
Cuando unos “compas” del Bloque Popular Revolucionario lo abordaron a inicios de los 80’s para proponerle colaborar en la propaganda política, Baltazar les preguntó ingenuamente: “¿Y cuánto tiempo puede tomar esa victoria de la que me hablan?”
Le explicaron entonces que, según la concepción de la guerra popular prolongada, podría tomar muchísimos años. Baltazar les contestó, simplemente: “No me interesa… Muy aburrido.”
Alguien así no hubiera podido esperar muchos años su propia muerte, le llegó demasiado pronto. Lo echamos de menos.
Este texto fue originalmente escrito para un homenaje a Baltazar Polío realizado en el MUPI el 24 de julio de 2013.