Oxford, Inglaterra. Eran las tres de la madrugada de un día de 1969. El padre Alfonso Navarro Oviedo nos hizo salir con urgencia de la casa parroquial de San Juan Opico, y no nos permitió abordar el autobús en el pueblo. Caminábamos por unas veredas tropezándonos, intentando seguir al guía sin hablar ni usar lámpara. Íbamos indignados, jamás habíamos caminado en la oscuridad y, la verdad, no entendíamos lo que pasaba, teníamos 18 años y recién empezábamos la Universidad. Yo estaba allí ayudando a Rafael Arce Zablah en un programa de alfabetización campesina que ofrecía la Iglesia Católica. Nos sentíamos bien enseñando a la gente a leer, pero nunca pensamos que aquello fuera tan peligroso. Una carta anónima amenazándonos de muerte llegó a la casa parroquial.
El padre Navarro confirmó que la carta venía de la Guardia Nacional y nos pidió salir de inmediato. ¡No estamos haciendo nada malo!, le dijimos, Rafael propuso incluso discutir con los guardias y demostrarles que no era ilegal enseñar a leer, sobre todo porque al avanzar el curso leíamos la Constitución Política. ¡Están locos!, nos dijo el padre, ¡mejor apúrense!; ¡mi papá es militar!, insistía Rafael. La madre de Rafael era miembro de una familia muy conocida en el país y su padre, efectivamente un coronel del ejército, era muy amigo del coronel Molina. El general Humberto Romero era incluso padrino de Rafael. Navarro fue sensato e hicimos bien en obedecerle; en 1977 lo asesinaron.
Desde aquel día nos sentimos profundamente retados en nuestra dignidad y bromeábamos sobre si podíamos o no arrebatarle el fusil a un guardia, pero ni buenos deportistas éramos. La lucha armada contra el gobierno militar se nos volvió un tema persistente. El gran problema era que no sabíamos cómo hacerlo, no teníamos ni idea de cómo proteger una organización en caso de capturas y torturas. Por aquella época llegó al país la película “La batalla de Argelia”. En ésta un general francés explica en detalle el funcionamiento básico del Frente de Liberación Nacional Argelino. Una estructura piramidal permitía compartimentar y proteger la información. Rafael era mi mejor amigo y nos entendíamos con la mirada. Al salir del cine me dijo: ¿Estás pensando lo mismo que yo?, si, le respondí, bueno, ¡entonces ya la hicimos! afirmamos los dos. Hablamos de cómo podíamos llamar al movimiento. Rafael propuso “Jaraguá” porque proporcionaba identidad nacional y se asociaba con rebeldía, desgraciadamente eso no prosperó.
La historia es más larga, luego descubrimos que había otros grupos intentando hacer lo mismo. Pero empezó allí, en San Juan Opico y en el Cine Regis, no en La Habana ni en Moscú. El general de la película sólo nos había resuelto cómo no morir en el primer intento. Había un problema mucho más difícil, ¿cómo hacer una guerra de guerrillas en un país sin montañas ni selvas?; ¿cómo superar a los cien mil paramilitares y 60 mil miembros de la Organización Democrática Nacionalista (ORDEN), que estaban presentes en todos los caseríos y barrios del país?; ¿cómo no ser detectados en un país en donde no se podían caminar veinte minutos sin encontrar una casa o dos horas sin encontrar una calle transitable en vehículo? En definitiva, cómo hacer la guerra revolucionaria en un país donde eso era imposible.
Rafael era poseedor de una inteligencia extraordinaria, segundo bachiller de la república y el primero en la Universidad, hablaba y escribía inglés perfecto. Fue su inteligencia la que resolvió aquel complejo problema. Hizo una gira y se reunió con campesinos de Morazán, Usulután, San Vicente, Chalatenango, Santa Ana y La Unión. Sus conclusiones fueron contrarias a lo que la izquierda pensaba y la derecha temía, sostuvo que no eran los jornaleros de las grandes haciendas el centro de gravedad de una rebelión; planteó que la clave eran los campesinos minifundistas medios y pobres de Morazán, San Vicente y Chalatenango.
La tradición de la izquierda era dirigirse al proletariado y organizar donde habían más conflictos de clase. Los departamentos de minifundistas eran bastiones conservadores donde el Partido Conciliación Nacional doblaba en votos a la oposición. Rafael señaló que zonas como Morazán tenían conflictos con el Estado por abandono social y falta de créditos, y que contrario a los campesinos de Usulután o Santa Ana, que tenían problemas graves de alcoholismo, delincuencia y emigraban constantemente, los de Morazán eran estables, responsables y, si bien había pobreza, por lo menos tenían tierra y sobrevivían.
Aquello en realidad era quitarle cuerpo social al enemigo y aparecerle en donde menos se lo esperaba. Rafael señaló que esas zonas era posible controlarlas primero políticamente y luego militarmente, pero requerían una organización territorial que incorporara a los grupos familiares completos, incluso a miembros de las patrullas y de ORDEN. En vez de enfrentar había que reclutar.
Así fue como nació el concepto de zona de control y fueron esas ideas las que transformaron a Morazán en la retaguardia estratégica de la guerrilla salvadoreña, algo que no pudo ser destruido ni con matanzas como la del Mozote. Esa retaguardia fue la que permitió que el Ejército Revolucionario del Pueblo se convirtiera en una de las guerrillas militarmente más eficaces que ha existido en Latinoamérica. Esas mismas ideas hicieron que Jucuarán, en las costas de Usulután, contara con una organización social que recibió miles de armas por mar sin que las Fuerzas Armadas interceptaran jamás una sola de las operaciones durante once años de guerra.
Rafael murió en combate un 26 de septiembre, hace treinta años, en el municipio de El Carmen en La Unión. Un puñado de jóvenes con más indignación que entrenamiento militar tomamos por primera vez un puesto de la Guardia Nacional. Rafael no pudo conocer a su hijo, ni ver al país en paz y democracia, pero la brigada guerrillera que llevó su nombre y los combatientes de Morazán alcanzaron San Salvador en noviembre de 1989. Rafael fue parte de una generación de jóvenes educada en la excelencia, que abandonaron un futuro personal exitoso para rebelarse y transformar al país. Su imaginación e inteligencia junto a la de otros revolucionarios como Felipe Peña y Lil Milagro Ramírez, sentaron las bases de un movimiento que sólo estaba subordinado a buscar una vida mejor para los salvadoreños. Sin su influencia jamás se hubiese firmado una paz basada en el interés nacional y en un programa democrático.
Dicen que la guerra es una lucha provocada por viejos que se conocen, pero que no se matan, en la que pelean jóvenes que no se conocen, pero que sí se matan. Cuando me preguntan sobre las causas de la guerra, suelo contar que al firmarse la paz fui invitado por un grupo de empresarios para hablar sobre el proceso que se iniciaba. Terminada mi charla una señora, perteneciente a una de las familias más ricas del país, me dijo en tono recriminatorio: ¿Por qué no pensaron en toda la destrucción que provocarían?, señora, le respondí, sólo hay dos posibilidades: o nosotros a los 19 años fuimos tan inteligentes para armar un conflicto que duró 22, o ustedes fueron tan torpes para gobernar que llevaron al país a una guerra”.