I Sujetos de Sexo, Género, Deseo. El género en disputa de Judith Butler

No se nace mujer: llega una a serlo. SIMONE DE Bouvoir

Estrictamente hablando, no puede decirse que existan las «mujeres». JULIA KRISTEVA

La mujer no tiene un sexo. LUCE IRlGARAY

El despliegue de la sexualidad (…)  estableció esta noción de sexo. MICHEL FOUCAULT

La categoría del sexo es la categoría política que crea a la sociedad como heterosexual. MONIQUE WITTIG

LAS «MUJERES» COMO SUJETO DEL FEMINISMO

En su mayoría, la teoría feminista ha asumido que existe cierta identidad, entendida mediante la categoría de las mujeres, que no sólo introduce los intereses y los objetivos feministas dentro del discurso, sino que se convierte en el sujeto para el cual se procura la representación política. Pero política y representación son términos que suscitan opiniones contrapuestas. Por un lado, representación funciona como término operativo dentro de un procedimiento político que pretende ampliar la visibilidad y la legitimidad hacia las mujeres como sujetos políticos; por otro, la representación es la función normativa de un lenguaje que, al parecer, muestra o distorsiona lo que se considera verdadero acerca de la categoría de las mujeres.

Para la teoría feminista, el desarrollo de un lenguaje que represente de manera adecuada y completa a las mujeres ha sido necesario para promover su visibilidad política. Evidentemente, esto ha sido de gran importancia, teniendo en cuenta la situación cultural subsistente, en la que la vida de las mujeres se representaba inadecuadamente o no se representaba en absoluto.

Recientemente, esta concepción dominante sobre la relación entre teoría feminista y política se ha puesto en tela de juicio desde dentro del discurso feminista. El tema de las mujeres ya no se ve en términos estables o constantes.

Hay numerosas obras que cuestionan la viabilidad del «sujeto» como el candidato principal de la representación o, incluso, de la liberación, pero además hay muy poco acuerdo acerca de qué es, o debería ser, la categoría de las mujeres. Los campos de «representación» lingüística y política definieron con anterioridad el criterio mediante el cual se originan los sujetos mismos, y la consecuencia es que la representación se extiende únicamente a lo que puede reconocerse como un sujeto. Dicho de otra forma, deben cumplirse los requisitos para ser un sujeto antes de que pueda extenderse la representación.

Foucault afirma que los sistemas jurídicos de poder producen a los sujetos a los que más tarde representan. Las nociones jurídicas de poder parecen regular la esfera política únicamente en términos negativos, es decir, mediante la limitación, la prohibición, la reglamentación, el control y hasta la «protección» de las personas vinculadas a esa estructura política a través de la operación contingente y retractable de la elección.

No obstante, los sujetos regulados por esas estructuras, en virtud de que están sujetos a ellas, se constituyen, se definen y se reproducen de acuerdo con las imposiciones de dichas estructuras. Si este análisis es correcto, entonces la formación jurídica del lenguaje y de la política que presenta a las mujeres como «el sujeto» del feminismo es, de por sí, una formación discursiva y el resultado de una versión especifica de la política de representación.

Así, el sujeto feminista está discursivamente formado por la misma estructura política que, supuestamente, permitirá su emancipación. Esto se convierte en una cuestión políticamente problemática si se puede demostrar que ese sistema crea sujetos con género que se sitúan sobre un eje diferencial de dominación o sujetos que, supuestamente, son masculinos. En tales casos, recurrir sin ambages a ese sistema para la emancipación de las «mujeres» será abiertamente contraproducente.

El problema del «sujeto» es fundamental para la política, y concretamente para la política feminista, porque los sujetos jurídicos siempre se construyen mediante ciertas prácticas excluyentes que, una vez determinada la estructura jurídica de la política, no «se perciben». En definitiva, la construcción política del sujeto se realiza con algunos objetivos legitimadores y excluyentes, y estas operaciones políticas se esconden y naturalizan mediante un análisis político en el que se basan las estructuras jurídicas.

El poder jurídico «produce» irremediablemente lo que afirma sólo representar; así, la política debe preocuparse por esta doble función del poder: la jurídica y la productiva. De hecho, la ley produce y posteriormente esconde la noción de «un sujeto anterior a la ley»» para apelar a esa formación discursiva como una premisa fundacional naturalizada que posteriormente legitima la hegemonía reguladora de esa misma ley.

No basta con investigar de qué forme las mujeres pueden estar representadas de manera más precisa en el lenguaje y la política. La crítica feminista también debería comprender que las mismas estructuras de poder mediante las cuales se pretende la emancipación crean y limitan la categoría de «las mujeres», sujeto del feminismo.

En efecto, la cuestión de las mujeres como sujeto del feminismo plantea la posibilidad de que no haya un sujeto que exista «antes» de la ley, esperando la representación en y por esta ley. Quizás el sujeto y la invocación de un «antes» temporal sean creados por la ley como un fundamento ficticio de su propia afirmación de legitimidad.

La hipótesis prevaleciente de la integridad ontológica del sujeto antes de la ley debe ser entendida como el vestigio contemporáneo de la hipótesis del estado de naturaleza, esa fábula fundacionista que sienta las bases de las estructuras jurídicas del liberalismo clásico.

La invocación performativa de un «antes» no histórico se convierte en la premisa fundacional que asegura una ontología presocial de individuos que aceptan libremente ser gobernados y, con ello, forman la legitimidad del contrato social.

Sin embargo, aparte de las ficciones fundacionistas que respaldan la noción del sujeto, está el problema político con el que se enfrenta el feminismo en la presunción de que el término “mujeres” indica una identidad común. En lugar de un significante estable que reclama la aprobación de aquellas a quienes pretende describir y representar, mujeres (incluso en plural) se ha convertido en un término problemático, un lugar de refutación, un motivo de angustia.

Como sugiere el título de Denise Riley, Am I that Name? [¿Soy yo ese nombre], es una pregunta motivada por los posibles significados múltiples del nombre.[1] Si una «es» una mujer, es evidente que eso no es todo lo que una es; el concepto no es exhaustivo, no porque una «persona» con un género predeterminado sobrepase los atributos específicos de su género, sino porque el género no siempre se constituye de forma coherente o consistente en contextos históricos distintos, y porque se entrecruza con modalidades raciales, de clase, étnicas, sexuales y regionales de identidades discursivamente constituidas. Así, es imposible separar el «género» de las intersecciones políticas y culturales en las que constantemente se produce y se mantiene.

La creencia política de que debe haber una base universal para el feminismo, y de que puede fundarse en una identidad que aparentemente existe en todas las culturas, a menudo va unida a la idea de que la opresión de las mujeres posee alguna forma específica reconocible dentro de la estructura universal o hegemónica del patriarcado o de la dominación masculina.

La idea de un patriarcado universal ha recibido numerosas críticas en años recientes porque no tiene en cuenta el funcionamiento de la opresión de género en los contextos culturales concretos en los que se produce.

Una vez examinados esos contextos diversos en el marco de dichas teorías, se han encontrado «ejemplos» o «ilustraciones» de un principio universal que se asume desde el principio. Esa manera de hacer teoría feminista ha sido cuestionada porque intenta colonizar y apropiarse de las culturas no occidentales para respaldar ideas de dominación muy occidentales, y también porque tiene tendencia a construir un «Tercer Mundo» o incluso un «Oriente», donde la opresión de género es sutilmente considerada como sintomática de una barbarie esencial, no occidental.

La urgencia del feminismo por determinar el carácter universal del patriarcado -con el objetivo de reforzar la idea de que las propias reivindicaciones del feminismo son representativas- ha provocado, en algunas ocasiones, que se busque un atajo hacia

una universalidad categórica o ficticia de la estructura de dominación, que por lo visto origina la experiencia de subyugación habitual de las mujeres.

Si bien la afirmación de un patriarcado universal ha perdido credibilidad, la noción de un concepto generalmente compartido de las «mujeres», la conclusión de aquel marco, ha sido mucho más difícil de derribar. Desde luego, ha habido numerosos debates al respecto.

¿Comparten las «mujeres» algún elemento que sea anterior a su opresión, o bien las «mujeres» comparten un vínculo únicamente como resultado de su opresión? ¿Existe una especificidad en las culturas de las mujeres que no dependa de su subordinación por parte de las culturas masculinistas hegemónicas? ¿Están siempre contraindicadas la especificidad y la integridad de las prácticas culturales o lingüísticas de las mujeres y, por tanto, dentro de los límites de alguna formación cultural más dominante? ¿Hay una región de lo «específicamente femenino», que se distinga de lo masculino como tal y se acepte en su diferencia por una universalidad de las «mujeres» no marcada y, por consiguiente, supuesta?

La oposición binaria masculino/femenino no sólo es el marco exclusivo en el que puede aceptarse esa especificidad, sino que de cualquier otra forma la «especificidad» de lo femenino, una vez más, se descontextualiza completamente y se aleja analítica y políticamente de la constitución de clase, raza, etnia y otros ejes de relaciones de poder que conforman la “identidad” y hacen que la noción concreta de identidad sea errónea.»[2]

Mi intención aquí es argüir que las limitaciones del discurso de representación en el que participa el sujeto del feminismo socavan sus supuestas universalidad y unidad.  De hecho, la reiteración prematura en un sujeto estable del feminismo -entendido como una categoría inconsútil de mujeres- provoca inevitablemente un gran rechazo para admitir la categoría. Estos campos de exclusión ponen de manifiesto las consecuencias coercitivas y reguladoras de esa construcción, aunque ésta se haya llevado a cabo con objetivos de emancipación.

En realidad, la división en el seno del feminismo y la oposición paradójica a él por parte de las «mujeres» a quienes dice representar muestran los límites necesarios de las políticas de identidad. La noción de que el feminismo puede encontrar una representación más extensa de un sujeto que el mismo feminismo construye tiene como consecuencia irónica que los objetivos feministas podrían frustrarse si no tienen en cuenta los poderes constitutivos de lo que afirman representar.

Este problema se agrava si se recurre a la categoría de la mujer sólo con finalidad «estratégica», porque las estrategias siempre tienen significados que sobrepasan los objetivos para los que fueron creadas.

En este caso, la exclusión en sí puede definirse como un significado no intencional pero con consecuencias, pues cuando se amolda a la exigencia de la política de representación de que el feminismo plantee un sujeto estable, ese feminismo se arriesga a que se lo acuse de tergiversaciones inexcusables.

Por lo tanto, es obvio que la labor política no es rechazar la política de representación, lo cual tampoco sería posible.

Las estructuras jurídicas del lenguaje y de la política crean el campo actual de poder; no hay ninguna posición fuera de este campo, sino sólo una genealogía crítica de sus propias acciones legitimadoras. Como tal, el punto de partida crítico es el presente histórico, como afirmó Marx. Y la tarea consiste en elaborar, dentro de este marco constituido, una crítica de las categorías de identidad que generan, naturalizan e inmovilizan las estructuras jurídicas actuales.

Quizás haya una oportunidad en esta coyuntura de la política cultural (época que algunos denominarían posfeminista) para pensar, desde una perspectiva feminista, sobre la necesidad de construir un sujeto del feminismo.

Dentro de la práctica política feminista, parece necesario replantearse de manera radical las construcciones ontológicas de la identidad para plantear una política representativa que pueda renovar el feminismo sobre otras bases. Por otra parte, tal vez sea el momento de formular una crítica radical que libere a la teoría feminista de la obligación de construir una base única o constante, permanentemente refutada por las posturas de identidad o de antiidentidad a las que invariablemente niega. ¿Acaso las prácticas excluyentes, que fundan la teoría feminista en una noción de «mujeres» como sujeto, debilitan paradójicamente los objetivos feministas de ampliar sus exigencias de «representación»?[3]

Quizás el problema sea todavía más grave. La construcción de la categoría de las mujeres como sujeto coherente y estable, ¿es una reglamentación y reificación involuntaria de las relaciones entre los géneros? ¿Y no contradice tal reificación los objetivos feministas? ¿En qué medida consigue la categoría de las mujeres estabilidad y coherencia  únicamente en el contexto de la matriz heterosexual?[4]

Sí una noción estable de género ya no es la premisa principal de la política feminista, quizás ahora necesitemos una nueva política feminista para combatir las reificaciones mismas de género e identidad, que sostenga que la construcción variable de la identidad es un requisito metodológico y normativo, además de una meta política.

Examinar los procedimientos políticos que originan y esconden lo que conforma las condiciones al sujeto jurídico del feminismo es exactamente la labor de una genealogía feminista de la categoría de las mujeres. A lo largo de este intento de poner en duda a las «mujeres» como el sujeto del feminismo, la aplicación no problemática de esa categoría puede tener como consecuencia que se descarte la opción de que el feminismo sea considerado una política de representación. ‘

¿Qué sentido tiene ampliar la representación hacia sujetos que se construyen a través de la exclusión de quienes no cumplen las exigencias normativas tácitas del sujeto? ¿Qué relaciones de dominación y exclusión se establecen de manera involuntaria cuando la representación se convierte en el único interés de la política? La identidad del sujeto feminista no debería ser la base de la política feminista si se asume que la formación del sujeto se produce dentro de un campo de poder que desaparece invariablemente mediante la afirmación de ese fundamento.

Tal vez, paradójicamente, se demuestre que la «representación» tendrá sentido para el feminismo únicamente cuando el sujeto de las «mujeres» no se dé por sentado en ningún aspecto.

EL ORDEN OBLIGATORIO DE SEXO/GÉNERO/DESEO

Aunque la unidad no problemática de las «mujeres» suele usarse para construir una solidaridad de identidad la diferenciación entre sexo y género plantea una fragmentación en el sujeto feminista. Originalmente con el propósito de dar respuesta a la afirmación de que «biología es destino», esa diferenciación sirve al argumento de que, con independencia de la inmanejabilidad biológica que tenga aparentemente el sexo, el género se construye culturalmente: por esa razón, el género no es el resultado causal del sexo ni tampoco es tan aparentemente rígido como el sexo. Por tanto, la unidad del sujeto ya está potencialmente refutada por la diferenciación que posibilita que el género sea una interpretación múltiple del sexo.»

Si el género es los significados culturales que acepta el cuerpo sexuado, entonces no puede afirmarse que un género únicamente sea producto de un sexo. Llevada hasta su límite lógico, la distinción sexo/género muestra una discontinuidad radical entre cuerpos sexuados y géneros culturalmente construidos.

Si por el momento presuponemos la estabilidad del sexo binario, no está claro que la construcción de «hombres» dará como resultado únicamente cuerpos masculinos o que las «mujeres» interpreten sólo cuerpos femeninos. Además, aunque los sexos parezcan ser claramente binarios en su morfología y constitución (lo que tendrá que ponerse en duda), no hay ningún motivo para creer que también los géneros seguirán siendo sólo dos.[5]

La hipótesis de un sistema binario de géneros sostiene de manera implícita la idea de una relación mimética entre género y sexo, en la cual el género refleja al sexo o, de lo contrario, está limitado por él. Cuando la condición construida del género se teoriza como algo completamente independiente del sexo, el género mismo pasa a ser un artificio ambiguo, con el resultado de que hombre y masculino pueden significar tanto un cuerpo de mujer como uno de hombre, y mujer y femenino tanto uno de hombre como uno de mujer.

Esta separación radical del sujeto con género plantea otros problemas. ¿Podemos hacer referencia a un sexo «dado» o a un género «dado» sin aclarar primero cómo se dan uno y otro y a través de qué medios? ¿Y al fin y al cabo qué es el «sexo»? ¿Es natural, anatómico, cromosómico u hormonal, y cómo puede una crítica feminista apreciar los discursos científicos que intentan establecer tales «hechos»?[6] ¿Tiene el sexo una historia?[7] ¿Tiene cada sexo una historia distinta, o varias historias?

¿Existe una historia de cómo se determinó la dualidad del sexo, una genealogía que presente las opciones binarias como una construcción variable? ¿Acaso los hechos aparentemente naturales del sexo tienen lugar discursivamente mediante diferentes discursos científicos supeditados a otros intereses políticos y sociales?

Si se refuta el carácter invariable del sexo, quizás esta construcción denominada «sexo» esté tan culturalmente construida como el género; de hecho, quizá siempre fue género, con el resultado de que la distinción entre sexo y género no existe como tal.[8]

En ese caso no tendría sentido definir el género como la interpretación cultural del sexo, si éste es ya de por sí una categoría dotada de género. No debe ser visto únicamente como la inscripción cultural del significado en un sexo pre-determinado (concepto jurídico), sino que también debe indicar el aparato mismo de producción mediante el cual se determinan los sexos en sí.

Como consecuencia, el género no es a la cultura lo que el sexo es a la naturaleza; el género también es el medio discursivo/cultural a través del cual la «naturaleza sexuada» o «un sexo natural» se forma y establece como «prediscursivo», anterior a la cultura, una superficie políticamente neutral sobre la cual actúa la cultura.

Trataremos de nuevo esta construcción del «sexo» como lo radicalmente no construido al recordar en el capítulo 2 lo que afirman Lévi-Strauss y el estructuralismo. En esta coyuntura ya queda patente que una de las formas de asegurar de manera efectiva la estabilidad interna y el marco binario del sexo es situar la dualidad del sexo en un campo prediscursivo.

Esta producción del sexo como lo prediscursivo debe entenderse como el resultado del aparato de construcción cultural nombrado por el género. Entonces, ¿cómo debe reformularse el género para incluir las relaciones de poder que provocan el efecto de un sexo prediscursivo y esconden de esta manera ese mismo procedimiento de producción discursiva?

GÉNERO: LAS RUINAS CIRCULARES DEL DEBATE ACTUAL

¿Existe «un» género que las personas tienen, o se trata de un atributo esencial que una persona es, como lo expresa la pregunta; «¿De qué género eres?»? Cuando las teóricas feministas argumentan que el género es la interpretación cultural del sexo o que el género se construye culturalmente, ¿cuál es el mecanismo de esa construcción?

Si el género se construye, ¿podría construirse de distinta manera, o acaso su construcción conlleva alguna forma de determinismo social que niegue la posibilidad de que el agente actúe y cambie? ¿Implica la «construcción» que algunas leyes provocan diferencias de género en ejes universales de diferencia sexual? ¿Cómo y dónde se construye el género? ¿Qué sentido puede tener para nosotros una construcción que no sea capaz de aceptar a un constructor humano anterior a esa construcción?

En algunos estudios, la afirmación de que el género está construido sugiere cierto determinismo de significados de género inscritos en cuerpos anatómicamente diferenciados, y se cree que esos cuerpos son receptores pasivos de una ley cultural inevitable. Cuando la «cultura» pertinente que «construye» el género se entiende en función de dicha ley o conjunto de leyes, entonces parece que el   género es tan preciso y fijo como lo era bajo la afirmación de que «biología es destino». En tal caso, la cultura, y no la biología, se convierte en destino.

Por otra parte, Simone de Beauvoir afirma en El segundo sexo que “No se nace mujer: llega una a serlo.”[9] Para Beauvoir, el género se «construye», pero en su planteamiento queda implícito un agente, un cogito, el cual en cierto modo se  adopta o se adueña de ese género y, en principio podría  aceptar algún otro. ¿Es el género tan variable y volitivo como plantea el estudio de Beauvoir? ¿Podría circunscribirse entonces la «construcción» a una forma de elección?

Beauvoir sostiene rotundamente que una «llega a ser» mujer, pero siempre bajo la obligación cultural de hacerlo. Y es evidente que esa obligación no la crea el «sexo», En su estudio no hay nada que asegure que la «persona» que se convierte en mujer sea obligatoriamente del sexo femenino.

Sí “el cuerpo es una situación»,[10] como afirma, no se puede eludir a un cuerpo que no haya sido desde siempre interpretado mediante significados culturales; por tanto, el sexo podría no cumplir los requisitos de una facticidad anatómica prediscursiva. De hecho se demostrará que el sexo, por definición, siempre ha sido género.[11]

La polémica surgida respecto al significado de construcción parece desmoronarse con la polaridad filosófica convencional entre libre albedrío y determinismo. En consecuencia, es razonable suponer que una limitación lingüística común sobre el pensamiento crea y restringe los términos del debate.

Dentro de esos términos, el «cuerpo» se manifiesta como un medio pasivo sobre el cual se circunscriben los significados culturales o como el instrumento mediante el cual una voluntad apropiadora e interpretativa establece un significado cultural para sí misma. En ambos casos el cuerpo es un mero instrumento o medio con el cual se relaciona sólo externamente un conjunto de significados culturales.

Pero el «cuerpo» es en sí una construcción, como lo son los múltiples «cuerpos» que conforman el campo de los sujetos con género. No puede afirmarse que los cuerpos posean una existencia significable antes de la marca de su género; entonces, ¿en qué medida comienza a existir el cuerpo en y mediante la(s)  marca(s) del género? ¿Cómo reformular el cuerpo sin verlo como un medio o instrumento pasivo que espera la capacidad vivificadora de una voluntad rotundamente inmaterial?[12]

El hecho de que el género o el sexo sean fijos o libres está en función de un discurso que, como se verá, intenta limitar el análisis o defender algunos principios del humanismo como presuposiciones para cualquier análisis de género.

El lugar de lo intratable, ya sea en el «sexo» o el «género» o en el significado mismo de «construcción», otorga un indicio de las opciones culturales que pueden o no activarse mediante un análisis más profundo. Los límites del análisis discursivo del género aceptan las posibilidades de configuraciones imaginables y realizables del género dentro de la cultura y las hacen suyas.

Esto no quiere decir que todas y cada una de las posibilidades de género estén abiertas, sino que los límites del análisis revelan los límites de una experiencia discursivamente determinada. Esos límites siempre se establecen dentro de los términos de un discurso cultural hegemónico basado en estructuras binarias que se manifiestan como el lenguaje de la racionalidad universal.

De esta forma, se elabora la restricción dentro de lo que ese lenguaje establece como el campo imaginable del género.

Incluso cuando los científicos sociales hablan del género como de un «factor» o una «dimensión» del análisis, también se refieren a personas encarnadas como «una marca» de diferencia biológica, lingüística o cultural.

En estos casos, el género puede verse como cierto significado que adquiere un cuerpo (ya) sexualmente diferenciado, pero incluso en ese caso ese significado existe únicamente en relación con otro significado opuesto. Algunas teóricas feministas aducen que el género es «una relación», o incluso un conjunto de relaciones, y no un atributo individual.

Otras, que coinciden. con Beauvoir, afirman que sólo el género femenino está marcado, que la persona universal y el género masculino están unidos y en consecuencia definen a las mujeres en términos de su sexo y convierten a los hombres en portadores de la calidad universal de persona que trasciende el cuerpo.

En un movimiento que dificulta todavía más la discusión, Luce lrigaray afirma que las mujeres son una paradoja, cuando no una contradicción, dentro del discurso mismo de la identidad. Las mujeres son el «sexo» que no es «uno».

Dentro de un lenguaje completamente masculinista, falogocéntrico, las mujeres conforman lo no representable. Es decir, las mujeres representan el sexo que no puede pensarse, una ausencia y una opacidad lingüísticas. Dentro de un lenguaje que se basa en la significación unívoca, el sexo femenino es lo no restringible y lo no designable.

En este sentido, las mujeres son el sexo que no es «uno», sino múltiple.[13] Al contrario que Beauvoir, quien piensa que las mujeres están designadas como lo Otro, Irigaray sostiene que tanto el sujeto como el Otro son apoyos masculinos de una economía significante, falogocéntrica y cerrada, que consigue su objetivo totalizador a través de la exclusión total de lo femenino.

Para Beauvoir, las mujeres son lo negativo de los hombres, la carencia frente a la cual se distingue la identidad masculina; para Irigaray, esa dialéctica específica establece un sistema que descarta una economía de significación totalmente diferente. Las mujeres no sólo están representadas falsamente dentro del marco sartreano de sujeto significante y Otro significado, sino que la falsedad de la significación vuelve inapropiada toda la estructura de representación.

En ese caso, el sexo que no es uno es el punto de partida para una crítica de la representación occidental hegemónica y de la metafísica de la sustancia que articula la noción misma del sujeto.

¿Qué es la metafísica de la sustancia, y cómo influye en la reflexión sobre las categorías del sexo? En primer lugar, las concepciones humanistas del sujeto tienen tendencia a dar por sentado que hay una persona sustantiva portadora de diferentes atributos esenciales y no esenciales.

Una posición feminista humanista puede sostener que el género es un atributo de un ser humano caracterizado esencialmente como una sustancia o «núcleo» anterior al género, denominada «persona», que designa una capacidad universal para el razonamiento, la deliberación moral o el lenguaje.

No obstante, la concepción universal de la persona ha sido sustituida como punto de partida para una teoría social del género por las posturas históricas y antropológicas que consideran el género como una «relación» entre sujetos socialmente constituidos en contextos concretos.

Esta perspectiva relacional o contextual señala que lo que «es» la persona y, de hecho, lo que «es» el género siempre es relativo a las relaciones construidas en las que se establece.[14]

Como un fenómeno variable y contextual, el género no designa a un ser sustantivo, sino a un punto de unión relativo entre conjuntos de relaciones culturales e históricas específicas.

Pero Irigaray afirmará que el «sexo» femenino es una cuestión de ausencia lingüística, la imposibilidad de una sustancia gramaticalmente denotada y, por esta razón, la perspectiva que muestra que esa sustancia es una ilusión permanente y fundacional de un discurso masculinista.

Esta ausencia no está marcada como tal dentro de la economía significante masculina, afirmación que da la vuelta al argumento de Beauvoir (y de Wittig) respecto a que el sexo femenino está marcado, mientras que el sexo masculino no lo está. Irigaray sostiene que el sexo femenino no es una «carencia» ni un «Otro» que inherente y negativamente define al sujeto en su masculinidad.

Por el contrario, el sexo femenino evita las exigencias mismas de representación, porque ella no es ni «Otro» ni «carencia», pues esas categorías siguen siendo relativas al sujeto sartreano, inmanentes a ese esquema falogocéntrico. Así pues, para Irigaray lo femenino nunca podría ser la marca de un sujeto, como afirmaría Beauvoir.

Asimismo, lo femenino no podría teorizarse en términos de una relación específica entre lo masculino y lo femenino dentro de un discurso dado, ya que aquí el discurso no es una noción adecuada. Incluso en su variedad, los discursos crean otras tantas manifestaciones del lenguaje falogocéntrico.

Así pues, el sexo femenino es también el sujeto que no es uno. La relación entre masculino y femenino no puede representarse en una economía significante en la que lo masculino es un círculo cerrado de significante y significado. Paradójicamente, Beauvoir anunció esta imposibilidad en El segundo sexo al alegar que los hombres no podían llegar a un acuerdo respecto al problema de las mujeres porque entonces estarían actuando como juez y parte.

Las diferenciaciones entre las posiciones mencionadas no son en absoluto claras; puede pensarse que cada una de ellas problematiza la localidad y el significado tanto del «sujeto» como del «género» dentro del contexto de la asimetría entre los géneros socialmente instaurada. Las opciones interpretativas del género en ningún sentido se acaban en las opciones mencionadas anteriormente.

La circularidad problemática de un cuestionamiento feminista del género se hace evidente por la presencia de dos posiciones: por un lado, las que afirman que el género es una característica secundaria de las personas, y por otro, las que sostienen que la noción misma de persona situada en el lenguaje como un «sujeto» es una construcción y una prerrogativa masculinistas que en realidad niegan la posibilidad estructural y semántica de un género femenino.

El resultado de divergencias tan agudas sobre el significado del género (es más, acerca de si género es realmente el término que debe examinarse, o si la construcción discursiva de sexo es, de hecho, más fundamental, o tal vez mujeres o mujer y/o hombres y hombre) hace necesario replantearse las categorías de identidad en el ámbito de relaciones de radical asimetría de género.

Para Beauvoír, el «sujeto» dentro del análisis existencial de la misoginia siempre es masculino, unido con lo universal, y se distingue de un «Otro» femenino fuera de las reglas universalizadoras de la calidad de persona, irremediablemente «específico», personificado y condenado a la inmanencia.

Aunque suele sostenerse que Beauvoir reclama el derecho de las mujeres a convertirse, de hecho, en sujetos existenciales y, en consecuencia, su inclusión dentro de los términos de una universalidad abstracta, su posición también critica la desencarnación misma del sujeto epistemológico abstracto masculino.[15]

Ese sujeto es abstracto en la medida en que no asume su encarnación socialmente marcada y, además, dirige esa encarnación negada y despreciada a la esfera femenina, renombrando efectivamente al cuerpo como hembra.

Esta asociación del cuerpo con lo femenino se basa en relaciones mágicas de reciprocidad mediante las cuales el sexo femenino se limita a su cuerpo, y el cuerpo masculino, completamente negado, paradójicamente se transforma en el instrumento incorpóreo de una libertad aparentemente radical. El análisis de Beauvoir formula de manera implícita la siguiente pregunta: ¿a través de qué acto de negación y desconocimiento lo masculino se presenta como una universalidad desencarnada y lo femenino se construye como una corporeidad no aceptada?

La dialéctica del amo y el esclavo, replanteada aquí por completo dentro de los terminos no recíprocos de la asimetría entre los géneros; prefigura lo que Irigaray luego definiré como la economía significante masculina que abarca tanto al sujeto existencial como a su Otro.

Beauvoir afirma que el cuerpo femenino debe ser la situación y el instrumento de la libertad de las mujeres, no una esencia definidora y limitadora.[16] La teoría de la encarnación en que se asienta el análisis de Beauvoir está restringida por la reproducción sin reservas de la distinción cartesiana entre libertad y cuerpo. Pese a mi empeño por afirmar lo contrario, parece que Beauvoir mantiene el dualismo mente/cuerpo, aun cuando ofrece una síntesis de esos términos.[17]

La preservación de esa misma distinción puede ser reveladora del mismo falogocentrismo que Beauvoir subestima. En la tradición filosófica que se inicia con Platón y sigue con Descartes, Husserl y Sartre, la diferenciación ontológica entre alma (conciencia, mente) y cuerpo siempre defiende relaciones de subordinación y jerarquía política y psíquica.

La mente no sólo somete al cuerpo, sino que eventualmente juega con la fantasía de escapar totalmente de su corporeidad. Las asociaciones culturales de la mente con la masculinidad y del cuerpo con la feminidad están bien documentadas en el campo de la filosofía y el feminismo.[18]

En consecuencia, toda reproducción sin reservas de la diferenciación entre mente/cuerpo debe replantearse en virtud de la jerarquía implícita de los géneros que esa diferenciación ha creado, mantenido y racionalizado comúnmente.

La construcción discursiva del «cuerpo» y su separación de la «libertad» existente en la obra de Beauvoir no logra fijar; en el eje del genero, la propia diferenciación entre mente/cuerpo que presuntamente alumbra la persistencia de la asimetría entre los géneros. Oficialmente, para Beauvoir el cuerpo femenino está marcado dentro del discurso masculinista, razón por la cual el cuerpo masculino, en su fusión con lo universal, permanece sin marca.

Irigaray explica de forma clara que tanto la marca como lo marcado se insertan dentro de un modo masculinista de significación en el que el cuerpo femenino está «demarcado», por así decirlo, fuera

del campo de lo significable.

En términos poshegelianos, la mujer está “anulada”, pero no preservada. En la interpretación de Irigaray, la explicación de Beauvoir de que la mujer «es sexo» se modifica para significar que ella no es el sexo que estaba destinada a ser, sino, más bien, el sexo masculino encore (y en corps) que discurre en el modo de la otredad.

Para Irigaray, ese modo falogocéntrico de significar el sexo femenino siempre genera fantasmas de su propio deseo de ampliación. En vez de una postura lingüístico-autolimitante que proporcione la alteridad o la diferencia a las mujeres, el falogocentrismo proporciona un nombre para ocultar lo femenino y ocupar su lugar.

TEORIZAR LO BINARIO, LO UNITARIO Y MÁS ALLÁ

Beauvoir e lrigaray tienen diferentes posturas sobre las estructuras fundamentales mediante las cuales se reproduce la asimetría entre los géneros; la primera apela a la reciprocidad fallida de una dialéctica asimétrica, y la segunda argumenta que la dialéctica en sí es la construcción monológica de una economía significante masculinista.

Si bien Irigaray extiende claramente el campo de la crítica feminista al explicar las estructuras epistemológica, ontológica y lógica de una economía significante masculinista, su análisis pierde fuerza justamente a causa de su alcance globalizador. ¿Se puede reconocer una economía masculinista monolítica así como monológica que traspase la totalidad de contextos culturales e históricos en los que se produce la diferencia sexual? ¿El hecho de no aceptar los procedimientos culturales específicos de la opresión de géneros es en sí una suerte de imperialismo epistemológico, que no se desarrolla con la mera elaboración de diferencias culturales como «ejemplos» del mismo falogocentrismo? El empeño por incluir culturas de «Otros» como amplificaciones variadas de un falogocentrismo global es un acto apropiativo que se expone a repetir el gesto falogocéntrico de autoexaltarse, y domina bajo el signo de lo mismo las diferencias que de otra forma cuestionarían ese concepto totalizador.[19]

La crítica feminista debe explicar las afirmaciones totalizadoras de una economía significante masculinista, pero también debe ser autocrítica respecto de las acciones totalizadoras del feminismo. El empeño por describir al enemigo como una forma singular es un discurso invertido que imita la estrategia del dominador sin ponerla en duda, en vez de proporcionar una serie de términos diferente. El hecho de que la táctica pueda funcionar tanto en entornos feministas como antifeministas demuestra que la acción colonizadora no es masculinista de modo primordial o irreductible.

Puede crear distintas relaciones de subordinación racial, de clase y heterosexista, entre muchas otras. Y es evidente que detallar las distintas formas de dominación, como he empezado a hacerlo, implica su coexistencia diferenciada y consecutiva en un eje horizontal que no explica sus coincidencias dentro del ámbito social. Un modelo vertical tampoco es suficiente; las opresiones no pueden agruparse sumariamente, relacionarse de manera causal o distribuirse en planos de «originalidad» y «derivatividad».[20]

De hecho, el campo de poder, estructurado en parte por la postura imperializante de apropiación dialéctica, supera e incluye el eje de la diferencia sexual, y proporciona una gráfica de diferenciales cruzadas que no pueden jerarquizarse de un modo sumario, ni dentro de los límites del falogocentrismo ni en ningún otro candidato al puesto de «condición primaria de opresión».

Más que una estrategia propia de economías significantes masculinistas, la apropiación dialéctica y la supresión del Otro es una estrategia más, supeditada, sobre todo, aunque no únicamente, a la expansión y racionalización del dominio masculinista.

Las discusiones feministas actuales sobre el esencialismo exploran el problema de la universalidad de la identidad femenina y la dominación masculinista de distintas maneras.

Las afirmaciones universalistas tienen su base en una posición epistemológica común o compartida (entendida como la conciencia articulada o las estructuras compartidas de la dominación) o en las estructuras aparentemente transculturales de la feminidad, la maternidad, la sexualidad y la écriture feminine.

El razonamiento con el que inicio este capítulo afirmaba que este gesto globalizador ha provocado numerosas críticas por parte de mujeres que afirman que la categoría «mujeres» es normativa y excluyente y se utiliza manteniendo intactas las dimensiones no marcadas de los privilegios de clase y raciales. Es decir, insistir en la coherencia y la unidad de la categoría de las mujeres ha negado, en efecto, la multitud de intersecciones culturales, sociales y políticas en que se construye el conjunto concreto de «mujeres».

Se ha intentado plantear políticas de coalición que no den por sentado cuál sería el contenido de “mujeres”. Más bien proponen un conjunto de encuentros dialógicos con los que mujeres de posturas diversas propongan distintas identidades dentro del marco de una coalición emergente.

Es evidente que no debe subestimarse el valor de la política de coalición, pero la forma misma de coalición, de un conjunto emergente e impredecible de posiciones, no puede imaginarse por adelantado. A pesar del impulso, claramente democratizador, que incita a construir una coalición, ninguna teórica de esta posición puede, involuntariamente, reinsertarse como soberana del procedimiento al tratar de establcer una forma ideal anticipada para las estructuras de coalición que realmente asegure la unidad como conclusión. Los esfuerzos por precisar qué es y qué no es la forma verdadera de un diálogo, qué constituye una posición de sujeto y, sobre todo, cuándo se ha conseguido la «unidad», pueden impedir la dinámica autoformativa y autolimitante de la coalición.

Insistir anticipadamente en la «unidad» de coalición como objetivo implica que la solidaridad, a cualquier precio, es una condición previa para la acción política. Pero, ¿qué tipo de política requiere ese tipo de unidad anticipada? Quizás una coalición tiene que admitir sus contradicciones antes de comenzar a actuar conservando intactas dichas contradicciones.

O quizá parte de lo que implica la comprensión dialógica sea aceptar la divergencia, la ruptura, la fragmentación y la división como parte del proceso, por lo general tortuoso, de la democratización. El concepto mismo de «diálogo» es culturalmente específico e histórico, pues mientras que un hablante puede afirmar que se está manteniendo una conversación, otro puede asegurar que no es así.

Primero deben ponerse en tela de juicio las relaciones de poder que determinan y restringen las posibilidades dialógicas. De lo contrario, el modelo de diálogo puede volver a caer en un modelo liberal, que implica que los agentes hablantes poseen las mismas posiciones de poder y hablan con las mismas presuposiciones acerca de lo que es «acuerdo» y «unidad» y, de hecho, que ésos son los objetivos que se pretenden. Sería erróneo suponer anticipadamente que hay una categoría de «mujeres» que simplemente deba poseer distintos componentes de raza, clase, edad, etnicidad y sexualidad para que esté completa.

La hipótesis de su carácter incompleto esencial posibilita que esa categoría se utilice como un lugar de significados refutados que existe de forma permanente. El carácter incompleto de la definición de esta categoría puede servir, entonces, como un ideal normativo desprovisto de la fuerza coercitiva.

Es precisa la «unidad» para una acción política eficaz? ¿Es Justamente la insistencia prematura en el objetivo de la unidad la causante de una división cada vez más amarga entre los grupos? Algunas formas de división reconocida pueden facilitar la acción de una coalición, justamente porque la «unidad» de la categoría de las mujeres ni se presupone ni se desea.

¿Establece la «unidad» una norma de solidaridad excluyente en el ámbito de la identidad, que excluye la posibilidad de diferentes acciones que modifican las fronteras mismas de los conceptos de identidad o que precisamente intentan conseguir ese cambio como un objetivo político explícito? Sin la presuposición ni el objetivo de «unidad», que en ambos casos se crea en un nivel conceptual, pueden aparecer unidades provisionales en el contexto de acciones específicas cuyos propósitos no son la organización de la identidad. Sin la expectativa obligatoria de que las acciones feministas deben construirse desde una identidad estable, unificada y acordada, éstas bien podrían iniciarse más rápidamente y parecer más aceptables para algunas «mujeres», para quienes el significado de la categoría es siempre discutible .

Este acercamiento antifundacionista a la política de coalición no implica que la «identidad» sea una premisa, ni que la forma y el significado del conjunto en una coalición puedan conocerse antes de que se efectúe. Puesto que la estructuración de una identidad dentro de límites culturales disponibles establece una definición que descarta por adelantado la aparición de nuevos conceptos de identidad en acciones políticamente comprometidas y a través de esas, la táctica fundacionista no puede tener como fin normativo la transformación o la ampliación de los conceptos existentes de identidad. Asimismo, cuando las identidades acordadas o las estructuras dialógicas estipuladas, mediante las cuales se comunican las identidades ya establecidas, ya no son el tema o el sujeto de la política, entonces las identidades pueden llegar a existir y descomponerse conforme a las prácticas específicas que las hacen posibles.

Algunas prácticas políticas establecen identidades sobre una base contingente para conseguir cualquier objetivo. La política de coalición no exige ni una categoría ampliada de «mujeres» ni una identidad internamente múltiple que describa su complejidad de manera inmediata.

El género es una complejidad cuya totalidad se posterga de manera permanente, nunca aparece completa en una determinada coyuntura en el tiempo. Así, una coalición abierta creará identidades que alternadamente se instauren y se abandonen en función de los objetivos del momento; se tratará de un conjunto abierto que permita múltiples coincidencias y discrepancias sin obediencia a un reíos normativo de definición cerrada.

IDENTIDAD, SEXO Y LA METAFISICA DE LA SUSTANCIA

¿Qué significado puede tener entonces la «identidad» y cuál es la base de la presuposición de que las identidades son idénticas a sí mismas, y que se mantienen a través del tiempo como iguales, unificadas e internamente coherentes?

Y, por encima de todo, ¿cómo configuran estas suposiciones los discursos sobre «identidad de género»? Sería erróneo pensar que primero debe analizarse la «identidad» y después la identidad de género por la sencilla razón de que las «personas» sólo se vuelven inteligibles cuando poseen un género que se ajusta a normas reconocibles de inteligibilidad de género.

Los análisis sociológicos convencionales intentan dar cuenta de la idea de persona en función de la capacidad de actuación que requiere prioridad ontológica respecto de los distintos papeles y funciones mediante los cuales adquiere una visibilidad social y un significado.

Dentro del propio discurso filosófico, la idea de «la persona» se ha ampliado de manera analítica sobre la hipótesis de que el contexto social «en» que está una persona de alguna manera está externamente relacionado con la estructura de la definición de «calidad de persona» [personhood], ya sea la conciencia, la capacidad para el lenguaje o la deliberación moral. Si bien no profundizaremos en esos estudios, una premisa de esas investigaciones es su énfasis en la exploración crítica y la inversión.

Mientras que la cuestión de qué es lo que establece la «identidad personal» dentro de los estudios filosóficos casi siempre se centra en la pregunta de qué aspecto interno de la persona determina la continuidad o la propia identidad de la persona a través del tiempo, habría que preguntarse: ¿en qué medida las prácticas reguladoras de la formación y la separación de género determinan la identidad, la coherencia interna del sujeto y, de hecho, la condición de la persona de ser idéntica a sí misma?

¿En qué medida la «identidad» es un ideal normativo más que un aspecto descriptivo de la experiencia? ¿Cómo pueden las prácticas reglamentadoras que determinan el género hacerlo con las nociones culturalmente inteligibles de la identidad?

En definitiva, la «coherencia» y la «continuidad» de «la persona» no son rasgos lógicos o analíticos de la calidad de persona sino, más bien, normas de inteligibilidad socialmente instauradas y mantenidas. En la medida en que la «identidad» se preserva mediante los conceptos estabilizadores de sexo, género y sexualidad, la noción misma de «la persona» se pone en duda por la aparición cultural de esos seres con género «incoherente» o «discontinuo» que aparentemente son personas pero que no se corresponden con las normas de género culruralmente inteligibles mediante las cuales se definen las personas.

Los géneros «inteligibles» son los que de alguna manera instauran y mantienen relaciones de coherencia y continuidad entre sexo, género, práctica sexual y deseo. Es decir, los fantasmas de discontinuidad e incoherencia, concebibles únicamente en relación con las reglas existentes de continuidad y coherencia, son prohibidos y creados frecuentemente por las mismas leyes que procuran crear conexiones causales o expresivas entre sexo biológico, géneros culturalmente formados y la «expresión» o «efecto» de ambos en la aparición del deseo sexual a través de la práctica sexual.

La noción de que puede haber una «verdad» del sexo, como la denomina irónicamente Foucault, se crea justamente a través de las prácticas reguladoras que producen identidades coherentes a través de la matriz de reglas coherentes de género. La heterosexualización del deseo exige e instaura la producción de oposiciones discretas y asimétricas entre «femenino» y «masculino», entendidos estos conceptos como atributos que designan «hombre» y «mujer».

La matriz cultural -mediante la cual se ha hecho inteligible la identidad de género– exige que algunos tipos de «identidades» no puedan «existir»: aquellas en las que el género no es consecuencia del sexo y otras en las que las prácticas del deseo no son «consecuencia» ni del sexo ni del género.

En este contexto, «consecuencia» es una relación política de vinculación creada por las leyes culturales, las cuales determinan y reglamentan la forma y el significado de la sexualidad. En realidad, precisamente porque algunos tipos de «identidades de género» no se adaptan a esas reglas de inteligibilidad cultural, dichas identidades se manifiestan únicamente como defectos en el desarrollo o imposibilidades lógicas desde el interior de ese campo. No obstante, su insistencia y proliferación otorgan grandes oportunidades para mostrar los límites y los propósitos reguladores de ese campo de inteligibilidad y, por tanto, para revelar -dentro de los límites mismos de esa matriz de inteligibilidad- otras matrices diferentes y subversivas de desorden de género.

Pero antes de analizar esas prácticas desordenadoras, es importante entender la «matriz de inteligibilidad». ¿Es singular? ¿De qué está formada? ¿Cuál es la peculiar unión que aparentemente hay entre un sistema de heterosexualidad obligatoria y las categorías discursivas que determinan los conceptos de identidad del sexo? Si la «identidad» es un efecto de las prácticas discursivas, ¿hasta qué punto la identidad de género, vista como una relación entre sexo, género, práctica sexual y deseo, es el efecto de una práctica reguladora que puede definirse como heterosexualidad obligatoria? ¿Nos devolvería esa explicación a otro marco totalizador en el que la heterosexualidad obligatoria simplemente ocupa el lugar del falogocentrísmo como la causa monolítica de la opresión de género?

Dentro del ámbito de las teorías feminista y postestructuralista francesas, se cree que diferentes regímenes de poder crean los conceptos de identidad del sexo. Considérese la oposición entre esas posturas, como la de lrigaray, que sostienen que sólo existe un sexo, el masculino, que evoluciona en y mediante la producción del «Otro»; y, por otra parte, posturas como la de Foucault, que argumenta que la categoría de sexo, ya sea masculino o femenino, es la producción de una economía difusa que regula la sexualidad.

Considérese también el argumento de Wittig respecto a que la categoría de sexo, en las condiciones de heterosexualidad obligatoria, siempre es femenina (mientras que la masculina no está marcada y, por tanto, es sinónimo de lo «universal»).

Aunque parezca paradójico, Wittig está de acuerdo con Foucault cuando afirma que la categoría misma de sexo se anularía y, de hecho, desaparecería a través de la alteración y el desplazamiento de la hegemonía heterosexual.

Las diferentes explicaciones que se presentan aquí revelan las diversas maneras de entender la categoría de sexo, dependiendo de la forma en la que se organiza el campo de poder. ¿Se puede preservar la complejidad de estos campos de poder y al mismo tiempo pensar en sus capacidades productivas?

Por un lado, la teoría de Irigaray sobre la diferencia sexual expresa que no se puede definir nunca a las mujeres según el modelo de un «sujeto» en el seno de los sistemas de representación habituales de la cultura occidental, justamente porque son el fetiche de la representación y, por tanto, lo no representable como tal. Las mujeres nunca pueden “ser”, según esta ontología de las sustancias, justamente porque son la relación de diferencia, lo excluido, mediante lo cual este dominio se distingue.

Las mujeres también son una «diferencia» que no puede ser entendida como la mera negación o el «Otro» del sujeto ya siempre masculino. Como he comentado anteriormente, no son ni el sujeto ni su Otro, sino una diferencia respecto de la economía de oposición binaria, que es por sí misma una estratagema para el desarrollo monológico de lo masculino.

No obstante, para todas estas posiciones es vital la idea de que el sexo surge dentro del lenguaje hegemónico como una sustancia, como un ser idéntico a sí mismo, en términos metafísicos. Esta apariencia se consigue mediante un giro performativo del lenguaje y del discurso que esconde el hecho de que «ser» de un sexo o un género es básicamente imposible.

Según lrigaray, la gramática nunca puede ser un indicio real de las relaciones entre los géneros porque respalda justamente el modelo sustancial de género como una relación binaria entre dos términos positivos y representables.»

Para Irigaray, la gramática sustantiva del género, que implica a hombres y mujeres, así como sus atributos de masculino y femenino, es un ejemplo de una oposición binaria que de hecho disfraza el discurso unívoco y hegemónico de lo masculino, el falogocentrismo, acallando lo femenino como un lugar de multiplicidad subversiva.

Para Foucault, la gramática sustantiva del sexo exige una relación binaria artificial entre los sexos, y también una coherencia interna artificial dentro de cada término de esa relación binaria. La reglamentación binaria de la sexualidad elimina la multiplicidad subversiva de una sexualidad que trastoca las hegemonías heterosexual, reproductiva y médico-jurídica.

Para Wittig, la restricción binaria del sexo está supeditada a los objetivos reproductivos de un sistema de hetero-sexualidad obligatoria; en ocasiones afirma que el derrumbamiento de ésta dará lugar a un verdadero humanismo de «la persona» liberada de los grilletes del sexo.

En otros contextos, plantea que la profusión y la difusión de una economía erótica no falocéntrica harán desaparecer las ilusiones de sexo, género e identidad. En otros fragmentos de sus textos «la lesbiana» aparentemente aparece como un tercer género que promete ir más allá de la restricción binaria del sexo instaurada por el sistema de heterosexualidad obligatoria.

En su defensa del «sujeto cognoscitivo», aparentemente Wittig no mantiene ningún pleito metafísico con las formas hegemónicas de significación o representación; de hecho, el sujeto con su  atributo de autodeterminación, parece ser la rehabilitación del agente de la elección existencial bajo el nombre de «lesbiana»:

«La llegada de sujetos individuales supone destruir primero las categorías de sexo (…) la lesbiana es el único concepto que conozco que trasciende las categorías de sexo».» No censura al «sujeto» por ser siempre masculino según las normas de lo Simbólico inevitablemente patriarcal, sino que recomienda en su lugar el equivalente del sujeto lesbiano como usuario del lenguaje.[21]

Identificar a las mujeres con el «sexo» es, para Beauvoir y Wittig, una unión de la categoría de mujeres con las características aparentemente sexualizadas de sus cuerpos y, por consiguiente, un rechazo a dar libertad y autonomía a las mujeres como aparentemente las disfrutan los hombres.

Así pues, destruir la categoría de sexo sería destruir un atributo, el sexo, que a través de un gesto misógino de sinécdoque ha ocupado el lugar de la persona, el cogito autodeterminante. Dicho de otra forma, sólo los hombres son «personas» y solo hay un género: el femenino.

“El género es el índice lingüístico de la oposición política entre los sexos. Género se utiliza aquí en singular porque realmente no hay dos géneros. Únicamente hay uno: el femenino pues el «masculino» no es un género. Porque lo masculino no es lo masculino, sino lo general.”[22]

Así pues, Wittig reclama la destrucción del «sexo» para que las mujeres puedan aceptar la posición de un sujeto universal. En ese camino hacia esa destrucción, las «mujeres» deben asumir tanto una perspectiva particular como otra universal.[23]

En tanto que sujeto capaz de conseguir la universalidad concreta a través de la libertad, la lesbiana de Wittig corrobora la promesa normativa de ideales humanistas que se asientan en la premisa de la metafísica de la sustancia, en vez de refutarla. En este sentido, Wittig se desmarca de lrigaray no sólo en lo referente a las oposiciones ahora muy conocidas entre esencialismo y materialismo,[24] sino también en la adhesión a una metafísica de la sustancia que corrobora el modelo normativo del humanismo como el marco del feminismo.

Cuando Wittig parece defender un proyecto radical de emancipación lesbiana y distingue entre «lesbiana» y «mujer», lo hace mediante la defensa de la «persona» anterior al género, representada como libertad.

Esto no sólo confirma el carácter presocial de la libertad humana, sino que también respalda esa metafísica de la sustancia que es responsable de la producción y la naturalización de la categoría del sexo en sí.

La metafísica de la sustancia es una frase relacionada con Nietzsche dentro de la crítica actual del discurso filosófico.

En un comentario sobre Nietzsche, Michel Haar afirma que numerosas ontologías filosóficas se han quedado atrapadas en ciertas ilusiones de «Ser> y «Sustancia» animadas por la idea de que la formulación gramatical de sujeto y predicado refleja la realidad ontológica previa de sustancia y atributo.

Estos constructos, según Haar, conforman los medios filosóficos artificiales mediante los cuales se crean de manera efectiva la simplicidad, el orden y la identidad. Pero en ningún caso muestran ni representan un orden real de las cosas.

Para nuestros fines, esta crítica nietzscheana es instructiva si se atribuye a las categorías psicológicas que rigen muchas reflexiones populares y teóricas sobre la identidad de género.

Como sostiene Haar, la crítica de la metafísica de la sustancia conlleva una crítica de la noción misma de la persona psicológica como una cosa sustantiva:

La destrucción de la lógica mediante su genealogía implica además la desaparición de las categorías psicológicas basadas en esta lógica. Todas las categorías psicológicas (el yo, el Individuo, la persona) proceden de la ilusión de identidad sustancial. Pero esta ilusión regresa básicamente a una superstición que engaña no sólo al sentido común, sino también a los filósofos, es decir, la creencia en el lenguaje y, más concretamente, en la verdad de las categorías gramaticales.

La gramatica (la estructura de sujeto y predicado) sugirió la certeza de Descartes de que «yo» es el sujeto de «pienso», cuando más bien son los pensamientos los que vienen a «mi»: en el fondo la fe en la gramática solamente comunica la voluntad de ser la «causa» de los pensamientos propios. El sujeto, el yo, el indivíduo son tan sólo falsos conceptos, pues convierten las unidades ficticias en sustancias cuyo origen es exclusivamente una realidad lingüística.[25]

Wittig ofrece una crítica diferente al señalar que las personas no pueden adquirir significado dentro del lenguaje sin la marca del género. Analiza desde la perspectiva política la gramática del género en francés. Para Wittig, el género no solo designa a personas -las «califica» por así decirlo- sino que constituye una episteme conceptual mediante la cual se universaliza el marco binario del género. Aunque el francés posee un género para todo tipo de sustantivos de personas, Wittig sostiene que su análisis también puede aplicarse al inglés. Al principio de «The Mark of Gender» (1984), escribe:

Para los gramáticos, la marca del género está relacionada con los sustantivos. Hacen referencia a éste en términos de función. Si ponen en duda su significado, lo hacen en broma, llamando al género un «sexo ficticio» [… ). En lo que concierne a las categorías de la persona, ambos [inglés y francés] son portadores de género en la misma medida. En realidad, ambos originan un concepto ontológico primitivo que en el lenguaje divide a los seres en sexos distintos [ … [. Como concepto ontológico que trata de la naturaleza del Ser, junto con una nebulosa distinta de otros conceptos primitivos que pertenecen a la misma línea de pensamiento, el género parece atañer principalmente a la filosofía.»

El hecho de que el género «pertenezca a la filosofía» significa, según Wittig, que pertenece a «ese cuerpo de conceptos evidentes por sí solos, sin los cuales los filósofos no pueden definir una línea de razonamiento y que según ellos se presuponen, ya existen previamente a cualquier pensamiento u orden social en la naturaleza».»

El razonamiento de Wittig se confirma con ese discurso popular sobre la identidad de género que, sin ningún tipo de duda, atribuye la inflexión de «ser» a los géneros y a las «sexualidades». La afirmación no problemática de «ser» una mujer y «ser» heterosexual sería representativa de dicha metafísica de la sustancia del género. Tanto en el caso de «hombres» como en el de «mujeres», esta afirmación tiende a supeditar la noción de género a la de identidad y a concluir que una persona es de un género y lo es en virtud de su sexo, su sentido psíquico del yo y diferentes expresiones de ese yo psíquico, entre las cuales está el deseo sexual.

En ese contexto prefeminista, el género, ingenuamente (y no críticamente) confundido con el sexo, funciona como un principio unificador del yo encarnado y conserva esa unidad por encima y en contra de un «sexo opuesto», cuya estructura presuntamente mantiene cierta coherencia interna paralela pero opuesta entre sexo, género y deseo.

Las frases «Me siento como una mujer» pronunciada por una persona del sexo femenino y «Me siento como un hombre» formulada por alguien del sexo masculino dan por sentado que en ningún caso esta afirmación es redundante de un modo carente de sentido. Aunque puede no parecer problemático ser de una anatomía dada (aunque más tarde veremos que ese proyecto también se enfrenta a muchas dificultades), la experiencia de una disposición psíquica o una identidad cultural de género se considera un logro.

Así, la frase «Me siento como una mujer» es cierta si se acepta la invocación de Aretha Franklin al Otro definidor: «Tú me haces sentir como una mujer natural».[26] Este logro exige diferenciarse del género opuesto. Por consiguiente, uno es su propio género en la medida en que uno no es el otro género, afirmación que presupone y fortalece la restricción de género dentro de ese par binario.

El género puede designar una unidad de experiencia, de sexo, género y deseo, sólo cuando sea posible interpretar que el sexo de alguna forma necesita el género -cuando el género es una designación psíquica o cultural del yo- y el deseo -cuando el deseo es heterosexual y, por lo tanto, se distingue mediante una relación de oposición respecto del otro género al que desea-. Por tanto, la coherencia o unidad interna de cualquier género, ya sea hombre o mujer, necesita una heterosexualidad estable y de oposición. Esa heterosexualidad institucional exige y crea la univocidad de

cada uno de los términos de género que determinan el límite de las posibilidades de los géneros dentro de un sistema de géneros binario y opuesto. Esta concepción del género no sólo presupone una relación causal entre sexo, género y deseo: también señala que el deseo refleja o expresa al género y que el género refleja o expresa al deseo. Se presupone que la unidad metafísica de los tres se conoce realmente y que se manifiesta en un deseo diferenciador por un género opuesto, es decir, en una forma de heterosexualidad en la que hay oposición. Ya sea como un paradigma naturalista que determina una continuidad causal entre sexo, género y deseo, ya sea como un paradigma auténtico expresivo en el que se afirma que algo del verdadero yo se muestra de manera simultánea o sucesiva en el sexo, el género y el deseo, aquí «el viejo sueño de simetría», como lo ha denominado lrigaray, se presupone, se reifica y se racionaliza.

Este esbozo del género nos ayuda a comprender los motivos políticos de la visión sustancializadora del género. Instituir una heterosexualidad obligatoria y naturalizada requiere y reglamenta al género como una relación binaria en la que el término masculino se distingue del femenino, y esta diferenciación se consigue mediante las prácticas del deseo heterosexual. El hecho de establecer una distinción entre los dos momentos opuestos de la relación binaria redunda en la consolidación de cada término y la respectiva coherencia interna de sexo, género y deseo.

El desplazamiento estratégico de esa relación binaria y la metafísica de la sustancia de la que depende admite que las categorías de hembra y macho, mujer y hombre, se constituyen de manera parecida dentro del marco binario. Foucault está de acuerdo de manera implícita con esta explicación.

En el último capítulo del primer tomo de La historia de la sexualidad y en su breve pero reveladora introducción a Herculine Barbin, llamada Alexina B.[27] Foucault dice que la categoría de sexo, anterior a toda categorización de diferencia sexual se establece mediante una forma de sexualidad históricamente específica. La producción táctica de la categorización discreta y binaria del sexo esconde la finalidad estratégica de ese mismo sistema de producción al proponer que el «sexo» es «Una causa» de la experiencia, la conducta y el deseo sexuales. El cuestionamiento genealógico de Foucault muestra que esta supuesta «causa» es «un efecto», la producción de un régimen dado de sexualidad, que intenta regular la experiencia sexual al determinar las categorías discretas del sexo como funciones fundacionales y causales en el seno de cualquier análisis discursivo de la sexualidad.

Foucault, en su introducción al diario de este hermafrodita, Herculine Barbin, sostiene que la crítica genealógica de estas categorías reificadas del sexo es la consecuencia involuntaria de prácticas sexuales que no se pueden incluir dentro del discurso médico legal de una heterosexualidad naturalizada. Herculine no es una «identidad». sino la imposibilidad sexual de una identidad.

Si bien las partes anatómicas masculinas y femeninas se distribuyen conjuntamente en y sobre su cuerpo, no es ésa la fuente real del escándalo. Las convenciones lingüísticas que generan seres con género inteligible encuentran su límite en Herculine justamente porque ella/él origina una convergencia y la desarticulación de las normas que rigen sexo/género/deseo.

Herculine expone y redistribuye los términos de un sistema binario, pero esa misma redistribución altera y multiplica los términos que quedan fuera de la relación binaria misma.

Para Foucault, Herculine no puede categorizarse dentro de la relación binaria del género tal como es; la sorprendente concurrencia de heterosexualidad y homosexualidad en su persona es originada -pero nunca causada- por su discontinuidad anatómica. La apropiación que Foucault hace de Herculine es “sospechosa,» pero su análisis añade la idea interesante de que la heterogeneidad sexual (paradójicamente impedida por una hetero-sexualidad naturalizada) contiene una crítica de la metafísica de la sustancia en la medida en que penetra en las categorías identitarias del sexo.

Foucault imagina la experiencia de Herculine como un mundo de placeres en el que «flotaban, en el aire, sonrisas sin dueño».[28] Sonrisas, felicidades, placeres y deseos se presentan aquí como cualidades sin una sustancia permanente a la que presuntamente se adhieran. Como atributos vagos, plantean la posibilidad de una experiencia de género que no puede percibirse a través de la gramática sustancializadora y jerarquizadora de los sustantivos (res extensa) y los adjetivos (atributos, tanto esenciales como accidentales).

A partir de su interpretación sumaria de Herculine, Foucault propone una ontología de atributos accidentales que muestra que la demanda de la identidad es un principio culturalmente limitado de orden y jerarquía, una ficción reguladora.

Si se puede hablar de un «hombre» con un atributo masculino y entender ese atributo como un rasgo feliz pero accidental de ese hombre, entonces también se puede hablar de un «hombre» con un atributo femenino, cualquiera que éste sea, aunque se continúe sosteniendo la integridad del género. Pero una vez que se suprime la prioridad de «hombre» y «mujer» como sustancias constantes, entonces ya no se pueden supeditar rasgos de género disonantes como otras tantas características secundarias y accidentales de una ontología de género que está fundamentalmente intacta. Si la noción de una sustancia constante es una construcción ficticia creada a través del ordenamiento obligatorio de atributos en secuencias coherentes de género, entonces parece que el género como sustancia, la viabilidad de hombre y mujer como sustantivos, se cuestiona por el juego disonante de atributos que no se corresponden con modelos consecutivos o causales de inteligibilidad.

La apariencia de una sustancia constante o de un yo con género (lo que el psiquiatra Roben Stoller denomina un «núcleo de género»)[29] se establece de esta forma por la reglamentación de atributos que están a lo largo de líneas de coherencia culturalmente establecidas. La consecuencia es que el descubrimiento de esta producción ficticia está condicionada por el juego des reglamentado de atributos que se oponen a la asimilación al marco prefabricado de sustantivos primarios y adjetivos subordinados.

Obviamente, siempre se puede afirmar que los adjetivos disonantes funcionan retroactivamente para redefinir las identidades sustantivas que aparentemente modifican y, por lo tanto, para ampliar las categorías sustantivas de género de modo que permitan posibilidades antes negadas. Pero si estas sustancias sólo son las coherencias producidas de modo contingente mediante la reglamentación de atributos, parecería que la ontología de las sustancias en sí no es únicamente un efecto artificial sino que es esencialmente superflua.

En este sentido, género no es un sustantivo, ni tampoco es un conjunto de atributos vagos, porque hemos visto que el efecto sustantivo del género se produce performativamente y es impuesto por las prácticas reguladoras de la coherencia de género. Así, dentro del discurso legado por la metafísica de la sustancia, el género resulta ser performativo, es decir, que conforma la identidad que Se supone que es.

En este sentido, el género siempre es un hacer, aunque no un hacer por parte de un sujeto que se pueda considerar preexistente a la acción. El reto que supone reformular las categorías de género fuera de la metafísica de la sustancia deberá considerar la adecuación de la afirmación que hace Nietzsche en La genealogía de la moral en cuanto a que «no hay ningún «ser» detrás del hacer, del actuar, del devenir; «el agente» ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo».»

En una aplicación que el mismo Nietzsche no habría previsto ni perdonado, podemos añadir como corolario: no existe una identidad de género detrás de las expresiones de género; esa identidad se construye performativamente por las mismas «expresiones» que, al parecer, son resultado de ésta.

LENGUAJE, PODER Y ESTRATEGIAS DE DESPLAZAMIENTO

No obstante, numerosos estudios feministas han afirmado que hay un «hacedor» detrás de la acción. Sin un actuante, se afirma, no es posible la acción y, por lo tanto, tampoco la capacidad para transformar las relaciones de dominación dentro de la sociedad.

En el continuo de teorías sobre el sujeto, la teoría feminista radical de Wittig es ambigua. Por un lado, Wittig parece refutar la metafísica de la sustancia pero, por el otro, mantiene al sujeto humano, el individuo, como el sitio metafísico donde se sitúa la capacidad de acción.

Si bien el humanismo de Wittig presupone de forma clara que hay un realizador de la acción, su teoría de todas formas traza la construcción performativa del género dentro de las prácticas materiales de la cultura, refutando la temporalidad de las explicaciones que confundieran «causa» con «resultado».

En una frase que muestra el espacio intertextual que une a Wittig con Foucault (y descubre los rastros de la noción marxista de reificación en ambas teorías), ella escribe:

Un acercamiento feminista materialista manifiesta que lo que consideramos la causa o el origen de la opresión es, en realidad, sólo la marca impuesta por el opresor, el «mito de la mujer», más sus efectos y manifestaciones materiales en la conciencia y en los cuerpos de las mujeres que han sido apropiados. Así, esta marca no existe antes de la opresión [ … ]; el sexo se considera un «dato inmediato», un «dato sensible», «rasgos físicos» que pertenecen a un orden natural. Pero lo que consideramos una percepción física y directa es únicamente una construcción mítica y compleja, una «formación imaginería».[30]

Puesto que esta producción por parte de la «naturaleza» se desarrolla de acuerdo con los dictados de la heterosexualidad obligatoria, la aparición del deseo homosexual, según ella, va más allá de las categorías del sexo: «Si el deseo pudiera liberarse, no tendría nada que ver con las marcas preliminares de los sexos».[31]

Wittig hace referencia al «sexo» como una marca que de alguna forma se refiere a la heterosexualidad institucionalizada, una marca que puede ser eliminada u ofuscada mediante prácticas que necesariamente niegan esa institución.

Obviamente, su visión se aleja radicalmente de la de lrigaray. Ésta entiende la «marca» de género como parte de la economía significante hegemónica de lo masculino, la cual funciona mediante los dispositivos de especularización que funcionan por sí solos y que prácticamente han establecido el campo de la ontología en la tradición filosófica occidental.

Para Wittig, el lenguaje es un instrumento o herramienta que en ningún caso es misógino en sus estructuras, sino sólo en sus utilízacíones.[32] Para Irigaray, la posibilidad de otro lenguaje o economía significante es la única forma de evitar la «marca» del género que, para lo femenino, no es sino la eliminación falogocéntrica de su sexo.

Mientras que Irigaray intenta explicar la relación presuntamente «binaria» entre los sexos como una estratagema masculinista que niega completamente lo femenino, Wittig afirma que posturas como la de Irigaray vuelven a afianzar lo binario entre masculino y femenino y vuelven a poner en movimiento una noción mítica de lo femenino. Claramente influida por la crítica que Beauvoir hace del mito de lo femenino en El segundo sexo, Wittig dice: «No hay «escritura femenína».»[33]

Wittig es perfectamente consciente del poder que posee el lenguaje para subordinar y excluir a las mujeres. Con todo, como «materialista» que es, cree que el lenguaje es «otro orden de materialidad»,[34] una institución que puede modificarse de manera radical. El lenguaje es una de las prácticas e instituciones concretas y contingentes mantenidas por la elección de los individuos y, por lo tanto, debilitadas por las acciones colectivas de los individuos que eligen.

La ficción lingüística del «sexo», sostiene, es una categoría producida y extendida por el sistema de heterosexualidad obligatoria en un intento por ceñir la producción de identidades sobre el eje del deseo heterosexual. En algunos de sus escritos, la homosexualidad —tanto masculina como femenina, así como otras posiciones independientes del contrato heterosexual- ofrece la posibilidad tanto para el derrocamiento como para la proliferación de la categoría de sexo.

Sin embargo, en El cuerpo lesbiano y en otros textos, Wittig se desmarca de la sexualidad genitalmente organizada per se y propone una economía de los placeres diferente que refutaría la construcción de la subjetividad femenina marcada por la función reproductiva presuntamente distintiva de las mujeres.[35] Aquí la proliferación de los placeres fuera de la economía reproductiva implica una forma específicamente femenina de difusión erótica, vista como una contraestrategia a la construcción reproductiva de la genitalidad.

En cierto modo, El cuerpo lesbiano puede interpretarse, según Wittig, como una lectura «invertida» de los Tres ensayos sobre teoría sexual de Freud, donde éste afirma la superioridad de desarrollo de la sexualidad genital por encima y en contra de la sexualidad infantil, la cual es menos limitada y más prolija. El «invertido» -la definición médica usada por Freud para designar a -homosaexual- es el único que no «cumple» con la norma genital.

Al hacer una crítica política contra la genitalidad, Wittig muestra la «inversión» como una práctica de lectura crítica, que valora justamente los aspectos de una sexualidad no desarrollada nombrada por Freud y que de hecho inicia una «política posgenital».[36]

En realidad, la idea de desarrollo puede interpretarse sólo como una normalización dentro de la matriz heterosexual. Pero, ¿es ésta la única interpretación posible de Freud? ¿Yen qué medida está implicada la práctica de «inversión» de Wittig con el mismo modelo de normalización que ella pretende rebAtir?

En definitiva, si el modelo de una sexualidad antigenital y más difusa es la única opción de oposición a la estructura hegemónica de la sexualidad, ¿en qué medida está esa relación binaria obligada a reproducirse de manera interminable? ¿Qué posibilidad existe de alterar la oposición binaria en sí?

La relación de oposición con el psicoanálisis planteada por Wittig tiene como consecuencia que su teoría supone precisamente esa teoría psicoanalítica del desarrollo, ahora totalmente «invertida», que ella intenta vencer. La perversidad polimorfa, que supuestamente existe antes que las marcas del sexo, se valora como el telos de la sexualidad humana.[37]

Una posible respuesta psicoanalítica feminista a Wittig seria que ésta subteoriza y subestima el significado y la función del lenguaje en la que tiene lugar «la marca del género».

Wittig concibe la práctica de marcar como algo contingente, radicalmente variable y hasta prescindible. La categoría de una prohibición fundamental en la teoría lacaniana opera con mayor fuerza y menor contingencia que la idea de una práctica reguladora en Foucault, o el análisis materialista de un sistema de dominación heterosexista en Wittig.

En Lacan, así como en el replanteamiento poslacaniano de Freud que hace lrigaray, la diferencia sexual no es un mero binarismo que preserva la metafísica de la sustancia como su fundamento. El «sujeto» masculino es una construcción ficticia elaborada por la ley que prohíbe el incesto y dictamina un desplazamiento infinito de un deseo heterosexualízador. Lo femenino nunca es una marca del sujeto; lo femenino no podría ser un «atributo» de un género. Más bien, lo femenino es la significación de la falta, significada por lo Simbólico; un conjunto de reglas lingüísticas diferenciadoras que generan la diferencia sexual. La postura lingüística masculina soporta la individualización y la heterosexualízación exigidas por las prohibiciones fundadoras de la ley Simbólica, la ley del Padre. El tabú del incesto, que aleja al hijo de la madre y de este modo determina la relación de parentesco entre ellos, es una ley que se aplica «en el nombre del Padre». De forma parecida, la ley que repudia el deseo de la hija por la madre y por el padre exige que la niña acepte el emblema de la maternidad y preserve las reglas del parentesco. De esta manera, tanto la posición masculina como la femenina se establecen por medio de leyes prohibitivas que crean géneros culturalmente inteligibles, pero únicamente a través de la creación de una sexualidad inconsciente que reaparece en el ámbito de lo imaginario.[38]

La apropiación feminista de la diferencia sexual, ya sea vista como oposición al falogocentrismo de Lacan (Irigaray) o como una reformulación crítica de Lacan, no teoriza lo femenino como una expresión de la metafísica de la sustancia sino como la ausencia no representable elaborada por la negación (masculina) en la que se asienta la economía significante a través de la exclusión. Lo femenino como lo rechazado/excluido dentro de ese sistema posibilita la crítica y la alteración de ese esquema conceptual hegemónico.

Las obras de Jacqueline Rose[39] y de Jane Gallop[40] exponen de distintas formas la condición construida de la diferencia sexual, la inestabilidad propia de esa construcción y la consecuencia doble de una prohibición que al mismo tiempo establece una identidad sexual y permite enseñar la frágil base de esa construcción.

Aunque Wittig y otras feministas materialistas dentro del contexto francés afirmarían que la diferencia sexual es una imitación irreflexiva de una sucesión reificada de polaridades sexuadas, sus críticas pasan por alto la dimensión crítica del inconsciente que, como un lugar de sexualidad reprimida, reaparece dentro del discurso del sujeto como la imposibilidad misma de su coherencia.

Como afirma rotundamente Rose, la construcción de una identidad sexual coherente, sobre la base disyuntiva de lo femenino/masculino, sólo puede fracasar;[41] las alteraciones de esta coherencia a través de la reaparición involuntaria de lo reprimido muestran no sólo que la «identidad» se construye, sino que la prohibición que construye la identidad no es eficaz (la ley paterna no debe verse como una voluntad divina determinista, sino como un desacierto continuo que sienta las bases para las insurrecciones contra el padre).

Las divergencias entre la posición materialista y la lacaniana (y poslacaniana) aparecen en una confrontación normativa sobre si hay una sexualidad recuperable ya sea «antes» o «fuera» de la ley en el modo del inconsciente o bien «después» de la ley como una sexualidad posgenital. Paradójicamente se piensa que el tropo normativo de la perversidad polimorfa es una característica de ambas perspectivas sobre la sexualidad distinta. Con todo, no hay ningún acuerdo sobre la forma de concretar esa «ley» o serie de «leyes».

La crítica psicoanalítica logra explicar la construcción del «sujeto» -y posiblemente también la ilusión de sustancia- dentro de la matriz de relaciones normativas de género. Desde su postura existencial materialista, Wittig alega que el sujeto, la persona, posee una integridad presocial y previa al género. Por otra parte, «la Ley paterna» en Lacan, al igual que el dominio monológico del falogocentrismo en lrigaray, está caracterizada por una singularidad monoteísta que quizá sea menos unitaria y culturalmente universal de lo que pretenden las principales suposiciones estructuralistas del análisis.[42]

No obstante, la confrontación también hace referencia a la articulación de un tropo temporal de una sexualidad subversiva que cobra fuerza antes de la imposición de una ley, después de su derrumbamiento o durante su reinado como un reto permanente a su autoridad. Llegados a este punto es recomendable rememorar las palabras de Foucault quien, al afirmar que la sexualidad y el poder son coextensos, impugna de manera implícita la demanda de una sexualidad subversiva o emancipadora que pudiera no tener ley.

Podemos concretar más el argumento al afirmar que «el antes» y «el después» de la ley son formas de temporalidad creadas discursiva y performativamente, que se usan dentro de los límites de un marco normativo según el cual la subversión, la desestabilización y el desplazamiento exigen una sexualidad que de alguna forma evita las prohibiciones hegemónicas respecto del sexo.

Según Foucault, esas prohibiciones son productivas de manera repetida e involuntaria porque «el sujeto» -quien en principio se crea en esas prohibiciones y mediante ellas- no puede acceder a una sexualidad que en cierto sentido está «fuera», «antes» o «después» del poder en sí.

El poder, más que la ley, incluye tanto las funciones jurídicas (prohibitivas y reglamentadoras) como las productivas (involuntariamente generativas) de las relaciones diferenciales. Por tanto, la sexualidad que emerge en el seno de la matriz de las relaciones de poder no es una mera copia de la ley misma, una repetición uniforme de una economía de identidad masculinista.

Las producciones se alejan de sus objetivos originales e involuntariamente dan lugar a posibilidades de «sujetos» que no sólo sobrepasan las fronteras de la inteligibilidad cultural, sino que en realidad amplían los confines de lo que, de hecho, es culturalmente inteligible.

La norma feminista de una sexualidad posgenital recibió una critica significativa por parte de las teóricas feministas de la sexualidad, algunas de las cuales han llevado a cabo una apropiación específicamente feminista o lesbiana de Foucault. Esta idea utópica de una sexualidad liberada de las construcciones heterosexuales, una sexualidad que va más allá del «sexo», no admitía las maneras en que las relaciones de poder siguen definiendo la sexualidad para las mujeres incluso dentro de los términos de una heterosexualidad «liberada» o lesbianismo.[43]

También se ha criticado la noción de un placer sexual específicamente femenino que esté tajantemente diferenciado de la sexualidad fálica. El empeño de Irigaray por obtener una sexualidad femenina específica de una anatomía femenina específica ha sido el centro de debates antieseneialistas durante algún tiempo.[44]

El hecho de volver a la biología como la base de un significado o una sexualidad femenina específica parece derrocar la premisa feminista de que la biología no es destino. Pero ya sea que la sexualidad femenina se conforme en este caso a través de un discurso biológico por motivos meramente estratégicos,[45] o que, de hecho, se trate de un retomo feminista al esencialismo biológico, la representación de la sexualidad femenina como rotundamente diferente de una organización fálica de la sexualidad todavía es problemática. Las mujeres que no aceptan esa sexualidad como propia o que afirman que su sexualidad está en parte construida dentro de los términos de la economía fálica se quedan fuera de los términos de esa teoría, puesto que están «identificadas con lo masculino» o «no iluminadas». En realidad, no está del todo claro en el texto de Irigaray si la sexualidad se construye culturalmente, o si sólo se construye culturalmente con respecto al falo. Es decir, ¿está el placer específicamente femenino «fuera» de la cultura como su prehistoria o como su futuro utópico? Y si lo está, ¿de qué manera se puede utilizar esa noción para negociar las luchas contemporáneas de la sexualidad dentro de los términos de su construcción?

El movimiento a favor de la sexualidad dentro de la teoría y la práctica feministas ha sostenido que la sexualidad siempre se construye dentro de lo que determinan el discurso y el poder, y este último se entiende parcialmente en función de convenciones culturales heterosexuales y fálicas. La aparición de una sexualidad construida (no determinada) en estos términos, dentro de entornos lésbicos, bisexuales y heterosexuales, no es, por tanto, el signo de una identificación masculina en un sentido reduccionista.

No es el proyecto fracasado de criticar el falogocentrismo o la hegemonía heterosexual, como si una crítica política pudiera desmontar la construcción cultural de la sexualidad de la feminista crítica.

Si la sexualidad se construye culturalmente dentro de relaciones de poder existentes, entonces la pretensión de una sexualidad normativa que esté «antes», «fuera» o «más allá» del poder es una imposibilidad cultural y un deseo políticamente impracticable, que posterga la tarea concreta y contemporánea de proponer alternativas subversivas de la sexualidad y la identidad dentro de los términos del poder en sí.

Es evidente que esta labor crítica implica que operar dentro de la matriz del poder no es lo mismo que crear una copia de las relaciones de dominación sin criticarlas; proporciona la posibilidad de una repetición de la ley que no sea su refuerzo, sino su desplazamiento.

En vez de una sexualidad «identificada con lo masculino» (en la que «masculino» se utiliza como la causa y el significado irreductible de esa sexualidad), se puede ampliar la noción de sexualidad construida en términos de relaciones fálicas de poder que reabren y distribuyen las posibilidades de ese falicismo justamente mediante la operación subversiva de las «identificaciones», las cuales son ineludibles en el campo de poder de la sexualidad.

Si las «identificaciones», según Jacqueline Rose, pueden ser vistas como fantasmáticas, entonces se puede llevar a cabo una identificación que revele su estructura fantasmática. Si no se rechaza radicalmente una sexualidad culturalmente construida, lo que queda es el tema de como reconocer y «hacer» la construcción en la que uno siempre se encuentra.

¿Existen formas de repetición que no sean la simple imitación, reproducción y, por consiguiente, consolidación de la ley (la noción anacrónica de «identificación con lo masculino» que debería descartarse de un vocabulario feminista)? ¿Qué opciones de configuración de género se plantean entre las diferentes matrices emergentes y en ocasiones convergentes de inteligibilidad cultural que determinan la vida separada en géneros?

Es evidente que, en el seno de la teoría sexual feminista, la presencia de la dinámica de poder dentro de la sexualidad no es en absoluto lo mismo que la mera consolidación o el incremento de un régimen de poder heterosexista o falogocéntrico. La «presencia» de las supuestas convenciones heterosexuales dentro de contextos homosexuales, así como la abundancia de discursos específicamente gays de diferencia sexual (como en el caso de butch y femme como identidades históricas de estilo sexual), no pueden entenderse como representaciones quiméricas de identidades originalmente heterosexuales; tampoco pueden verse como la reiteración perjudicial de construcciones heterosexistas dentro de la sexualidad y la identidad gay. La repetición de construcciones heterosexuales dentro de las culturas sexuales gay y hetero bien puede ser el punto de partida inevitable de la desnaturalización y la movilización de las categorías de género; la reproducción de estas construcciones en marcos no heterosexuales pone de manifiesto el carácter completamente construido del supuesto original heterosexual.

Así pues, gay no es a hetero lo que copia a original sino, más bien, lo que copia es a copia. La repetición paródica de «lo original» (explicada en los últimos pasajes del capítulo 3 de este libro) muestra que esto no es sino una parodia de la idea de lo natural y lo original.[46]

Aunque las construcciones heterosexistas circulan como los sitios disponibles de poder/discurso a partir de los cuales se establece el género, restan las siguientes preguntas: ¿qué posibilidades existen para la recirculación?, ¿qué posibilidades de establecer el género repiten y desplazan -mediante la hipérbole, la disonancia, la confusión interna y la proliferación- las construcciones mismas por las cuales se movilizan?

Hay que tener en cuenta que no sólo las ambigüedades e incoherencias dentro y entre las prácticas heterosexuales, homosexuales y bisexuales se eliminan y redefinen dentro del marco reificado de la relación binaria disyuntiva y asimétrica de masculino/femenino, sino que estas configuraciones culturales de confusión de géneros operan como sitios para la intervención, la revelación y el desplazamiento de estas reificaciones.

Es decir, la «unidad» del género es la consecuencia de una práctica reguladora que intenta uniformizar la identidad de género mediante una heterosexualidad obligatoria. El poder de esta práctica reside en limitar, por medio de un mecanismo de producción excluyente, los significados relativos de «heterosexualidad», «homosexualidad» y «bisexualidad», así como los sitios subversivos de su unión y resignificación. El hecho de que los regímenes de poder del heterosexismo y el falogocentrismo adquieran importancia mediante una repetición constante de su lógica, su metafísica y sus ontologías naturalizadas no significa que deba detenerse la repetición en sí –como si esto fuera posible-.

Si la repetición debe seguir siendo el mecanismo de la reproducción cultural de las identidades, entonces se plantea una pregunta fundamental: ¿qué tipo de repetición subversiva podría cuestionar la práctica reglamentadora de la identidad en sí?

Si no es posible apelar a una «persona», un «sexo» o una «sexualidad» que evite la matriz de las relaciones discursivas y de poder que de hecho crean y regulan la inteligibilidad de esos conceptos, ¿qué determina la posibilidad de inversión, subversión o desplazamiento reales dentro de los términos de una identidad construida? ¿Qué alternativas hay en virtud del carácter construido del sexo y el género?

Mientras que Foucault mantiene una postura ambigua sobre el carácter concreto de las «prácticas reguladoras» que crean la categoría de sexo y Wittig parece hacer responsable de la construcción a la reproducción sexual y su instrumento -la heterosexualidad obligatoria-, otros discursos coinciden en inventar esta ficción de categorías por motivos no siempre claros ni sólidos. Las relaciones de poder que infunden las ciencias biológicas no disminuyen con facilidad, y la alianza médico-legal que aparece en Europa en el siglo XIX ha originado categorías ficticias que no podían predecirse. La complejidad misma del mapa discursivo que elabora el género parece prometer una concurrencia involuntaria y generalizada de estas estructuras discursivas y reglamentadoras. Si las ficciones reglamentadoras de sexo y género son de por sí sitios de significado muy refutados, entonces la multiplicidad misma de su construcción posibilita que se derribe su planteamiento unívoco.

Obviamente, el propósito de este proyecto no es presentar dentro de los términos filosóficos tradicionales, una ontología del género, mediante la cual se explique el significado de ser una mujer o un hombre desde una perspectiva fenomenológica. La hipótesis aquí es que el «ser» del género es un electo, el objeto de una investigación genealógica que delinea los factores políticos de su construcción al modo de la ontología.

Afirmar que el género está construido no significa que sea ilusorio o artificial, entendiendo estos términos dentro de una relación binaria que opone lo «real» y lo «auténtico». Como una genealogía de la ontología del género, esta explicación tiene como objeto entender la producción discursiva que hace aceptable esa relación binaria y demostrar que algunas configuraciones culturales del género ocupan el lugar de «lo real» y refuerzan e incrementan su hegemonía a través de esa feliz autonaturalización.

Si la afirmación de Beauvoir de que no se nace mujer, sino que se llega a serlo es en parte cierta, entonces mujeres de por sí un término en procedimiento, un convertirse, un construirse del que no se puede afirmar tajantemente que tenga un inicio o un final. Como práctica discursiva que está teniendo lugar, está abierta a la intervención y a la resignificación. Aunque el género parezca congelarse en las formas más reificadas, el «congelamiento» en sí es una práctica persistente y maliciosa, mantenida y regulada por distintos medios sociales.

Para Beauvoir, en definitiva es imposible convertirse en mujer, como si un telos dominara el proceso de aculturaeión y construcción. El género es la estilización repetida del cuerpo, una sucesión de acciones repetidas -dentro de un marco regulador muy estricto-,-. que se inmoviliza con el tiempo para crear la apariencia de sustancia, de una especie natural de ser. Una genealogía política de ontologías del género, si se consigue llevar a cabo, deconstruirá la apariencia sustantiva del género en sus acciones constitutivas y situará esos actos dentro de los marcos obligatorios establecidos por las diferentes fuerzas que supervisan la apariencia social del género.

Revelar los actos contingentes que crean la apariencia de una necesidad naturalista -lo cual ha constituido parte de la crítica cultural por lo menos desde Marx- es un trabajo que ahora asume la carga adicional de enseñar como la noción misma del sujeto, inteligible sólo por su apariencia de género, permite opciones que antes habían quedado relegadas forzosamente por las diferentes reificaciones del género que han constituido sus ontologías contingentes.

El siguiente capítulo explora algunos elementos del planteamiento psicoanalítico estructuralista de la diferencia sexual y de la construcción de la sexualidad en relación con su poder para refutar los regímenes reguladores aquí bosquejados, y también en relación con su función de reproducir esos regímenes sin criticarlos. La univocidad del sexo, la coherencia interna del género y el marco binario para sexo y género son ficciones reguladoras que refuerzan y naturalizan los regímenes de poder convergentes de la opresión masculina y heterosexista.

En el capítulo 3 se investiga la noción misma de «el cuerpo», no como una superficie disponible que espera significación, sino como un conjunto de límites individuales y sociales que permanecen y adquieren significado políticamente. Puesto que el sexo ya no se puede considerar una «verdad» interior de disposiciones e identidad, se argumentará que es una significación performativamente realizada (y, por tanto, que no «es») y que, al desembarazarse de su interioridad y superficie naturalizadas, puede provocar la proliferación paródica y la interacción subversiva de significados con género.

Así pues, este texto continúa esforzándose por reflexionar sobre si es posible alterar y desplazar las nociones de género naturalizadas y reificadas que sustentan la hegemonía masculina y el poder heterosexista, para problematizar el género no mediante maniobras que sueñen con un más allá utópico, sino movilizando, confundiendo subversivamente y multiplicando aquellas categorías constitutivas que intentan preservar el género en el sitio que le corresponde al presentarse como las ilusiones que crean la identidad.


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