I Sujetos de Sexo, Género, Deseo. El género en disputa de Judith Butler

No se nace mujer: llega una a serlo. SIMONE DE Bouvoir

Estrictamente hablando, no puede decirse que existan las «mujeres». JULIA KRISTEVA

La mujer no tiene un sexo. LUCE IRlGARAY

El despliegue de la sexualidad (…)  estableció esta noción de sexo. MICHEL FOUCAULT

La categoría del sexo es la categoría política que crea a la sociedad como heterosexual. MONIQUE WITTIG

LAS «MUJERES» COMO SUJETO DEL FEMINISMO

En su mayoría, la teoría feminista ha asumido que existe cierta identidad, entendida mediante la categoría de las mujeres, que no sólo introduce los intereses y los objetivos feministas dentro del discurso, sino que se convierte en el sujeto para el cual se procura la representación política. Pero política y representación son términos que suscitan opiniones contrapuestas. Por un lado, representación funciona como término operativo dentro de un procedimiento político que pretende ampliar la visibilidad y la legitimidad hacia las mujeres como sujetos políticos; por otro, la representación es la función normativa de un lenguaje que, al parecer, muestra o distorsiona lo que se considera verdadero acerca de la categoría de las mujeres.

Para la teoría feminista, el desarrollo de un lenguaje que represente de manera adecuada y completa a las mujeres ha sido necesario para promover su visibilidad política. Evidentemente, esto ha sido de gran importancia, teniendo en cuenta la situación cultural subsistente, en la que la vida de las mujeres se representaba inadecuadamente o no se representaba en absoluto.

Recientemente, esta concepción dominante sobre la relación entre teoría feminista y política se ha puesto en tela de juicio desde dentro del discurso feminista. El tema de las mujeres ya no se ve en términos estables o constantes.

Hay numerosas obras que cuestionan la viabilidad del «sujeto» como el candidato principal de la representación o, incluso, de la liberación, pero además hay muy poco acuerdo acerca de qué es, o debería ser, la categoría de las mujeres. Los campos de «representación» lingüística y política definieron con anterioridad el criterio mediante el cual se originan los sujetos mismos, y la consecuencia es que la representación se extiende únicamente a lo que puede reconocerse como un sujeto. Dicho de otra forma, deben cumplirse los requisitos para ser un sujeto antes de que pueda extenderse la representación.

Foucault afirma que los sistemas jurídicos de poder producen a los sujetos a los que más tarde representan. Las nociones jurídicas de poder parecen regular la esfera política únicamente en términos negativos, es decir, mediante la limitación, la prohibición, la reglamentación, el control y hasta la «protección» de las personas vinculadas a esa estructura política a través de la operación contingente y retractable de la elección.

No obstante, los sujetos regulados por esas estructuras, en virtud de que están sujetos a ellas, se constituyen, se definen y se reproducen de acuerdo con las imposiciones de dichas estructuras. Si este análisis es correcto, entonces la formación jurídica del lenguaje y de la política que presenta a las mujeres como «el sujeto» del feminismo es, de por sí, una formación discursiva y el resultado de una versión especifica de la política de representación.

Así, el sujeto feminista está discursivamente formado por la misma estructura política que, supuestamente, permitirá su emancipación. Esto se convierte en una cuestión políticamente problemática si se puede demostrar que ese sistema crea sujetos con género que se sitúan sobre un eje diferencial de dominación o sujetos que, supuestamente, son masculinos. En tales casos, recurrir sin ambages a ese sistema para la emancipación de las «mujeres» será abiertamente contraproducente.

El problema del «sujeto» es fundamental para la política, y concretamente para la política feminista, porque los sujetos jurídicos siempre se construyen mediante ciertas prácticas excluyentes que, una vez determinada la estructura jurídica de la política, no «se perciben». En definitiva, la construcción política del sujeto se realiza con algunos objetivos legitimadores y excluyentes, y estas operaciones políticas se esconden y naturalizan mediante un análisis político en el que se basan las estructuras jurídicas.

El poder jurídico «produce» irremediablemente lo que afirma sólo representar; así, la política debe preocuparse por esta doble función del poder: la jurídica y la productiva. De hecho, la ley produce y posteriormente esconde la noción de «un sujeto anterior a la ley»” para apelar a esa formación discursiva como una premisa fundacional naturalizada que posteriormente legitima la hegemonía reguladora de esa misma ley.

No basta con investigar de qué forme las mujeres pueden estar representadas de manera más precisa en el lenguaje y la política. La crítica feminista también debería comprender que las mismas estructuras de poder mediante las cuales se pretende la emancipación crean y limitan la categoría de «las mujeres», sujeto del feminismo.

En efecto, la cuestión de las mujeres como sujeto del feminismo plantea la posibilidad de que no haya un sujeto que exista «antes» de la ley, esperando la representación en y por esta ley. Quizás el sujeto y la invocación de un «antes» temporal sean creados por la ley como un fundamento ficticio de su propia afirmación de legitimidad.

La hipótesis prevaleciente de la integridad ontológica del sujeto antes de la ley debe ser entendida como el vestigio contemporáneo de la hipótesis del estado de naturaleza, esa fábula fundacionista que sienta las bases de las estructuras jurídicas del liberalismo clásico.

La invocación performativa de un «antes» no histórico se convierte en la premisa fundacional que asegura una ontología presocial de individuos que aceptan libremente ser gobernados y, con ello, forman la legitimidad del contrato social.

Sin embargo, aparte de las ficciones fundacionistas que respaldan la noción del sujeto, está el problema político con el que se enfrenta el feminismo en la presunción de que el término “mujeres” indica una identidad común. En lugar de un significante estable que reclama la aprobación de aquellas a quienes pretende describir y representar, mujeres (incluso en plural) se ha convertido en un término problemático, un lugar de refutación, un motivo de angustia.

Como sugiere el título de Denise Riley, Am I that Name? [¿Soy yo ese nombre], es una pregunta motivada por los posibles significados múltiples del nombre.[1] Si una «es» una mujer, es evidente que eso no es todo lo que una es; el concepto no es exhaustivo, no porque una «persona» con un género predeterminado sobrepase los atributos específicos de su género, sino porque el género no siempre se constituye de forma coherente o consistente en contextos históricos distintos, y porque se entrecruza con modalidades raciales, de clase, étnicas, sexuales y regionales de identidades discursivamente constituidas. Así, es imposible separar el «género» de las intersecciones políticas y culturales en las que constantemente se produce y se mantiene.

La creencia política de que debe haber una base universal para el feminismo, y de que puede fundarse en una identidad que aparentemente existe en todas las culturas, a menudo va unida a la idea de que la opresión de las mujeres posee alguna forma específica reconocible dentro de la estructura universal o hegemónica del patriarcado o de la dominación masculina.

La idea de un patriarcado universal ha recibido numerosas críticas en años recientes porque no tiene en cuenta el funcionamiento de la opresión de género en los contextos culturales concretos en los que se produce.

Una vez examinados esos contextos diversos en el marco de dichas teorías, se han encontrado «ejemplos» o «ilustraciones» de un principio universal que se asume desde el principio. Esa manera de hacer teoría feminista ha sido cuestionada porque intenta colonizar y apropiarse de las culturas no occidentales para respaldar ideas de dominación muy occidentales, y también porque tiene tendencia a construir un «Tercer Mundo» o incluso un «Oriente», donde la opresión de género es sutilmente considerada como sintomática de una barbarie esencial, no occidental.

La urgencia del feminismo por determinar el carácter universal del patriarcado -con el objetivo de reforzar la idea de que las propias reivindicaciones del feminismo son representativas- ha provocado, en algunas ocasiones, que se busque un atajo hacia

una universalidad categórica o ficticia de la estructura de dominación, que por lo visto origina la experiencia de subyugación habitual de las mujeres.

Si bien la afirmación de un patriarcado universal ha perdido credibilidad, la noción de un concepto generalmente compartido de las «mujeres», la conclusión de aquel marco, ha sido mucho más difícil de derribar. Desde luego, ha habido numerosos debates al respecto.

¿Comparten las «mujeres» algún elemento que sea anterior a su opresión, o bien las «mujeres» comparten un vínculo únicamente como resultado de su opresión? ¿Existe una especificidad en las culturas de las mujeres que no dependa de su subordinación por parte de las culturas masculinistas hegemónicas? ¿Están siempre contraindicadas la especificidad y la integridad de las prácticas culturales o lingüísticas de las mujeres y, por tanto, dentro de los límites de alguna formación cultural más dominante? ¿Hay una región de lo «específicamente femenino», que se distinga de lo masculino como tal y se acepte en su diferencia por una universalidad de las «mujeres» no marcada y, por consiguiente, supuesta?

La oposición binaria masculino/femenino no sólo es el marco exclusivo en el que puede aceptarse esa especificidad, sino que de cualquier otra forma la «especificidad» de lo femenino, una vez más, se descontextualiza completamente y se aleja analítica y políticamente de la constitución de clase, raza, etnia y otros ejes de relaciones de poder que conforman la “identidad” y hacen que la noción concreta de identidad sea errónea.”[2]

Mi intención aquí es argüir que las limitaciones del discurso de representación en el que participa el sujeto del feminismo socavan sus supuestas universalidad y unidad.  De hecho, la reiteración prematura en un sujeto estable del feminismo -entendido como una categoría inconsútil de mujeres- provoca inevitablemente un gran rechazo para admitir la categoría. Estos campos de exclusión ponen de manifiesto las consecuencias coercitivas y reguladoras de esa construcción, aunque ésta se haya llevado a cabo con objetivos de emancipación.

En realidad, la división en el seno del feminismo y la oposición paradójica a él por parte de las «mujeres» a quienes dice representar muestran los límites necesarios de las políticas de identidad. La noción de que el feminismo puede encontrar una representación más extensa de un sujeto que el mismo feminismo construye tiene como consecuencia irónica que los objetivos feministas podrían frustrarse si no tienen en cuenta los poderes constitutivos de lo que afirman representar.

Este problema se agrava si se recurre a la categoría de la mujer sólo con finalidad «estratégica», porque las estrategias siempre tienen significados que sobrepasan los objetivos para los que fueron creadas.

En este caso, la exclusión en sí puede definirse como un significado no intencional pero con consecuencias, pues cuando se amolda a la exigencia de la política de representación de que el feminismo plantee un sujeto estable, ese feminismo se arriesga a que se lo acuse de tergiversaciones inexcusables.

Por lo tanto, es obvio que la labor política no es rechazar la política de representación, lo cual tampoco sería posible.

Las estructuras jurídicas del lenguaje y de la política crean el campo actual de poder; no hay ninguna posición fuera de este campo, sino sólo una genealogía crítica de sus propias acciones legitimadoras. Como tal, el punto de partida crítico es el presente histórico, como afirmó Marx. Y la tarea consiste en elaborar, dentro de este marco constituido, una crítica de las categorías de identidad que generan, naturalizan e inmovilizan las estructuras jurídicas actuales.

Quizás haya una oportunidad en esta coyuntura de la política cultural (época que algunos denominarían posfeminista) para pensar, desde una perspectiva feminista, sobre la necesidad de construir un sujeto del feminismo.

Dentro de la práctica política feminista, parece necesario replantearse de manera radical las construcciones ontológicas de la identidad para plantear una política representativa que pueda renovar el feminismo sobre otras bases. Por otra parte, tal vez sea el momento de formular una crítica radical que libere a la teoría feminista de la obligación de construir una base única o constante, permanentemente refutada por las posturas de identidad o de antiidentidad a las que invariablemente niega. ¿Acaso las prácticas excluyentes, que fundan la teoría feminista en una noción de «mujeres» como sujeto, debilitan paradójicamente los objetivos feministas de ampliar sus exigencias de «representación»?[3]

Quizás el problema sea todavía más grave. La construcción de la categoría de las mujeres como sujeto coherente y estable, ¿es una reglamentación y reificación involuntaria de las relaciones entre los géneros? ¿Y no contradice tal reificación los objetivos feministas? ¿En qué medida consigue la categoría de las mujeres estabilidad y coherencia  únicamente en el contexto de la matriz heterosexual?[4]

Sí una noción estable de género ya no es la premisa principal de la política feminista, quizás ahora necesitemos una nueva política feminista para combatir las reificaciones mismas de género e identidad, que sostenga que la construcción variable de la identidad es un requisito metodológico y normativo, además de una meta política.

Examinar los procedimientos políticos que originan y esconden lo que conforma las condiciones al sujeto jurídico del feminismo es exactamente la labor de una genealogía feminista de la categoría de las mujeres. A lo largo de este intento de poner en duda a las «mujeres» como el sujeto del feminismo, la aplicación no problemática de esa categoría puede tener como consecuencia que se descarte la opción de que el feminismo sea considerado una política de representación. ‘

¿Qué sentido tiene ampliar la representación hacia sujetos que se construyen a través de la exclusión de quienes no cumplen las exigencias normativas tácitas del sujeto? ¿Qué relaciones de dominación y exclusión se establecen de manera involuntaria cuando la representación se convierte en el único interés de la política? La identidad del sujeto feminista no debería ser la base de la política feminista si se asume que la formación del sujeto se produce dentro de un campo de poder que desaparece invariablemente mediante la afirmación de ese fundamento.

Tal vez, paradójicamente, se demuestre que la «representación» tendrá sentido para el feminismo únicamente cuando el sujeto de las «mujeres» no se dé por sentado en ningún aspecto.

EL ORDEN OBLIGATORIO DE SEXO/GÉNERO/DESEO

Aunque la unidad no problemática de las «mujeres» suele usarse para construir una solidaridad de identidad la diferenciación entre sexo y género plantea una fragmentación en el sujeto feminista. Originalmente con el propósito de dar respuesta a la afirmación de que «biología es destino», esa diferenciación sirve al argumento de que, con independencia de la inmanejabilidad biológica que tenga aparentemente el sexo, el género se construye culturalmente: por esa razón, el género no es el resultado causal del sexo ni tampoco es tan aparentemente rígido como el sexo. Por tanto, la unidad del sujeto ya está potencialmente refutada por la diferenciación que posibilita que el género sea una interpretación múltiple del sexo.”

Si el género es los significados culturales que acepta el cuerpo sexuado, entonces no puede afirmarse que un género únicamente sea producto de un sexo. Llevada hasta su límite lógico, la distinción sexo/género muestra una discontinuidad radical entre cuerpos sexuados y géneros culturalmente construidos.

Si por el momento presuponemos la estabilidad del sexo binario, no está claro que la construcción de «hombres» dará como resultado únicamente cuerpos masculinos o que las «mujeres» interpreten sólo cuerpos femeninos. Además, aunque los sexos parezcan ser claramente binarios en su morfología y constitución (lo que tendrá que ponerse en duda), no hay ningún motivo para creer que también los géneros seguirán siendo sólo dos.[5]

La hipótesis de un sistema binario de géneros sostiene de manera implícita la idea de una relación mimética entre género y sexo, en la cual el género refleja al sexo o, de lo contrario, está limitado por él. Cuando la condición construida del género se teoriza como algo completamente independiente del sexo, el género mismo pasa a ser un artificio ambiguo, con el resultado de que hombre y masculino pueden significar tanto un cuerpo de mujer como uno de hombre, y mujer y femenino tanto uno de hombre como uno de mujer.

Esta separación radical del sujeto con género plantea otros problemas. ¿Podemos hacer referencia a un sexo «dado» o a un género «dado» sin aclarar primero cómo se dan uno y otro y a través de qué medios? ¿Y al fin y al cabo qué es el «sexo»? ¿Es natural, anatómico, cromosómico u hormonal, y cómo puede una crítica feminista apreciar los discursos científicos que intentan establecer tales «hechos»?[6] ¿Tiene el sexo una historia?[7] ¿Tiene cada sexo una historia distinta, o varias historias?

¿Existe una historia de cómo se determinó la dualidad del sexo, una genealogía que presente las opciones binarias como una construcción variable? ¿Acaso los hechos aparentemente naturales del sexo tienen lugar discursivamente mediante diferentes discursos científicos supeditados a otros intereses políticos y sociales?

Si se refuta el carácter invariable del sexo, quizás esta construcción denominada «sexo» esté tan culturalmente construida como el género; de hecho, quizá siempre fue género, con el resultado de que la distinción entre sexo y género no existe como tal.[8]

En ese caso no tendría sentido definir el género como la interpretación cultural del sexo, si éste es ya de por sí una categoría dotada de género. No debe ser visto únicamente como la inscripción cultural del significado en un sexo pre-determinado (concepto jurídico), sino que también debe indicar el aparato mismo de producción mediante el cual se determinan los sexos en sí.

Como consecuencia, el género no es a la cultura lo que el sexo es a la naturaleza; el género también es el medio discursivo/cultural a través del cual la «naturaleza sexuada» o «un sexo natural» se forma y establece como «prediscursivo», anterior a la cultura, una superficie políticamente neutral sobre la cual actúa la cultura.

Trataremos de nuevo esta construcción del «sexo» como lo radicalmente no construido al recordar en el capítulo 2 lo que afirman Lévi-Strauss y el estructuralismo. En esta coyuntura ya queda patente que una de las formas de asegurar de manera efectiva la estabilidad interna y el marco binario del sexo es situar la dualidad del sexo en un campo prediscursivo.

Esta producción del sexo como lo prediscursivo debe entenderse como el resultado del aparato de construcción cultural nombrado por el género. Entonces, ¿cómo debe reformularse el género para incluir las relaciones de poder que provocan el efecto de un sexo prediscursivo y esconden de esta manera ese mismo procedimiento de producción discursiva?

GÉNERO: LAS RUINAS CIRCULARES DEL DEBATE ACTUAL

¿Existe «un» género que las personas tienen, o se trata de un atributo esencial que una persona es, como lo expresa la pregunta; «¿De qué género eres?»? Cuando las teóricas feministas argumentan que el género es la interpretación cultural del sexo o que el género se construye culturalmente, ¿cuál es el mecanismo de esa construcción?

Si el género se construye, ¿podría construirse de distinta manera, o acaso su construcción conlleva alguna forma de determinismo social que niegue la posibilidad de que el agente actúe y cambie? ¿Implica la «construcción» que algunas leyes provocan diferencias de género en ejes universales de diferencia sexual? ¿Cómo y dónde se construye el género? ¿Qué sentido puede tener para nosotros una construcción que no sea capaz de aceptar a un constructor humano anterior a esa construcción?

En algunos estudios, la afirmación de que el género está construido sugiere cierto determinismo de significados de género inscritos en cuerpos anatómicamente diferenciados, y se cree que esos cuerpos son receptores pasivos de una ley cultural inevitable. Cuando la «cultura» pertinente que «construye» el género se entiende en función de dicha ley o conjunto de leyes, entonces parece que el   género es tan preciso y fijo como lo era bajo la afirmación de que «biología es destino». En tal caso, la cultura, y no la biología, se convierte en destino.

Por otra parte, Simone de Beauvoir afirma en El segundo sexo que “No se nace mujer: llega una a serlo.”[9] Para Beauvoir, el género se «construye», pero en su planteamiento queda implícito un agente, un cogito, el cual en cierto modo se  adopta o se adueña de ese género y, en principio podría  aceptar algún otro. ¿Es el género tan variable y volitivo como plantea el estudio de Beauvoir? ¿Podría circunscribirse entonces la «construcción» a una forma de elección?

Beauvoir sostiene rotundamente que una «llega a ser» mujer, pero siempre bajo la obligación cultural de hacerlo. Y es evidente que esa obligación no la crea el «sexo», En su estudio no hay nada que asegure que la «persona» que se convierte en mujer sea obligatoriamente del sexo femenino.

Sí “el cuerpo es una situación»,[10] como afirma, no se puede eludir a un cuerpo que no haya sido desde siempre interpretado mediante significados culturales; por tanto, el sexo podría no cumplir los requisitos de una facticidad anatómica prediscursiva. De hecho se demostrará que el sexo, por definición, siempre ha sido género.[11]

La polémica surgida respecto al significado de construcción parece desmoronarse con la polaridad filosófica convencional entre libre albedrío y determinismo. En consecuencia, es razonable suponer que una limitación lingüística común sobre el pensamiento crea y restringe los términos del debate.

Dentro de esos términos, el «cuerpo» se manifiesta como un medio pasivo sobre el cual se circunscriben los significados culturales o como el instrumento mediante el cual una voluntad apropiadora e interpretativa establece un significado cultural para sí misma. En ambos casos el cuerpo es un mero instrumento o medio con el cual se relaciona sólo externamente un conjunto de significados culturales.

Pero el «cuerpo» es en sí una construcción, como lo son los múltiples «cuerpos» que conforman el campo de los sujetos con género. No puede afirmarse que los cuerpos posean una existencia significable antes de la marca de su género; entonces, ¿en qué medida comienza a existir el cuerpo en y mediante la(s)  marca(s) del género? ¿Cómo reformular el cuerpo sin verlo como un medio o instrumento pasivo que espera la capacidad vivificadora de una voluntad rotundamente inmaterial?[12]

El hecho de que el género o el sexo sean fijos o libres está en función de un discurso que, como se verá, intenta limitar el análisis o defender algunos principios del humanismo como presuposiciones para cualquier análisis de género.

El lugar de lo intratable, ya sea en el «sexo» o el «género» o en el significado mismo de «construcción», otorga un indicio de las opciones culturales que pueden o no activarse mediante un análisis más profundo. Los límites del análisis discursivo del género aceptan las posibilidades de configuraciones imaginables y realizables del género dentro de la cultura y las hacen suyas.

Esto no quiere decir que todas y cada una de las posibilidades de género estén abiertas, sino que los límites del análisis revelan los límites de una experiencia discursivamente determinada. Esos límites siempre se establecen dentro de los términos de un discurso cultural hegemónico basado en estructuras binarias que se manifiestan como el lenguaje de la racionalidad universal.

De esta forma, se elabora la restricción dentro de lo que ese lenguaje establece como el campo imaginable del género.

Incluso cuando los científicos sociales hablan del género como de un «factor» o una «dimensión» del análisis, también se refieren a personas encarnadas como «una marca» de diferencia biológica, lingüística o cultural.

En estos casos, el género puede verse como cierto significado que adquiere un cuerpo (ya) sexualmente diferenciado, pero incluso en ese caso ese significado existe únicamente en relación con otro significado opuesto. Algunas teóricas feministas aducen que el género es «una relación», o incluso un conjunto de relaciones, y no un atributo individual.

Otras, que coinciden. con Beauvoir, afirman que sólo el género femenino está marcado, que la persona universal y el género masculino están unidos y en consecuencia definen a las mujeres en términos de su sexo y convierten a los hombres en portadores de la calidad universal de persona que trasciende el cuerpo.

En un movimiento que dificulta todavía más la discusión, Luce lrigaray afirma que las mujeres son una paradoja, cuando no una contradicción, dentro del discurso mismo de la identidad. Las mujeres son el «sexo» que no es «uno».

Dentro de un lenguaje completamente masculinista, falogocéntrico, las mujeres conforman lo no representable. Es decir, las mujeres representan el sexo que no puede pensarse, una ausencia y una opacidad lingüísticas. Dentro de un lenguaje que se basa en la significación unívoca, el sexo femenino es lo no restringible y lo no designable.

En este sentido, las mujeres son el sexo que no es «uno», sino múltiple.[13] Al contrario que Beauvoir, quien piensa que las mujeres están designadas como lo Otro, Irigaray sostiene que tanto el sujeto como el Otro son apoyos masculinos de una economía significante, falogocéntrica y cerrada, que consigue su objetivo totalizador a través de la exclusión total de lo femenino.

Para Beauvoir, las mujeres son lo negativo de los hombres, la carencia frente a la cual se distingue la identidad masculina; para Irigaray, esa dialéctica específica establece un sistema que descarta una economía de significación totalmente diferente. Las mujeres no sólo están representadas falsamente dentro del marco sartreano de sujeto significante y Otro significado, sino que la falsedad de la significación vuelve inapropiada toda la estructura de representación.

En ese caso, el sexo que no es uno es el punto de partida para una crítica de la representación occidental hegemónica y de la metafísica de la sustancia que articula la noción misma del sujeto.

¿Qué es la metafísica de la sustancia, y cómo influye en la reflexión sobre las categorías del sexo? En primer lugar, las concepciones humanistas del sujeto tienen tendencia a dar por sentado que hay una persona sustantiva portadora de diferentes atributos esenciales y no esenciales.

Una posición feminista humanista puede sostener que el género es un atributo de un ser humano caracterizado esencialmente como una sustancia o «núcleo» anterior al género, denominada «persona», que designa una capacidad universal para el razonamiento, la deliberación moral o el lenguaje.

No obstante, la concepción universal de la persona ha sido sustituida como punto de partida para una teoría social del género por las posturas históricas y antropológicas que consideran el género como una «relación» entre sujetos socialmente constituidos en contextos concretos.

Esta perspectiva relacional o contextual señala que lo que «es» la persona y, de hecho, lo que «es» el género siempre es relativo a las relaciones construidas en las que se establece.[14]

Como un fenómeno variable y contextual, el género no designa a un ser sustantivo, sino a un punto de unión relativo entre conjuntos de relaciones culturales e históricas específicas.

Pero Irigaray afirmará que el «sexo» femenino es una cuestión de ausencia lingüística, la imposibilidad de una sustancia gramaticalmente denotada y, por esta razón, la perspectiva que muestra que esa sustancia es una ilusión permanente y fundacional de un discurso masculinista.

Esta ausencia no está marcada como tal dentro de la economía significante masculina, afirmación que da la vuelta al argumento de Beauvoir (y de Wittig) respecto a que el sexo femenino está marcado, mientras que el sexo masculino no lo está. Irigaray sostiene que el sexo femenino no es una «carencia» ni un «Otro» que inherente y negativamente define al sujeto en su masculinidad.

Por el contrario, el sexo femenino evita las exigencias mismas de representación, porque ella no es ni «Otro» ni «carencia», pues esas categorías siguen siendo relativas al sujeto sartreano, inmanentes a ese esquema falogocéntrico. Así pues, para Irigaray lo femenino nunca podría ser la marca de un sujeto, como afirmaría Beauvoir.

Asimismo, lo femenino no podría teorizarse en términos de una relación específica entre lo masculino y lo femenino dentro de un discurso dado, ya que aquí el discurso no es una noción adecuada. Incluso en su variedad, los discursos crean otras tantas manifestaciones del lenguaje falogocéntrico.

Así pues, el sexo femenino es también el sujeto que no es uno. La relación entre masculino y femenino no puede representarse en una economía significante en la que lo masculino es un círculo cerrado de significante y significado. Paradójicamente, Beauvoir anunció esta imposibilidad en El segundo sexo al alegar que los hombres no podían llegar a un acuerdo respecto al problema de las mujeres porque entonces estarían actuando como juez y parte.

Las diferenciaciones entre las posiciones mencionadas no son en absoluto claras; puede pensarse que cada una de ellas problematiza la localidad y el significado tanto del «sujeto» como del «género» dentro del contexto de la asimetría entre los géneros socialmente instaurada. Las opciones interpretativas del género en ningún sentido se acaban en las opciones mencionadas anteriormente.

La circularidad problemática de un cuestionamiento feminista del género se hace evidente por la presencia de dos posiciones: por un lado, las que afirman que el género es una característica secundaria de las personas, y por otro, las que sostienen que la noción misma de persona situada en el lenguaje como un «sujeto» es una construcción y una prerrogativa masculinistas que en realidad niegan la posibilidad estructural y semántica de un género femenino.

El resultado de divergencias tan agudas sobre el significado del género (es más, acerca de si género es realmente el término que debe examinarse, o si la construcción discursiva de sexo es, de hecho, más fundamental, o tal vez mujeres o mujer y/o hombres y hombre) hace necesario replantearse las categorías de identidad en el ámbito de relaciones de radical asimetría de género.

Para Beauvoír, el «sujeto» dentro del análisis existencial de la misoginia siempre es masculino, unido con lo universal, y se distingue de un «Otro» femenino fuera de las reglas universalizadoras de la calidad de persona, irremediablemente «específico», personificado y condenado a la inmanencia.

Aunque suele sostenerse que Beauvoir reclama el derecho de las mujeres a convertirse, de hecho, en sujetos existenciales y, en consecuencia, su inclusión dentro de los términos de una universalidad abstracta, su posición también critica la desencarnación misma del sujeto epistemológico abstracto masculino.[15]

Ese sujeto es abstracto en la medida en que no asume su encarnación socialmente marcada y, además, dirige esa encarnación negada y despreciada a la esfera femenina, renombrando efectivamente al cuerpo como hembra.

Esta asociación del cuerpo con lo femenino se basa en relaciones mágicas de reciprocidad mediante las cuales el sexo femenino se limita a su cuerpo, y el cuerpo masculino, completamente negado, paradójicamente se transforma en el instrumento incorpóreo de una libertad aparentemente radical. El análisis de Beauvoir formula de manera implícita la siguiente pregunta: ¿a través de qué acto de negación y desconocimiento lo masculino se presenta como una universalidad desencarnada y lo femenino se construye como una corporeidad no aceptada?

La dialéctica del amo y el esclavo, replanteada aquí por completo dentro de los terminos no recíprocos de la asimetría entre los géneros; prefigura lo que Irigaray luego definiré como la economía significante masculina que abarca tanto al sujeto existencial como a su Otro.

Beauvoir afirma que el cuerpo femenino debe ser la situación y el instrumento de la libertad de las mujeres, no una esencia definidora y limitadora.[16] La teoría de la encarnación en que se asienta el análisis de Beauvoir está restringida por la reproducción sin reservas de la distinción cartesiana entre libertad y cuerpo. Pese a mi empeño por afirmar lo contrario, parece que Beauvoir mantiene el dualismo mente/cuerpo, aun cuando ofrece una síntesis de esos términos.[17]

La preservación de esa misma distinción puede ser reveladora del mismo falogocentrismo que Beauvoir subestima. En la tradición filosófica que se inicia con Platón y sigue con Descartes, Husserl y Sartre, la diferenciación ontológica entre alma (conciencia, mente) y cuerpo siempre defiende relaciones de subordinación y jerarquía política y psíquica.

La mente no sólo somete al cuerpo, sino que eventualmente juega con la fantasía de escapar totalmente de su corporeidad. Las asociaciones culturales de la mente con la masculinidad y del cuerpo con la feminidad están bien documentadas en el campo de la filosofía y el feminismo.[18]

En consecuencia, toda reproducción sin reservas de la diferenciación entre mente/cuerpo debe replantearse en virtud de la jerarquía implícita de los géneros que esa diferenciación ha creado, mantenido y racionalizado comúnmente.

La construcción discursiva del «cuerpo» y su separación de la «libertad» existente en la obra de Beauvoir no logra fijar; en el eje del genero, la propia diferenciación entre mente/cuerpo que presuntamente alumbra la persistencia de la asimetría entre los géneros. Oficialmente, para Beauvoir el cuerpo femenino está marcado dentro del discurso masculinista, razón por la cual el cuerpo masculino, en su fusión con lo universal, permanece sin marca.

Irigaray explica de forma clara que tanto la marca como lo marcado se insertan dentro de un modo masculinista de significación en el que el cuerpo femenino está «demarcado», por así decirlo, fuera

del campo de lo significable.

En términos poshegelianos, la mujer está “anulada”, pero no preservada. En la interpretación de Irigaray, la explicación de Beauvoir de que la mujer «es sexo» se modifica para significar que ella no es el sexo que estaba destinada a ser, sino, más bien, el sexo masculino encore (y en corps) que discurre en el modo de la otredad.

Para Irigaray, ese modo falogocéntrico de significar el sexo femenino siempre genera fantasmas de su propio deseo de ampliación. En vez de una postura lingüístico-autolimitante que proporcione la alteridad o la diferencia a las mujeres, el falogocentrismo proporciona un nombre para ocultar lo femenino y ocupar su lugar.

TEORIZAR LO BINARIO, LO UNITARIO Y MÁS ALLÁ

Beauvoir e lrigaray tienen diferentes posturas sobre las estructuras fundamentales mediante las cuales se reproduce la asimetría entre los géneros; la primera apela a la reciprocidad fallida de una dialéctica asimétrica, y la segunda argumenta que la dialéctica en sí es la construcción monológica de una economía significante masculinista.

Si bien Irigaray extiende claramente el campo de la crítica feminista al explicar las estructuras epistemológica, ontológica y lógica de una economía significante masculinista, su análisis pierde fuerza justamente a causa de su alcance globalizador. ¿Se puede reconocer una economía masculinista monolítica así como monológica que traspase la totalidad de contextos culturales e históricos en los que se produce la diferencia sexual? ¿El hecho de no aceptar los procedimientos culturales específicos de la opresión de géneros es en sí una suerte de imperialismo epistemológico, que no se desarrolla con la mera elaboración de diferencias culturales como «ejemplos» del mismo falogocentrismo? El empeño por incluir culturas de «Otros» como amplificaciones variadas de un falogocentrismo global es un acto apropiativo que se expone a repetir el gesto falogocéntrico de autoexaltarse, y domina bajo el signo de lo mismo las diferencias que de otra forma cuestionarían ese concepto totalizador.[19]

La crítica feminista debe explicar las afirmaciones totalizadoras de una economía significante masculinista, pero también debe ser autocrítica respecto de las acciones totalizadoras del feminismo. El empeño por describir al enemigo como una forma singular es un discurso invertido que imita la estrategia del dominador sin ponerla en duda, en vez de proporcionar una serie de términos diferente. El hecho de que la táctica pueda funcionar tanto en entornos feministas como antifeministas demuestra que la acción colonizadora no es masculinista de modo primordial o irreductible.

Puede crear distintas relaciones de subordinación racial, de clase y heterosexista, entre muchas otras. Y es evidente que detallar las distintas formas de dominación, como he empezado a hacerlo, implica su coexistencia diferenciada y consecutiva en un eje horizontal que no explica sus coincidencias dentro del ámbito social. Un modelo vertical tampoco es suficiente; las opresiones no pueden agruparse sumariamente, relacionarse de manera causal o distribuirse en planos de «originalidad» y «derivatividad».[20]

De hecho, el campo de poder, estructurado en parte por la postura imperializante de apropiación dialéctica, supera e incluye el eje de la diferencia sexual, y proporciona una gráfica de diferenciales cruzadas que no pueden jerarquizarse de un modo sumario, ni dentro de los límites del falogocentrismo ni en ningún otro candidato al puesto de «condición primaria de opresión».

Más que una estrategia propia de economías significantes masculinistas, la apropiación dialéctica y la supresión del Otro es una estrategia más, supeditada, sobre todo, aunque no únicamente, a la expansión y racionalización del dominio masculinista.

Las discusiones feministas actuales sobre el esencialismo exploran el problema de la universalidad de la identidad femenina y la dominación masculinista de distintas maneras.

Las afirmaciones universalistas tienen su base en una posición epistemológica común o compartida (entendida como la conciencia articulada o las estructuras compartidas de la dominación) o en las estructuras aparentemente transculturales de la feminidad, la maternidad, la sexualidad y la écriture feminine.

El razonamiento con el que inicio este capítulo afirmaba que este gesto globalizador ha provocado numerosas críticas por parte de mujeres que afirman que la categoría «mujeres» es normativa y excluyente y se utiliza manteniendo intactas las dimensiones no marcadas de los privilegios de clase y raciales. Es decir, insistir en la coherencia y la unidad de la categoría de las mujeres ha negado, en efecto, la multitud de intersecciones culturales, sociales y políticas en que se construye el conjunto concreto de «mujeres».

Se ha intentado plantear políticas de coalición que no den por sentado cuál sería el contenido de “mujeres”. Más bien proponen un conjunto de encuentros dialógicos con los que mujeres de posturas diversas propongan distintas identidades dentro del marco de una coalición emergente.

Es evidente que no debe subestimarse el valor de la política de coalición, pero la forma misma de coalición, de un conjunto emergente e impredecible de posiciones, no puede imaginarse por adelantado. A pesar del impulso, claramente democratizador, que incita a construir una coalición, ninguna teórica de esta posición puede, involuntariamente, reinsertarse como soberana del procedimiento al tratar de establcer una forma ideal anticipada para las estructuras de coalición que realmente asegure la unidad como conclusión. Los esfuerzos por precisar qué es y qué no es la forma verdadera de un diálogo, qué constituye una posición de sujeto y, sobre todo, cuándo se ha conseguido la «unidad», pueden impedir la dinámica autoformativa y autolimitante de la coalición.

Insistir anticipadamente en la «unidad» de coalición como objetivo implica que la solidaridad, a cualquier precio, es una condición previa para la acción política. Pero, ¿qué tipo de política requiere ese tipo de unidad anticipada? Quizás una coalición tiene que admitir sus contradicciones antes de comenzar a actuar conservando intactas dichas contradicciones.

O quizá parte de lo que implica la comprensión dialógica sea aceptar la divergencia, la ruptura, la fragmentación y la división como parte del proceso, por lo general tortuoso, de la democratización. El concepto mismo de «diálogo» es culturalmente específico e histórico, pues mientras que un hablante puede afirmar que se está manteniendo una conversación, otro puede asegurar que no es así.

Primero deben ponerse en tela de juicio las relaciones de poder que determinan y restringen las posibilidades dialógicas. De lo contrario, el modelo de diálogo puede volver a caer en un modelo liberal, que implica que los agentes hablantes poseen las mismas posiciones de poder y hablan con las mismas presuposiciones acerca de lo que es «acuerdo» y «unidad» y, de hecho, que ésos son los objetivos que se pretenden. Sería erróneo suponer anticipadamente que hay una categoría de «mujeres» que simplemente deba poseer distintos componentes de raza, clase, edad, etnicidad y sexualidad para que esté completa.

La hipótesis de su carácter incompleto esencial posibilita que esa categoría se utilice como un lugar de significados refutados que existe de forma permanente. El carácter incompleto de la definición de esta categoría puede servir, entonces, como un ideal normativo desprovisto de la fuerza coercitiva.

Es precisa la «unidad» para una acción política eficaz? ¿Es Justamente la insistencia prematura en el objetivo de la unidad la causante de una división cada vez más amarga entre los grupos? Algunas formas de división reconocida pueden facilitar la acción de una coalición, justamente porque la «unidad» de la categoría de las mujeres ni se presupone ni se desea.

¿Establece la «unidad» una norma de solidaridad excluyente en el ámbito de la identidad, que excluye la posibilidad de diferentes acciones que modifican las fronteras mismas de los conceptos de identidad o que precisamente intentan conseguir ese cambio como un objetivo político explícito? Sin la presuposición ni el objetivo de «unidad», que en ambos casos se crea en un nivel conceptual, pueden aparecer unidades provisionales en el contexto de acciones específicas cuyos propósitos no son la organización de la identidad. Sin la expectativa obligatoria de que las acciones feministas deben construirse desde una identidad estable, unificada y acordada, éstas bien podrían iniciarse más rápidamente y parecer más aceptables para algunas «mujeres», para quienes el significado de la categoría es siempre discutible .

Este acercamiento antifundacionista a la política de coalición no implica que la «identidad» sea una premisa, ni que la forma y el significado del conjunto en una coalición puedan conocerse antes de que se efectúe. Puesto que la estructuración de una identidad dentro de límites culturales disponibles establece una definición que descarta por adelantado la aparición de nuevos conceptos de identidad en acciones políticamente comprometidas y a través de esas, la táctica fundacionista no puede tener como fin normativo la transformación o la ampliación de los conceptos existentes de identidad. Asimismo, cuando las identidades acordadas o las estructuras dialógicas estipuladas, mediante las cuales se comunican las identidades ya establecidas, ya no son el tema o el sujeto de la política, entonces las identidades pueden llegar a existir y descomponerse conforme a las prácticas específicas que las hacen posibles.

Algunas prácticas políticas establecen identidades sobre una base contingente para conseguir cualquier objetivo. La política de coalición no exige ni una categoría ampliada de «mujeres» ni una identidad internamente múltiple que describa su complejidad de manera inmediata.

El género es una complejidad cuya totalidad se posterga de manera permanente, nunca aparece completa en una determinada coyuntura en el tiempo. Así, una coalición abierta creará identidades que alternadamente se instauren y se abandonen en función de los objetivos del momento; se tratará de un conjunto abierto que permita múltiples coincidencias y discrepancias sin obediencia a un reíos normativo de definición cerrada.

IDENTIDAD, SEXO Y LA METAFISICA DE LA SUSTANCIA

¿Qué significado puede tener entonces la «identidad» y cuál es la base de la presuposición de que las identidades son idénticas a sí mismas, y que se mantienen a través del tiempo como iguales, unificadas e internamente coherentes?

Y, por encima de todo, ¿cómo configuran estas suposiciones los discursos sobre «identidad de género»? Sería erróneo pensar que primero debe analizarse la «identidad» y después la identidad de género por la sencilla razón de que las «personas» sólo se vuelven inteligibles cuando poseen un género que se ajusta a normas reconocibles de inteligibilidad de género.

Los análisis sociológicos convencionales intentan dar cuenta de la idea de persona en función de la capacidad de actuación que requiere prioridad ontológica respecto de los distintos papeles y funciones mediante los cuales adquiere una visibilidad social y un significado.

Dentro del propio discurso filosófico, la idea de «la persona» se ha ampliado de manera analítica sobre la hipótesis de que el contexto social «en» que está una persona de alguna manera está externamente relacionado con la estructura de la definición de «calidad de persona» [personhood], ya sea la conciencia, la capacidad para el lenguaje o la deliberación moral. Si bien no profundizaremos en esos estudios, una premisa de esas investigaciones es su énfasis en la exploración crítica y la inversión.

Mientras que la cuestión de qué es lo que establece la «identidad personal» dentro de los estudios filosóficos casi siempre se centra en la pregunta de qué aspecto interno de la persona determina la continuidad o la propia identidad de la persona a través del tiempo, habría que preguntarse: ¿en qué medida las prácticas reguladoras de la formación y la separación de género determinan la identidad, la coherencia interna del sujeto y, de hecho, la condición de la persona de ser idéntica a sí misma?

¿En qué medida la «identidad» es un ideal normativo más que un aspecto descriptivo de la experiencia? ¿Cómo pueden las prácticas reglamentadoras que determinan el género hacerlo con las nociones culturalmente inteligibles de la identidad?

En definitiva, la «coherencia» y la «continuidad» de «la persona» no son rasgos lógicos o analíticos de la calidad de persona sino, más bien, normas de inteligibilidad socialmente instauradas y mantenidas. En la medida en que la «identidad» se preserva mediante los conceptos estabilizadores de sexo, género y sexualidad, la noción misma de «la persona» se pone en duda por la aparición cultural de esos seres con género «incoherente» o «discontinuo» que aparentemente son personas pero que no se corresponden con las normas de género culruralmente inteligibles mediante las cuales se definen las personas.

Los géneros «inteligibles» son los que de alguna manera instauran y mantienen relaciones de coherencia y continuidad entre sexo, género, práctica sexual y deseo. Es decir, los fantasmas de discontinuidad e incoherencia, concebibles únicamente en relación con las reglas existentes de continuidad y coherencia, son prohibidos y creados frecuentemente por las mismas leyes que procuran crear conexiones causales o expresivas entre sexo biológico, géneros culturalmente formados y la «expresión» o «efecto» de ambos en la aparición del deseo sexual a través de la práctica sexual.

La noción de que puede haber una «verdad» del sexo, como la denomina irónicamente Foucault, se crea justamente a través de las prácticas reguladoras que producen identidades coherentes a través de la matriz de reglas coherentes de género. La heterosexualización del deseo exige e instaura la producción de oposiciones discretas y asimétricas entre «femenino» y «masculino», entendidos estos conceptos como atributos que designan «hombre» y «mujer».

La matriz cultural -mediante la cual se ha hecho inteligible la identidad de género– exige que algunos tipos de «identidades» no puedan «existir»: aquellas en las que el género no es consecuencia del sexo y otras en las que las prácticas del deseo no son «consecuencia» ni del sexo ni del género.

En este contexto, «consecuencia» es una relación política de vinculación creada por las leyes culturales, las cuales determinan y reglamentan la forma y el significado de la sexualidad. En realidad, precisamente porque algunos tipos de «identidades de género» no se adaptan a esas reglas de inteligibilidad cultural, dichas identidades se manifiestan únicamente como defectos en el desarrollo o imposibilidades lógicas desde el interior de ese campo. No obstante, su insistencia y proliferación otorgan grandes oportunidades para mostrar los límites y los propósitos reguladores de ese campo de inteligibilidad y, por tanto, para revelar -dentro de los límites mismos de esa matriz de inteligibilidad- otras matrices diferentes y subversivas de desorden de género.

Pero antes de analizar esas prácticas desordenadoras, es importante entender la «matriz de inteligibilidad». ¿Es singular? ¿De qué está formada? ¿Cuál es la peculiar unión que aparentemente hay entre un sistema de heterosexualidad obligatoria y las categorías discursivas que determinan los conceptos de identidad del sexo? Si la «identidad» es un efecto de las prácticas discursivas, ¿hasta qué punto la identidad de género, vista como una relación entre sexo, género, práctica sexual y deseo, es el efecto de una práctica reguladora que puede definirse como heterosexualidad obligatoria? ¿Nos devolvería esa explicación a otro marco totalizador en el que la heterosexualidad obligatoria simplemente ocupa el lugar del falogocentrísmo como la causa monolítica de la opresión de género?

Dentro del ámbito de las teorías feminista y postestructuralista francesas, se cree que diferentes regímenes de poder crean los conceptos de identidad del sexo. Considérese la oposición entre esas posturas, como la de lrigaray, que sostienen que sólo existe un sexo, el masculino, que evoluciona en y mediante la producción del «Otro»; y, por otra parte, posturas como la de Foucault, que argumenta que la categoría de sexo, ya sea masculino o femenino, es la producción de una economía difusa que regula la sexualidad.

Considérese también el argumento de Wittig respecto a que la categoría de sexo, en las condiciones de heterosexualidad obligatoria, siempre es femenina (mientras que la masculina no está marcada y, por tanto, es sinónimo de lo «universal»).

Aunque parezca paradójico, Wittig está de acuerdo con Foucault cuando afirma que la categoría misma de sexo se anularía y, de hecho, desaparecería a través de la alteración y el desplazamiento de la hegemonía heterosexual.

Las diferentes explicaciones que se presentan aquí revelan las diversas maneras de entender la categoría de sexo, dependiendo de la forma en la que se organiza el campo de poder. ¿Se puede preservar la complejidad de estos campos de poder y al mismo tiempo pensar en sus capacidades productivas?

Por un lado, la teoría de Irigaray sobre la diferencia sexual expresa que no se puede definir nunca a las mujeres según el modelo de un «sujeto» en el seno de los sistemas de representación habituales de la cultura occidental, justamente porque son el fetiche de la representación y, por tanto, lo no representable como tal. Las mujeres nunca pueden “ser”, según esta ontología de las sustancias, justamente porque son la relación de diferencia, lo excluido, mediante lo cual este dominio se distingue.

Las mujeres también son una «diferencia» que no puede ser entendida como la mera negación o el «Otro» del sujeto ya siempre masculino. Como he comentado anteriormente, no son ni el sujeto ni su Otro, sino una diferencia respecto de la economía de oposición binaria, que es por sí misma una estratagema para el desarrollo monológico de lo masculino.

No obstante, para todas estas posiciones es vital la idea de que el sexo surge dentro del lenguaje hegemónico como una sustancia, como un ser idéntico a sí mismo, en términos metafísicos. Esta apariencia se consigue mediante un giro performativo del lenguaje y del discurso que esconde el hecho de que «ser» de un sexo o un género es básicamente imposible.

Según lrigaray, la gramática nunca puede ser un indicio real de las relaciones entre los géneros porque respalda justamente el modelo sustancial de género como una relación binaria entre dos términos positivos y representables.”

Para Irigaray, la gramática sustantiva del género, que implica a hombres y mujeres, así como sus atributos de masculino y femenino, es un ejemplo de una oposición binaria que de hecho disfraza el discurso unívoco y hegemónico de lo masculino, el falogocentrismo, acallando lo femenino como un lugar de multiplicidad subversiva.

Para Foucault, la gramática sustantiva del sexo exige una relación binaria artificial entre los sexos, y también una coherencia interna artificial dentro de cada término de esa relación binaria. La reglamentación binaria de la sexualidad elimina la multiplicidad subversiva de una sexualidad que trastoca las hegemonías heterosexual, reproductiva y médico-jurídica.

Para Wittig, la restricción binaria del sexo está supeditada a los objetivos reproductivos de un sistema de hetero-sexualidad obligatoria; en ocasiones afirma que el derrumbamiento de ésta dará lugar a un verdadero humanismo de «la persona» liberada de los grilletes del sexo.

En otros contextos, plantea que la profusión y la difusión de una economía erótica no falocéntrica harán desaparecer las ilusiones de sexo, género e identidad. En otros fragmentos de sus textos «la lesbiana» aparentemente aparece como un tercer género que promete ir más allá de la restricción binaria del sexo instaurada por el sistema de heterosexualidad obligatoria.

En su defensa del «sujeto cognoscitivo», aparentemente Wittig no mantiene ningún pleito metafísico con las formas hegemónicas de significación o representación; de hecho, el sujeto con su  atributo de autodeterminación, parece ser la rehabilitación del agente de la elección existencial bajo el nombre de «lesbiana»:

«La llegada de sujetos individuales supone destruir primero las categorías de sexo (…) la lesbiana es el único concepto que conozco que trasciende las categorías de sexo».” No censura al «sujeto» por ser siempre masculino según las normas de lo Simbólico inevitablemente patriarcal, sino que recomienda en su lugar el equivalente del sujeto lesbiano como usuario del lenguaje.[21]

Identificar a las mujeres con el «sexo» es, para Beauvoir y Wittig, una unión de la categoría de mujeres con las características aparentemente sexualizadas de sus cuerpos y, por consiguiente, un rechazo a dar libertad y autonomía a las mujeres como aparentemente las disfrutan los hombres.

Así pues, destruir la categoría de sexo sería destruir un atributo, el sexo, que a través de un gesto misógino de sinécdoque ha ocupado el lugar de la persona, el cogito autodeterminante. Dicho de otra forma, sólo los hombres son «personas» y solo hay un género: el femenino.

“El género es el índice lingüístico de la oposición política entre los sexos. Género se utiliza aquí en singular porque realmente no hay dos géneros. Únicamente hay uno: el femenino pues el “masculino” no es un género. Porque lo masculino no es lo masculino, sino lo general.”[22]

Así pues, Wittig reclama la destrucción del «sexo» para que las mujeres puedan aceptar la posición de un sujeto universal. En ese camino hacia esa destrucción, las «mujeres» deben asumir tanto una perspectiva particular como otra universal.[23]

En tanto que sujeto capaz de conseguir la universalidad concreta a través de la libertad, la lesbiana de Wittig corrobora la promesa normativa de ideales humanistas que se asientan en la premisa de la metafísica de la sustancia, en vez de refutarla. En este sentido, Wittig se desmarca de lrigaray no sólo en lo referente a las oposiciones ahora muy conocidas entre esencialismo y materialismo,[24] sino también en la adhesión a una metafísica de la sustancia que corrobora el modelo normativo del humanismo como el marco del feminismo.

Cuando Wittig parece defender un proyecto radical de emancipación lesbiana y distingue entre «lesbiana» y «mujer», lo hace mediante la defensa de la «persona» anterior al género, representada como libertad.

Esto no sólo confirma el carácter presocial de la libertad humana, sino que también respalda esa metafísica de la sustancia que es responsable de la producción y la naturalización de la categoría del sexo en sí.

La metafísica de la sustancia es una frase relacionada con Nietzsche dentro de la crítica actual del discurso filosófico.

En un comentario sobre Nietzsche, Michel Haar afirma que numerosas ontologías filosóficas se han quedado atrapadas en ciertas ilusiones de «Ser> y «Sustancia» animadas por la idea de que la formulación gramatical de sujeto y predicado refleja la realidad ontológica previa de sustancia y atributo.

Estos constructos, según Haar, conforman los medios filosóficos artificiales mediante los cuales se crean de manera efectiva la simplicidad, el orden y la identidad. Pero en ningún caso muestran ni representan un orden real de las cosas.

Para nuestros fines, esta crítica nietzscheana es instructiva si se atribuye a las categorías psicológicas que rigen muchas reflexiones populares y teóricas sobre la identidad de género.

Como sostiene Haar, la crítica de la metafísica de la sustancia conlleva una crítica de la noción misma de la persona psicológica como una cosa sustantiva:

La destrucción de la lógica mediante su genealogía implica además la desaparición de las categorías psicológicas basadas en esta lógica. Todas las categorías psicológicas (el yo, el Individuo, la persona) proceden de la ilusión de identidad sustancial. Pero esta ilusión regresa básicamente a una superstición que engaña no sólo al sentido común, sino también a los filósofos, es decir, la creencia en el lenguaje y, más concretamente, en la verdad de las categorías gramaticales.

La gramatica (la estructura de sujeto y predicado) sugirió la certeza de Descartes de que «yo» es el sujeto de «pienso», cuando más bien son los pensamientos los que vienen a «mi»: en el fondo la fe en la gramática solamente comunica la voluntad de ser la «causa» de los pensamientos propios. El sujeto, el yo, el indivíduo son tan sólo falsos conceptos, pues convierten las unidades ficticias en sustancias cuyo origen es exclusivamente una realidad lingüística.[25]

Wittig ofrece una crítica diferente al señalar que las personas no pueden adquirir significado dentro del lenguaje sin la marca del género. Analiza desde la perspectiva política la gramática del género en francés. Para Wittig, el género no solo designa a personas -las «califica» por así decirlo- sino que constituye una episteme conceptual mediante la cual se universaliza el marco binario del género. Aunque el francés posee un género para todo tipo de sustantivos de personas, Wittig sostiene que su análisis también puede aplicarse al inglés. Al principio de «The Mark of Gender» (1984), escribe:

Para los gramáticos, la marca del género está relacionada con los sustantivos. Hacen referencia a éste en términos de función. Si ponen en duda su significado, lo hacen en broma, llamando al género un «sexo ficticio» [… ). En lo que concierne a las categorías de la persona, ambos [inglés y francés] son portadores de género en la misma medida. En realidad, ambos originan un concepto ontológico primitivo que en el lenguaje divide a los seres en sexos distintos [ … [. Como concepto ontológico que trata de la naturaleza del Ser, junto con una nebulosa distinta de otros conceptos primitivos que pertenecen a la misma línea de pensamiento, el género parece atañer principalmente a la filosofía.”

El hecho de que el género «pertenezca a la filosofía» significa, según Wittig, que pertenece a «ese cuerpo de conceptos evidentes por sí solos, sin los cuales los filósofos no pueden definir una línea de razonamiento y que según ellos se presuponen, ya existen previamente a cualquier pensamiento u orden social en la naturaleza».”

El razonamiento de Wittig se confirma con ese discurso popular sobre la identidad de género que, sin ningún tipo de duda, atribuye la inflexión de «ser» a los géneros y a las «sexualidades». La afirmación no problemática de «ser» una mujer y «ser» heterosexual sería representativa de dicha metafísica de la sustancia del género. Tanto en el caso de «hombres» como en el de «mujeres», esta afirmación tiende a supeditar la noción de género a la de identidad y a concluir que una persona es de un género y lo es en virtud de su sexo, su sentido psíquico del yo y diferentes expresiones de ese yo psíquico, entre las cuales está el deseo sexual.

En ese contexto prefeminista, el género, ingenuamente (y no críticamente) confundido con el sexo, funciona como un principio unificador del yo encarnado y conserva esa unidad por encima y en contra de un «sexo opuesto», cuya estructura presuntamente mantiene cierta coherencia interna paralela pero opuesta entre sexo, género y deseo.

Las frases «Me siento como una mujer» pronunciada por una persona del sexo femenino y «Me siento como un hombre» formulada por alguien del sexo masculino dan por sentado que en ningún caso esta afirmación es redundante de un modo carente de sentido. Aunque puede no parecer problemático ser de una anatomía dada (aunque más tarde veremos que ese proyecto también se enfrenta a muchas dificultades), la experiencia de una disposición psíquica o una identidad cultural de género se considera un logro.

Así, la frase «Me siento como una mujer» es cierta si se acepta la invocación de Aretha Franklin al Otro definidor: «Tú me haces sentir como una mujer natural».[26] Este logro exige diferenciarse del género opuesto. Por consiguiente, uno es su propio género en la medida en que uno no es el otro género, afirmación que presupone y fortalece la restricción de género dentro de ese par binario.

El género puede designar una unidad de experiencia, de sexo, género y deseo, sólo cuando sea posible interpretar que el sexo de alguna forma necesita el género -cuando el género es una designación psíquica o cultural del yo- y el deseo -cuando el deseo es heterosexual y, por lo tanto, se distingue mediante una relación de oposición respecto del otro género al que desea-. Por tanto, la coherencia o unidad interna de cualquier género, ya sea hombre o mujer, necesita una heterosexualidad estable y de oposición. Esa heterosexualidad institucional exige y crea la univocidad de

cada uno de los términos de género que determinan el límite de las posibilidades de los géneros dentro de un sistema de géneros binario y opuesto. Esta concepción del género no sólo presupone una relación causal entre sexo, género y deseo: también señala que el deseo refleja o expresa al género y que el género refleja o expresa al deseo. Se presupone que la unidad metafísica de los tres se conoce realmente y que se manifiesta en un deseo diferenciador por un género opuesto, es decir, en una forma de heterosexualidad en la que hay oposición. Ya sea como un paradigma naturalista que determina una continuidad causal entre sexo, género y deseo, ya sea como un paradigma auténtico expresivo en el que se afirma que algo del verdadero yo se muestra de manera simultánea o sucesiva en el sexo, el género y el deseo, aquí «el viejo sueño de simetría», como lo ha denominado lrigaray, se presupone, se reifica y se racionaliza.

Este esbozo del género nos ayuda a comprender los motivos políticos de la visión sustancializadora del género. Instituir una heterosexualidad obligatoria y naturalizada requiere y reglamenta al género como una relación binaria en la que el término masculino se distingue del femenino, y esta diferenciación se consigue mediante las prácticas del deseo heterosexual. El hecho de establecer una distinción entre los dos momentos opuestos de la relación binaria redunda en la consolidación de cada término y la respectiva coherencia interna de sexo, género y deseo.

El desplazamiento estratégico de esa relación binaria y la metafísica de la sustancia de la que depende admite que las categorías de hembra y macho, mujer y hombre, se constituyen de manera parecida dentro del marco binario. Foucault está de acuerdo de manera implícita con esta explicación.

En el último capítulo del primer tomo de La historia de la sexualidad y en su breve pero reveladora introducción a Herculine Barbin, llamada Alexina B.[27] Foucault dice que la categoría de sexo, anterior a toda categorización de diferencia sexual se establece mediante una forma de sexualidad históricamente específica. La producción táctica de la categorización discreta y binaria del sexo esconde la finalidad estratégica de ese mismo sistema de producción al proponer que el «sexo» es «Una causa» de la experiencia, la conducta y el deseo sexuales. El cuestionamiento genealógico de Foucault muestra que esta supuesta «causa» es «un efecto», la producción de un régimen dado de sexualidad, que intenta regular la experiencia sexual al determinar las categorías discretas del sexo como funciones fundacionales y causales en el seno de cualquier análisis discursivo de la sexualidad.

Foucault, en su introducción al diario de este hermafrodita, Herculine Barbin, sostiene que la crítica genealógica de estas categorías reificadas del sexo es la consecuencia involuntaria de prácticas sexuales que no se pueden incluir dentro del discurso médico legal de una heterosexualidad naturalizada. Herculine no es una «identidad». sino la imposibilidad sexual de una identidad.

Si bien las partes anatómicas masculinas y femeninas se distribuyen conjuntamente en y sobre su cuerpo, no es ésa la fuente real del escándalo. Las convenciones lingüísticas que generan seres con género inteligible encuentran su límite en Herculine justamente porque ella/él origina una convergencia y la desarticulación de las normas que rigen sexo/género/deseo.

Herculine expone y redistribuye los términos de un sistema binario, pero esa misma redistribución altera y multiplica los términos que quedan fuera de la relación binaria misma.

Para Foucault, Herculine no puede categorizarse dentro de la relación binaria del género tal como es; la sorprendente concurrencia de heterosexualidad y homosexualidad en su persona es originada -pero nunca causada- por su discontinuidad anatómica. La apropiación que Foucault hace de Herculine es “sospechosa,” pero su análisis añade la idea interesante de que la heterogeneidad sexual (paradójicamente impedida por una hetero-sexualidad naturalizada) contiene una crítica de la metafísica de la sustancia en la medida en que penetra en las categorías identitarias del sexo.

Foucault imagina la experiencia de Herculine como un mundo de placeres en el que «flotaban, en el aire, sonrisas sin dueño».[28] Sonrisas, felicidades, placeres y deseos se presentan aquí como cualidades sin una sustancia permanente a la que presuntamente se adhieran. Como atributos vagos, plantean la posibilidad de una experiencia de género que no puede percibirse a través de la gramática sustancializadora y jerarquizadora de los sustantivos (res extensa) y los adjetivos (atributos, tanto esenciales como accidentales).

A partir de su interpretación sumaria de Herculine, Foucault propone una ontología de atributos accidentales que muestra que la demanda de la identidad es un principio culturalmente limitado de orden y jerarquía, una ficción reguladora.

Si se puede hablar de un «hombre» con un atributo masculino y entender ese atributo como un rasgo feliz pero accidental de ese hombre, entonces también se puede hablar de un «hombre» con un atributo femenino, cualquiera que éste sea, aunque se continúe sosteniendo la integridad del género. Pero una vez que se suprime la prioridad de «hombre» y «mujer» como sustancias constantes, entonces ya no se pueden supeditar rasgos de género disonantes como otras tantas características secundarias y accidentales de una ontología de género que está fundamentalmente intacta. Si la noción de una sustancia constante es una construcción ficticia creada a través del ordenamiento obligatorio de atributos en secuencias coherentes de género, entonces parece que el género como sustancia, la viabilidad de hombre y mujer como sustantivos, se cuestiona por el juego disonante de atributos que no se corresponden con modelos consecutivos o causales de inteligibilidad.

La apariencia de una sustancia constante o de un yo con género (lo que el psiquiatra Roben Stoller denomina un «núcleo de género»)[29] se establece de esta forma por la reglamentación de atributos que están a lo largo de líneas de coherencia culturalmente establecidas. La consecuencia es que el descubrimiento de esta producción ficticia está condicionada por el juego des reglamentado de atributos que se oponen a la asimilación al marco prefabricado de sustantivos primarios y adjetivos subordinados.

Obviamente, siempre se puede afirmar que los adjetivos disonantes funcionan retroactivamente para redefinir las identidades sustantivas que aparentemente modifican y, por lo tanto, para ampliar las categorías sustantivas de género de modo que permitan posibilidades antes negadas. Pero si estas sustancias sólo son las coherencias producidas de modo contingente mediante la reglamentación de atributos, parecería que la ontología de las sustancias en sí no es únicamente un efecto artificial sino que es esencialmente superflua.

En este sentido, género no es un sustantivo, ni tampoco es un conjunto de atributos vagos, porque hemos visto que el efecto sustantivo del género se produce performativamente y es impuesto por las prácticas reguladoras de la coherencia de género. Así, dentro del discurso legado por la metafísica de la sustancia, el género resulta ser performativo, es decir, que conforma la identidad que Se supone que es.

En este sentido, el género siempre es un hacer, aunque no un hacer por parte de un sujeto que se pueda considerar preexistente a la acción. El reto que supone reformular las categorías de género fuera de la metafísica de la sustancia deberá considerar la adecuación de la afirmación que hace Nietzsche en La genealogía de la moral en cuanto a que «no hay ningún “ser” detrás del hacer, del actuar, del devenir; “el agente” ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo».”

En una aplicación que el mismo Nietzsche no habría previsto ni perdonado, podemos añadir como corolario: no existe una identidad de género detrás de las expresiones de género; esa identidad se construye performativamente por las mismas «expresiones» que, al parecer, son resultado de ésta.

LENGUAJE, PODER Y ESTRATEGIAS DE DESPLAZAMIENTO

No obstante, numerosos estudios feministas han afirmado que hay un «hacedor» detrás de la acción. Sin un actuante, se afirma, no es posible la acción y, por lo tanto, tampoco la capacidad para transformar las relaciones de dominación dentro de la sociedad.

En el continuo de teorías sobre el sujeto, la teoría feminista radical de Wittig es ambigua. Por un lado, Wittig parece refutar la metafísica de la sustancia pero, por el otro, mantiene al sujeto humano, el individuo, como el sitio metafísico donde se sitúa la capacidad de acción.

Si bien el humanismo de Wittig presupone de forma clara que hay un realizador de la acción, su teoría de todas formas traza la construcción performativa del género dentro de las prácticas materiales de la cultura, refutando la temporalidad de las explicaciones que confundieran «causa» con «resultado».

En una frase que muestra el espacio intertextual que une a Wittig con Foucault (y descubre los rastros de la noción marxista de reificación en ambas teorías), ella escribe:

Un acercamiento feminista materialista manifiesta que lo que consideramos la causa o el origen de la opresión es, en realidad, sólo la marca impuesta por el opresor, el «mito de la mujer», más sus efectos y manifestaciones materiales en la conciencia y en los cuerpos de las mujeres que han sido apropiados. Así, esta marca no existe antes de la opresión [ … ]; el sexo se considera un «dato inmediato», un «dato sensible», «rasgos físicos» que pertenecen a un orden natural. Pero lo que consideramos una percepción física y directa es únicamente una construcción mítica y compleja, una «formación imaginería».[30]

Puesto que esta producción por parte de la «naturaleza» se desarrolla de acuerdo con los dictados de la heterosexualidad obligatoria, la aparición del deseo homosexual, según ella, va más allá de las categorías del sexo: «Si el deseo pudiera liberarse, no tendría nada que ver con las marcas preliminares de los sexos».[31]

Wittig hace referencia al «sexo» como una marca que de alguna forma se refiere a la heterosexualidad institucionalizada, una marca que puede ser eliminada u ofuscada mediante prácticas que necesariamente niegan esa institución.

Obviamente, su visión se aleja radicalmente de la de lrigaray. Ésta entiende la «marca» de género como parte de la economía significante hegemónica de lo masculino, la cual funciona mediante los dispositivos de especularización que funcionan por sí solos y que prácticamente han establecido el campo de la ontología en la tradición filosófica occidental.

Para Wittig, el lenguaje es un instrumento o herramienta que en ningún caso es misógino en sus estructuras, sino sólo en sus utilízacíones.[32] Para Irigaray, la posibilidad de otro lenguaje o economía significante es la única forma de evitar la «marca» del género que, para lo femenino, no es sino la eliminación falogocéntrica de su sexo.

Mientras que Irigaray intenta explicar la relación presuntamente «binaria» entre los sexos como una estratagema masculinista que niega completamente lo femenino, Wittig afirma que posturas como la de Irigaray vuelven a afianzar lo binario entre masculino y femenino y vuelven a poner en movimiento una noción mítica de lo femenino. Claramente influida por la crítica que Beauvoir hace del mito de lo femenino en El segundo sexo, Wittig dice: «No hay “escritura femenína».”[33]

Wittig es perfectamente consciente del poder que posee el lenguaje para subordinar y excluir a las mujeres. Con todo, como «materialista» que es, cree que el lenguaje es «otro orden de materialidad»,[34] una institución que puede modificarse de manera radical. El lenguaje es una de las prácticas e instituciones concretas y contingentes mantenidas por la elección de los individuos y, por lo tanto, debilitadas por las acciones colectivas de los individuos que eligen.

La ficción lingüística del «sexo», sostiene, es una categoría producida y extendida por el sistema de heterosexualidad obligatoria en un intento por ceñir la producción de identidades sobre el eje del deseo heterosexual. En algunos de sus escritos, la homosexualidad —tanto masculina como femenina, así como otras posiciones independientes del contrato heterosexual- ofrece la posibilidad tanto para el derrocamiento como para la proliferación de la categoría de sexo.

Sin embargo, en El cuerpo lesbiano y en otros textos, Wittig se desmarca de la sexualidad genitalmente organizada per se y propone una economía de los placeres diferente que refutaría la construcción de la subjetividad femenina marcada por la función reproductiva presuntamente distintiva de las mujeres.[35] Aquí la proliferación de los placeres fuera de la economía reproductiva implica una forma específicamente femenina de difusión erótica, vista como una contraestrategia a la construcción reproductiva de la genitalidad.

En cierto modo, El cuerpo lesbiano puede interpretarse, según Wittig, como una lectura «invertida» de los Tres ensayos sobre teoría sexual de Freud, donde éste afirma la superioridad de desarrollo de la sexualidad genital por encima y en contra de la sexualidad infantil, la cual es menos limitada y más prolija. El «invertido» -la definición médica usada por Freud para designar a -homosaexual- es el único que no «cumple» con la norma genital.

Al hacer una crítica política contra la genitalidad, Wittig muestra la «inversión» como una práctica de lectura crítica, que valora justamente los aspectos de una sexualidad no desarrollada nombrada por Freud y que de hecho inicia una «política posgenital».[36]

En realidad, la idea de desarrollo puede interpretarse sólo como una normalización dentro de la matriz heterosexual. Pero, ¿es ésta la única interpretación posible de Freud? ¿Yen qué medida está implicada la práctica de «inversión» de Wittig con el mismo modelo de normalización que ella pretende rebAtir?

En definitiva, si el modelo de una sexualidad antigenital y más difusa es la única opción de oposición a la estructura hegemónica de la sexualidad, ¿en qué medida está esa relación binaria obligada a reproducirse de manera interminable? ¿Qué posibilidad existe de alterar la oposición binaria en sí?

La relación de oposición con el psicoanálisis planteada por Wittig tiene como consecuencia que su teoría supone precisamente esa teoría psicoanalítica del desarrollo, ahora totalmente «invertida», que ella intenta vencer. La perversidad polimorfa, que supuestamente existe antes que las marcas del sexo, se valora como el telos de la sexualidad humana.[37]

Una posible respuesta psicoanalítica feminista a Wittig seria que ésta subteoriza y subestima el significado y la función del lenguaje en la que tiene lugar «la marca del género».

Wittig concibe la práctica de marcar como algo contingente, radicalmente variable y hasta prescindible. La categoría de una prohibición fundamental en la teoría lacaniana opera con mayor fuerza y menor contingencia que la idea de una práctica reguladora en Foucault, o el análisis materialista de un sistema de dominación heterosexista en Wittig.

En Lacan, así como en el replanteamiento poslacaniano de Freud que hace lrigaray, la diferencia sexual no es un mero binarismo que preserva la metafísica de la sustancia como su fundamento. El «sujeto» masculino es una construcción ficticia elaborada por la ley que prohíbe el incesto y dictamina un desplazamiento infinito de un deseo heterosexualízador. Lo femenino nunca es una marca del sujeto; lo femenino no podría ser un «atributo» de un género. Más bien, lo femenino es la significación de la falta, significada por lo Simbólico; un conjunto de reglas lingüísticas diferenciadoras que generan la diferencia sexual. La postura lingüística masculina soporta la individualización y la heterosexualízación exigidas por las prohibiciones fundadoras de la ley Simbólica, la ley del Padre. El tabú del incesto, que aleja al hijo de la madre y de este modo determina la relación de parentesco entre ellos, es una ley que se aplica «en el nombre del Padre». De forma parecida, la ley que repudia el deseo de la hija por la madre y por el padre exige que la niña acepte el emblema de la maternidad y preserve las reglas del parentesco. De esta manera, tanto la posición masculina como la femenina se establecen por medio de leyes prohibitivas que crean géneros culturalmente inteligibles, pero únicamente a través de la creación de una sexualidad inconsciente que reaparece en el ámbito de lo imaginario.[38]

La apropiación feminista de la diferencia sexual, ya sea vista como oposición al falogocentrismo de Lacan (Irigaray) o como una reformulación crítica de Lacan, no teoriza lo femenino como una expresión de la metafísica de la sustancia sino como la ausencia no representable elaborada por la negación (masculina) en la que se asienta la economía significante a través de la exclusión. Lo femenino como lo rechazado/excluido dentro de ese sistema posibilita la crítica y la alteración de ese esquema conceptual hegemónico.

Las obras de Jacqueline Rose[39] y de Jane Gallop[40] exponen de distintas formas la condición construida de la diferencia sexual, la inestabilidad propia de esa construcción y la consecuencia doble de una prohibición que al mismo tiempo establece una identidad sexual y permite enseñar la frágil base de esa construcción.

Aunque Wittig y otras feministas materialistas dentro del contexto francés afirmarían que la diferencia sexual es una imitación irreflexiva de una sucesión reificada de polaridades sexuadas, sus críticas pasan por alto la dimensión crítica del inconsciente que, como un lugar de sexualidad reprimida, reaparece dentro del discurso del sujeto como la imposibilidad misma de su coherencia.

Como afirma rotundamente Rose, la construcción de una identidad sexual coherente, sobre la base disyuntiva de lo femenino/masculino, sólo puede fracasar;[41] las alteraciones de esta coherencia a través de la reaparición involuntaria de lo reprimido muestran no sólo que la «identidad» se construye, sino que la prohibición que construye la identidad no es eficaz (la ley paterna no debe verse como una voluntad divina determinista, sino como un desacierto continuo que sienta las bases para las insurrecciones contra el padre).

Las divergencias entre la posición materialista y la lacaniana (y poslacaniana) aparecen en una confrontación normativa sobre si hay una sexualidad recuperable ya sea «antes» o «fuera» de la ley en el modo del inconsciente o bien «después» de la ley como una sexualidad posgenital. Paradójicamente se piensa que el tropo normativo de la perversidad polimorfa es una característica de ambas perspectivas sobre la sexualidad distinta. Con todo, no hay ningún acuerdo sobre la forma de concretar esa «ley» o serie de «leyes».

La crítica psicoanalítica logra explicar la construcción del «sujeto» -y posiblemente también la ilusión de sustancia- dentro de la matriz de relaciones normativas de género. Desde su postura existencial materialista, Wittig alega que el sujeto, la persona, posee una integridad presocial y previa al género. Por otra parte, «la Ley paterna» en Lacan, al igual que el dominio monológico del falogocentrismo en lrigaray, está caracterizada por una singularidad monoteísta que quizá sea menos unitaria y culturalmente universal de lo que pretenden las principales suposiciones estructuralistas del análisis.[42]

No obstante, la confrontación también hace referencia a la articulación de un tropo temporal de una sexualidad subversiva que cobra fuerza antes de la imposición de una ley, después de su derrumbamiento o durante su reinado como un reto permanente a su autoridad. Llegados a este punto es recomendable rememorar las palabras de Foucault quien, al afirmar que la sexualidad y el poder son coextensos, impugna de manera implícita la demanda de una sexualidad subversiva o emancipadora que pudiera no tener ley.

Podemos concretar más el argumento al afirmar que «el antes» y «el después» de la ley son formas de temporalidad creadas discursiva y performativamente, que se usan dentro de los límites de un marco normativo según el cual la subversión, la desestabilización y el desplazamiento exigen una sexualidad que de alguna forma evita las prohibiciones hegemónicas respecto del sexo.

Según Foucault, esas prohibiciones son productivas de manera repetida e involuntaria porque «el sujeto» -quien en principio se crea en esas prohibiciones y mediante ellas- no puede acceder a una sexualidad que en cierto sentido está «fuera», «antes» o «después» del poder en sí.

El poder, más que la ley, incluye tanto las funciones jurídicas (prohibitivas y reglamentadoras) como las productivas (involuntariamente generativas) de las relaciones diferenciales. Por tanto, la sexualidad que emerge en el seno de la matriz de las relaciones de poder no es una mera copia de la ley misma, una repetición uniforme de una economía de identidad masculinista.

Las producciones se alejan de sus objetivos originales e involuntariamente dan lugar a posibilidades de «sujetos» que no sólo sobrepasan las fronteras de la inteligibilidad cultural, sino que en realidad amplían los confines de lo que, de hecho, es culturalmente inteligible.

La norma feminista de una sexualidad posgenital recibió una critica significativa por parte de las teóricas feministas de la sexualidad, algunas de las cuales han llevado a cabo una apropiación específicamente feminista o lesbiana de Foucault. Esta idea utópica de una sexualidad liberada de las construcciones heterosexuales, una sexualidad que va más allá del «sexo», no admitía las maneras en que las relaciones de poder siguen definiendo la sexualidad para las mujeres incluso dentro de los términos de una heterosexualidad «liberada» o lesbianismo.[43]

También se ha criticado la noción de un placer sexual específicamente femenino que esté tajantemente diferenciado de la sexualidad fálica. El empeño de Irigaray por obtener una sexualidad femenina específica de una anatomía femenina específica ha sido el centro de debates antieseneialistas durante algún tiempo.[44]

El hecho de volver a la biología como la base de un significado o una sexualidad femenina específica parece derrocar la premisa feminista de que la biología no es destino. Pero ya sea que la sexualidad femenina se conforme en este caso a través de un discurso biológico por motivos meramente estratégicos,[45] o que, de hecho, se trate de un retomo feminista al esencialismo biológico, la representación de la sexualidad femenina como rotundamente diferente de una organización fálica de la sexualidad todavía es problemática. Las mujeres que no aceptan esa sexualidad como propia o que afirman que su sexualidad está en parte construida dentro de los términos de la economía fálica se quedan fuera de los términos de esa teoría, puesto que están «identificadas con lo masculino» o «no iluminadas». En realidad, no está del todo claro en el texto de Irigaray si la sexualidad se construye culturalmente, o si sólo se construye culturalmente con respecto al falo. Es decir, ¿está el placer específicamente femenino «fuera» de la cultura como su prehistoria o como su futuro utópico? Y si lo está, ¿de qué manera se puede utilizar esa noción para negociar las luchas contemporáneas de la sexualidad dentro de los términos de su construcción?

El movimiento a favor de la sexualidad dentro de la teoría y la práctica feministas ha sostenido que la sexualidad siempre se construye dentro de lo que determinan el discurso y el poder, y este último se entiende parcialmente en función de convenciones culturales heterosexuales y fálicas. La aparición de una sexualidad construida (no determinada) en estos términos, dentro de entornos lésbicos, bisexuales y heterosexuales, no es, por tanto, el signo de una identificación masculina en un sentido reduccionista.

No es el proyecto fracasado de criticar el falogocentrismo o la hegemonía heterosexual, como si una crítica política pudiera desmontar la construcción cultural de la sexualidad de la feminista crítica.

Si la sexualidad se construye culturalmente dentro de relaciones de poder existentes, entonces la pretensión de una sexualidad normativa que esté «antes», «fuera» o «más allá» del poder es una imposibilidad cultural y un deseo políticamente impracticable, que posterga la tarea concreta y contemporánea de proponer alternativas subversivas de la sexualidad y la identidad dentro de los términos del poder en sí.

Es evidente que esta labor crítica implica que operar dentro de la matriz del poder no es lo mismo que crear una copia de las relaciones de dominación sin criticarlas; proporciona la posibilidad de una repetición de la ley que no sea su refuerzo, sino su desplazamiento.

En vez de una sexualidad «identificada con lo masculino» (en la que «masculino» se utiliza como la causa y el significado irreductible de esa sexualidad), se puede ampliar la noción de sexualidad construida en términos de relaciones fálicas de poder que reabren y distribuyen las posibilidades de ese falicismo justamente mediante la operación subversiva de las «identificaciones», las cuales son ineludibles en el campo de poder de la sexualidad.

Si las «identificaciones», según Jacqueline Rose, pueden ser vistas como fantasmáticas, entonces se puede llevar a cabo una identificación que revele su estructura fantasmática. Si no se rechaza radicalmente una sexualidad culturalmente construida, lo que queda es el tema de como reconocer y «hacer» la construcción en la que uno siempre se encuentra.

¿Existen formas de repetición que no sean la simple imitación, reproducción y, por consiguiente, consolidación de la ley (la noción anacrónica de «identificación con lo masculino» que debería descartarse de un vocabulario feminista)? ¿Qué opciones de configuración de género se plantean entre las diferentes matrices emergentes y en ocasiones convergentes de inteligibilidad cultural que determinan la vida separada en géneros?

Es evidente que, en el seno de la teoría sexual feminista, la presencia de la dinámica de poder dentro de la sexualidad no es en absoluto lo mismo que la mera consolidación o el incremento de un régimen de poder heterosexista o falogocéntrico. La «presencia» de las supuestas convenciones heterosexuales dentro de contextos homosexuales, así como la abundancia de discursos específicamente gays de diferencia sexual (como en el caso de butch y femme como identidades históricas de estilo sexual), no pueden entenderse como representaciones quiméricas de identidades originalmente heterosexuales; tampoco pueden verse como la reiteración perjudicial de construcciones heterosexistas dentro de la sexualidad y la identidad gay. La repetición de construcciones heterosexuales dentro de las culturas sexuales gay y hetero bien puede ser el punto de partida inevitable de la desnaturalización y la movilización de las categorías de género; la reproducción de estas construcciones en marcos no heterosexuales pone de manifiesto el carácter completamente construido del supuesto original heterosexual.

Así pues, gay no es a hetero lo que copia a original sino, más bien, lo que copia es a copia. La repetición paródica de «lo original» (explicada en los últimos pasajes del capítulo 3 de este libro) muestra que esto no es sino una parodia de la idea de lo natural y lo original.[46]

Aunque las construcciones heterosexistas circulan como los sitios disponibles de poder/discurso a partir de los cuales se establece el género, restan las siguientes preguntas: ¿qué posibilidades existen para la recirculación?, ¿qué posibilidades de establecer el género repiten y desplazan -mediante la hipérbole, la disonancia, la confusión interna y la proliferación- las construcciones mismas por las cuales se movilizan?

Hay que tener en cuenta que no sólo las ambigüedades e incoherencias dentro y entre las prácticas heterosexuales, homosexuales y bisexuales se eliminan y redefinen dentro del marco reificado de la relación binaria disyuntiva y asimétrica de masculino/femenino, sino que estas configuraciones culturales de confusión de géneros operan como sitios para la intervención, la revelación y el desplazamiento de estas reificaciones.

Es decir, la «unidad» del género es la consecuencia de una práctica reguladora que intenta uniformizar la identidad de género mediante una heterosexualidad obligatoria. El poder de esta práctica reside en limitar, por medio de un mecanismo de producción excluyente, los significados relativos de «heterosexualidad», «homosexualidad» y «bisexualidad», así como los sitios subversivos de su unión y resignificación. El hecho de que los regímenes de poder del heterosexismo y el falogocentrismo adquieran importancia mediante una repetición constante de su lógica, su metafísica y sus ontologías naturalizadas no significa que deba detenerse la repetición en sí –como si esto fuera posible-.

Si la repetición debe seguir siendo el mecanismo de la reproducción cultural de las identidades, entonces se plantea una pregunta fundamental: ¿qué tipo de repetición subversiva podría cuestionar la práctica reglamentadora de la identidad en sí?

Si no es posible apelar a una «persona», un «sexo» o una «sexualidad» que evite la matriz de las relaciones discursivas y de poder que de hecho crean y regulan la inteligibilidad de esos conceptos, ¿qué determina la posibilidad de inversión, subversión o desplazamiento reales dentro de los términos de una identidad construida? ¿Qué alternativas hay en virtud del carácter construido del sexo y el género?

Mientras que Foucault mantiene una postura ambigua sobre el carácter concreto de las «prácticas reguladoras» que crean la categoría de sexo y Wittig parece hacer responsable de la construcción a la reproducción sexual y su instrumento -la heterosexualidad obligatoria-, otros discursos coinciden en inventar esta ficción de categorías por motivos no siempre claros ni sólidos. Las relaciones de poder que infunden las ciencias biológicas no disminuyen con facilidad, y la alianza médico-legal que aparece en Europa en el siglo XIX ha originado categorías ficticias que no podían predecirse. La complejidad misma del mapa discursivo que elabora el género parece prometer una concurrencia involuntaria y generalizada de estas estructuras discursivas y reglamentadoras. Si las ficciones reglamentadoras de sexo y género son de por sí sitios de significado muy refutados, entonces la multiplicidad misma de su construcción posibilita que se derribe su planteamiento unívoco.

Obviamente, el propósito de este proyecto no es presentar dentro de los términos filosóficos tradicionales, una ontología del género, mediante la cual se explique el significado de ser una mujer o un hombre desde una perspectiva fenomenológica. La hipótesis aquí es que el «ser» del género es un electo, el objeto de una investigación genealógica que delinea los factores políticos de su construcción al modo de la ontología.

Afirmar que el género está construido no significa que sea ilusorio o artificial, entendiendo estos términos dentro de una relación binaria que opone lo «real» y lo «auténtico». Como una genealogía de la ontología del género, esta explicación tiene como objeto entender la producción discursiva que hace aceptable esa relación binaria y demostrar que algunas configuraciones culturales del género ocupan el lugar de «lo real» y refuerzan e incrementan su hegemonía a través de esa feliz autonaturalización.

Si la afirmación de Beauvoir de que no se nace mujer, sino que se llega a serlo es en parte cierta, entonces mujeres de por sí un término en procedimiento, un convertirse, un construirse del que no se puede afirmar tajantemente que tenga un inicio o un final. Como práctica discursiva que está teniendo lugar, está abierta a la intervención y a la resignificación. Aunque el género parezca congelarse en las formas más reificadas, el «congelamiento» en sí es una práctica persistente y maliciosa, mantenida y regulada por distintos medios sociales.

Para Beauvoir, en definitiva es imposible convertirse en mujer, como si un telos dominara el proceso de aculturaeión y construcción. El género es la estilización repetida del cuerpo, una sucesión de acciones repetidas -dentro de un marco regulador muy estricto-,-. que se inmoviliza con el tiempo para crear la apariencia de sustancia, de una especie natural de ser. Una genealogía política de ontologías del género, si se consigue llevar a cabo, deconstruirá la apariencia sustantiva del género en sus acciones constitutivas y situará esos actos dentro de los marcos obligatorios establecidos por las diferentes fuerzas que supervisan la apariencia social del género.

Revelar los actos contingentes que crean la apariencia de una necesidad naturalista -lo cual ha constituido parte de la crítica cultural por lo menos desde Marx- es un trabajo que ahora asume la carga adicional de enseñar como la noción misma del sujeto, inteligible sólo por su apariencia de género, permite opciones que antes habían quedado relegadas forzosamente por las diferentes reificaciones del género que han constituido sus ontologías contingentes.

El siguiente capítulo explora algunos elementos del planteamiento psicoanalítico estructuralista de la diferencia sexual y de la construcción de la sexualidad en relación con su poder para refutar los regímenes reguladores aquí bosquejados, y también en relación con su función de reproducir esos regímenes sin criticarlos. La univocidad del sexo, la coherencia interna del género y el marco binario para sexo y género son ficciones reguladoras que refuerzan y naturalizan los regímenes de poder convergentes de la opresión masculina y heterosexista.

En el capítulo 3 se investiga la noción misma de «el cuerpo», no como una superficie disponible que espera significación, sino como un conjunto de límites individuales y sociales que permanecen y adquieren significado políticamente. Puesto que el sexo ya no se puede considerar una «verdad» interior de disposiciones e identidad, se argumentará que es una significación performativamente realizada (y, por tanto, que no «es») y que, al desembarazarse de su interioridad y superficie naturalizadas, puede provocar la proliferación paródica y la interacción subversiva de significados con género.

Así pues, este texto continúa esforzándose por reflexionar sobre si es posible alterar y desplazar las nociones de género naturalizadas y reificadas que sustentan la hegemonía masculina y el poder heterosexista, para problematizar el género no mediante maniobras que sueñen con un más allá utópico, sino movilizando, confundiendo subversivamente y multiplicando aquellas categorías constitutivas que intentan preservar el género en el sitio que le corresponde al presentarse como las ilusiones que crean la identidad.


Balthazar 2. Lawrence Durrell. 1958. Primera parte, II

Le cénacle: así solía llamarnos Capodistria en la época en que nos reuníamos por la mañana temprano para hacernos afeitar en el salón tolemaico de Mnemjian, con sus espejos y palmeras, sus cortinas de cuentas y el delicioso simulacro de agua caliente y limpia, de lienzos blancos: mortajas y perfumes para los cadáveres. El jorobado de ojos violetas oficiaba en persona, porque éramos clientes de categoría (faraones muertos metidos en su baño de natrón, para sacarles las tripas y el cerebro, purificarlos y volverlos a su sitio).

Muchas veces el barbero no había tenido tiempo de afeitarse, pues acababa de llegar corriendo del hospital donde había acicalado a un muerto. Nos encontrábamos allí un momento en los sillones tapizados, en los espejos, antes de que nos separaran nuestras ocupaciones: Da Capo que salía a encontrarse con sus cambistas, Pombal que se encaminaba tambaleando al Consulado francés (boca pastosa, resaca, sensación de llevar sobre los párpados todo el peso de la noche), yo a mi escuela, Scobie al Departamento de Policía…

Tengo en alguna parte una fotografía desteñida de ese ritual matutino, tomada por el pobre John Keats, corresponsal de la Global Agency. Ahora resulta extraño mirarla. Huele a mortaja. Es el retrato elocuente de una mañana de primavera en Alejandría: rumor apacible de los molinillos de café, arrullos espesos de las gordas palomas. Reconozco a mis amigos por sus ruidos particulares: los típicos ¡puah! de Capodistria a ciertas observaciones sobre política, y luego esas secas risotadas… como eructos de un vientre de metal; la tos de Scobie, «Teuch, Teuch», provocada por el tabaco; el suave, musical «Vaya, vaya», de Pombal.

Y en un rincón estoy yo, con mi impermeable raído, perfecta imagen del maestro de escuela. En el otro rincón está sentado el pobrecito Toto de Brunel. Keats lo ha pescado en el momento en que alza un dedo con anillo hasta la sien… la sien fatal.

¡Toto! Es un original, un caso. Sus rasgos de bruja macilenta y sus ojos castaños de muchachito, el pelo que se implanta en pico, sobre su frente, su extraña sonrisa art nouveau. Era el encanto de un círculo de viejas demasiado orgullosas para pagarse un gigolo. «Toto, mon chou, c’est toi!» (Madame Umbada); «Comme il est charmant ce Toto!» (Athena Trasha). Vive de esos secos mendrugos de aprobación, hombre para mujeres viejas, con los hoyuelos hundiéndose cada día más en la piel arrugada de una cara sin edad, muy feliz, supongo. Sí. «Toto, comment vas-tu?». —«Si heureux de vous voir, Madame Martinengo!».

Era lo que Pombal llamaba despectivamente «un Caballero de la Segunda Decadencia». Su sonrisa cavaba la tumba del interlocutor, su bondad resultaba anestesiante. A pesar de su pequeña fortuna, de sus moderados excesos, se movía con soltura en el gran mundo. No se podía hacer nada por él, supongo, porque era femenino; pero si hubiera nacido mujer, se habría considerado mucho tiempo antes en decadencia. A falta de encanto personal, su pederastia le daba una especie de importancia ilícita. «Homme serviable, homme gracieux». (Conde Banubula, General  Cervoni, ¿qué más puede pedirse?).

Aunque no tenía sentido del humor, un día descubrió que podía hacer reír.

Hablaba un inglés y un francés mediocres, pero cuando le faltaba una palabra empleaba otra cuyo sentido no conocía, y la grotesca sustitución solía ser deliciosa.

Esa afectación que llegó a ser corriente en él, a veces lindaba casi con la poesía, como cuando decía «Han salido algunas moscas de mi máquina de escribir», o «El auto está hoy en trepanación». Podía hacerlo en tres lenguas. Así se excusaba de no aprenderlas. Hablaba una lengua-Toto de su invención.

Invisible detrás del objetivo, estaba aquella mañana Keats, el prototipo del Buen Muchacho, libre de malas intenciones. Olía ligeramente a transpiración. C’est le métier qui exige. Alguna vez quiso ser escritor, pero eligió el mal camino, y ahora su profesión lo ha acostumbrado tanto a permanecer en la superficie de la vida real (hechos y referencias a hechos) que ha contraído la típica neurosis de los periodistas (beben para acallarla) consistente en pensar que Algo ha ocurrido o está a punto de ocurrir en la próxima esquina, y que sólo se enterarán cuando sea demasiado tarde para pasar el dato. Este temor obsesivo de perder un fragmento de la realidad que de antemano reconocemos trivial y hasta desprovisto de toda significación, había comunicado a nuestro amigo ese tic convencional que se observa en los niños cuando tienen ganas de ir al excusado y se agitan en la silla, cruzando y descruzando las piernas. Al cabo de unos minutos de conversación se ponía de pie, inquieto, y decía: «He olvidado algo… volveré dentro de cinco minutos».

Ya en la calle lanzaba un ruidoso suspiro de alivio. Nunca iba lejos; se limitaba a dar una vuelta a la manzana para tranquilizar los nervios. Sin duda todo parecía siempre bastante normal. Se preguntaba si debía telefonear a Mahmud Pashá sobre el presupuesto de gastos militares, o si era mejor esperar hasta el día siguiente… Llevaba un bolsillo lleno de maníes, rompía las cáscaras con los dientes y las escupía, desasosegado, nervioso sin saber por qué. Después de caminar un rato, volvía de prisa al café o a la barbería, sonriendo tímidamente, como pidiendo disculpas: un «corresponsal de Agencia», el tipo mejor integrado de nuestro mundo moderno. No había en John nada que anduviera especialmente mal, salvo el plano en que había elegido vivir, pero se podría decir lo mismo de su célebre homónimo, ¿verdad?

Le debo a él esta fotografía amarillenta. (Mucho más tarde lo matarían en el desierto, en plena posesión de sus debilidades mentales). ¡La manía de perpetuar, de registrar, de fotografiar todo! Supongo que eso nace de la sensación de no gozar plenamente de nada, de sentir que la flor de todas las cosas se escapa con cada soplo de aire que exhalamos. Sus «ficheros» eran enormes, reventaban de menús firmados, de vitolas de cigarros conmemorativos, de sellos de correos, de tarjetas postales…

Después ese fichero resultó útil, pues Keats había pescado algunos de los obiter dicta de Pursewarden.

Más lejos, hacia el este, está sentado el bueno de Pombal con su gran panza y una verdadera valija diplomática debajo de cada ojo. Por fin alguien a quien se puede prodigar un poco de afecto. Su única preocupación es perder su empleo o volverse impuissant, inquietud común a todos los franceses, desde Jean Jacques. Nos peleamos bastante, aunque siempre amistosamente, pues compartimos su pequeño departamento siempre lleno de fruslerías sin valor y fruslerías más caras: les femmes.

Pero es un buen amigo, un hombre de corazón tierno, y realmente ama a las mujeres.

Cuando tengo insomnio o estoy enfermo: «Dis donc, tu vas bien?». Con rudeza, como un bon copain: «Écoute… tu veux une aspirine?» o si no «Ou bien… j’ai une jaune amie dans ma chambre si tu veux…». (No es una errata: Pombal llamaba «jaunes femmes» a todas las poules). «Hein? Elle n’est pas mal… et c’est tout payé, mon cher. Mais ce matin, moi je me sens un tout petit peu antiféministe… j’en ai marre, hein!». En esos momentos la sociedad lo abrumaba. «Je deviens de plus en plus anthropophage», decía revolviendo los ojos de una manera cómica. Además su trabajo le preocupaba; su reputación era bastante mala, las gentes empezaban a hacer comentarios, sobre todo después de lo que él llama «l’affaire Sveva»; y el día antes el Cónsul General lo había sorprendido en momentos en que se estaba limpiando los zapatos en las cortinas de la Cancillería… «Monsieur Pombal! je suis obligé de vous faire quelques observations sur votre comportement officiel!». Ouf! Un sermón de primera.

Eso explica el gesto abrumado de Pombal en la fotografía: reflexiona en todos sus problemas con expresión de abatimiento. A partir de entonces nos hemos distanciado bastante por causa de Melissa. Está furioso porque me he enamorado de ella que no es más que una bailarina de cabaret y por lo tanto indigna de que se la tome en serio.

Hay también una cuestión de esnobismo, porque de hecho ella vive ahora en el departamento y Pombal considera que eso es degradante y quizá hasta imprudente desde el punto de vista diplomático.

«El amor —dice Toto— es un fósil líquido»: realmente, un epigrama oportuno.

Enamorarse de la mujer de un banquero sería perdonable, aunque ridículo… ¿Sería de verdad perdonable? En Alejandría sólo se admira sinceramente la intriga per se; pero enamorarse es cubrirse de ridículo ante la sociedad. (Pombal es en el fondo un provinciano). Pienso en la terrible calma de Melissa muerta, en su dignidad, el frágil cuerpo envuelto en bandas, vendado como si hubiera sufrido un accidente mortal, irreparable. En fin.

¿Y Justine? El día que fue tomada esta fotografía, el cuadro de Clea quedó interrumpido por un beso, dice Balthazar. ¿Cómo podré lograr que esto sea inteligible cuando me es tan difícil visualizar esas escenas? Según parece, tengo que tratar de ver una nueva Justine, un nuevo Pursewarden, una nueva Clea… Quiero decir que debo hacer la tentativa de arrancar la membrana opaca que se interpone entre mi persona y la realidad de los actos de todos ellos, membrana tejida, supongo, con mis propias limitaciones de visión y de carácter. Mi envidia hacia Pursewarden, mi pasión por Justine, mi piedad por Melissa. Espejos deformantes… Hay que buscar el camino entre los hechos. Debo registrar todo lo que sé y tratar de hacerlo comprensible o plausible para mí mismo, si es necesario, por un acto de imaginación. ¿O es posible dejar que los actos, queden librados a sí mismos? ¿Se puede decir: «él se enamoró» o «ella se enamoró» sin tratar de adivinar su sentido, de situarlo en un contexto de circunstancias plausibles? «Esa perra» dijo una vez Pombal de Justine, «Elle a l’air d’être bien chambrée!». Y de Melissa: «Une pauvre petite paule quelconque…».

Quizá tenía razón, pero su verdadero significado está en otra parte. Aquí, así lo espero, en este papel garabateado que he tejido como una araña con la substancia de mi vida interior.

¿Y Scobie? Bueno, por lo menos él es comprensible como un diagrama, simple como un himno nacional. Parece particularmente satisfecho esta mañana, pues acaba de alcanzar su apoteosis. Después de desempeñar durante catorce años funciones de Bimbashi en la policía egipcia, «en el crepúsculo de su vida», como él dice, acaban de nombrarlo… apenas me atrevo a escribir las palabras, porque lo veo sacudido por un estremecimiento de misterio, veo su ojo de vidrio girando pavorosamente en su órbita… en el Servicio Secreto. Gracias a Dios como ya no vive, no puede leer estas palabras y echarse a temblar. Sí, el Viejo Marinero, el pirata secreto de la calle Tatwig, el mismo. Cuánto lo echa de menos la ciudad. (Su manera de decir «¡inquietante!»).

En otra parte he contado cómo respondí un día a un misterioso llamado para encontrarme en una habitación de magníficas proporciones con mi amigo, el antiguo pirata que me miraba desde atrás de su escritorio, silbando entre su desajustada dentadura postiza. Creo que sus nuevas funciones lo desconcertaban tanto como a mí, su único confidente. Desde luego, hacía mucho tiempo que estaba en Egipto y conocía bien el árabe; pero su carrera había sido relativamente oscura. ¿Qué podía esperar de él un Servicio Secreto? Más aun: ¿qué podía esperar él de mí? Yo había aclarado con lujo de detalles que el pequeño círculo que se reunía todos los meses para escuchar las explicaciones de los principios de la Cábala a cargo de Balthazar, nada tenía que ver con el espionaje; era simplemente un grupo de estudiosos de ciencias herméticas atraídos por el tema de las conferencias.

Alejandría es una ciudad de sectas, y la investigación más superficial le hubiera revelado la existencia de otros grupos análogos al que se interesaba por la filosofía hermética, a cuya cabeza estaba Balthazar: steinerianos, adeptos de la ciencia cristiana, ouspenskystas, adventistas…

¿Por qué prestaba tanta atención a Nessim, Justine, Balthazar, Capodistria, etc.? Ni yo lo sabía, ni él podía decírmelo.

Andan tramando algo —repetía débilmente. Así dice El Cairo.

En apariencia ni siquiera sabía quiénes eran sus amos. Por lo que pude entender, un ser invisible le dictaba confusamente sus tareas por teléfono. Pero «El Cairo», quienquiera que fuese, pagaba bien, y si Scobie tenía dinero para tirar en investigaciones absurdas, ¿quién era yo para impedirle que me lo ofreciera? Pensé que mis primeros informes sobre la Cábala de Balthazar bastarían para enfriar todo interés por ella, pero no. Querían cada vez más.

Y esa mañana, el viejo marinero de la fotografía estaba celebrando su nombramiento y el aumento de sueldo consiguiente, haciéndose cortar el pelo en la ciudad alta, en la más cara de las peluquerías: la de Mnemjian.

No debo olvidar que esta fotografía ha fijado también un «rendez-vous secreto», lo cual explica el aire perturbado de Scobie. Porque está rodeado de los espías cuyas actividades es necesario investigar, sin hablar de un diplomático francés de quien se murmura que es el jefe del Deuxième francés…

En tiempos normales Scobie hubiera encontrado ese establecimiento demasiado caro para su minúscula pensión de marino y su exiguo sueldo de la policía. Pero ahora es un hombre importante.

No se atrevía siquiera a hacerme un guiño en el espejo mientras el jorobado, con el tacto de un diplomático, elaboraba en el aire un sabio corte de pelo, pues la calva resplandeciente de Scobie estaba apenas guarnecida por esa especie de plumón que tienen los patitos en la rabadilla y hacía años ya que había sacrificado la barba en forma de torpedo, rala como un arbusto en invierno.

—Debo decir —declara en ese momento con voz gutural (en presencia de tanta gente sospechosa, los «espías» debemos hablar «como todo el mundo»)—, debo decir, viejo, que aquí lo tratan a uno como a un rey; Mnemjian sabe realmente lo que hace —se aclaró la garganta. Arte puro —adoptaba una entonación agorera para pronunciar términos técnicos. Cuestión de diploma; me lo dijo un amigo íntimo, peluquero de Bond Street. Se ve que usted lo tiene.

Mnemjian agradeció con su voz aguda de ventrílocuo.

—Nada de eso —dijo el viejo con gesto magnánimo. Conozco los trucos.

Ahora podía hacerme un guiño. Yo le repliqué. Los dos desviamos la mirada.

Aliviado, se puso de pie con un crujido de huesos y exhibió su mandíbula de pirata con un aire de salud pletórica. Examinó complacido su imagen en el espejo.

—Sí —dijo, haciendo con la cabeza un gesto autoritario de aprobación. Está bien.

—¿Masaje eléctrico del cuero cabelludo, señor?

Scobie meneó noblemente la cabeza y se plantó el tarbush como un tiesto en el cráneo.

—Me hace salir granos —y añadió con una sonrisa afectada—: Alimentaré lo que queda con arak.

Mnemjian saludó esta muestra de ingenio con un gesto rápido. Éramos libres.

Pero no estaba nada contento: Desanimado, caminó lentamente conmigo por Cherif Pachá hacia la Grande Corniche. Se golpeaba pensativo la rodilla con el matamoscas de crin de caballo, chupando su pipa de brezo archirremendada.

Meditaba. Luego, con una repentina impaciencia, declaró:

No puedo aguantar a ese Toto. Es un marica confeso. En mis tiempos lo hubiéramos…

Refunfuñó para sí un largo rato y luego recayó en el silencio.

—¿Qué pasa, Scobie? —le pregunté.

—Estoy preocupado —admitió. Realmente preocupado.

Cuando se paseaba por la ciudad alta había en su manera de andar y en todo su porte una arrogancia artificial —la imagen misma del Hombre Blanco rumiando los problemas específicos del Hombre Blanco, su fardo, como se dice. A juzgar por Scobie, era pesado de llevar. Sus menores gestos eran de una artificialidad flagrante, su manera de palmearse la rodilla, de morderse el labio, de adoptar un aire de profunda reflexión delante de los escaparates de las tiendas. Contemplaba a la gente que lo rodeaba como si estuviera subida en zancos. Sus gestos me recordaban vagamente a esos héroes de las novelas inglesas que delante de una chimenea Tudor, se golpean solemnemente las botas con la fusta.

Pero apenas llegábamos a las inmediaciones del barrio árabe, perdía toda afectación. Recobraba la naturalidad, empujaba el tarbush hacia atrás para enjugarse la frente, y echaba a su alrededor esas miradas de afecto que sólo nacen de una larga familiaridad. Pertenecía a ese barrio por adopción, allí se sentía realmente en su casa.

Con gesto de desafío, bebía del caño de plomo que salía de una pared, cerca de la mezquita de Goharri (una fuente pública), aunque el Hombre Blanco que había en él hubiera debido saber que el agua estaba lejos de ser pura. Al pasar delante del mostrador de un confitero tomaba un pedazo de caña de azúcar o una algarroba que mordisqueaba ostensiblemente. Allí lo saludaban a gritos y respondía radiante:

—Y’alla, effendi, Skob.

—Naharak said, ya Skob.

—Allah salimak.

Lanzaba un suspiro y decía:

—Una gente estupenda —y luego—: Cómo me gusta este barrio, usted no se imagina —haciéndose a un lado para dejar pasar un camello de ojos líquidos que bajaba meciendo su joroba por la estrecha callejuela, a riesgo de tirarnos al suelo con un golpe de sus alforjas llenas de bercim, el trébol silvestre utilizado como forraje.

—Que tu prosperidad aumente.

—Con tu permiso, madre mía.

—Que este día te sea propicio.

—Acuérdame tu gracia, oh Sheik.

Scobie caminaba por aquellas calles con la soltura de un hombre que ha llegado a sus dominios, lentamente, fastuosamente, como un árabe.

Aquel día nos sentamos un rato a la sombra de la antigua mezquita y escuchamos los chasquidos de las palmeras y los mugidos de los barcos que zarpaban abajo, en la dársena invisible.

—Acabo de ver una nota —dijo por fin Scobie con una vocecita triste y marchita

— sobre lo que ellos llaman un «pedirasta». Viejo, la cosa me dejó tambaleando. No me avergüenza decir que no conocía la palabra. Tuve que leerla dos veces. Cueste lo que cueste, dice la nota, tenemos que suprimirlos. Son peligrosos para la seguridad de la red.

Lancé una carcajada y por un momento el viejo dio algunas señales de querer responder con una risita falsa, pero su depresión, más fuerte que el impulso, la redujo a un pequeño hueco en las mejillas rojo cereza. Aspiró con furia su pipa.

—Pedirasta —repitió desdeñoso y hurgó en el bolsillo buscando la caja de fósforos. Creo que mis connacionales no entienden nada —dijo tristemente. Y a los egipcios les importa un rábano que un hombre tenga Tendencias… con tal de que sea la Decencia misma, como yo —hablaba en serio. Pero si tengo que trabajar para él…

Usted sabe Qué… yo debería decirles… ¿qué le parece?

—No sea tonto, Scobie.

—Bueno, no sé —dijo melancólico. Quiero ser honesto con ellos. No es que yo haga ningún daño. Supongo que uno no debería tener Tendencias… como tampoco debería tener verrugas o la nariz grande. Pero ¿qué puedo hacer?

—A su edad, no mucho, con toda seguridad.

—Golpe bajo —replicó el pirata volviendo por un instante a su viejo estilo. Repugnante. Cruel. Despreciable.

Me echó una mirada oblicua detrás de su pipa y de pronto recobró los ánimos. Se lanzó a uno de sus deliciosos monólogos divagantes, otro capítulo de la saga que había compuesto sobre su más viejo amigo, el ya mítico Toby Mannering.

—Una vez Toby, a fuerza de cometer excesos, se convirtió en un Caso Clínico.

Creo que ya se lo conté. ¿No? Bueno, pues así fue. Un Caso Clínico —era evidente que la frase era una cita, y la decía con verdadera fruición. Dios mío, las que hizo de joven. Sobrepasó todos los límites. Al final terminó en el consultorio del médico y tuvo que usar un aparato —su voz subió casi una octava. Cuando tenía permiso para bajar a tierra, se paseaba con un manguito de leopardo, hasta que la Marina Mercante se levantó en masa. Lo sacaron del medio durante seis meses. Lo metieron en una Casa de Salud. Le decían: «Tendrá que hacer contracciones», no sé qué querían decir.

Desde la otra punta de Tewkesbury se oían los gritos, así dice él. Los tipos aseguran que lo curan a uno, pero no es cierto. Por lo menos con Toby la cosa no anduvo.

Después de un tiempo lo mandaron de vuelta. No podían hacer nada por él. Decían que sufría de Insolencia Muda. ¡Pobre Toby!

Luego, sin transición, se quedó dormido, la espalda apoyada en la pared de la mezquita. («Una siestecita solía decir, pero siempre me despierto a la novena ola». Yo me preguntaba cuántas más hacían falta en realidad). Al cabo de un rato la novena ola lo devolvia a la playa a través de la resaca de sus sueños. Con un sobresalto se erguía.

—¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, Toby. Su padre era miembro del Parlamento.

Posición encumbrada. Hijo de ricos. Toby trató primero de entrar en las Órdenes.

Decía que había oído el Llamado. Pero yo creó que era sólo el hábito lo que le atraía… era gran aficionado al teatro, Toby. Después perdió la fe, metió la pata y se produjo la tragedia. Fue a parar a la cárcel. Decía que el Diablo lo había empujado.

«Que no vuelva a empezar», dijo el magistrado. «Por lo menos que no lo haga en un parque público». Querían encerrarlo —decían que tenía una enfermedad rara—, me parece que la llamaban cornucopia. Pero por fortuna su padre fue a ver al Primer Ministro y tapó todo el asunto. Fue una suerte, viejo, que en aquella época todo el Gabinete tuviera Tendencias. Inquietante. El Primer Ministro, hasta el Arzobispo de Canterbury. Simpatizaron con el pobre Toby. Fue una suerte para él. Después de eso obtuvo su licencia de capitán y sé embarcó.

Scobie volvió a quedarse dormido, para despertarse pocos segundos después con un sobresalto histriónico.

—El viejo Toby —prosiguió sin hacer una pausa, aunque persignándose con unción y tragando saliva— fue quien me guio por el camino de la Fe. Una noche que estábamos de guardia en el Meredith (un buen barco) me dice: «Scurvy, tengo que decirte una cosa. ¿Has oído hablar alguna vez de la Virgen María?». Desde luego, yo algo había oído. Pero ignoraba cuáles eran sus funciones, por así decirlo…

Una vez más se durmió y esta vez salió de sus labios un ronquido leve, como un graznido. Cuidadosamente tomé la pipa que había quedado entre sus dedos y encendí un cigarrillo. Esa manera de aparecer y desaparecer en el simulacro de la muerte tenía algo de conmovedor. Breves visitas a una eternidad donde pronto habitaría, y que completaban las siluetas consoladoras de Toby y Budgie, y una Virgen María con funciones determinadas… Y estar obsesionado por esos problemas a una edad a la que, en mi opinión, no había ya mucho que pudiera perjudicarlo, salvo su jactancia verbal… (Pero me equivocaba: Scobie era indomable).

Después de un rato despertó nuevamente de ese sueño más profundo, se sacudió y se incorporó frotándose los ojos. Echamos a andar juntos hacia los sórdidos alrededores de la ciudad donde vivía, en la calle Tatwig, en un par de habitaciones destartaladas.

—Y sin embargo —añadió una vez más, siguiendo perfectamente el hilo de sus pensamientos—, usted dice que no debo contarles nada, pero me pregunto… (Se detuvo para aspirar el olor del pan árabe caliente que salía por la puerta de una tienda, y exclamó: «¡Huele como el regazo de mi madre!»).

Sus pasos se acordaban al ritmo lento de sus reflexiones. Los egipcios son maravillosos, viejo. Buenos. De una bondad… Me conocen bien. Desde cierto punto de vista pueden parecer traidores, viejo, pero traidores en estado de gracia, es lo que digo siempre. Saben ser tolerantes unos con otros. Fíjese, el mismo Nimrod Pachá me decía el otro día: «La pedirastia es una cosa, el hachís otra completamente distinta». Es un hombre serio, ¿sabe? Fíjese que yo nunca fumo hachís en ejercicio de mis funciones; estaría mal. Claro que, desde otro punto de vista, los ingleses no podrían hacer nada a un hombre que ha recibido la Orden del Imperio Británico, como yo. Pero si alguna vez los egipcios creyeran que mis connacionales me… en fin, me hacen ciertas críticas, viejo, podría perder los dos trabajos y los dos sueldos. Eso es lo que me preocupa.

Subimos la escalera sucia de moscas, llena de cuevas de ratones.

—Huele un poco —admitió—, pero uno se acostumbra en seguida. Son los ratones. Pero no pienso mudarme. Hace diez años que vivo en este barrio, diez años ya. Todo el mundo me conoce y me quiere. Y además el bueno de Abdul vive a la vuelta de la esquina.

Se rio entre dientes y se detuvo en el primer rellano para recobrar el aliento, y quitándose el tiesto de la cabeza se enjugó la frente. Luego se echó hacia adelante inclinándose como siempre que reflexionaba seriamente, como si tuviera que soportar el peso de sus propios pensamientos. Lanzó un suspiro.

—El problema —dijo lentamente, con el aire de quien desea a toda costa ser explícito, formular una idea con toda la claridad de que es capaz—, el problema está en las Tendencias… y uno sólo se da cuenta cuando ya no es un pimpollo, cuando ya no tiene la sangre caliente —suspiró de nuevo. Es la falta de ternura, viejo.

En cierto modo todo se consigue con astucia, y uno se va quedando solo. Pero Abdul es un amigo de verdad —lanzó una risita sofocada y recobró la alegría una vez más. Yo lo llamo el Bul Bul Emir. Le instalé un negocio, por pura amistad. Le compré todo: un local, una mujercita. Nunca lo he tocado ni podría hacerlo, porque le tengo afecto.

Ahora me alegro de haber procedido así, porque a pesar de mis años todavía tengo un amigo fiel. Voy a verlos, sin ceremonias, todos los días. Es inquietante que eso me haga tan feliz. Realmente, la dicha de los dos me reconforta. Son como un hijo y una hija para mí, pobres negritos desgraciados. No puedo soportar que se peleen.

En seguida me preocupan los chicos. Creo que Abdul está celoso de ella, y no sin razón, se lo señalo. Me parece que es una coqueta. Pero es que el sexo tiene tanto poder con este calor… una cucharadita no hace daño a nadie, como decíamos del ron en la Marina Mercante. Uno miente y sueña con él como si fuera helado, el sexo, no el ron.

Y a esas muchachas musulmanas, viejo, les hacen la circuncisión. Es una crueldad.

Una verdadera crueldad, Sólo sirve para que no piensen en otra cosa. He tratado de enseñarle a tejer o a bordar en cañamazo, pero es tan tonta que no entiende nada. Lo tomaron a chacota. No es que me importe. Lo único que quería era ayudarlos. Me costó doscientas libras instalar a Abdul, todas mis economías. Pero ahora le va bien, sí, muy bien.

El monólogo había tenido la virtud de hacerle reunir sus energías para el asalto final. Subimos los diez últimos peldaños cómodamente y Scobie abrió la puerta de su departamento. Al principio sólo había podido alquilar un cuarto, pero el nuevo sueldo le permitía pagar todo el destartalado departamento.

La habitación más amplia era el viejo salón árabe que servía de dormitorio y recibidor. El mobiliario consistía en una cama rodante que no parecía demasiado cómoda, y un aparador anticuado. En la chimenea semiderruida, algunas varillas de incienso, un calendario de la policía y el retrato de pirata que Clea había dejado inconcluso. Scobie encendió la única y polvorienta lamparilla eléctrica, una innovación reciente de la que estaba sumamente orgulloso (la parafina termina por meterse hasta en la comida), y miró a su alrededor con satisfacción no disimulada.

Luego se dirigió de puntillas al otro extremo de la habitación. En la oscuridad yo había pasado por alto al otro ocupante: un loro del Amazonas, de color verde brillante, metido en una jaula de bronce. La jaula estaba cubierta con un trapo negro que el viejo quitó con un leve aire de estar a la defensiva.

—Le hablaba de Toby porque la semana pasada hizo escala en Alejandría; iba hacia Yokohama. De él me viene esto, tuvo que venderlo por el gran lío que armó el maldito pajarraco. Es un conversador brillante, ¿no es cierto, Ron? Rotundo como un pedo, ¿verdad? —el loro emitió un suave silbido y dio un salto. Así me gusta —dijo Scobie con tono de aprobación, y volviéndose hacia mí, añadió—: Lo conseguí por un precio tirado, sí, tirado. ¿Quiere que le cuente por qué?

De pronto, inexplicablemente, se dobló en dos de risa, hasta tocarse casi las rodillas con la nariz, zumbando sin ruido como una pequeña peonza humana, y al fin se enderezó dándose una palmada igualmente silenciosa en el muslo: un verdadero paroxismo.

—Usted no se imagina el lío que armó Ron —dijo. Toby bajó a tierra con el pájaro. Sabía que hablaba, pero no el árabe. ¡Dios mío! Estábamos sentados en un café, charlando largo y tendido (hacía cinco años que no veía a Toby) cuando de pronto Ron se largó. En árabe. ¿Y sabe qué recitaba? El Kalima, un texto sagrado, por no decir santo, del Corán. El Kalima. Y después de cada palabra soltaba un pedo,  ¿no es cierto, Ron? —el loro asintió con otro silbido.

El Kalima es tan sagrado —explicó gravemente Scobie—, que al poco rato se había congregado a nuestro alrededor una multitud furibunda. Por suerte yo sabía lo que estaba ocurriendo. ¡Yo sabía que si pescaban a uno que no fuera musulmán recitando justamente ese texto, podían practicarle una Circuncisión Instantánea! —su ojo relampagueó. Era una triste perspectiva para Toby que lo circuncidaran así, durante una escala, y yo estaba inquieto. (A mí ya me han hecho la circuncisión). Por suerte no perdí la calma. Toby quería romperles la cara a unos cuantos, pero lo contuve. Yo llevaba el uniforme de la Policía, lo cual facilitó las cosas. Eché un discursito a la multitud, explicando que iba a llevar presos al infiel y al pájaro miserable para ponerlos en manos de la justicia. Se quedaron satisfechos. Pero no había manera de hacer callar a Ron, ni siquiera tapándolo con el trapo, ¿no es cierto, Ron? El maldito recitó el Kalima durante todo el viaje de vuelta hasta aquí. ¡Santo cielo, qué experiencia!

Mientras hablaba se cambió el uniforme de Policía y colgó el tarbush de un clavo herrumbrado que había sobre la cama, encima del crucifijo, en la pequeña alcoba donde se veía también un cántaro lleno de agua potable. Se puso una chaqueta vieja y raída con botones de metal, y prosiguió, mientras se enjugaba la frente:

—Debo decir que era maravilloso volver a ver al viejo Toby después de tantos años. Tuvo que venderme el pájaro, claro, después de semejante pelotera. No se atrevía a volver a los barrios del puerto con él. Pero ahora no sé qué hacer, no me atrevo a sacarlo de la pieza, ¡vaya uno a saber qué más conoce! —suspiró. Otra cosa buena es la receta que me dio Toby del Whisky Sintético. ¿Lo conoce? Yo tampoco lo conocía. Mejor que el Scotch y regalado, viejo. De ahora en adelante voy a fabricar mis propias bebidas, gracias a Toby. Fíjese —me señaló una botella mugrienta llena de un líquido horrible. Es cerveza casera —dijo—, y formidable. Preparé tres botellas, pero las otras dos estallaron. Voy a llamarla cerveza Plaza.

—¿Por qué? —le pregunté. ¿Piensa venderla?

—¡No, por favor! —exclamó Scobie. Es sólo para consumo interno —se frotó la barriga con aire pensativo y se pasó la lengua por los labios. Pruebe un vaso.

—No, gracias.

El viejo consultó entonces un gran reloj y frunció los labios.

—Dentro de un rato voy a rezar un Ave María. Tendré que despedirlo, viejo. Pero antes, echemos un vistazo al Whisky Sintético, a ver qué tal anda, ¿eh?

Yo tenía gran curiosidad por ver cómo llevaba a cabo sus nuevos experimentos y lo seguí de buena gana hasta la alcoba descalabrada, del otro lado del rellano, donde guardaba ahora una lúgubre bañera de zinc que seguramente había comprado para esos objetivos ilícitos. Estaba debajo de una ventanilla mugrienta y en los estantes que rodeaban las paredes se amontonaban todos los elementos para la nueva industria: una docena de botellas vacías, dos de ellas rotas, y la enorme bacinilla que Scobie llamaba siempre «el recuerdo de familia», para no mencionar una sombrilla de playa hecha un guiñapo y un par de galochas.

—¿Qué función desempeñan? —no pude dejar de preguntarle, señalándoselas. ¿Se las pone para pisar las uvas o las patatas?

Scobie adoptó su expresión de solterona ofendida, echando hacia abajo una mirada torcida con la que quería decir que toda alusión frívola al tema de que se trataba le parecía fuera de lugar. Escuchó atentamente un instante, como para captar los ruidos de la fermentación. Luego apoyó en tierra una de sus rodillas temblorosas y contempló el contenido de la bañera con un aire dubitativo pero intenso. El ojo de vidrio le daba una expresión más que mecánica mientras observaba la mixtura desalentadora que llenaba el recipiente. La olió con imparcialidad y lanzó una exclamación despectiva antes de incorporarse con un crujido de articulaciones.

—No parece tan bueno como yo esperaba —admitió. Pero hay que darle tiempo, hay que darle tiempo —metió un dedo en el líquido y lo lamió. Bastante asqueroso — admitió. Como si alguien hubiera meado en él. —Como Abdul y él eran los únicos que utilizaban la única llave del recinto clandestino, yo podía mantener un aire de inocencia.

—¿Quiere probar? —me preguntó indeciso.

—No, gracias, Scobie.

—Bueno —dijo con filosofía—, quizá el sulfato de cobre no era fresco. Tuve que pedir el ruibarbo a Blighty. Cuarenta libras. Estaba bastante desmejorado cuando llegó aquí, no se lo voy a negar. Pero sé que las proporciones son exactas porque hice los preparativos con el joven Toby, antes de que se marchara. Hay que darle tiempo, eso es todo.

Y con el optimismo que le devolvía la esperanza, me condujo de vuelta a su habitación, silbando entre dientes algunos compases de la famosa canción que sólo cantaba en voz alta cuando estaba bien borracho de coñac. Decía más o menos así:

Alguien,

que colme mi fantasia,

alguien, que quiera ser mía…

¡Estoy harto de portarme bien!

¡Ven a mis brazos, ven!

Ta ra ra ra ra, mi bien…

Más o menos en ese pasaje la canción se hundía en un pozo y se perdía de vista, aunque Scobie canturreaba la melodía y marcaba el compás con un dedo.

Ahora se había sentado en la cama y contemplaba sus zapatos gastados.

—¿Piensa ir a la fiesta que da Nessim esta noche en honor de Mountolive?

—Creo que sí —respondí.

Resolló fuertemente.

—A mí no me han invitado. Es en el Yacht Club, ¿verdad?

—Sí.

—Ahora es Sir David, ¿no es cierto? Lo leí en el periódico la semana pasada. Joven para ser lord, ¿verdad? Yo tenía a mi cargo la Guardia de Honor de la Policía cuando llegó. ¡Desafinaron todos, pero por suerte él no se dio cuenta!

—No es tan joven.

—¿Y para ser ministro?

—Creo que anda cerca de los cincuenta.

De pronto, sin premeditación aparente (aunque cerró los ojos muy rápido, como si quisiera apartar para siempre de su vista el tema), Scobie se tendió en la cama, las manos detrás de la cabeza, y dijo:

—Antes de que se vaya tengo que confesarle algo, viejo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Me senté en la incómoda silla y asentí con la cabeza.

—De acuerdo —repitió con énfasis e hizo una profunda inspiración. Ahí va: a veces, cuando hay luna llena, me siento poseído. Sufro una influencia.

Como entrada en materia la fórmula era bastante desconcertante, pues el viejo parecía muy perturbado por su propia revelación. Durante un momento tragó saliva y luego prosiguió con una vocecita humilde, desprovista de su habitual fanfarronería.

—No sé qué me pasa.

Yo no comprendía una palabra de la historia.

—¿Quiere decir que tiene accesos de sonambulismo o algo por el estilo?

Meneó la cabeza y tragó saliva de nuevo.

—¿Quiere decir que se convierte en el hombre-lobo, Scobie?

Una vez más sacudió la cabeza como un niño a punto de echarse a llorar.

Me pongo trapos de mujer y mi Dolly Varden —dijo, y me miró de frente, con expresión patética.

—¿Su qué?

Para mi gran sorpresa se puso de pie y dio unos pasos rígidos hacia un armario que abrió. En el interior, en una percha, comidos por las polillas, cubiertos de polvo, había un traje de mujer de corte anticuado, y al lado, colgando de un clavo, un viejo sombrero cloche, mugriento, que debía de ser lo que él llamaba su «Dolly Varden».

Completaba ese atavío desconcertante un par de zapatos de baile muy puntiagudos, de tacones altísimos. No supo qué actitud adoptar ante la carcajada que no pude contener. Dejó oír una risita forzada.

—Es estúpido, ¿verdad? —dijo, siempre al borde de las lágrimas a pesar de su cara sonriente, y en un tono que seguía solicitando un poco de simpatía por su infortunio. No sé qué me pasa. Y sin embargo, aparece siempre el mismo estremecimiento de antes…

Un súbito y característico cambio de humor se produjo en él al pronunciar estas palabras: su torpeza, su desconcierto cedieron lugar a una nueva desenvoltura. Su expresión era ahora traviesa, despreocupada, y cruzando hasta el espejo, delante de mis ojos asombrados, se plantó el sombrero en la cabeza calva. En un segundo reemplazó su propia imagen por la de una vieja prostituta de ojos minúsculos y nariz afilada, una prostituta de la época del puente de Waterloo, la más barata de todas. La risa y el asombro se anudaron en mí formando una enorme bola que no podía abrirse paso.

—¡Por el amor de Dios! —exclamé por fin. Usted no se paseará así, ¿verdad, Scobie?

—Sólo —me contestó, volviendo a sentarse tristemente en la cama y recayendo en una melancolía que daba a su pequeña cara una expresión aun más divertida (todavía tenía puesto el Dolly Varden)—, sólo cuando la Influencia se apodera de mí. Cuando no soy del todo responsable, viejo.

Allí estaba, abrumado. Lancé un silbido de sorpresa que el loro imitó en seguida.

La cosa iba en serio. Ahora comprendía por qué buscaba un eco cordial a las meditaciones en que se había consumido toda la mañana. Evidentemente, si se paseaba con aquella indumentaria por el barrio árabe… Debió de seguir el curso de mis pensamientos, porque me dijo:

—Sólo lo hago a veces, cuando está la Flota —luego prosiguió con cierto fariseísmo—: Claro que si hubiera algún inconveniente, yo siempre podría decir que estaba disfrazado. Soy un policía, no lo olvide. Después de todo, Lawrence de Arabia se ponía un camisón, ¿verdad?

Meneé la cabeza.

—Pero no un Dolly Varden dije. Admita usted, Scobie, que es bastante original… y no pude contener la risa.

Scobie me miraba reír, sentado en la cama, con aquel sombrero inverosímil.

—¡Quíteselo! —le supliqué. En ese momento tenía un gesto serio y preocupado, pero no se movió.

—Ahora lo sabe usted todo —dijo. Lo mejor y lo peor del viejo capitán tarambana. Pero lo que yo iba a…

En ese momento se oyó un golpe en la puerta de entrada. Con una presencia de ánimo sorprendente, Scobie dio un salto ágil hasta el armario y se encerró sin hacer ruido. Me acerqué a la puerta. En el rellano había un criado que traía un cántaro lleno de no sé qué líquido para el Effendi Skob, según dijo. Lo recibí y esperé a que el hombre se fuera antes de volver a la habitación y gritarle al viejo que salió de nuevo, esta vez con su aspecto habitual, sin sombrero y con la chaqueta puesta.

—De buena me salvé —dijo jadeando. ¿Qué era?

Le señalé el cántaro.

—Ah, eso… es para el Whisky Sintético. Cada tres horas.

—Bueno —dije por fin, todavía bajo el efecto de esas revelaciones inesperadas y difíciles de tragar. Tengo que irme —me sentía a punto de explotar, entre el asombro y la risa que me producía pensar en la doble vida de Scobie durante la luna llena (¿cómo se las había arreglado para evitar el escándalo todos esos años?), cuando me dijo:

—Un minuto, viejo. Le he contado todo esto porque quiero que me haga un favor—su ojo de vidrio giraba violentamente como bajo el impulso de sus pensamientos.

Se inclinó de nuevo. Una cosa como ésta podría causarme un Perjuicio Incalculable, un Perjuicio Incalculable.

—Ya lo creo.

—Viejo, quiero que usted confisque esos trapos. Es la única manera de dominar la Influencia.

—¿Confiscarlos?

—Lléveselos. Guárdelos. Será mi salvación, viejo. Yo sé que será mi salvación. Si no, el capricho puede más que yo.

—Muy bien —le respondí…

—Dios lo bendiga, hijo mío.

Envolvimos su uniforme para la luna llena en un periódico y atamos el paquete con un cordel. La duda disminuía su sensación de alivio.

—No los perderá, ¿verdad? —me dijo con ansiedad.

—Démelos —repliqué con firmeza, y me tendió humildemente el paquete.

Mientras bajaba la escalera me llamó una vez más para expresarme su alivio y su gratitud, y añadió:

—Rezaré una oración por usted, hijo mío.

Regresé lentamente atravesando las dársenas con el paquete bajo el brazo, preguntándome si alguna vez me atrevería a confiar esta maravillosa historia a alguien digno de escucharla.

Los barcos de guerra giraban en sus reflejos de tinta, bosque de mástiles y aparejos del Puerto Comercial que se balanceaban suavemente entre las imágenes del agua; por la radio de algún barco resonaba el último éxito de jazz que había llegado a Alejandría:

Old Tiresias

no one half so breezy as,

half so free and easy as

Old Tiresias.

Balthazar 2. Lawrence Durrell. 1958. Primera parte, I

Balthazar no es tanto la historia del doctor de este nombre como su versión de los acontecimientos centrales del Cuarteto de Alejandría, y particularmente la historia de Justine y el suicidio de Pursewarden.

Estamos pues ante la misma historia ya narrada en Justine, y sin embargo la forma de contarla, la atención a unos aspectos u otros, el distinto conocimiento de los detalles y el diálogo que se establece entre las cartas en que se cuenta esta historia y el joven escritor que las recibe hacen que sea una novela completamente distinta a su predecesora, con una mayor carga de dramatismo y misterio.

NOTA

Los personajes y situaciones de esta novela, la segunda de un grupo, —hermana, no sucesora de Justine— son imaginarios, como también lo es el narrador. La ciudad misma no podría ser menos irreal.

Como la literatura moderna no nos ofrece Unidades me he vuelto hacia la ciencia para realizar una novela como un navío de cuatro puentes cuya forma se basa en el principio de la relatividad.

Tres lados de espacio y uno de tiempo constituyen la receta para cocinar un continuo. Las cuatro novelas siguen este esquema.

Sin embargo, las tres primeras partes se despliegan en el espacio (de ahí que las considere hermanas, no sucesoras una de otra) y no constituyen una serie. Se interponen, se entretejen en una relación puramente espacial.

El tiempo está en suspenso. Sólo la última parte representa el tiempo y es una verdadera sucesora.

La relación sujeto-objeto es tan importante para la relatividad que he debido emplear los dos tonos: el subjetivo y el objetivo. La tercera parte, Mountolive, es una novela estrictamente naturalista en la cual el narrador de Justine y Balthazar se convierte en objeto, es decir, en personaje.

Este método no debe nada ni a Proust ni a Joyce, pues a mi entender sus métodos, ilustran la noción de «duración» de Bergson, no la relación «espacio-tiempo».

El tema central del libro es una investigación del amor moderno.

Estas consideraciones pueden parecer un poco presuntuosas e incluso grandilocuentes. Pero valga la pena tratar de descubrir una forma, adecuada a nuestro tiempo, que merezca el epíteto de «clásica». Aunque el resultado sea «ciencia-ficción» en la verdadera acepción del término.

L. D., Ascona, 1957

El espejo ve al hombre hermoso, el espejo ama al hombre; otro espejo ve al hombre horrible y lo odia; y es siempre el mismo ser el que produce las impresiones.

D. A. F. DE SADE: Justine

Sí, insistimos en esos detalles, mientras usted los cubre con un velo de pudor que borra todo su borde de horror; sólo queda aquello que es útil para quien quiera familiarizarse con el hombre; no se imagina usted hasta qué punto esos cuadros pueden servir al desarrollo del espíritu humano; quizá nuestro respeto ciego por esa rama del saber deriva de la estúpida reserva de quienes pretenden entender de esas cuestiones. Dominados por terrores absurdos, enarbolan puerilidades familiares a todos los imbéciles y no se atreven a asir con audacia el corazón humano y revelarnos sus gigantescas particularidades.

D. A. F. DE SADE: Justine

PRIMERA PARTE

I

Tonalidades del paisaje: del castaño al bronce, horizonte escarpado, nube baja, suelo de perla con sombras nacaradas y reflejos violetas. El polvo leonado del desierto: tumbas de los profetas que, viran al zinc y al cobre cuando el sol se pone en el antiguo lago. Sus enormes fallas en la arena como filigranas que traza el aire; verde y cidra que desembocan en metal oxidado, en una única vela color de ciruela oscura, húmeda, palpitante, ninfa de alas pegajosas. Taposiris ha muerto entre sus columnas desmoronadas y sus balizas, los Harponeros han desaparecido… Mareotis bajo un cielo de lila caliente.

verano: arena color de cuero, cielo de mármol ardiente.

otoño: grises de magulladura tumefacta.

invierno: nieve crujiente, arena fría paneles de cielo claro, destellos de mica. verdes lavados del delta. magníficos campos de estrellas.

¿Y la primavera? Ah, no hay primavera en el delta, no hay sensación de rejuvenecimiento y renovación en las cosas. Se sale bruscamente del invierno para caer en la efigie de cera de un verano demasiado caliente, irrespirable. Pero aquí por lo menos, en Alejandría, las bocanadas del mar nos salvan del peso inmutable de la nada del verano, trepan por encima de la barra, entre los barcos de guerra, y agitan los toldos rayados de los cafés en la Grande Corniche. Nunca hubiera…

La ciudad, a medias imaginada (y sin embargo absolutamente real) empieza y termina en nosotros, tiene sus raíces plantadas en nuestra memoria. ¿Por qué debo volver a ella noche tras noche, escribiendo junto al fuego de algarrobo mientras el viento del Egeo se aferra a esta casa isleña, la aprieta y luego la suelta, doblando los cipreses como arcos? ¿No he dicho ya bastante de Alejandría? ¿Me dejaré contaminar otra vez por los sueños de la ciudad y el recuerdo de sus habitantes?

¡Esos sueños que creí cerrados bajo llave en el papel, confinados en las cámaras blindadas de la memoria! Se diría que me complazco en mi desdicha. Pero no es así. Un solo factor casual ha cambiado todo, me ha obligado a volver sobre mis pasos. La memoria, echándose un vistazo en el espejo.

Justine, Melissa, Clea… Se hubiera dicho —tan pocos éramos— que cabrían fácilmente en un solo libro, ¿verdad? Yo también lo hubiera dicho, lo dije. Dispersos ahora por el tiempo y las circunstancias, el contacto interrumpido para siempre…

Me había impuesto la tarea de rescatarlos en palabras, de restablecerlos en la memoria, de adjudicar a cada uno y cada una su posición en mi tiempo. Por egoísmo.

Y cuando terminé esa obra, me sentí como si hubiera cerrado con llave la casa de muñecas de nuestros actos. En realidad veía a mis amantes, a mis amigos, no ya como personas vivientes sino como imágenes en colores surgidas de mi espíritu, habitantes, no de la ciudad, sino de mis papeles, figuras de un tapiz. Era difícil otorgar más realidad a esos personajes que a las palabras con que me refería a ellos.

¿Qué es lo que me ha hecho volver sobre mí mismo?

Pero para poder seguir, es preciso retroceder, no porque sea falso todo lo que he escrito sobre ellos, nada de eso. Pero en ese entonces no disponía de la totalidad de los hechos. Tracé un cuadro provisional como quien reconstruye una civilización perdida a partir de algunos fragmentos de vasos, de una inscripción en una tableta, un amuleto, algunos huesos humanos, una máscara fúnebre de oro, sonriente.

«Vivimos —escribe Pursewarden— vidas que se basan en una selección de hechos imaginarios. Nuestra visión de la realidad está condicionada por nuestra posición en el espacio y en el tiempo, no por nuestra personalidad, como nos complacemos en creer. Por eso toda interpretación de la realidad se funda en una posición única. Dos pasos al este o al oeste, y todo el cuadro cambia». Algo por el estilo…

En cuanto a los personajes humanos, sean reales o inventados, son animales que no existen. Cada psiquis es en realidad un semillero de predisposiciones antagónicas.

La personalidad concebida como una entidad con atributos fijos es una ilusión… ¡pero una ilusión necesaria si queremos enamorarnos!

Por lo que respecta a ese algo que permanece constante… por ejemplo, el beso tímido de Melissa se puede predecir (de un modo incierto, como las primeras obras salidas de la imprenta), y el ceño de Justine que vela el resplandor de los ojos oscuros, órbitas de la Esfinge a mediodía. «Al final —dice Pursewarden— todo podrá ser cierto de cualquiera. Santo y Malvado son copartícipes». Tiene razón.

Hago todo lo que puedo por acercarme a los hechos…

En su última carta Balthazar me escribía: «Pienso en usted a menudo y no sin cierto malhumor. Se ha retirado a su isla creyendo disponer de todos los datos sobre nosotros y nuestras vidas. No cabe duda de que nos va a juzgar en el papel a la manera de los escritores. Me gustaría conocer el resultado. Seguramente no tendrá nada que ver con la verdad —quiero decir, con esas verdades que yo podría decirle acerca de nosotros y quizá de usted mismo. O con las verdades de las que podría hablarle Clea (está en París y ha dejado de escribirme). Me lo imagino, hombre sabio, leyendo escrupulosamente Moeurs, los diarios íntimos de Justine, de Nessim, etc., convencido de que va a encontrar la verdad en ellos. ¡Error! ¡Error! Un diario íntimo es el último lugar al que hay que acudir si se quiere conocer la verdad sobre una persona. Nadie se atreve a confesarse en el papel las últimas verdades, por lo menos en lo que se refiere al amor. ¿Sabe de quién estaba realmente enamorada Justine? Me dirá que de usted, ¿verdad? ¡Confiese!».

Mi única respuesta fue enviarle el enorme atado de papeles que se había acumulado penosamente bajo mi pluma y al cual yo había dado, con cierta vaguedad, el nombre de Justine, aunque el de Cahiers hubiese prestado los mismos servicios.

Han transcurrido desde entonces seis meses de silencio, un silencio que me tranquiliza pues indica que mi crítico, satisfecho, ha debido optar por callarse.

No puedo decir que he olvidado la ciudad, pero dejo dormir su recuerdo. Está y estará siempre allí, suspendida en el espíritu como el espejismo que los viajeros encuentran con tanta frecuencia. Pursewarden describe el fenómeno con las siguientes palabras:

«Estábamos todavía a tal distancia de la costa que no la distinguiríamos antes de dos o tres horas de navegación, cuando de pronto mi compañero lanzó un grito y señaló el horizonte. Vimos en el cielo la imagen invertida de la ciudad, de tamaño natural, luminosa y trémula como si estuviera pintada en una seda polvorienta, pero con exactitud concienzuda. Podía reconstruir claramente y de memoria sus detalles, el palacio Ras El Tin, la mezquita Nebi Daniel y así sucesivamente. La representación era tan alucinante como una obra maestra pintada con toques de rocío. Se mantuvo suspendida en el cielo largo rato, quizá veinticinco minutos, antes de disolverse lentamente en la bruma del horizonte. Una hora más tarde apareció la ciudad real, un borrón que se fue hinchando hasta adquirir las dimensiones de su espejismo».

Los dos o tres inviernos que hemos pasado en esta isla han sido solitarios, inviernos duros, barridos por el viento, veranos tórridos. Por fortuna, la niña es demasiado pequeña para sentir como yo la falta de libros, de conversación. Es alegre y vivaz.

Con la primavera llegan ahora las largas calmas, los días sin mareas, sin perfumes, de la premonición. El mar se amansa y permanece atento. Pronto vendrán las cigarras con su música crepitante que sirve de fondo a la planta seca del pastor entre las rocas. La tortuga y la lagartija son nuestros únicos compañeros.

Debo explicar que nuestro solo vínculo regular con el mundo exterior es el correo de Esmirna que una vez por semana cruza por delante del promontorio rumbo al sur, siempre a la misma hora, a la misma velocidad, justo después de la puesta del sol. En invierno desaparece tras la mar gruesa y el viento, pero ahora me siento a esperarlo.

Al principio sólo se oye el débil tamborileo de las máquinas. Luego el barco se desliza alrededor del cabo, trazando su línea de espuma sedosa en el mar, brillantemente iluminado en la oscuridad diáfana de la noche egea, condensada pero sin contornos, como una inquieta nube de luciérnagas. Pasa velozmente y desaparece demasiado rápido detrás del promontorio próximo, dejando tras de sí el fragmento indistinto de una canción popular o la cáscara de una mandarina que encontraré al día siguiente, remojada, en la larga playa de guijarros donde me baño con la niña.

La pequeña glorieta de laurel rosa bajo los plátanos: ese es mi escritorio. Después de acostar a la niña, me siento aquí, delante de la vieja mesa manchada por el aire marino, y espero al visitante, sin resolverme a encender la lámpara de parafina antes de que haya pasado. Es el único día de la semana que conozco por su nombre: jueves.

Parecerá una tontería, pero en una isla donde no hay la menor distracción, espero esa visita semanal como un escolar su día feriado. Sé que el barco trae cartas por las cuales tendré que esperar quizá veinticuatro horas. Pero nunca lo veo desaparecer sin pesar. Y cuando ha pasado, suspiro, enciendo la lámpara y vuelvo a mis papeles.

Escribo con tanta lentitud, con tanto esfuerzo. Pursewarden me dijo una vez, hablando de la tarea de escribir, que el sufrimiento que acompaña la creación se debía, en los artistas, tan sólo al miedo a la locura: «Fuerce un poco la mano y dígase que le importa un rábano volverse loco, ya verá que la cosa viene más rápido, que la barrera se rompe». (No sé hasta qué punto es así. Pero el dinero que me legó en su testamento me ha sido de gran ayuda, y todavía me quedan algunas libras que se interponen entre mi persona y los demonios de las deudas y el trabajo).

Describo esta diversión semanal con cierto detalle porque en ese marco hizo irrupción Balthazar una tarde de junio, de una manera tan imprevista que me sorprendió —iba a escribir «que me ensordeció» (no hay aquí nadie con quien hablar). Esa tarde se produjo una especie de milagro. El barquito, en lugar de desaparecer como de costumbre, viró bruscamente describiendo un arco de 150 grados y entró en la laguna, donde se detuvo, envuelto en el capullo aterciopelado de sus luces, para arrojar, en el centro del charco de oro que había creado, la larga y lenta cadena del ancla que es el símbolo mismo de la búsqueda de la verdad.

Conmovedor espectáculo para quien como yo, recluido en espíritu al igual que todos los escritores —como el velero en la botella; que no navega a ninguna parte—, miraba como el indio debe haber mirado la primera embarcación del hombre blanco que abordó las orillas del Nuevo Mundo.

Luego el chapoteo irregular de los remos quebrando la oscuridad, el silencio, y al cabo de una eternidad, las pisadas de zapatos ciudadanos en los guijarros. Una voz ronca indicó el camino. Después, el silencio. Al encender la lámpara y hacer subir la mecha para librarme del maleficio que entrañaba esa ruptura del orden, la grave y oscura cara de mi amigo, como una aparición con cabeza de chivo surgida del otro mundo, se materializó entre el follaje espeso de los mirtos. Respiramos profundamente y nos quedamos mirándonos, sonriendo bajo la luz amarilla: los oscuros rizos asirios, la barba de Pan.

—No… ¡soy yo en persona! —exclamó Balthazar lanzando una carcajada, y nos abrazamos frenéticamente.

¡Balthazar!

El Mediterráneo es un mar absurdamente pequeño; la magnitud y la grandeza de su historia nos hacen imaginarlo más grande de lo que en realidad es. Alejandría —tanto la verdadera como la imaginada— está a sólo unos cientos de millas marinas hacia el sur.

—Voy a Esmirna —dijo Balthazar— desde donde pensaba enviarle esto. —Puso sobre la vieja mesa cruzada de cicatrices el manuscrito que yo le había enviado, un enorme paquete de papeles ajados, cubiertos de frases y párrafos intercalados, constelados de signos de interrogación. Se sentó frente a mí con su aire mefistofélico y dijo en voz más baja, más vacilante:

—Me he preguntado mucho tiempo si debía decirle ciertas cosas que he puesto ahí. Por momentos me parecía una locura y una impertinencia. Después de todo, ¿cuál fue su propósito? ¿Pintarnos como individuos de carne y hueso o como «personajes de ficción»? No lo sabía. Ni lo sé. Estas páginas pueden ser la causa de que yo pierda su amistad sin añadir nada a todo lo que usted sabe. Usted ha pintado la ciudad, pincelada tras pincelada, sobre una superficie curva; ¿cuál fue su objeto: la poesía o los hechos? Si le interesaban los hechos, hay algunas cosas que tiene el derecho de conocer.

No me había explicado aún su sorprendente aparición, tan impaciente estaba por referirse al motivo central de su visita. Al advertir mi asombro ante la nube de luciérnagas que brillaban en la bahía habitualmente desierta, me dijo sonriendo:

—El barco se retrasará unas horas debido a una avería en las máquinas. Es de la flota de Nessim. El capitán es Hasim Kohly, un viejo amigo, ¿se acuerda de él? ¿No?

Bueno, pues de sus someras descripciones deduje dónde vivía usted; ¡pero desembarcar así, a la puerta de su casa!…

Era maravilloso oír su risa una vez más.

Pero yo apenas lo escuchaba, pues sus palabras me habían sumido en una

agitación, en un deseo violento de estudiar sus comentarios, de revisar, no mi libro (que nunca había tenido la menor importancia para mí porque no se publicaría siquiera), sino mi visión de la ciudad y de sus habitantes. Pues mi Alejandría personal había llegado a serme tan cara en aquella soledad, como un método de introspección, casi una monomanía. Estaba tan emocionado que no sabía qué decirle.

Quédese con nosotros, Balthazar… quédese un tiempo…

—Partimos dentro de dos horas —me respondió, y dando golpecitos en el montón de papeles que tenía delante, en tono de duda añadió—: Quizá esto le provoque visiones, le dé fiebre.

—Bueno… no pido nada mejor.

—Todavía somos personas reales —añadió—, por mucho que usted diga, al menos los que seguimos viviendo. Melissa, Pursewarden no pueden responder porque están muertos. En fin, es lo que se cree.

—Es lo que se cree. Las mejores respuestas vienen siempre del otro lado de la tumba.

Nos sentamos y comenzamos a hablar del pasado con cierto envaramiento.

Balthazar había comido a bordo y yo no tenía nada que ofrecerle salvo un vaso del buen vino de la isla que sorbió lentamente. Después quiso ver a la hija de Melissa y lo conduje a través del bosquecillo de adelfas hasta un lugar desde donde podíamos contemplar la gran habitación iluminada por el fuego, donde dormía la niña, hermosa y grave, el pulgar metido en la boca. Los ojos sombríos y crueles de Balthazar se suavizaron mientras la miraba dormir, conteniendo el aliento.

—Algún día —dijo en voz baja— Nessim querrá verla. Muy pronto, se lo advierto. Ya ha empezado a hablar de ella, aunque le sorprenda. Con los años comenzará a sentir la necesidad de apoyarse en su hija, recuerde lo que le digo.

Y me citó en griego esta frase: «Primero los jóvenes trepan, como las viñas, por los melancólicos soportes de sus mayores, que se complacen en sentir sus dedos suaves y tiernos; luego los viejos se apoyan en los hermosos cuerpos de los jóvenes para descender a sus propias muertes». No respondí nada. Ahora era la habitación,misma la que respiraba, no nuestros cuerpos.

—Usted ha estado muy solo aquí —dijo Balthazar.

—Pero espléndidamente, envidiablemente solo.

—Sí, lo envidio. De veras.

Luego advirtió el retrato inconcluso de Justine que Clea me había dado en otra vida.

—Ese retrato —dijo— que fue interrumpido por un beso… ¡Qué alegría verlo de nuevo, qué alegría! —sonrió. Es como escuchar una frase musical que amamos, que nos es familiar y nos produce una emoción siempre renovada, siempre fiel.

No dije nada. No me atrevía.

Se volvió hacía mí.

—¿Y Clea? —añadió por último, con la voz dé quien interroga a un eco. Le contesté:

—No tengo noticias de ella desde hace dos años, quizá más. El tiempo no cuenta aquí. Espero que se haya casado, que se haya ido a otro país, que tenga hijos, que llegue a ser una pintora célebre… todo lo que se le puede desear.

Me miró con curiosidad y sacudió la cabeza.

—No —dijo, pero eso fue todo.

Era pasada la medianoche cuando los marinos lo llamaron desde los oscuros olivares. Lo acompañé hasta la playa, entristecido viéndolo partir tan pronto. Un bote esperaba en la orilla; el marinero tenía ya los remos preparados. Dijo algo en árabe.

El mar tenía una tibieza tentadora después de un día soleado de primavera, y cuando Balthazar subió al bote, se me ocurrió acompañarlo a nado hasta el barco que estaba a menos de doscientos metros de la orilla. Así lo hice y me mantuve a flote para verlo trepar la escala. Después izaron el bote.

—Cuidado, que no lo atrape la hélice —me gritó. Váyase antes de que echen a andar las máquinas…

—Sí…

—Espere… antes de irse…

Se metió en un camarote, volvió a salir en seguida y arrojó algo al agua. Sentí a mi lado una leve salpicadura.

—Una rosa de Alejandría —dijo—, de la ciudad que puede ofrecer todo a sus amantes salvo la felicidad —lanzó una risita ahogada. Désela a la niña.

—¡Adiós, Balthazar!

—¡Escríbame… si se atreve!

Preso como una araña en una red de luces, y volviéndome hacia los charcos amarillos que seguían flotando entre la orilla sombría y yo, agité la mano y él me contestó.

Con la rosa entre los dientes, hablando conmigo mismo, nadé hasta la playa de guijarros donde había dejado la ropa.

Y allí, sobre la mesa, a la luz amarilla de la lámpara, el nutrido comentario de Justine, como he dado en llamarlo. El manuscrito estaba acribillado de tachaduras, de garabatos casi indescifrables, de preguntas y respuestas escritas en tintas de distintos colores y hasta a máquina. Me pareció entonces en cierto modo un símbolo de la realidad misma que habíamos compartido, un palimpsesto en el cual cada uno de nosotros había dejado sus huellas personales, capa por capa.

Y ahora, ¿tendré que aprender a verlo todo con otros ojos, deberé acostumbrarme a las verdades que Balthazar ha añadido? Me es imposible describir la emoción con que leí sus notas —a veces tan detalladas, a veces tan breves y secas—, como por ejemplo en la lista que había titulado: «Algunas falacias y falsas interpretaciones», donde decía fríamente: «Número 4. Que Justine estaba “enamorada” de usted. Si de alguien estuvo “enamorada”, fue de Pursewarden. ¿Qué significa esto? Que se veía obligada a utilizarlo a usted como señuelo para proteger a Pursewarden de los celos de Nessim, su marido. En cuanto a Pursewarden, no le importaba nada de ella, ¡suprema lógica del amor!».

Una vez más evoqué la ciudad irguiéndose contra el espejo chato del lago verde y los lomos irregulares de piedra arenisca que señalaban los límites del desierto. La política del amor, las intrigas del deseo, el bien y el mal, la virtud y el capricho, el amor y el crimen se movían oscuramente en los rincones sombríos de las calles y plazas de Alejandría, en los burdeles y salones, como un gran banco de anguilas en el fango de las conspiraciones y contraconspiraciones.

Era casi el alba cuando abandoné el fascinante montón de papeles con sus comentarios sobre mi verdadera vida (interior), y como un borracho me fui a la cama tambaleándome, con la cabeza a punto de estallar, resonante de los ecos de la ciudad, la única ciudad donde todavía pueden encontrarse y unirse todas las razas y todas las costumbres, donde se entrecruzan los destinos más íntimos.

En el momento de hundirme en el sueño, oí la voz de mi amigo que me repetía: «¿Qué es lo que le interesa saber? …¿qué más le interesa saber?». «Tengo que saberlo todo para liberarme por fin de la ciudad» —respondí en mi sueño.

«Cuando se arranca una flor, la rama vuelve a su posición primitiva. Con las cosas del corazón no ocurre lo mismo», decía un día Clea a Balthazar.

Y así, con lentitud, con repugnancia, volví al punto de partida, como un hombre que al final de un viaje terrible se entera de que lo ha hecho dormido. «La verdad — me dijo una vez Balthazar mientras se sonaba en un viejo calcetín de tenis—, la verdad… no hay nada que, con el tiempo, se contradiga más».

Y Pursewarden, en otra ocasión, aunque no menos memorable: «Si las cosas fueran siempre lo que parecen, ¡qué empobrecida quedaría la imaginación del hombre!».

¿Cómo me libraré para siempre de esta ciudad ramera entre todas las ciudades: mar, desierto, minaretes, arena, mar?

No. Tengo que ponerlo todo por escrito, fríamente, hasta que pase el tiempo de la memoria y el deseo. Sé que la llave que trato de hacer girar está en mí mismo.

En El Camino. Jack Kerouac. 1961.

PRIMERA PARTE

Conocí a Dean poco después de que mi mujer y yo nos separásemos. Acababa de pasar una grave enfermedad de la que no me molestaré en hablar, exceptuado que tenía algo que ver con la casi insoportable separación y con mi sensación de que todo había muerto. Con la aparición de Dean Moriarty empezó la parte de mi vida que podría llamarse mi vida en la carretera.

Antes de eso había fantaseado con cierta frecuencia en ir al Oeste para ver el país, siempre planeándolo vagamente y sin llevarlo a cabo nunca. Dean es el tipo perfecto para la carretera porque de hecho había nacido en la carretera, cuando sus padres pasaban por Salt Lake City, en un viejo trasto, camino de Los Angeles. Las primeras noticias suyas me llegaron a través de Chad King, que me enseñó unas cuantas cartas que Dean había escrito desde un reformatorio de Nuevo México. Las cartas me interesaron tremendamente porque en ellas, y de modo ingenuo y simpático, le pedía a Chad que le enseñara todo lo posible sobre Nietzsche y las demás cosas maravillosamente intelectuales que Chad sabía.

En cierta ocasión, Carlo y yo hablamos de las cartas y nos preguntamos si llegaríamos a conocer alguna vez al extraño Dean Moriarty. Todo esto era hace muchísimo, cuando Dean no era del modo en que es hoy, cuando era un joven taleguero nimbado de misterio. Luego, llegaron noticias de que Dean había salido del reformatorio y se dirigía a Nueva York por primera vez; también se decía que se acababa de casar con una chica llamada Marylou.

Un día yo andaba por el campus y Chad y Tim Gray me dijeron que Dean estaba en una habitación de mala muerte del Este de Harlem, el Harlem español. Había llegado la noche antes, era la primera vez que venía a Nueva York, con su guapa y menuda Marylou; se apearon del autobús Greyhound en la calle Cincuenta y doblaron la esquina buscando un sitio donde comer y se encontraron con la cafetería de Héctor, y desde entonces la cafetería de Héctor siempre ha sido para Dean un gran símbolo de Nueva York. Tomaron hermosos pasteles muy azucarados y bollos de crema.

Todo este tiempo Dean le decía a Marylou cosas como éstas:

—Ahora, guapa, estamos en Nueva York y aunque no te he dicho todo lo que estaba pensando cuando cruzamos Missouri y especialmente en el momento en que pasamos junto al reformatorio de Booneville, que me recordó mi asunto de la cárcel, es absolutamente preciso que ahora pospongamos todas aquellas cosas referentes a nuestros asuntos amorosos personales y empecemos a hacer inmediatamente planes específicos de trabajo…

—y así seguía del modo en que era aquellos primeros días.

Fui a su cuchitril con varios amigos, y Dean salió a abrirnos en calzoncillos. Marylou estaba sentada en la cama; Dean había despachado al ocupante del apartamento a la cocina, probablemente a hacer café, mientras él se había dedicado a sus asuntos amorosos, pues el sexo era para él la única cosa sagrada e importante de la vida, aunque tenía que sudar y maldecir para ganarse la vida y todo lo demás. Se notaba eso en el modo en que movía la cabeza, siempre con la mirada baja, asintiendo, como un joven boxeador recibiendo instrucciones, para que uno creyera que escuchaba cada una de las palabras, soltando miles de «Síes» y «De acuerdos.» Mi primera impresión de Dean fue la de un Gene Autry joven —buen tipo, escurrido de caderas, ojos azules, auténtico acento de Oklahoma—, un héroe con grandes patillas del nevado Oeste.

De hecho, había estado trabajando en un rancho, el de Ed Wall, en Colorado, justo antes de casarse con Marylou y venir al Este. Marylou era una rubia bastante guapa con muchos rizos parecidos a un mar de oro; estaba sentada allí, en el borde de la cama con las manos colgando en el regazo y los grandes ojos campesinos azules abiertos de par en par, porque estaba en una maldita habitación gris de Nueva York de aquellas de las que había oído hablar en el Oeste y esperaba como una de las mujeres surrealistas delgadas y alargadas de Modigliani en un sitio muy serio.

Pero, aparte de ser una chica físicamente agradable y menuda, era completamente idiota y capaz de hacer cosas horribles. Esa misma noche todos bebimos cerveza, echamos pulsos y hablamos hasta el amanecer, y por la mañana, mientras seguíamos sentados tontamente fumándonos las colillas de los ceniceros a la luz grisácea de un día sombrío, Dean se levantó nervioso, se paseó pensando, y decidió que lo que había que hacer era que Marylou preparara el desayuno y barriera el suelo.

—En otras palabras, tenemos que ponernos en movimiento, guapa, como te digo, porque si no siempre estaremos fluctuando y careceremos de conocimiento o cristalización de nuestros planes. —Entonces yo me largué.

Durante la semana siguiente, comunicó a Chad King que tenía absoluta necesidad de que le enseñase a escribir; Chad dijo que el escritor era yo y que se dirigiera a mí en busca de consejo.

Entretanto, Dean había conseguido trabajo en un aparcamiento, se había peleado con Marylou en su apartamento de Hoboken —Dios sabe por qué fueron allí—, y ella se puso tan furiosa y se mostró tan profundamente vengativa que denunció a la policía una cosa totalmente falsa, inventada, histérica y loca, y Dean tuvo que largarse de Hoboken. Así que no tenía sitio adónde ir. Fue directamente a Paterson, Nueva Jersey, donde yo vivía con mi tía, y una noche mientras estudiaba llamaron a la puerta y allí estaba Dean, haciendo reverencias, frotando obsequiosamente los pies en la penumbra del vestíbulo, y diciendo:

Hola, tú. ¿Te acuerdas de mí? ¿Dean Moriarty? He venido a que me enseñes a escribir.

—¿Dónde está Marylou? —le pregunté, y Dean dijo que al parecer Marylou había reunido unos cuantos dólares haciendo acera y había regresado a Denver.

—¡La muy puta!

Entonces salimos a tomar unas cervezas porque no podíamos hablar a gusto delante de mi tía, que estaba sentada en la sala de estar leyendo su periódico. Echó una ojeada a Dean y decidió que estaba loco.

En el bar le dije a Dean:

—No digas tonterías, hombre, sé perfectamente que no has venido a verme exclusivamente porque quieras ser escritor, y además lo único que sé de eso es que hay que dedicarse a ello con la energía de un adicto a las anfetas.

Y él dijo:

—Sí, claro, sé perfectamente lo que quieres decir y de hecho me han pasado todas esas cosas, pero el asunto es que quiero comprender los factores en los que uno debe apoyarse en la dicotomía de Schopenhauer para conseguir una realización interior… —y siguió así con cosas de las que yo no entendía nada y él mucho menos. En aquellos días de hecho jamás sabía de lo que estaba hablando; es decir, era un joven taleguero colgado de las maravillosas posibilidades de convertirse en un intelectual de verdad, y le gustaba hablar con el tono y usar las palabras, aunque lo liara todo, que suponía propias de los «intelectuales de verdad».

No se olvide, sin embargo, que no era tan ingenuo para sus otros asuntos y que sólo necesitó unos pocos meses con Carlo Marx para estar completamente in en lo que se refiere a los términos y la jerga. En cualquier caso, nos entendimos mutuamente en otros planos de la locura, y accedí a que se quedara en mi casa hasta que encontrase trabajo, además de acordar que iríamos juntos al Oeste algún día. Esto era en el invierno de 1947.

Una noche que cenaba en mi casa —ya había conseguido trabajo en el aparcamiento de Nueva York— se inclinó por encima de mi hombro mientras yo estaba escribiendo a máquina a toda velocidad y dijo:

—Vamos, hombre, aquellas chicas no pueden esperar, termina en seguida.

—Es sólo un minuto —dije—. Estaré contigo en cuanto termine este capítulo —y es que era uno de los mejores capítulos del libro.

Después me vestí y volamos hacia Nueva York para reunimos con las chicas. Mientras íbamos en el autobús por el extraño vacío fosforescente del túnel Lincoln nos inclinábamos uno sobre el otro moviendo las manos y gritando y hablando excitadamente, y yo estaba empezando a estar picado por el mismo bicho que picaba a Dean. Era simplemente un chaval al que la vida excitaba terriblemente, y aunque era un delincuente, sólo lo era porque quería vivir intensamente y conocer gente que de otro modo no le habría hecho caso. Me estaba exprimiendo a fondo y yo lo sabía (alojamiento y comida y «cómo escribir», etc.) y él sabía que yo lo sabía (ésta ha sido la base de nuestra relación), pero no me importaba y nos entendíamos bien: nada de molestarnos, nada de necesitarnos; andábamos de puntillas uno alrededor del otro como unos nuevos amigos entrañables.

Empecé a aprender de él tanto como él probablemente aprendió de mí. En lo que respecta a mi trabajo decía:

—Sigue, todo lo que haces es bueno.

Miraba por encima del hombro cuando escribía relatos gritando:

—¡Sí! ¡Eso es! ¡Vaya! ¡Fuuu! —y secándose la cara con el pañuelo añadía—: ¡Muy bien, hombre! ¡Hay tantas cosas que hacer, tantas cosas que escribir! Cuánto se necesita, incluso para empezar a dar cuenta de todo sin los frenos distorsionadores y los cuelgues como esas inhibiciones literarias y los miedos gramaticales…

—Eso es, hombre, ahora estás hablando acertadamente —y vi algo así como un resplandor sagrado brillando entre sus visiones y su excitación. Unas visiones que describía de modo tan torrencial que los pasajeros del autobús se volvían para mirar «al histérico aquel».

En el Oeste había pasado una tercera parte de su vida en los billares, otra tercera parte en la cárcel, y la otra tercera en la biblioteca pública. Había sido visto corriendo por la calle en invierno, sin sombrero, llevando libros a los billares, o subiéndose a los árboles para llegar hasta las buhardillas de amigos donde se pasaba los días leyendo o escondiéndose de la policía.

Fuimos a Nueva York —olvidé lo que pasó, excepto que eran dos chicas de color— pero las chicas no estaban; se suponía que íbamos a encontrarnos con ellas para cenar y no aparecieron. Fuimos hasta el aparcamiento donde Dean tenía unas cuantas cosas que hacer —cambiarse de ropa en un cobertizo trasero y peinarse un poco ante un espejo roto, y cosas así— y a continuación nos las piramos. Y ésa fue la noche en que Dean conoció a Carlo Marx. Y cuando Dean conoció a Carlo Marx pasó algo tremendo. Eran dos mentes agudas y se adaptaron el uno al otro como el guante a la mano. Dos ojos penetrantes se miraron en dos ojos penetrantes: el tipo santo de mente resplandeciente, y el tipo melancólico y poético de mente sombría que es Carlo Marx. Desde ese momento vi muy poco a Dean, y me molestó un poco, además. Sus energías se habían encontrado; comparado con ellos yo era un retrasado mental, no conseguía seguirles. Todo el loco torbellino de todo lo que iba a pasar empezó entonces; aquel torbellino que mezclaría a todos mis amigos y a todo lo que me quedaba de familia en una gran nube de polvo sobre la Noche Americana. Carlo le habló del viejo Bull Lee, de Elmer Hassel de Jane: Lee estaba en Texas cultivando yerba, Hassel, en la cárcel de isla de Riker, Jane perdida por Times Square en una alucinación de benzedrina, con su hijita en los brazos y terminando en Bellevue. Y Dean le habló a Carlo de gente desconocida del Oeste como Tommy Snark, el tiburón de pata de palo de los billares, tahúr y maricón sagrado. Le habló de Roy Johnson, del gran Ed Dunkel, de sus troncos de la niñez, sus amigos de la calle, de sus innumerables chicas y de las orgías y las películas pornográficas, de sus héroes, heroínas y aventuras. Corrían calle abajo juntos, entendiéndolo todo del modo en que lo hacían aquellos primeros días, y que más tarde sería más triste y perceptivo y tenue.

Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas y entonces se ve estallar una luz azul y todo el mundo suelta un «¡Ahhh!».

¿Cómo se llamaban estos jóvenes en la Alemania de Goethe? Se dedicaban exclusivamente a aprender a escribir, como le pasaba a Carlo, y lo primero que pasó era que Dean le atacaba con su enorme alma rebosando amor como únicamente es capaz de tener un convicto y diciendo:

—Ahora, Carlo, déjame hablar… Te estoy diciendo que… —Y no les vi durante un par de semanas, y en ese tiempo cimentaron su relación y se hicieron amigos y se pasaban noche y día sin parar de hablar.

Entonces llegó la primavera, la gran época para viajar, y todos los miembros del disperso grupo se preparaban para tal viaje o tal otro. Yo estaba muy ocupado trabajando en mi novela y cuando llegué a la mitad, tras un viaje al Sur con mi tía para visitar a mi hermano Rocco, estaba dispuesto a viajar hacia el Oeste por primera vez en mi vida.

Dean ya se había marchado. Carlo y yo le despedímos en la estación de los Greyhound de la calle 34. En la parte de arriba había un sitio donde te hacían fotos por 25 centavos.

Carlo se quitó las gafas y tenía un aspecto siniestro. Dean se hizo una foto de perfil y miró tímidamente a su alrededor. Yo me hice una foto de frente y salí con pinta de italiano de treinta años dispuesto a matar al que se atreviera a decir algo de mi madre. Carlo y Dean cortaron cuidadosamente esta fotografía por la mitad y se guardaron una mitad cada uno en la cartera. Dean llevaba un auténtico traje de hombre de negocios del Oeste para su gran viaje de regreso a Denver; había terminado su primer salto hasta Nueva York.

Digo salto, pero había trabajado como una mula en los aparcamientos. El empleado de aparcamiento más fantástico del mundo; es capaz de ir marcha atrás en un coche a sesenta kilómetros por hora siguiendo un paso muy estrecho y pararse junto a la pared, saltar, correr entre los parachoques, saltar dentro de otro coche, girar a ochenta kilómetros por hora en un espacio muy pequeño, llevarlo marcha atrás hasta dejarlo en un lugar pequeñísimo, ¡plash!, cerrar el coche que vibra todo entero mientras él salta afuera; entonces vuela a la taquilla de los tickets, esprintando como un velocista por su calle, coger otro ticket, saltar dentro de otro coche que acaba de llegar antes de que su propietario se haya apeado del todo, seguir a toda velocidad con la puerta abierta, y lanzarse al sitio libre más cercano, girar, acelerar, entrar, frenar, salir; trabajando así sin pausa ocho horas cada noche, en las horas punta y a la salida de los teatros, con unos grasientos pantalones de borrachuzo y una chaqueta deshilachada y unos viejos zapatos. Ahora lleva un traje nuevo a causa de su regreso; azul con rayas, chaleco y todo —once dólares en la Tercera Avenida—, con reloj de bolsillo y cadena, y una máquina de escribir portátil con la que va a empezar a escribir en una pensión de Denver en cuanto encuentre trabajo. Hubo una comida de despedida con salchichas y judías en un Riker de la Séptima Avenida, y después Dean subió a un autobús que decía Chicago y se perdió en la noche. Allí se iba nuestro amigo pendenciero. Me prometí seguirle en cuanto la primavera floreciese de verdad y abriera el país.

Y así fue como realmente se inició toda mi experiencia en la carretera, y las cosas que pasaron son demasiado fantásticas para no contarlas.

Sí, y no se trataba sólo de que yo fuera escritor y necesitara nuevas experiencias por lo que quería conocer a Dean más a fondo, ni de que mi vida alrededor del campus de la universidad hubiera llegado al final de su ciclo y estaba embotada, sino de que, en cierto modo, y a pesar de la diferencia de nuestros caracteres, me recordaba algo a un hermano perdido hace tiempo; la visión de su anguloso rostro sufriente con las largas patillas y el estirado cuello musculoso me recordaba mi niñez en los descampados y charcas y orillas del río de Paterson y el Passaic. La sucia ropa de trabajo le sentaba tan bien, que uno pensaba que algo así no se podía adquirir en el mejor sastre a medida, sino en el Sastre Natural de la Alegría Natural, como la que Dean tenía en pleno esfuerzo. Y en su animado modo de hablar yo volvía a oír las voces de viejos compañeros y hermanos debajo del puente, entre las motocicletas, junto a la ropa tendida del vecindario y los adormilados porches donde por la tarde los chicos tocaban la guitarra mientras sus hermanos mayores trabajaban en el aserradero. Todos mis demás amigos actuales eran «intelectuales»: Chad, el antropólogo nietzscheano; Carlo Marx y su constante conversación seria en voz baja de surrealista chalado; el viejo Bull Lee y su constante hablar criticándolo todo… o aquellos escurridizos criminales como Elmer Hassel, con su expresión de burla tan hip; Jane Lee, lo mismo, desparramada sobre la colcha oriental de su cama, husmeando en el New Yorker.

Pero la inteligencia de Dean era tan auténtica y brillante y completa, y además carecía del tedioso intelectualismo de la de todos los demás. Y su «criminalidad» no era nada arisca ni despreciativa; era una afirmación salvaje de explosiva alegría Americana; era el Oeste, el viento del Oeste, una oda procedente de las Praderas, algo nuevo, profetizado hace mucho, venido de muy lejos (sólo robaba coches para divertirse paseando). Además, todos mis amigos neoyorquinos estaban en la posición negativa de pesadilla de combatir la sociedad y exponer sus aburridos motivos librescos o políticos o psicoanalíticos, y Dean se limitaba a desplazarse por la sociedad, ávido de pan y de amor; no le importaba que fuera de un modo o de otro:

Mientras pueda ligarme una chica guapa con un agujerito entre las piernas… mientras podamos comer, tío. ¿Me oyes? Tengo hambre. Me muero de hambre, ¡vamos a comer ahora mismo!— y, pasara lo que pasara, había que salir corriendo a comer, como dice en el Eclesiastés, «donde está tu lugar bajo el sol».

Un pariente occidental del sol, ése era Dean. Aunque mi tía me avisó de que podía meterme en líos, escuché una nueva llamada y vi un nuevo horizonte, y en mi juventud lo creí; y aunque tuviera unos pocos problemas e incluso Dean pudiera rechazarme como amigo, dejándome tirado, como haría más tarde, en cunetas y lechos de enfermo, ¿qué importaba eso? Yo era un joven escritor y quería viajar.

Sabía que durante el camino habría chicas, visiones, de todo; sí, en algún lugar del camino me entregarían la perla.

2

El mes de julio de 1947, tras haber ahorrado unos cincuenta dólares de mi pensión de veterano, estaba preparado para irme a la Costa Oeste. Mi amigo Remi Boncoeur me había escrito una carta desde San Francisco diciéndome que fuera y me embarcara con él en un barco que iba a dar la vuelta al mundo. Juraba que me conseguiría un trabajo en la sala de máquinas. Le contesté y le dije que me contentaba con un viejo carguero siempre que me permitiera realizar largos viajes por el Pacífico y regresar con dinero suficiente para mantenerme en casa de mi tía mientras terminaba mi libro. Me dijo que tenía una cabaña en Mili City y que yo tendría todo el tiempo del mundo para escribir mientras preparábamos todo el lío de papeles que necesitábamos para embarcar. Él vivía con una chica que se llamaba Lee Ann; decía que era una cocinera maravillosa y que todo funcionaría. Remi era un viejo amigo del colegio, un francés que se había criado en París y un tipo auténticamente loco… no sabía lo loco que estaba todavía. Esperaba mi llegada en diez días. Mi tía estaba totalmente de acuerdo con mi viaje al Oeste; decía que me sentaría bien; había trabajado intensamente todo el invierno sin salir de casa casi nada; ni siquiera se quejó cuando le dije que tendría que hacer algo de autostop. Lo único que quería era que volviera entero. Así que, dejando la gruesa mitad de mi manuscrito encima de la mesa de trabajo, y plegando por última vez mis cómodas sábanas caseras, una mañana partí con mi saco de lona en el que había metido unas cuantas cosas fundamentales y me dirigí hacia el Océano Pacífico con cincuenta dólares en el bolsillo.

Había estado estudiando mapas de los Estados Unidos en Paterson durante meses, incluso leyendo libros sobre los pioneros y saboreando nombres como Platte y Cimarrón y otros, y en el mapa de carreteras había una línea larga que se llamaba Ruta 6 y llevaba desde la misma punta del Cabo Cod directamente a Ely, Nevada, y allí caía bajando hasta Los Angeles. Sólo tenía que mantenerme en la 6 todo el camino hasta Ely, me dije, y me puse en marcha tranquilamente. Para llegar a la 6 tenía que subir hasta el Monte del Oso.

Lleno de sueños de lo que iba a hacer en Chicago, en Denver, y por fin en San Francisco, cogí el metro en la Séptima Avenida hasta final de línea en la Calle 243, y allí cogí un tranvía hasta Yonkers; en el centro de Yonkers cambié a otro tranvía que se dirigía a las afueras y llegué a los límites de la ciudad en la orilla oriental del Río Hudson. Si tiras una rosa al Río Hudson en sus misteriosas fuentes de los Adirondacks, podemos pensar en todos los sitios por los que pasará en su camino hasta el mar… imagínese ese maravilloso valle del Hudson. Empecé a hacer autostop. En cinco veces dispersas llegué hasta el deseado puente del Monte del Oso, donde la Ruta 6 traza un arco desde Nueva Inglaterra.

Empezó a llover a mares en cuanto me dejaron allí. Era un sitio montañoso. La Ruta 6 cruzaba el río, torcía y trazaba un círculo, y desaparecía en la espesura. Además de no haber tráfico, la lluvia caía a cántaros y no había ningún sitio donde protegerme. Tuve que correr bajo unos pinos para taparme; no sirvió de nada; me puse a gritar y maldecir y golpearme la cabeza por haber sido tan idiota. Estaba a sesenta y cinco kilómetros al norte de Nueva York; todo el camino había estado preocupado por eso: el gran día de estreno sólo me había desplazado hacia el Norte en lugar de hacia el ansiado Oeste. Ahora estaba colgado en mi extremo Norte. Corrí medio kilómetro hasta una estación de servicio de hermoso estilo inglés que estaba abandonada y me metí bajo los aleros que chorreaban.

Allí arriba, sobre mi cabeza, el enorme y peludo Monte del Oso soltaba rayos y truenos que me hacían temer a Dios. Todo lo que veía era árboles a través de la niebla y una lúgubre espesura que se alzaba hasta los cielos.

-¿Qué coño estoy haciendo aquí? —grité y pensé en Chicago—. Ahora estarán allí pasándoselo muy bien haciendo de todo y yo estoy aquí… ¡Quiero llegar ya!

Seguí con cosas así hasta que por fin se detuvo un coche en la vacía estación de servicio; el hombre y las dos mujeres que lo ocupaban querían consultar un mapa. Me puse delante gesticulando bajo la lluvia; hablaron entre sí; yo parecía un maníaco, claro, con el pelo todo mojado, los zapatos empapados. Mis zapatos, soy un maldito idiota, eran huaraches mexicanos, de suela de esparto, lo menos adecuado para una noche lluviosa en América y la dura noche en la carretera. Pero me dejaron entrar y volvimos a Newburgh, cosa que acepté como alternativa preferible a quedar atrapado en la espesura del Monte del Oso toda la noche.

—Además —dijo el hombre—, casi no circula nadie por la 6. Si quiere ir a Chicago lo mejor es que coja el Túnel Holland en Nueva York y se dirija a Pittsburg.

Me di cuenta que tenía razón. Era mi sueño que se jodía, aquella estúpida idea de junto al hogar de que sería maravilloso seguir una gran línea roja que atravesaba América en lugar de probar por distintas carreteras y rutas.

En Newburgh había dejado de llover. Bajé caminando hasta el rio y tuve que volver a Nueva York en un autobús con un grupo de maestros de escuela que regresaban de pasar un fin de semana en las montañas. Bla, bla, bla y yo soltando tacos por todo el tiempo y el dinero que había malgastado, y diciéndome que quería ir al Oeste y aquí estaba tras pasar el día entero y parte de la noche subiendo y bajando, hacia el Norte y hacía el Sur, como si fuera algo que no podía empezar a hacer. Y me prometí estar en Chicago al día siguiente, y para estar seguro de ello cogí un autobús hasta Chicago, gastando gran parte de mi dinero, y no me importó para nada, sólo quería estar en Chicago al día siguiente.

3

Fue un viaje corriente en autobús con niños llorando y el sol ardiente, y campesinos subiendo en cada pueblo de Pennsilvania, hasta que llegamos a la llanura de Ohio y rodamos de verdad, subimos por Ashtabula y cruzamos Indiana de noche. Llegué a Chicago a primera hora de la mañana, cogí una habitación en un albergue juvenil, y me metí en la cama con muy pocos dólares en el bolsillo. Me lancé a las calles de Chicago tras un buen día de sueño.

El viento del lago Michigan, bop en el Loop, largos paseos por Halsted Sur y Clark Norte, y un largo paseo pasada la medianoche por la jungla urbana, donde un coche de la policía me siguió como si fuera un tipo sospechoso. En esta época, 1947, el bop estaba volviendo loca a toda América. Los tipos del Loop soplaban, fuerte pero con aire cansado, porque el bop estaba entre el período de la Ornitología de Charlie Parker y otro período que había empezado con Miles Davis. Y mientras estaba sentado allí oyendo ese sonido de la noche, que era lo que el bop había llegado a representar para todos nosotros, pensaba en todos mis amigos de uno a otro extremo del país y en cómo todos ellos estaban en el mismo círculo enorme haciendo algo tan frenético y corriendo por ahí. Y por primera vez en mi vida, la tarde siguiente, entré en el Oeste. Era un día cálido y hermoso para hacer autostop. Para evitar las desesperantes complicaciones del tráfico de Chicago tomé un autobús hasta Joliet, Illinois, crucé por delante de la prisión de Joliet, y me aparqué en las afueras de la ciudad después de caminar por las destartaladas calles, y señalé con el pulgar la dirección que quería seguir. Todo el camino desde Nueva York a Joliet lo había hecho en autobús, y había gastado más de la mitad de mi dinero.

El primer vehículo que me cogió era un camión cargado de dinamita con una bandera roja. Fueron unos cincuenta kilómetros por la enorme pradera de Illinois; el camionero me señaló el sitio donde la Ruta 6, en la que estábamos, se cruza con la Ruta 66 antes de que ambas se disparen hacia el Oeste a través de distancias increíbles. Hacia las tres de la tarde, después de un pastel de manzana y un helado en un puesto junto a la carretera, una mujer se detuvo por mi en un pequeño cupé. Sentí una violenta alegría mientras corría hacia el coche. Pero era una mujer de edad madura, de hecho madre de hijos de mi misma edad, y necesitaba alguien que la ayudara a conducir hasta Iowa. Estaba totalmente de acuerdo. ¡Iowa! No estaba lejos de Denver, y en cuanto llegara a Denver podría descansar. Ella condujo unas cuantas horas al principio; en un determinado sitio insistió en que visitáramos una vieja iglesia, como si fuéramos turistas, y después yo cogí el volante y, aunque no soy buen conductor, conduje directamente a través del resto de Illinois hasta Davenport, Iowa, vía Rock Island. Y aquí, por primera vez en mi vida, contemplé mi amado río Mississippi, seco en la bruma veraniega, bajo de agua, con su rancio y poderoso olor que huele igual que esa América en carne viva a la que lava. Rock Island: vías férreas, casuchas, pequeño núcleo urbano; y por el puente a Davenport, el mismo tipo de pueblo, todo oliendo a aserrín bajo el cálido sol del Medio Oeste. Aquí la señora tenía que seguir hacia su pueblo de Iowa por otra carretera, y me apeé.

El sol se ponía. Caminé, tras unas cuantas cervezas frías, hasta las afueras del pueblo, y fue un largo paseo. Todos los hombres volvían a casa del trabajo, llevaban gorros de ferroviarios, viseras de béisbol, todo tipo de sombreros, justo como después del trabajo en cualquier pueblo de cualquier sitio. Uno de ellos me llevó en su coche hasta la colina y me dejó en un cruce solitario de la cima de la pradera. Era un sitio muy bonito. Los únicos coches que pasaban eran coches de campesinos; me miraban recelosos, se alejaban haciendo ruido, las vacas volvían al establo. Ni un camión. Unos cuantos coches pasaron zumbando. Pasó un chico con su coche preparado y la bufanda al viento. El sol se puso del todo y me quedé allí de pie en medio de la oscuridad púrpura. Ahora estaba asustado. Ni

siquiera se veían luces hacia la parte de Iowa; dentro de un minuto nadie sería capaz de verme. Felizmente, un hombre que volvía a Davenport me llevó de regreso al centro. Sin embargo, me encontraba justo donde había empezado.

Fui a sentarme a la estación de autobuses y pensé en todo eso. Comí otro pastel de manzana y otro helado; eso es prácticamente todo lo que comí durante mi travesía del país.

Sabía que era nutritivo, y delicioso, claro está; decidí jugarme el todo por el todo. Cogí un autobús en el centro de Davenport, después de pasar media hora mirando a una empleada del café de la estación, y llegué a las afueras del pueblo, pero esta vez cerca de las estaciones de servicio. Por aquí pasaban los grandes camiones, ¡whaam!, y a los dos minutos uno de ellos frenó deteniéndose a recogerme. Corrí hacia él con el alma diciendo ¡yupiii! ¡Y vaya conductor!: un enorme camionero muy bruto de ojos saltones y voz áspera y rasposa que sólo daba portazos y golpes a todo y mantenía su cacharro a toda velocidad y no me hacía ningún caso. Así que pude descansar mi agotada alma un rato, pues una de los mayores molestias del viajar en autostop es tener que hablar con muchísima gente, para que piensen que no han hecho mal en cogerte, hasta incluso entretenerles, todo lo cual es agotador cuando quieres seguir todo el rato y no tienes pensado dormir en hoteles. El tipo gritaba por encima del ruido del motor, y todo lo que yo tenía que hacer era responderle chillando, y ambos descansamos. Y embalado, el tipo se dirigió directamente a Iowa City y me contó gritando las cosas más divertidas acerca de cómo se puede burlar la ley en los sitios donde hay una limitación de velocidad inadecuada, repitiendo una y otra vez:

—Esos hijoputas de la pasma nunca conseguirán que me baje los pantalones delante de ellos.

Justo cuando entrábamos en Iowa City vio otro camión que venía detrás de nosotros, y como tenía que desviarse en Iowa City encendió y apagó las luces traseras haciendo señas al otro tipo que nos seguía, y aminoró la marcha para que pudiera saltar fuera, lo que hice con mi bolsa, y el otro camión, aceptando el cambio, se detuvo a por mí, y una vez más, en un abrir y cerrar de ojos, me encontraba en otra enorme cabina, totalmente dispuesto a hacer cientos de kilómetros durante la noche, ¡me sentía feliz!

Y el nuevo camionero estaba tan loco como el otro y aullaba tanto, y todo lo que tenía que hacer era recostarme y dejarme ir. Ahora casi podía ver Denver allí delante como si fuera la Tierra Prometida, allá lejos entre las estrellas, más allá de la pradera de Iowa y las llanuras de Nebraska, y conseguí tener la más hermosa visión de San Francisco, todavía más allá, como una joya en la noche. Embaló el camión y contó cosas durante un par de horas, después, en un pueblo de Iowa donde años después Dean y yo fuimos detenidos por sospechas relacionadas con lo que parecía un Cadillac robado, durmió unas pocas horas en el asiento.

Yo también dormí, y di un pequeño paseo junto a solitarias paredes de ladrillo iluminadas por una sola luz, con la pradera brotando al final de cada calleja y el olor del maíz como rocío en la noche.

Se despertó sobresaltado al amanecer. En seguida rodábamos, y una hora después el humo de Des Moines apareció allí enfrente por encima de los verdes maizales. El tipo tenía que desayunar y quería tomárselo con calma, así que fui hasta el mismo Des Moines, unos seis kilómetros, en el coche de unos chicos de la Universidad de Iowa al que había hecho autostop; y resultaba extraño estar en aquel coche último modelo y oyéndoles hablar de exámenes mientras nos deslizábamos suavemente hacia el centro de la ciudad. Ahora quería dormir el día entero. Así que fui al albergue juvenil a buscar habitación; no tenían, y por instinto deambulé hasta las vías del ferrocarril —y en Des Moines hay un montón— y encontré una vieja y siniestra pensión cerca del depósito de locomotoras, y pasé todo el día entero durmiendo en una enorme cama limpia, dura y blanca con inscripciones obscenas en la pared junto a la almohada y las persianas amarillas bajadas para no ver el espectáculo humeante de los trenes.

Me desperté cuando el sol se ponía rojo; y aquél fue un momento inequívoco de mi vida, el más extraño momento de todos, en el que no sabía ni quién era yo mismo: estaba lejos de casa, obsesionado, cansado por el viaje, en la habitación de un hotel barato que nunca había visto antes, oyendo los siseos del vapor afuera, y el crujir de la vieja madera del hotel, y pisadas en el piso de arriba, y todos los ruidos tristes posibles, y miraba hacia el techo lleno de grietas y auténticamente no supe quién era yo durante unos quince extraños segundos.

No estaba asustado; simplemente era otra persona, un extraño, y mi vida entera era una vida fantasmal, la vida de un fantasma. Estaba a medio camino atravesando América, en la línea divisoria entre el Este de mi juventud y el Oeste de mi futuro, y quizá por eso sucedía aquello allí y entonces, aquel extraño atardecer rojo.

Pero tenía que seguir y dejar de lamentarme, así que cogí mi bolsa, dije adiós al viejo dueño de la pensión sentado junto a su escupidera, y me fui a comer. Comí tarta de manzana y helado; ambas cosas mejoraban a medida que iba adentrándome en Iowa: la tarta más grande, el helado más rico. Aquella tarde en Des Moines mirara donde mirara veía grupos de chicas muy guapas —volvían a casa del instituto— pero no tenía tiempo de pensar en esas cosas y me prometí ir a un baile en Denver. Carlo Marx ya estaba en Denver; Dean también estaba allí; Chad King y Tim Gray también estaban, eran de allí; Marylou estaba allí; y se hablaba de un potente grupo que incluía a Ray Rawlins y a su guapa hermana, la rubia Babe Rawlins; a dos camareras conocidas de Dean, las hermanas Bettencourt; hasta Roland Major, mi viejo amigo escritor de la universidad, estaba allí. Tenía unas ganas tremendas de encontrarme entre ellos y disfrutaba el momento por anticipado. Así que dejé pasar de largo aquellas chicas tan guapas, y eso que en Des Moines viven las chicas más guapas del mundo.

Un tipo en una especie de caja de herramientas sobre ruedas, un camión lleno de herramientas que conducía puesto de pie como un lechero moderno, me cogió y me llevó colina arriba, allí casi sin detenerme me recogió un granjero que iba con su hijo en dirección a Adel, Iowa. En este lugar, bajo un gran olmo próximo a una estación de servicio, conocí a otro autostopista, un neoyorquino típico, un irlandés que había conducido una camioneta de correos la mayor parte de su vida y que ahora iba a Denver en busca de una chica y una nueva vida. Creo que dejaba Nueva York para escapar de algo, probablemente de la ley. Era un auténtico borracho de treinta años con la nariz colorada y normalmente me habría molestado, pero todos mis sentidos estaban aguzados deseando cualquier tipo de contacto humano. Llevaba una destrozada chaqueta de punto y unos pantalones muy amplios y sólo tenía de equipaje un cepillo de dientes y unos pañuelos. Dijo que teníamos que hacer autostop juntos. Debería haberle dicho que no, pues no parecía demasiado agradable para la carretera. Pero seguimos juntos y nos cogió un hombre taciturno que iba a Stuart, Iowa, un sitio donde nos quedamos colgados de verdad. Estuvimos enfrente de las taquillas de billetes de tren de Stuart mientras esperábamos por vehículos que fueran al Oeste hasta que se puso el sol, unas cinco horas, tratando de matar el tiempo, primero hablando de nosotros mismos, después se puso a contarme chistes verdes, después dimos patadas a las piedras e hicimos ruidos estúpidos de todas clases. Nos aburríamos.

Decidí gastar un dólar en cerveza; fuimos a una vieja taberna de Stuart y tomamos unas cuantas. Allí él se emborrachó como hacía siempre al volver de noche a su casa de la Novena Avenida, y me gritaba ruidosamente al oído todos los sueños sórdidos de su vida. Empezó a gustarme; no porque fuera una buena persona, como después demostró que era, sino porque mostraba entusiasmo hacia las cosas. Volvimos a la carretera en la oscuridad, y claro, no se detuvo nadie ni pasó casi nadie durante mucho tiempo. Seguimos allí hasta las tres de la madrugada. Pasamos algo de tiempo tratando de dormir en el banco del despacho de billetes del tren, pero el telégrafo sonaba toda la noche y no conseguíamos dormir, y el ruido de los grandes trenes de carga llegaba desde fuera.

No sabíamos cómo subir a un convoy del modo adecuado; nunca lo habíamos hecho antes; no sabíamos si iban al Este o al Oeste ni cómo averiguarlo o qué vagón o plataforma o furgón elegir, y así sucesivamente. Conque cuando llegó el autobús de Omaha justo antes de amanecer nos subimos a él uniéndonos a los dormidos pasajeros: pagué su billete y el mío. Se llamaba Eddie. Me recordaba a un primo mío que vivía en el Bronx. Por eso seguí con él. Era como tener a un viejo amigo al lado, un tipo sonriente de buen carácter con el que seguir tirando.

Al amanecer llegamos a Council Bluffs; miré afuera. Todo el invierno había estado leyendo cosas de las grandes partidas de carretas que celebraban consejo allí antes de recorrer las rutas de Oregón y Santa Fe; y, claro, ahora sólo había unas cuantas jodidas casas de campo de diversos tipos y tamaños nimbadas por el difuso gris del amanecer.

Después Omaha y, ¡Dios mío!, vi al primer vaquero. Caminaba junto a las gélidas paredes de los depósitos frigoríficos de carne con un sombrero de ala ancha y unas botas tejanas, semejante en todo a cualquier tipo miserable de un amanecer en las paredes de ladrillo del Este si se exceptuaba su modo de vestir. Nos apeamos del autobús y subimos la colina caminando —la alargada colina formada durante milenios por el poderoso Missouri junto a la que se levanta Omaha— salimos al campo y extendimos nuestros pulgares. Hicimos un breve trecho con un rico ranchero con sombrero de ala ancha que nos dijo que el valle del Platte era tan grande como el valle del Nilo, en Egipto, y cuando decía eso, vi a lo lejos los grandes árboles serpenteando junto al lecho del río y los vastos campos verdes a su alrededor, y casi estuve de acuerdo con él.

Después, cuando nos encontrábamos en otro cruce y el cielo empezaba a nublarse, otro vaquero, éste de más de seis pies de estatura y sombrero más modesto, nos llamó y quiso saber si alguno de nosotros podía conducir.

Desde luego Eddie podía conducir, tenía su carnet y yo no. El vaquero llevaba consigo dos coches y quería volver con ellos a Montana. Su mujer estaba en Grand Island, y necesitaba que condujéramos uno de los coches hasta allí, donde ella se ocuparía de conducirlo. En ese punto se dirigiría al Norte, lo que supondría el límite de nuestro viaje con él. Pero era recorrer unos buenos cientos de kilómetros de Nebraska y, naturalmente, no lo dudamos.

Eddie conducía solo, el vaquero y yo le seguíamos, y en cuanto salimos de la ciudad Eddie puso aquel trasto a ciento cincuenta kilómetros por hora, por pura exuberancia.

—¡Maldita sea! ¿Qué hace ese muchacho? —gritó el vaquero y se lanzó detrás de él.

Aquello empezaba a parecer una carrera. Durante un minuto creí que Eddie intentaba escaparse con el coche (y que yo sepa, eso estaba intentando). Pero el vaquero se pegó a él y luego, poniéndose a su lado, tocó el claxon. Eddie aminoró la marcha. El vaquero a base de bocinazos le mandó que parara.

—Maldita sea, chico, a esa velocidad vas a estrellarte. ¿No puedes conducir un poco más despacio?

—Claro, que me trague la tierra, ¿de verdad iba a ciento cincuenta? —dijo Eddie—.

No me daba cuenta. La carretera es tan buena.

—Tómate las cosas con más calma y llegaremos a Grand Island enteros.

—Así será. —Y reanudamos el viaje. Eddie se había tranquilizado y probablemente iba medio dormido. De ese modo recorrimos ciento cincuenta kilómetros de Nebraska, siguiendo el sinuoso Platte con sus verdes praderas.

—Durante la depresión —me dijo el vaquero—, solía subirme a trenes de carga por lo menos una vez al mes. En aquellos días veías a cientos de hombres viajando en plataformas o furgones, y no sólo eran vagabundos, había hombres de todas clases que no tenían trabajo y que iban de un lado para otro y algunos se movían sólo por moverse. Y era igual en todo el Oeste. En aquella época los guardafrenos nunca te molestaban. No sé lo que pasa hoy día.

Nebraska no sirve para nada. A mediados de los años treinta este lugar sólo era una enorme nube de polvo hasta donde alcanzaba la vista. No se podía respirar. El suelo era negro. Yo andaba por aquí aquellos días. Por mí pueden devolver Nebraska a los indios si quieren. Odio este maldito lugar más que ningún otro sitio del mundo. Ahora vivo en Montana, en Missoula concretamente. Ven por allí alguna vez y verás lo que es la tierra de Dios. —Por la tarde, cuando se cansó de hablar, me dormí. Era un buen conversador.

Nos detuvimos junto a la carretera para comer algo. El vaquero fue a que le pusieran un parche en el neumático de repuesto, y Eddie y yo nos sentamos en una especie de parador. Oí una gran carcajada, la risa más sonora del mundo, y allí venía un amojamado granjero de Nebraska con un puñado de otros muchachos. Entraron en el parador y se oían sus ásperas voces por toda la pradera, a través de todo el mundo grisáceo de aquel día.

Todos los demás reían con él. El mundo no le preocupaba y mostraba una enorme atención hacia todos. Dije para mis adentros: «¡Whamm!, escucha cómo se ríe ese hombre. Es el Oeste, y estoy aquí en el Oeste.» Entró ruidoso en el parador llamando a Maw, y ésta hacía la tarta de ciruelas más dulce de Nebraska, y yo tomé un poco con una gran cucharada de nata encima.

—Maw, échame el pienso antes de que tenga que empezar a comerme a mí mismo o a hacer alguna maldita cosa parecida —dijo, y se dejó caer en una banqueta y siguió ¡jo! ¡jo! ¡jo! ¡jo!— Y ponme judías con lo que sea.

Y el espíritu del Oeste se sentaba a mi lado. Me hubiera gustado conocer toda su vida primitiva y qué coño había estado haciendo todos estos años además de reír y gritar de aquel modo. ¡Puff!, me dije, y el vaquero volvió y nos largamos hacia Grand Island.

Y llegamos allí de un salto. El vaquero fue a buscar a su mujer y ambos se marcharon hacia lo que les deparara el destino, y Eddie y yo volvimos a la carretera. Hicimos un buen trecho con un par de muchachos —pendencieros, adolescentes, campesinos en un trasto remendado— y nos dejaron en un punto del itinerario bajo una fina llovizna. Entonces un viejo que no dijo nada —y que Dios sabe por qué nos recogió— nos llevó hasta Shelton.

Aquí Eddie se quedó en la carretera como desamparado ante un grupo de indios de Omaha, de muy poca estatura, que estaban acurrucados sin tener a donde ir ni nada que hacer. Al otro lado de la carretera estaban las vías del tren y el depósito de agua que decía SHELTON.

—¡La madre que lo parió! —exclamó Eddie asombrado—. Yo estuve aquí antes. Fue hace años, cuando la guerra, de noche, muy de noche y todos dormían. Salí a fumar a la plataforma y me encontré en medio de la nada, en la oscuridad. Alcé la vista y vi el nombre de Shelton escrito en el depósito de agua. íbamos hacia el Pacífico, todo el mundo roncaba, todos aquellos malditos mamones, y sólo estuvimos unos minutos, para cargar carbón o algo así, y en seguida nos fuimos. ¡Maldita sea! ¿Conque esto es Shelton? Odio este sitio desde entonces.

Y en Shelton nos quedamos colgados. Lo mismo que en Davenport, Iowa, casi todos los coches eran de granjeros, y de vez en cuando uno de turistas, lo que es peor, con viejos conduciendo y sus mujeres señalando los carteles o consultando los mapas y mirando a todas partes con aire de desconfianza.

La llovizna aumentó y Eddie cogió frío; llevaba muy poca ropa encima. Saqué una camisa de lana de mi saco de lona y se la puso. Se sintió un poco mejor. Yo también me resfrié. Compré unas gotas para la tos en una destartalada tienda india de algo. Fui a la diminuta oficina de correos y escribí una tarjeta postal a mi tía. Volvimos a la carretera gris. Allí enfrente estaba Shelton, escrito sobre el depósito de agua. Pasó el tren de Rock Island. Vimos las caras de los pasajeros de primera cruzar en una bruma. El tren silbaba a través de las llanuras en la dirección de nuestros deseos. Empezó a llover más fuerte aún.

Un tipo alto, delgado, con un sombrero de ala ancha, detuvo su coche al otro lado de la carretera y vino hacia nosotros; parecía un sheriff o algo así. Preparamos en secreto nuestras historias. Se tomó cierto tiempo para llegar hasta nosotros.

—¿Qué chicos, vais a algún sitio o simplemente vais? —no entendimos la pregunta, y eso que era una pregunta jodidamente buena.

—¿Por qué? —dijimos.

—Bueno, es que tengo una pequeña feria instalada a unos cuantos kilómetros carretera abajo y ando buscando unos cuantos chicos que quieran trabajar y ganarse unos dólares.

Tengo la concesión de una ruleta y unas anillas, ya sabéis, esas anillas que se tiran a unas muñecas para probar suerte. Si queréis trabajar para mí os daré el treinta por ciento de los ingresos.

—¿Comida y techo también?

—Tendréis cama, pero comida no. Podéis comer en el pueblo. Nos moveremos algo — y como vio que lo pensábamos añadió—: es una buena oportunidad —y esperó pacientemente a que tomáramos una decisión. Estábamos confusos y no sabíamos qué decir, y por mi parte no me apetecía nada trabajar en una feria. Tenía una prisa tremenda por reunirme con mis amigos de Denver.

—No estoy seguro —dije—. Viajo lo más rápido que puedo y no creo que tenga tiempo para eso.— Eddie dijo lo mismo, y el viejo dijo adiós con la mano, subió sin prisa a su coche y se alejó. Y eso fue todo.

Nos reímos un rato y especulamos sobre cómo hubiera sido aquello. Entreví una noche oscura y polvorienta en la pradera, y los rostros de las familias de Nebraska paseando entre los puestos, con sus chavales sonrosados mirándolo todo con temor, y supe lo mal que me habría sentido engañándolos con todos aquellos trucos baratos de feria. Y la noria girando en la oscuridad de la llanura, y, ¡Dios todopoderoso!, la música triste del tiovivo y yo esperando llegar a mi destino, y durmiendo en un carromato de colores chillones sobre un colchón de arpillera.

Eddie resultó ser un compañero de carretera muy poco seguro. Se acercó un aparato muy raro conducido por un viejo; era de aluminio o algo parecido, cuadrado como una caja: un remolque, sin duda, pero un remolque de fabricación casera de Nebraska, raro y disparatado. Iba muy despacio y se detuvo. Corrimos; el viejo dijo que sólo podía llevar a uno; sin decir ni una sola palabra, Eddie saltó dentro y desapareció poco a poco de mi vista llevándose mi camisa de lana. Bueno, una verdadera pena; lancé un beso de adiós a la camisa; en cualquier caso sólo tenía un valor sentimental. Esperé en nuestro infierno personal de Shelton durante mucho, muchísimo tiempo, varias horas, y pensando que se hacía de noche; en realidad, era sólo por la tarde, pero estaba oscuro. Denver, Denver, ¿cómo conseguiría llegar a Denver? Estaba a punto de dejar todo aquello e irme a tomar un café cuando se detuvo un coche bastante nuevo conducido por un tipo joven. Corrí hacia él como un loco.

—¿Adónde vas?

—A Denver.

—Bien, puedo acercarte a tu meta unos ciento cincuenta kilómetros.

—Estupendo, maravilloso, acabas de salvarme la vida.

—Yo también solía hacer autostop, por eso recojo siempre a quien me lo pide.

—Yo haría lo mismo si tuviera coche —y hablamos y me contó su vida, que no era muy interesante, y me dormí un poco y desperté en las afueras de Gothenburg, donde me dejó.

4

Iba a comenzar el más grande trayecto de mi vida. Un camión con una plataforma detrás y unos seis o siete tipos desparramados por encima de ella, y los conductores, dos jóvenes granjeros rubios de Minnesota, recogían a todo el que se encontraban en la carretera: la más sonriente y agradable pareja de patanes que se pueda imaginar; ambos llevaban camisas y monos de algodón, sólo eso; ambos tenían poderosas muñecas y eran animados, y sonreían como si dijeran ¿qué tal estás? a todo el que se cruzara en su camino.

Corrí, salté a la caja y dije:

—¿Hay sitio?

—Claro que sí, sube. Hay sitio para todo el mundo —me respondieron.

Todavía no me había instalado del todo en la caja cuando el camión arrancó; vacilé, pero uno de los viajeros me agarró y pude sentarme. Alguien me pasó una botella de aguardiente y bebí el último trago que quedaba. Respiré profundamente el aire salvaje, lírico y húmedo de Nebraska.

—¡UUiii, allá vamos! —gritó un chico con visera de béisbol, y el camión se puso a más de cien kilómetros por hora y adelantaba a todos.

—Venimos en este cacharro hijoputa desde Des Moines. Estos tipos nunca paran. De vez en cuando hay que gritarles que queremos mear, pues si no hay que hacerlo al aire y agarrarse bien, hermano, agarrarse bien.

Observé a los pasajeros. Había dos jóvenes campesinos de Dakota del Norte con viseras de béisbol rojas, que es el modelo habitual de gorro que usan los chicos campesinos de Dakota del Norte. Iban a la recolección; sus viejos les habían dado permiso para andar por la carretera durante el verano. Había dos chicos de ciudad, de Columbus, Ohio, jugadores de fútbol y estudiantes, chicle, guiños, cánticos, y diciendo que hacían autostop por los Estados Unidos durante el verano.

—¡Vamos a Los Angeles! —gritaron.

—¿Y qué vais a hacer allí?

—Joder, no lo sabemos. Además, ¿eso qué importa?

Después estaba un individuo alto y delgado que tenía una mirada atravesada.

—¿De dónde eres? —le pregunté. Estaba tumbado junto a él; se volvió lentamente hacia mí, abrió la boca, y dijo:

—Montana.

Finalmente estaban Mississippi Gene y su compañero. Mississippi Gene era un chico moreno y bajo que recorría el país en trenes de carga, un vagabundo de unos treinta años con aspecto juvenil; tanto que resultaba imposible determinar qué edad tenía exactamente.

Se sentaba con las piernas cruzadas, observando la pradera sin decir nada durante cientos de kilómetros. En una ocasión se volvió hacia mí y dijo:

—¿Tú adónde vas?

Dije que a Denver.

—Tengo una hermana allí pero no la he visto desde hace bastantes años —su hablar era melodioso y pausado. Era tranquilo. Su compañero era un chico de dieciséis años alto y rubio, también con harapos de vagabundo; es decir, llevaban ropa muy vieja que se había puesto negra con el hollín de los trenes y la suciedad de los vagones de carga y el dormir en el suelo. El chico rubio también era muy tranquilo y parecía huir de algo, y supuse que sería de la ley por el modo en que miraba y humedecía los labios con aspecto preocupado.

Montana Slim les hablaba de vez en cuando con sonrisa sardónica e insinuante. Pero ellos no le prestaban atención. Slim era todo insinuación. Me asustaba su mueca y que abriera la boca justo delante de mi cara y la mantuviera semiabierta como un retrasado mental.

—¿Tienes dinero? —me preguntó.

—Coño, claro que no. Quizá para comprar un poco de whisky hasta llegar a Denver.

¿Y tú?

—Sé donde conseguirlo.

—¿Dónde?

—En cualquier sitio. Siempre puedes hacértelo con un tipo en la carretera, ¿no crees?

—Sí, supongo que tú sí puedes.

—Lo haría si realmente necesitara pasta. Me dirijo a Montana a ver a mi padre. Tendré que bajar de este trasto en Cheyenne y tomar otro camino. Ese par de locos va a Los Angeles.

—¿Directamente?

—Sin detenerse. Si quieres ir a LA has subido al vehículo adecuado.

Medité el asunto; la idea de zumbar toda la noche a través de Nebraska, Wyoming y el desierto de Utah por la mañana, y después lo más probable que el desierto de Nevada por la tarde, y llegar a LA en un espacio de tiempo previsible casi me hizo cambiar de planes.

Pero tenía que ir a Denver. También me tenía que apear en Cheyenne, y hacer autostop hacia el sur para recorrer los ciento cincuenta kilómetros hasta Denver.

Me alegré cuando los dos granjeros de Minnesota dueños del camión decidieron detenerse a comer en North Platte; quería echarles una ojeada. Salieron de la cabina y nos sonrieron.

—A mear tocan —dijo uno.

—Parada y fonda —dijo el otro.

Pero eran los únicos del grupo que tenían dinero para comer. Todos nos arrastramos detrás de ellos hasta un restaurante atendido por un grupo de mujeres, y nos sentamos ante unas hamburguesas y unas tazas de café mientras ellos tragaban platos rebosantes como si estuvieran de vuelta en la cocina de su madre. Eran hermanos; transportaban maquinaria agrícola de Los Angeles a Minnesota y hacían su buena pasta. En su viaje de vacío a la costa recogían a cuantos se encontraban en la carretera. Ya lo habían hecho otras cinco veces; les divertía muchísimo. De hecho, todo les gustaba. Nunca dejaban de sonreír.

Intenté hablar con ellos —una especie de estúpido intento de trabar amistad con los capitanes del barco— y sus únicas respuestas fueron dos cordiales sonrisas y unos blancos dientes enormes de comedores de cereales.

Todos nos habíamos unido a ellos en el restaurante excepto los dos vagabundos, Gene y su chico. Cuando volvimos seguían sentados en el camión tristes y desconsolados. Ahora caía la noche. Los conductores fumaban; yo expuse mis deseos de ir a comprar una botella de whisky para mantener el calor durante el frío de la noche.

—Vete, pero apresúrate.

—Tomaréis unos tragos —les ofrecí.

—No, no, nosotros nunca bebemos. Pero vete.

Montana Slim y los dos estudiantes me acompañaron por las calles de North Platte hasta que encontré una tienda de bebidas. Los chicos bebieron un poco, Slim otro poco, y yo compré un litro. Hombres altos y hoscos nos observaban desde edificios con falsas fachadas; la calle principal estaba bordeada de casas cuadradas con forma de caja. Había inmensas perspectivas de las llanuras más allá de cada una de las tristes calles. Noté algo distinto en el aire de North Platte, no sabía qué era. Lo supe cinco minutos después.

Volvimos al camión y reanudamos la marcha. Oscurecía rápidamente. Todos tomamos un trago y de pronto miré y vi que los verdes campos del Platte empezaban a desaparecer y en su lugar, y hasta donde alcanzaba la vista, aparecía una enorme llanura esteparia de arena y artemisa. Estaba atónito.

—¿Qué coño es esto? —le grité a Slim.

—Es el comienzo de los pastizales, muchacho. Pásame otro trago.

—¡Yupiii! —aullaron los estudiantes—, ¡Adiós Columbus! ¿Qué dirían Sparkie y los chicos si estuvieran aquí? ¡Yupiii!

Los conductores habían cambiado de puesto en la cabina; el hermano que estaba descansado forzaba el camión al máximo. La carretera también cambió: abombada por el centro, blanda a los lados y con una zanja de más de un metro de profundidad bordeándola, así que el camión saltaba y oscilaba de un lado de la carretera al otro—milagrosamente sólo cuando no había coches que vinieran en dirección opuesta— y pensé que íbamos a dar un salto mortal. Pero eran unos conductores tremendos. ¡Cómo superó el camión la cresta de Nebraska! (la cresta que se hunde hacia Colorado). Y en seguida me di cuenta que de hecho ya estaba casi en Colorado, aunque no de modo oficial, pero mirando al sudoeste el propio Denver estaba a unos pocos cientos de kilómetros. Grité de alegría. La botella circuló. Salieron estrellas resplandecientes, las colinas de arena estaban cada vez más lejos y se hicieron borrosas. Me sentí igual que una flecha disparada camino del blanco.

Y de pronto, Mississippi Gene se volvió hacia mí saliendo de su letargo y estirando las piernas, y abrió la boca, y se inclinó y dijo:

—Estas llanuras me recuerdan a Texas.

—¿Eres de Texas?

—No, señor, soy de Green-vell, Muss-sippy —y ése fue el modo en que lo dijo.

—¿De dónde es el chico?

—Se metió en líos allá en Mississippi, así que me ofrecí a ayudarle a largarse. Nunca ha estado del todo en sus cabales. Cuido de él lo mejor que puedo, sólo es un niño.

Aunque Gene era blanco tenía algo de viejo negro cansado y sabio, y también mucho de Elmer Hassel, el adicto a las drogas neoyorkino, pero un Hassel de trenes, un Hassel viajero épico, cruzando y volviendo a cruzar el país todos los años, hacia el Sur en invierno y hacia el Norte en verano, y eso sólo porque no podía quedarse en un sitio sin cansarse en seguida de él y porque no había adónde ir excepto a todas partes, y tenía que mantenerse bajo las estrellas, por lo general las estrellas del Oeste.

—He estado en Og-den un par de veces. Si usted quiere ir a Og-den tengo algunos amigos que podrían alojarle.

—Voy a Denver desde Cheyenne.

—¡Coño! Vaya derecho hasta allí, no se hace un viaje como éste todos los días.

Esta también era una oferta tentadora. ¿Qué había en Ogden? Y dije:

—¿Qué es Ogden?

—Es el sitio por el que pasan la mayoría de los muchachos y siempre hay amigos allí; uno puede encontrarse a cualquiera.

Años antes yo había navegado con un tipo alto y huesudo de Louisiana que se llamaba Big Slim Hazard, William Holmes Hazard, que era vagabundo por afición. De niño había visto a un vagabundo pedirle a su madre un poco de pastel, y ella se lo dio, y cuando el vagabundo se había marchado carretera abajo, el niño dijo:

—Mamá, ¿quién era ése?

—Era un vagabundo.

—Mamá, yo también seré vagabundo.

—No digas tonterías niño, eso no es para los Hazards.

Pero él nunca olvidó aquel día, y cuando se hizo mayor, y tras un breve período de jugador de fútbol en la universidad de Louisiana, se hizo vagabundo. Big Slim y yo pasamos muchas noches contándonos historias y escupiendo tabaco de mascar en bolsas de papel. Había algo en Mississippi Gene que me recordaba tanto a Big Slim Hazard, que le pregunté:

—¿No habrás conocido por casualidad a un tipo llamado Big Slim Hazard?

—¿Se refiere usted a un tipo que se ríe mucho? —me dijo.

—Bueno, eso suena un poco a él. Era de Ruston, Louisiana.

—Eso es. Louisiana Slim le llamaban a veces. Sí, señor, he conocido a Big Slim.

—¿Solía trabajar en los yacimientos de petróleo del este de Texas?

—El este de Texas, así es. Y ahora se dedica a marcar ganado.

Y eso era exacto; pero todavía no podía creer que Gene hubiera conocido realmente a Slim, a quien yo había buscado, más o menos, durante años.

—¿Y solía trabajar en los remolcadores de Nueva York?

—Bueno, eso no lo sé.

—Supongo que sólo lo conociste en el Oeste.

—Así parece. Yo nunca he estado en Nueva York.

—Bueno, maldita sea, me asombra que lo conozcas. Este es un país muy grande, Sin embargo sé que debes de haberlo conocido.

—Si, señor, conozco a Big Slim perfectamente. Siempre generoso con su dinero; cuando lo tiene, claro. De mal genio, un tipo duro, también. Le he visto tumbar a un policía en los depósitos de ferrocarril de Cheyenne, y de un solo puñetazo.

Eso sonaba mucho a Big Slim; siempre practicaba golpes de boxeo en el aire; se parecía un poco a Jack Dempsey, pero a un Jack Dempsey joven que bebía bastante.

—¡Maldición! —grité al viento, y tomé otro trago, y me sentía muy bien. Cada trago era bañado por el viento en aquel camión abierto, desaparecían sus malos efectos, y los buenos penetraban en mi estómago—, ¡Cheyenne, allá voy! —canté—. Denver espera a tu chico.

Slim Montana se volvió hacia mí, señaló mis zapatos y comentó:

—Se supone que si pones esas cosas en el suelo crecerá algo, ¿no? —sin soltar ni una sonrisa, claro, y los demás al oírle se echaron a reír.

Y es que eran los zapatos más absurdos de toda América; los llevaba concretamente porque no quería que me sudaran los pies en la ardiente carretera, y excepto cuando la lluvia del Monte del Oso demostraron ser los mejores zapatos posibles para un viaje como el mío. Así que me uní a sus risas. Y los zapatos ya estaban por entonces muy gastados, las tiras de cuero de colores levantadas como rodajas de pina y mis dedos asomando a través de ellas. Bueno, tomé otro trago y me reí. Como en sueños pasamos zumbando por pequeños pueblos y cruces de carreteras que brotaban de la oscuridad y junto a largas hileras de braceros y vaqueros en la noche. Nos veían pasar con un movimiento de cabeza y nosotros les veíamos golpearse los muslos desde la renovada oscuridad del otro lado del pueblo: éramos un grupo extraño de ver.

Había un montón de hombres en el campo durante esta época del año. Los chicos de Dakota estaban inquietos.

—Creo que nos bajaremos en la próxima parada para mear; parece que por aquí hay montones de trabajo —dijo uno de ellos.

—Lo único que tenéis que hacer es dirigiros al Norte cuando se termine por aquí —les aconsejó Montana Slim—, y seguir la cosecha hasta llegar a Canadá. —Los chicos asintieron vagamente; no parecía que les interesara demasiado aquel consejo.

Entretanto, el chico rubio fugitivo seguía sentado igual que siempre; de vez en cuando Gene abandonaba su trance budista sobre las sombrías praderas y decía algo cariñoso al oído del chico. El chico asentía. Gene cuidaba de él, de su estado de ánimo y de sus temores. Yo me preguntaba adónde coño irían y qué coño harían. No tenían pitillos.

Derroché mi paquete con ellos. Me gustaban. Eran agradecidos y amables. Nunca pedían y yo seguía ofreciéndoles. Montana Slim también tenía un paquete pero nunca ofrecía.

Pasamos zumbando por otro pueblo; pasamos junto a otra hilera de hombres altos y flacos con pantalones vaqueros arracimados en la penumbra como mariposas alrededor de la luz, y regresamos a la tremenda oscuridad, y las estrellas se mostraban encima puras y brillantes porque el aire se hacia gradualmente más y más tenue a medida que ascendíamos la empinada pendiente de la meseta occidental, alrededor de veinte centímetros cada kilómetro, o eso decían, y sin árboles en parte alguna que ocultaran las estrellas. Y una vez vi una vaca melancólica de cabeza blanca entre la salvia del borde de la carretera cuando pasábamos a toda prisa. Era como ir en tren, justo con la misma regularidad, justo con idéntica seguridad.

Al rato llegamos a un pueblo, aminoramos la marcha, y Montana Slim dijo:

—Hora de mear —pero los de Minnesota no pararon y siguieron a toda marcha—. ¡Joder! Tengo que hacerlo —gritaba Slim.

—Hazlo por un lado —dijo alguien.

—Bueno, lo haré —respondió él, y lentamente, observado por todos, se fue arrastrando hasta la parte de atrás de la caja agarrándose a lo que podía, hasta que las piernas le quedaron colgando fuera. Alguien golpeó la ventanilla de la cabina para llamar la atención de los hermanos. Se desplegaron sus enormes sonrisas en cuanto se volvieron. Y justo cuando Slim estaba preparado para empezar, en la posición precaria en la que se encontraba, empezaron a hacer zigzags con el camión a más de cien kilómetros por hora.

Se cayó de espaldas y durante un momento vimos un surtidor de ballena en el aire; trabajosamente consiguió sentarse de nuevo. Hicieron oscilar el camión otra vez. ¡Whaam!

Montana Slim cayó de costado y se puso todo perdido. Entre el ruido del motor le oíamos soltar maldiciones como gemidos de un hombre llegando desde lejanas montañas.

—¡Cojones! ¡Me cago en la puta! —y no se daba cuenta de que lo estaban haciendo a posta mientras se esforzaba por superar la prueba, ceñudo como el mismo Job. Cuando terminó estaba empapado, y ahora tuvo que hacer el camino de vuelta, y con expresión compungida nos miraba reír a todos, excepto el melancólico chico rubio, y a los de Minnesota que se desternillaban en la cabina. Le tendí la botella para que se animara un poco.

—Conque lo estaban haciendo a propósito —dijo.

—Claro que sí.

—Bien, maldita sea, no me daba cuenta. Lo único que sabía es que también lo había hecho en Nebraska y no había tenido ni la mitad de problemas.

De repente habíamos llegado a Ogalalla, y aquí los tipos de la cabina gritaron:

—¡A mear tocan! —con gran deleite.

Slim se quedó enfadado en el camión lamentando la oportunidad perdida. Los dos chicos de Dakota nos dijeron adiós a todos y pensaban empezar su trabajo de braceros aquí. Les vimos desaparecer en la noche en dirección a las casuchas del final del pueblo donde había luz encendida y donde, según un vigilante nocturno de pantalones vaqueros les dijo, estaban los que podían darles trabajo. Yo tenía que comprar tabaco. Gene y el chico rubio me acompañaron para estirar un poco las piernas. Llegué al lugar más perdido del mundo, una especie de solitaria discoteca de las llanuras para los quinceañeros locales.

Bailaban, algunos de ellos, a la música de una máquina. Hubo un momento de silencio cuando entramos. Gene y el rubito se quedaron quietos sin mirar a nadie; lo único que querían era tabaco. Había unas cuantas chicas bastantes guapas también. Y una de ellas le puso ojos de carnero degollado al rubio y él no se dio cuenta, y si se hubiera dado cuenta no habría hecho caso; así era de triste y desamparado.

5

Estaba con Montana Slim y empezamos a recorrer los bares. Tenía unos siete dólares, cinco de los cuales derroché estúpidamente aquella misma noche. Primero nos mezclamos con los turistas disfrazados de vaqueros y con los petroleros y los rancheros, en bares, en soportales, en aceras; después tuve que sacudir un rato a Slim que andaba dando tumbos por la calle a causa del whisky y la cerveza: era un bebedor así; se le pusieron los ojos vidriosos, y a cada momento se ponía a hablar de sus cosas con cualquier desconocido. Fui a un puesto de chiles y la camarera era mexicana y guapa. Comí y luego le escribí unas líneas en la parte de atrás de la cuenta. El puesto de chiles estaba desierto; todo el mundo estaba en otros sitios, bebiendo. Dije a la chica que mirara la parte de atrás de la cuenta.

Ella la leyó y se rió. Era un poemita sobre lo mucho que deseaba que me acompañase a disfrutar de la noche.

—Me gustaría, chiquito*, pero tengo una cita con mi novio.

—¿No puedes librarte de él?

—No, no puedo —me dijo tristemente, y me gustó cómo lo había dicho.

—Volveré por aquí otra vez —le dije, y ella respondió:

—Cuando quieras, chico.

Aún seguí allí un rato aunque sólo fuera para contemplarla, y tomé otra taza de café. Su novio apareció y con aire hosco le preguntó cuándo estaría libre. Ella se dio prisa para cerrar el local en seguida. Tuve que largarme. Cuando salía le sonreí. Fuera las cosas seguían tan agitadas como siempre, si se exceptúa el que los gordos vaqueros estaban todavía más borrachos y gritaban más alto. Era divertido.

Había jefes indios paseando con penachos de plumas y aire solemne entre los congestionados rostros de los borrachos. Vi a Slim tambaleándose por allí y me uní a él.

—Acabo de escribirle una postal a mi viejo, en Montana —dijo—, ¿No podrías buscar un buzón y echármela?

Era una extraña petición; me dio la postal y atravesó tambaleante las puertas batientes de un saloon. Cogí la tarjeta, fui a un buzón y eché una rápida ojeada a lo que había escrito: «Querido Papá, estaré en casa el miércoles. Las cosas me van perfectamente y espero que a ti te suceda otro tanto. Richard.»

Aquello cambió por completo la idea que tenía de él; ¡qué educado y cariñoso se mostraba con su padre! Fui al bar y me reuní con él. Nos ligamos a un par de chicas, una rubia bastante guapa y una morena rellenita. Eran tontas y aburridas, pero seguimos con ellas. Las llevamos a un destartalado club nocturno que estaba a punto de cerrar, y donde me lo gasté todo, menos un par de dólares, en whisky escocés para ellas y cerveza para nosotros. Estaba casi borracho y no me importó; todo me parecía perfecto. Todo mi ser y mi voluntad apuntaban hacia la rubita. La deseaba con todas mis fuerzas, la abracé y quise decírselo. El club cerró y caminamos sin rumbo por las miserables calles polvorientas.

Miré al cielo; las estrellas puras y maravillosas todavía estaban allí. Las chicas querían ir a la estación de autobuses, así que fuimos todos, pero al parecer tenían que reunirse con un marinero que las esperaba allí, primo de la más gorda, y el marinero estaba con varios amigos. Le dije a la rubia:

—¿Qué hacemos ahora?

* Así en el original. (N. del T.)

Y ella me respondió que quería volver a casa, en Colorado, justo al otro lado de la frontera sur de Cheyenne.

—Te llevaré en autobús —le dije.

—No, el autobús para en la autopista y tendría que caminar sola por esa maldita pradera. Me paso todas las tardes mirándola y no tengo ánimos para atravesarla de noche.

—Pero, será un paseo agradable entre flores silvestres.

—Allí no hay flores —dijo—. Quiero irme a Nueva York. Estoy cansada y aburrida de esto. El único sitio al que se puede venir es a Cheyenne y en Cheyenne no hay nada qué hacer.

—Tampoco hay nada qué hacer en Nueva York.

—¡Vaya si no hay! —dijo frunciendo los labios.

La estación de autobuses estaba hasta los topes. Gente de todas clases esperaba los autobuses o simplemente pasaba el rato; había un montón de indios que lo miraban todo con ojos de piedra. La chica se desentendió de mí y se unió al marinero y los demás. Slim se había dormido en un banco. Me senté. El suelo de la estación de autobuses era igual que el de todas las estaciones de autobuses del país, siempre llenos de colillas y esputos y transmitiendo esa tristeza que sólo ellas poseen. Durante unos momentos aquello no era diferente a estar en Newark, si se exceptuaba la inmensidad del exterior que tanto me gustaba. Lamenté el modo en que había estropeado la pureza de todo mi viaje, no había ahorrado nada, y estaba perdiendo el tiempo andando por ahí con aquella chica idiota y gastando todo mi dinero. Me sentía mal. Llevaba mucho sin dormir y estaba demasiado cansado para maldecir o armar lío, así que decidí dormir; me acurruqué en un asiento utilizando el saco de lona como almohada, y dormí hasta la ocho de la mañana entre los soñolientos murmullos y ruidos de la estación y de los cientos de personas que pasaban.

Me desperté con un fuerte dolor de cabeza. Slim se había ido: a Montana, supongo.

Salí. Y allí en el aire azul vi por primera vez, a lo lejos, las nevadas cumbres de las Montañas Rocosas. Respiré profundamente. Tenía que llegar a Denver inmediatamente.

Antes desayuné modestamente: una tostada y café y un huevo. A continuación dejé la ciudad y salí a la autopista. El festival del Oeste Salvaje seguía; había un rodeo, y los gritos y el movimiento estaban a punto de volver a empezar. Todo eso quedó atrás. Quería ver a mis amigos de Denver. Crucé las vías por un paso a nivel y llegué a un grupo de casuchas donde se bifurcaban dos autopistas, ambas en dirección a Denver. Tomé la más próxima a las montañas para poder echarles una ojeada, y señalé con el pulgar mi camino.

Me recogió en seguida un tipo joven de Connecticut que recorría el país pintando en un viejo coche; era hijo del director de un periódico del Este. Hablaba y hablaba; me sentía mal debido a la bebida y a la altura. En un determinado momento casi tuve que sacar la cabeza por la ventanilla. Pero cuando me dejó en Longmont, Colorado, ya me sentía bien otra vez y hasta había empezado a hablarle de mis viajes. Me deseó suerte.

Todo era hermoso en Longmont. Bajo un árbol viejo y enorme había un trozo de césped verde perteneciente a una estación de servicio. Le pregunté al encargado si podría dormir allí, y me dijo que claro; así que extendí una camisa de lana, apoyé mi mejilla en ella, con un codo fuera y un ojo observando las nevadas Rocosas bajo el cálido sol. Dormí durante dos deliciosas horas, sin más molestia que la de alguna hormiga ocasional. ¡Y aquí estoy en Colorado!

Lo pensaba repetidamente muy alegre. ¡Coño! ¡coño! ¡coño! ¡Lo estaba consiguiendo! Y tras aquel sueño reparador lleno de brumosos sueños de mi pasado en el Este, me levanté, me lavé en el servicio de caballeros de la estación de servicio, y me puse en marcha, fresco y afinado como un violín, y en un bar cercano tomé una leche batida riquísima que entonó mi ardiente y atormentado estómago.

Por cierto, la chica de Colorado tan guapa que me preparó la leche era toda sonrisas; estaba encantado y me compensó la noche anterior. Me dije: «¡Uf! ¿Cómo será Denver?», y me lancé de nuevo a la ardiente carretera, y pronto estaba en el coche último modelo de un hombre de negocios de Denver de unos treinta y cinco años. Iba a cien por hora. Yo estaba todo estremecido; contaba los minutos y restaba los kilómetros. Justo delante, por encima de los ondulantes y dorados trigales, y bajo las lejanas nieves de Estes, al fin veía al viejo Denver. Me imaginé en un bar de Denver aquella misma noche, con todos los amigos, y a sus ojos sería un tipo extraño y harapiento, algo así como un profeta que ha atravesado la tierra entera para traer la misteriosa Palabra, y la única Palabra que me salía era: ¡Uff!

El tipo aquél y yo mantuvimos una extensa y cálida conversación acerca de nuestros respectivos esquemas vitales, y antes de que me diera cuenta de ello, estábamos en el mercado de mayoristas de frutas de las afueras de Denver; había chimeneas, humo, vías férreas, edificios de ladrillo rojo, y a lo lejos los edificios de piedra gris del centro de la ciudad, y aquí estaba yo en Denver. Me dejó en la calle Larimer. Caminé dando traspiés con la mueca más traviesa y alegre del mundo entre los vagos y los sucios vaqueros de la calle Larimer.

6

En aquellos días no conocía a Dean tan bien como ahora, y lo primero que quería hacer era reunirme con Chad King, cosa que hice. Llamé por teléfono, hablé con su madre.

—¡Vaya, Sal! ¿Qué estás haciendo en Denver —me dijo.

Chad es un chico rubio y flaco con una extraña cara de brujo que se corresponde con su interés por la antropología y prehistoria de los indios. Su nariz asoma suave y casi blanda bajo el fulgor rubio de su pelo; posee la gracia y belleza de un intelectual del Oeste que ha bailado en las fiestas de los pueblos y ha jugado algo al fútbol. Cuando habla de su boca sale un trémolo nasal.

—Lo que siempre me ha gustado, Sal, de los indios de las praderas era el modo en que siempre se mostraban embarazados al jactarse del número de cabelleras que habían cortado. En La vida del Lejano Oeste, de Ruxton, hay un indio que se pone colorado como un pimiento porque ha cortado demasiadas cabelleras y entonces corre como el demonio hacia las llanuras a celebrar escondido sus hazañas. ¡Joder, eso me emociona!

Aquella bochornosa tarde en Denver, su madre lo localizó trabajando en el museo local en su estudio sobre la cestería india. Le telefoneé allí; vino y me recogió con el viejo Ford cupé que utilizaba para viajar a las montañas y recoger objetos indios. Llegó a la estación de autobuses con pantalones vaqueros y una gran sonrisa.

Yo estaba sentado en mi saco hablando con aquel mismo marinero que había estado conmigo en la estación de autobuses de Cheyenne, y preguntándole qué se había hecho de la rubia. Era tan coñazo que ni me contestó. Chad y yo subimos a su pequeño cupé y lo primero que hicimos fue ir al edificio del gobierno del estado a conseguir unos mapas que él necesitaba. Después tenía que ver a un antiguo profesor suyo, y otras cosas así, y yo lo único que quería era beber cerveza. Y en el fondo de mi mente se agitaba una inquieta pregunta: «¿Dónde está Dean y qué hace ahora?» Chad había decidido dejar de ser amigo de Dean por alguna extraña razón, y ni siquiera sabía dónde estaba viviendo.

—¿Carlo Marx está en la ciudad?

—Sí —pero tampoco se hablaba ya con él.

Y éste fue el comienzo del alejamiento de Chad King de nuestro grupo. Yo echaría una siestecita en su casa aquella tarde. Sabía ya que Tim Gray me tenía preparado un apartamento en la avenida Colfax, y que Roland Major ya estaba viviendo en él y esperaba

reunirse allí conmigo. Noté en el aire una especie de conspiración, y esta conspiración dividía en dos bandos al grupo de amigos: por un lado estaban Chad King y Tim Gray y Roland Major, que junto a los Rawlins convenían en ignorar a Dean Moriarty y Carlo Marx. Yo estaba en medio de esta guerra tan interesante.

Era una guerra con cierto matiz social. Dean era hijo de un borracho miserable, uno de los vagos más tirados de la calle Larimer, y de hecho se había criado en la calle Larimer y sus alrededores. A los seis años solía comparecer ante el juez para pedirle que pusiera en libertad a su padre. Solía mendigar en las callejas que daban a Larimer y entregaba el dinero a su padre que esperaba entre botellas rotas con algún viejo amigacho. Luego, cuando Dean creció, empezó a frecuentar los billares de Glenarm; estableció un nuevo récord de robo de coches en Denver, y fue a parar a un reformatorio. Desde los once a los diecisiete años pasó la mayor parte del tiempo en reformatorios.

Su especialidad era el robo de coches; luego acechaba a las chicas a la salida de los colegios, y se las llevaba a las montañas, se las cepillaba, y volvía a dormir a cualquier cuartucho de un hotel de mala muerte. Su padre, en otro tiempo un respetable y habilidoso fontanero, se había hecho un alcohólico de vinazo, lo que es peor que ser alcohólico de whisky, y se vio reducido a viajar en trenes de carga a Texas durante el invierno y a regresar los veranos a Denver.

Dean tenía hermanos por parte de su difunta madre —había muerto cuando él era pequeño— pero no les gustaba. Los únicos amigos de Dean eran los golfetes de los billares. Dean, que tenía la tremenda energía de una nueva clase de santos americanos, y Carlo eran los monstruos del underground de Denver durante aquella época, junto a los tipos de los billares, y para simbolizar esto mejor, Carlo tenía un apartamento en un sótano de la calle Grant y nos reuníamos allí por la noche hasta que amanecía: Carlo, Dean, yo, Tom Snark, Ed Dunkel y Roy Johnson. Y otros posteriormente.

Mi primera tarde en Denver dormí en la habitación de Chad King mientras su madre hacía las cosas de la casa en el piso de abajo y Chad trabajaba en la biblioteca. Era una cálida tarde de julio en las grandes praderas. No me habría dormido a no ser por el invento del padre de Chad.

Era un hombre afectuoso y educado de setenta y tantos años, flaco, delgado y agotado, y contaba cosas saboreándolas lentamente, muy lentamente; eran buenas historias de su juventud en Dakota del Norte, en cuyas llanuras, a fines del siglo pasado, para entretenerse montaba potros a pelo y cazaba coyotes con un bastón. Después se había hecho maestro rural en una zona de Oklahoma, y por fin hombre de negocios diversos en Denver. Todavía tenía una vieja oficina encima de un garaje calle abajo: el buró estaba aún allí, junto con incontables papeles polvorientos que recordaban la excitación y las ganancias pasadas. Había inventado un sistema especial de aire acondicionado. Puso un ventilador normal y corriente en la persiana de una ventana y con un serpentín hacía circular agua fría por delante de las palas. El resultado era perfecto — hasta una distancia de metro y medio del ventilador— aunque luego, al parecer, el agua se convertía en vapor con el calor del día y en la parte de abajo de la casa hacía tanto calor como de costumbre. Pero yo estaba durmiendo justamente debajo del ventilador instalado sobre la cama de Chad, con un gran busto de Goethe enfrente que me miraba fijamente, y dormí en seguida despertándome veinte minutos después con un frío de muerte. Me eché encima una manta y todavía hacía frío. Finalmente tenía tanto frío que no pude volver a dormirme y bajé al otro piso. El viejo me preguntó qué tal funcionaba su invento, y le dije que condenadamente bien, claro que dentro de ciertos límites. Me gustaba el hombre.

Tenía tendencia a recordar cosas:

—Una vez fabriqué un quitamanchas que después fue copiado por todas las grandes firmas del Este. Llevo varios años tratando de recuperar mis derechos. Si tuviera bastante dinero para contratar a un abogado decente…

Pero ya era demasiado tarde para ocuparse de encontrar un buen abogado; y seguía sentado allí desalentado. Por la noche cenamos maravillosamente. La madre de Chad preparó filetes de un venado que había cazado en las montañas un tío de Chad. ¿Pero dónde estaba Dean?

7

Los diez días siguientes estuvieron, como diría W. C. Fields, «preñados de peligro inminente» y de locura. Me instalé con Roland Major en un apartamento realmente ostentoso que pertenecía a unos familiares de Tim Gray. Cada uno teníamos un dormitorio y había una pequeña cocina con comida en el frigorífico, y una amplia sala de estar donde Major se instalaba con su bata de seda a escribir su último relato breve hemingwayano: es un tipo colérico, de rostro colorado, rechoncho, que odia a todo y a todos, y que a veces sonríe cálida y agradablemente al mundo cuando la vida de verdad le hace frente con dulzura durante la noche. Se sentaba, pues, a su mesa de trabajo, y yo saltaba sobre la gruesa y suave alfombra vestido únicamente con unos pantalones cortos de algodón. Major acababa de escribir un relato sobre un chico que llega a Denver por primera vez. Se llamaba Phil. Su compañero de viaje es un tipo misterioso y tranquilo llamado Sam. Phil sale a conocer Denver y se enrolla con unos falsos artistas. Vuelve a la habitación del hotel. Dice lúgubremente:

—Sam, también los hay aquí —y Sam está mirando sombríamente por la ventana, y dice:

—Sí, ya lo sé.

Y el asunto estaba en que Sam no tenía que salir y verlo, para saberlo. Los pretendidos artistas están por todo América, chupándole la sangre. Major y yo éramos muy amigos; él pensaba que yo era lo menos parecido a uno de esos falsos artistas. A Major le gustaba el buen vino, lo mismo que a Hemingway. Recordaba con frecuencia su reciente viaje a Francia.

¡Ah, Sal! Si te hubieras sentado conmigo en pleno país vasco con una fresca botella de Poignon Dixneuf, sabrías que hay otras cosas aparte de los trenes de carga.

—Ya lo sé. Lo que pasa es que me gustan los trenes de carga y me gusta mucho leer nombres como Missouri Pacific, Great Northern, Rock Island Line. ¡Por Dios, Major!, si te contara todo lo que me pasó haciendo autostop hasta aquí.

Los Rawlins vivían a unas cuantas manzanas de distancia. Eran una familia encantadora: una madre bastante joven, copropietaria de un decrépito hotel fantasmal, y cinco hijos y dos hijas. El hijo más asilvestrado era Ray Rawlins, un amigo de infancia de Tim Gray. Ray vino zumbando a buscarme y nos caímos bien en seguida. Salimos y bebimos en los bares de Colfax. Una de las hermanas de Ray era una rubia muy guapallamada Babe: tenista y aficionada al surf, una muñeca del Oeste. Era la novia de Tim Gray. Y Major, que sólo estaba de paso en Denver y se lo hacía con mucho estilo en el apartamento, estaba saliendo con la otra hermana de Tim Gray, Betty. Yo era el único que no tenía pareja. A todos les preguntaba:

—¿Dónde está Dean? —y ellos me respondían sonriendo que no lo sabían.

Por fin, pasó lo que tenía que pasar. Sonó el teléfono, y era Carlo Marx. Me dio la dirección de su sótano. Le dije:

—¿Qué estás haciendo en Denver? Quiero decir, ¿que estás haciendo realmente? ¿Qué pasa aquí?

—¡Oh! espera un poco y te lo contaré.

Corrí a encontrarme con él. Trabajaba de noche en los grandes almacenes May; el loco de Ray Rawlins le había telefoneado allí desde un bar e hizo que los vigilantes buscaran a Carlo inmediatamente contándoles una historia de que alguien había muerto. Carlo pensó inmediatamente que el muerto era yo. Y Rawlins le dijo por teléfono:

—Sal está aquí, en Denver —y le dio mi dirección y teléfono.

—¿Y dónde está Dean?

—Dean también está en Denver. Deja que te cuente.

Y me contó que Dean estaba haciendo el amor con dos chicas a la vez; una era Marylou, su primera mujer, que lo esperaba en la habitación de un hotel, la otra era Camille, una chica nueva, que lo esperaba en la habitación de otro hotel.

—Entre una y otra acude a mí para el asunto que tenemos entre manos —continuó Carlo.

—¿Y qué asunto es ése?

—Dean y yo estamos embarcados en algo tremendo. Intentamos comunicarnos mutuamente, y con absoluta honradez y de modo total, lo que tenemos en la mente.

Tomamos bencedrina. Nos sentamos en la cama, y cruzamos las piernas uno enfrente del otro. He enseñado a Dean por fin que puede hacer todo lo que quiera, ser alcalde de Denver, casarse con una millonaria, o convertirse en el más grande poeta desde Rimbaud.

Pero sigue interesado en las carreras de coches. Suelo ir con él. Salta y grita excitado. Ya le conoces, Sal, Dean está realmente colgado de cosas así —y luego añadió—: Mmmmm — para sus adentros pensando en todo aquello.

—¿Y cómo planificáis la cosa? —dije. Siempre había planes en la vida de Dean.

—El plan es éste: yo salgo de trabajar dentro de media hora. En estos momentos Dean se está follando a Marylou en el hotel, con lo que tengo tiempo para cambiarme de ropa. A la una en punto deja a Marylou y corre a ver a Camille (naturalmente, ninguna de las dos sabe lo que está pasando), y se la tira, dándome así tiempo de llegar a la una y media.

Después sale conmigo (antes tiene que disculparse con ella, que ya está empezando a tenerme manía), y venimos aquí para hablar hasta las seis de la mañana. Por lo general, nos lleva más tiempo, pues el asunto se está volviendo terriblemente complicado y anda apurado de tiempo. Entonces, a la seis vuelve con Marylou (y mañana va a pasarse el día entero consiguiendo los papeles necesarios para divorciarse de ella). Marylou está totalmente de acuerdo, pero insiste en que se la folle en el ínterin. Dice que está enamorada de él… y lo mismo Camille.

Después me contó cómo había conocido Dean a Camille. Roy Johnson, el de los billares, se la había encontrado en un bar y la llevó a un hotel; el orgullo pudo más que su buen sentido, e invitó a todo el grupo a que subieran a verla. Todos se sentaron alrededor hablando con ella. Dean no hacía más que mirar por la ventana. Entonces, cuando todos se habían ido, Dean miró brevemente a Camille, se señaló la muñeca, hizo la señal de «cuatro» (indicando que volvería a las cuatro), y se largó. A las tres la puerta se cerró para Roy Johnson. A las cuatro se abrió para Dean. Yo quería salir para ver al chiflado. Además había prometido conseguirme a alguien para mí; conoce a todas las chicas de Denver.

Carlo y yo caminamos por las destartaladas calles nocturnas de Denver. El aire era tibio, las estrellas tan hermosas, las promesas de cada siniestro callejón tan grandes, que creí que estaba soñando. Llegamos al hotelucho donde Dean retozaba con Camille. Era un viejo edificio de ladrillo rojo rodeado de garajes de madera y viejos árboles que asomaban por detrás de las tapias. Subimos una escalera enmoquetada. Carlo llamó; luego se pegó a la pared para esconderse; no quería que Camille le viera. Permanecí ante la puerta. Dean la abrió completamente desnudo. Vi a una chica morena sobre la cama y un suave muslo bellísimo cubierto de encaje negro. La chica me miró algo asombrada.

—¡Vaya! ¡Si es Sal! —exclamó Dean—. Bien… veamos… ah… sí… claro, has llegado… eres un hijoputa, sí… por fin cogiste la vieja carretera. Bien, ahora vamos a ver… tenemos que… sí, sí, ahora mismo… es necesario hacerlo, tenemos que hacerlo, claro está…

Mira Camille —y se volvió hacia ella—. Sal está aquí, es un viejo amigo de Nueva York y acaba de llegar a Denver. Es su primera noche aquí, así que es absolutamente necesario que me vaya con él y le ayude a ligarse una chica.

—¿Pero a qué hora volverás?

—Ahora son exactamente —miró su reloj— la una y catorce. Volveré exactamente a las tres y catorce, para nuestra hora de fantasías juntos, para nuestra auténtica hora de fantasías, guapa, y después, ya sabes, te he hablado de ello y estás de acuerdo, ¿no? Tengo que ir a ver a ese abogado cojo para los papeles. Sí, en plena noche, parece raro, ya lo sé, pero ya te lo he explicado todo. —Esto era la pantalla para su cita con Carlo que seguía escondido—. Así que ahora, en este mismo instante, tengo que vestirme, ponerme los pantalones, volver a la vida, es decir, a la vida de ahí fuera, a la calle y todo eso, como acordamos. Son ya la una y quince y hay que correr, correr…

—Bueno, de acuerdo, Dean, pero por favor ten cuidado y estáte de vuelta a las tres.

—Será como te he dicho, guapa, pero recuerda que no es a las tres, sino a las tres y catorce. ¿Estamos de acuerdo en las más profundas y maravillosas profundidades de nuestras almas? —y se acercó a ella y la besó varias veces. En la pared había un dibujo de Dean desnudo, con enormes cojones y todo, hecho por Camille. Yo estaba asombrado. Era todo tan loco.

Nos lanzamos a la noche; Carlo se nos unió en el callejón. Y avanzamos por la calle más estrecha, más extraña y más retorcida de una ciudad que yo hubiera visto nunca, en lo más profundo del corazón del barrio mexicano de Denver. Hablábamos a gritos en la dormida quietud.

—Sal —me dijo Dean—, tengo justamente a una chica esperando por ti en este mismo momento… si está libre —miró su reloj—. Es camarera, Rita Bettencourt, una tía muy guapa, algo colgada de ciertas dificultades sexuales que he intentado enderezar, pero creo que os entenderéis bien, eres un tipo listo. Así que vamos para allá en seguida… deberíamos llevar cerveza. No, ellas tienen ya la que queramos —y golpeándose la palma de la mano con el puño, añadió—: Tengo que hacérmelo con su hermana Mary esta misma noche.

—¿Cómo? —dijo Carlo—. Creí que teníamos que hablar.

—Sí, sí, pero después.

—¡Oh, este aplatanamiento de Denver! —gritó Carlo mirando al cielo.

—¿No es el tipo más listo y amable del mundo? —me dijo Dean hundiendo su puño en mis costillas—. ¡Mírale! ¡Mírale! —y Carlo había iniciado sus andares de mono por las calles de la vida igual que le había visto hacer tantas veces en Nueva York.

—Bien, ¿pero qué coño estamos haciendo en Denver? —fue todo lo que pude decir.

—Mañana, Sal, sé dónde encontrarte un trabajo —dijo Dean recobrando su tono de hombre de negocios—. Te llamaré en cuanto Marylou me deje una hora libre. Iré directamente a tu apartamento, diré hola a Major y te llevaré en el tranvía (hostias, no tengo coche) hasta el mercado de Camargo donde podrás empezar a trabajar inmediatamente y cobrar el próximo viernes. De hecho, todos estamos sin nada de pasta.

Hace semanas que no tengo tiempo para trabajar. El viernes por la noche, eso es seguro, nosotros tres (el viejo trío de Carlo, Dean y Sal), tenemos que ir a las carreras de coches, conseguiré que nos lleve hasta allí un tipo del centro al que conozco… —y así seguimos en la noche.

Llegamos a la casa donde vivían las dos hermanas camareras. La mía todavía estaba trabajando; la que Dean quería para él estaba allí. Nos sentamos en su cama. Había planeado llamar a Ray Rawlins a esta hora. Lo hice. Llegó inmediatamente. Nada más entrar se quitó la camisa y la camiseta y empezó a meter mano a la absolutamente desconocida para él, Mary Bettencourt. Botellas rodaban por el suelo. Dieron las tres. Dean salió como una bala para su hora de fantasías con Camille. Estuvo de regreso a tiempo.

Apareció la otra hermana. Ahora necesitábamos un coche, y estábamos haciendo demasiado ruido. Ray Rawlins llamó a un amigo que tenía coche. Este llegó. Todos nos amontonamos dentro; Carlo trataba de llevar a cabo la conversación planeada con Dean en el asiento trasero, pero había demasiado follón.

—¡Vamos a mi apartamento! —grité.

Así lo hicimos; en el momento en que el coche se detuvo salté y me di un golpe en la cabeza contra la yerba. Todas mis llaves se desparramaron; no las volví a encontrar.

Corrimos, gritamos que nos abrieran. Roland Major nos cerró el paso con su bata de seda puesta.

—¡No puedo permitir esto en el apartamento de Tim Gray!

—¿Qué? —gritamos todos. Era un lío tremendo. Rawlins rodaba por la yerba con una de las camareras. Major no quería dejarnos entrar. Juramos que llamaríamos a Tim Gray y le hablaríamos de la fiesta y le invitaríamos a ella. En lugar de eso, todos volvimos a nuestras guaridas del centro de Denver. De repente, me encontré solo en mitad de la calle sin dinero. Mi último dólar se había esfumado.

Caminé los ocho kilómetros hasta mi confortable cama en el apartamento de Colfax. Major tuvo que dejarme entrar. Me preguntaba si Dean y Carlo estarían estableciendo su comunicación de corazón a corazón. Lo sabría más tarde. Las noches en Denver son frías, y dormí como un tronco.

8

Entonces todos empezaron a planear una importante excursión a las montañas. Esto comenzó por la mañana, al tiempo que una llamada telefónica que complicó más las cosas: era Eddie mi viejo amigo de la carretera que llamaba sin demasiadas esperanzas de encontrarme; recordaba algunos de los nombres que le había mencionado. Ahora tendría ocasión de recuperar mi camisa. Eddie estaba con su novia en una casa cerca de Colfax.

Quería saber si yo sabía dónde encontrar trabajo, y le dije que viniera a verme, figurándome que Dean sabría. Dean llegó a toda prisa, mientras Major y yo desayunábamos a toda velocidad. Dean ni siquiera quiso sentarse.

—Tengo miles de cosas que hacer, en realidad no tengo tiempo de llevarte hasta Camargo, pero vamos, tío.

—Espera por Eddie, mi amigo de la carretera.

Major encontraba muy divertidas nuestras prisas. Había venido a Denver para escribircon calma. Trató a Dean con extrema deferencia. Dean no le prestaba atención. Major le decía cosas así:

—Moriarty, ¿qué hay de eso que he oído de que duermes con tres chicas al mismo tiempo? —y Dean frotándose los pies en la alfombra decía:

—Sí, sí, así están las cosas —y miraba su reloj y Major fruncía la nariz. Me sentía avergonzado de salir con Dean. Major insistía en que era débil mental y ridículo. Por supuesto no lo era, y yo quería demostrárselo a todo el mundo.

Nos reunimos con Eddie. Dean tampoco le hizo caso y cruzamos Denver en tranvía bajo el ardiente sol del mediodía en busca de trabajo. Odiaba pensar en ello. Eddie hablaba y hablaba como siempre. Encontramos a un hombre del mercado que decidió contratarnos a los dos; empezaríamos a trabajar a las cuatro en punto de la madrugada y terminaríamos a las seis de la tarde.

—Me gustan los chicos a los que les gusta trabajar —dijo el hombre.

—He encontrado lo que buscaba —dijo Eddie, pero yo no estaba tan seguro.

—Bueno, no dormiré —decidí. Había demasiadas cosas interesantes que hacer.

Eddie se presentó a la mañana siguiente; yo no. Tenía cama y Major llenaba de comida el frigorífico, y a cambio de esto, yo cocinaba y lavaba los platos. Entretanto, todos nos metíamos en todo. Una noche tuvo lugar una gran fiesta en casa de los Rawlins. La madre

se había ido de viaje. Ray Rawlins llamó a toda la gente que conocía diciendo que trajera whisky; después buscó chicas en su libreta de direcciones. La mayor parte de las conversaciones con ellas las mantuve yo. Apareció un montón de chicas. Telefoneé a Carlo para saber lo que estaba haciendo Dean en aquel momento. Dean iría por casa de Carlo a las tres de la madrugada. Yo fui allí después de la fiesta.

El apartamento del sótano de Carlo estaba en una vieja casa de ladrillo rojo de la calle Grant cerca de una iglesia. Se entraba por un callejón, bajabas unos escalones de piedra, abrías una vieja puerta despintada, y entrabas en una especie de bodega hasta llegar a la puerta del apartamento. Este era igual que la habitación de un santón ruso: una cama, una vela encendida, paredes de piedra que rezumaban humedad, y un improvisado icono que él mismo se había fabricado. Me leyó sus poemas. Uno se titulaba «Desaliento en Denver».

Carlo se despertaba por la mañana y oía las «vulgares palomas» arrullarse en la calle junto a su celda; veía los «tristes ruiseñores» agitándose en la ramas y le recordaba a su madre.

Una mortaja gris caía sobre la ciudad. Las montañas, las magníficas Rocosas que se podían ver al Oeste desde cualquier parte de la ciudad, eran «papier mâché». El universo entero estaba loco y era un disparate y extremadamente raro. Llamaba a Dean «hijo del arco iris» que soportaba su tormento con el agonizante pene. Hablaba de él como de «Edipo Eddie» que tenía que «raspar el chicle de los cristales de las ventanas». Estaba gestando en su sótano un enorme diario en el que registraba todo lo que sucedía diariamente: todo lo que Dean hacía y decía.

Dean llegó a la hora fijada.

—Todo va bien —anunció—. Voy a divorciarme de Marylou y casarme con Camille y me iré a vivir con ella a Frisco. Pero eso será después de que tú y yo, querido Carlo, vayamos a Texas, nos reunamos con el viejo Bull Lee, ese tipo tan ido al que todavía no conozco y del que ambos me habéis contado tantas cosas, y después me iré a San Francisco.

Entonces iniciaron su tarea. Se sentaron en la cama con las piernas cruzadas mirándose directamente uno al otro. Yo me repantigué en una silla cerca de ellos y contemplé todo aquello. Empezaron con un pensamiento abstracto, lo discutieron; se recordaron mutuamente otro punto olvidado en el flujo de acontecimientos; Dean se excusó pero prometió volver a él y desarrollarlo con cuidado y ofrecer ilustraciones.

—Y precisamente cuando cruzábamos Wazee —dijo Carlo—, quería hablarte de tu pasión por las carreras de coches y fue justo entonces, recuérdalo, cuando me señalaste aquel viejo vagabundo con unos pantalones muy grandes y dijiste que se parecía a tu padre.

—Sí, sí, claro que lo recuerdo; y no sólo eso, sino que por mi parte inicié una sucesión de pensamientos, algo que era auténticamente salvaje y que tenía que contarte, lo había olvidado y ahora acabas de recordármelo… —Surgieron así dos nuevos puntos. Los desmenuzaron. Luego Carlo preguntó a Dean si era honrado y concretamente si estaba siendo honrado con él en el fondo de su alma.

—¿Por qué sacas a relucir eso otra vez?

—Hay una última cosa que quiero saber…

—Pero, Sal, el querido Sal, está escuchando, sentado ahí. Se lo preguntaremos a él.

¿Qué piensas tú de eso?

—Esa última cosa —dije— es la que no puedes alcanzar, Carlo. Nadie puede alcanzar esa última cosa. Vivimos con la esperanza de atraparla de una vez por todas.

—No, no, no, tú estás diciendo tonterías, pura mierda de primera calidad, estupideces románticas de Wolfe —dijo Carlo.

—Yo no quería decir nada de eso —dijo Dean—, pero dejemos que Sal piense lo que quiera, y de hecho, ¿no crees tú Carlo que hay cierta dignidad en el modo en que está sentado ahí observándonos? Es un loco que ha atravesado el país… No, Sal no lo dirá, el viejo Sal no lo dirá.

—Es que no hay nada que decir —protesté yo—. No entiendo adónde queréis ir o qué intentáis conseguir. Sé que resulta excesivo para cualquiera.

—Todo lo que dices es negativo.

—Entonces, ¿que estáis intentando conseguir?

—Díselo.

—No, díselo tú.

—No hay nada que decir —añadí y me reí. Cogí el sombrero de Carlo. Me lo eché sobre los ojos—. Quiero dormir —dije.

—Pobre Sal, siempre quiere dormir —no respondí y ellos reanudaron su conversación.

—Cuando me pediste prestada aquella moneda para pagar el pollo…

—No, tío, los chiles. ¿Recuerdas?, era en la Estrella de Texas.

—Me estaba confundiendo con el martes. Cuando me pediste prestada aquella moneda dijiste, y ahora escucha, dijiste: «Carlo ésta es la última vez que te engaño», como si realmente quisieras decir que yo me había puesto de acuerdo contigo en que no habría más

engaños.

—No, no, no, yo no quise decir eso… y ahora piensa atentamente si quieres, amigo mío, en la noche en que Marylou lloraba en la habitación, y cuando me volví hacia ti y te indiqué con una sinceridad extra añadida al tono que los dos sabíamos que ella fingía, pero tenía cierta intención, es decir, por medio de mi interpretación mostré que… pero espera un momento, no era eso.

—¡Claro que no es eso! Porque te olvidas de que… Pero no te acuso. Sí, eso fue lo que dije…

Y así siguieron toda la noche. Al amanecer me desperté y estaban intentando resolver el último de los problemas de la mañana.

—Cuando te dije que tenía que dormir por culpa de Marylou, es decir, porque tenía que verla esta mañana a las diez, no utilicé un tono perentorio con relación a lo que acababas de decir tú sobre lo innecesario que era dormir, sino sólo, sólo, tenlo en cuenta, debido a que de un modo absoluto, simple, elemental y sin condición alguna, necesito dormir ahora, quiero decir, tío, que los ojos se me están cerrando, que los tengo rojos, y que me pican, y que estoy cansado, y que no puedo más…

—¡Pobre chico! —dijo Carlo.

—Tenemos que dormir ahora mismo. Vamos a parar la máquina.

—¡La máquina no se puede parar! —gritó Carlo a viva voz. Cantaban los primeros pájaros.

—En cuanto levante la mano —dijo Dean—, dejaremos de hablar, los dos aceptaremos simplemente y sin discusiones que tenemos que dejar de hablar y nos iremos a dormir.

—No se puede parar la máquina así.

—¡Alto a esa máquina! —dije, y ellos me miraron.

—Has estado despierto todo el tiempo escuchándonos. ¿En qué pensabas, Sal?

Les dije que pensaba que eran unos maniáticos increíbles y que me había pasado la noche entera escuchándoles como si fuera un hombre que observa el mecanismo de un reloj más alto que el Paso de Berthoud y, sin embargo, está hecho con las piezas más pequeñas, como el reloj más delicado del mundo. Sonrieron y señalándoles con el dedo, dije:

—Si seguís así os vais a volver locos, pero entretanto no dejéis de mantenerme informado de lo que pase.

Salí y cogí un tranvía hasta mi apartamento, y las montañas de papier-mâché de Carlo se alzaban rojas mientras salía el enorme sol por la parte este de las llanuras.

9

Al atardecer me vi implicado en aquella excursión a las montañas y no vi a Dean ni a Carlo durante cinco días. Babe Rawlins consiguió que su jefe le dejara un coche para el fin de semana. Cogimos unos trajes y los colgamos de las ventanillas y partimos hacia Central City; Ray Rawlins al volante, Tim Gray dormitando detrás y Babe delante. Era mi primera visita al interior de las Rocosas. Central City es un antiguo pueblo minero que en otro tiempo fue llamado la Milla Cuadrada Más Rica del Mundo, pues los buscadores que recorrían las montañas habían encontrado allí una auténtica veta de plata. Se hicieron ricos de la noche a la mañana y construyeron un pequeño pero hermoso teatro de ópera entre las cabañas escalonadas en la pendiente. Habían actuado en él Lilian Russel, y otras estrellas de la ópera europea. Después, Central City se había convertido en una ciudad fantasma, hasta que unos tipos, enérgicos de la Cámara de Comercio del Nuevo Oeste decidieron hacer revivir el lugar. Arreglaron el teatro de ópera, y todos los veranos actuaban en él las

estrellas del Metropolitan. Eran unos grandes festejos para todos. Venían turistas de todas partes, incluso estrellas de Hollywood. Subimos las pendientes y nos encontramos con las estrechas calles atestadas de turistas finísimos. Recordé al Sam de Major. Major tenía razón. El mismo andaba por allí sonriendoles a todos en plan de hombre de mundo y diciendo «Oh» y «Ah» ante todo lo que veía.

—Sal —gritó, cogiéndome del brazo—, fíjate en esta vieja ciudad. Piensa en lo que era hace cien… ¿qué digo cien?, sólo ochenta o setenta años atrás; ¡y tenían ópera!

—Claro, claro —dije imitando a uno de sus personajes—, pero también están aquí.

—¡Los hijos de puta! —soltó. Pero siguió divirtiéndose con Betty Gray colgada del brazo.

Babe Rawlins era una rubia emprendedora. Conocía una vieja casa de mineros en las afueras del pueblo donde podríamos dormir aquel fin de semana; lo único que teníamos que hacer era limpiarla. También podríamos celebrar allí una gran fiesta. Era una vieja cabaña con el interior cubierto por varios centímetros de polvo; tenía un porche y un pozo en la parte de atrás. Tim Gray y Ray Rawlins se arremangaron la camisa y empezaron a limpiarla; un trabajo duro que les llevó toda la tarde y parte de la noche. Pero tenían un cubo lleno de botellas de cerveza y todo marchó perfectamente.

Por mi parte, iba a ir a la ópera aquella misma tarde con Babe colgada del brazo.

Llevaba un traje de Tim. Hacía unos pocos días que había llegado a Denver como un vagabundo; y ahora iba todo estirado dentro de un traje muy elegante, con una rubia guapísima y bien vestida al lado, saludando con la cabeza a gente importante y charlando en el vestíbulo bajo los candelabros. Me preguntaba lo que diría Mississippi Gene si pudiera verme.

La ópera era Fidelio. «¡Cuanta tiniebla!», gritaba el barítono en el calabozo bajo una imponente losa. Lloré. También veo la vida de ese modo. Estaba tan interesado en la ópera que durante un rato olvidé las circunstancias de mi loca existencia y me perdí entre los tristes sonidos de Beethoven y los matizados tonos de Rembrandt del libreto.

—Bueno, Sal, ¿qué te ha parecido la producción de este año?— me preguntó orgullosamente Denver D. Doll una vez en la calle. Estaba relacionado con la asociación de la ópera.

—¡Cuánta tiniebla! ¡Cuánta tiniebla! —dije—. Es absolutamente maravillosa.

—Lo que tienes que hacer ahora es conocer a los artistas —continuó con un tono oficial, pero felizmente se olvidó en seguida de ello con la precipitación y desapareció.

Babe y yo volvimos a la cabaña minera. Me quité la ropa uniéndome a los otros en la limpieza. Era un trabajo tremendo. Roland Major estaba sentado en mitad de la habitación delantera que ya estaba limpia y se negaba a ayudar. En una mesita que tenía delante había una botella de cerveza y un vaso. Cuando pasábamos a su alrededor con cubos de agua y escobas, rememoraba:

—¡Ah! Si alguna vez vinierais conmigo, beberíamos Cinzano y oiríamos a los músicos de Bandol, eso sí que es vida. Y después, por los veranos, Normandía, los zuecos, el viejo y delicioso Calvados. ¡Vamos, Sam! —dijo a su invisible camarada— Saca el vino del agua y veamos si mientras pescábamos se ha enfriado bastante— y era Hemingway puro.

Llamamos a unas chicas que pasaban por la calle:

—Ayudadnos a limpiar esto. Todo el mundo queda invitado a la fiesta de esta noche —se unieron a nosotros. Contábamos con un gran equipo trabajando. Por fin, los cantantes del coro de la ópera, en su mayoría muy jóvenes, aparecieron y también arrimaron el hombro. El sol se ponía.

Terminada nuestra jornada de trabajo, Tim, Rawlins y yo decidimos prepararnos para la gran noche. Cruzamos el pueblo hasta el hotel donde se alojaban las estrellas de la ópera. Oíamos el comienzo de la función nocturna.

—¡Perfecto! —dijo Rawlins—. Entraremos a coger unas navajas de afeitar y unas toallas y nos arreglaremos un poco.

También cogimos peines, colonia, lociones de afeitar, y entramos en el cuarto de baño. Nos bañamos cantando.

—¿No es increíble? —seguía diciendo Tim Gray—. Estamos usando el cuarto de baño y las toallas y las lociones de afeitar y las máquinas eléctricas de las estrellas de la ópera.

Fue una noche maravillosa. Central City está a más de tres mil metros de altura: al principio uno se emborracha con la altura, luego te cansas y sientes una especie de fiebre en el alma. Nos acercamos a las luces del teatro de la ópera mientras bajábamos por la estrecha calleja; después doblamos a la derecha y visitamos varios antiguos saloons con puertas batientes. La mayoría de los turistas estaban en la ópera. Empezamos con unas cuantas cervezas de tamaño extra. Había un pianista. Más allá de la puerta trasera se veían las montañas a la luz de la luna. Lancé un grito salvaje. La noche había llegado.

Corrimos de regreso a la cabaña minera. Todo continuaba preparándose para la gran fiesta. Las chicas, Babe y Betty, cocinaban judías y salchichas, y después bailamos y empezamos con la cerveza para entonarnos. Rawlins y Tim y yo nos relamíamos. Cogimos a las chicas y bailamos. No había música, sólo baile. El lugar se llenó. La gente empezó a traer botellas. Corríamos a los bares y regresábamos también corriendo. La noche se hacía

más y más frenética. Me habría gustado que Carlo y Dean estuvieran aquí (después comprendí que estarían fuera de lugar e incómodos). Eran como el hombre del calabozo y las tinieblas, el underground, los sórdidos hipsters de América, la nueva generación beat a la que lentamente me iba uniendo.

Aparecieron los chicos del coro. Empezaron a cantar «Dulce Adelina». También cantaban frases como: «Pásame la cerveza» y «¿Qué estás haciendo por ahí con esa cara?», y también daban grandes gritos de barítono de «Fi-de lio».

—¡Ay de mí! ¡Cuánta tiniebla! —canté yo. Las chicas estaban aterradas. Salieron al patio trasero y se nos colgaron del cuello. Había camas en las otras habitaciones, las que no habían sido limpiadas, y yo tenía a una chica sentada en una y hablaba con ella cuando de pronto se produjo una gran invasión de jóvenes acomodadores de la ópera, que sin más agarraron a las chicas y se pusieron a besarlas sin los adecuados preámbulos. Adolescentes, borrachos, desmelenados, excitados… destrozaron la fiesta. A los cinco minutos todas las chicas se habían ido y comenzó una especie de fiesta de estudiantes con mucho sonar de botellas y ruido de vasos.

Ray y Tim y yo decidimos hacer otra visita a los bares. Major se había ido, Babe y Betty se habían ido. Nos tambaleamos en la noche. El público de la ópera abarrotaba los bares. Major gritaba por encima de las cabezas. El inquieto y gafudo Denver D. Doll estrechaba manos sin parar y decía:

—Muy buenas tardes, ¿cómo está usted? —y cuando llegó la medianoche seguía diciendo—. Muy buenas tardes, ¿cómo está usted?

En un determinado momento le vi salir con alguien importante. Después volvió con una mujer de edad madura; al minuto siguiente estaba en la calle hablando con una pareja de acomodadores. Al siguiente momento me estrechaba la mano sin reconocerme, diciendo:

—Feliz año nuevo, amigo.

Y no estaba borracho de alcohol, sólo borracho de lo que le gustaba: montones de gente. Todos le conocían.

—Feliz año nuevo —decía, y a veces—: Feliz Navidad. —Hacía esto siempre. En Navidad diría: —Feliz Día de Todos los Santos.

En el bar había un tenor al que todos respetaban muchísimo; Denver Doll había insistido en presentármelo y yo intentaba evitarlo como fuera; se llamaba D’Annunzio o algo así. Estaba con su mujer. Sentados en una mesa, tenían aspecto huraño. También había en el bar una especie de turista argentino. Rawlins le empujó para hacerse sitio. El tipo se volvió gruñendo. Rawlins me dio sus gafas y de un puñetazo lo dejó fuera de combate sobre la barra. El hombre quedó sin sentido. Hubo gritos. Tim y yo sacamos a Rawlins de allí. La confusión era tal que el sheriff no podía abrirse paso entre la multitud para llegar hasta la víctima. Nadie pudo identificar a Rawlins. Fuimos a otros bares. Major caminaba vacilante por una calle oscura.

—¡Qué coño pasa! ¿Una pelea? No tenéis más que avisarme.

Se alzaron grandes risotadas por todas partes. Me preguntaba lo que estaría pensando el Espíritu de la Montaña, levanté la vista y vi pinos y la luna y fantasmas de viejos mineros, y pensé en todo esto. En toda la oscura vertiente Este de la divisoria, esta noche sólo había silencio y el susurro del viento, si se exceptúa la hondonada donde hacíamos ruido; y al otro lado de la divisoria estaba la gran vertiente occidental, y la gran meseta que iba a Steamboat Springs, y descendía, y te llevaba al desierto oriental de Colorado y al

desierto de Utah; y ahora todo estaba en tinieblas mientras nosotros, unos americanos borrachos y locos en nuestra poderosa tierra, nos agitábamos y hacíamos ruido. Estábamos en el techo de América y lo único que hacíamos era gritar; supongo que no sabíamos hacer otra cosa… en la noche, cara al Este, por encima de las llanuras donde probablemente un anciano de pelo blanco caminaba hacia nosotros con la Palabra, y llegaría en cualquier momento y nos haría callar.

Rawlins insistía en volver al bar donde se había peleado. Tim y yo no queríamos pero nos pegamos a él. Se dirigió a D’Annunzio, el tenor, y le tiró un whisky a la cara. Lo arrastramos fuera. Un barítono del coro se nos unió y fuimos a un bar normal y corriente de Central City. Aquí Ray llamó puta a la camarera. Un grupo de hombres hoscos estaban pegados a la barra; odiaban a los turistas. Uno de ellos dijo:

—Chicos, lo mejor que podéis hacer es largaros de aquí antes de que termine de contar diez— obedecimos. Regresamos dando tumbos a la cabaña y nos fuimos a dormir.

Por la mañana me desperté y me di vuelta en la cama; se levantó una gran nube de polvo. Tiré de la ventana; estaba clavada. Tim Gray estaba en la misma cama. Tosimos y estornudamos. Desayunamos los restos de la cerveza. Babe volvió de su hotel y recogimos nuestras cosas para irnos.

Todo parecía derrumbarse a mi alrededor. Cuando íbamos hacia el coche. Babe resbaló y se cayó de morros. La pobre chica estaba agotada. Su hermano, Tim y yo la ayudamos a levantarse. Subimos al coche; Major y Betty se nos unieron. Se inició el triste regreso a Denver.

De pronto, íbamos montaña abajo y dominábamos la gran llanura marina de Denver; el calor subía como de un horno. Empezamos a cantar. Yo estaba inquieto por verme ya en Frisco.

10

Aquella noche me encontré con Carlo y para mi asombro me contó que había estado en Central City con Dean.

—¿Y qué hicisteis allí?

—Bueno, anduvimos por los bares y después Dean robó un coche y bajamos por las curvas de la montaña a ciento cincuenta por hora.

—No os vi.

—No sabíamos que estabas por allí.

—Bueno, tío, me voy a Frisco.

—Dean te ha citado con Rita para esta noche.

—Bueno, entonces de momento retrasaré el viaje.

No tenía dinero. Le había mandado una carta urgente a mi tía pidiéndole cincuenta dólares y diciéndole que sería el último dinero que le pediría; después, en cuanto me embarcara, se lo devolvería.

Luego fui a reunirme con Rita Bettencourt y la llevé al apartamento. Nos metimos en el dormitorio tras una larga conversación en la oscuridad de la sala de estar. Era una chica agradable, sencilla y sincera, y con un miedo tremendo al sexo. Le dije que era algo hermoso. Quería demostrárselo. Me dejó que lo intentara, pero yo estaba demasiado impaciente y no le demostré nada. Ella sollozaba en la oscuridad.

—¿Qué le pides a la vida? —le pregunté, y solía preguntárselo a todas las chicas.

—No lo sé —respondió—. Sólo atender a las mesas e ir tirando.

Bostezó. Le puse mi mano en la boca y le dije que no bostezara. Intenté hablarle de lo excitado que me sentía de estar vivo y de la cantidad de cosas que podríamos hacer juntos; le decía esto y pensaba marcharme de Denver dentro de un par de días. Se apartó molesta.

Quedamos tumbados de espaldas mirando al techo y preguntándonos qué se habría propuesto Dios al hacer un mundo tan triste. Hicimos vagos proyectos de reunimos en Frisco.

Mis días en Denver estaban llegando a su fin; lo sentía cuando la acompañaba caminando hacia su casa. Al regresar me tumbé en el césped de una vieja iglesia entre un grupo de vagabundos y su conversación me hizo desear el regreso a la carretera. De vez en cuando uno de ellos se levantaba y pedía limosna a cualquiera que pasase. Hablaban de irse al Norte para la cosecha. El ambiente era cordial y cálido. Quería volver a casa de Rita y contarle muchas más cosas, hacer el amor con ella de verdad y quitarle el miedo que sentía hacia los hombres. Los chicos y las chicas americanos suelen ponerse tristes cuando están juntos; lo sofisticado es dedicarse de inmediato al sexo sin la adecuada conversación preliminar. Nada de cortejo, nada de una verdadera conversación de corazón a corazón, aunque la vida sea sagrada y cada momento sea precioso. Oía la locomotora de Denver y Río Grande silbar en dirección a las montañas. Quería continuar en pos de mi estrella.

A medianoche Major y yo nos sentamos charlando melancólicamente.

—¿Has leído Las verdes colinas de África! Es lo mejor de Hemingway.

Nos deseamos mutuamente suerte. Nos reuniríamos en Frisco. Vi a Rawlins bajo un oscuro árbol de la calle.

—Adiós, Ray. ¿Cuándo nos volveremos a ver?

Busqué a Carlo y Dean… no los encontré por ninguna parte. Tim Gray levantó la mano y dijo:

—Así que te vas, Yo —nos llamábamos Yo el uno al otro.

—Sí —le respondí.

Durante los días siguientes vagué por Denver. Me parecía que cada vagabundo de la calle Larimer podía ser el padre de Dean Moriarty; le llamaban el viejo Dean Moriarty, el fontanero. Fui al Hotel Windsor donde habían vivido padre e hijo y donde una noche Dean se despertó asustado por el ruido que hacía el tipo sin piernas que se arrastraba en un carrito y compartía la habitación con ellos; el hombre había atravesado la habitación haciendo un ruido tremendo con las ruedas: quería tocar al muchacho. Vi a la enana que vendía periódicos en la esquina de Curtis con la 15. Me paseé junto a las tristes casas de putas de la calle Curtis; jóvenes con pantalones vaqueros y camisa roja; cascaras de cacahuetes, cines, billares. Después del resplandor de la calle estaba la oscuridad, y después de la oscuridad el Oeste. Tenía que irme.

Al amanecer me encontré con Carlo. Leí un poco de su enorme diario, dormí allí, y por la mañana, lluviosa y gris, el corpulento Ed Dunkel apareció con Roy Johnson, un chico bastante guapo, y Tom Shark, el de la pata de palo de los billares. Se sentaron y escucharon con sonrisas tímidas la lectura que Carlo Marx hizo de sus apocalípticos poemas enloquecidos. Yo me quedé hundido en la silla, agotado.

—¡Oh, vosotros, pájaros de Denver! —gritó Carlo. Salimos y fuimos por una típica calleja de Denver llena de incineradores que humeaban lentamente.

—Solía jugar al aro en esta calleja —me había dicho Chad King. Quería verlo haciéndolo; quería ver Denver diez años atrás cuando todos ellos eran niños, cuando en las soleadas mañanas de primavera cerca de los cerezos en flor de las Rocosas jugaban alegres al aro en las callejas llenas de promesas… todos ellos. Y Dean, harapiento y sucio, callejeando solitario sumido en su preocupado frenesí.

Roy Johnson y yo paseamos bajo la llovizna; fui a casa de la novia de Eddie a recuperar mi camisa de lana, la camisa de cuadros de Shelton, Nevada. Estaba allí, toda arrugada, con toda la enorme tristeza de una camisa. Roy Johnson dijo que nos encontraríamos en Frisco. Todo el mundo iría a Frisco. Me despedí y encontré que me había llegado el dinero. El sol se ponía, y Tim Gray me acompañó en un tranvía hasta la estación de autobuses. Saqué un billete para San Francisco gastando la mitad de mis cincuenta dólares, y subí al vehículo a las dos de la tarde. Tim Gray me dijo adiós. El autobús rodó por las animadas calles de tantos pisos de Denver.

—¡Dios mío! Tengo que volver y ver qué más cosas pasan —prometí.

Una llamada de Dean en el último minuto me anunció que él y Carlo se unirían conmigo en la Costa; pensé en esto, y me di cuenta que en todo aquel tiempo no había hablado con Dean más de cinco minutos.

11

Iba a reunirme con Remi Boncoeur con dos semanas de retraso. El viaje de Denver a Frisco fue tranquilo salvo que mi corazón se agitaba más y más a medida que nos acercábamos. Cheyenne de nuevo, esta vez por la tarde, y luego el Oeste pasada la cordillera; cruzamos la divisoria a medianoche, por Crestón, llegando a Salt Lake City al amanecer (una ciudad de agua bendita, el lugar menos apropiado para que naciera Dean); después llegamos a Nevada bajo un sol ardiente, Reno al caer la noche, y sus sinuosas calles chinas; después Sierra Nevada arriba, pinos, estrellas, albergues de montaña anunciándome aventuras amorosas en Frisco; una niña en el asiento de atrás gritándole a su madre:

—Mamá, ¿cuándo llegaremos a nuestra casa de Truckee?

Y en seguida el propio Truckee, el acogedor Truckee, y después colina abajo hasta las llanuras de Sacramento. De pronto, me di cuenta que ya estaba en California. Aire cálido, espléndido —un aire que se puede besar— y palmeras. A lo largo del historiado río Sacramento por una superautopista; en las montañas otra vez; arriba, abajo; y de repente la vasta extensión de la bahía (esto era justo antes del alba) con las dormidas luces de Frisco como una guirnalda. En el puente de la bahía de Oakland me dormí profundamente por primera vez desde Denver; así que me desperté bruscamente en la estación de autobuses de Market y Cuarta recordando entonces que estaba a más de cinco mil kilómetros de la casa de mi tía en Paterson, Nueva Jersey. Me bajé como un macilento fantasma, y allí estaba Frisco: largas y desiertas calles con los cables de los tranvías envueltos en niebla y blancura. Caminé tambaleándome unas cuantas manzanas. Unos vagabundos muy extraños (en Mission y Tercera) me pidieron unas monedas al amanecer. Oía música en algún sitio.

—Chico, ¡tengo que explorar todo esto después! Ahora debo encontrar a Remi Boncoeur.

Mili City, donde vivía Remi, era un conjunto de casas en un valle, unas casas proyectadas para los obreros de los astilleros navales construidas durante la guerra; estaban en un desfiladero bastante profundo con las laderas llenas de árboles. Había tiendas y barberías y sastrerías para la gente de las casas. Era, o eso decían ellos, la única comunidad de América donde negros y blancos vivían voluntariamente juntos; y así era, en efecto, y además era el lugar más agreste y alegre que nunca había visto. A la puerta de la casa de Remi había una nota clavada que llevaba allí tres semanas.

¡Sal Paradise! (en grandes letras de imprenta). Si no hay nadie en casa entra por la ventana.

Firmado, Remi Boncoeur

La nota tenía la tinta corrida y estaba amarillenta.

Entré por la ventana y allí estaba durmiendo con su novia, Lee Ann: dormían en una cama que él había robado en un barco mercante, según me dijo después; imagínese al mecánico de cubierta de un mercante deslizándose por encima de la borda en medio de la noche con una cama, y dirigiéndose después a base de remos hasta la costa. Esto explica unpoco cómo era Remi Boncoeur.

El motivo por el que voy a ocuparme de todo lo que sucedió en Frisco es porque enlaza con todas las demás cosas de la carretera. Remi Boncoeur y yo nos habíamos conocido en la universidad años atrás; pero lo que realmente nos unió fue mi antigua mujer. Remi la conoció primero. Vino a mi dormitorio una noche y dijo:

—Paradise, levántate, ha venido a verte el viejo profesor.

Me levanté y cuando me puse los pantalones cayeron al suelo unas cuantas monedas.

Eran las cuatro de la tarde; en la universidad solía pasarme el día entero durmiendo.

—De acuerdo, de acuerdo, pero no tires el dinero. He encontrado a la mejor chica del mundo y esta noche voy a ir con ella a la Guarida del León.

Y me arrastró fuera de allí para llevarme a conocerla. Una semana después la chica estaba saliendo conmigo. Remi era un francés alto y moreno (parecía un estraperlista marsellés); como era francés hablaba un americano burlesco; su inglés era perfecto, su francés era perfecto. Le gustaba vestir bien, un poco como un estudiante, y salía con rubias llamativas y gastaba un montón de dinero. Nunca me reprochó que le hubiera quitado a la chica; al contrario, eso siempre nos había unido aún más; era un amigo leal y me quería de verdad, Dios sabe por qué.

Cuando me lo encontré aquella mañana en Mili City estaba pasando esos días malos y deprimentes que tienen los jóvenes hacia los veinticinco años. Andaba a la espera de un barco, y para ganarse la vida trabajaba de vigilante en los barracones del otro lado del desfiladero. Su novia Lee Ann tenía una lengua muy larga y no había día en que no le llamara al orden. Se pasaban la semana entera ahorrando para salir los sábados a gastarse cincuenta dólares en sólo tres horas. Remi andaba por la casa en pantalones cortos y con un disparatado gorro militar en la cabeza. Lee Ann llevaba la cabeza llena de rulos. Vestidos así, se pasaban toda la semana riñendo. Nunca había oído tal cantidad de insultos en toda mi vida. Pero el sábado por la noche, sonriéndose amablemente uno al otro, salían como un par de personajes importantes de Hollywood y bajaban a la ciudad.

Remi se despertó y me vio entrar por la ventana. Su potente risa, una de las risas más potentes del mundo, resonó en mis oídos.

—¡Aaaaah Paradise! Entra por la ventana siguiendo las instrucciones al pie de la letra. ¿Dónde has estado? Llegas con dos semanas de retraso. —Me dio palmadas en la espalda, le pegó un codazo a Lee Ann en las costillas, se apoyó en la pared y rió y gritó; dio puñetazos en la mesa para que todo Mili City se enterara de mi llegada—. ¡Aaaah! — resonaba por el desfiladero—. ¡Paradise! ¡El único y genuino Paradise! —gritaba.

Yo acababa de pasar por el pequeño pueblo pesquero de Sausalito y lo primero que dije fue:

—Debe haber un montón de italianos en Sausalito.

—¡Debe haber un montón de italianos en Sausalito! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Aaaaah! —se golpeó el pecho, cayó de la cama, casi rodó por el suelo—.

¿Has oído lo que ha dicho Paradise? ¿Que hay un montón de italianos en Sausalito?

¡Aaaah! ¡Venga! ¡Yupiiii! —se puso colorado como un pimiento de tanto reírse—. Me vas a matar, Paradise, eres el tipo más divertido del mundo, y ahora estás aquí, por fin has llegado, entró por la ventana, tú lo has visto, Lee Ann, siguió las instrucciones y entró por la ventana. ¡Aaaah! ¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!

Lo más raro era que en la puerta de al lado de Remi vivía un negro llamado señor Nieve, cuya risa, lo juro con la Biblia en la mano, era indudable y definitivamente la risa más potente de todo este mundo. Este señor Nieve empezaba a reírse cuando se sentaba a cenar y su mujer, una vieja también, decía algo sin importancia; entonces se levantaba, aparentemente sufriendo un ataque, se apoyaba en la pared, miraba al cielo, y empezaba; salía dando traspiés por la puerta, se apoyaba en las paredes de las casas de sus vecinos y parecía borracho de risa; se tambaleaba por las sombras de Mili City lanzando un alarido triunfante como si llamase al mismo demonio que debía inducirle a obrar así. No sé si alguna vez consiguió terminar de cenar. Existe la posibilidad de que Remi, aún sin advertirlo, se hubiera contagiado de la risa de este señor Nieve. Y aunque Remi tenía problemas en su trabajo y una vida amorosa difícil con una mujer de lengua muy afilada, por lo menos había aprendido a reírse mejor que casi ninguna otra persona del mundo, y en seguida comprendí que nos íbamos a divertir mucho en Frisco.

La situación era ésta: Remi dormía con Lee Ann en la cama, y yo dormía en la hamaca junto a la ventana. Yo no debía tocar a Lee Ann. En una ocasión Remi soltó un discurso acerca de esto.

No quiero encontraros jugando cuando creáis que no os estoy mirando. No se puede enseñar una nueva canción al viejo profesor. Es un refrán original mío.

Miré a Lee Ann. Era una chica tremendamente atractiva, una criatura color de miel, pero sus ojos reflejaban odio hacia nosotros. Ambicionaba casarse con un hombre rico.

Procedía de un pueblecito de Oregón. Maldecía el día en que había conocido a Remi. En uno de sus espectaculares fines de semana, él había gastado cien dólares con ella, y pensó que había dado con un rico heredero. En vez de eso, estaba colgada en esta casa, y a falta de otra cosa seguía allí. Tenía un empleo en Frisco; tenía que coger diariamente el autobús Greyhound en el cruce. Nunca se lo perdonaría a Remi.

Yo me quedaría en casa y escribiría un brillante relato original para un estudio de Hollywood. Remi volaría en un avión estratosférico con el guión bajo el brazo y nos haríamos ricos; Lee Ann iría con él; se la presentaría al padre de un amigo suyo, que era un director famoso íntimo de W. C. Fields. Así que la primera semana permanecí en la casa de Mili City escribiendo furiosamente un siniestro relato sobre Nueva York que creía podría gustarle a un director de Hollywood, pero el problema era que resultó demasiado triste.

Remi casi ni pudo leerlo y se limitó a llevarlo a Hollywood unas cuantas semanas después.

Lee Ann estaba harta de nosotros y nos odiaba demasiado como para molestarse en leerlo.

Pasé muchísimas horas lluviosas bebiendo café y haciendo garabatos. Por fin, le dije a Remi que no podía seguir así; quería un trabajo; dependía de ellos hasta para el tabaco.

Una sombra cruzó el rostro de Remi: siempre le entristecían las cosas más divertidas.

Tenía un corazón de oro.

Se las arregló para conseguirme el mismo trabajo que él: vigilante de los barracones.

Pasé por los trámites necesarios, y ante mi sorpresa los hijoputas me contrataron. El jefe de la policía local me tomó juramento, y me dieron una insignia, una porra, y ya era una especie de guarda jurado. Me pregunté lo que dirían Dean y Carlo y el viejo Bull Lee si me vieran así. Tenía que llevar unos pantalones azul marino a juego con mi chaqueta negra y un gorro de policía; durante las dos primeras semanas tuve que ponerme unos pantalones de Remi. Como Remi era tan alto, y tenía tripa debido a las voraces comidas que se atizaba para matar el aburrimiento, mi primera noche de trabajo parecía Charlie Chaplin. Remi me dio su linterna y su 32 automática.

—¿Dónde conseguiste esta pistola? —le pregunté.

—Cuando venía hacia la costa el verano pasado bajé del tren en North Platte, Nebraska, para estirar las piernas, y la vi en un escaparate, y como es un modelo raro la compré en seguida y volví al tren con el tiempo justo.

Y yo traté de contarle lo que significaba para mí North Platte, y cómo compré whisky con mis compañeros, pero él me dio unas palmadas en la espalda y dijo que era el hombre más divertido del mundo.

Con la linterna para iluminarme el camino, trepé la escarpada ladera sur del desfiladero, llegué a la autopista llena de coches en dirección a Frisco, bajé por el otro lado, casi cayéndome, y llegué al fondo de otra hondonada donde había una pequeña granja junto a un arroyo y donde todas las benditas noches me ladraría el mismo perro. Después había un largo paseo por una carretera plateada y polvorienta entre árboles de California negros como la tinta (una carretera como en La marca del Zorro, una carretera como todas las carreteras que se ven en las películas del Oeste de serie B). Solía sacar mi arma y jugar a indios y vaqueros en la oscuridad. Después subía otra colina y allí estaban los barracones.

Estos barracones eran el alojamiento temporal de los obreros de la construcción que iban a ultramar. Los hombres que estaban allí esperaban un barco. El destino de la mayoría era Okinawa. Muchos huían de algo, por lo general de la ley. Había rudos hombres de Alabama, tipos escurridizos de Nueva York, toda clase de hombres de todas partes. Y como sabían muy bien lo horrible que sería trabajar un año entero en Okinawa, bebían. La tarea del vigilante era procurar que no destrozaran los barracones. Nuestro puesto de mando estaba en el edificio principal. Allí nos sentábamos alrededor de un escritorio, sacando nuestras pistolas de sus fundas y bostezando, y los policías veteranos contaban cosas.

Eran unos hombres horribles, hombres con espíritu de policía, exceptuados Remi y yo.

Remi sólo trataba de ganarse la vida, y yo igual, pero ellos querían detener a gente y ser felicitados por el jefe de policía local. Incluso decían que si no se detenía por lo menos una persona al mes, nos despedirían. Me atraganté ante la perspectiva de hacer un arresto. Lo que en realidad sucedió fue que yo estaba tan borracho como todos los demás la noche que se armó el follón aquel.

Era una noche en la que el servicio estaba tan bien organizado que sólo tenía que estar allí seis horas (era el único vigilante del lugar); y aquella noche en los barracones parecía que todos se habían emborrachado. Esto se debía a que el barco zarparía por la mañana.

Habían bebido como marineros la noche anterior a levar anclas. Estaba sentado en la oficina con los pies encima de la mesa leyendo un libro de aventuras sobre Oregón y el norte del país, cuando de repente me di cuenta que había un gran rumor de febril actividad en la noche normalmente tranquila. Salí. Las luces estaban encendidas en prácticamente todos los malditos barracones del recinto. Los hombres gritaban, se rompían botellas.

Tenía que hacer algo o morir. Cogí mi linterna y me dirigí a la puerta más ruidosa y llamé.

Alguien abrió unos cuantos centímetros.

—¿Qué coño quieres?

—Soy el vigilante de los barracones —dije— y mi obligación es hacer que os mantengáis lo más tranquilos posible.

Me dieron con la puerta en las narices. Era como una película del Oeste; había llegado el momento de demostrar quien era yo. Llamé de nuevo. Abrieron del todo esta vez.

—Escúchame —dije—. No quiero molestaros pero me quedaré sin trabajo si hacéis tanto ruido.

—¿Y quién eres tú?

—Soy el vigilante de todo esto.

—Nunca te había visto antes.

—Bueno, pero aquí está mi insignia.

—¿Que estás haciendo con esa pistola de juguete?

—No es mía —me disculpé—. Me la prestaron.

—Toma un trago, y discúlpanos —no me preocupó hacerlo. Tomé dos.

—¿De acuerdo, muchachos? —dije—. ¿Os quedaréis tranquilos? Me meteréis en un lío, ya sabéis.

—No te preocupes, chico —dijeron—. Sigue haciendo la ronda. Y vuelve a por otrotrago cuando quieras.

Y fui así de puerta en puerta y en seguida estaba tan borracho como todos los demás.

Llegó el amanecer; tenía la obligación de izar una bandera en un mástil de veinte metros, y esa mañana la puse cabeza abajo y me fui a casa a dormir. Cuando volví por la noche los policías profesionales estaban sentados en la oficina con expresiones terribles.

—Oye, chico, ¿qué fue el alboroto de la noche anterior? Hemos recibido quejas de la gente que vive en las casas del otro lado del desfiladero.

—No lo sé —dije—. Ahora todo parece muy tranquilo.

—Es que todos los obreros se han largado. Se suponía que ayer por la noche debías mantener el orden. El jefe está furioso contigo. Y otra cosa, ¿sabes que puedes ir a la cárcel por izar la bandera americana al revés en un mástil del Gobierno?

—¿Al revés? —estaba horrorizado; naturalmente, no me había dado cuenta. Lo hacía mecánicamente cada mañana.

—Así es —dijo un policía gordo que había sido vigilante en Alcatraz durante veintidós años—. Puedes ir a la cárcel por hacer una cosa así. —Los demás asintieron sombríamente.

Siempre tenían el culo bien asegurado; estaban orgullosos de su trabajo. Jugueteaban con sus pistolas y hablaban entre ellos. Estaban inquietos por disparar contra alguien. Contra Remi o contra mí.

El policía que había sido vigilante en Alcatraz era un tipo barrigudo de unos sesenta años, jubilado pero incapaz de apartarse del ambiente en el que había pasado toda la vida.

Todas las noches venía a trabajar en un Ford del año 35, fichaba puntualmente, y se sentaba en el escritorio. Llenaba trabajosamente el sencillo formulario que todos teníamos que rellenar cada noche; rondas, horas, y cosas así. Después se echaba hacia atrás y contaba cosas:

—Teníais que haber estado aquí hace un par de meses cuando yo y Sledge —que era otro policía, un joven que quiso ser Ránger de Texas y tuvo que contentarse con su empleo actual— detuvimos a un borracho en el barracón G. Chicos, deberíais haber visto cómo corría la sangre. Os llevaré esta noche por allí para que veáis las manchas en la pared. Lo tirábamos de una pared a otra. Primero Sledge le daba un puñetazo, y después yo, y después se fue calmando hasta quedarse muy quieto. Juró matarnos en cuanto saliera de lacárcel; le cayeron encima treinta días. Bueno, ya han pasado sesenta y no ha hecho acto de presencia —y esto era lo más importante del relato. Le habían metido tal miedo en el cuerpo que era demasiado cobarde para volver e intentar cargárselos.

El viejo policía seguía recordando con delectación los horrores de Alcatraz:

—Solíamos hacerlos marchar como en el ejército para llevarlos a desayunar. Ni uno perdía el paso. Todo iba como un reloj. Tendríais que haberlo visto. Fui guardián allí durante veintidós años. Nunca tuve ningún problema. Aquellos tipos sabían cómo nos las gastábamos. Muchos son poco duros con los prisioneros, y por lo general son los que se meten en líos. Ahora escúchame, te he estado observando y me pareces un poco indolente —(seguramente, quería decir indulgente)— con los hombres —levantó su pipa y me miró

con dureza—. Se aprovechan de eso, ya sabes.

Lo sabía. Le dije que no tenía madera de policía.

—Sí, pero éste es el trabajo que has solicitado. Tienes que elegir uno u otro camino si quieres llegar a alguna parte. Es tu obligación. Lo has jurado. No se puede jugar con cosas así. Hay que mantener la ley y el orden.

No sabía qué decir; tenía razón, pero yo lo único que quería era escurrirme y desaparecer en la noche y ver lo que andaba haciendo la gente por todo el país.

El otro policía, Sledge, era alto, musculoso, con el pelo negro cortado al cepillo y un tic nervioso en el cuello; como un boxeador que siempre anda golpeándose la palma de la mano con el puño. Iba disfrazado como un antiguo Ránger de Texas. Llevaba el revólver muy bajo con una canana llena de municiones, y también llevaba una pequeña fusta, y tiras de cuero colgando por todas partes, como si fuera una cámara de tortura ambulante: zapatos relucientes, chaqueta muy grande, sombrero llamativo, en fin, todo menos las botas. Siempre me estaba enseñando llaves: me cogía por la entrepierna y me levantaba con toda facilidad. En lo que se refiere a fuerza yo también hubiera podido lanzarle contra el techo con idéntica facilidad, y lo sabía perfectamente; pero nunca quise que lo supiera por temor a que me desafiara a una pelea. Estoy seguro de que era mejor tirador; yo nunca he tenido pistola. Me asustaba hasta cargarla. Él tenía unos deseos desesperados de detener a alguien. Una noche en que estábamos los dos de servicio apareció con la cara congestionada y enloquecida.

—Les he dicho a unos cuantos que se estuvieran tranquilos y siguen haciendo ruido. Se lo he dicho dos veces. Siempre les doy un par de oportunidades. Pero nunca tres. Ven conmigo y los arrestaremos.

—Bueno, déjame que les dé una tercera oportunidad —le dije—. Hablaré con ellos.

—Nada de eso, jamás doy a un hombre más de dos oportunidades.

Suspiré. Allí fuimos los dos. Llegamos al barracón del lío. Sledge abrió la puerta y ordenó que salieran todos en fila. Yo estaba confuso. Todos nos pusimos colorados. Así son las cosas en América. Todo el mundo hace lo que se supone que debe de hacer. ¿Qué importaba que unos cuantos hombres hablaran en voz alta y bebieran de noche? Pero Sledge quería demostrar algo. Se aseguró de mi presencia por si acaso los otros se le echaban encima. Podrían haberlo hecho. Eran todos hermanos, todos de Alabama.

Regresamos con ellos al puesto de mando. Sledge iba delante y yo detrás.

—Dígale a ese animal que no lleve las cosas tan lejos. Podrían echarnos y nunca llegaríamos a Okinawa —me dijo uno de los chicos.

—Hablaré con él.

En el puesto de mando le dije a Sledge que lo olvidara. Él me respondió en voz alta para que todos pudieran oírlo:

—Nunca doy a nadie más de dos oportunidades.

—¿Y qué importa? —dijo el de Alabama—. ¿Qué más da dos que tres o las que sean?

Perderemos nuestro empleo.

Sledge no respondió nada y llenó los formularios de denuncia. Sólo detuvo a uno; llamó al coche patrulla. Este llegó y se llevaron al chico. Los demás hermanos se retiraron con expresiones hoscas.

—¿Qué dirá nuestra madre? —dijeron.

Uno de ellos se me acercó.

—Dígale a ese hijoputa texano que si mi hermano no ha salido de la cárcel mañana por la noche, se las tendrá que ver conmigo.

Se lo dije a Sledge en términos más suaves, y éste no respondió nada. El hermano fue puesto en libertad inmediatamente y no pasó nada. El grupo embarcó; llegó otro grupo. Si no hubiera sido por Remi Boncoeur no hubiera permanecido en el puesto ni un par de horas.

Pero muchas noches Remi y yo estábamos de servicio solos, y era entonces cuando todo andaba liado. Hacíamos nuestra primera ronda a primera hora de un modo despreocupado. Remi tocaba todas las puertas para ver si estaban cerradas y con la esperanza de que alguna no lo estuviera. Me decía:

—Hace años que tengo la idea de educar a un perro para que sea un superladrón que entre en las casas de la gente y les saque los dólares de los bolsillos. Le enseñaría que sólo debía coger los billetes verdes; haría que los estuviera oliendo el día entero. Si fuera humanamente posible, le enseñaría a coger únicamente los de veinte dólares.

Remi estaba lleno de este tipo de proyectos; habló del perro durante semanas. Sólo encontró una puerta sin cerrar en una sola ocasión. No me gustaba la idea, así que me alejé por el vestíbulo. Remi abrió la puerta con cuidado. Se dio de bruces con el jefe de los barracones. Remi odiaba la cara de aquel hombre. Me había preguntado:

—¿Cómo se llamaba aquel escritor ruso del que siempre estás hablando; aquel que se metía periódicos en los zapatos y andaba por ahí con un sombrero hecho con un tubo de chimenea que había encontrado en un cubo de basura?

Era una exageración que yo le había contado de Dostoiewski.

—Si, eso es —seguía Remi—, eso es, Dostioffski. Un hombre con una cara como la de ese supervisor sólo puede tener un nombre: Dostioffski.

Bien, pues la única puerta que no estaba cerrada era la de Dostioffski. Estaba dormido cuando oyó que alguien trataba de abrir su puerta. Se levantó en pijama. Se acercó a la puerta con una cara dos veces más fea de lo habitual.

Cuando Remi abrió, se encontró con una cara de fiera que supuraba odio y reconcentrada furia.

—¿Qué significa esto?

—Estaba intentando abrir esta puerta. Creía que era el… hmm… cuarto de limpieza. Buscaba una balleta.

—¿Qué quiere decir con que buscaba una balleta?

—Bueno… verá…

Yo me acerqué y dije:

—Uno de los hombres ha vomitado en el vestíbulo de arriba. Tenemos que limpiarlo.

—Este no es el cuarto de la limpieza. Este es mi cuarto. Otro incidente como éste y haré que abran una investigación y los despidan. ¿Me han entendido bien?

—Un tipo vomitó arriba —repetí.

—El cuarto de la limpieza está ahí al fondo —y lo señaló, y esperó que fuéramos, cogiéramos una balleta, cosa que hicimos, y estúpidamente nos fuimos para arriba.

—Cagoendiós, Remi, siempre nos estás metiendo en líos. ¿Por qué no te quedas tranquilo? ¿Por qué quieres estar robando todo el tiempo?

—El mundo me debe unas cuantas cosas, eso es todo. No puedes enseñar al viejo profesor una nueva canción. Tú sigue hablándome así y empezaré a llamarte Dostioffski.

Remi era igual que un niño. En algún momento de su pasado, durante sus solitariosdías en algún colegio de Francia, se lo habían quitado todo; sus padrastros se limitaban a meterlo interno en un colegio y lo dejaban allí; fue expulsado de un colegio tras otro; anduvo de noche por las carreteras de Francia inventando palabrotas a partir de su inocente repertorio de palabras. Estaba decidido a recuperar todo lo que había perdido; era una pérdida sin límites; algo que arrastraría para siempre.

La cantina de los barracones era nuestro principal campo de acción. Mirábamos alrededor para cercionarnos de que nadie nos vigilaba, y de modo especial para comprobar si alguno de nuestros compañeros nos estaba acechando; entonces yo me agachaba y Remi se me ponía de pie encima de los hombros y subía. Abría la ventana, que por la noche nunca tenía el pestillo echado, según habíamos comprobado, pasaba a través de ella, y descendía encima de una mesa. Yo, que era un poco más ágil, daba un salto y me colaba dentro a continuación. Entonces íbamos a la heladería. Allí, haciendo realidad un sueño de la infancia, cogía el helado de chocolate y hundía la mano en él y cogía un montón y lo saboreaba. Después cogíamos cajas de helado y nos las zampábamos añadiendo jarabe de chocolate por encima, y a veces también de fresa. Después nos dirigíamos a la cocina, abríamos los frigoríficos para ver lo que podíamos llevarnos a casa en el bolsillo. A veces, yo cortaba un trozo de carne y lo envolvía en una servilleta.

—Ya sabes lo que dijo el presidente Truman —solía comentar Remi—. Hay que reducir el coste de vida.

Una noche tuve que esperar mucho tiempo a que Remi llenara de comida una caja enorme. Luego, no podíamos sacarla por la ventana. Remi tuvo que desempaquetarlo todo y devolverlo a su sitio. Aquella misma noche, más tarde, cuando él había terminado su servicio y yo estaba solo, sucedió algo raro. Estaba dando una vuelta por el camino del viejo barranco, con la esperanza de encontrar un venado (Remi había visto venados por allí, pues aquella zona seguía siendo salvaje incluso en 1947), cuando oí un ruido aterrador en la oscuridad. Eran rugidos y jadeos. Creí que se trataba de un rinoceronte que se me echaba encima. Cogí la pistola. En las tinieblas del desfiladero apareció una figura alta con una cabeza enorme. De pronto, me di cuenta que era Remi con la enorme caja de víveres a la espalda. Jadeaba y gemía debido a su enorme peso. Había encontrado la llave de la cantina en algún sitio y sacó los víveres por la puerta principal. Le dije:

—Remi, creí que ya estabas en casa; ¿qué coño estás haciendo?

—Paradise —me respondió jadeando—, ya te he dicho muchas veces que el presidente Truman ha dicho que debemos reducir el coste de vida —y le oí alejarse gruñendo y resoplando en la oscuridad. Ya he descrito lo malo que era el sendero que llevaba a nuestra casa, cuesta arriba y cuesta abajo. Remi escondió los alimentos entre la alta yerba y regresó—. Sal, no puedo llevarlo todo yo solo. Voy a dividir la comida en dos cajas y me ayudarás.

—¡Pero estoy de servicio!

—Yo vigilaré mientras no estás. Las cosas se están poniendo feas. Tenemos con acabar con esto del mejor modo posible, y no hay vuelta de hoja. —Se secó la cara—. ¡Puf! Te lo he repetido muchas veces, Sal, somos amigos y estamos metidos juntos en esto. No hay otro modo de hacerlo. Los Dostioffkis, la bofia, las Lee Anns, todos los canallas del mundo andan detrás de nosotros. Tenemos la obligación de evitar que nos impongan su modo de vida. Tienen un montón de modos para cazarnos aparte de sus asquerosas manos.

Recuérdalo. No se puede enseñar al viejo profesor una nueva canción. Gingiol

—¿Qué vamos a hacer con el asunto de nuestro embarque? —le pregunté finalmente.

Llevábamos dos meses y medio haciendo estas cosas. Yo ganaba cincuenta y cinco dólares a la semana y le mandaba a mi tía una media de cuarenta. Sólo había pasado una noche en San Francisco durante todo este tiempo. Mi vida se limitaba a la casa, a las peleas de Remi y Lee Ann, y a las noches en los barracones.

Remi había desaparecido en la oscuridad en busca de la otra caja. Hice esfuerzos con él por aquella vieja carretera del Zorro. Apilamos los víveres, que llegaban hasta el techo, en la mesa de la cocina de Lee Ann. Ella se despertó y se frotó los ojos.

—¿Sabes lo que el presidente Truman ha dicho?

Lee Ann estaba encantada. De repente empecé a darme cuenta de que en América todos somos unos ladrones natos. Yo mismo me estaba contagiando. Hasta empecé a inspeccionar las puertas para ver si estaban cerradas. Los otros policías empezaban a sospechar de nosotros; veían que no podían fiarse; su instinto infalible les decía lo que pasaba por nuestras mentes. Años de experiencia les habían enseñado a conocer a tipos como Remi y yo.

Durante el día, Remi y yo cogíamos la pistola e intentábamos cazar codornices en las colinas. Una vez Remi se arrastró hasta un metro de las cloqueantes aves y disparó su 32.

Falló. Su potente risa resonó por los bosques de California y por América entera.

—Ha llegado el momento de que tú y yo vayamos a ver al Rey de las Bananas.

Era sábado; nos arreglamos y bajamos hasta la estación de autobuses del cruce.

Llegamos a Frisco y callejeamos. Las risotadas de Remi resonaban en todos los sitios a los que íbamos.

—Tienes que escribir un relato sobre el Rey de las Bananas —me advirtió—. No engañes al viejo profesor poniéndote a escribir sobre otra cosa. El Rey de las Bananas es el tema obligatorio. Ahí tenemos al Rey de las Bananas.

El Rey de las Bananas era un viejo que vendía plátanos en la esquina. Yo me aburría, pero Remi me dio un codazo en las costillas y hasta me agarró por el cuello de la camisa.

—Cuando escribas sobre el Rey de las Bananas escribirás realmente sobre cosas de interés humano.

Le dije que me la sudaba el Rey de las Bananas.

—Hasta que no comprendas la importancia del Rey de las Bananas no sabrás de nada acerca de las cosas de interés humano que hay en el mundo —dijo Remi enfáticamente.

Había un viejo carguero oxidado en la bahía que servía de baliza. Remi estaba empeñado en ir remando hasta él, así que una tarde Lee Ann preparó la merienda y alquilamos un bote y fuimos hasta él. Remi llevó algunas herramientas. Lee Ann se desnudó y se tumbó a tomar el sol en el puente. Yo la observaba desde la toldilla. Remi bajó a la sala de máquinas y daba martillazos buscando unos revestimientos de cobre inexistentes. Me senté en la cámara de oficiales que estaba hecha una pena. Era un barco muy viejo y había sido construido con cariño, tenía hermosas tallas de madera y arquetas empotradas. Era el fantasma del San Francisco de Jack London. Soñé en aquella soleada cámara. Ratas corrían por la despensa. Una vez, hacía tiempo, aquí había comido un

capitán de ojos azules.

Bajé a reunirme con Remi en las entrañas del barco. Él tiraba de todo lo que le parecía medio suelto.

—No hay nada —me dijo—. Creí que habría cobre, pensaba que por lo menos quedaría alguna vieja tuerca. Este barco ha sido saqueado por una banda de ladrones.

El barco llevaba años en la bahía. El cobre había sido robado por una mano que ya ni era mano.

—Me gustaría —le dije a Remi—, dormir en este viejo barco alguna de estas noches, cuando haya niebla y todo cruja y se oiga el chapoteo de las boyas.

Remi estaba asombrado; su admiración hacia mí se duplicó.

—Sal —me dijo—, te daré cinco dólares si tienes el valor de hacer eso. ¿No te das cuenta que esto puede estar habitado por los espíritus de sus antiguos capitanes? No sólo te daré cinco dólares. Además te traeré remando hasta aquí, te prepararé la comida y te proporcionaré mantas y una vela.

—De acuerdo —le respondí.

Remi corrió a decírselo a Lee Ann. Me apetecía mucho subir hasta un mástil y dejarme caer encima de ella, pero mantuve la promesa hecha a Remi. Aparté la vista.

Entretanto comencé a ir a Frisco más a menudo; probé todo lo que dicen los libros que hay que hacer para ligar a una chavala. Hasta pasé una noche entera con una en el banco de un parque sin éxito. Era una rubia de Minnesota. Había muchísimos maricas. Fui varias veces a Frisco con la pistola y cuando en el retrete de un bar se me acercaba un marica sacaba la pistola y decía:

-¿Cómo? ¿Qué estás diciendo? —y el tipo salía disparado.

Nunca entendí por qué hacía eso; conozco a maricas de todo el país. Debía tratarse de la soledad de San Francisco y del hecho de que tenía una pistola. Tenía que enseñársela a alguien. Pasaba junto a una joyería y tuve el súbito impulso de romper el cristal del escaparate, apoderarme de los anillos y pulseras más caros, y correr a regalárselos a Lee Ann. Después nos largaríamos juntos a Nevada. Había llegado el momento de marcharme de Frisco o me volvería loco.

Escribí largas cartas a Dean y Carlo, que ahora estaban en casa del viejo Bull en un delta de Texas. Decían que estaban dispuestos a venir a reunirse conmigo a Frisco en cuanto esto y lo otro estuviera listo. Entretanto todo comenzó a desplomarse entre Remi y Lee Ann y yo. Llegaron las lluvias de setiembre y con ellas arreciaron los líos. Remi había volado a Hollywood con Lee Ann, llevando mi triste y estúpido guion de cine y no pasó nada. El famoso director estaba borracho y no les hizo ningún caso; anduvieron por la playa de Malibú rondando la mansión del tipo; riñeron delante de otros invitados; volvieron en avión.

Lo que terminó por colmar el vaso fueron las carreras de caballos. Remi reunió todos sus ahorros, unos cien dólares, me prestó uno de sus trajes, cogió a Lee Ann del brazo, y nos llevó al hipódromo del Golden Gate, cerca de Richmond, al otro lado de la bahía. Para demostrar el buen corazón que tenía, cogió la mitad de los víveres robados, los metió en una enorme bolsa de papel marrón y se los llevó a una pobre viuda que conocía en Richmond y que vivía en un grupo de casas muy parecido al nuestro con mucha ropa tendida al sol de California. Fuimos con él. Había muchos niños tristes y harapientos. La mujer le dio las gracias. Era la hermana de un marino al que Remi conocía vagamente.

—No es nada, señora Carter —dijo Remi con su tono más elegante y educado—. Hay de sobra en el sitio de donde viene.

Proseguimos hasta el hipódromo. Hizo increíbles apuestas de veinte dólares a ganador, y antes de la séptima carrera lo había perdido todo. Con los dos últimos dólares que nos quedaban para comer algo hizo una nueva apuesta y también perdió. Tuvimos que volver a Frisco haciendo autostop. Me encontraba otra vez en la carretera. Un señor nos cogió en su rutilante coche. Yo me senté delante con él. Remi intentaba contarle no sé qué historia de que había perdido la cartera en la tribuna principal del hipódromo.

—Lo cierto es —dije yo—, que perdimos todo nuestro dinero en las carreras, y que en adelante, en vez de dejarnos llevar por corazonadas, acudiremos a un corredor de apuestas, ¿verdad Remi?

Remi se puso todo colorado. El hombre finalmente admitió que era un alto empleado del hipódromo del Golden Gate. Nos dejó delante del elegantísimo Hotel Palace; le vimos desaparecer entre los candelabros, con los bolsillos llenos de dinero y la cabeza muy alta.

—¡Cojonudo! ¡Hay qué ver! —chillaba Remi en las calles nocturnas de Frisco—.

Paradise viaja con el hombre que dirige el hipódromo y jura que en adelante irá a los corredores de apuestas. ¡Lee Ann, Lee Ann! —zarandeó a la chica—. ¡Es sin duda el tipo más divertido del mundo! ¡Tiene que haber muchos italianos en Sausalito! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! — se agarró a un poste para reírse mejor.

Aquella noche empezó a llover y Lee Ann nos miraba con asco. En casa no había quedado ni un centavo. La lluvia sonaba en el techo.

—Por lo menos va a durar una semana —dijo Remi.

Se había quitado su elegante traje; llevaba de nuevo los miserables pantalones cortos y el gorro militar y una camiseta. Sus grandes ojos castaños contemplaban las planchas de madera del suelo con expresión triste. La pistola estaba encima de la mesa. Oíamos al

señor Nieve desternillándose de risa en algún lugar de la noche lluviosa.

—Estoy hasta los ovarios de ese hijoputa —soltó Lee Ann. Estaba dispuesta a iniciar una pelea. Comenzó a chinchar a Remi.

Este estaba ocupado buscando su cuaderno de notas negro; en él estaban apuntados los nombres de las personas, normalmente marinos, que le debían dinero. Junto a los nombres había escrito tacos en tinta roja. Temía el día en que mi nombre figurara en aquel cuaderno.

Últimamente había estado mandando tanto dinero a mi tía que sólo gastaba unos cuatro o cinco dólares a la semana en comida. De acuerdo con lo que había dicho el presidente Truman, añadía muy pocos dólares al gasto público. Pero Remi consideraba que no contribuía bastante; solía dejar las cuentas de la tienda por todas partes, colgando con sus precios detallados, generalmente en el cuarto de baño o donde yo pudiera verlos y enterarme de mi tacañería. Lee Ann estaba segura de que Remi escondía parte de su dinero y de que yo hacía otro tanto. Amenazó con abandonarle. Remi frunció los labios.

—¿Y adónde piensas ir? —dijo.

—Con Jimmy.

—¿Jimmy? ¿Ese cajero del hipódromo? ¿Oyes eso, Sal? Lee Ann se va a ir a echar el lazo a un cajero del hipódromo. Ten cuidado, querida, y lleva tu escoba, los caballos van a comer esta semana montones de avena con mis cien dólares.

Las cosas empeoraron; la lluvia arreciaba. Lee Ann era la ocupante original de la casa, así que le dijo a Remi que cogiera sus cosas y se largara. Empezó a recogerlas. Me imagiré a mí mismo a solas en la casa con aquella arpía salvaje. Traté de mediar. Remi empujó a Lee Ann. Ella saltó hacia la pistola. Remi me dio el arma y dijo que la escondiera; tenía un cargador con ocho cartuchos. Lee Ann empezó a chillar, y finalmente se puso el impermeable y salió a buscar a un policía, ¡y vaya policía que iba a buscar! Nada menos que a nuestro viejo amigo de Alcatraz. Por suerte no estaba en casa. Volvió toda mojada.

Me escondí en mi rincón con la cabeza entre las piernas. ¡Dios mío! ¿Qué estaba haciendo a cinco mil kilómetros de casa? ¿Por qué había venido hasta aquí? ¿Dónde estaba el mercante que iba a China?

—Y otra cosa, bicho asqueroso —aulló Lee Ann—. Esta noche será la última que te prepare tus sucios sesos y tus huevos, y tu sucio cordero al curry, así que ya puedes ir llenando tu sucia panza y ponerte gordo y desaparecer de mi vista.

—De acuerdo —dijo Remi tranquilamente—. Todo eso está muy bien. Cuando empecé contigo no esperaba rosas y la luz de la luna, así que todo esto no me sorprende. Hice por ti todo lo que pude, hice las cosas lo mejor que pude para ambos. Y ahora los dos me habéis dejado en la estacada. Me habéis decepcionado totalmente —y continuó con toda sinceridad—. Creí que saldría algo agradable y duradero de la mutua compañía. Lo intenté todo. Fui a Hollywood, le conseguí un trabajo a Sal, te compré ropa. Intenté presentarte a la gente más elegante de San Francisco. Te negaste, ambos os negasteis a realizar mis más mínimos deseos. No os pedía nada a cambio. Ahora os pido un último favor y después no os pediré nada más. Mi padrastro llega a San Francisco el sábado por la noche. Todo lo que os pido es que me acompañéis e intentéis aparentar que las cosas siguen igual que cuando le escribí. En otras palabras, tú, Lee Ann, serás mi novia, y tú, Sal, serás mi amigo. Tengo arregladas las cosas para que el sábado me presten cien dolares. Quiero que mi padre se divierta y se marche sin tener ningún motivo de preocupación con respecto a mí.

Todo esto me sorprendió. El padrastro de Remi era un médico muy conocido que había trabajado en Viena, París y Londres.

—¿Quieres decir que te vas a gastar cien dólares con tu padrastro? —le dije—. ¡Tiene más dinero del que tendrás tú jamás! ¡Te vas a endeudar hasta las patas!

—Así es —dijo Remí tranquilamente y con tono de derrota en la voz—. Es lo último que os pido. Que por lo menos intentéis que las cosas parezcan que marchan bien, que intentéis causarle una buena impresión. Quiero a mi padrastro y le respeto. Va a venir con su nueva esposa. Debemos ser atentos con ellos.

Había veces que Remi era el más educado caballero del mundo. Lee Ann estaba impresionada, deseaba conocer al padrastro; si su hijo no era una buena presa, él sí podía serlo.

Llegó el sábado por la noche. Yo había dejado mi trabajo con los policías antes de que me despidieran por no hacer los suficientes arrestos, y sería mi última noche de sábado en Frisco. Remi y Lee Ann subieron a reunirse con el padrastro a la habitación de su hotel; yo tenía dinero preparado para el viaje y bebí un poco más de la cuenta en el bar del piso de abajo. Después subí a reunirme con todos, aunque con mucho retraso. El padre abrió la puerta. Era un hombre con gafas alto y distinguido.

-¡Ah! -le dije al verle—. ¿Cómo está usted, señor Boncoeur? Je suis haut —añadí, con lo que intentaba traducir al francés nuestra expresión: «Estoy alto, he bebido un poco»; pero en francés no significa absolutamente nada. El médico se quedó perplejo. Comenzaba a joderle el asunto a Remi. Me miró sonrojado.

Fuimos a cenar a un restaurante muy elegante: el Alfred’s, en North Beach. Allí el pobre Remi se gastó sus buenos cincuenta dólares con nosotros cinco, bebidas incluidas. Y ahora vino lo peor. ¿Quién podía pensar que allí sentado en el bar del Alfred’s estaba mi viejo amigo Roland Major? Acababa de llegar de Denver y había conseguido trabajo en un periódico de San Francisco. Estaba algo borracho. Ni siquiera se había afeitado. Corrió hacia mí y me dio una fuerte palmada en la espalda justo cuando me llevaba la copa a los labios. Se instaló junto al doctor Boncoeur y se echaba encima de la sopa del buen señor para hablar conmigo. Remi estaba colorado como un tomate.

—¿No vas a presentarnos a tu amigo, Sal? —dijo con una débil sonrisa.

—Cómo no. Es Roland Major, del diario Argus, de San Francisco —intenté decir con aspecto muy serio. Lee Ann estaba furiosa conmigo.

Major empezó a hablar al oído del monsieur.

—¿Le gusta enseñar francés en el colegio? —aulló.

—Perdóneme, pero yo no enseño francés en ningún colegio.

—¡Oh! Yo creía que enseñaba francés en un colegio —estaba siendo deliberadamente brusco. Recordé la noche que no nos dejó celebrar nuestra fiesta en Denver; pero se lo perdoné.

Se lo perdoné todo a todos, me dejé ir, me emborraché. Me puse a hablar de la luna y de las flores con la joven esposa del médico. Había bebido tanto que tenía que ir al retrete cada dos minutos, y para hacerlo tenía que saltar por encima de las piernas del doctor Boncoeur. Todo se estaba yendo a la mierda. Mi estancia en Frisco se terminaba. Remi nunca me volvería a hablar. Eso era terrible porque yo le quería de verdad y era una de las pocas personas del mundo que sabía lo auténtico y buen amigo que era. Tardaría muchos años en olvidar todo esto. ¡Qué desastrosas resultaban las cosas comparándolas con lo que yo le había escrito desde Paterson planeando mi viaje por la roja línea de la Ruta 6 a través de América!

Aquí estaba en el extremo oeste de América, en el culo del mundo, y no podía ir más allá, tenía que regresar. Decidí que por lo menos mi viaje fuera circular; entonces decidí que iría a Hollywood y volvería por Texas para ver a mis amigos del delta. El resto podía irse al carajo.

Echaron a Major del Alfred’s. Como de todos modos la cena se había terminado, me uní a él; es decir, Remi lo sugirió; salí, pues, y nos fuimos a beber. Estábamos sentados en una mesa del Iron Pot y Major me dijo:

—Sam, no me gusta ese mariquita del bar.

—¿Quién, Jake?

—Sam —repitió-, creo que voy a tener que levantarme y partirle la cara.

—No, Jake —le dije siguiendo con la imitación de Hemingway—. Apunta desde aquí y veremos lo que pasa —y acabamos dando tumbos en una esquina.

Por la mañana, mientras Remi y Lee Ann dormían, y mientras contemplaba con una tristeza enorme la gran pila de ropa que Remi y yo planeábamos lavar en la máquina Bendix del cobertizo de atrás (lo que siempre había sido una operación divertida, entre negras, al sol, y con el señor Nieve riendo sin parar), decidí marcharme. Salí al porche.

—No, coño —me dije—. He prometido no marcharme sin subir antes a esa montaña —es decir, a la parte más alta del desfiladero que llevaba misteriosamente al océano Pacífico.

Así que me quedé otro día. Era domingo. Había una gran ola de calor; era un día maravilloso, el sol se puso rojo a las tres. Inicié la ascensión y llegué a la cima a las cuatro.

Por todos lados había esos hermosos álamos y eucaliptos de California. Cerca de la cima dejaba de haber árboles; sólo rocas y yerba. Hacia la costa había ganado pastando. Allí estaba el Pacífico, a unas cuantas colinas de distancia, azul y enorme y con una gran pared blanca avanzando desde el legendario terreno de patatas donde nacen las nieblas de Frisco.

Dentro de una hora la niebla llegaría al Golden Gate y envolvería de blanco la romántica ciudad, y un muchacho llevando a una chica de la mano subiría lentamente por una de sus largas y blancas aceras con una botella de Tokay en el bolsillo. Eso era Frisco; y mujeres muy bellas a la puerta de blancos portales esperando a sus hombres; y la Torre Coit, y el embarcadero y la calle del mercado, y las once prolíficas colinas.

Vagué por allí hasta que me sentí aturdido; pensaba que iba a caerme como en un sueño, directamente al precipicio y sin tener a qué agarrarme. ¿Dónde está la chica de mis amores? Y miraba a todas partes como antes había mirado al pequeño mundo de allá abajo.

Y ante mí estaba la ruda y enorme y abultada comba de mi continente americano; y en algún sitio muy lejano y sombrío, el frenético Nueva York lanzaba hacia arriba su nube de polvo y de pardo vapor. Hay algo pardo y sagrado en el Este; California es blanca como frívola ropa puesta a secar… o al menos eso pensaba entonces.

12

Por la mañana Remi y Lee Ann dormían cuando silencioso empaqueté mis cosas y salí por la ventana del mismo modo en que había entrado, y me alejé de Mili City con mi saco de lona. Y nunca pasé una noche en el viejo barco fantasma —se llamaba Almirante Freebee— y Remi y yo nos perdimos el uno para el otro.

En Oakland tomé una cerveza entre los vagabundos de un saloon que tenía una rueda de carreta en la puerta, y estaba una vez más en la carretera. Dejé atrás Oakland para llegar a la carretera de Fresno. De dos saltos llegué a Bakersfield, unos seiscientos kilómetros al Sur. El primero que me recogió estaba loco; era un chaval rubio que iba en un trasto lleno de remiendos.

—¿Ves este dedo? —me dijo mientras lanzaba el trasto aquel a ciento y pico por hora adelantando a todo el mundo—. Míralo —estaba cubierto de vendas—. Me lo acaban de amputar esta misma mañana. Los hijoputas querían que me quedara en el hospital. Cogí mi bolsa y me largué. ¿Qué es un dedo?

Sí, en efecto, dije para mis adentros, un dedo es muy poco. Pero hay que estar atento a la carretera y agarrarse fuerte. Nunca había visto a un conductor tan loco. Llegamos a Tracy en seguida. Tracy es un nudo ferroviario; los guardafrenos comen en restaurantes baratos cerca de las vías. Trenes pitan alejándose por el valle. El sol se pone lentamente muy rojo. Se despliegan todos los mágicos nombres del valle: Manteca, Madera y todos los demás. Llegó en seguida el crepúsculo, un crepúsculo púrpura sobre viñas, naranjos y campos de melones; el sol de color de uva pisada, cortado con rojo borgoña, los campos color amor y misterios españoles. Saqué la cabeza por la ventanilla y respiré profundamente la fragancia del aire. Fue el más hermoso de todos los momentos. El loco era un guardafrenos de la Southern Pacific y vivía en Fresno. Perdió su dedo en un cambio de vías de Oakland, no entendí muy bien cómo. Me llevó hasta el ruidoso Fresno y me dejó en la parte sur de la ciudad, fui a tomar una coca-cola rápido en un pequeño bar cercano a las vías, y allí junto a los furgones me encontré con un joven y melancólico armenio, y justo en ese momento pitó una locomotora y me dije:

—Sí, sí, el pueblo de Saroyan.

Tenía que ir al Sur; cogí la carretera. Me recogió un hombre en un camión último modelo con remolque. Era de Lubbock, Texas y estaba en el negocio de los remolques.

—¿No quieres comprar un remolque? —me preguntó—. Cuando quieras ven a verme.

Me contó historias de su padre en Lubbock.

—Una noche mi viejo dejó la recaudación del día olvidada encima de la caja fuerte. Y pasó que por la noche entró un ladrón con un soplete y, toda la pesca, forzó la caja, revolvió todos los papeles, tiró unas cuantas sillas y se largó. Y aquellos mil dólares quedaron allí encima de la caja. ¿Qué me dices a eso?

Me dejó al sur de Bakersfield y entonces empezó mi aventura. Hacía frío. Me puse el delgado impermeable del ejército que había comprado en Oakland por tres dólares y me quedé temblando en la carretera. Estaba frente a un elegante hotel de estilo español iluminado como una joya. Pasaban coches, en dirección a Los Angeles. Hacía gestos frenéticos. El frío era cada vez mayor. Estuve allí hasta medianoche, dos horas enteras, y maldiciendo sin parar. Era como en Sturat, Iowa, otra vez. No podía hacer más que gastarme los dos dólares y pico que costaba un autobús que me llevara los kilómetros que faltaban hasta LA. Anduve de regreso por la autopista hasta Bakersfield y, ya en la estación, me senté en un banco.

Había sacado mi billete y estaba esperando por el autobús de LA cuando de repente vi a la mexicanita más graciosa que quepa imaginar. Llevaba pantalones y estaba en uno de los autobuses que acababan de detenerse con gran ruido de frenos; los viajeros se apeaban a descansar. Los pechos de la chica eran firmes y auténticos; sus pequeñas caderas parecían deliciosas; tenía el pelo largo y de un negro lustroso; y sus ojos eran grandes y azules con cierta timidez en el fondo. Deseé estar en el mismo autobús que ella. Sentí una punzada en el corazón como me sucede siempre que veo a una chica que me gusta y que va en dirección opuesta a la mía por este enorme mundo. Los altavoces anunciaron la salida del autobús para LA. Cogí mi saco y subí y ¿quién se dirían que estaba allí? Nada menos que la chica mexicana. Me instalé en el asiento opuesto al suyo y empecé a hacer planes.

Estaba tan solo, tan triste, tan cansado, tan tembloroso y tan hundido, que tuve que reunir todo mi valor para abordar a la desconocida y actuar. Pero pasé cinco minutos golpeándome los muslos en la oscuridad antes de atreverme mientras el autobús rodaba carretera adelante.

¡Tienes que hacerlo! ¡Tienes que hacerlo o te morirás! ¡Venga, maldito idiota, habla con ella! ¿Qué coño te pasa? ¿Es que todavía no estás lo suficientemente cansado de andar por ahí solo? Y antes de darme cuenta de lo que hacía, me incliné a través del pasillo hacia ella (estaba intentando dormir en su asiento) y le dije:

—Señorita, ¿no querría usar mi impermeable de almohada?

Me miró sonriendo y dijo:

—No, muchísimas gracias.

Me eché hacia atrás temblando; encendí una colilla. Esperé hasta que me miró con unadeliciosa mirada de reojo triste y amable, y me enderecé inclinándome luego hacia ella.

—¿Podría sentarme a su lado, señorita?

—Si usted quiere.

Lo hice en seguida.

—¿Adónde va?

—A LA —me gustó el modo en que lo dijo; me gusta el modo en que todos los de la Costa dicen «LA»; es su única y dorada ciudad.

—Yo también voy allí —casi grité—. Me alegra mucho que me dejara sentarme a su lado, me sentía muy solo y llevo viajando la tira de tiempo.

Y nos pusimos a contarnos nuestras vidas. Su vida era ésta: tenía un marido y un hijo.

El marido le pegaba, así que lo dejó allá en Sabinal, al sur de Fresno, y de momento iba a Los Angeles a vivir con su hermana. Había dejado a su hijito con su familia, que eran vendimiadores y vivían en una chabola en los viñedos. No tenía otra cosa que hacer que pensar y desesperarse. Tuve ganas de pasarle el brazo por encima de los hombros.

Hablamos y hablamos. Dijo que le gustaba hablar conmigo. En seguida estaba diciendo que le gustaría ir a Nueva York.

—Tal vez podamos ir juntos —dije riendo.

El autobús subía el Paso de la Parra y luego bajábamos hacia grandes extensiones luminosas. Sin ponernos previamente de acuerdo nos cogimos de la mano y en ese momento decidí de modo silencioso y bello y puro que cuando llegara a la habitación de un hotel de Los Angeles ella estaría a mi lado. La deseé totalmente; recliné la cabeza sobre su hermoso cabello. Sus pequeños hombros me enloquecían; la abrazaba y la abrazaba. Y a ella le gustaba.

—Amo el amor —dijo cerrando los ojos. Le prometí un bello amor. La deseaba sin freno. Terminadas nuestras historias, quedamos en silencio entregados a pensamientos de goce anticipado. Todo era tan sencillo como eso. Que los demás se quedaran con sus Peaches y Bettys y Marylous y Ritas y Camilles e Ineses de este mundo; ésta era la chica que me gustaba y se lo dije. Confesó que me había visto observándola en la estación de autobuses.

—Creí que eras estudiante.

—¡Soy estudiante! —le aseguré.

El autobús llegó a Hollywood. En el amanecer gris y sucio, un amanecer como aquel cuando Joel McCrea encuentra a Verónica Lake en un coche restaurante, en la película Los viajes de Sullivan, se durmió sobre mi pecho. Yo miraba ansiosamente por la ventana: casas blancas y palmeras y cines para coches, toda aquella locura, la dura tierra prometida, el extremo fantástico de América. Bajamos del autobús en Main Street que no es diferente de los sitios donde te bajas del autobús en Kansas City o Chicago o Boston: ladrillos rojos, suciedad, tipos que pasan, tranvías rechinando en el desamparado amanecer, el olor a puta de una gran ciudad.

Y aquí perdí la cabeza, no sé muy bien por qué, y empecé a tener la estúpida idea paranoica de que Teresa o Terry —así se llamaba— no era más que una puta vulgar que trabajaba en los autobuses a la caza de dólares de tipos como yo a los que citaba en LA, y primero los llevaba a desayunar a un sitio donde esperaba su chulo, y después llevaba al mamón a determinado hotel al que su macarra tenía acceso con una pistola o lo que fuera.

Nunca llegué a confesárselo. Desayunamos y un chulo nos observaba; me imaginé que Terry le hacía señales con la vista. Estaba cansado y me sentía raro y perdido en un sitio tan lejano y desagradable. El terror me invadió e hizo que actuara de un modo despreciable y ruin.

—¿Conoces a ese tipo? —le dije.

—¿A qué tipo te refieres, amor?

Abandoné el asunto. Ella lo hacía todo muy despacio; le llevó mucho tiempo comer; masticaba lentamente y miraba al vacío, y fumó un pitillo, y seguía hablando, y yo era como un macilento fantasma sospechando de cada movimiento que hacía, pensando que

trataba de ganar tiempo. Era como una enfermedad. Cuando salimos a la calle cogidos de la mano sudaba. En el primer hotel con el que tropezamos había habitación, y antes de que me diera cuenta de nada, estaba cerrando la puerta y ella, sentada en la cama, se descalzaba. La besé suavemente. Mejor que nunca se enterara de nada. Para relajarnos necesitábamos whisky, especialmente yo. Salí y recorrí doce manzanas a toda prisa hasta que encontré un sitio donde me vendieron una botella. Volví lleno de energía. Terry estaba en el cuarto de baño arreglándose la cara. Llené un vaso de whisky y bebimos grandes tragos. ¡Oh, aquello era dulce y delicioso! ¡Todo mi lúgubre viaje había merecido la pena!

Me puse detrás de ella ante el espejo, y bailamos así por el cuarto de baño. Empecé a hablarle de mis amigos del Este.

—Deberías conocer a una chica amiga mía que se llama Dorie —le dije—. Es una pelirroja altísima, si vienes a Nueva York te ayudará a encontrar trabajo.

—¿Y quién es esa pelirroja tan alta? —preguntó recelosa— ¿Por qué me hablas de ella? —su espíritu sencillo no podía seguir mi alegre y nerviosa conversación. Me callé.

Ella en el cuarto de baño empezó a encontrarse borracha.

—Vamos a la cama —le repetía.

—¡Conque una pelirroja muy alta, eh! Y yo que creía que eras un buen chico, un estudiante, cuando te vi con la chaqueta de punto y me dije: ¿Verdad que es guapo? ¡No!

¡No! ¡Y no! ¡No eres más que un chulo como todos los demás!

—¿De qué coño estás hablando?

—No vayas a decirme ahora que esa pelirroja tan alta no es una madame, porque yo conozco a las madames en cuanto oigo hablar de ellas, y tú no eres más que un chulo, igual que todos los que he conocido. Todos sois unos chulos.

—Escúchame,Terry, no soy un chulo. Te juro sobre la Biblia que no soy un chulo.

¿Por qué iba a ser un chulo? Sólo me interesas tú.

—Todo este tiempo creía que por fin había encontrado a un buen chico. Estaba tan contenta… me felicité y me dije: «Bien, está vez es un buen chico y no un chulo.»

-¡Terry! —le supliqué con toda mi alma—. Por favor, escúchame y trata de entender que no soy un chulo. —Una hora antes yo había pensado que la puta era ella. ¡Qué triste era todo! Nuestras mentes, cada cual con su locura, habían seguido caminos divergentes.

¡Qué vida tan horrible! Cuánto gemí y supliqué hasta que me volví loco y me di cuenta que estaba riñendo con una chiquilla mexicana tonta e ignorante, y se lo dije; y antes de que supiera lo que estaba haciendo, cogí sus zapatos rojos y los tiré contra la puerta del cuarto de baño diciéndole:

—¡Venga! ¡Ya te estás largando!

Me dormiría y lo olvidaría todo; tenía mi propia vida, mi propia y triste y miserable vida de siempre. En el cuarto de baño había un silencio de muerte. Me desnudé y me metí en la cama.

Terry salió con los ojos llenos de lágrimas. En su sencilla y curiosa cabecita se había dicho que un chulo jamás tira los zapatos de una mujer contra la puerta ni le dice que se vaya. Se desnudó con un dulce y reverente silencio y deslizó su menudo cuerpo entre las sábanas junto al mío. Era morena como las uvas. Vi la cicatriz de una cesárea en su pobre vientre; sus caderas eran tan estrechas que no pudo tener a su hijo sin que la abrieran. Sus piernas eran como palitos. Sólo medía un metro cuarenta y cinco centímetros. Hicimos el amor en la dulzura de la perezosa mañana. Después, como dos ángeles cansados, colgados y olvidados en un rincón de LA, habiendo encontrado juntos la cosa más íntima y deliciosa de la vida, nos quedamos dormidos hasta la caída de la tarde.

Platform Capitalism. 2017. Nick Srnicek

Introduction

We are told today that we are living in an age of massive transformation. Terms like the sharing economy, the gig economy, and the fourth industrial revolution are tossed around, with enticing images of entrepreneurial spirit and flexibility bandied about. As workers, we are to be liberated from the constraints of a permanent career and given the opportunity to make our own way by selling whatever goods and services we might like to offer.

As consumers, we are presented with a cornucopia of on-demand services and with the promise of a network of connected devices that cater to our every whim. This is a book on this contemporary moment and its avatars in emerging technologies: platforms, big data, additive manufacturing, advanced robotics, machine learning, and the internet of things.

It is not the first book to look at these topics, but it takes a different approach from others. In the existing literature, one group of commentaries focuses on the politics of emerging technology, emphasising privacy and state surveillance but leaving aside economic issues around ownership and profitability. Another group looks at how corporations are embodiments of particular ideas and values and criticises them for not acting humanely – but, again, it neglects the economic context and the imperatives of a capitalist system.[1]

Other scholars do examine these emerging economic trends but present them as sui generis phenomena, disconnected from their history. They never ask why we have this economy today, nor do they recognise how today’s economy responds to yesterday’s problems. Finally, a number of analyses report on how poor the smart economy is for workers and how digital labour represents a shift in the relationship between workers and capital, but they leave aside any analysis of broader economic trends and intercapitalist competition.[2]

The present book aims to supplement these other perspectives by giving an economic history of capitalism and digital technology, while recognising the diversity of economic forms and the competitive tensions inherent in the contemporary economy. The simple wager of the book is that we can learn a lot about major tech companies by taking them to be economic actors within a capitalist mode of production.

This means abstracting from them as cultural actors defined by the values of the Californian ideology, or as political actors seeking to wield power. By contrast, these actors are compelled to seek out profits in order to fend off competition. This places strict limits on what constitutes possible and predictable expectations of what is likely to occur.

Most notably, capitalism demands that firms constantly seek out new avenues for profit, new markets, new commodities, and new means of exploitation. For some, this focus on capital rather than labour may suggest a vulgar economism; but, in a world where the labour movement has been significantly weakened, giving capital a priority of agency seems only to reflect reality.

Where, then, do we focus our attention if we wish to see the effects of digital technology on capitalism? We might turn to the technology sector,[3] but, strictly speaking, this sector remains a relatively small part of the economy.

In the United States it currently contributes around 6.8 per cent of the value added from private companies and employs about 2.5 per cent of the labour force.[4] By comparison, manufacturing in the deindustrialised United States employs four times as many people. In the United Kingdom manufacturing employs nearly three times as many people as the tech sector.[5]

This is in part because tech companies are notoriously small. Google has around 60,000 direct employees, Facebook has 12,000, while WhatsApp had 55 employees when it was sold to Facebook for $19 billion and Instagram had 13 when it was purchased for $1 billion. By comparison, in 1962 the most significant companies employed far larger numbers of workers: AT&T had 564,000 employees, Exxon had 150,000 workers, and GM had 605,000 employees.[6]

Thus, when we discuss the digital economy, we should bear in mind that it is something broader than just the tech sector defined according to standard classifications.

As a preliminary definition, we can say that the digital economy refers to those businesses that increasingly rely upon information technology, data, and the internet for their business models. This is an area that cuts across traditional sectors – including manufacturing, services, transportation, mining, and telecommunications – and is in fact becoming essential to much of the economy today.

Understood in this way, the digital economy is far more important than a simple sectoral analysis might suggest. In the first place, it appears to be the most dynamic sector of the contemporary economy– an area from which constant innovation is purportedly emerging and that seems to be guiding economic growth forward. The digital economy appears to be a leading light in an otherwise rather stagnant economic context.

Secondly, digital technology is becoming systematically important, much in the same way as finance. As the digital economy is an increasingly pervasive infrastructure for the contemporary economy, its collapse would be economically devastating. Lastly, because of its dynamism, the digital economy is presented as an ideal that can legitimate contemporary capitalism more broadly.

The digital economy is becoming a hegemonic model: cities are to become smart, businesses must be disruptive, workers are to become flexible, and governments must be lean and intelligent. In this environment those who work hard can take advantage of the changes and win out. Or so we are told.

The argument of this book is that, with a long decline in manufacturing profitability, capitalism has turned to data as one way to maintain economic growth and vitality in the face of a sluggish production sector. In the twentyfirst century, on the basis of changes in digital technologies, data have become increasingly central to firms and their relations with workers, customers, and other capitalists.

The platform has emerged as a new business model, capable of extracting and controlling immense amounts of data, andwith this shift we have seen the rise of large monopolistic firms. Today thecapitalism of the high- and middle-income economies is increasinglydominated by these firms, and the dynamics outlined in this book suggestthat the trend is only going to continue.

The aim here is to set these platformsin the context of a larger economic history, understand them as means togenerate profit, and outline some of the tendencies they produce as a result.

In part, this book is a synthesis of existing work. The discussion in Chapter 1 should be familiar to economic historians, as it outlines the various crises that have laid the groundwork for today’s post-2008 economy. It attempts to historicise emerging technologies as an outcome of deeper capitalist tendencies, showing how they are implicated within a system of exploitation, exclusion, and competition.

The material in Chapter 2 should be fairly well known to those who follow the business of technology. In many ways, the chapter is an attempt to give clarity to various ongoing discussions in that world, as it lays out a typology and genesis of platforms. By contrast, Chapter 3 hopefully offers something new to everyone. On the basis of the preceding chapters, it attempts to draw out some likely tendencies and to make some broad-brush predictions about the future of platform capitalism.

These forward-looking prognoses are essential to any political project. How we conceptualise the past and the future is important for how we think strategically and develop political tactics to transform society today. In short, it makes a difference whether we see emerging technologies as inaugurating a new regime of accumulation or as continuing earlier regimes. This has consequences on the possibility of a crisis and on deciding where that crisis might emerge from; and it has consequences on our envisaging the likely future of labour under capitalism.

Part of the argument of this book is that the apparent novelties of the situation obscure the persistence of longer term trends, but also that today presents important changes that must be grasped by a twenty-first-century left. Understanding our position in a broader context is the first step to creating strategies for transforming it.

Notes

2. Huws, 2014.

3. Since the phrase ‘technology sector’ is so often thrown around with little clarification, we will here define the sector using the North American Industry Classification System (NAICS) and its associated codes. Under that system, the tech sector can be considered to include computer and electronic product manufacturing (334), telecommunications (517), data processing, hosting, and related services (518), other information services (519), and computer systems design and related services (5415).

4. Klein, 2016.

5. Office for National Statistics, 2016b.

6. Davis, 2015: 7.

1 The Long Downturn

To understand our contemporary situation, it is necessary to see how it links in with what preceded it. Phenomena that appear to be radical novelties may, in historical light, reveal themselves to be simple continuities. In this chapter I will argue that there are three moments in the relatively recent history of capitalism that are particularly relevant to the current conjuncture: the

response to the 1970s downturn; the boom and bust of the 1990s; and the response to the 2008 crisis. Each of these moments has set the stage for the new digital economy and has determined the ways in which it has developed.

All of this must first be set in the context of our broad economic system of capitalism and of the imperatives and constraints it imposes upon enterprises and workers. While capitalism is an incredibly flexible system, it also has certain invariant features, which function as broad parameters for any given historical period. If we are to understand the causes, dynamics, and consequences of today’s situation, we must first understand how capitalism operates.

Capitalism, uniquely among all modes of production to date, is immensely successful at raising productivity levels.[7] This is the key dynamic that expresses capitalist economies’ unprecedented capacity to grow at a rapid pace and to raise living standards. What makes capitalism different?[8] This cannot be explained through psychological mechanisms, as though at some time we collectively decided to become greedier or more efficient at producing than our ancestors did. Instead, what explains capitalism’s productivity growth is a change in social relationships, particularly property relationships.

In precapitalist societies, producers had direct access to their means of subsistence: land for farming and housing. Under those conditions, survival did not systematically depend on how efficiently one’s production process was. The vagaries of natural cycles may mean that a crop did not grow at adequate levels for one year, but these were contingent constraints rather than systemic ones. Working sufficiently hard to gain the resources necessary for survival was all that was needed. Under capitalism, this changes.

Economic agents are now separated from the means of subsistence and, in order to secure the goods they need for survival, they must now turn to the market. While markets had existed for thousands of years, under capitalism economic agents were uniquely faced with generalised market dependence.

Production therefore became oriented towards the market: one had to sell goods in order to make the money needed for purchasing subsistence goods.

But, as vast numbers of people were now relying upon selling on the market, producers faced competitive pressures. If too costly, their goods would not sell, and they would quickly face the collapse of their business. As a result, generalised market dependency led to a systemic imperative to reduce production costs in relation to prices. This can be done in a variety of ways; but the most significant methods were the adoption of efficient technologies and techniques in the labour process, specialisation, and the sabotage of competitors.

The outcome of these competitive actions was eventually expressed in the mediumterm tendencies of capitalism: prices tangentially declined to the level of costs, profits across different industries tended to become equal, and relentless growth imposed itself as the ultimate logic of capitalism. This logic of accumulation became an implicit and taken-for granted element embedded within every business decision: whom to hire, where to invest, what to build, what to produce, who to sell to, and so on.

One of the most important consequences of this schematic model of capitalism is that it demands constant technological change. In the effort to cut costs, beat out competitors, control workers, reduce turnover time, and gain market share, capitalists are incentivised to continually transform the labour process. This was the source of capitalism’s immense dynamism, as capitalists tend to increase labour productivity constantly and to outdo one another in generating profits efficiently.

But technology is also central to capitalism for other reasons, which we will examine in more detail later on. It has often been used to deskill workers and undermine the power of skilled labourers (though there are countertendencies towards reskilling as well).[9]

These deskilling technologies enable cheaper and more pliable workers to come in and replace the skilled ones, as well as transferring the mental processes of work to management rather than leaving it in the hands of workers on the shop floor. Behind these technical changes, however, lies competition and struggle – both between classes, in their struggle to gain strength at one another’s expense, and between capitalists, in their efforts to lower the costs of production below the social average. It is the latter dynamic, in particular, that will play a key role in the changes that lie at heart of this book. But before we can understand the digital economy we must look back to an earlier period.

The End of the Postwar Exception

It is increasingly obvious to many that we live in a time still coming to terms with the breakdown of the postwar settlement. Thomas Piketty argues that the reduction in inequality after the Second World War was an exception to the general rule of capitalism; Robert Gordon sees high productivity growth in the middle of the twentieth century as an exception to the historical norm; and numerous thinkers on the left have long argued that the postwar period was an unsustainably good period for capitalism.[10]

That exceptional moment –broadly defined at the international level by embedded liberalism, at the national level by social democratic consensus, and at the economic level by Fordism – has been falling apart since the 1970s.

What characterised the postwar situation of the high-income economies? For our purposes, two elements are crucial (though not exhaustive): the business model and the nature of employment. After the devastation of the Second World War, American manufacturing was in a globally dominant position. It was marked by large manufacturing plants built along Fordist lines, with the automobile industry functioning as the paradigm. These factories were

oriented towards mass production, top-down managerial control, and a ‘just in case’ approach that demanded extra workers and extra inventories in case of surges in demand. The labour process was organised along Taylorist principles, which sought to break tasks down into smaller deskilled pieces and to reorganise them in the most efficient way; and workers were gathered together in large numbers in single factories. This gave rise to the mass worker, capable of developing a collective identity on the basis of fellow workers’ sharing in the same conditions. Workers in this period were represented by trade unions that reached a balance with capital and repressed more radical initiatives.[11]

Collective bargaining ensured that wages grew at a healthy pace, and workers were increasingly bundled into manufacturing industries with relatively permanent jobs, high wages, and guaranteed pensions. Meanwhile the welfare state redistributed money to those left outside the labour market.

As its nearest competitors were devastated by the war, American manufacturing profited and was the powerhouse of the postwar era.[12] Yet Japan and Germany had their own comparative advantages – notably relatively low labour costs, skilled labour forces, advantageous exchange rates, and, in Japan’s case, a highly supportive institutional structure between government, banks, and key firms. Furthermore, the American Marshall Plan laid the groundwork for expanding export markets and for rising investment levels across these countries.

Between the 1950s and the 1960s Japanese and German manufacturing grew rapidly in terms of output and productivity.

Most importantly, as the world market developed and global demand grew, Japanese and German firms began to cut into the share of American firms. Suddenly there were multiple major manufacturers that produced for the world market. The consequence was that global manufacturing reached a point of overcapacity and overproduction that put downward pressure on the prices of manufactured goods. By the mid-1960s, American manufacturing was being undercut in terms of prices by its Japanese and German competitors, which led to a crisis of profitability for domestic firms.

The high, fixed costs of the United States were simply no longer able to beat the prices of its competitors. Through a series of exchange rate adaptations, this crisis of profitability was eventually transmitted to Japan and Germany, and the global crisis of the 1970s was underway.

In the face of declining profitability, manufacturers made efforts to revive their businesses. In the first place, firms turned to their successful competitors and began to model themselves after them. The American Fordist model was to be replaced by the Japanese Toyotist model.[13]

In terms of the labour process, production was to be streamlined. A sort of hyper-Taylorism aimed to break the process down into its smallest components and to ensure that as few impediments and downtime entered into the sequence. The entire process was reorganised to be as lean as possible.

Companies were increasingly told by shareholders and management consultants to cut back to their core competencies, any excess workers being laid off and inventories kept to a minimum. This was mandated and enabled by the rise of increasingly sophisticated supply chain software, as manufacturers would demand and expect supplies to arrive as needed. And there was a move away from the mass production of homogeneous goods and towards increasingly customised goods that responded to consumer demand.

Yet these efforts met with counterattempts by Japanese and German competitors to increase their own profitability, along with the introduction of new competitors (Korea, Taiwan, Singapore, and eventually China). The result was continued international competition, overcapacity, and downward pressures on prices.

The second major attempt to revive profitability was through an attack on the power of labour. Unions across the western world faced an all-out assault and were eventually broken. Trade unions faced new legal hurdles, the deregulation of various industries, and a subsequent decline in membership.

Businesses took advantage of this to reduce wages and increasingly to outsource jobs. Early outsourcing involved jobs with goods that could be shipped (e.g. small consumer goods), while non-tradable services (e.g. administration) and non-tradable goods (e.g. houses) remained. Yet in the 1990s information and communications technologies enabled a number of those services to be offshored, and the relevant distinction came to be the one between services that required face-to-face encounters (e.g. haircuts, care work) and impersonal services that did not (e.g. data entry, customer service, radiologists, etc.).[14]

The former were contracted out domestically where possible, while the latter were under increasing pressure from global labour markets. Hospitality provides one illuminating example of this general trend: the percentage of franchised hotels in the United States raised from a marginal figure in the 1960s to over 76 per cent by 2006. Alongside this, there was a move towards contracting all other work associated with hospitality: cleaning, management, maintenance, and janitorial services.[15] The drivers behind this shift were to reduce benefits and liability costs, in an effort to maintain profitability levels. These changes inaugurated the secular trends we have seen since, with employment being increasingly flexible, low wage, and subject to pressures from management.

The Dot-com Boom and Bust

The 1970s therefore set the stage for the lengthy slump in manufacturing profitability that has since been the baseline of advanced economies. A period of healthy manufacturing growth in the United States began when the dollar was devalued in the Plaza Accord (1985); but manufacturing slumped again when the yen and the mark were devalued over fears of Japanese collapse.[16]

And, while economic growth recovered from its 1970s lows, nevertheless the G7 countries have all seen both economic and productivity growth trend downwards.[17] The one notable exception was the dot-com boom in the 1990s

and its associated frenzy of interest in the possibilities of the internet. In fact the 1990s’ boom is redolent of much of today’s fascination with the sharing economy, the internet of things, and other tech-enabled businesses. It will remain to the next chapter to show us whether the fate of these recent developments will follow the same downward path as well. For our present purposes, the most significant aspects of the 1990s’ boom and bust are the installation of an infrastructural basis for the digital economy and the turn to an ultraaccommodative monetary policy in response to economic problems.

The boom in the 1990s amounted effectively to the fateful commercialization of what had been, until that point, a largely non-commercial internet. It was an era driven by financial speculation, which was in turn fostered by large amounts of venture capital (VC) and expressed in high levels of stock valuation. As US manufacturing began to stall after the reversal of the Plaza Accord, the telecommunications sector became the favoured outlet of financial capital in the late 1990s.

It was a vast new sector, and the imperative for profit latched onto the possibilities afforded by getting people and businesses online. When this sector was at its height, nearly 1 per cent of US gross domestic product (GDP) consisted of VC invested in tech companies; and the average size of VC deals quadrupled between 1996 and 2000.[18] All told, more than 50,000 companies were formed to commercialise the internet and more than $256 billion was provided to them.[19]

Investors chased hopes for future profitability and companies adopted a ‘growth before profits’ model. While many of these businesses lacked a revenue source and, even more, lacked any profits, the hope was that through rapid growth they would be able to grab market share and eventually dominate what was assumed to be a major new industry. In what would come to characterise the internetbased sector to this day, it appeared a requirement that companies aim for monopolistic dominance.

In the cut-throat early stages investors enthusiastically joined, in hopes of picking the eventual winner. Many companies did not have to rely on VC either, as the equity markets swooned over tech stocks. Initially driven by declining borrowing costs and rising corporate profits,[20] the stock market boom came unmoored from the real economy when it latched onto the ‘new economy’ promised by internet-based companies. During its peak period between 1997 and 2000, technology stocks rose 300 per cent and took on a market capitalisation of $5 trillion.[21]

This excitement about the new industry translated into a massive injection of capital into the fixed assets of the internet. While investment in computers and information technology had been going on for decades, the level of investment in the period between 1995 and 2000 remains unprecedented to this day. In 1980 the level of annual investment in computers and peripheral equipment was $50.1 billion; by 1990 it had reached $154.6 billion; and at the height of the bubble, in 2000, it reached an unsurpassed peak of $412.8 billion.[22]

This was a global shift as well: in the low-income economies, telecommunications was the largest sector for foreign direct investment in the 1990s – with over $331 billion invested in it.[23] Companies began spending extraordinary amounts to modernise their computing infrastructure and, in conjunction with a series of regulatory changes introduced by the US government, this laid the basis for the mainstreaming of the internet in the early years of the new millennium.

Concretely, this investment meant that millions of miles of fibre-optic and submarine cables were laid out, major advances in software and network design were established, and large investments in databases and servers were made. This process also accelerated the outsourcing tendency initiated in the 1970s, when coordination costs were drastically cut as global communication and supply chains became easier to build and manage.[24]

Companies pushed more and more of their components outwards and Nike became an emblem of the lean firm: branding and design were managed in the high-income economies, while manufacturing and assembly were outsourced to sweatshops in the low-income economies. In all of these ways, the 1990s tech boom was abubble that laid the groundwork for the digital economy to come.

In 1998, as the East Asian crisis gathered pace, the US boom began to stumble as well. The bust was staved off through a series of rapid interest rate reductions made by the US Federal Reserve; and these reductions marked the beginning of a lengthy period of ultra-easy monetary policy. Implicitly the goal was to let equity markets continue to rise despite their ‘irrational exuberance’,[25] in an effort to increase the nominal wealth of companies and households and hence their propensity to invest and consume.

In a world where the US government was trying to reduce its deficits, fiscal stimulus was out of the question. This ‘asset-price Keynesianism’ offered an alternative way to get the economy growing in the absence of deficit spending and competitive manufacturing.[26] It was a signal shift in the US economy: without a revival of US manufacturing, profitability was necessarily sought in other sectors.

And it worked for a time, as it facilitated further investment in new dot-com companies and kept the asset bubble running until 2000, when the National Association of Securities Dealers Automated Quotations (NASDAQ) stock market peaked. Reliance on an accommodative monetary policy continued after the 2001 crash as well,[27] including through lowered interest rates and through a new liquidity provision in the wake of the 9/11 attacks.

One of the effects of these central bank interventions was to lower mortgage rates, thereby fostering conditions for a housing bubble. Lowered interest rates also lowered the return on financial investments and compelled a search for new investments – a search that eventually landed on the high returns available from subprime mortgages and set the stage for the next crisis.

Loose monetary policy is one of the key consequences of the 1990s bust, and one that continues on to this day.

The Crisis of 2008

In 2006 US housing prices reached a turning point, and their decline began to weigh on the rest of the economy. Household wealth decreased in tandem, leading to lowered consumption and eventually to a series of mortgage nonpayments.

As the financial system had become increasingly tied to the mortgage market, it was inevitable that the decline in housing prices would wreak havoc on the financial sector. Strains began to emerge in 2007, when two hedge funds collapsed after being heavily involved in mortgage-backed securities. The entire structure buckled in September 2008, when Lehman Brothers collapsed and a full-blown crisis burst asunder.

The immediate response was quick and massive. The US Federal Reserve moved to bail out banks to the tune of $700 billion, provided liquidity assistance, extended the scope of deposit insurance, and even took partial ownership of key banks. Through massive bailouts, support for faltering companies, emergency tax cuts, and a series of automatic stabilisers, governments undertook the burden of increasing their deficits in order to ward off the worst of the crisis.

As a result, the high levels of private debt before the crisis were transformed into high levels of public debt after the crisis. Simultaneously, central banks stepped in to try and prevent a breakdown of the global financial order. The United States initiated a number of liquidity actions designed to make sure that the pipelines of credit kept running. Emergency lending was made to banks, and currency swap agreements were drawn up with 14 different countries in order to ensure that they had access to the dollars they needed. The most important action, however, was that key interest rates across the world dropped precipitously: the US federal funds target rate went from 5.25 per cent in August 2007 to a 0–0.25 per cent target by December 2008.

Likewise, the Bank of England dropped its primary interest rate from 5.0 per cent in October 2008 to 0.5 per cent by March 2009. October 2008 saw the crisis intensify, which led to an internationally coordinated interest rate cut by six major central banks. By 2016 monetary policymakers had dropped interest rates 637 times.[28] This has continued through the postcrisis period and has established a low interest rate environment for the global economy – a key enabling condition for parts of today’s digital economy to arise.

But, when the immediate threat of collapse was gone, governments were suddenly left with a massive bill. After decades of increasing government deficits, the 2008 crisis pushed a number of governments into a seemingly more precarious position. The United States saw its deficit rise from $160 million to $1,412 million over 2007–9. In part from fears of the effects of high government debt, in part as a means to build up the fiscal resources for any future crisis, and in part as a class project intended to continue the privatisation and reduction of the state, austerity became the watchword in advanced capitalist nations.

Governments were to eliminate their deficits and reduce their debts. While other countries have faced deeper cuts to government spending, the United States has not escaped the dominance of austerity ideology. At the end of 2012 a series of tax raises and spending cuts were brought in, while at the same time tax cuts that had been implemented in response to the crisis were allowed to expire. Since 2011 the deficit has been reduced every year. Perhaps the biggest influence of austerity ideas on America, however, was the political impossibility of getting any major new fiscal stimulus.

The United States has a significantly decaying infrastructure, but even here the argument for government spending falls on deaf ears. This has reached its peak in the political posturing that occurs increasingly frequently over the US debt ceiling. This congressionally approved ceiling sets a limit on how much debt the US Treasury can issue and has become a major point of contention between those who think that the US debt is too high and those who think that spending is necessary.

Since fiscal stimulus is politically unpalatable, governments have been left with only one mechanism for reviving their sluggish economies: monetary

policy. The result has been a series of extraordinary and unprecedented central bank interventions. We have already noted a continuation of low interest rate policies. But, stuck at the zero lower bound, policymakers have been forced to turn toward more unconventional monetary instruments.[29]

The most important of these has been ‘quantitative easing’: the creation of money by the central bank, which then uses that money to purchase various assets (e.g. government bonds, corporate bonds, mortgages) from the banks.

The United States led the way in using quantitative easing in November 2008, while the United Kingdom followed suit in March 2009. The European Central Bank (ECB), due to its unique situation as a central bank of numerous countries, was slower to act, although it eventually began purchasing government bonds in January 2015. By the beginning of 2016, central banks across the world had purchased more than $12.3 trillion worth of assets.[30]

The primary argument for using quantitative easing is that it should lower the yields of other assets. If traditional monetary policy operates primarily by altering the short-term interest rate, quantitative easing seeks to affect the interest rates of longer term and alternative assets. The key idea here is a ‘portfolio balance channel’.

Given that assets are not perfect substitutes for one another (they have different values, different risks, different returns), taking away or restricting supply of one asset should have an effect on demand for other assets. In particular, reducing the supply of government bonds should increase the demand for other financial assets. It should both lower the yield of bonds (e.g. corporate debt), thereby easing credit, and raise the asset prices of stocks (e.g. corporate equities) and subsequently create a wealth effect to spur spending.

While the evidence is still preliminary, it does seem that quantitative easing has had an effect in this way: corporate yields have declined and stock markets have surged upwards.[31]

It may have had an effect on the non-financial sectors of the economy as well, by making much of the economic recovery dependent on $4.7 trillion of new corporate debt since 2007.[32] Most important for our purpose is the fact that the generalised low interest rate environment built by central banks has reduced the rate of return on a wide range of financial assets. The result is that investors seeking higher yields have had to turn to increasingly risky assets – by investing in unprofitable and unproven tech companies, for instance.

In addition to a loose monetary policy, there has been a significant growth in corporate cash hoarding and tax havens in recent years. In the United States, as of January 2016, $1.9 trillion is being held by companies in cash and cashlike investments – that is, in low-interest, liquid securities.[33] This is part of a long-term and global trend towards higher levels of corporate savings;[34]but the rise in cash hoarding has accelerated with the surge in corporate profits after the crisis.

Moreover, with a few exceptions such as General Motors, it is a phenomenon dominated by tech companies. Since these companies only need to move intellectual property (rather than entire factories) to different tax jurisdictions, tax evasion is particularly easy for them. Table 1.1 outlines the amount of reserves[35] held by some of the major tech companies, and also the amount held offshore by foreign subsidiaries.

Table 1. 1 Reserves, onshore and offshore

Source: 10-Q or 10-K Securities and Exchange Commission (SEC) filings from March 2016

These figures are enormous: Google’s total is enough to purchase Uber or Goldman Sachs, while Apple’s reserves are enough to buy Samsung, Pfizer, or Shell. To properly understand these figures, however, some caveats are in order. In the first place, they do not take into account the respective companies’ liabilities and debt. However, with historically low corporate yields, many companies find it cheaper to take on new debt instead of repatriating these offshore funds and paying corporate tax on them. In their SEC filings tax avoidance is explicitly given as a reason for holding such high levels of offshore reserves. The use of corporate debt by these companies therefore needs to be set in the context of a tax avoidance strategy. This is also part of a broader trend towards the growing use of tax havens. In the wake of the crisis, offshore wealth grew by 25 per cent between 2008 and 2014,[36] which resulted in an estimated $7.6 trillion of household financial wealth being held in tax havens.[37]

The point of all this is twofold. At one end, tax evasion and cash hoarding have left US companies – particularly tech companies – with a vast amount of money to invest. This glut of corporate savings has – both directly and indirectly – combined with a loose monetary policy to strengthen the pursuit of riskier investments for the sake of a decent return.

At the other end, tax evasion is, by definition, a drain on government revenues and therefore has exacerbated austerity. The vast amount of tax money that goes missing in tax havens must be made up elsewhere. The result is further limitations on fiscal stimulus and a greater need for unorthodox monetary policies. Tax evasion, austerity, and extraordinary monetary policies are all mutually reinforcing.

To define the present conjuncture, we must add one further element: the employment situation. With the collapse of communism, there has been a long-term trend towards both greater proletarianisation and greater number of surplus populations.[38]

Much of the world today receives a marketmediated income through precarious and informal work. This reserve army was significantly expanded after the 2008 crisis. The initial shock of the crisis meant that unemployment jumped drastically across the board. In the United States it doubled, going from 5.0 per cent before the crisis to 10.0 per cent at its height. Among the unemployed, long-term unemployment escalated from 17.4 per cent to 45.5 per cent: not only did many people lose their jobs, they did so for long periods of time. Even today, long-term unemployment remains at levels higher than anything seen before the crisis. The effect of all this has been pressure on the remaining employed population – lower weekly earnings, fewer household savings, and increased household debt.

In the United States personal savings have been declining from above 10.0 per cent in the 1970s to around 5.0 per cent after the crisis.[39] In the United Kingdom household savings have decreased to 3.8 per cent – a 50-year low and a secular trend since the 1990s.[40] In this context, many have been forced to take whatever job is available.

Conclusion

The conjuncture today is therefore a product of long-term trends and cyclical movements. We continue to live in a capitalist society where competition and profit seeking provide the general parameters of our world. But the 1970s created a major shift within these general conditions, away from secure employment and unwieldy industrial behemoths and towards flexible labour and lean business models.

During the 1990s a technological revolution was laid out when finance drove a bubble in the new internet industry that led to massive investment in the built environment. This phenomenon also heralded a turn towards a new model of growth: America was definitively giving up on its manufacturing base and turning towards asset-price Keynesianism as the best viable option. This new model of growth led to the housing bubble of the early twenty-first century and has driven the response to the 2008 crisis. Plagued by global concerns over public debt, governments have turned to monetary policy in order to ease economic conditions.

This, combined with increases in corporate savings and with the expansion of tax havens, has let loose a vast glut of cash, which has been seeking out decent rates of investment in a low-interest rate world. Finally, workers have suffered immensely in the wake of the crisis and have been highly vulnerable to exploitative working conditions as a result of their need to earn an income.

All this sets the scene for today’s economy.

Notes

1. Unless otherwise stated in the text, ‘productivity’ will refer to labour productivity rather than total factor productivity.

2. The following paragraph summarises Robert Brenner’s insights in Brenner, 2007.

3. Braverman, 1999.

4. Piketty, 2014; Gordon, 2000; Glyn, Hughes, Lipietz, and Singh, 1990.

5. In many ways, this balance was the result of the defeat of radical labour and shop floor agitation rather than reflecting the success of the labour movement.

6. The following three paragraphs draw heavily on the account in Brenner, 2006.

7. Dyer-Witheford, 2015: 49–50.

8. Blinder, 2016.

9. Scheiber, 2015.

10. Brenner, 2002: 59–78, 128–33.

11. Antolin-Diaz, Drechsel, and Petrella, 2015; Bergeaud, Cette, and Lecat,

2015.

12. Perez, 2009; Goldfarb, Kirsch, and Miller, 2007: 115.

13. Goldfarb, Pfarrer, and Kirsch, 2005: 2.

14. Brenner, 2009: 21.

15. Perez, 2009.

16. Federal Reserve Bank of St Louis, 2016b.

17. Comments of Verizon and Verizon Wireless, 2010: 8n12.

18. Schiller, 2014: 80.

19. Dyer-Witheford, 2015: 82–4.

20. Greenspan, 1996.

21. Brenner, 2009: 23.

22. Rachel and Smith, 2015.

23. Khan, 2016.

24. The zero lower bound, or liquidity trap, argues that nominal interest rates cannot go below zero (otherwise savers would take their money out and put it under the proverbial mattress). The result is that policymakers cannot push nominal interest rates below zero. For more, see Krugman, 1998. Recently some countries have begun imposing negative rates on reserves held at the central bank, though the effects of this action appear so far to be minimal and possibly contrary to what is intended (e.g. decreasing lending, rather than increasing lending).

25. Khan, 2016.

26. Joyce, Tong, and Woods, 2011; Gagnon, Raskin, Remache, and Sack, 2011; Bernanke, 2012: 7.

27. Dobbs, Lund, Woetzel, and Mutafchieva, 2015: 8.

28. Spross, 2016.

29. Karabarbounis and Neiman, 2012.

30. Reserves refers to their holdings of cash, cash equivalents, and marketable securities.

31. Zucman, 2015: 46.

32. Ibid., 35. Notably this estimate excludes banknotes (estimated around $400 billion) and physical assets like art, jewellery, and real estate, which are also used to avoid taxes.

33. Srnicek and Williams, 2015: ch. 5.

34. Federal Reserve Bank of St Louis. 2016a.

35. Office for National Statistics, 2016b.

2 Platform Capitalism

Capitalism, when a crisis hits, tends to be restructured. New technologies, new organisational forms, new modes of exploitation, new types of jobs, and new markets all emerge to create a new way of accumulating capital.

As we saw with the crisis of overcapacity in the 1970s, manufacturing attempted to recover by attacking labour and by turning towards increasingly lean business models. In the wake of the 1990s bust, internet-based companies shifted to business models that monetised the free resources available to them.

While the dot-com bust placed a pall over investor enthusiasm for internet-based firms, the subsequent decade saw technology firms significantly progressing in terms of the amount of power and capital at their disposal. Since the 2008 crisis, has there been a similar shift? The dominant narrative in the advanced capitalist countries has been one of change. In particular, there has been a renewed focus on the rise of technology: automation, the sharing economy, endless stories about the ‘Uber for X’, and, since around 2010, proclamations about the internet of things.

These changes have received labels such as ‘paradigm shift’ from McKinsey[41] and ‘fourth industrial revolution’ from the executive chairman of the World Economic Forum and, in more ridiculous formulations, have been compared in importance to the Renaissance and the Enlightenment.[42]

We have witnessed a massive proliferation of new terms: the gig economy, the sharing economy, the on-demand economy, the next industrial revolution, the surveillance economy, the app economy, the attention economy, and so on. The task of this chapter is to examine these changes.

Numerous theorists have argued that these changes mean we live in a cognitive, or informational, or immaterial, or knowledge economy. But what does this mean? Here we can find a number of interconnected but distinct claims. In Italian autonomism, this would be a claim about the ‘general intellect’, where collective cooperation and knowledge become a source of value.[43] Such an argument also entails that the labour process is increasingly immaterial, oriented towards the use and manipulation of symbols and affects.

Likewise, the traditional industrial working class is increasingly replaced by knowledge workers or the ‘cognitariat’. Simultaneously, the generalised deindustrialisation of the high-income economies means that the product of work becomes immaterial: cultural content, knowledge, affects, and services.

This includes media content like YouTube and blogs, as well as broader contributions in the form of creating websites, participating in online forums, and producing software.[44]

A related claim is that material commodities contain an increasing amount of knowledge, which is embodied in them. The production process of even the most basic agricultural commodities, for instance, is reliant upon a vast array of scientific and technical knowledges. On the other side of the class relation, some argue that the economy today is dominated by a new class, which does not own the means of production but rather has ownership over information.[45]

There is some truth in this, but the argument goes awry when it situates this class outside of capitalism. Given that the imperatives of capitalism hold for these companies as much as for any other, the companies remain capitalist. Yet there is something new here, and it is worth trying to discern exactly what it is.

A key argument of this chapter is that in the twenty-first century advanced capitalism came to be centred upon extracting and using a particular kind of raw material: data.

But it is important to be clear about what data are. In the first place, we will distinguish data (information that something happened) from knowledge (information about why something happened). Data may involve knowledge, but this is not a necessary condition. Data also entail recording, and therefore a material medium of some kind.

As a recorded entity, any datum requires sensors to capture it and massive storage systems to maintain it. Data are not immaterial, as any glance at the energy consumption of data centres will quickly prove (and the internet as a whole is responsible for about 9.2 per cent of the world’s electricity consumption).[46]

We should also be wary of thinking that data collection and analysis are frictionless or automated processes. Most data must be cleaned and organized into standardised formats in order to be usable. Likewise, generating the proper algorithms can involve the manual entry of learning sets into a system. Altogether, this means that the collection of data today is dependent on a vast infrastructure to sense, record, and analyse.[47] What is recorded?

Simply put, we should consider data to be the raw material that must be extracted, and the activities of users to be the natural source of this raw material.[48] Just like oil, data are a material to be extracted, refined, and used in a variety of ways. The more data one has, the more uses one can make of them.

Data were a resource that had been available for some time and used to lesser degrees in previous business models (particularly in coordinating the global logistics of lean production). In the twenty-first century, however, the technology needed for turning simple activities into recorded data became increasingly cheap; and the move to digital-based communications made recording exceedingly simple.

Massive new expanses of potential data were opened up, and new industries arose to extract these data and to use them so as to optimise production processes, give insight into consumer preferences, control workers, provide the foundation for new products and services (e.g. Google Maps, self-driving cars, Siri), and sell to advertisers. All of this had historical precedents in earlier periods of capitalism, but what was novel with the shift in technology was the sheer amount of data that could now be used.

From representing a peripheral aspect of businesses, data increasingly became a central resource. In the early years of the century it was hardly clear, however, that data would become the raw material to jumpstart a major shift in capitalism.[49]

The incipient efforts by Google simply used data to draw advertising revenues away from traditional media outlets like newspapers and television. Google was performing a valuable service in organising the internet, but this was hardly a revolutionary change at an economic level.

However, as the internet expanded and firms became dependent on digital communications for all aspects of their business, data became increasingly relevant. As I will attempt to show in this chapter, data have come to serve a number of key capitalist functions: they educate and give competitive advantage to algorithms; they enable the coordination and outsourcing of workers; they allow for the optimisation and flexibility of productive processes; they make possible the transformation of low-margin goods into high-margin services; and data analysis is itself generative of data, in a virtuous cycle.

Given the significant advantages of recording and using data and the competitive pressures of capitalism, it was perhaps inevitable that this raw material would come to represent a vast new resource to be extracted from.

The problem for capitalist firms that continues to the present day is that old business models were not particularly well designed to extract and use data. Their method of operating was to produce a good in a factory where most of the information was lost, then to sell it, and never to learn anything about the customer or how the product was being used. While the global logistics network of lean production was an improvement in this respect, with few exceptions it remained a lossy model as well. A different business model was necessary if capitalist firms were to take full advantage of dwindling recording costs. This chapter argues that the new business model that eventually emerged is a powerful new type of firm: the platform.[50]

Often arising out of internal needs to handle data, platforms became an efficient way to monopolise, extract, analyse, and use the increasingly large amounts of data that were being recorded.

Now this model has come to expand across the economy, as numerous companies incorporate platforms: powerful technology companies (Google, Facebook, and Amazon), dynamic start-ups (Uber, Airbnb), industrial leaders (GE, Siemens), and agricultural powerhouses (John Deere, Monsanto), to name just a few.

What are platforms?[51] At the most general level, platforms are digital infrastructures that enable two or more groups to interact.[52] They therefore position themselves as intermediaries that bring together different users: customers, advertisers, service providers, producers, suppliers, and even physical objects.[53] More often than not, these platforms also come with a series of tools that enable their users to build their own products, services, and marketplaces.[54]

Microsoft’s Windows operating system enables software developers to create applications for it and sell them to consumers; Apple’s App Store and its associated ecosystem (XCode and the iOS SDK) enable developers to build and sell new apps to users; Google’s search engine provides a platform for advertisers and content providers to target people searching for information; and Uber’s taxi app enables drivers and passengers to exchange rides for cash.

Rather than having to build a marketplace from the ground up, a platform provides the basic infrastructure to mediate between different groups. This is the key to its advantage over traditional business models when it comes to data, since a platform positions itself (1) between users, and (2) as the ground upon which their activities occur, which thus gives it privileged access to record them.

Google, as the platform for searching, draws on vast amounts of search activity (which express the fluctuating desires of individuals). Uber, as the platform for taxis, draws on traffic data and the activities of drivers and riders. Facebook, as the platform for social networking, brings in a variety of intimate social interactions that can then be recorded. And, as more and more industries move their interactions online (e.g. Uber shifting the taxi industry into a digital form), more and more businesses will be subject to platform development.

Platforms are, as a result, far more than internet companies or tech companies, since they can operate anywhere, wherever digital interaction takes place.

The second essential characteristic is that digital platforms produce and are reliant on ‘network effects’: the more numerous the users who use a platform, the more valuable that platform becomes for everyone else.

Facebook, for example, has become the default social networking platform simply by virtue of the sheer number of people on it. If you want to join a platform for socialising, you join the platform where most of your friends and family already are. Likewise, the more numerous the users who search on Google, the better their search algorithms become, and the more useful Google becomes to users.

But this generates a cycle whereby more users beget more users, which leads to platforms having a natural tendency towards monopolisation. It also lends platforms a dynamic of ever-increasing access to more activities, and therefore to more data. Moreover, the ability to rapidly scale many platform businesses by relying on pre-existing infrastructure and cheap marginal costs means that there are few natural limits to growth.

One reason for Uber’s rapid growth, for instance, is that it does not need to build new factories – it just needs to rent more servers. Combined with network effects, this means that platforms can grow very big very quickly.

The importance of network effects means that platforms must deploy a range of tactics to ensure that more and more users come on board. For example – and this is the third characteristic – platforms often use cross-subsidisation: one arm of the firm reduces the price of a service or good (even providing it for free), but another arm raises prices in order to make up for these losses.

The price structure  of the platform matters significantly for how many users become involved and how often they use the platform.[55] Google, for instance, provides service likes email for free in order to get users on board, but raises money through its advertising arm. Since platforms have to attract a number of different groups, part of their business is fine-tuning the balance between what is paid, what is not paid, what is subsidised, and what is not subsidised. This is a far cry from the lean model, which aimed to reduce a company down to its core competencies and sell off any unprofitable ventures.[56]

Finally, platforms are also designed in a way that makes them attractive to its varied users. While often presenting themselves as empty spaces for others to interact on, they in fact embody a politics. The rules of product and service development, as well as marketplace interactions, are set by the platform owner. Uber, despite presenting itself as an empty vessel for market forces, shapes the appearance of a market. It predicts where the demand for drivers will be and raises surge prices in advance of actual demand, while also creating phantom cabs to give an illusion of greater supply.[57]

In their position as an intermediary, platforms gain not only access to more data but also control and governance over the rules of the game. The core architecture of fixed rules, however, is also generative, enabling others to build upon them in unexpected ways. The core architecture of Facebook, for instance, has allowed developers to produce apps, companies to create pages, and users to share information in a way that brings in even more users.

The same holds for Apple’s App Store, which enabled the production of numerous useful apps that tied users and software developers increasingly into its ecosystem. The challenge of maintaining platforms is, in part, to revise the crosssubsidisation links and the rules of the platform in order to sustain user interest. While network effects strongly support existing platform leaders, these positions are not unassailable.

Platforms, in sum, are a new type of firm; they are characterised by providing the infrastructure to intermediate between different user groups, by displaying monopoly tendencies driven by network effects, by employing cross-subsidisation to draw in different user groups, and by having a designed core architecture that governs the interaction possibilities.

Platform ownership, in turn, is essentially ownership of software (the 2 billion lines of code for Google, or the 20 million lines of code for Facebook)[58] and hardware (servers, data centres, smartphones, etc.), built upon open-source material (e.g. Hadoop’s data management system is used by Facebook).[59]

All these characteristics make platforms key business models for extracting and controlling data. By providing a digital space for others to interact in, platforms position themselves so as to extract data from natural processes (weather conditions, crop cycles, etc.), from production processes (assembly lines, continuous flow manufacturing, etc.), and from other businesses and users (web tracking, usage data, etc.). They are an extractive apparatus for data.

The remainder of this chapter will give an overview of the emerging platform landscape by way of presenting five different types of platforms. In each of these areas, the important element is that the capitalist class owns the platform, not necessarily that it produces a physical product.

The first type is that of advertising platforms (e.g. Google, Facebook), which extract information on users, undertake a labour of analysis, and then use the products of that process to sell ad space. The second type is that of cloud platforms (e.g. AWS, Salesforce), which own the hardware and software of digital-dependent businesses and are renting them out as needed.

The third type is that of industrial platforms (e.g. GE, Siemens), which build the hardware and software necessary to transform traditional manufacturing into internet-connected processes that lower the costs of production and transform goods into services. The fourth type is that of product platforms (e.g. Rolls Royce, Spotify), which generate revenue by using other platforms to transform a traditional good into a service and by collecting rent orsubscription fees on them.

Finally, the fifth type is that of lean platforms (e.g.Uber, Airbnb), which attempt to reduce their ownership of assets to aminimum and to profit by reducing costs as much as possible. These analytical divisions can, and often do, run together within any one firm.

Amazon, for example, is often seen as an e-commerce company, yet it rapidly broadened out into a logistics company. Today it is spreading into the ondemand market with a Home Services program in partnership with TaskRabbit, while the infamous Mechanical Turk (AMT) was in many ways a pioneer for the gig economy and, perhaps most importantly, is developing Amazon Web Services as a cloud-based service. Amazon therefore spans nearly all of the above categories.

Advertising Platforms

The elders of this new enterprise form, advertising platforms are the initial attempts at building a model adequate to the digital age. As we will see, they have directly and indirectly fostered the emergence of the most recent technological trends – from the sharing economy to the industrial internet.

They emerged out of the easy creditfuelled dot-com bust, whose effect was twofold. One aspect of it was that many competitors collapsed, leaving the various areas of the tech industry increasingly under the control of the remaining enterprises. The sudden unwillingness of venture capital (VC) to finance new entries meant that entry into the competitive landscape remained closed as well. The monopoly tendencies of the early tech boom were solidified here, as a new range of dominant companies emerged from the ashes and have continued to dominate ever since. The other important consequence of the bust was that the drying up of VC and equity financing placed new pressure on internet-based companies to generate revenues. In the midst of the boom there was no clearly dominant way to raise a sustainable revenue stream – companies were relatively equally divided among different proposals.[60]

However, the centrality of marketing to finance capital’s ‘growth before profits’ strategy meant that dot-com firms had already built the basis for a business model oriented towards advertising and attracting users. As a percentage of revenues, these firms spent 3–4 times more than other sectors on advertising, and they were the pioneers in purchasing online advertising as well.[61]

When the bubble burst, it was perhaps inevitable that these companies would turn towards advertising as their major revenue source. In this endeavour, Google and Facebook have come to represent the leading edges of this process.

Created in 1997, Google was an early recipient of venture funding in 1998 and received a major $25 million funding round in 1999. At this point Google had been collecting user data from searches and using these data to improve searches.[62]

This was an example of the classic use of data within capitalism: it was meant to improve one’s services for customers and users. But there was no value leftover from which Google could generate revenue. In the wake of the dot-com bust, Google increasingly needed a way to generate revenues, yet a fee-based service risked alienating the users who were the basis of its success.

Eventually it began to use the search data, along with cookies and other bits of information, to sell targeted ad space to advertisers through an increasingly automated auction system.[63] When the National Association of Securities Dealers Automated Quotations (NASDAQ) market peaked in March 2000, Google unveiled AdWords in October 2000 and began its transformation into a revenue-generating company. The extracted data moved from being a way to improve services to becoming a way to collect advertising revenues. Today Google and Facebook remain almost entirely dependent on them: in the first quarter of 2016, 89.0 per cent of Google’s and 96.6 per cent of Facebook’s revenues came from advertisers.

This was part and parcel of the broader shift, in the early years of the new millennium, to Web 2.0, which was premised more on user generated content than on digital storefronts and on multimedia interfaces rather than on static text. In the press, this shift came packaged with a rhetoric of democratizing communication in which anyone would be able to create and share content online. No longer would newspapers and other mass media outlets have a monopoly over what was voiced in society. For critical theorists of the web, this rhetoric obscured a shift to business models premised upon the exploitation of ‘free labour’.[64]

From this perspective, the story of how Google and Facebook generate profit has been a simple one: users are unwaged labourers who produce goods (data and content) that are then taken and sold by the companies to advertisers and other interested parties. There are a number of problems with this account, however. A first issue with the freelabour argument is that it often slides into grand metaphysical claims. All social interaction becomes free labour for capitalism, and we begin to worry that there is no outside to capitalism. Work becomes inseparable from nonworkand precise categories become blunt banalities. It is important, however,to draw distinctions between interactions done on platforms and interactionsdone elsewhere, as well as between interactions done on profit-orientedplatforms and interactions done on other platforms.[65]

Not all – and not evenmost – of our social interactions are co-opted into a system of profitgeneration. In fact one of the reasons why companies must compete to build platforms is that most of our social interactions do not enter into a valorisation process. If all of our actions were already captured withincapitalist valorisation, it is hard to see why there would be a need to build theextractive apparatus of platforms.

More broadly, ‘free labour’ is only a portionof the multitude of data sources that a company like Google relies upon:economic transactions, information collected by sensors in the internet ofthings, corporate and government data (such as credit records and financialrecords), and public and private surveillance (such as the cars used to buildup Google Maps).[66]

Yet even limiting our attention to user-created data, it is right to call this activity labour? Within a Marxist framework, labour has a very particular meaning: it is an activity that generates a surplus value within a context of markets for labour and a production process oriented towards exchange. The debate over whether or not online social interaction is part of capitalist production is not just a tedious scholarly debate over definitions. The relevance  of whether this interaction is free labour or not has to do with consequences.

If it is capitalist, then it will be pressured by all the standard capitalist imperatives: to rationalise the production processes, to lower costs, to increase productivity, and so on. If it is not, then those demands will not be imposed. In examining the activities of users online, it is hard to make the case that what they do is labour, properly speaking. Beyond the intuitive hesitation to think that messaging friends is labour, any idea of socially necessary labour time – the implicit standard against which production processes are set – is lacking. This means there are no competitive pressures for getting users to do more, even if there are pressures to get them to do more online.

More broadly, if our online interactions are free labour, then these companies must be a significant boon to capitalism overall – a whole new landscape of exploited labour has been opened up. On the other hand, if this is not free labour, then these firms are parasitical on other value producing industries and global capitalism is in a more dire state. A quick glance at the stagnating global economy suggests that the latter is more likely.

Rather than exploiting free labour, the position taken here is that advertising platforms appropriate data as a raw material. The activities of users and institutions, if they are recorded and transformed into data, become a rawmaterial that can be refined and used in a variety of ways by platforms. With advertising platforms in particular, revenue is generated through the extraction of data from users’ activities online, from the analysis of thosedata, and from the auctioning of ad space to advertisers.

This involvesachieving two processes. First, advertising platforms need to monitor and record online activities. The more users interact with a site, the moreinformation can be collected and used. Equally, as users wander around theinternet, they are tracked via cookies and other means, and these data becomeever more extensive and valuable to advertisers. There is a convergence ofsurveillance and profit making in the digital economy, which leads some tospeak of ‘surveillance capitalism’.[67]

Key to revenues, however, is not just the collection of data, but also the analysis of data. Advertisers are interested lessin unorganised data and more in data that give them insights or match themto likely consumers. These are data that have been worked on.[68]

They havehad some process applied to them, whether through the skilled labour of adata scientist or the automated labour of a machine-learning algorithm. Whatis sold to advertisers is therefore not the data themselves (advertisers do notreceive personalised data), but rather the promise that Google’s software will adeptly match an advertiser with the correct users when needed.

While the data extraction model has been prominent in the online world, it has also migrated into the offline world. Tesco, one of the world’s largest retailers, owns Dunnhumby, a UK-based ‘consumer insights’ business valued at around $2 billion. (The US arm of the company was recently sold to Kroger, one of America’s largest employers.) The company is premised upon tracking consumers both online and offline and using that information to sell to clients such as Coca-Cola, Macy’s, and Office Depot. It has attempted to build a monopolistic platform for itself as well, through a loyalty card that channels customers into Tesco stores with the promise of rewards.

Simultaneously, more and more diverse information about customers is being tracked (to the point where the company is even suggesting using wearables as a source of customer health data).[69] Non-tech firms are also developing user databases and using data to adapt to customer trends and effectively market goods to consumers. Data extraction is becoming a key method of building a monopolistic platform and of siphoning off revenue from advertisers.

These advertising platforms are currently the most successful of the new platform businesses, with high revenues, significant profits, and a vigorous dynamism. But what have they been doing with their revenues? Investment levels remain low in the United States, United Kingdom, and Germany, so there has been little growth in fixed capital. Instead these companies have tended to do three things with their cash. One was to save it, and high levels of corporate cash have been an odd phenomenon of the post-2008 era. As we saw in Chapter 1, tech companies have taken up a disproportionately large amount of this cash glut.

The leaders of tax evasion have also been tech companies: Google, Apple, Facebook, Amazon, and Uber. The second use of this cash was in high levels of mergers and acquisitions – a process that centralises existing capacity rather than building new capacity. Among the big tech companies, Google has made the most acquisitions over the past five years (on average, it purchases a new company every week),[70] while Facebook has some of the biggest acquisitions (e.g. it bought WhatsApp for $22 billion).[71] Google’s creation of the Alphabet Holding Company in 2015 is part and parcel of this process; this was an effort designed to enable Google to purchase firms in other industries while giving them a clear delineation from its core business.

Thirdly, these companies have funnelled their money into tech start-ups, many of the advertising platforms being large investors in this area. As we will see, they have set the conditions for the latest tech boom.

Most importantly, however, they have provided a business model – the platform – that is now being replicated across a variety of industries.

Cloud Platforms

If advertising platforms like Google and Facebook laid the groundwork for extracting and using massive amounts of data, then the emerging cloud platforms are the step that has consolidated the platform as a unique and powerful business model. The story of corporate cloud rental begins with ecommerce in the 1990s. During the late 1990s, e-commerce companies thought they could outsource the material aspects of exchange to others. But this proved to be insufficient, and companies ended up taking on the tasks of building warehouses and logistical networks and hiring large numbers of workers.[72]

By 2016 Amazon has invested in vast data centres, robotic warehouse movers, and massive computer systems, had pioneered the use of drones for deliveries, and recently began leasing airplanes for its shipping section.[73] It is also by far the largest employer in the digital economy, employing over 230,000 workers and tens of thousands of seasonal workers, most of whom do low-wage and highly stressful jobs in warehouses. To grow as an e-commerce platform, Amazon has sought to gain as many users as possible through cross-subsidisation.

By all accounts, the Amazon Prime delivery service loses money on every order, and the Kindle e-book reader is sold at cost.[74] On traditional metrics for lean businesses, this is unintelligible: unprofitable ventures should be cut off. Yet rapid and cheap delivery is one of the main ways in which Amazon entices users onto its platform in order to make revenues elsewhere.

In the process of building a massive logistical network, Amazon Web Services (AWS) was developed as an internal platform, to handle the increasingly complex logistics of the company. Indeed, a common theme in the genesis of platforms is that they often emerge out of internal company needs. Amazon required ways to get new services up and running quickly, and the answer was to build up the basic infrastructure in a way that enabled new services to use it easily.[75]

It was quickly recognised that this could also be rented to other firms. In effect AWS rents out cloud computing services, which include ondemand services for servers, storage and computing power, software development tools and operating systems, and ready-made applications.[76]

The utility of this practice for other businesses is that they do not need to spend the time and money to build up their own hardware system, their own software development kit, or their own applications. They can simply rent these on an ‘as needed’ basis. Software, for instance, is increasingly deployed on a subscription basis; Adobe, Google, and Microsoft have all started to incorporate this practice. Likewise, the sophisticated analytical tools that Google has developed are now beginning to be rented out as part of its AWS competitor.[77]

Other businesses can now rent the ability to use pattern recognition algorithms and audio transcription services. In other words, Google is selling its machine-learning processes (and this is precisely where Google sees its advantage over its competitors in the cloud computing field).

Microsoft, meanwhile, has built an artificial intelligence platform that gives businesses the software development tools to build their own bots (‘intelligence as a service’, in the contemporary lingo). And International Business Machines (IBM) is moving to make quantum cloud computing a reality.[78]

Cloud platforms ultimately enable the outsourcing of much of a company’s information technology (IT) department. This process pushes knowledge workers out and often enables the automation of their work as well. Data analysis, storage of customer information, maintenance of a company’s servers – all of this can be pushed to the cloud and provides the capitalist rationale for using these platforms.

The logic behind them is akin to how utilities function. Jeff Bezos, Amazon’s chief executive officer, compares it to electricity provision: whereas early factories had each its own power generator, eventually electricity generation became centralised and rented out on an ‘as needed’ basis. Today every area of the economy is increasingly integrated with a digital layer; therefore owning the infrastructure that is necessary to every other industry is an immensely powerful and profitable position to be in.

Moreover, the significance of the cloud platform for data extraction is that its rental model enables it to constantly collect data, whereas the older purchasing model involved selling these as goods that were then separated from the company.

By moving businesses’ activities onto cloud platforms, companies like Amazon gain direct access to whole new datasets (even if some remain occluded to the platform). It is unsurprising, then, that AWS is now estimated to be worth around $70 billion,[79] and major competitors like Microsoft and Google are moving into the field, as well as Chinese competitors like Alibaba.

AWS is now the most rapidly growing part of Amazon – and also the most profitable, with about 30 per cent margins and nearly $8 billion in revenue in

2015. In the first quarter of 2016, AWS generated more profit for Amazon than its core retail service.[80]

If Google and Facebook built the first data extraction platforms, Amazon built the first major cloud platform in order to rent out an increasingly basic means of production for contemporary businesses. Rather than relying on advertisers’ buying data, these cloud platforms are building up the basic infrastructure of the digital economy in a way that can be rented out profitably to others, while they collect data for their own uses.

Industrial Platforms

As data collection, storage, and analysis have become increasingly cheaper, more and more companies have attempted to bring platforms into the field of traditional manufacturing. The most significant of these attempts goes under the rubric of ‘the industrial internet of things’, or simply ‘the industrial internet’.

At the most basic level, the industrial internet involves the embedding of sensors and computer chips into the production process and of trackers (e.g. RFID) into the logistics process, all linked together through connections over the internet. In Germany, this process is being heralded as ‘Industry 4.0’. The idea is that each component in the production process becomes able to communicate with assembly machines and other components, without the guidance of workers or managers. Data about the position and state of these components are constantly shared with other elements in the production process.

In this vision, material goods become inseparable from their informational representations. For its proponents, the industrial internet will optimise the production process: they argue that it is capable of reducing labour costs by 25 per cent, of reducing energy costs by 20 per cent (e.g. data centres would distribute energy where it is needed and when), of reducing maintenance costs by 40 per cent by issuing warnings of wear and tear, of reducing downtime by scheduling it for appropriate times, and of reducing errors and increasing quality.[81]

The industrial internet promises, in effect, to make the production process more efficient, primarily by doing what competitive manufacturing has been doing for some time now: reducing costs and downtime. But it also aims to link the production process more closely to the realisation process. Rather than relying on focus groups or surveys, manufacturers are hoping to develop new products and design new features on the basis of usage data drawn from existing products (even by using online methodologies like A/B testing to do so).[82]

The industrial internet also enables mass customisation. In one test factory from BASF SE, the largest chemicals producer in the world, the assembly line is capable of individually customising every unit that comes down the line: individual soap bottles can have different fragrances, colours, labels, and soaps, all being automatically produced once a customer places an order.[83] Product lifecycles can be significantly reduced as a result.

As factories begin to implement the components for the industrial internet, one major challenge is establishing a common standard for communication; interoperability between components needs to be ensured, particularly in the case of older machinery. This is where industrial platforms come in, functioning as the basic core framework for linking together sensors and  actuators, factories and suppliers, producers and consumers, software and hardware.

These are the developing powerhouses of industry, which are building the hardware and software to run the industrial internet across turbines, oil wells, motors, factory floors, trucking fleets, and many more applications. As one report puts it, with the industrial internet ‘the big winners will be platform owners’.[84]

It is therefore no surprise to see traditional manufacturing powerhouses like General Electric (GE) and Siemens, as well as traditional tech titans like Intel and Microsoft, make a major push to develop industrial internet platforms. Siemens has spent over€4 billion to acquire smart manufacturing capabilities and to build itsindustrial platform MindSphere,[85] while GE has been working rapidly todevelop its own platform, Predix.

The field has so far been dominated bythese established companies rather than being subject to an influx of newstart-ups. And even the industrial internet start-ups are primarily funded bythe old guard (four of the top five investors), keeping funding for the sectorstrong in 2016 despite a general slowdown in other start-up areas.[86]

The shift to industrial platforms is also an expression of national economic competition, as Germany (a traditional manufacturing powerhouse represented by Siemens) and the United States (a technology powerhouserepresented by GE) are the primary supporters of this shift. Germany hasenthusiastically bought into this idea and developed its own consortium tosupport the project, as has the United States, where companies like GE, Intel,Cisco, and IBM have partnered with the government in a similar non-profitconsortium to push for smart manufacturing. At the moment the Germanconsortium aims simply to raise awareness and support for the industrialInternet, while the American consortium is actively expanding trials with thetechnology.

The competition here is ultimately over the ability to build the monopolistic platform for manufacturing: ‘It’s winner takes all,’ says GE’s chief digital officer.[87] Predix and MindSphere both already offer infrastructural services (cloud-based computing), development tools, and applications for managing the industrial internet (i.e. an app store for factories). Rather than companies developing their own software to manage the internal internet, these platforms license out the tools needed.

Expertise is necessary, for instance, in order to cope with the massive amounts of data that will be produced and to develop new analytical tools for things like time series data and geographical data. GE’s liquid natural gas business alone is already collecting as many data as Facebook and requires a series of specialised tools to manage the influx of data.[88]

The same holds for software designed to collect and analyse big data, for the modelling of physical-based systems, or for software that makes changes in factories and power plants. These platforms also provide the hardware (servers, storage, etc.) needed to operate an industrial internet. In competition with more generic platforms like AWS, industrial platforms promote themselves as having insider knowledge of manufacturing and the security necessary to run such a system.

Like other platforms, these industrial firms rely on extracting data as a competitive tool against their rivals, a tool that ensures quicker, cheaper, more flexible services. By positioning themselves as the intermediary between factories, consumers, and app developers, these platforms are ideally placed to monitor much of how global manufacturing operates, from the smallest actuator to the largest factory, and they draw upon these data to further solidify their monopoly position.

Deploying a standard platform strategy, both Siemens and GE also maintain openness in terms of who can connect to the platform, where data are stored (on site or in the cloud), and who can build apps for it. Network effects are, as always, essential to gaining a monopoly position, and this openness enables them to incorporate more and more users. These platforms already are strong revenue sources for the companies: Predix currently brings GE $5 billion and is expected to triple this revenue by 2020.[89]

Predictions are that the sector will be worth $225 billion by 2020 – more than both the consumer internet of things and enterprise cloud computing.[90] Nevertheless, demonstrating the power of monopolies, GE continues to use AWS for its internal needs.[91]

Product Platforms

Importantly, the preceding developments – particularly the internet of things and cloud computing – have enabled a new type of on-demand platform. They are two closely related but distinct business models: the product platform and the lean platform. Take, for example, Uber and Zipcar – both platforms designed for consumers who wish to rent some asset for a time. While they are similar in this respect, their business models are significantly different.

Zipcar owns the assets it rents out – the vehicles; Uber does not. The former is a product platform, while the latter is a lean platform that attempts to outsource nearly every possible cost. (Uber aims, however, eventually to command a fleet of self-driving cars, which would transform it into a product platform.) Zipcar, by contrast, might be considered a ‘goods as a service’ type of platform.

Product platforms are perhaps one of the biggest means by which companies attempt to recuperate the tendency to zero marginal costs in some goods.

Music is the best example, as in the late 1990s downloading music for free became as simple as installing a small program. Record labels’ revenues took a major dip, as consumers stopped purchasing compact discs (CDs) and other physical copies of music. Yet, in spite of its numerous obituaries, the music industry has been revived in recent years by platforms (Spotify, Pandora) that siphon off fees from music listeners, record labels, and advertisers alike.

Between 2010 and 2014 subscription services have seen user numbers rise up from 8 million to 41 million, and subscription revenues are set to overtake download revenues as the highest source of digital music.[92] After years of decline, the music industry is poised to see its revenue grow once again in 2016. While subscription models have been around for centuries, for example in newspapers, what is novel today is their expansion to new realms: housing, cars, toothbrushes, razors, even private jets. Part of what has enabled these product platforms to flourish in recent years is the stagnation in wages and the decline in savings that we noted in Chapter 1.

As less money is saved up, big-ticket purchases like cars and houses become nearly impossible and seemingly cheaper upfront fees appear more enticing. In the United Kingdom, for instance, household ownership has declined since 2008, while private rentals have skyrocketed.[93]

On-demand platforms are not affecting just software and consumer goods, though. One of the earliest stabs  at an on-demand economy centred on manufactured goods, particularly durable goods. The most influential of these efforts was the transformation of the jet engine business from one that sold engines into one that rented thrust.

The three big manufacturers – Rolls Royce, GE, and Pratt & Whitney – have all moved to this business model, with Rolls Royce leading the way in the late 1990s. The classic model of building an engine and then selling it to an airline was a relatively low margin business with high levels of competition. The competitive dynamics outlined in Chapter 1 are on full display here. Over the past 40 years the jet engine industry has been characterised by very few new companies, and no companies leaving the industry.[94]

Instead the three major firms have competed intensely among themselves by introducing incremental technological improvements, in an effort to gain an edge. This technological competition continues today, when the jet engine industry pioneers the use of additive manufacturing. (For instance, GE’s most popular jet engine has a number of parts that are now 3D printed rather than welded together out of different components.[95]) But margins on the engines themselves remain small, and competition tight.

By contrast, the maintenance of these engines involves much higher profit margins – seven times higher, according to estimates.[96] The challenge with maintenance is that it is quite easy for outside competitors to come in to the market and take the profits away. This prompted Rolls Royce to introduce the ‘goods as a service’ model, whereby airlines do not purchase the jet engine but pay a fee for every hour one is used.

In turn, Rolls Royce provides maintenance and replacement parts.

The raw material of data remains as central to this platform as to any other.

Sensors are placed on all the engines and massive amounts of data are extracted from every flight, combined with weather data and information on air traffic control, and sent to a command centre in the United Kingdom.

Information on the wear and tear on engines, possible problems, and times for scheduling maintenance are all derived. These data are immensely useful in blocking out competitors and in securing a competitive advantage against any outside maintenance firm that may hope to break into the market. Data on how the engines perform have also been crucial for developing new models: they enabled Rolls Royce to improve fuel efficiency and to increase the life of the engines, and generated another competitive advantage over other jet engine manufacturers. Once again, platforms appear as an optimal form for extracting data and using them to gain an edge over competitors.

Data and the network effects of extracting them have enabled the company to establish dominance.

Lean Platforms

In the context of everything that has just been described, it is hard not to regard the new lean platforms as a retrogression to the earliest stages of the internet-enabled economy. Whereas the previous platforms have all developed business models that generate profits in some way, today’s lean platforms have returned to the ‘growth before profit’ model of the 1990s.

Companies like Uber and Airbnb have rapidly become household names and have come to epitomise this revived business model. These platforms range from specialised firms for a variety of services (cleaning, house calls from physicians, grocery shopping, plumbing, and so on) to more general marketplaces like TaskRabbit and Mechanical Turk, which provide a variety of services. All of them, however, attempt to establish themselves as the platform upon which users, customers, and workers can meet.

Why are they ‘lean’ platforms? The answer lies in an oft-quoted observation: ‘Uber, the world’s largest taxi company, owns no vehicles […] and Airbnb, the largest accommodation provider, owns no property.’[97] It would seem that these are asset-less companies; we might call them virtual platforms.[98]

Yet the key is that they do own the most important asset: the platform of software and data analytics. Lean platforms operate through a hyper-outsourced model, whereby workers are outsourced, fixed capital is outsourced, maintenance costs are outsourced, and training is outsourced. All that remains is a bare extractive minimum – control over the platform that enables a monopoly rent to be gained.

The most notorious part of these firms is their outsourcing of workers. In America, these platforms legally understand their workers as ‘independent contractors’ rather than ‘employees’. This enables the companies to save around 30 per cent on labour costs by cutting out benefits, overtime, sick days, and other costs.[99] It also means outsourcing training costs, since training is only permitted for employees; and this process has led to alternatives forms of control via reputation systems, which often transmit the gendered and racist biases of society.

Contractors are then paid by the task: a cut of every ride from Uber, of every rental from Airbnb, of every task fulfilled on Mechanical Turk. Given the reduction in labour costs provided by such an approach, it is no wonder that Marx wrote that the ‘piece-wage is the form of wages most in harmony with the capitalist mode of production’.[100]

Yet, as we have seen, this outsourcing of labour is part of a broader and longer outsourcing trend, which took hold in the 1970s. Jobs involving tradable goods were the first to be outsourced, while impersonal services were the next to go. In the 1990s Nike became a corporate ideal for contracting out, in that it contracted much of its labour to others. Rather than adopting vertical integration, Nike was premised upon the existence of a small core of designers and branders, who then outsourced the manufacturing of their goods to other companies.

As a result, by 1996 people were already voicing concerns that we were transitioning to ‘a “just-in-time” age of “disposable” workers’.[101] But the issue involves more than lean platforms. Apple, for instance, directly employs less than 10 per cent of the workers who contribute to the production of its products.[102]

Likewise, a quick glance at the US Department of Labor can find a vast number of non-Uber cases involving the mislabelling of workers as independent contractors: cases related to construction workers, security guards, baristas, plumbers, and restaurantworkers – to name just a few.[103] In fact the traditional labour market thatmost closely approximates the lean platform model is an old and low-techone: the market of day labourers – agricultural workers, dock workers, or other low-wage workers – who would show up at a site in the morning in the hope of finding a job for the day.

Likewise, a major reason why mobile phoneshave become essential in developing countries is that they are nowindispensable in the process of finding work on informal labour markets.[104]

The gig economy simply moves these sites online and adds a layer of

pervasive surveillance. A tool of survival is being marketed by Silicon Valley as a tool of liberation.

We can also find this broader shift to non-traditional jobs in economic statistics. In 2005[105] the Bureau of Labour Statistics (BLS) found that nearly 15 million US workers (10.1 per cent of the labour force) were in alternative employment.[106] This category includes employees hired under alternative contract arrangements (on-call work, independent contractors) and employees hired through intermediaries (temp agencies, contract companies). By 2015 this category had grown to 15.8 per cent of the labour force.[107] Nearly half of this rise (2.5 per cent) was due to an increase in contracting out, as education, healthcare, and administration jobs were often at risk.

Most strikingly, between 2005 and 2015, the US labour market added 9.1 million jobs – including 9.4 million alternative arrangement jobs. This means that the net increase in US jobs since 2005 has been solely from these sorts of (often precarious) positions.[108] Similar trends can be seen in selfemployment.

While the number of people who identify as self-employed has decreased, the number of people who filed the 1099 tax form for selfemployment in the United States has increased.[109] What we see here is effectively an acceleration of the long-term tendency towards more precarious employment, particularly after 2008. The same trends are observable in the United Kingdom, where self-employment has created 66.5 per cent of net employment after 2008 and is the only thing that has staved off much higher levels of unemployment.[110]

Where do lean platforms fit into this? The most obvious point is the category of independent contractors and freelancers. This category has registered an increase of 1.7 per cent (2.9 million) between 2005 and 2015,[111] but most of these increases have been for offline work. Given that no direct measures of the sharing economy are currently available, surveys and other indirect measures have been used instead. Nearly all of the estimates suggest that around 1 per cent of the US labour force is involved in the online sharing economy formed by lean platforms.[112]

Even here, the results have to take into account that Uber drivers probably form the majority of these workers.[113] The sharing economy outside of Uber is tiny. In the United Kingdom less evidence is presently available, but the most thorough survey done so far suggests that a slightly higher number of people routinely sell their labour through lean platforms. It is estimated that approximately 1.3 million UK workers (3.9 per cent of the labour force) work through them at least once a week, while other estimates range from 3 to 6 per cent of the labour force.[114]

Other surveys suggest slightly higher numbers, but those problematically include a much larger range of activities.[115] What we can therefore conclude is that the sharing economy is but a small tip of a much larger trend.

Moreover, it is a small sector, which is premised upon the vast growth in the levels of unemployment after the 2008 crisis. Building on the trends towards more precarious work that were outlined earlier, the crisis caused unemployment in the United States to double, while long-term unemployment nearly tripled.

Moreover, the aftermath of the crisis was a jobless recovery – a phenomenon where economic growth returns, but job growth does not. As a result, numerous workers were forced to find whatever desperate means they could to survive. In this context, self-employment is not a freely chosen path, but rather a forced imposition. A look at the demographics of lean platform workers seems to support this. Of the workers on TaskRabbit, 70 per cent have Bachelor’s degrees, while 5 per cent have PhDs.[116]

An International Labour Organization (ILO) survey found that workers on Amazon’s Mechanical Turk (AMT) also tend to be highly educated, 37 per cent using crowd work as their main job.[117] And Uber admits that around a third of its drivers in London come from neighbourhoods with unemployment rates of more than 10 per cent.[118] In a healthy economy these people would have no need to be microtasking, as they would have proper jobs.

While the other platform types have all developed novel elements, is there anything new about lean platforms? Given the broader context just outlined, we can see that they are simply extending earlier trends into new areas.

Whereas outsourcing once primarily took place in manufacturing, administration , and hospitality, today it is extending to a range of new jobs: cabs, haircuts, stylists, cleaning, plumbing, painting, moving, content moderation, and so on. It is even pushing into white-collar jobs – copyediting, programming and management, for instance. And, in terms of the labour market, lean platforms have turned what was once non-tradable services into tradable services, effectively expanding the labour supply to a near-global level.

A multitude of novel tasks can now be carried out online through Mechanical Turk and similar platforms. This enables business, again, to cut costs by exploiting cheap labour in developing countries and places more downward pressure on wages by placing these jobs into global labour markets. The extent to which lean platform firms have outsourced other costs is also notable (though not novel); these are perhaps the purest attempts at a virtual platform to date.

In doing so, these companies have been dependent upon the capacities offered by cloud platforms. Whereas firms once had to spend large amounts to invest in the computing equipment and expertise needed for their businesses, today’s start-ups have flourished because they can simply rent hardware and software from the cloud. As a result, Airbnb, Slack, Uber, and many other start-ups use AWS.[119]

Uber further relies on Google for mapping, Twilio for texting, SendGrid for emailing, and Braintree for payments: it is a lean platform built on other platforms. These companies have also offloaded costs from their balance sheets and shifted them to their workers: things like investment costs (accommodations for Airbnb, vehicles for Uber and Lyft), maintenance costs, insurance costs, and depreciation costs. Firms such as Instacart (which delivers groceries) have also outsourced delivery costs to food suppliers (e.g. Pepsi) and to retailers (e.g. Whole Foods) in return for advertising space.[120]

However, even with this support, Instacart remains unprofitable on 60 per cent of its business, and that is before the rather large costs of office space or the salaries of its core team are taken into account.[121] The lack of profitability has led to the predictable measure of cutting back on wages – a notably widespread phenomenon among lean platforms.

This has also prompted companies to compete on data extraction – again, a process optimised by the access afforded by platforms. Uber is perhaps the best example of this development, as it collects data on all of its rides, as well as data on drivers, even when they are not receiving a fare.[122] Data about what drivers are doing and how they are driving are used in a variety of ways in order to beat out competitors.

For instance, Uber uses the data to ensure that its drivers are not working for other taxi platforms; and its routing algorithms use the data on traffic patterns to plot out the most efficient path for a trip.

Data are fed into other algorithms to match passengers with nearby drivers, as well as to make predictions about where demand is likely to arise. In China, Uber monitors even whether drivers go to protests. All of this enables Uber to have a service that is quick and efficient from the passenger’s point of view, thereby drawing users away from competitors. Data are one of the primary means of competition for lean platforms.

Nevertheless, these firms are still struggling to be profitable and the money to support them has to come from the outside. As we saw earlier, one of the important consequences of the 2008 crisis has been the intensification of an easy monetary policy and the growing corporate cash glut. The lean platform boom is, fundamentally, a post-2008 phenomenon. The growth of this sector is reflected most clearly in the number of deals made for start-up companies: VC deals have tripled since 2009.[123]

Even after excluding Uber (which has an outsized position in the market), on-demand mobile services raised $1.7 billion over the course of 2014 – a 316 per cent increase from 2013.[124] And 2015 continued this trend towards more deals and higher volumes. But it is worth taking a moment to put the funding of lean platforms in context. When we look at the lean platforms for on-demand mobile services, we are primarily discussing Uber. In terms of funding, in 2014 Uber outpaced all the other service companies, taken together, by 39 per cent.[125]

In 2015 Uber, Airbnb, and Uber’s Chinese competitor, Didi Chuxing, combined to take 59 per cent of all the funding for on-demand start-ups.[126] And, while the enthusiasm for new tech start-ups has reached a fever pitch, funding in 2015 ($59 billion) still paled in comparison to the highs of 2000 (nearly $100 billion).[127]

Where is the money coming from? Broadly speaking, it is surplus capital seeking higher rates of return in a low interest rate environment. The low interest rates have depressed the returns on traditional financial investments, forcing investors to seek out new avenues for yield. Rather than a finance boom or a housing boom, surplus capital today appears to be building a technology boom. Such is the level of compulsion that even nontraditional funding from hedge funds, mutual funds, and investment banks is

playing a major role in the tech boom.

In fact, in the technology start-up sector, most investment financing comes from hedge funds and mutual funds.[128] Larger companies are also involved, Google being a major investor in the ill-fated Homejoy, while the logistics company DHL has created its own on-demand service MyWays, and firms like Intel and Google are also purchasing equity in a variety of new start-ups.

Companies like Uber, deploying more than 135 subsidiary companies across the world, are also helped by tax evasion techniques.[129] Yet the profitability of these lean platforms remains largely unproven. Just like the earlier dot-com boom, growth in the lean platform sector is premised on expectations of future profits rather than on actual profits. The hope is that the low margin business of taxis will eventually pay off once Uber has gained a monopoly position.

Until these firms reach monopoly status (and possibly even then), their profitability appears to be generated solely by the removal of costs and the lowering of wages and not by anything substantial.

In summary, lean platforms appear as the product of a few tendencies and moments: the tendencies towards outsourcing, surplus populations, and the digitisation of life, along with the post-2008 surge in unemployment and rise of an accommodative monetary policy, surplus capital, and cloud platforms that enable rapid scaling. While the lean model has garnered a large amount of hype and, in the case of Uber, a large amount of VC, there are few signs that it will inaugurate a major shift in advanced capitalist countries. In terms of outsourcing, the lean model remains a minor player in a long-term trend.

The profit-making capacity of most lean models likewise appears to be minimal and limited to a few specialised tasks. And, even there, the most successful of the lean models has been supported by VC welfare rather than by any meaningful revenue generation. Far from representing the future of work or that of the economy, these models seem likely to fall apart in the coming years.

Conclusion

We began this chapter by arguing that twenty-first-century capitalism has found a massive new raw material to appropriate: data. Through a series of developments, the platform has become an increasingly dominant way of organising businesses so as to monopolise these data, then extract, analyse, use, and sell them. The old business models of the Fordist era had only a rudimentary capacity to extract data from the production process or from customer usage.

The era of lean production modified this slightly, as global ‘just in time’ supply chains demanded data about the status of inventories and the location of supplies. Yet data outside the firm remained nearly impossible to attain; and, even inside the firm, most of the activities went unrecorded.

The platform, on the other hand, has data extraction built into its DNA, as a model that enables other services and goods and technologies to be built on top of it, as a model that demands more users in order to gain network effects, and as a digitally based medium that makes recording and storage simple. All of these characteristics make platforms a central model for extracting data as raw material to be used in various ways.

As we have seen in this brief overview of some different platform types, data can be used in a variety of ways to generate revenues. For companies like Google and Facebook, data are, primarily, a resource that can be used to lure in advertisers and other interested parties. For firms like Rolls Royce and Uber, data are at the heart of beating the competition: they enable such firms to offer better products and services, control workers, and optimise their algorithms for a more competitive business.

Likewise, platforms like AWS and Predix are oriented towards building (and owning) the basic infrastructures necessary to collect, analyse, and deploy data for other companies to use, and a rent is extracted for these platform services. In every case, collecting massive amounts of data is central to the business model and the platform provides the ideal extractive apparatus.

This new business form has intertwined with a series of long-term trends and short-term cyclical movements. The shift towards lean production and ‘just in time’ supply chains has been an ongoing process since the 1970s, and digital platforms continue it in heightened form today. The same goes for the trend towards outsourcing. Even companies that are not normally associated with outsourcing are still involved. For instance, content moderation for Google and Facebook is typically done in the Philippines, where an estimated 100,000 workers search through the content on social media and in cloud storage.[130]

And Amazon has a notoriously low-paid workforce of warehouse workers who are subject to incredibly comprehensive systems of surveillance and control. These firms simply continue the secular trend of outsourcing low-skill workers while retaining a core of well-paid high-skill labourers.

On a broader scale, all of the post-2008 net employment gains in America have come from workers in non-traditional employment, such as contractors and on-call workers. This process of outsourcing and building lean business models gets taken to an extreme in firms like Uber, which rely on a virtually asset-less form to generate profits.

As we have seen, though, much of their profitability after the crisis has stemmed from holding wages down. Even the Economist is forced to admit that, since 2008, ‘if the share of domestic gross earnings paid in wages were to rise back to the average level of the 1990s, the profits of American firms would drop by a fifth’.[131]

An increasingly desperate surplus population has therefore provided a considerable supply of workers in low-wage, low-skill work. This group of exploitable workers has intersected with a vast amount of surplus capital set in a low interest rate world. Tax evasion, high corporate savings, and easy monetary policies have all combined, so that a large amount of capital seeks out returns in various ways.

It is no surprise, then, that funding for tech start-ups has massively surged since 2010. Set in context, the lean platform economy ultimately appears as an outlet for surplus capital in an era of ultra-low interest rates and dire investment opportunities rather than the vanguard destined to revive capitalism.

While lean platforms seem to be a short-lived phenomenon, the other examples set out in this chapter seem to point to an important shift in how capitalist firms operate. Enabled by digital technology, platforms emerge as the means to lead and control industries. At their pinnacle, they have prominence over manufacturing, logistics, and design, by providing the basic landscape upon which the rest of the industry operates. They have enabled a shift from products to services in a variety of new industries, leading some to declare that the age of ownership is over.

Let us be clear, though: this is not the end of ownership, but rather the concentration of ownership. Pieties about an ‘age of access’ are just empty rhetoric that obscures the realities of the situation. Likewise, while lean platforms have aimed to be virtually assetless, the most significant platforms are all building large infrastructures and spending significant amounts of money to purchase other companies and to invest in their own capacities. Far from being mere owners of information, these companies are becoming owners of the infrastructures of society.

Hence the monopolistic tendencies of these platforms must be taken into account in any analysis of their effects on the broader economy.

Notes

1. Löffler and Tschiesner, 2013.

2. Kaminska, 2016a.

3. Vercellone, 2007.

4. Terranova, 2000.

5. Wark, 2004.

6. Author’s calculation on the basis of data from Andrae and Corcoran, 2013 and US Energy Information Administration, n.d.; for more, see Maxwell and Miller, 2012.

7. One particularly illuminating example of this comes from climate science; see Edwards, 2010.

8. I draw here upon Marx’s definition of raw material: ‘The land (and this, economically speaking, includes water) in the virgin state in which it supplies man with necessaries or the means of subsistence ready to hand, exists independently of him, and is the universal subject of human labour. All those things which labour merely separates from immediate connexion with their environment, are subjects of labour spontaneously provided by Nature. Such are fish which we catch and take from their element, water, timber which we fell in the virgin forest, and ores which we extract from their veins. If, on the other hand, the subject of labour has, so to say, been filtered through previous labour, we call it raw material; such is ore already extracted and ready for washing’ (Marx, 1990: 284–5, emphasis added).

9. A useful relation could perhaps be drawn to Jason Moore’s concept of cheap inputs, although this lies outside the scope of this study; see ch. 2 in Moore, 2015.

10. Apple is one example of a major company excluded by this focus, as it is primarily a traditional consumer electronics producer with now standard practices of outsourcing manufacturing. It has some platform elements to its business (iTunes, the App Store), but these only generate 8.0 per cent of the revenues that Apple is famous for. The vast majority (68.0 per cent) of revenues come from iPhone sales. Apple is more akin to the 1990s Nike business model than to the 2010s Google business model.

11. For useful complementary approaches to platforms, see Bratton, 2015: ch. 9 and Rochet and Tirole, 2003.

12. While technically platforms can exist in non-digital forms (e.g. a shopping mall), the ease of recording activities online makes digital platforms the ideal model for data extraction in today’s economy.

13. By ‘user’ we also include machines – an important addition when considering the internet of things. See: Bratton, 2015: 251–89.

14. Gawer, 2009: 54.

15. Rochet and Tirole, 2003.

16. Kaminska, 2016b.

17. Hwang and Elish, 2015.

18. Metz, 2012.

19. We can imagine a scenario where a firm owns the code of a platform but rents all of its computing needs from a cloud-based service. Hardware is therefore not essential to the ownership of a platform. But, given the competitive demands that we will outline later on, the largest platforms have all moved towards proprietary hardware. In other words, ownership of fixed capital remains important to these firms, if not essential.

20. Goldfarb, Kirsch, and Miller, 2007: 128.

21. Crain, 2014: 377–8.

22. Zuboff, 2016.

23. Varian, 2009.

24. Terranova, 2000.

25. Wittel, 2016: 86.

26. Zuboff, 2015: 78.

27. Ibid.

28. For one example of a data value chain, see Dumbill, 2014.

29. Finnegan, 2014.

30. Davidson, 2016.

31. CB Insights, 2016b.

32. Henwood, 2003: 30.

33. Hook, 2016.

34. Clark and Young, 2013.

35. Burrington, 2016.

36. In the industry, these are known respectively as ‘infrastructure as a service’ (IaaS), ‘platform as a service’ (Paas), and ‘software as a service’ (SaaS).

37. Clark, 2016.

38. Miller, 2016.

39. Asay, 2015.

40. McBride and Medhora, 2016.

41. Webb, 2015; Bughin, Chui, and Manyika, 2015.

42. Bughin, Chui, and Manyika, 2015.

43. Alessi, 2014.

44. World Economic Forum, 2015: 4.

45. Zaske, 2015.

46. CB Insights, 2016c.

47. Waters, 2016.

48. Murray, 2016.

49. Miller, 2015b.

50. Waters, 2016.

51. Miller, 2015a.

52. International Federation of the Phonographic Industry, 2015: 6–7.

53. Office for National Statistics, 2016a.

54. Bonaccorsi and Giuri, 2000: 16–21.

55. Dishman, 2015.

56. ‘Britain’s Lonely High-Flier’, 2009.

57. Goodwin, 2015.

58. Incidentally, they appear to be owned by what McKenzie Wark calls the vectoralist class; see Wark, 2004.

59. Kamdar, 2016; Kosoff, 2015.

60. Marx, 1990: 697–8.

61. Polivka, 1996: 3.

62. Scheiber, 2015.

63. US Department of Labor, n.d.

64. Dyer-Witheford, 2015: 112–14.

65. The BLS measures the gig economy indirectly, through ‘contingent and alternative employment’ – but stopped in 2005, after funding was cut. They are, however, set to carry out another survey in 2017; see BLS Commissioner, 2016.

66. US Department of Labor, 2005: 17.

67. This estimate is based on an attempt to duplicate the BLS surveys as closely as possible. See Katz and Krueger, 2016.

68. Ibid.

69. Wile, 2016.

70. Office for National Statistics, 2014: 3.

71. Katz and Krueger, 2016.

72. Various estimates include: 0.5% of the labour force (Katz and Kreuger, 2016); 0.4–1.3% (Harris and Kreuger, 2015: 12); 1.0% (McKinsey: see Manyika, Lund, Robinson, Valentino, and Dobbs, 2015); 2.0% (Intuit: see Business Wire, 2015). One outlier survey from Burson-Marsteller suggests that 28.6% of the US labour force has provided services through the gig economy (see Burson-Marsteller, Aspen Institute, and TIME, 2016).

73. Harris and Krueger, 2015: 12.

74. Various estimates are: 3.0% of the labour force (Coyle, 2016: 7); 3.9% (Huws and Joyce, 2016); 6.0% (Business Wire, 2015). See also Hesse, 2015.

75. A Nesta survey found that 25% of Brits had been involved in internetenabled collaborative activity, but this category includes people who purchase from the internet rather than just workers. It also includes people who donate goods or purchase media online. An Intuit survey, on the other hand, reportedly found that 6% of the population in Britain is working in the sharing economy, but the actual data do not appear to be available. See Stokes, Clarence, Anderson, and Rinne, 2014: 25; Hesse, 2015.

76. Henwood, 2015.

77. Berg, 2016.

78. Knight, 2016.

79. See many more examples at Amazon Web Services, 2016.

80. Huet, 2016.

81. Ibid.

82. While government surveillance is often the focus of public attention today, corporate surveillance is just as pernicious a phenomenon. Pasquale,  2015.

83. ‘Reinventing the Deal’, 2015.

84. CB Insights, 2015.

85. Ibid.

86. CB Insights, 2016a.

87. National Venture Capital Association, 2016: 9; Crain, 2014: 374.

88. CB Insights, 2016d.

89. O’Keefe and Jones, 2015.

90. Chen, 2014.

91. ‘The Age of the Torporation’, 2015.

3  Great Platform Wars

If platforms are the emerging business model for the digital economy, how do they appear when set in the longer history of capitalism? In particular, up to this point we have largely left out one of the fundamental drivers of capitalism: intracapitalist competition.

In Chapter 1 we set out the context of the long downturn – that period since the 1970s when the global economy has been saddled by overcapacity and overproduction in the manufacturing sector. As companies were unwilling and unable to destroy their fixed capital or to invest in new lines, international competition has steadily continued and, alongside it, the crisis of overcapacity in manufacturing.

Unable to generate growth in this situation, in the 1990s the United States began trying to stimulate the economy through an asset-price Keynesianism that operated by inducing low interest rates in order to generate higher asset prices and a wealth effect that would spark broader economic growth. This led to the dotcom boom of the 1990s and to the housing bubble of the early years of the twenty-first century.

Today, as we saw in the previous chapter, asset-price Keynesianism continues apace and is one of the fundamental drivers behind the current mania for tech start-ups. Yet, behind the shiny new technology and slick façade of app interfaces, what broader consequences do these new firms hold for capitalism?

In this chapter we will step back to look at the tendencies unleashed by these new firms into the broader economic environment of the long downturn. Some argue that capitalism renews itself through the creation and adoption of new technological complexes: steam and railways, steel and heavy engineering, automobiles and petrochemicals – and now information and communications technologies.[132]

Are we witnessing the adoption of a new infrastructure that might revive capitalism’s moribund growth? Will competition survive in the digital era, or are we headed for a new monopoly capitalism?

With network effects, a tendency towards monopolisation is built into the DNA of platforms: the more numerous the users who interact on a platform, the more valuable the entire platform becomes for each one of them. Network effects, moreover, tend to mean that early advantages become solidified as permanent positions of industry leadership. Platforms also have a unique ability to link together and consolidate multiple network effects. Uber, for instance, benefits from the network effects of more and more drivers as well as from the network effects of more and more riders.[133]

Leading platforms tend consciously to perpetuate themselves in other ways as well. Advantages in data collection mean that the more activities a firm has access to, the more data it can extract and the more value it can generate from those data, and therefore the more activities it can gain access to. Equally, access to a multitude of data from different areas of our life makes prediction more useful, and this stimulates the centralisation of data within one platform.

We give Google access to our email, our calendars, our video histories, our search histories, our locations – and, with each aspect provided to Google, we get better predictive services as a result. Likewise, platforms aim to facilitate complementary products: useful software built for Android leads more users to use Android, which leads more developers to develop for Android, and so on, in a virtuous circle.

Platforms also seek to build up ecosystems of goods and services that close off competitors: apps that only work with Android, services that require Facebook logins. All these dynamics turn platforms into monopolies with centralised control over increasingly vast numbers of users and the data they generate. We can get a sense of how significant these monopolies already are by looking at how they consolidate ad revenue: in 2016 Facebook, Google, and Alibaba alone will take half of the world’s digital advertising.[134] In the United States, Facebook and Google receive 76 per cent of online advertising revenue and are taking 85 per cent of every new advertising dollar.[135]

Yet it is also true that capitalism develops not only greater means for monopoly but also greater means for competition. The emergence of the corporation form, the rise of large financial institutions, and the monetary resources behind states all point to its capacity to initiate new lines of industry and to topple existing monopolies.[136]  Equally importantly, digital platforms tend to arise in industries that are subject to disruption by new competitors.[137] Monopolies, in this view, should only ever be temporary. The challenge today, however, is that capital investment is not sufficient to overturn monopolies; access to data, network effects, and path dependency place even higher hurdles in the way of overcoming a monopoly like Google.

This does not mean the end of competition or of the struggle for market power, but it means a change in the form of competition.[138] In particular, this is a shift away from competition over prices (e.g. many services are offered for free). Here we come to an essential point. Unlike in manufacturing, in platforms competitiveness is not judged solely by the criterion of a maximal difference between costs and prices; data collection and analysis also contribute to how competitiveness is judged and ranked.

This means that, if these platforms wish to remain competitive, they must intensify their extraction, analysis, and control of data – and they must invest in the fixed capital to do so. And while their genetic drive is towards monopolisation, at present they are faced with an increasingly competitive environment comprised of other great platforms.

Tendencies

Since platforms are grounded upon the extraction of data and the generation of network effects, certain tendencies emerge from the competitive dynamics of these large platforms: expansion of extraction, positioning as a gatekeeper, convergence of markets, and enclosure of ecosystems. These tendencies then go on to be installed in our economic systems.

At one level, the expansion of platforms is driven by the cross-subsidisation of services used to draw users into a network. If a service appears likely to draw consumers or suppliers into the platform, then a company may develop the tools to do so. Yet expansion is also driven by factors other than user demand. One such factor is the drive for further data extraction. If collecting and analysing this raw material is the primary revenue source for these companies and gives them competitive advantages, there is an imperative to collect more and more.

As one report notes, echoing colonialist ventures: ‘From a data-production perspective, activities are like lands waiting to be discovered. Whoever gets there first and holds them gets their resources – in this case, their data riches.’[139]

For many of these platforms, the quality of the data is of less interest than their quantity and diversity.[140] Every action performed by a user, no matter how minute, is useful for reconfiguring algorithms and optimising processes. Such is the importance of data that many companies could make all of their software open-source and still maintain their dominant position due to their data.[141]

Unsurprisingly, then, these companies have been prolific purchasers and developers of assets that enable them to expand their capacity for gaining information. Mergers relating to big data, for instance, have doubled between 2008 and 2013.[142]

Their vast cash glut and frequent use of tax havens contributed to making this possible. A large surplus of capital sitting idle has enabled these companies to build and expand an infrastructure of data extraction.

This is the context in which we should understand the significant investments made in the consumer internet of things (IoT), where sensors are placed in consumer goods and homes.[143] For example, Google’s investment in Nest, a heating system for residential homes, makes much more sense when it is understood as the extension of data extraction. The same goes for Amazon’s new device, Echo, an always-on device that consumers place in their homes.

At the mention of its name, Echo will respond to questions; but it is also capable of recording activities around it. It is not difficult to see how this might be useful for a company trying to understand consumer preferences. Similar devices already exist in many phones – Siri for Apple, Google Now for Android, not to mention the emergence of smart TVs.[144]

Wearable technologies are another major element of consumer IoT. Nike, for instance, is using wearables and fitness technology to bring users onto its platform and extract their data. While all these devices may have some use value for consumers, the field has not been driven by consumers clamouring for them. Instead, consumer IoT is only fully intelligible as a platform-driven extension of data recording into everyday activities.

With consumer IoT, our everyday behaviours start to be recorded: how we drive, how many steps we take, how active we are, what we say, where we go, and so on. This is simply an expression of an innate tendency within platforms. It is therefore no surprise that one of Facebook’s most recent acquisitions, the Oculus Rift VR system, is able to collect all sorts of data on its users and uses this information as part of the sales pitch to advertisers.[145]

The fact that the information platform requires an extension of sensors means that it is countering the tendency towards a lean platform. These are not asset-less companies – far from it; they spend billions of dollars to purchase fixed capital and take other companies over. Importantly, ‘once we understand this

, it becomes clear that demanding privacy from surveillance capitalists or lobbying for an end to commercial surveillance on the Internet is like asking Henry Ford to make each Model T by hand’.[146]

Calls for privacy miss how the suppression of privacy is at the heart of this business model. This tendency involves constantly pressing against the limits of what is socially and legally acceptable in terms of data collection. For the most part, the strategy has been to collect data, then apologise and roll back programs if there is an uproar, rather than consulting with users beforehand.[147] This is why we will continue to see frequent uproars over the collection of data by these companies. If data collection is a key task of platforms, analysis is the necessary correlate.


[1] Morozov, 2015b.

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[35] Office for National Statistics, 2016b.

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Movimientos Sociales y Representación Política. Isabel Rauber (2003,2017)

No queremos ciertamente, que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser creación heroica.

José Carlos Mariátegui

No digáis que el movimiento social excluye el movimiento político. No hay jamás movimiento político que, al mismo tiempo, no sea social.

Carlos Marx

El socialismo democrático supone una revisión completa de las ideas sobre la organización y por tanto del centralismo, y también de las relaciones recíprocas entre la organización y la lucha.

Rosa Luxemburgo

Prólogo a la edición venezolana

I.

Entre las cuentas pendientes con el neoliberalismo, habría que sumar su papel en la extinción del intelectual crítico. Enfrentado al poder y reluctante al mercado, comprometido con la impugnación de realidades injustas y empeñado en su transformación, la figura del intelectual, aliado fundamental en las luchas sociales del último siglo, languidece bajo la égida neoliberal.

Dos operaciones parecen conjurarse para tal fin: por un lado, la maniobra contrainsurgente que, sobre todo a partir de los años 70, confina su existencia a los reducidos límites de la universidad, cortando los vínculos que la unen a la sociedad y con los actores sociales. El intelectual, en el cálido refugio del debate académico y de los salones de clase, se vuelve ornamental e inofensivo, administrando el ritual de la crítica anodina. Seducido por un discurso enclaustrado y autorreferencial, el intelectual se hace signo de impotencia y aislamiento.

En segundo lugar, ante la expansión del mercado globalizado de bienes culturales y simbólicos, el intelectual se convierte en mercancía transable, en producto de lujo que adquiere la nueva élite mundial ávida de ostentar, a través del consumo íconos simbólicos, su distinción de clase, o una clase media empeñada en el consumo de espectáculos globales. El espíritu crítico y cuestionador se transmuta en malcriadez iconoclasta que aumenta su valor en un mercado en que la transgresión sin impugnación es una preciada ficha de cambio.

El intelectual, ahora mudado en mercancía, pasa de subversivo a payaso. Sea como mandarín universitario, albacea de un conocimiento tan transgresor como inofensivo, sea como mercachifle de baratijas culturales, traficante de escándalos que divierten y fascinan a las élites, el intelectual y su saber han perdido su valor transformador y su vínculo con los sujetos de la transformación.

Objeto de contemplación o de consumo, ya no alquimista de rebeldías. La hegemonía neoliberal, tanto por la cooptación universitaria como por la mercantilización en los circuitos mundiales del consumo cultural, amputa al mundo sus profetas, pretende apagar la linterna de los pueblos.

Frente a este fondo destaca la figura de Isabel Rauber. Su práctica política y obra distan mucho del papel que hoy se le asigna al “intelectual de izquierda” universitario o al intelectual-espectáculo de la industria cultural. No reside ni en los pasillos de la Universidad ni en los circuitos mediáticos, sino entre los pobres, en sus luchas y sus lugares. Sea en Cuba, desde los campamentos del MST, por los barrios de Santo Domingo, con los obreros de las fábricas ocupadas argentinas, Isabel Rauber encarna esa figura tan fundamental como rara, la de la intelectual comprometida, la de la labor paciente y humilde (tan parecida a la del viejo topo de Marx) de producir un pensamiento crítico al servicio de los pueblos.

Militante intelectual/intelectual militante: ambos términos se hacen equivalentes e intercambiables en su obra, y esto es también a la vez una opción política y una opción epistemológica, que entiende que el pensamiento, si quiere ser un pensamiento para la transformación, solo es posible si se produce en el fragor de esta, y que la transformación encuentra en el pensamiento sus herramientas. Isabel Rauber es testimonio de que la tentación neoliberal no triunfa sin resistencia, y de que aún hay un lugar para aquel que ponga su pensamiento al servicio de la rebeldía.

Frente al pensamiento rentado al mercado o entregado a la comodidad de la cátedra, su trabajo nos recuerda que todo saber, si es realmente un saber ético, es peligroso y libre, comprometido e indignado. Solo tiene sentido tomar en cuenta el pensamiento que se arriesga, que se compromete. Pensar peligrosamente, pensar contra el orden establecido, pensar con y desde los de abajo, es la clara tarea del intelectual comprometido que Isabel Rauber defiende con su obra y su vida. Frente a otra de las especies de común uso que pretende la muerte del autor, ella nos recuerda que un autor no es solo el pensamiento que expresa, sino sus opciones y apuestas, los riesgos y compromisos que asume.

II.

El pensamiento edulcorado de los mandarines universitarios y los dealers de las ideas se expresa en el debate sobre los movimientos sociales. El término, acuñado en la estela del 68 y a la par de los movimientos pacifistas y ecológicos en Europa, intenta dar cuenta del ciclo de contestación antisistema en los países centrales, pero justamente en el momento en que se cernía sobre ellos una derrota aplastante con el ascenso de la hegemonía neoliberal.

El mismo concepto contribuye con esta derrota, esta vez en el campo ideológico, al menos en la forma en que predominantemente ha sido tratado en la literatura. Vaciados de todo horizonte transformador, neutralizada su fuerza cuestionadora, ocultada su naturaleza antisistema, escindidos de su génesis de clase y de su contexto estructural, los “nuevos” (adjetivo que con frecuencia se les adjudica) movimientos sociales operan en un vacío histórico y social, como gesto vano y por lo tanto permitido.

Se sustituyen las coordenadas de clase por nuevas identidades que hacen borrosas las desigualdades y las formas de dominación, se coloca a la sociedad como un fondo difuso, inerte, se desacopla la dimensión social de la acción colectiva de su naturaleza política. El debate sobre los movimientos sociales suele reducirse a conceptos y problemas como el de sus “repertorios de acción”, “marcos culturales”, sus efectos identitarios, etcétera, dejando fuera todo su potencial transformador. Se convierte en una noción apolítica (la misma escisión artificial entre  “social” y “político” lo anuncia), un objeto inerte, materia de disección académica pero que no supone peligro para el orden.

Del lado de las modas culturales, el pensamiento dominante vuelve a los movimientos sociales objeto de consumo. Se escamotea su potencial subversivo, convertidas sus luchas en revueltas estéticas y anodinas que se venden como gestos de inconformidad -tan convenientes para un mercado que requiere renovarse permanentemente, y por ello necesita impugnarse a sí mismo para abrir paso a nuevos deseos y nuevas mercancías que lo realizan.

Se trata de ofrecer un elenco de ofertas, de causas nobles, con las que se pueda ser inconforme y sensible sin poner en peligro el sistema, en las que puedan participar estrellas de cine y multimillonarios de almas nobles. A la par, todo el equipamiento necesario, la ropa adecuada para la demostración pública, los espacios para participar y mostrar indignación, las formas y atributos de las identidades recién adquiridas e intercambiables, los gestos de caridad, pueden ser comprados en boutiques, redes sociales u ONG especializadas.

El acervo de luchas y debates que afloran en la segunda mitad del siglo xx, marcadas por una radicalización de la crítica al capitalismo en todas sus manifestaciones y el enfrentamiento de las formas de dominación más allá de la explotación fabril, en que aparecen nuevas subjetividades y formas de lucha (de género, ecológicas, culturales, étnicas), se trastoca, en virtud de estas elaboraciones, en materia inerte, gestos frívolos e inofensivos, administrados convenientemente por el sistema al que pretendía derrocar.

Las luchas antipatriarcales terminan en la demanda de representación proporcional y en la corrección del lenguaje, la denuncia del racismo en gestos de reconocimiento sin que se pretenda superar la exclusión y en un creciente mercado de lo exótico que viene a oxigenar la desgastada oferta cultural del occidente blanco; las luchas ecológicas dan lugar a toda una nueva industria “verde”; la solidaridad con los pueblos a las tiendas de comercio justo, el cuestionamiento al Estado y al poder a una renuncia a toda voluntad de poder y a la despolitización. Es la mudanza del movimiento cuestionador de los años 60 en lo “políticamente correcto”.

Se rompe la relación de las nuevas subjetividades con las viejas fronteras sociales. Se puede exigir la igualdad de género, el reconocimiento cultural o la libertad de orientación sexual sin considerar las diferencias sociales, las posiciones y conflictos de clase.

Una mujer pobre no se ve reflejada en las demandas de una feminista clase media, un gay adinerado disfruta del mercado emergente destinado a este nuevo segmento de consumidores, mientras otros deben enfrentar aún la segregación y los brutales maltratos que viven los que deciden hacer evidente su disidencia sexual en contextos de exclusión y pobreza. Aún más, las injusticias no tienen sujeto, no tienen culpables. No existe el capital ni las clases que lo encarnan. Se podría decir, en el límite, que es un asunto de la naturaleza humana y no del sistema.

Los movimientos antisistema se enfrentan no solo a la derrota policial y política instrumentada por los gobiernos neoliberales, sino a la conjura teórica e ideológica de una narrativa que los niega y los reduce a un gesto capturado y administrado por el sistema.

Durante años los movimientos sociales europeos, salvo algunas notables excepciones, parecieron condenados a reproducir este lugar ritual que la discusión académica les asignó, hasta que la emergencia de las protestas antiglobalización en Seattle, Génova o Barcelona, o más recientemente las masivas manifestaciones de indignados, los rescataron del foso de indiferencia en que habían vegetado por años.

Sin dudas que estos giros liberales que impregnan estas elaboraciones sobre los movimientos sociales se aprovechan también, como se discute en este libro, de las insuficiencias, extravíos y agotamiento del marxismo en su versión más dogmática. La plena noción del proletariado como “sujeto histórico” único y exclusivo, del partido como “conciencia desde afuera” y de la transformación reducida al simple acto de tomar el poder (la metáfora del asalto al palacio de invierno, tan trajinada por tantas izquierdas burocráticas), se mostraba claramente insuficiente, sino negada en un contexto en que los procesos de desindustrialización, el nuevo orden económico mundial y su énfasis en el sector servicio y tecnológico, la complejización de los contextos nacionales por la entrada de la globalización y el derrumbe del bloque soviético, hacían más obsoleto que nunca el viejo credo.

III.

Más allá de sus fallas de origen, ¿este instrumental teórico propio de las ciencias sociales europeas y estadounidense es útil para pensar los movimientos contestatarios que emergen en Latinoamérica durante las últimas décadas? Contrastemos algunos de los rasgos que se le atribuyen a los movimientos sociales en las corrientes dominantes de las ciencias sociales con lo que ocurre entre nosotros.

Por una parte, los movimientos sociales, en su recepción académica dominante, se entienden como opuestos al Estado, en una relación de mutua exclusión. Esta negación del Estado como campo político de la acción colectiva, generalmente presentado a través del adusto concepto de sociedad civil, es propio del credo neoliberal: el Estado es relegado del debate, dejándolo solo como mecanismo regulador y represor, mientras el campo de lo social, ahora mudado en campo de gestión administrativa, está fuera de su alcance, en mano de los privados, de la “sociedad civil”, constituida tanto por “movimientos sociales”, ciudadanos, ONG y, especialmente, por empresarios. El Estado es externo y ajeno a la acción de los movimientos sociales, o su relación se reduce al trámite por parte del Estado de las demandas sociales promovidas por los movimientos.

En América Latina la situación opera de manera muy distinta a la prevista por esta literatura. Los movimientos sociales (confieso que prefiero el nombre de movimiento popular, forjado por las propias organizaciones de base) nunca han renunciado al problema del Estado, sea cuestionando su acción, en la noche del neoliberalismo, sea a partir del acompañamiento crítico a gobiernos populares que han conquistado el poder durante los últimos años, sea proponiendo e involucrándose en formas de participación popular en el ejercicio del poder, tanto dentro del Estado (y ahí la relevancia que cobra en nuestro continente la discusión sobre la democracia participativa y la radicalización democrática, frente al debate sobre la sociedad civil de épocas anteriores) como fuera de él, a través de embriones de un nuevo poder que buscan desplazar al orden político del capital (la discusión sobre el poder popular, central en Cuba y en la Chile de Allende, hoy renovada por las experiencias de Venezuela y Bolivia, entre otros).

Como señala Isabel Rauber en este libro, lejos de desentenderse las organizaciones populares del Estado, durante los últimos años se han multiplicados las experiencias de enfrentamientos con los gobiernos antipopulares, la participación en espacios estatales y la creación de formas de autogobierno y poder popular.

En segundo lugar, a los movimientos sociales se les atribuye fines limitados, demandas específicas y fragmentadas. Se produce una multiplicación y aislamiento de los sujetos y su esfera de acción. Cada movimiento ocupa un campo específico, como reclamos asociados a su identidad. El campo popular se fractura en múltiples demandas y reivindicaciones que pueden ser absorbidas y tramitadas aisladamente, pero que, al renunciar a la totalidad, no ponen en peligro el funcionamiento del sistema.

Recientemente, en una ciudad estadounidense, al preguntar por los movimientos de inmigrantes, nos sorprendió cómo estos no solo estaban absolutamente aislados de otros movimientos y luchas (de género, movimientos barriales, de otros grupos étnicos, sindicatos, etcétera) sino como a su vez se fragmentaban en preocupaciones cada vez más específicas y separadas: los que luchaban contra las deportaciones, contra el encarcelamiento masivo de hispanos, por la educación bilingüe, por derechos laborales, etcétera.

Entre ellos no existía conexión ni identidad de intereses, a pesar de enfrentar, al igual que otros excluidos y marginados de la sociedad estadounidense, al mismo sistema. Es como si la segmentación del mercado, que permite hacer proliferar hasta el infinito los deseos y las demandas, se extrapolara a las luchas populares.

Pero las luchas y procesos de articulación en América Latina siguen otros senderos. El ataque masivo y global de las políticas neoliberales ha obligado a las luchas y a las organizaciones a articularse, a forjar horizontes comunes, transversalidades que permiten superar las demandas sectoriales. Esto por supuesto no oculta las prácticas corporativas y sectarias, los comunes fracasos de los esfuerzos unitarios, los frecuentes celos y aprensiones, pero sin duda que los vasos comunicantes, la expansión de los intereses comunes y la voluntad colectiva (pasando rápidamente de intereses sectoriales o locales, a intereses que prefigura el horizonte de clase o la identidad como pueblo), los hilos dorados e invisibles que entretejen las luchas y los movimientos en una densa trama, contrastan con la imagen de movimientos cocinándose en su propio caldo que retrata la literatura sobre el tema.

Como señala la autora, en las organizaciones de nuestros pueblos existe una clara determinación a terminar con fracturas étnicas, culturales, sociales y políticas que han sido usadas para hacer cundir la dispersión, y abundan en este trabajo experiencias de frentes y construcciones transversales que priorizan la unidad desde abajo.

Un tercer rasgo atribuido por la literatura anglosajona a los movimientos sociales es su distancia de la política. Justamente su definición como “social” es a partir de su contrastación con la esfera de lo político, volviendo a la vieja idea liberal de lo político como opuesto y separado de otras dimensiones de la vida (en especial lo económico y lo social) dejadas en mano de reglas inexorables (como la “mano invisible del mercado”), del manejo tecnocrático o la administración despolitizada.

De nuevo esta imagen, tan conveniente para la gobernabilidad neoliberal, se estrella con las prácticas populares en nuestra América. Estos años han conocido un intenso proceso de articulación entre movilizaciones sociales y luchas políticas, como bien reseña el libro que presentamos, así como la politización de organizaciones que podrían ser definidas como “sociales” en los términos tradicionales.

Sindicatos, organizaciones indígenas, movimientos campesinos, organizaciones territoriales, permanentemente cruzan la frontera entre lo político y lo social, hasta confundir ambas esferas. Como señala Isabel Rauber, los movimientos no delegan su poder renunciando a lo político. Y no puede ser de otro modo: el ataque del neoliberalismo a la vida (el territorio, la naturaleza, la sobrevivencia, la soberanía) hace que toda lucha “reivindicativa” potencialmente escale rápidamente hacia mayores grados de “politización”.

El más simple reclamo, por ejemplo la demanda de agua o de tierra, choca contra los límites del sistema que ha impuesto la hegemonía neoliberal sobre nuestros pueblos. Si antes existía cierto margen de maniobra para el capital, concediendo reformas u otorgando reivindicaciones que no impedían su funcionamiento y permitían mantener cierta paz social, la avidez del neoliberalismo, que tiene como objetivo no solo apropiarse del plusvalor a través de la explotación del trabajo, sino la extracción de ganancias exorbitantes a través del expolio de la vida y el territorio, hace que la relación entre reivindicaciones y rebelión antisistémica sea más cercana.

Finalmente, la literatura se concentra exclusivamente en una noción excesivamente formalista, casi notarial, de los movimientos sociales, reconociendo como tales solo aquellos que tienen formas definidas y estables, estructuras formales y sostenidas en el tiempo. Es el equivalente a las empresas en el campo económico: los movimientos sociales serían una sociedad anónima de intereses corporativos. Esta imagen, al menos en el caso de Venezuela, se aviene mejor a las organizaciones de clase media que emergieron en los años 90 (y que fueron en buena medida la base social de la reacción contra la Revolución Bolivariana en las grandes ciudades) que a los procesos de movilización popular que se enfrentaron al neoliberalismo durante ese mismo priorizan y permitieron el proceso revolucionario dirigido por Hugo Chávez.

La descripción de los movimientos sociales como organizaciones formales, deja de lado los procesos de movilización popular que, con frecuencia al margen de estructuras organizadas, se dan en el continente, y que han sido cruciales en el reciente ciclo de resistencia y derrota del neoliberalismo y de ascenso de proyectos populares al poder.

Descifrar las posibles relaciones entre los movimientos y la movilización popular, tema que se aborda de manera minuciosa en el libro, es fundamental para superar tanto el vanguardismo como la apología del espontaneismo.

IV.

En el libro que presentamos, Isabel Rauber realiza un portentoso esfuerzo por construir una densa red de conceptos y categorías que dé cuenta de los movimientos sociales latinoamericanos, sus características, desafíos y horizontes, en un momento marcado por la resistencia al neoliberalismo y a la construcción de alternativas societales a lo largo y ancho del continente, en la perspectiva de recuperar y poner en evidencia su potencial transformador.

En tal sentido, el texto insiste en la cualidad política de los movimientos sociales. No hay movimiento político que a la vez no sea social, señala la autora siguiendo a Marx, pero sobre todo apoyándose en las experiencias de los procesos populares latinoamericanos, discutiendo las distintas formas en que se relaciona la movilización social con la acción política, el movimiento con el partido, la vanguardia y el pueblo, los procesos que permiten superar la fragmentación entre luchas específicas y la separación entre luchas sociales y luchas políticas.

Discute la constitución mutua del sujeto transformador y el proceso de trasformación, así como la autoconstitución de este sujeto, en tanto sujeto consciente, a partir de la aprehensión de la realidad que enfrenta y transforma; la relación entre intereses particulares y luchas globales, lo que implica a su vez la articulación entre distintos actores, tarea especialmente crucial en tanto se reconoce la pluralidad de sujetos y no la existencia de uno con un estatuto privilegiado que determina a los demás; la relación dialéctica entre sujeto y proyecto, entre el sujeto, el poder y la construcción del proyecto histórico.

El hilo conductor que recorrería las distintas dimensiones y momentos sería la práctica transformadora. No hay un sujeto dado, autoconsciente y predestinado por la gracia de la historia; no hay proyecto político que derive automáticamente de condiciones objetivas ni sea históricamente prefigurado.

Es el proceso de transformación, la práctica concreta de transformar una realidad concreta, lo que produce los sujetos y los horizontes, articula fuerzas y bloques, es la génesis de la conciencia y los intereses colectivos. En el proceso de transformación el actor conquista el carácter de sujeto, reencuentra sus capacidades transformadoras mutiladas por el orden dominante, adquiere su perspectiva histórica, reconstruye la unidad entre lo social y lo político.

A la vez esta tensión entre sujeto, proyecto y praxis encuentra en la organización un soporte, pero también un escenario donde se reproducen las múltiples contradicciones y los desafíos de prefigurar nuevas formas de relación, de participación, nuevos modos de ejercicio de la política.

Pese a su densidad teórica, no es este un trabajo puramente teórico, sino que enraíza, tanto en sus fuentes como en su análisis, con los procesos concretos de lucha y organización de toda la región. Las experiencias barriales de Copadeba, en República Dominicana, los zapatistas en el sur de México, las luchas de cocaleros en Bolivia y la creación del MAS como instrumento político de los movimientos, las movilizaciones campesinas del MST, los cortes de rutas y asambleas de piqueteros, los trabajadores (en la producción y sin trabajo) organizados en la CTA, los procesos unitarios desde abajo en Colombia, entre otras muchas experiencias, nutren y se transparentan en las categorías y discusiones que recorren el libro.

Ofrece una cartografía amplia de los distintos sujetos populares (mujeres, campesinos, indígenas, afros, pobres de la ciudad y del campo) hoy en Nuestra América, de sus luchas, sus métodos, sus innovaciones y dificultades, sus proyectos políticos y programas, sus victorias y fracasos.

Rauber, en línea con la tradición del pensamiento marxista y revolucionario no burocrático, recupera la centralidad de la práctica transformadora como constitutiva de los sujetos y los proyectos de clase, rearticulando actores dispersos y luchas fragmentadas por el efecto mismo del orden del capital, superando la dicotomía entre reivindicación social y lucha política, entre movimiento y partido, entre vanguardia y masa.

A la vez la práctica revolucionaria se reconoce como fuente del conocimiento, como faenar en que se construye la teoría. En la forma como la autora hilvana su trabajo, despliega sus tesis, debate sus ideas, esta íntima relación entre las prácticas transformadoras de los movimientos sociales de Latinoamérica y la teoría se hace evidente. Así como hay que ir de lo social a lo político en un movimiento permanente y superador de la dualidad, hay que ir de la práctica a la teoría y de esta a la práctica.

La recreación de las tesis aquí sólidamente discutidas en las prácticas trasformadoras de los pueblos del continente, es entonces el momento necesario que completa (aunque no cierra) el ciclo propuesto por el libro. Es este entonces un libro para leerlo con las manos y los pies. Para actuarlo.

V.

¿Cuál puede ser la pertinencia de este texto para los movimientos sociales en la Venezuela de hoy? Sin duda que, lejos de una pretensión prescriptiva (Isabel da muestras de una gran humildad y respeto a las prácticas de los movimientos populares), este libro ofrece un conjunto de problemas, interrogantes y claves imprescindibles para el debate del proceso revolucionario actual, en especial el debate pendiente en el seno del movimiento popular. Empezando por el reconocimiento de la necesidad de este debate.

Las tareas cotidianas, tanto en la construcción del socialismo como en la lucha frente a la conspiración, con frecuencia condenan a las organizaciones populares a un “tareísmo” que poco respiro le deja a la discusión y a la construcción teórica.

Esto a la par del malogrado estado de la teoría revolucionaria actual, de lo que el libro de Isabel Rauber también da cuenta en su crítica sin concesiones a las especies dominantes en el pensamiento marxista hoy. Pero todo ello hace más urgente la necesidad de producir nuestra propia reflexión teórica, que nos permita ver tanto la práctica cotidiana como los horizontes estratégicos, y por supuesto la articulación y mediaciones entre ambos. Este trabajo reinstala con fuerza el debate teórico en el seno de los movimientos sociales, y en Venezuela esto es una tarea impostergable.

Luego el libro ofrece un conjunto de discusiones absolutamente pertinentes. La discusión que propone sobre el sujeto histórico obliga a abandonar cualquier prepotencia excluyente y a buscar rearticular a todos los sectores populares, en una permanente ampliación del bloque histórico y social.

La tarea hoy en Venezuela, es volver al seno del pueblo, removilizar al pueblo, incorporar sectores que pueden haber quedado rezagados por nuestros errores e inconsecuencias, incluir nuevas demandas y sujetos (aquí pienso en la tarea inaplazable de abrir espacios a los jóvenes de los sectores populares, con los que la revolución tiene aún una importante deuda), calza con las tesis que se proponen en el libro en torno al trabajo dentro de las clases populares.

Otro ejemplo es lo que plantea a propósito de la relación entre partidos y movimientos, o entre poder (Estado) y movimientos, que parece escrito pensando en la realidad actual venezolana. La tentación de subordinar los movimientos populares a la lógica y conducción del partido o al Estado, amenaza con hipotecar el papel histórico al que están llamados los movimientos en la construcción del socialismo y la defensa de la revolución, obturando a la vez los canales de participación y protagonismo popular, fundamentales para garantizar el contenido democrático y de clase del proceso revolucionario, y reestableciendo la vieja división entre dirigentes y dirigidos, que estuvo en las bases de las razones de la rebelión popular de febrero de 1989 y de la Revolución Bolivariana contra la vieja democracia representativa.

La tutela y subordinación del movimiento social a una dirección única centralizada (sea partido o Estado) reproduce los errores del socialismo soviético, aquí lúcidamente denunciados. Los aportes de Rauber son esclarecedores: tanto el capitalismo como el socialismo burocrático coinciden en arrebatarle a los trabajadores su capacidad de conducir sus destinos. La subordinación política, sea en la forma de tutela, cooptación o cercenamiento de la democracia desde abajo, es una condición para la reproducción de otras formas de dominación, incluyendo el sojuzgamiento del trabajo por el capital.  Dominación política, dominación social y dominación económica se superponen y refuerzan.

Durante estos años la revolución ha derrotado al proyecto neoliberal, reestableciendo para ello la centralidad del Estado y recuperando la renta petrolera como mecanismo redistributivo y palanca para el desarrollo. Sin embargo, esto conduce a nuevos escollos y peligros. La sobredimensión del Estado amenaza con asfixiar la potencia popular, convirtiendo a las expresiones del poder popular y a los movimientos sociales en artificios sin peso real o en correa de transmisión entre el aparato burocrático y las bases sociales.

Las prácticas clientelares, la cooptación y la reducción del papel de la organización a simples gestores, renunciando a su potencia de lucha y movilización, no solo anulan a los movimientos, sino que favorecen la burocratización y alejamiento del Estado, que se vuelve tan grande como impotente, y niegan uno de los contenidos fundamentales del proceso revolucionario, aquel que apunta al reconocimiento del poder del pueblo.

Por su parte, la profundización de la dependencia de la renta petrolera conduce al restablecimiento de viejas y nuevas élites, los grupos económicos que logran intermediar la renta, así como aumenta la vulnerabilidad de nuestra economía, como muestra el actual cuadro que, si bien ha sido promovido por actores motivados políticamente o por el ánimo de lucro desmedido, encuentra en el rentismo una condición de posibilidad y una oportunidad para sus operaciones. Pero además el rentismo refuerza la subordinación política, la intermediación burocrática y la desmovilización popular, al colocar al pueblo en una actitud pasiva y dependiente de los repartos estatales, a las organizaciones populares en una tarea de gestores de prebendas provenientes de la renta, y fortalecer el lugar de la burocracia estatal como estamento que gobierna la renta y su asignación.

En Venezuela pareciera que nos encaramos a una encrucijada entre un modelo que, aunque fundamental para derrotar la hegemonía neoliberal, hoy luce agotado, y la restauración del poder de las élites desalojadas por la revolución. Frente a este falso dilema, hay que recordar las palabras del presidente Chávez en una de sus últimas alocuciones, el “Golpe de Timón”, en que clamaba por el desarrollo de las capacidades autogestionarias del pueblo y por la profundización del poder popular. Esta tarea aún pendiente encontrará en el libro de Isabel Rauber claves ineludibles.

Superar las nuevas formas de despolitización que gravitan sobre sus prácticas y recuperar la capacidad de impugnación, crítica, movilización de los movimientos sociales, esenciales como combustible de la revolución, para conjurar las tentaciones de apoltronamiento, de burocratización, o enfrentar el riesgo de instalar una versión “progre” del capitalismo de Estado y el desarrollismo, a la vez que se combate la conspiración reaccionaria y los intentos restauracionistas, son hoy parte del debate de los movimientos sociales populares en Venezuela.

Esta doble tarea (ser motor de la revolución enfrentando el burocratismo y los modos invisibles en que opera la reproducción del capital y sus relaciones de dominación, ser barricada frente a las amenazas de la derecha y la oligarquía para restablecer sus privilegios), jalonan su quehacer. Y para ello el rearme ideológico y teórico tiene una importancia crucial.

Creemos que este libro tiene, pues fue escrito para eso, una clara utilidad en esa dirección.

Andrés Antillano

Prólogo a la primera edición

Este importante libro llega en un momento oportuno, cuando hemos de encarar algunas opciones críticas. Estas implican nada menos que el imperativo de la rearticulación radical del movimiento socialista en medio de la cada vez más profunda crisis estructural del capital.

El derrumbe del sistema soviético fue saludado por los defensores autosirvientes del orden establecido, como el fin irreversible del socialismo. En realidad no hubo tal. Muy por el contrario, un examen crítico y penetrante de las razones de este doloroso fracaso histórico pondría de relieve una conciencia y urgencia mayores que nunca antes de hacer frente al desafío de la propia supervivencia humana, en un momento en que el capital aparenta ser tan completamente dominante que las devastaciones continúan en una escala cada vez mayor y se permiten ampliarse sin mucho o ningún estorbo.

Pero, para estar seguros, es imprescindible una revaloración crítica intransigente de nuestras estrategias pasadas y presentes, o no habrá esperanza al encarar ese desafío.

Fausto Bertinotti, secretario nacional del único partido parlamentario italiano que todavía profesa aspiraciones de transformación radical, el Partito della Rifondazione Comunista, publicó recientemente un artículo con el título programático de: “La socialdemocracia reformista no está más en la agenda”[1]

En verdad el fracaso de la socialdemocracia reformista ha sido evidente por mucho tiempo, aunque los movimientos políticos parlamentarios tradicionales no lo hayan reconocido. Ellos estaban ocupados en la introducción de cambios menores –y en las últimas dos o tres décadas ni siquiera eso– que tenían que ser bien acomodados dentro de los límites estructurales del capital, revitalizando temporalmente, más que transformando significativamente, el sistema mismo.

En consecuencia, admitir que la socialdemocracia reformista no está más en la agenda, trae consigo para nosotros la conclusión ineludible de que el impacto permanentemente paralizante del parlamentarismo como tal, no puede ser eludido por más tiempo. Esto incumbe a todos los movimientos políticos radicales, incluyendo los partidos principales de la izquierda que usaron hasta descartarlas todas las estrategias alternativas, desde el punto de vista parlamentario como hasta el “sectarismo poco realista”.

De ahí la gran relevancia de focalizar la necesidad de una rearticulación exhaustiva del movimiento emancipador socialista en las presentes circunstancias, tal como lo aborda Isabel Rauber en este libro.

La inviabilidad total de las concepciones reformistas pudo ser ocultada en el pasado bajo el velo de las “concesiones” del capital, las cuales eran asumidas siempre más ampliamente, bajo el concepto de ir sumando en una larga carrera, para favorecer un cambio estructural significativo del orden social dado. Sin embargo, lo que ha ocurrido actualmente ha sido exactamente lo opuesto. En el curso de su desarrollo histórico, el capital ha llegado a una etapa, bajo la presión de su profunda crisis estructural, en la que incluso las pasadas “concesiones” que en los hechos no eran tales concesiones, sino parte integrante aún de la dinámica prevaleciente de expansión, sin obstáculos, del capital –fueron revertidas por el orden gobernante, con la ayuda de una legislación antilaboral despiadada, porque ellas no podían satisfacer más dicha función expansionista.

La virtual muerte del “Estado de bienestar” incluso en los países capitalistas más desarrollados, en lugar de su difusión por todo el mundo como una vez se prometió, deviene testigo elocuente de esa grave verdad.

El comienzo de la crisis estructural del sistema, y el fin de todas las ganancias parciales significativas obtenidas por el capital, confrontan al movimiento socialista con un dilema muy difícil. En el pasado el reformismo sostenía que la acumulación constante de mejoras parciales arrojaría a su debido tiempo cambios sociales cualitativos acordes con los propósitos radicales originalmente previstos por el movimiento. Eso fue lo que dio lugar a la notoria oposición entre los “objetivos inmediatos” y el “propósito final”.

Sin embargo, con la clausura de la fase expansionista y relativamente sin disturbios del sistema, estrechando las prácticas reproductoras de ganancias del capital, que traen con ellas el imperativo de una explotación cada vez más insensible de la fuerza de trabajo global, no solo no puede haber progresos inmediatos que se acumulen con el tiempo, acercándose cada vez más al propósito final deseado.

Más bien, la relación entre lo “inmediato” y lo “último” debe tener un giro en dirección a la única vía en la cual puede actualmente tener sentido. Para nuestro tiempo cuando el capital puede solamente ceder beneficios tácticos al trabajo, con la perspectiva de recuperarlos de vuelta en la oportunidad más cercana posible y “con intereses compuestos” la realización incluso de “objetivos inmediatos” más limitados llega a ser factible solamente como una parte integral de la alternativa hegemónica del movimiento socialista al orden establecido.

De ese modo, lo inmediato puede ser propiamente perseguido solo si es concebido como lo inmediato estratégico, definido por su inseparabilidad de lo estratégico a largo plazo y orientado por la primacía total de esto último. En otras palabras, esos progresos parciales pueden ser adoptados solamente como objetivos inmediatos viables que no puedan ser revertidos, y por lo tanto son capaces de adquirir un carácter verdaderamente acumulativo.

Aquellos que podrían objetar que eso es “maximalismo” deberían abrir los ojos ante el hecho de que el peor tipo de maximalismo es en realidad la vana persecución de las “demandas mínimas” irrealizables solamente compatibles temporal y tácticamente dados los límites estructurales del capital.

En términos estratégicos lo que apareció en la agenda histórica, dado el fin de la larga ascendencia histórica del capital y su sustitución por la preocupación del sistema por sobrevivir a cualquier costo incluyendo la imposición del más destructivo curso de acción, es la necesidad urgente de instituir la alternativa hegemónica del trabajo al orden social establecido. Solamente a través de semejante alternativa las enormes desigualdades y devastadoras contradicciones del presente pueden ser relegadas al pasado.

Por mucho tiempo las estrategias de la izquierda tradicional eran formuladas, explícitamente o no, sobre las “premisas realistas” de que los progresos previstos deben ser proporcionables por el capital, dejando de ese modo sin desafiar al sistema mismo. Pero hoy ningún avance social duradero del trabajo es proporcionable por el capital. Consecuentemente, toda conformidad con la premisa socioeconómica anteriormente aceptada de providencia capitalista solo puede traer frustración y finalmente autoderrota.

Naturalmente, estas consideraciones no significan en lo más mínimo que las demandas tangibles de un movimiento social claramente identificable puedan ser ahora sustituidas por los postulados abstractos de un sujeto histórico genérico. Por el contrario, ambos, los objetivos estratégicos factibles de nuestro tiempo y la naturaleza del agente social capaz de realizarlos, se harán muchos más concretos de cómo eran concebidos en el pasado. La necesidad de la rearticulación radical del movimiento socialista tiene que ver con ambas dimensiones en su inseparabilidad.

Con vista a lo primero, las demandas tangibles y aparentemente “no-socialistas” revelan su carácter socialista estratégico en conjunción unas con otras, como en un todo combinado, ya que el capital debe negarlos en interés de su dirección autoexpansionista destructiva. Como dice Isabel Rauber con pasión y perspicacia: la vida que –en este momento, en este continente– significa defensa de la tierra, del agua, de los bosques, de las fuentes de carbón, de petróleo, y del aire mismo, y todo esto presupone la defensa-recuperación de la soberanía de la nación y de la nación misma (en el grado y realidad en que estas hayan existido) reinventándola simultáneamente. Tareas del pueblo todo y de la clase, en tanto ello solo será posible de alcanzar y afianzar con la eliminación de la lógica de la reproducción ampliada del capital (pp. 94-95).

En lo que respecta a la naturaleza del sujeto de las transformaciones necesarias: el agente social emancipador, es necesario liberarnos de las simplificaciones voluntaristas del pasado que trataron de confinar el papel de agente histórico a una vanguardia exclusiva vinculada al trabajo industrial (incluso solo al trabajo manual), saliéndose así de la concepción marxiana que habla de la siempre creciente proletarización de la sociedad y de la correspondiente necesidad para el desarrollo masivo de la conciencia comunista. No es de extrañar, por tanto, que las estrategias basadas en semejantes puntos de vista voluntaristas hayan sido amargamente decepcionadas.

El agente social de la emancipación abarca una multiplicidad de grupos sociales, los cuales son capaces de coligarse en un poder efectivo transformador dentro de un marco estratégico adecuado de orientación. El denominador común o núcleo estratégico de todos esos grupos no puede ser el “trabajo industrial”, sean o no de “cuello azul” o de “cuello blanco” (sin mencionar la obscena y capituladora noción política británica de “nuevo trabajo”)[2], sino el trabajo como antagonista estructural del capital.

Es lo que combina los variados intereses de la multiplicidad de grupos sociales en el lado emancipatorio de la división clasista dentro del interés común de la alternativa hegemónica del trabajo al orden social ahora arrolladoramente destructivo. Todos ellos tienen que jugar su importante papel activo en el aseguramiento de la transición a un orden social cualitativamente diferente.

En efecto, aunque de momento por causa del poder de división y fragmentación del capital todavía algo latente, se trata de la conciencia del profundo interés común objetivo que hace posible la clara identificación de las demandas tangibles y literalmente vitales de nuestro tiempo como se indica arriba, bajo la cual la multiplicidad de grupos sociales laborales pueden juntarse dentro de un adecuado marco estratégico. Esta es la razón por la cual es posible superar los intereses conflictivos de “sectorialidad”, anticipando así, con realismo, la rearticulación exitosa del movimiento socialista en el espíritu de combinar sus más variados grupos dentro de un agente social emancipatorio verdaderamente exhaustivo.

Lo que Isabel Rauber escribe en este contexto sobre América Latina es válido también para el resto del mundo comprometido en su confrontación histórica con el capital:

En Latinoamérica no existe hoy ningún actor social, sociopolítico o político que pueda por sí solo erigirse en sujeto de la transformación, este resulta necesariamente un plural-articulado que se configura y expresa como tal sujeto en tanto se articula como sujeto popular. (…) En tal sentido, el desafío pasa por eliminar la fractura partido-clase. Anudada simultáneamente a la superación de la fractura histórica entre partido-clase-pueblo(s) (p. 92).

Para tener éxito en esta tarea histórica, es necesario crear un nuevo modo de operar en el movimiento socialista radicalmente rearticulado, en el espíritu de la igualdad sustantiva de sus variados componentes en agudo contraste con las determinaciones más íntimas del orden establecido. El modus operandi del sistema capitalista desde su condición absoluta de existencia –aun con toda la habladuría sobre “democracia”, “libertad” e “igualdad”– no puede ser otro que la insuperable subordinación estructuraljerárquica del trabajo al capital.

Reproduciendo como en un espejo en las confrontaciones políticas del trabajo con el capital, el modo jerárquico de operación del adversario, reflejando la práctica defensiva del movimiento, ya totalmente anacrónica, aunque comprensible bajo determinadas circunstancias históricas. Pero por la misma razón ello no puede traer éxito duradero incluso en el plano político y menos aún en el establecimiento de las bases de un nuevo orden metabólico de autorreproducción humana. El agente emancipador múltiple que ahora emerge puede prevalecer solo si se articula sobre las bases de los muy diferentes principios de intercambio humano y organización. Para decirlo con palabras de Isabel Rauber:

Se trata de un nuevo movimiento político social articulado desde abajo sin subordinaciones jerárquicas entre los distintos actores, sin vanguardias iluminadas ni sujetos de primera, de segunda o de tercera clases. La apuesta sería construir redes, nodos de articulación social (sociopolítica), basándose en la profundización de la democracia y la participación y en el despliegue de relaciones horizontales de articulación (p.114).

La reconstitución del movimiento socialista “desde abajo” sobre las bases de una igualdad sustantiva, inconcebible en el fundamento inalterablemente jerárquico del capital, es la precondición necesaria para encarar el desafío histórico que confrontamos. Ello es, a la vez, la promesa de un camino viable para regular nuestro modo de reproducción metabólica social, una vez que la destructividad del capital sea puesta bajo control y las piezas fracturadas heredadas del viejo orden sean integradas en un marco sostenible.

En ese camino, la verdadera organización equitativa y el modo de acción del movimiento emancipador pueden ser llevados hacia el futuro, en el que su íntima constitución también representa, desde sus mismas fases constitutivas, las anticipaciones de una nueva manera genuinamente asociativa de ocuparse de las tareas que deberán presentarse.

El concepto de participación a este respecto, es de importancia seminal. Ello es válido tanto para el presente como para cualquier sociedad emancipada del futuro. Bajo las actuales circunstancias eso significa, en primer lugar, que no es simplemente una participación más o menos limitada en discusiones, a menudo reducidas al vacuo ritual de “consulta” inefectiva (acompañada por una superioridad descartante), sino la adquisición progresiva de los poderes de decisión alienados, por el antagonista estructural del capital, en cuyo decursar transforma sus miembros dentro del cuerpo social de productores libres asociados.

Hacia el futuro, no importa cuán distante, la participación significa el ejercicio creativo de los poderes adquiridos de tomar decisiones para beneficio de todos, trayendo a primer plano los ricos recursos humanos de las individualidades combinadas, tanto y tan extensamente como no pudo jamás ser soñado, en su ausencia, en las anteriores formas de sociedad. El modo horizontal de intercambio, correctamente defendido por la autora, puede hacer del principio de autonomía significativa un prerrequisito para que la autorrealización individual sea plenamente combinado con la realidad de la coordinación estructural total, y de ese modo, transformar la operación del proceso metabólico social de reproducción, en un todo liberador integrado, que será coherente-cooperativo y no derrochador-adversativo.

Estos problemas son tratados por Isabel Rauber con un abordaje minucioso, con originalidad y con profundo compromiso. Su desafiante libro merecerá la reacción positiva del lector.

István Mészáros

Notas para la presente edición

El mundo en que vivimos, marcado por el modelo de civilización (capitalista) occidental y sus crecientes exigencias destructivas en aras de aumentar exponencialmente sus ganancias y apropiarse de las fuentes de vida, se agota aceleradamente. En su delirio por mantenerse en la cúspide, las cabezas del poder del capital apelan a las guerras de rapiña y destrucción de la humanidad amenazándonos de muerte[3]. La crisis capitalista mundial se evidencia cada vez con mayor claridad como crisis de civilización –y muy concretamente, de la civilización capitalista–, anunciando claramente que no existe salida para el capitalismo, ni dentro del capitalismo. Esto pone a la humanidad al límite respecto de sí misma, desafiándola a pensar en su sobrevivencia desde nuevos parámetros histórico-culturales.

Como señala Leonardo Boff: “… Bush apunta a establecer la ‘pax americana’ y uniformizar el mundo bajo los moldes del estilo de vida norteamericano. Después del 11 de septiembre decidió que eso se hará utilizando la fuerza. Nadie podrá desafiar esta pretensión, de lo contrario conocerá, de inmediato, el poder avasallador de Estados Unidos. De este modo, Bush prolonga y lleva hasta las últimas consecuencias la marca intrínseca del paradigma occidental: la voluntad de someter a todo el mundo, vale decir, de implantar un imperio universal.

En concreto, la así llamada globalización, no esotra cosa, sino la occidentalización, u occiintoxicación del mundo”.

Las transformaciones ocurridas en el sistema-mundo, la radicalidad, velocidad y ferocidad de las mismas, se suman a la crisis actual y reclaman de nosotros, para enfrentarlas, un profundo cambio de mentalidad. Nuestros paradigmas de vida y nuestra cultura están en crisis y también los paradigmas emancipatorios precedentes.

La posibilidad de sobrevivencia se anuda a la conformación de un mundo basado en la armonía de la dimensión cósmica-humana.

En este contexto, la posibilidad de vida se anuda a la posibilidad de transformación social radical-integral, es decir, como un proceso de transformación social, cultural, política, económica y –aunque parezca un sinsentido decirlo– humana.

Es así que el socialismo como alternativa civilizatoria vuelve al centro de las reflexiones y reclama ser repensado y creado por los pueblos, que revitalizan la propuesta socialista en sus prácticas cotidianas, reinventándolo a partir de ellas y en ellas.

Un mundo mejor será posible si se transforma de raíz, desde el interior de nosotros mismos y el de nuestras organizaciones sociales y políticas, desde el presente. En este empeño, los sujetos y sus subjetividades afloran a un plano primero, centrando las reflexiones en los protagonistas que piensan y realizan las transformaciones, los sujetos político-sociales de los cambios revolucionarios.

Este estudio se centra precisamente en ellos, los sujetos del cambio, tanto en lo conceptual como en su existencia histórica, concreta, en Latinoamérica. En primer lugar, busca dar cuenta de su configuración histórico-social a partir de los tiempos iniciados con la conquista y colonización. En un segundo momento, esta realidad se conecta con la situación de los sujetos oprimidos y explotados por el capitalismo que, en su desarrollo, va provocando fracturas constantes en la estructura socioclasista, especialmente, en el movimiento obrero, rompiendo cualquier abordaje “clásico” del mismo y, por ende, del concepto sujeto (social, político, histórico).

Estas tres categorías se empleaban hasta hace poco tiempo para referirse a distintos grupos sociales constituyentes del sujeto. El movimiento obrero (aliado con los trabajadores rurales y los pobres de la ciudad), constituía el núcleo del sujeto social; del núcleo revolucionario del sujeto social, los trabajadores industriales (proletarios), emanaba su representación política que daba cuerpo al partido revolucionario y, en tanto tal, el sujeto político de la revolución.

De conjunto, configuraban el sujeto histórico. Esto se tradujo en una gradación de sujetos que, a partir de la estructura piramidal excluyó a importantes sectores oprimidos y explotados del protagonismo social y político, sino que, además, negó la existencia de los pueblos originarios y sus organizaciones, sus identidades, sus modos de vida, sus pensamientos, sus cosmovisiones, etcétera, y, por tanto, no formaron parte –hasta tiempos recientes–, de la condición de sujeto y, consiguientemente, tampoco del quehacer político ni del pensamiento revolucionario.

Estas reflexiones navegan en la realidad latinoamericana identificando a los sujetos concretos, oprimidos o excluidos por el capital, para definir –a partir de ahí–, a los sujetos del cambio. Esto constituye el sustrato material de quienes sostenemos la existencia de un sujeto plural, que planteamos –simultáneamente con la constatación de esta diversidad–, la necesidad de que los sujetos fragmentados se articulen orgánicamente en un cuerpo que –aunque desdoblado en su diversidad–, sea capaz de construir las convergencias estratégicas para superar el sistema regido por el capital, constituyéndose en fuerza política y social de liberación, conducción política del proceso revolucionario de creación y construcción de la nueva civilización.

Se trata de construir una amplia fuerza social parlamentaria y extraparlamentaria capaz de crear, organizar y construir las bases económicas, políticas, sociales y culturales para trascender el capitalismo, para salir del dominio de la lógica del capital, conformando una alternativa local (nacional) y –a la vez– continental, de liberación de los trabajadores y el pueblo, orientada hacia lo que en un futuro podrá llegar a ser un mundo nuevo.

El presente es un tiempo de liberación y resarcimiento

El tránsito hacia la nueva civilización –intercultural, horizontal, equitativa y descolonizada–, supone la ruptura y superación de los paradigmas acuñados por siglos en las conciencias y en las prácticas.

En tal sentido, se asemeja al cruce de un extenso campo minado donde acechan peligros, amenazas y trampas de todo tipo. La Revolución cubana significó a la vez que un profundo cambio político y social, una ruptura de dogmas-paradigmas revolucionarios: acerca del sujeto político, de la dinámica del proceso de cambios supuestamente a merced del determinismo, del papel de la conciencia y la voluntad de los pueblos… Como sintetizó el Che: “Fue una rebelión con la oligarquía y los dogmas revolucionarios”.

Hoy vivimos un tiempo de nuevas rupturas epistemológicas y políticas; fue abierto con las resistencias y luchas de los pueblos y sus movimientos sociales y políticos, y sintetizado por Hugo Chávez Frías con su triunfo electoral en 1998. Él puso fin al mito –acuñado especialmente con el derrocamiento de Salvador Allende–, de que la transición a un nuevo mundo por las vías democráticas era imposible.

¿Cómo? Haciendo del gobierno una herramienta política para impulsar los cambios revolucionarios desde abajo, anclando el quehacer institucional en la participación protagónica del pueblo, definida por Chávez como el núcleo del rumbo y el ritmo revolucionario.

Con ello, puso fin también a la falsa dicotomía entre el transformar “desde arriba” y “desde abajo”, demostrando que el poder popular se construye mancomunadamente abajo y arriba cuando se abren procesos democrático-revolucionarios.

No hay determinismos ni rumbos trazados a priori, tampoco resultados; no hay garantías de éxito. Es y será responsabilidad de los actores sociales y políticos de cada realidad y tiempo, definir las estrategias de cambio y desarrollar –desde abajo– las capacidades para superar los obstáculos, en primer lugar los propios, en la misma medida que van creando y construyendo lo nuevo, renovando sus compromisos en los fragores del proceso revolucionario en cada momento.

Es la hora de los pueblos

En Indo-afro-latinoamérica vivimos un tiempo de coincidencias/convergencias como nunca antes, entre gobiernos que vienen demostrando tener la capacidad de darse cuenta de que esta es una oportunidad para decirle adiós al neoliberalismo y a sus desmanes, saqueos y crímenes y, junto con ello, superar la subordinación colonial y neocolonial, poniendo fin a la expropiación/apropiación de riquezas, territorios y saberes que durante siglos ha realizado el poder del capital para engrosar sus arcas y extender su dominación sobre nosotros y nosotras.

Los procesos revolucionarios que laten en Nuestra América, construidos y sostenidos día a día desde abajo por sus pueblos, constituyen la primera y más grande muestra de que un nuevo mundo es posible, un mundo raizalmente postcapitalista, es decir, orientado a un comunitarismo creado y construido desde abajo por los propios sujetos protagonistas, sin colonialismos internos ni externos.

La revolución democrática [inter]cultural popular, antiimperialista e indo-afro-latinoamericanista iniciada en estas tierras es parte de un proceso histórico de reapropiación del poder por los de abajo.

Esto es: una reapropiación de la capacidad de poder hacer en aras de la vida propia, de la humanidad y la naturaleza, promoviendo la equidad, la justicia y la solidaridad entre los pueblos y entre la humanidad toda. Raizalmente democrática, desde las comunas la Revolución Bolivariana constituye un claro bastión de vida. Ella reafirma, precisamente, la voluntad colectiva de continuar en su determinación de inventar-construir un nuevo modo de vida, avanzando en cada comuna elementos de lo que será una nueva civilización.

En ellas se abren paso concepciones, cosmovisiones y pensamientos sociotransformadores, creados (o recreados) por los pueblos acorde con sus realidades, entrelazando subjetividades, culturas y cosmovisiones diversas con las necesidades de supervivencia colectivas, en aras de alcanzar (y promover) la armonía en la convivencia intercultural de la humanidad y la naturaleza, haciendo realidad el deseo zapatista de construir un mundo donde quepan todos los mundos.

La revolución social late y se desarrolla en este continente en Cuba, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, El Salvador… Y anuncia la posibilidad del advenimiento de un nuevo tiempo civilizatorio.

Representa, por tanto, como sintetiza Fernando Huanacuni, el renacimiento del tiempo.

Isabel Rauber

I. Puntos de partida

Planteamiento del problema

La entrada veloz del neoliberalismo globalizador del poder del Norte en Latinoamérica, se produjo en un período de desorientación, perplejidad y confusión abierto por la conjugación histórica del fracaso de procesos de lucha revolucionaria, en medio de dictaduras militares que se imponían mediante el terrorismo de Estado y el derrumbe del sistema socialista mundial. Pero en pocos años la desorientación inicial del campo popular fue modificándose sustantivamente.

Hoy vivimos –diferenciadamente en distintos países– una época de gobiernos populares, progresistas o revolucionarios que hablan claramente de un nuevo tiempo sociopolítico en el continente,cuyo accionar mancomunado se evidenció, por ejemplo, en Mar del Plata, en 2005, con la derrota del proyecto ALCA (Área deLibre Comercio de las Américas), que –de consumarse– hubieseabierto las puertas de nuestros territorios y recursos naturales a lavoracidad anexionista del poder imperial estadounidense.

Al calor de las luchas de calles, de la toma de tierras, de la defensa de nuestras riquezas naturales, en ciudades, campos, valles y montañas, se constituyeron nuevos actores sociales y se reestructuraron los existentes. Esta realidad expresa la fragmentación social que surge de modo creciente en las sociedades del presente debido a los cambios estructurales (desestructuración y desmantelamiento) implementados por el neoliberalismo globalizado.

Enfrentando la locura neoliberal, los actores sociales –de modo individual o articulados sectorialmente en movimientos sociales–, irrumpieron en el escenario político de cada país buscando primeramente bloquear la continuidad de la aplicación del modelo, provocando en algunos casos la caída de gobernantes, llegando no pocas veces a situaciones de beligerancia y cuestionamiento profundos que abren incluso situaciones de vacío de poder (tal y como ocurrió en Bolivia en los años 2003, 2005; o Argentina, 2001).

El protagonismo creciente de nuevos actores sociopolíticos, no inscrito en los cánones doctrinarios e ideológicos que pretenden normar el deber ser de la realidad social, creó las condiciones sociopolíticas para que los sectores populares participen en los procesos electorales con representantes propios o de signo progresista, sobrepasando con creces las posibilidades políticas y organizativas de numerosos partidos políticos de la izquierda tradicional latinoamericana en ese momento.

Lula, Chávez, Evo, Correa… irrumpieron con fuerza de pueblos cambiando el escenario político-cultural del continente, actualizando el pensamiento de Bolívar, José Martí, Túpac Katari, Bartolina Siza, San Martín, Simón Rodríguez…

La emergencia de gobiernos populares modificó rápidamente la configuración de las fuerzas en pugna, conformando nuevas interrelaciones sociales y políticas. Surgen también nuevas contradicciones, conflictividades, afinidades e interacciones de fuerzas e intereses sociales, económicos, culturales y políticos acordes con la nueva realidad política e institucional. Se configura un nuevo mapa sociopolítico que define –paso a paso y de modo constantemente cambiante–, nuevas tareas y desafíos a los actores sociales, ahora claramente confrontados en su matriz política o sociopolítica.

Esta situación ubica el quehacer de los movimientos sociales en una dimensión cualitativamente diferente de la hasta ahora experimentada: hacerse cargo de lo que ellos mismos han construido, asumirse como protagonistas centrales de los gobiernos y disponerse a cogobernar. Esto es: profundizar los procesos colectivos de articulación y construcción de poder popular desde abajo en simultánea transformación de los espacios gubernamentales e institucionales del Estado y el gobierno, profundizando la disputa integral con el poder hegemónico del capital.

Esto, obviamente, no depende solo de los movimientos indígenas, campesinos, sindicales o sociales, implica también –como lo demostró Hugo Chávez desde el gobierno–, una serie de definiciones y posicionamientos de todos los eslabones gubernamentales y estatales, en aras de redefinir y fundar un nuevo y diferente tipo de interrelación con los pueblos, las comunidades, los movimientos, las organizaciones no gubernamentales… es decir, con la ciudadanía popular.

No es políticamente lógico que los movimientos sociales luchen, volteen y pongan gobiernos si luego rechazan asumir la responsabilidad de cogobernar, esto es, con autonomía respecto a quienes gobiernan y a las estructuras gubernamentales-estatales, pero articulados a los representantes para (luchar por) participar en la toma de decisiones, en el control de la gestión pública y para llevar propuestas propias construidas desde abajo, en las comunidades, los movimientos, sindicatos…

El que un gobierno sea popular revolucionario no es una cualidad genética o que se desprenda del currículo de los gobernantes; emana de su vocación y empeño prácticos para transformar de raíz las instituciones gubernamentales-estatales y su papel en la sociedad y viceversa. Chávez lo tenía claro: abrir los espacios a la participación ciudadana es clave. Y en esto, como en todo, los movimientos sociales, los pueblos todos, tienen que involucrarse.

Pero esta sola afirmación no resuelve la situación, puesto que hay variadas modalidades de involucramiento de los movimientos: como demandantes, con reivindicaciones corporativas, como ejecutores subordinados al gobierno-Estado, como fuerzas de choque de la oposición, como espectadores críticos, como protagonistas en disputa con lo viejo y creadores-constructores de lo nuevo, que se atreven a transitar por el terreno del conflicto propio de las disputas y acción política.

Esto supone vivir en el conflicto, protagonizando la disputa por la construcción de un nuevo poder, el que es construido con el protagonismo de los de abajo, desde abajo y en todos los ámbitos de la vida social: gobierno, Estado y todo el cuerpo de instituciones sociales y políticas, así como en los diversos ámbitos de la vida social, particularmente en las comunas y comunidades.

Normalmente se analiza la situación de conflicto como una situación ya dada (exterior), en la que intervienen los actores. Sin embargo, el conflicto existe porque es constituido por el accionar de los actores en lucha. Ellos son parte del mismo, de sus dinámicas, de su desarrollo y también de las salidas posibles del mismo. El conflicto es la forma “natural” de existencia y participación de los movimientos sociopolíticos en defensa de la vida, en disputa con el poder hegemónico del capital y en la construcción de su propio poder.

En el caso de los gobiernos populares revolucionarios, el reconocimiento de la centralidad del conflicto contribuye a reconocer el carácter político de las contradicciones del proceso revolucionario.

El conflicto es, ciertamente, el modo de ser de lo político y la política, pero es la relación entre conflicto sociopolítico, intereses y requerimientos de las luchas sociales, la que va definiendo –en pulseada cotidiana–, la correlación de fuerzas en un sentido o en otro, delimitando el escenario político a favor del poder hegemónico del capital  o de la nueva hegemonía, del nuevo poder popular, indígena, en gestación y construcción.

Este se va definiendo en las dinámicas concretas de las interacciones e interdefiniciones de los actores populares sociopolíticos que pelean y discuten palmo a palmo con, poder hegemónico, en la misma medida que van creando y construyendo su poder y van instalando una nueva hegemonía. Pero parten de posiciones de subordinación histórica al capital. Empeñados en romper con ella construyen su no subordinación emancipatoria, que cristalizará en su propia hegemonía.

Revalidar hoy el protagonismo político colectivo alcanzado ayer en las luchas contra el neoliberalismo

La conformación de gobiernos populares cambia las condiciones sociopolíticas y las correlaciones de fuerzas, en relación al tiempo inmediato precedente. Nuevas correlaciones se constituyen y nuevas tareas y desafíos se configuran para los luchadores de ayer, ahora en situación de gobernantes o cogobernantes. En tales condiciones los actores sociopolíticos pasan por un período de adaptación a las nuevas realidades y condiciones; tienen que aprender a desempeñarse en un escenario diferente, afianzando y desarrollando el protagonismo construido con sus luchas, en aras de participar de la tarea de gobernar impulsando el proceso en el sentido de sus ideales y metas revolucionarias.

El protagonismo social y político de ayer no es automáticamente trasladable a las nuevas realidades. El sujeto político constituido como tal en los anteriores conflictos y las tareas del momento, no necesariamente continúa siendo en el tiempo actual el actor colectivo capaz de traccionar y conducir los conflictos; los actores sociopolíticos tienen que reconstituirse o constituirse nuevamente en sujetos políticos en las nuevas condiciones, acorde con las tareas y desafíos del nuevo tiempo (y así de modo constante, según los ritmos, conflictos y desafíos del proceso sociotransformador).

No basta con lo acumulado en las resistencias y las luchas antineoliberales, no basta con sobrevivir, no basta con reclamar reivindicaciones sectoriales ante el gobierno o el Estado. Es clave conjugar esto con propuestas políticas que contribuyan a la profundización del proceso democratizador revolucionario.

En el proceso histórico social no hay resultados unívocos, permanentes e irreversibles, todo está en juego permanentemente en la arena de la lucha de intereses, ideales, pasiones y propuestas, y esto va configurando y definiendo en cada momento la conflictividad dominante del campo político del poder. En tal situación se abren posibilidades para la (auto)constitución del sujeto político (plural).

Esta condición, ser sujeto, no es abstracta, está raizalmente articulada a la acción de los actores en el entramado de contradicciones del conflicto sociopolítico, a su capacidad de convergencia e interarticulaciónpara modificar la correlación de fuerzas y definir el conflicto en sentido favorable a sus intereses, necesidades y aspiraciones enun momento histórico concreto. Se trata de un proceso constante enel que no hay condiciones ni soluciones definitivas.

Precisamente por ello los actuales procesos democrático-revolucionarios que se desarrollan en el continente en disputa frontal con la hegemonía del poder colonial-capitalista, reclaman el creciente y renovado protagonismo de los movimientos indígenas, sociales, campesinos, de mujeres, de trabajadores, de ecologistas, pensadores populares, etcétera.

No basta con que los representados reclamen a los representantes, no basta con protestar, no basta tampoco con “tomar distancia” pretendiendo “seguir de cerca” las gestiones de gobierno.

El quemeimportismo político es hijo de la ideología del aparente no-compromiso neoliberal, y en las actuales condiciones es funcional a la supervivencia de su hegemonía.

Es sorprendente que –en el caso de los gobiernos populares revolucionarios– algunos movimientos sociales, indígenas, campesinos, urbano-populares, etcétera, rechacen compartir determinadas responsabilidades y tareas políticas articuladas a acciones de gobierno, esgrimiendo argumentos tales como: el temor a “ser cooptados” o manipulados por los gobernantes o las estructuras del poder.

Obviamente puede haber cooptación, acomodamiento, complacencia, etcétera, siempre existen tales peligros, como también otros; los caminos de construcción de una nueva civilización no están establecidos, hay que construirlos y atravesarlos simultáneamente y ello indica que están llenos de amenazas, riesgos, errores, y también logros. La cooptación, el acomodamiento o la complacencia se harán presentes, pero generalmente responden a casos individuales, y estos al aislamiento entre representantes y representados. Se trata de participar colectivamente, de discutir como actores sociales y políticos, de interactuar como pueblo organizado, en tales situaciones la cooptación o complacencia desaparece como posibilidad.

En esta perspectiva, la negativa o reticencia absoluta a participar interactuando –con autonomía– en determinadas gestiones o tareas gubernamentales, puede contribuir a inclinar la balanza de los cambios hacia la parálisis política, al estancamiento y retroceso de los procesos abiertos.

Erigirse (constituirse) en sujetos políticos protagonistas de su historia se anuda directamente con la capacidad de los actores para superar la defensiva. Esto supone dar cuenta de la nueva realidad sociopolítica que han construido en mayor o menor medida con sus luchas y propuestas, atender a nuevas dimensiones que se crean y a sus actores, a sus tareas y sus nuevos desafíos. Estos implican –tanto para los movimientos sociales del campo popular como para los gobernantes–, moverse en terrenos históricos y políticamente desconocidos hasta el presente. La creatividad e inventiva colectiva reclama su lugar en la historia.

Es tiempo de buscar, crear, construir y transitar nuevos caminos.

Como lo pensó y realizó Chávez al llegar al Gobierno de Venezuela: hizo de los instrumentos estatales-gubernamentales herramientas para los cambios, definidos con la participación popular y comunitaria gestada desde abajo. Esto marca una impronta revolucionaria y, a la vez, configura nuevos espacios de conflictividad sociopolítica.

En ellos reside la posibilidad de que los diversos actores sociales, reducidos históricamente por el capital a una expresión demandante reivindicativa, vayan encontrándose y constituyéndose en actor político colectivo capaz de definir protagónicamente los rumbos, su historia y traccionar hacia ellos los cambios.

La conformación del sujeto político está en juego permanentemente; es parte del desarrollo de ese proceso que se descubre –en tal sentido–, como un proceso interconstituyente de poder, proyecto y sujetos. Esto indica que no existe un ser ni un deber ser definidos a priori, que no hay sujetos, ni caminos, ni tareas, ni rumbos y resultados preestablecidos, ni situaciones irreversibles, todo está en constante disputa y debate.

El nuevo tiempo político abierto en Indo-afro-latinoamérica, es parte de un complejo proceso sociotransformador gestado desde abajo en las resistencias y luchas de los movimientos indígenas y sociales, y demanda de ellos alzarse sobre prejuicios y dogmas para protagonizar las decisiones del presente y llevarlas adelante haciendo realidad las consignas de las luchas, revalidándose como actores sociopolíticos capaces de protagonizar los actuales conflictos con capacidad de organizarlos y definirlos con un sentido revolucionador del presente en construcción de la nueva civilización buscada.

Y ello se anuda con la posibilidad de desarrollar/actualizar la organización política colectiva, herramienta de articulación y conducción políticas del conjunto de los actores sociopolíticos que reclama el tiempo político del presente. Ha cambiado el terreno y los alcances del conflicto sociopolítico, la correlación de fuerzas, las tareas y los desafíos.

La meta no es “ganar” las elecciones, sino –partiendo de ello–, desarrollar capacidades para hacer del gobierno una herramienta de transformación revolucionaria de la sociedad basada en la construcción/fortalecimiento de la hegemonía de los de abajo, multiplicando cuantitativa y cualitativamente su participación protagónica en todas las esferas del quehacer social y político.

En tal sentido, la realización de actividades de formación política orientadas a fortalecer el desarrollo de la conciencia política asumida por los actores sociopolíticos, redobla su importancia. Es fundamental estimular la recuperación y reflexión crítica de las experiencias concretas de construcción de poder propio, en las comunas, en los barrios populares… crear ámbitos colectivos de intercambio y producción de pensamiento crítico del proceso de cambio, contribuyendo efectivamente al crecimiento y fortalecimiento de la conciencia colectiva. Abrir espacios para periódicas reflexiones sobre las nuevas y cambiantes realidades que los actores sociales populares construyen desde su cotidianidad resulta vital para el desarrollo político-cultural de los movimientos sociopolíticos (y el campo popular todo).

La ideología del cambio, el sentido y las definiciones estratégicas, son parte del proceso social vivo, y no dogmas apriorísticos establecidos –desde fuera de las luchas de los pueblos– por alguna vanguardia partidaria que “los demás” tendrían que asimilar. La conciencia política de los actores sociopolíticos del pueblo se forja y crece en los procesos de resistencia, lucha y construcción de alternativas, en interdefinición constante de los rumbos y objetivos estratégicos.

Estos no vienen dados del “más allá”, se van construyendo (y modificando) a partir de las cotidianidades y modos de vida y experiencias de lucha y sobrevivencia diversos que existen en cada sociedad, en cada comunidad.

La centralidad del sujeto

Todo ello reclama hoy superar las barreras culturales[4] predominantes acerca de quién es (o debe ser) el sujeto de los cambios, acerca de cuál es la relación entre los movimientos sociales y los partidos políticos de izquierda, acerca del tipo de organización política que reclaman los tiempos actuales, acerca de lo que significa conducir. Se impone superar las posiciones reformistas, vanguardistas y elitistas que actúan como una retranca ante las nuevas realidades sociales, económicas, políticas, históricas, culturales.

El debate de las relaciones entre movimiento social y organización política resume otros debates interrelacionados e intercondicionantes, en primer lugar –y de mayor alcance–, expresa condensadamente un punto de vista acerca de las relaciones entre sociedad civil y política en el contexto del capitalismo, donde la sociedad civil es, por un lado, el ámbito en el que se genera la alineación fundada en el mundo del trabajo regido por la lógica del capital, que la afianza y multiplica universalizando –por medios políticos, sociales, culturales, etcétera–, su dominación hegemónica y, por otro, el ámbito donde brota y se multiplica también la rebelión ante ello, en primer lugar, por parte de los que están en el centro mismo de la producción de la base de esa enajenación política, económica, cultural y social: los trabajadores.

Esta rebelión, en su desarrollo, es la que se plantea la negación de las bases de la alineación en lo económico, pero también en lo cultural y en lo político. Y esto comienza, en primer lugar, con la lucha de los trabajadores contra las raíces de la generación de esa alineación, lucha que, estratégicamente, supone el fin de toda explotación del hombre por el hombre. Esto implica romper con la subordinación del trabajo al capital y sus estructuras y mecanismos de poder, y todo ello supone que los trabajadores asuman el protagonismo en esas luchas, que solo ellos pueden desempeñar, y que se hagan cargo para ello –además de las organizaciones gremiales y las luchas reivindicativas–, de la acción y organización políticas, poniendo fin a la falsa[5] fragmentación entre economía y política, entre sociedad política y sociedad civil, entre sindicato y partido de los trabajadores.[6]

A esa fragmentación, que resume un cúmulo de ellas de igual carácter en la sociedad toda, es urgente y necesario poner fin, comenzando por enlazar de raíz aquello que es fuente de nuestra fuerza político- social: la clase con su organización política. Porque como señala István Mészáros, no existe … esperanza de rearticulación radical del movimiento socialista sin que se combine completamente el “brazo industrial” del trabajo con su “brazo político”[7].

Y esto solo será posible sobre la base de una nueva articulación [re-articulación], que reconozca las luchas económico-sociales-reivindicativas como lo que son: luchas reivindicativo-políticas y, a través de ello, re-articule a sus protagonistas, sus aspiraciones, objetivos y modos de organización.

Esta re-articulación debe encontrar también una nueva expresión orgánica –de hecho la realidad política latinoamericana actual lo reclama y anuncia con creces–, cuyo núcleo constitutivo arranca por entender (y practicar) a la representación político-social de un modo radicalmente diferente al actual, como pivote de interactuación participativo-empoderadora de los actores sociopolíticos, en tanto son actores-sujetos representantes y representados.

La unidad radical entre lo social, lo político y sus actores, resume uno de los ejes centrales de este trabajo; el otro –convergentemente con este, imprescindible de abordar por tanto–, es el referido al proceso de articulación-constitución de la clase y el pueblo en sujeto popular de la transformación social. Y todo ello enlaza con lo que sería un tercer eje, abordando lo relativo a las formas de surgimiento y organización de ese sujeto político-social.

Un nuevo movimiento histórico político-social de izquierda está en gestación

El debate actual acerca del sujeto de la transformación en América Latina, se suma al llamado práctico –proveniente mayoritariamente de los movimientos sociales y también, aunque con menor énfasis, de los partidos de izquierda–, a poner fin a la división entre sujeto político, sujeto histórico y sujeto social[8].

En ese sentido, se inscribe en el proceso real de articulación del sujeto sociopolítico, que se viene desarrollando en distintos países de la región. Esto reclama e invita a la creación de nuevas formas de articulación entre organizaciones y movimientos sociales –en primer lugar del ámbito sindical (urbano, industrial y campesino)–, y las organizaciones políticas, un redimensionamiento y reapropiación de la política y lo político (y viceversa)[9],

y anuncia –por esa vía–, el surgimiento –desde abajo– de una nueva izquierda, que cristalice política, proyectiva y orgánicamente al nuevo movimiento histórico político-social de los pueblos.

Se trata de pensar y construir (o re-construir) un nuevo tipo de organización política de izquierda, que solo puede ser tal si –a partir de reconocer su raíz indopopular–, es capaz de proponerse la rearticulación de lo político con lo social sobre bases diferentes, y romper la cadena fragmentadora y verticalista-subordinante entre partido-clase-movimiento-pueblo; entre lo reivindicativo, lo político y lo social[10]; entre vida cotidiana, sociedad y política; entre lo público y lo privado, cadena que constituye a su vez, un importante eslabón en la producción y reproducción ampliada de la enajenación política, de la clase y el pueblo todo, vitales a la continuidad de la lógica del capital. El caso es comprender que:

La rebelión de los trabajadores en contra del capitalismo no es reductible a la lucha de clases en el marco del modo de producción capitalista, por importante que esta sea; es (o puede ser) también rechazo a la enajenación (1968 lo ilustra) e invita con ello a salir del marco de la reproducción capitalista.[11]

El planteo no es hacer “borrón y cuenta nueva” respecto de lo que se ha caminado y construido hasta ahora. No se trata de convocar a los movimientos sociales a constituirse en los partidos de nuevo tipo, ni a los partidos a difuminarse en los movimientos sociales o desintegrase en la sociedad. Lejos de ello, estas reflexiones buscan dar cuenta de un problema real, que los propios partidos de izquierda –aunque no todos en iguales dimensiones–, sienten como urgente de subsanar: la distancia entre la organización partidaria y la clase y el pueblo en general.

Son muchos los pasos dados en busca de nuevas formas de interarticulación entre lo social y lo político, aunque todavía muy sesgados por el peso cultural de viejos paradigmas del “deber ser” de una izquierda aferrada al siglo xx. Hay sin duda cimbronazos que –como campanadas– ayudan a que la venda –para los que aún la llevan– caiga de sus ojos.

En primer lugar, el Foro Social Mundial, capaz de movilizar a miles y miles de luchadores identificados en la necesidad de conformar, al menos, un movimiento antiglobalización-neoliberal de alcance mundial. En segundo lugar –y articulado a lo anterior–, el propio Foro de São Paulo que nuclea a la gran mayoría de partidos de izquierda y centroizquierda latinoamericanos, que así lo ha reconocido implícita o explícitamente en tiempos recientes.  El volante que distribuyeron en el FSM 2002, es una muestra de ello.

Vale recordar también el seminario anual “Los Partidos y una Nueva Sociedad” que organiza el Partido del Trabajo, de México, que hace años –entre variadas temáticas– se preocupa por avanzar en las reflexiones sobre las experiencias de lucha de los movimientos sociales, sin prejuicios, buscando vías para superar dialécticamente –de eso se trata– la situación de fractura entre los movimientos sociales populares y los partidos políticos de la izquierda.

Considero que, en este sentido, estaríamos entonces en una etapa de maduración y, a la vez, de transición, donde quizá el paso siguiente radique en identificar la dimensión local (nacional, regional) de la fractura histórica y actual entre lo social y lo político, entre los movimientos sociales y los partidos políticos de izquierda, para –sobre esa base– trazarse objetivos concretos en aras de ir construyendo o consolidando ámbitos de diálogo entre organizaciones sociales y políticas[12].

En realidad, si tenemos en cuenta las experiencias y los esfuerzos concretos realizados en Latinoamérica al respecto, estas intenciones resultan todavía un poco idílicas porque hay marcadas resistencias a abrir los espacios. Estas provienen tanto de los partidos políticos que, aparentemente, serían los que deben compartir “su espacio” político, como de los movimientos sociales que –aunque de un modo menos visible–, igualmente deberían compartir lo que consideran “su espacio” social o sociopolítico.

Interviene aquí, en primer lugar, el peso de lo viejo, el suponer que ya “se sabe cómo son las cosas”, el elitismo, el vanguardismo, el creer que no se puede “saber cómo” construir sobre bases diferentes, cómo fundar un tipo de representación política distinto, cómo redefinir la militancia, cambiar las estructuras, los estatutos, los modos de funcionamiento, el pensar en los fenómenos sociales como algo dado, y a las propuestas de transformación como algo que debe darse y no como una realidad que hay que crear y construir, etcétera.

Obviamente, nada de ello se logrará de la noche a la mañana[13]; tampoco se trata de eso, pero es necesario empezar por tomar algún hilo de la madeja y desovillarla en la misma medida en que se teje en otro sentido, de un modo diferente. En ese caminar, en ese proceso, se irán definiendo las nuevas formas orgánicas de articulación; será la actitud colectiva ante las tareas a cumplir y los momentos en que las mismas se desarrollen, la que irá haciendo posible imaginar e inventar los modos orgánicos de enlazar los nodos de articulación sociopolíticos.

Influye aquí también la historia de lucha de cada pueblo, las experiencias acumuladas, los acervos culturales del pasado anterior y reciente, etcétera. La constante composición y recomposición de los consensos ante cada nuevo reto darán la línea de acción y una nueva experiencia colectiva, un nuevo aprendizaje; no hay recetas.

La actual coyuntura continental marcada fuertemente por el injerencismo creciente del gobierno de los EE.UU. contra los gobiernos democráticos revolucionarios en el continente y por las luchas de los pueblos para ponerle freno a sus apetencias imperialistas, abren posibilidades para conformar a corto plazo bloques político-sociales populares en el ámbito local, regional e internacional, capaces de enfrentar las apetencias anexionistas y erradicar el neoliberalismo de nuestros territorios.

El carácter y la dimensión de los problemas a enfrentar, demanda el concurso y la participación consciente de los pueblos.

Se pueden abrir –y se abren ya–, procesos sociales populares de amplia politización y participación de los sectores populares que indican la necesaria y posible recuperación-constitución-rearticulación del pueblo como sujeto político plural capaz de sostener y profundizar los procesos actuales hacia transformaciones mayores, tendencialmente orientadas al socialismo como perspectiva estratégica.

…por primera vez en la historia, se hace totalmente inviable la manutención de la falsa laguna entre metas inmediatas y objetivos estratégicos globales –que hizo dominante en el movimiento obrero– la ruta que condujo al callejón sin salida del reformismo. El resultado es que la cuestión del control real de un orden alternativo del metabolismo social surgió en la agenda histórica, por más desfavorables que sean sus condiciones de realización a corto plazo.[14]

La clase obrera con el pueblo –organizado, articulado y constituido en sujeto popular del cambio y de la nación misma–, constituyen los pilares fundamentales de la soberanía, que solo puede ser tal si se articula a un proceso liberador.[15]

La clase obrera solo podrá llevar adelante su liberación de las cadenas del capital si convoca para ello –articulando sobre bases diferentes a las hasta ahora ensayadas– al pueblo todo, tanto a través de sus diversos actores como de modo directo. En tal sentido, el desafío es inventar nuevas formas y modalidades de participación, articulación y protagonismo.

Se trata de convocar organizando horizontalmente, democráticamente, con sentido cabal de que el camino de la articulación de los actores sociales, empezando por la propia clase, es también el de la construcción (del proyecto constituyente) de la sociedad futura, de la identidad de la nación y de la soberanía. Y todo ello interpela doblemente a la clase obrera, que no puede liberarse sin desempeñar un papel transformador radical de la sociedad, y sin convocar –para ello– a los diversos sectores populares, haciendo de esto un proceso abierto de diálogo y construcción colectiva.

Pero esto no significa que necesariamente ocurrirá; el movimiento obrero tradicional, con empleo formal, está hoy mucho más preocupado en mantener su puesto de trabajo que en terminar con las fuentes de su explotación.

Por tanto, no hay que pretender que asuma un lugar que no le interesa asumir en este tiempo; será convocado –tal vez–, por otros sectores sociales del pueblo: movimientos indígenas, campesinos, de mujeres, de pobladores de las periferias urbanas, por trabajadores informales…

No estamos en cero; las experiencias de construcción de nuevos caminos y formas de vida, como las comunas, en Venezuela, muestran –como avances– muchos elementos de lo nuevo. Resulta imprescindible profundizar los caminos iniciados. Se necesitan también precisiones conceptuales que contribuyan al esclarecimiento de las certezas posibles en medio de las incertidumbres y múltiples tendencias yuxtapuestas del sentido histórico que conviven con nosotros. Y todo ello conduce nuevamente a la discusión acerca del sujeto sociopolítico de la transformación.

Referencias teórico-metodológicas y pertenencias

1

Las reflexiones que aquí comparto resultan de mis estudios sistemáticos sobre el tema del sujeto desde hace más de veinte años, centrados particularmente en las realidades latinoamericanas. Me he nutrido también de reflexiones de pensadores clásicos y contemporáneos, en textos dedicados a temáticas convergentes[16]. Y me he apoyado –con un peso fundamental– en mis investigaciones concretas sobre el tema (“estudios de caso”), desarrolladas en diversos terrenos del continente en fluido diálogo con los actores sociopolíticos de cada realidad.

Los estudios acerca de la temática de género que he sostenido simultáneamente, contribuyeron a una mayor comprensión de las dimensiones últimas del poder, en el sentido gramsciano del concepto.

Me permitieron aquilatar las múltiples dimensiones de la carga patriarcal del poder que, anudada –pero a la vez trascendente– al poder económico, político y cultural de una clase (poseedora de los medios de producción) sobre el resto de la sociedad, desde el ámbito familiar –intencionalmente considerado doméstico y privado en contraposición al público–, se constituye en generador y sostén de un autoritarismo alienante, castrador de hombres y mujeres en aras de legitimar un poder opresivo, discriminador y productor de desigualdades –que nacen de lo económico, pero no se limitan a ello–; entre ellas, la mayor –por su alcance y calidad– es la de género.

Conocer paso a paso, el impacto que ello tiene en la vida cotidiana, constatar una y otra vez cómo el poder arroja hacia abajo, hacia los más débiles, hacia la familia, la mujer y los hijos, las contradicciones que genera, promoviendo el enfrentamiento hombre-mujer en el ámbito familiar como una vía de escape, transformando a la familia en espacio de catarsis personal de las contradicciones sociales, de las frustraciones y la desesperación personal, cuando –en situaciones de pobreza– llega el desempleo que se sabe permanente, me ha posibilitado aquilatar integralmente las facetas más íntimas de la dominación.

Y sobre todo, me permitió conocer la diversidad de esfuerzos (gigantescos) que realizan las mujeres en distintas realidades, de un lado, luchando por la sobrevivencia y, de otro, empeñándose en terminar con todas las desigualdades, nutriéndose del enfoque de género que desnuda las relaciones sociales hombre-mujer a partir de entenderlas como parte de la estructura de dominación del poder del capital, es decir, como parte del mecanismo cultural (y económico- social) del poder patriarcal-machista para mantener, afianzar y ampliar su hegemonía.

Sabido es que el poder divide para reinar, pero pocas veces se identifica que la primera gran división cultural (económica, política, ideológica y social) creada y realizada por el poder, es la de género, sobre cuya base se han constituido y construido históricamente las identidades de lo que –actualmente– significa el ser hombre y el ser mujer. De ahí precisamente, las crisis de identidades, la imposibilidad de que los hombres y las mujeres quieran mantener vigentes esos valores opresivos en sus relaciones sociales, familiares y de pareja.

Y de ahí también la importancia y la trascendencia de aprehender la perspectiva de género (que habla de equidad y del cese de las asimetrías culturales entre el hombre y la mujer) como parte de la perspectiva liberadora de la humanidad, como uno de los pilares fundantes de la nueva civilización en gestación.

Finalmente, considero que ha sido muy importante –y está presente de modo permanente en mis reflexiones–, mi experiencia de vida en el proceso de la Revolución Cubana desde hace más de un cuarto de siglo. El compartir la gesta antiimperialista y revolucionaria en Cuba, su larga y difícil resistencia y, a la vez, caminar en otras realidades latinoamericanas junto a movimientos y organizaciones sociales en resistencia y lucha, en proceso de búsqueda constante de alternativas a su situación, me ha llevado siempre –y sin que me lo propusiera–, a enfocar la problemática de la transformación social en dos tiempos, algo así como el antes y el después del cambio revolucionario.

Ello me ha ayudado –más que toda la bibliografía que pude haber leído– a entender la transformación social, viviéndola, en primer lugar, como un proceso de pueblo y, en segundo, como un proceso contradictorio, múltiple, prolongado y permanente.

Me refiero concretamente al pueblo en proceso avanzado de (auto)constitución en sujeto de la transformación[17], lo que señala claramente el carácter político-social de la lucha. En el curso de años, he compartido una experiencia revolucionaria en la que una organización político-partidaria, lejos de erigirse por encima de la sociedad y acotar sus límites a la letra estatutaria, ha hecho del protagonismo popular organizado el eje de su actividad, buscando disminuir el lado burocrático que toda representación expresa, cada vez que se suplanta a los diversos sectores populares en su lucha. Esto se ha llevado adelante tendencialmente inmerso en el proceso de resistencia al imperialismo y enfrentando los desafíos cotidianos de la construcción de una nueva sociedad, en un proceso histórico –que aún está en su fase inicial– de negación dialéctica del rol de conducción política del partido, en tanto este va ampliándose y conformándose como partido de todo el pueblo, promoviendo la apropiación de lo político, lo económico, social, militar, y cultural por parte de un pueblo que se constituye en sujeto, apropiándose protagónicamente de sus destinos.

Ello ocurre de modos y por canales diversos a través del incremento creciente de la participación protagónica de los diversos sectores populares en sus organizaciones y, mediante ellas, en la sociedad en su conjunto. Los Comités de Defensa de la Revolución, la Federación de Mujeres Cubanas, la Central de Trabajadores de Cuba, las asociaciones de la tercera edad, de pioneros, de excombatientes, etcétera, resultan instrumentos del pueblo para ejercer su protagonismo, buscando apropiarse crecientemente del diseño de los destinos de su país, de su proceso revolucionario.

Muchos han sido y son, indudablemente, los obstáculos que este proceso revolucionario ha encontrado y encuentra para desarrollarse plenamente acorde con sus postulados fundamentales; la injerencia creciente del imperialismo en guerra sin cuartel contra la revolución tiene efectos en el desarrollo interno del proceso revolucionario que no es posible desconocer, pero no obstante ello, es notorio constatar –además de heroico– lo que se ha avanzado en Cuba en el desarrollo de la participación sociopolítica del pueblo.

La presencia de un liderazgo tan atractivo y convocante como el de Fidel, enseña que el rol de dirección política de los procesos no siempre se atiene a los canales orgánicos teóricamente preestablecidos, hay momentos en que –ni el pueblo ni el liderazgo– los necesitan para alcanzar los objetivos propuestos; el diálogo permanente líder pueblo ha sido capaz –en determinadas circunstancias– de remontarse por encima de las estructuras organizativas, en una suerte de asamblea gigantesca de todo el pueblo y decidir de modo directo.

Ello se ha asentado siempre en labores previas de comunicación, sensibilización, información e incluso debates previos por organización, al nivel de cada cuadra, en cada centro de producción y de servicios, además de los esfuerzos movilizatorios de las mayorías.

Esto evidencia también el carácter instrumental de la organización político-partidaria en relación con el protagonismo del pueblo: unas veces es ella la que promueve la participación del pueblo y otras, es el pueblo el que orienta a sus organizaciones acerca de qué hacer y cómo, para alcanzar los objetivos trazados. Ocurre aquí una combinación dinámica: partido-líder-pueblo-organizaciones sociales que tiene como centro de su actividad, lograr que los seres humanos que componen el pueblo se asuman como el eje de la revolución y por tanto, sus protagonistas –y diseñador– principal. Ese es uno de los mayores aprendizajes que he vivenciado acerca del ejercicio del poder del pueblo.

En Latinoamérica, la experiencia del proceso venezolano, por ejemplo, con la fuerza del liderazgo carismático de Hugo Chávez que –en los momentos iniciales y luego en situaciones de crisis– parecería ser suficiente y –en ese sentido– capaz de sustituir la organización social y política de los distintos sectores populares, demuestra por el contrario que cuanto más grande es la presencia y la figura del líder, más importante se torna la organización como instrumento político, para formar y promover la participación de todos y cada uno de los sectores populares desde abajo. Sin ello resulta imposible lograr que –como por arte de magia– se pueda transformar la sociedad. Esto supone y depende de la transformación de los hombres y las mujeres que le dan vida; es parte de su participación plena, activa y consciente, en el proceso transformador mismo.

El compartir los empeños colectivos en la construcción del “hombre nuevo” (ser humano nuevo), me permite tener la certeza, en primer lugar, de que los cambios del ser humano son prioritarios para cambiar la sociedad y, en segundo, que ellos no ocurren de la noche a la mañana ni por decreto de nadie, sino por la participación (involucramiento consciente) de los hombres y las mujeres en el propio proceso económico, político, social y cultural de transformación, única vía además, para que se produzca la necesaria apropiación consciente de la conducción y administración social por parte del pueblo, para ir poniendo fin a la enajenación política (expresión última de la enajenación económica) y, con ello, a la necesidad de la existencia del Estado como regulador social.

Para que, como dijera Marx, el poder político desaparezca en la sociedad civil (que re-asume la política y lo político como parte natural de una ciudadanía plena, sin antagonismos de clases)[18]. Pero para ello media no solo un largo proceso de transformación social, que es necesario que alcance dimensiones mundiales y un carácter permanente, sino también miles de años [Dussel] de ejercicio y construcción de prácticas y pensamientos diferentes tendientes a ello, a la vez generadoras de su contenido y alcances.

2

Quiero detenerme en recordar brevemente las principales experiencias sociopolíticas de los pueblos latinoamericanos en los últimos treinta años, que he investigado y que tomo como referencia en el tema que nos ocupa.

En lo político partidario, la experiencia de las luchas populares de Argentina en los años 60 y 70; de Perú en los 80 (Izquierda Unida y la Asamblea Nacional); la experiencia del PT, en Brasil; del FMLN, en El Salvador; y, más recientemente, del Frente Amplio, en Uruguay. En lo político-social, la experiencia del Frente Político Social, en Colombia; del EZLN, en Chiapas; del MAS-Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos, de Bolivia; de la Conaie y Pachakutik, de Ecuador, entre otras. En lo referente a los movimientos sociales, he considerado en lo fundamental, las experiencias de los movimientos barriales (Copadeba, en República Dominicana), de los movimientos campesinos (MST, Brasil), y los movimientos campesino-indígenas de la zona andina; en el movimiento obrero, la experiencia de la nueva concepción políticosindical desarrollada por la Central de Trabajadores de Argentina, la del movimiento de desocupados y de las asambleas barriales, de Argentina; además, he referido el desarrollo de los movimientos de mujeres en distintas latitudes del continente, entre otros. Todos aportan elementos práctico-conceptuales valiosos en relación con la problemática del sujeto popular y la articulación de lo políticosocial en Latinoamérica. Considero oportuno destacar a continuación aportes de las diversas experiencias que fueron y son muy importantes en el abordaje y la comprensión de la temática tratada.

“En la experiencia de Copadeba (Comité para la Defensa de los Derechos Barriales), de Santo Domingo: la polémica y el redimensionamiento de la organización a partir de la redefinición del concepto de representación, desde una dimensión sociopolítica que prioriza la participación directa de la ciudadanía a través de sus territorios, haciendo de lo territorial un escenario de la disputa y la construcción sociopolítica tanto en lo referente a la conciencia colectiva como a la organización y proyecto de transformación de la ciudad (y de la sociedad).

De esta experiencia he rescatado también la noción de construcción de poder desde abajo, la he conceptualizado enriqueciéndola con el quehacer de otros movimientos sociales del continente, tomándola como un eje vertebrador de mis investigaciones, fundamentando una concepción y metodología de construcción del poder popular[19].

Coincidiendo con otras experiencias de movimientos sociales del continente, Copadeba toma como punto de partida la unidad entre lo reivindicativo y lo político, e identifica como una necesidad de la época actual la construcción articulada de una conducción político-social en su país. Basándose en ello, conciben el proceso de lucha y transformación social como un proceso político-pedagógico de formación autoformación de conciencia (de poder y de sujetos), que se acumula –más allá de lo individual pero sin negarlo–, fundamentalmente en la organización colectiva barrial, que resulta síntesis y potenciadora de identidades de sus protagonistas.

En la experiencia del Movimiento Sin Tierra, de Brasil: el mayor impacto radica en el empeño pedagógico sistemático, integral que desarrolla el movimiento articulado con las luchas por la tierra, la dignidad y la vida plena de los campesinos, campesinas y todos los trabajadores. He visitado sus campamentos en varias ocasiones y no tengo dudas de la fuerza y el arraigo de los principios profundamente democráticos, participativos y pedagógicos que acompañan el esfuerzo titánico de los campesinos sin tierra, en busca de un Brasil diferente, basado en principios de equidad, justicia social y dignidad, que abran paso a la formación de seres humanos nuevos. De ahí que Paulo Freire y el Che Guevara estén entre sus referentes principales. Nada es dejado para un “futuro mejor” en espera de mejores condiciones. Para el MST la transformación tiene lugar desde el presente, desde abajo, en cada campamento, en cada toma de tierra, en cada movilización, en cada jornada de trabajo; y es permanente. Sobre esta base el MST elaboró una definición de la problemática a enfrentar, identificando al pueblo como sujeto (aun potencial) que se constituye en la lucha por “un Brasil para todos”.[20]

“En la experiencia de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA): la determinación de no delegar la construcción del poder de los trabajadores (poder propio) ni al Estado, ni a los partidos, ni a los gobiernos, ni a la patronal. La articulación de trabajadores ocupados y desocupados como principio básico para evitar, en primer lugar, el chantaje de pobres contra pobres, y como puente indispensable en la articulación-reconstrucción del poder de la clase obrera como poder de la sociedad, replanteando tanto su conformación de clase como su papel social en el presente, no considerándola como único sujeto del cambio sino como actor central capaz de articular el conjunto de actores sociales fragmentados, sus problemáticas y aspiraciones, así como su conciencia, sus modos de organización y propuestas, en aras de reconstruir una conciencia colectiva que –construyendo y acumulando poder–, sea a su vez camino constituyente del sujeto colectivo capaz de dar forma a un proyecto común y expresarlo programáticamente, buscando encauzar (y conducir) las acciones colectivas hacia la concreción de los objetivos de transformación social propuestos colectivamente.

Todo ello se tradujo, desde el inicio, en la decisión de la CTA de construir un sindicalismo político, lo cual –combinado con el reconocimiento de la unidad entre lo reivindicativo y lo político–, se anuda con su determinación para construir un movimiento político-social de liberación, en articulación con otros actores políticos y socio-políticos (aspecto que definió expresamente el VI Congreso de la organización).[21]

“En la experiencia del Movimiento Al Socialismo, instrumento político para la soberanía de los pueblos, de Bolivia: destaca la determinación a construir alternativas desde situaciones de grandes adversidades, económico-sociales, culturales, políticas (locales, regionales e internacionales). El respeto a la tierra –es decir, a la vida y a la cultura de los pueblos–, imprime una fortaleza raizal a los movimientos indígenas, campesinos, y particularmente a los campesinos cocaleros.

Aislados inicialmente en sus luchas sectoriales, se trazan entre sus objetivos la articulación con todos los sectores campesinos, de los campesinos con los trabajadores, y de todos ellos con las poblaciones urbanas. Teniendo en cuenta que la realidad de la herencia culturalcolonial con sus parámetros de diferenciación-discriminación étnica está presente transversalmente en la sociedad, se yerguen por encima de ella con la determinación política y práctica de lograr la articulación político-social del sujeto político plural para enfrentar con éxito las tareas de su tiempo.

Esto se anuda a su decisión de poner fin –con el MAS IPSP– a la fractura entre lo social, reivindicativo (sectorial) y lo político (nacional), entre las organizaciones sindicales y sociales y las de representación política. Nutrido con su experiencia histórica de resistencias, luchas –incluso experiencias revolucionarias como la del 53–, el movimiento de cocaleros se constituye –desde una situación de gran adversidad–, en abanderado de la decisión de no delegar su protagonismo, y construir las articulaciones sociales y políticas necesarias para lograr la formación de un poderoso instrumento político-social por la soberanía de los pueblos (indígenas, mestizos y blancos) de Bolivia.

La definición de instrumento político que acompaña al nombre del MAS, fija la decisión colectiva de que los pueblos no delegan su protagonismo, que no se subordinan a un partido político, sino que este es su instrumento para alcanzar determinados objetivos, y que –en virtud de ello–, sus formas y modalidades resultan subordinadas a las decisiones que se construyen colectivamente desde los movimientos y que se toman desde abajo con la participación directa de los protagonistas del proceso de lucha y transformación.

El ejemplo dado por la lucha de los movimientos indígenas de Bolivia, reafirmó una vez más la convicción de que las luchas sociales no responden a dogmas doctrinarios, que los actores sociales que traccionan al movimiento de lucha se constituyen allí donde radica el conflicto central que sacude y envuelve a su país o región. Entre sus logros y enseñanzas está el no dejarse vencer (de antemano) por las adversidades y dedicarse a construir los puentes necesarios para articular los movimientos indígenas, campesinos, mineros y otros sectores y actores sociales, en el empeño de construir una organización político-social colectiva basada en la democracia y la participación desde abajo. A todo ello hay que sumarle el hecho de que en medio de ese proceso-esfuerzo de construcción, decidieron disputar la Presidencia del Gobierno de su país con un candidato indígena. Todo ello señala la voluntad, el tesón y la decisión colectiva, como componentes fundamentales de la posibilidad de vencer: creer que es posible y decidirse a hacerlo.

“En la experiencia de la Conaie (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador): destaca el papel político-cultural fundamental que ha ocupado la educación y –articulado a ella–, la organización: como pueblos originarios, y como sociedad toda, enlazando lo socio-étnico-cultural con lo político-social, con la soberanía, con el derecho de los pueblos a (decidir sobre) sus territorios, y sobre esa base, respecto de las riquezas naturales que ellos contienen, que claramente son sinónimo de vida.

El rescate crítico de la memoria histórica, condujo a superar la fractura entre organizaciones indígenas, organizaciones sindicales y partidos de izquierda, cuyas posiciones sectarias y excluyentes habían reducido a los pueblos indígenas a la categoría indistinta de “campesinos” y –sobre esa base–, los habían descalificados y excluido de su definición (teórica y práctica) de sujeto social y político.[22]

La determinación a terminar con las fracturas étnicas, culturales, sociales y políticas que –también desde condiciones adversas y desde una centralidad no clásica ni preestablecida de las luchas sociales– habían obstaculizado la reconstrucción del pueblo ecuatoriano como sujeto de su historia, acompañada por la decisión de hacerse cargo de los problemas que han definido como ejes del conflicto nacional, aún sin tener todas las condiciones para ello, esforzándose por construir en el mismo caminar, aceptando el –nada complaciente– riesgo de equivocarse.

La conciencia plena de que el eje central de las resistencias y las luchas actuales hoy, se centra en la defensa de la soberanía territorial asociada a la defensa de la naturaleza y la consiguiente claridad de que hoy está en juego de modo directo –y radical– la sobrevivencia misma de los pueblos. De ahí su participación decidida en la lucha contra el anexionismo que encierra el ALCA y sus tentáculos estratégicos: el Plan Colombia y la (pantalla de la) lucha antidrogas en general, la presencia de tropas estadounidense en la Base de Manta y en otras regiones del continente, las leyes sobre las patentes de los medicamentos, etcétera[23].

De ahí también su destacada y esforzada presencia en los organismos internacionales –denunciando, informando, comunicando–, y en los diversos foros sociales (temáticos, regionales y mundiales) impulsando la construcción de una red solidaria de comunicación e información entre los pueblos (minga).

Las experiencias políticas protagonizadas por este movimiento con los levantamientos insurreccionales y la constitución del primer y segundo gobierno de Lucio Gutiérrez, los conmovieron con frustraciones, traiciones, desengaños y aislamientos, nuevamente de sectores de la izquierda tradicional. Y esto tuvo mucho peso a la hora de reconocer a la construcción política encabezada por el hoy presidente Correa, como una alternativa posible, diferente, con la que había –hay– posibilidades de construir y crecer juntos hacia un nuevo país, un nuevo continente… Incomprensiones de todos los vértices se traducen desde hace tiempo en tensiones, amenazas y choque de fuerzas entre una propuesta gubernamental que crece en su anclaje social y un sector –amplio– de movimientos indígenas identificado con la Conaie. Tender puentes de reencuentro y diálogo resulta cada vez más acuciante, pero ello no encuentra aún anclaje real en las prácticas políticas que protagonizan los actores personificadores de las posiciones enfrentadas.

En la experiencia del Frente político-social de Colombia: la decisión de tomar la política en sus manos que comienza a instancias de la CUT y la lleva a articularse con un amplio grupo de organizaciones sociales y políticas para conformar un frente político-social dirigido, en primera instancia, a participar en la contienda electoral que se avecinaba, lo cual lo marca, de entrada, como un frente electoral, abriendo una brecha de imponderables debilidades[24].

La importancia de esta experiencia radica sobre todo en sus errores; ellos confirman ciertas hipótesis, ya sea en sentido de afirmación o rechazo. Entre ellos destaco: el marcado carácter superestructural de la constitución del Frente, lo cual lleva a que, en vez de construir alianzas y acuerdos desde abajo se priorice la constitución del frente a partir de acuerdos entre las direcciones (cúpulas) de las organizaciones sociales y políticas. Lo sociopolítico se reducía a esa conjunción cupular, dejando de lado que no hay política posible sin práctica social, que no hay movimiento social que no sea a su vez político, y que no hay movimiento político que no sea social [Marx].

El que no prosperara aquella propuesta frentista, evidencia que el frente político-social no puede construirse sobre la base de un acuerdo entre organizaciones (siglas), que requiere de una labor constante y sistemática de construcción colectiva desde abajo: en lo social, lo político, los derechos humanos, las mujeres, los desplazados, lo sindical, etcétera. Y para ello no hay fronteras ficticias entre lo reivindicativo y lo político: es fundamental la participación de los sindicatos y otras organizaciones y movimientos sociales.

Lejos de llamar a abandonar el camino iniciado, la realidad colombiana convoca a persistir en el intento, empeñándose en construir lo que será –quizás–, la refundación desde abajo de un nuevo frente político- social en Colombia. Hoy puede verse, aunque en otra dimensión, renacer en la Marcha Patriótica, el Congreso de los Pueblos, el Polo Democrático, en organizaciones sindicales y movimientos de campesinos, indígenas, desplazados, etcétera. La lucha por la paz, que sintetiza hoy la lucha por la vida, constituye un nudo articulador que, de construirse las convergencias en torno a ella, podría permitir dar el salto histórico para trascender la fragmentación, el corporativismo, la cultura de la muerte, en Colombia y en el continente.

“En la experiencia de los Piqueteros, de Argentina: el reconocimiento –una vez más–, de que la dignidad es un valor humano no tangible aunque sensible que –cuando se articula a la lucha por la vida, que es también la lucha por la justicia y los derechos humanos fundamentales–, resulta un motor imparable de la fuerza social que lo hace posible con sus cuerpos.

Y en Argentina esa dignidad hubo de ser reconquistada por el pueblo trabajador en las calles, cuerpo a cuerpo, derribando prejuicios sociales instalados en otras épocas acerca de las causas de la desocupación y el porqué de los desocupados, demostrando que no son vagos ni “perdedores”, sino trabajadores sin trabajo por destrucción del aparato productivo nacional, por la implementación del neoliberalismo (adaptado para el tercer mundo, es decir, colonizador), y el consiguiente desentendimiento del Estado de lo que en tiempos pretéritos recientes consideraba como sus deberes sociales para con los ciudadanos.

La resistencia a la exclusión y la lucha por la sobrevivencia de los desocupados y sus familias desde carreteras y calles, con los piquetes de multitudes, le enrostró a la sociedad neoliberal que los había arrojado a la calle, sin miramientos, que –por tanto– es desde allí desde donde van a reclamar.

Los piqueteros y sus luchas, abrieron cauce a un amplio proceso político-pedagógico de formación de conciencia colectiva, que se inició en los primeros cortes en el sur del país, en Cutral Có y Plaza Huincul, allá por los años 95-97, siguió en el norte, en Tartagal y Mosconi, y se extendió por el Gran Buenos Aires, alcanzando mucha fuerza en el período 2000-2001. Los prolongados cortes y piquetes en las rutas, y las marchas piqueteras articuladas a organizaciones sindicales, políticas y de derechos humanos, que se llevaron a cabo desde y hacia el interior del país y la capital, y desde el conurbano bonaerense hacia la capital, sembraron semillas que germinaron a tiempo en la conciencia colectiva del pueblo e hicieron posible, también –junto a muchas otras resistencias y luchas–, el gran piquete nacional los días 19 y 20 de diciembre de 2001.

La búsqueda de alternativas (también) se realizó desde una condición adversa, dando cuenta del problema central que dibuja el drama nacional: el trabajo. Este articula producción, distribución y consumo, y la inserción del país en la región, el continente y el mundo. Había que reinstalarlo en el corazón de la patria entregada a la especulación financiera y para ello, hubo que conquistar un mínimo de soberanía y replantearse construir una nación; el pueblo emerge también aquí como protagonista de su historia.

En la experiencia de Chiapas: la fuerza de la resistencia y la perseverancia –no importa cuánto tiempo– de un pueblo largamente invisibilizado que se ha empeñado en rescatarse como pueblo y rescatar sus valores como seres humanos plenos y dignos.

Su empeño en transformar la sociedad, empezando por transformarse a sí mismos, como elemento esencial de la lucha y la construcción de una nueva sociedad. El levantamiento insurreccional del pueblo como momento de denuncia y reafirmación de su identidad, y no como indicación de un camino de lucha (armada) para “tomar el poder”. La decisión de decir, ¡basta!, a su situación de exclusión y exterminio, y su llamado a la movilización al pueblo mexicano, se realizó –como en otros casos–, desde condiciones muy adversas.

La subversión de las lógicas tradicionales de representación política pueden resumirse en el “mandar obedeciendo”, y en las prácticas participativas de sus organizaciones político-sociales.

Ellos salieron a convocar –mediante largas marchas– a los demás sectores del pueblo mexicano, en un primer momento como acto de solidaridad con su realidad de pueblo excluido, y luego como deber para consigo mismos y consiguientemente para con la nación mexicana toda. Con el orgullo de su historia rescatada[25], pusieron sobre el tapete –respaldado con toda su trayectoria y su existencia actual–, el hecho de que sujeto no se nace, sino se hace, y que para hacerlo hay que salir a convocar a todos –a partir de convocarse a uno mismo, como sector social y como individuo–, a hacerse cargo de protagonizar las transformaciones sociales que se decida realizar (colectivamente).

En la experiencia del Gobierno Bolivariano de Venezuela: como Chávez lo hizo y lo demostró: se puede ganar elecciones, conquistar el gobierno de un país y dirigir el Estado, pero el nudo de las potencialidades y posibilidades revolucionarias está en el pueblo, en la participación popular. Para ello, un paso fue hacer del gobierno una herramienta política para el cambio revolucionario. Gran enseñanza para Latinoamérica que se replicó en poco tiempo en los procesos de Bolivia, Ecuador, El Salvador…

Con su accionar gubernamental político-social Chávez dejó claro que el poder popular se construye “arriba y abajo”, en lo institucional estatal-gubernamental articulando la participación popular y viceversa.

Él puso fin a la contraposición antagónica de dos estrategias para el cambio social: la que impulsaba los cambios desde arriba, protagonizados por uno o varios partidos políticos que, desde el Estado, se proponían realizar los cambios y conservar el poder; y la que pensaba hacer los cambios desde abajo, principalmente impulsados por movimientos sociales junto con sectores populares no organizados.

La conjugación de ambas estrategias y sus diversos actores sociopolíticos, indudablemente generó, genera y generará contradicciones en el proceso de cambios, entre las propuestas y plazos de realización y entre sus protagonistas; ello es parte de la búsqueda de nuevos caminos de creación y construcción popular colectiva de lo nuevo.

En el proceso revolucionario bolivariano pudo visualizarse que el concepto desde abajo sintetiza una lógica de transformación que se desarrolla –“abajo y arriba”–, partiendo desde la raíz de los problemas o realidades y anclada en la participación protagónica de los actores populares; no alude por tanto a una supuesta “ubicación” en la sociedad (“arriba” o “abajo”).

En las prácticas de luchas de los actores sociales y políticos y en sus empeños por construir cotidianamente, desde abajo, un nuevo modo de vida en la medida que lo van creando y ensayando en los barrios populares de las grandes ciudades, en las comunas y comunidades urbanas y rurales, laten las posibilidades de salir del círculo de muerte del capital y hacer realidad el anhelado y posible nuevo mundo mejor, rehumanizado. De ahí la fuerza política revolucionaria de la Asamblea Constituyente, la redistribución equitativa de las riquezas, la alfabetización, educación y salud para todos, la construcción de las comunas, las misiones…

En las comunas se crea y se ensaya cotidianamente el futuro anhelado. En ellas está anclado el proyecto ideológico-político, cultural y económico del cambio. Tareas indispensables como, por ejemplo, la soberanía alimentaria del pueblo, comienzan a materializarse en cada territorio en el empeño sostenido de los comuneros y las comuneras. Y lo mismo ocurre con la búsqueda de sistemas productivos alternativos, con la preservación y recuperación de la naturaleza y su diversidad. Desde cada territorio los sujetos van dando cuenta, con sus relaciones solidarias, en sus creaciones colectivas, que se puede vivir de otra manera y convocan día tras día a apostar a ello. Es allí donde cobra vida, se produce y reproduce la ética revolucionaria.

De ahí que Chávez –como el Che, como Fidel– además de practicarla, la concibiera un factor constitutivo raizal del socialismo del siglo xxi, del nuevo mundo en gestación.[26]

La construcción de un nuevo tipo de poder, el poder popular, emana directamente del pueblo. Este va gestando desde abajo, en cada lugar, en cada comuna, en cada barrio… formas más humanas, equitativas y justas de organización de la sociedad y de las interrelaciones entre los hombres y las mujeres que le dan vida. Esto, a su vez, contribuye a la democratización y ampliación de la participación política y social del pueblo en las decisiones políticas. Es una modalidad nueva de participación democrática directa: la democracia comunal.

En el proceso revolucionario que tiene lugar en Venezuela se reafirma que el ideal social se construye a partir de la cotidianidad. Es en las comunas o comunidades que se va creando y construyendo el nuevo mundo, abriendo cauces a un nuevo modo de vida superador del dominio del capital, perspectiva histórica que Chávez identificó como “Socialismo del siglo xxi”, y que los pueblos indígenas originarios definen como “Vivir Bien”, “Buen Vivir”, Sumak Kawsay, Ñande Reko, autogestión…

II. El Sujeto

Sujeto histórico, social, político, popular

Una mirada desde Latinoamérica

En Latinoamérica, salvo excepciones, los procesos de transformación social –cualquiera sea la modalidad que adopten: revolucionaria directa, como en los años 60 y 70, o lucha parlamentaria–, se desarrollaron y se desarrollan en medio de desencuentros profundos entre partidos de izquierda y organizaciones y movimientos sociales.

Sobre la base de una fractura originaria entre clase obrera y partido “de la clase”, importada y heredada de la tradición política hegemónica del pensamiento de la izquierda europea, que a su vez reducía la clase obrera (el proletariado) a la clase obrera industrial y consideraba a esta como el único sujeto (histórico) de la revolución social, en nuestras latitudes –salvo excepciones– se ignoraron las realidades socioculturales, económicas y políticas, que se correspondían a nuestra diversidad étnica y de desarrollo, adoptándose mayoritariamente una postura doctrinaria que –contrariamente a los llamamientos de Carlos Mariátegui–, fue “calco y copia” en lugar de creación heroica.

Es por ello que, en sentido estricto, el análisis de la fractura entre partido político de izquierda y los sujetos reales, en América Latina no puede circunscribirse a la relación partido-clase, porque aquí –además de tal fractura–, hubo ocultamiento y rechazo –cultural– hacia los actores sociopolíticos concretos. El caso más sobresaliente, por su connotación y, ¡al fin!, su reconocimiento en la actualidad, es el de los pueblos indígenas originarios, pero se extiende también a los pueblos negros, mestizos y otros.

El resultado es una gran fractura histórica entre partido-clase-pueblo, que se tradujo en sustrato inmediato para el desarrollo de prácticas vanguardistas en el continente y ancladas en un pensamiento eurocentrista de una izquierda dogmática.

El neoliberalismo sumó nuevas fragmentaciones a la fractura histórica producida con la conquista y colonización. Y hoy, de conjunto, la fragmentación social constituye uno de los obstáculos para construir bloques unitarios y proyectos consensuados en el campo popular.

Para superarlos, los actores sociales y políticos tienen que dar cuenta de las raíces históricas, políticas, económicas y culturales que los han provocado, proponiéndose la creación –a través de las prácticas–, de una nueva cultura política colectiva y, por esa vía, una nueva identidad.

Esto resulta cada vez más necesario para replantearse sobre nuevas bases y presupuestos, las modalidades y las vías nuevas que pueden ensayarse (y que en algunas realidades ya se ensayan), para que los diversos actores sociales, políticos, sociopolíticos, se articulen en la perspectiva de construir una conducción políticosocial colectiva y unificada de los procesos de resistencia y luchas populares en cada país (y región, y continente), trascendiendo los cuestionamientos y la oposición al neoliberalismo.

En este sentido es que me propongo intervenir en el debate existente acerca del sujeto de los cambios con algunas precisiones conceptuales, explicitando a su vez los elementos fundamentales de las hipótesis que sostengo en mis reflexiones[27], desde una mirada filosófico-política. Esto supone a su vez, la refutación de hipótesis o supuestos –que a continuación expongo–, mayoritariamente aceptadas como válidas en el siglo xx:

Existe un sujeto único del cambio revolucionario: la clase obrera, y esa su condición de ser sujeto se desprende de su posición en el modo de producción en su condición de no poseedora de medios de producción  (y de explotación), es decir, el ser sujeto responde a una condición objetiva, estructural.

En ese sentido, la clase obrera, “portadora de estructuras” en su conciencia, resulta objetivamente determinada y llamada –a priori–, a poner fin a esa su condición de clase explotada, y con ello a la explotación general de la sociedad, liberando al unísono a todo el pueblo. (Misión histórica).[28]

Así ha sido en la tradición del pensamiento marxista (o de los pensamientos marxistas) durante el siglo xx, tradición cuyos ecos culturales llegan hasta nuestros días.

Cuando se hace referencia al sujeto de los cambios revolucionarios se sobreentiende inequívocamente que es (o debe ser) la clase obrera, identificada como sujeto histórico independientemente de las realidades sociohistóricas concretas de que se trate.

Esto ha sido y es particularmente notorio en América Latina, donde el capitalismo subdesarrollado convive en todo momento con relaciones y modos de producción feudales y semifeudales, y en cuyos territorios habitan los pueblos originarios que sobrevivieron al exterminio de la conquista colonialista, las comunidades negras de origen africano cuyos integrantes fueron criminalmente sacados de sus tierras y traídos como esclavos para trabajar en las plantaciones o en el servicio doméstico de sus “amos”, y también, las comunidades asiáticas, sobre todo, provenientes de China (culíes) también esclavizadas en su traslado hacia tierras americanas.

Esto, sin entrar a detallar la heterogeneidad de identidades y culturas –desarraigo incluido– que la diferente procedencia de los inmigrantes europeos acarreó a determinadas sociedades del continente.

Esto conforma una realidad social con diversificación de clases, etnias, sectores sociales, culturales, o religiosos, pero la aplicación dogmática (entendida como única) del esquema marxista limitaba –de modo reduccionista– la estructura clasista real al esquema de clases correspondiente al capitalismo desarrollado en Europa y, consiguientemente, constreñía –de hecho– la condición de existencia del proletariado al sector de los obreros industriales –los únicos en condición de socialización de la producción–, considerándolos los únicos capaces de encabezar –como sujeto histórico– los cambios revolucionarios[29].

Consecuentemente con ello, la “alianza obrero-campesino” se instaló como estereotipo, considerando a los trabajadores del campo y a los campesinos pobres (desposeídos de las tierras y de los instrumentos de labranza) como los (únicos) principales aliados de la clase obrera. En menor medida –y siempre subordinados–, se contemplaban como aliados secundarios a los pobres de la ciudad y el campo, luego a los estudiantes y, en algunos casos, a los sectores medios urbanos (generalmente

[des]

calificados por identificarlos indistintamente como integrantes de la pequeña burguesía).

Los pueblos originarios y las poblaciones negras quedaban fuera del esquema y también de las construcciones políticas, aunque hubo algunas excepciones. En algunos casos –por ejemplo, la izquierda ecuatoriana en los años 70 y 80–, se los integraba al esquema de clases,  “traducidos” (licuados) como pequeño campesinado (por tener en propiedad comunitaria las tierras donde habitaban), pero generalmente quedaban fuera de los debates y de las propuestas organizativas y políticas, como si no fueran parte de la realidad de nuestras sociedades. Excepción honrosa de Carlos Mariátegui –repito–, cuyo pensamiento profundamente marxista y revolucionario fue relegado –y combatido– por el marxismo promovido y difundido por el Estado soviético.[30]

Las organizaciones de la clase obrera (y su conciencia) son naturalmente reivindicativas y no pueden –por sí mismas– superar esa condición. De ahí que –según ese esquema de pensamiento– resulte necesario:

a) Que la conciencia de clase le sea provista a esta desde el exterior de la propia clase, por los intelectuales (y el partido).

b) Que la organización política –en correspondencia con esa conciencia de clase para sí– se construya separada de la propia clase, orientada por los intelectuales revolucionarios y los cuadros políticos que –provenientes de la clase– se hayan elevado a la conciencia científica, a la conciencia política e ideológica que le corresponde a la clase (según una predeterminada “misión histórica”).

Es decir, el partido de la clase (brazo político) se construye desde el exterior de la clase misma y de sus organizaciones de clase (brazo industrial).

La clase obrera, en tanto sujeto histórico, por sus condiciones de trabajo y de vida se [mal]entendía como un todo homogéneo, y quedaba además –de hecho, como señalé–, circunscrita a la clase obrera industrial. Debido a que sus organizaciones de clase –los sindicatos– “naturalmente” eran reivindicativas y no podían superar tal barrera, ella no tenía posibilidades de ejercer su condición de sujeto de modo directo. Hacía falta que ese sujeto histórico –para serlo– construyera las herramientas políticas que le permitieran cumplir con su tarea liberadora (misión histórica): derrocar al capitalismo

e instaurar el socialismo. Construir el partido políticode la clase obrera– se constituyó entonces –por definición– en la tarea prioritaria y la expresión más elevada de la conciencia política de la clase obrera, a la que –paradójicamente– se la excluyó de esa responsabilidad. Por ese camino, el partido de la clase se ubicaba por encima de la propia clase –que quedaba subordinada a sus decisiones y orientaciones–, erigiéndose en la vanguardia del proletariado y, como tal, en el sujeto político real de la transformación revolucionaria.[31]

Ese partido, en tanto expresión mayor de la conciencia política de la clase obrera, se asumía también como el poseedor de la (única) verdad acerca de la sociedad, de los cambios, las orientaciones estratégicas y tácticas, los métodos de lucha, etcétera. Más allá de los dictados de los manuales, fue la profusión de organizaciones político partidarias de izquierda, que se desarrolló particularmente en Latinoamérica, la que creó en ellas la necesidad de esclarecer cuál era –entre ellas– la “verdadera” representante del proletariado, y esto implicó la disputa por la posesión de la verdad, posesión que –como se dirimía en la práctica– impulsó el desarrollo del sectarismo y la competencia por ganar la dirección de las masas, por definir quién era “realmente” la vanguardia.

Por debajo del partido y de la clase –con el campesinado pobre como su aliado estratégico–, se ubicaban las otras clases y sectores sociales identificados como objetivamente interesados en la transformación revolucionaria de la sociedad (sujeto social). Los partidos se relacionaban con ellos, generalmente a través de las organizaciones reivindicativas “de masas”.

Según fueran las realidades y experiencias, en algunos lugares las organizaciones reivindicativas se encolumnaban (subordinadas)

atrás de las organizaciones sindicales consideradas intermediación necesaria entre ellas y el partido –dirección política de la clase–. Por ejemplo (además de la experiencia de Ecuador en los años 70 y 80, respecto al movimiento indígena), en República Dominicana en los años 80.

Hemos tenido la posibilidad de participar en dos ocasiones con el movimiento sindical y la mayor parte de los gremios profesionales en procesos de coordinación de luchas nacionales. Primero en el 85 y luego entre el 90 y el 91. Lamentablemente, se desarrolló una relación muy desigual y conflictiva.

Porque así como para muchos partidos el movimiento barrial es simplemente la posibilidad de un movimiento de masas y nada más, en los sindicatos se trasluce con mucha claridad la idea de que ellos son “la dirección” del movimiento social y popular y, como tal es, el espacio de representación pública de los movimientos populares le corresponde a ellos, ya que –según su interpretación– las organizaciones populares no son una garantía, primero, porque constituyen movimientos que “aparecieron” no se sabe cómo y, segundo, porque tampoco se sabe “con qué van a salir”. Eso les confería supuestamente la responsabilidad de asumir la representación pública del movimiento.

(…) No se daban cuenta de que éramos mayoría y que, en última instancia, siempre forzábamos a que participara todo el mundo. Para darte una idea, la primera vez que hicimos una coordinadora y el gobierno llamó a diálogo, cuando había que ir a la Presidencia de la República para las entrevistas, para determinar la comisión que hablaría con él ¡se armó un lío!, fuimos las cincuenta organizaciones después de tres días y dos o tres noches de discusión.

Uno de los dirigentes sindicales –o dirigenta, porque es mujer–, dijo que, para garantizar que no se negociara cualquier cosa, debía ir el movimiento obrero, porque disponía de reconocimiento legal y tenía historia de lucha, mientras que las organizaciones barriales, solamente a una se le podía conocer un local; las otras, “quién diablos sabía de dónde venían”. Fueron argumentos que descartaban el trabajo y el papel de todos los grupos que estaban ahí, porque no se trataba solo de Copadeba que, dicho sea de paso, era la única que contaba con local. Eso llevó a la división del movimiento. Cuando los sindicatos vieron que el crecimiento del movimiento popular era tan grande en la coordinación, optaron por aglutinarse aparte, como centrales sindicales.[32]

En otros casos las organizaciones “de masas” se definían y estructuraban desde el partido (desde cada uno de los diferentes partidos existentes), dando origen a los conocidos “frentes de masas”, desde donde cada partido buscaba organizar a los distintos sectores sociales: estudiantes, campesinos, cristianos, mujeres, etcétera, para dirigirlos, cuestión que –entre paréntesis– se entendía como la resultante de ocupar los cargos de dirección de estas organizaciones[33] para así imponer desde arriba una determinada orientación política a las organizaciones de masas, creyendo que –mediante tales métodos–, las definiciones y prácticas de estos, resultarían afines a las concepciones estratégicas de (cada uno de) los partidos.

La construcción era –en lo fundamental– desde arriba, desde afuera, y en relación jerárquico- subordinante desde el partido a la clase, y de allí el resto de las clases y sectores sociales y sus organizaciones.

Para facilitar la explicación de esta lógica, generalmente represento esto[34] del siguiente modo:

Poder Estado

Poseedores de la Verdad

Partido, Vanguardia de la clase

Clase obrera, Sujeto Histórico

Campesinado,Aliado Estratégico

Otras clases aliadas

Organizaciones de masas: Frente Sindical, etc

De arriba hacia abajo –según tales concepciones–, se conformaba la conciencia, la ideología, el saber (y la verdad) y, consiguientemente, también la “firmeza revolucionaria”; la lógica resultante era:

Partido

Clase

Sociedad

c) La transformación social radical de la sociedad tiene como condición la conquista (o el asalto) del poder político: problema fundamental de toda lucha revolucionaria. Con ello se resuelve la contradicción principal: se elimina la propiedad privada y el antagonismo entre clases. A partir de allí –automáticamente– se resolverán todas las contradicciones (secundarias), dado que –en este supuesto–, su existencia dependía de un modo u otro de la existencia de la contradicción fundamental. O sea, la transformación de la sociedad resulta una suerte de consecuencia secuencial objetiva de un acto: la toma del poder.

La conciencia, entendida como reflejo (de la realidad objetiva), cambiaría también “automáticamente” al cambiar el objeto reflejado; el “hombre nuevo” crecería espontáneamente en las sociedades revolucionadas.

Hipótesis fundamentales

Polemizando con los planteamientos anteriormente presentados –de un modo muy breve– resumiría en nueve, las hipótesis fundamentales que sostengo:

1

Los sujetos se constituyen (o mejor dicho, se autoconstituyen) como tales sujetos en el proceso mismo de la transformación social, cuyo primer paso es disponerse a emprenderla. Es decir, que ser sujeto no es una condición anterior al proceso de transformación; es en el proceso mismo que se revela esa condición de sujeto, latente, en estado potencial, en los oprimidos.[35]

De ahí también, que la subjetividad de los sectores interesados o potencialmente interesados en la transformación social, particularmente su conciencia política, su conciencia histórica[36], resulte un componente imprescindible a tener en cuenta al pensar los sujetos, para hacerlo con los sujetos.

Sin sujeto no hay transformación social posible y no hay sujetos sin sus subjetividades, sin sus conciencias, sus identidades, sus aspiraciones, sus modos vivenciales de asumir (internalizar, subjetivar, visualizar, asimilar, cuestionar o rechazar) las imposiciones inerciales del medio social en el que viven. Hacer referencia a los actores sujetos implica, por tanto, tomar en cuenta sus subjetividades concretas, y esto apunta también a rechazar las tesis que sostienen la existencia de un sujeto a priori de su relación interpelativa con el medio social en que este se desempeña. El –llegar a– ser sujeto es una resultante (de otras múltiples resultantes articuladas y yuxtapuestas) de la propia actividad teórico-práctica de los actores sociales, que supone un cierto grado de reflexión-distanciamiento críticos de su propia existencia.

Como dice Hinkelammert,

(…) el sujeto se revela como ausencia que grita; está presente como ausencia. Hacerse sujeto es responder positivamente a esa ausencia, porque esa ausencia es a la vez una exigencia. Y en tanto responde, el ser humano es parte del sistema, como actor.[37]

En tanto sujeto, está enfrentado al sistema, lo trasciende. Como señala Dussel,

(…) el sujeto aparece en toda su claridad en las crisis de los sistemas, cuando el entorno —para hablar como Luhmann— cobra tal complejidad que no puede ya ser controlado, simplificado. Surge así en y ante los sistemas, en los diagramas del Poder, en los lugares standard de enunciación, de pronto, por dichas situaciones críticas, (…) mostrando su irracionalidad desde la vida negada de la víctima. Un sujeto emerge, se revela como el grito para el que hay que tener oídos para oír.[38]

En este sentido, podríamos tomar las palabras de Wittgenstein –aunque no es el que él le adjudicó–, cuando afirma que el sujeto es el límite del mundo (que existe), a la vez que anticipación del otro (que imagina y construye).

2

Ser sujeto de la transformación supone algo más que ser “portadores de estructuras”; no es una condición propia de una clase que se desprenda automáticamente por su posición (objetiva) en la estructura social y su consiguiente interés (objetivo) en los cambios.

Es menester que cada uno de los potenciales sujetos reconozca e internalice esa su situación, e interpretándola críticamente, desee cambiarla a (lo que considera) su favor y se disponga a hacerlo, trazando para ello sus objetivos y emprendiendo acciones –entre ellas la de construir organizaciones– encaminadas a conseguirlos. Se requiere del interés subjetivo (activo-consciente), de esas clases o grupos.

No hay traspolación mecánica de la realidad a la conciencia; esta no es simple reflejo al interior del ser humano de un mundo así considerado exterior; es una construcción objetivo-subjetiva desde la interioridad del sujeto, que se constituye como tal otorgándole un sentido propio a los acontecimientos “objetivos” que, en tanto son pensados como tales desde los posibles sentidos de los sujetos –que no son uniformes–, resultan un espacio de permanente disputa entre diversos sentidos de diferentes sujetos que  buscan afirmarse (constituirse) como tales en un proceso histórico permanente de construcción de sentidos.

El explotado, por ejemplo, por el hecho de ser explotado no está necesariamente interesado en cambiar su situación de explotación, tiene, en primer lugar, que tomar conciencia de su condición de explotado, de quiénes son los que lo explotan y porqué, y esto tampoco basta. Es necesario que quiera revertir esta situación a su favor (según sus deseos, aspiraciones, sueños e intereses). Recién entonces entra en discusión cuáles son los cambios que anhela, si estos son posibles o no, y las búsquedas de medios para realizarlos.

O sea, la noción de sujeto alude, sobre todo, a la existencia de una conciencia concreta de la necesidad de cambiar, a la existencia de una voluntad de cambiar y a la capacidad para lograr construir esos cambios (dialéctica de querer y poder).

Y esto tampoco basta. Este proceso ocurre como una suerte de pelea entre múltiples tendencias yuxtapuestas, de muy diversos signos, cada una de las cuales lucha por imponerse sobre las demás como la tendencia dominante, definiendo el rumbo. Esto quiere decir, por ejemplo, que las alternativas siempre son varias, que las soluciones son diversas; una finalmente se impone, pero ello no indica que sea la única posible (ni que las fuerzas que la sostienen sean las dueñas de la verdad; no siempre las causas justas vencen en la primera vuelta, ni las derrotas indican ausencia de razón).

Tampoco puede garantizarse por adelantado que sea tal o cual la salida que se impondrá. No hay garantías ni antes, ni después, ni durante; es una pulseada constante de fuerzas, de sentidos, de viejos y nuevos impulsos sociales. De ahí que tener la mente abierta a los cambios, a lo nuevo (desconocido) que constantemente emerge, para captarlo y aprovecharlo creativamente, resulta entre los retos y requerimientos de la actualidad.

En Latinoamérica no existe hoy ningún actor social, sociopolítico, o político que pueda por sí solo erigirse en sujeto de la transformación; este resulta necesariamente plural, que se configura como sujeto en tanto sea capaz de articularse, constituyéndose en sujeto popular colectivo.

Nuestras sociedades complejas desafían nuestra creatividad y, toreando el pensamiento eurocéntrico, llaman a analizar la problemática del sujeto (de los actores-sujetos) dando cuenta –además de nuestra diversidad étnica, socioeconómica y cultural–, de la actual fragmentación social existente producto de la aplicación del modelo neoliberal.

a) En el debate y las reflexiones actuales acerca del sujeto sociopolítico de la transformación social no basta con buscar y encontrar pistas tendentes a subsanar la fractura entre clase obrera y partido de la clase; hoy no basta con proponerse (y lograr) la rearticulación del “brazo industrial” con el “brazo político”; los partidos “de la clase” no solo nacieron aquí separados de la clase, sino también del pueblo (indio, negro, mulato, mestizo, criollo) oprimido, explotado y marginado de nuestras sociedades, integrantes también del sujeto potencial de las transformaciones sociales radicales en los países latinoamericanos.

En tal sentido, el desafío actual pasa por eliminar la fractura partido-clase, anudada simultáneamente a la superación de la fractura histórica entre partido-clase-pueblo(s). Ellos se articulan a partir de dos factores fundamentales a tener en cuenta:

—Uno, por la transformación-ampliación del proletariado, que hoy más que nunca antes trasciende las fronteras de la clase obrera industrial.

La condición de proletario –como he mencionado–, nunca se limitó a la clase obrera industrial, y fue precisamente Federico Engels, estudioso de la realidad de la clase obrera en Inglaterra, quien se preocupó en su época de aclararlo, posiblemente previendo miradas reduccionistas:

El proletariado es la clase social que consigue sus medios de subsistencia exclusivamente de la venta de su trabajo, y no del rédito de algún capital; es la clase, cuyas dicha y pena, vida y muerte y toda la existencia dependen de la demanda de trabajo, es decir, de los períodos de crisis y de prosperidad de los negocios, de las fluctuaciones de una competencia desenfrenada. Dicho en pocas palabras, el proletariado, o la clase de los proletarios, es la clase trabajadora del siglo xix.[39]

Con el desarrollo de la industria, de las tecnologías, con la informatización de los procesos productivos y la conformación de los grandes grupos empresarios transnacionales de la producción, distribución y comercialización de los productos, con la fractura del proceso productivo y su organización interna, la obtención de plusvalía se modificó haciéndose más amplia en calidad y cantidad.

Por un lado, arrojando del proceso productivo a millones de trabajadores ahora “inservibles” para el metabolismo del capital, y por otro, proletarizando más a grandes capas de profesionales, especialistas e intelectuales vinculados a la producción y reproducción del capital a escala local, regional o global. De ahí también que la lucha contra la enajenación resulte una necesidad (y tarea) de cada vez más amplios sectores sociales proletarios, aunque no directamente obreros, ni obreros de la producción.

Pero el viejo y nuevo proletariado también resultan fragmentados por la globalización neoliberal y necesitan articularse interiormente, y a la vez con otros sectores sociales. En esa articulación –que supone en realidad un proceso de articulaciones sucesivas, multidimensionales y yuxtapuestas–, la clase obrera desempeña un papel central, organizador y catalizador centrípeto como así también promotor de otros nodos organizativos con los cuales también buscará concertar, articular.

Ahí el sentido cabal del concepto de “centralidad de la clase” que empleo para referirme a uno de sus principales roles políticosociales.

Y esto es clasismo hoy: ser coherentes con las responsabilidades y las tareas históricas de la clase hoy, generar un polo o núcleo de articulación y organización del tejido social y sus actores proyectándolos hacia metas superiores de transformación radical de la sociedad, sobre la base del cumplimiento inicial de urgentes tareas de sobrevivencia, a la vez que remontándose sobre ellas en proyección hacia la construcción –en plenitud de capacidades– del ser nacional que reclama, en primer lugar, la defensa de la vida y también –encadenada a ella–, la liberación.

Es decir que, en este sentido, cuando se habla de sujeto sociopolítico de los cambios, se hace referencia, en primer lugar, a una articulación que –conteniendo a la clase, a partir de ella– abarca al conjunto de sectores oprimidos, explotados, discriminados y excluidos por el sistema, considerándolos también potencialmente capaces de constituirse en sujetos a partir de su intervención en el proceso de resistencia y lucha por la sobrevivencia, que se anuda radicalmente con la transformación del sistema que estructura las actuales sociedades latinoamericanas.

—En segundo lugar, esto se relaciona de modo directo con las problemáticas y tareas que ese sujeto en proceso de constitución tiene que enfrentar, que lo lleva a tomar conciencia de la necesidad de cambiar integralmente la realidad en la que vive, y a proponer nuevas bases sobre las cuales va a reorganizar la sociedad en la que desea vivir.

La destrucción-desestructuración de los sistemas productivos y de las sociedades todas, fragiliza al máximo nuestras –ya de porsí frágiles– soberanías nacionales y transforma a nuestros territorios en bienes hipotecarios del FMI, que respaldan –anunciando larapiña– los préstamos de la deuda externa impagable e incobrable,a esto se suma ahora el peligro del anexionismo contenido en elALCA (Área de Libre Comercio de las Américas). Esto hace que lo nacional se reubique como problemática central de la lucha, convocandoa la clase y al pueblo a constituirse en protagonista de sudefensa y reinvención.

Los procesos actuales de resistencia y lucha populares se centran en la defensa de la vida que –en este momento, en este continente–, significa defensa de la tierra, del agua, de los bosques, de las fuentes de carbón, de petróleo, y del aire mismo, y todo esto presupone la defensa-recuperación de la soberanía de la nación y de la nación misma (en el grado y realidad en que estas hayan existido), reinventándola simultáneamente. Tareas del pueblo todo y de la clase, en tanto ello solo será posible de alcanzar y afianzar con la eliminación de la lógica de la reproducción ampliada del capital, tarea en primer lugar, de la propia clase directamente explotada por el capital (y su negatividad directa), que en esta hora se entrelaza radicalmente con la lucha nacional[40].

Se trata de una tarea de liberación colectiva, humana, sin fracturas. Habrá que ver sí, en cada caso, los ritmos y las dimensiones locales, regionales e internacionales que intervienen en el proceso, y la profundidad y alcance de sus definiciones y transformaciones.

b) A la hora de pensar en los potenciales sujetos de la transformación en América Latina, es necesario tener en cuenta –además de la fractura histórica partido-clase-pueblo(s)–, el actual proceso de fragmentación y subfragmentación[41] social que se ha producido (y continúa) en nuestras sociedades con la implementación del modelo neoliberal, junto a transformaciones profundas en el sistema productivo, en el modo de vida y organización social y en la cultura[42].

Hoy puede notarse nítidamente la existencia de un quiebre profundo del modo de ser y de vivir de nuestras sociedades, que se expresa en la destrucción del sentido mismo de sociedad y de Nación.

Con la atomización explosiva y centrífuga de las sociedades se inicia una época de crisis social generalizada y creciente que se instala con fuerza, en primer lugar, en el seno familiar, donde la carrera por la sobrevivencia quiebra los roles tradicionales adjudicados culturalmente (por el poder) al ser hombre y al ser mujer, impactando de múltiples formas y sentidos a la vida familiar y social.[43]

Las organizaciones sociales reivindicativas resultan impactadas directamente por esta situación, en primer lugar, las organizaciones sindicales, debido a la reducción cuantitativa de la clase obrera, a su fragmentación al interior de una misma rama productiva, y a la coexistencia de distintos modos de producción en una misma sociedad. La reducción del aparato productivo hasta su virtual desintegración, junto a la innovación tecnológica y a las nuevas formas de organización del trabajo, implica una creciente desocupación; la lucha por conservar el empleo hace renacer con fuerza el individualismo, a la vez que se va imponiendo en detrimento de la defensa de los derechos de los trabajadores y de las luchas por nuevas conquistas, las que, prácticamente, desaparecen de los escenarios de las luchas sociales.[44]

La condición defensiva penetró tanto en el movimiento obrero, que incluso la sindicalización dejó de guardar relación con la clase real. Vía desocupación, ausencia de convenios colectivos, chantaje patronal, y aplicación del subempleo y empleo “en negro”, las organizaciones sindicales vieron disminuir la cantidad de afiliados en forma considerable[45].

Aferradas a un tipo de trabajador y a un esquema de relaciones entre el capital y el trabajo que ya no existe, dejan de representar a la clase real, que no se limita a los trabajadores con contrato laboral y derechos protegidos, sino que abarca a los trabajadores con nuevo régimen de contratación, a los trabajadores “en negro”, semiocupados, a los subcontratados, a los trabajadores por cuenta propia expulsados del sistema productivo, y a los desocupados por esta situación, considerados –en tal sentido– por nuevas organizaciones sindicales[46], como trabajadores sin empleo.

Atomizada, la clase existe hoy diversificada en distintas categorías y estratos. Y si es heterogénea en su modo de existencia también lo será en sus problemáticas, en sus modos de organización, representación y proyección. Su identidad fragmentada reclama también ser reconstruida sobre bases –nuevas– que den cuenta de su situación actual.

En número creciente, segmentos importantes de la clase, ahora desplazada y desocupada, desempeñan la mayor parte de su vida en los territorios de sus barrios (viejos o nuevos), o en zonas rurales y semirurales adonde han emigrado, desde donde se replantean su resistencia y sus luchas, y –sobre esta base–, su ser, su identidad como trabajadores.

En la realidad actual boliviana, “¿quiénes son los cocaleros?, en número considerable, exmineros, despedidos de las minas, que van al Chapare, o ellos o sus hijos, que vivieron la represión en las minas, las masacres… que llevaban mucho adentro”.[47]

Los movimientos barriales populares de las zonas urbanas tienen entre sus mayores referentes fundacionales o activos a hombres y mujeres con experiencia de lucha y organización sindical correspondiente a su “época de trabajadores” con empleo, que –reivindicándose como trabajadores– hacen del territorio donde viven su nuevo ámbito de resistencia, lucha, organización y propuesta de transformación de la sociedad. De ahí que no resulte extraño escuchar entre ellos, por ejemplo, que hoy “la nueva fábrica está en el barrio”[48].

La defensiva ante la impronta de la lucha por la vida se combina necesariamente con la cada vez más necesaria ofensiva dirigida a transformar desde la raíz su situación de exclusión o quedar entrampados en ella. (Los trabajadores urbanos en lucha por un empleo estable y la refundación de una estructura productiva que lo haga posible; los campesinos bolivianos, por el derecho al cultivo de la hoja de coca –tradición cultural de los

pueblos indígenas de la zona andina–, que supone también la lucha contra la injerencia estadounidese en la región (“Plan Dignidad”); los campesinos sin tierra de Brasil, en busca de una reforma agraria que ponga fin a los grandes latifundios improductivos y entregue esas tierras a los trabajadores sin tierra, con lo cual intervienen también nacionalmente convocando a una discusión nacional sobre la tierra; los indígenas ecuatorianos y los sectores populares urbanos, en lucha por su derecho a ser –colectivamente–, protagonistas de su historia; igual los pueblos de Chiapas, de Perú, de Guatemala, etcétera).

En procesos de resistencia a las políticas de muerte, en lucha por la vida –que significa trabajo, pan, salud y educación–, han emergido problemáticas específicas de los distintos sectores (fragmentos) sociales y ellos mismos se han constituido y han sido visualizados socialmente como actores sociales.

Actores sociales serían todos aquellos grupos, sectores, clases, organizaciones o movimientos que intervienen en la vida social en aras de conseguir determinados objetivos propios sin que ello suponga precisamente una continuidad de su actividad como actor social, ya sea respecto a sus propios intereses como a apoyar las intervenciones de otros actores sociales. Existe una relación estrecha entre actores y sujetos sociales: todo sujeto es un actor social, pero no todos los actores llegarán a constituirse en sujetos.

Los actores tienden a constituirse en sujetos en la medida que inician un proceso (o se integran a otro ya existente) de reiteradas y continuas inserciones en la vida social, que implica –a la vez que el desarrollo de sus luchas y sus niveles y formas de organización–, el desarrollo de su consciencia.

Estrictamente hablando, cada uno de los actores, aisladamente, no puede llegar a ser sujeto. El concepto sujeto, en este sentido, en tanto sujeto de la transformación del todo social, presupone la articulación de los distintos actores comprometidos en ella (además de las articulaciones que tienen lugar al interior de cada sector social o movimiento); es, por tanto, plural y múltiple.

Replantea los criterios tradicionales en cuanto a su organización interna, en el desarrollo de nuevas relaciones entre sus miembros: no jerárquico-subordinantes sino horizontales; exige el respeto a las diferencias y, todo esto, la profundización de la democracia sobre la base del protagonismo y participación plena de cada uno. Por ello, lejos de aceptar el divorcio entre lo social y lo político, afirma su indisoluble nexo constituyéndose como sujeto (y actores) sociopolítico(s).[49]

Estos actores conforman nuevas identidades y sentidos de pertenencia en la misma medida en que –en lucha por la sobrevivencia y transformación de la realidad en que viven–, van desarrollando un crecimiento de conciencia y organización, es decir, en la medida en que van asumiéndose como protagonistas conscientes de su historia.[50]

Tanta dispersión y fragmentación de identidades, realidades, pertenencias, preferencias, imaginarios y aspiraciones –entre otras cuestiones–, apunta como imposible que uno solo de los actores sociales, sociopolíticos, o políticos, pueda erigirse en representante del conjunto. Influye en ello –además de las fracturas señaladas–, la que existe entre lo social y lo político, entre lo reivindicativo y lo político, entre los actores sociales y las organizaciones políticopartidarias, poniendo de manifiesto –combinadamente–, una crisis profunda de representación.

La pérdida de poder de la clase obrera, el carácter defensivo de sus luchas, y la crisis de representación y legitimidad de sus organizaciones sindicales, se combina con la ausencia de referentes orgánicos del movimiento, con la crisis de las organizaciones políticas en general y de izquierda en particular, es decir, con la ausencia o debilidad de los posibles referentes políticos de la clase.

Y todo esto pone en tela de juicio, una vez más, la concepción o el paradigma instalado en el pensamiento marxista predominante acerca del sujeto (social y político) del cambio. Las interrogantes colocadas serían: ¿Se puede hablar de sujeto del cambio en sociedades tan fragmentadas socialmente?, ¿hay un sujeto o son varios?, ¿quién o quiénes lo representan o referencian?, ¿cómo recomponer el sujeto fragmentado?, ¿qué relación guardan los actores sociales con los partidos políticos de izquierda?, ¿se trata de un sujeto social diferenciado del sujeto político?, ¿son dos sujetos o uno solo?

La posibilidad de existencia de un sujeto pasa por la capacidad de los actores sociales de rearticular los fragmentos aislados, en proceso de constitución de los actores y el pueblo en sujeto colectivo. Ello implica articular la diversidad y multiplicidad de problemáticas (políticas, sociales, culturales, étnicas, etcétera), de experiencias e identidades, en aras de conformar un todo (plural, diverso, articulado) capaz de consensuar objetivos comunes, de darse las formas organizativas necesarias para actuar eficientemente (con organización, participación, propuesta y conducción) en pos de conseguirlos, y de plasmar todo ello en un programa político-social capaz de hacerlo realidad, dentro de un proyecto de futuro diseñado colectivamente.

Supone reconocer de hecho y en los hechos, que el sujeto solo puede ser sociopolítico, no solo por rearticular o proponerse rearticular el brazo político con el brazo industrial, el sujeto político con el sujeto histórico, sino porque – sobre esa base como punto de partida fundamental y central–, su existencia es un resultado (a la vez que condicionante) de la articulación del conjunto de los fragmentos sociales –en primer lugar a través de los actores sociopolíticos–, para constituirse colectivamente en sujeto popular[51] de la transformación de la sociedad, definición colectiva de proyecto e instrumentos orgánicos mediante.[52]

No es posible concebir que se pueda ser sujeto de un modo esquizofrénico: compuesto por un sujeto que tiene conciencia, que sabe y dirige (manda), y otro dependiente del primero para ser consciente, saber y actuar (obedece). El ser sujeto indica plenitud de capacidades y facultades, junto al ejercicio protagónico de las mismas, sin tutelajes.

Cuando se habla de sujeto popular del cambio se alude a un sujeto sociopolítico múltiple y diverso, unificado a través de un proceso de articulación (y rearticulación) orgánica que potencia el proceso de constitución de los actores sociopolíticos en sujeto popular, categoría que da cuenta precisamente de esa su condición plural (articulado).

Esto habla de su carácter doblemente heterogéneo, por un lado, en lo que hace a su constitución, sobre la base de la articulación de diferentes actores, clases, sectores sociales; y por otro, porque esa articulación ocurre también –y se asienta– al interior de cada uno de los fragmentos, sectores, clases, etcétera, tal como he explicado, por ejemplo, en el caso de la clase obrera.

Y esta heterogeneidad no es un fenómeno cuantitativo y formal, al contrario, expresa condensadamente las huellas de la crisis en las subjetividades de cada cual, en sus identidades, llamadas también a ser articuladas. Y esto habla de respeto a las diferencias, de tolerancia y de democracia entendida como pluralidad y –sobre esa base– participación.

Convergentemente con ello, el concepto sujeto hace referencia también a lo fundamental, a lo clave, a lo realmente condicionante y decisivo de todo posible proceso de transformación: se refiere a los hombres y mujeres que viven en el pueblo –en sus diferentes micromedios, grupos sociales y contextos–, y sienten la ausencia de la que habla Hinkelammert; con su participación cuestionadora y enfrentamiento protagónico al sistema decidirán (irán decidiendo) cuáles cambios habrán de hacer, y los llevarán a cabo sobre la base de su voluntad y determinación de participar en el proceso.

Ellos intervienen a partir de sus conocimientos y experiencias históricas en igualdad de derechos de participación, de un modo en el que “lo espontáneo” es apenas una magnitud relativa. Y esto será así, en la medida en que sean ellos quienes identifiquen a la transformación como un proceso necesario para sus vidas y –sobre esa base– se decidan a realizarla (decidiéndose a su vez –aunque no se lo propongan así– a constituirse en sujetos).

“En esta perspectiva la liberación llega a ser la recuperación del ser humano como sujeto”[53]. Y esto implica participar en la definición del rumbo y el alcance de esas transformaciones, y también de las vías y caminos de acercamiento a los objetivos, en la medida en que vayan construyendo las soluciones, construyendo y acumulando poder, y organización colectiva capaz de conducir al conjunto a la vez que construyen el proyecto y se autoconstituyen[54] como sujetos.

4

La consciencia política de clase, de pueblo oprimido, de nación del Tercer Mundo, etcétera, no le viene dada a los trabajadores ni al pueblo (“portadores”) desde el exterior; los actores-sujetos concretos van adquiriendo –proceso de reflexión crítica mediante– esa conciencia en la misma medida que la van construyendo, a través de su intervención directa en el proceso de lucha por sus reivindicaciones sectoriales y generales.

Esto quiere decir, en primer lugar, que la conciencia política no es el reflejo mecánico de las estructuras económicas (objetivas); en segundo, que la conciencia política no puede ser “introducida” en las personas (ni inculcada o impuesta); y en tercer lugar, que la modificación de la conciencia social de los actores-sujetos depende de su intervención en la vida social, que las clases, los grupos o sectores sociales, los individuos, alcanzan un determinado grado de consciencia político-social (y pueden avanzar en su desarrollo), mediante su participación plena en el proceso de transformación social, reflexionando crítica y colectivamente acerca de sus logros y fracasos o deficiencias, componente muy importante del proceso de construcción de la conciencia colectiva.

La conciencia –el tener conciencia política–, no puede entenderse entonces como una condición que puede “instalarse” en cada sujeto individual desde el exterior de sus modos y condiciones de vida, de sus formas de organización (o no), y de su participación en las luchas[55].

La concientización es obra de los propios actores-sujetos que se concientizan a sí mismos en el proceso de cuestionamiento-transformación de su realidad, sobre todo, en el proceso de reflexión y maduración colectiva acerca del mismo.[56]

Y esto ocurrió realmente así, solo que –a mi modo de ver– fue absolutizado y extrapolado luego para todas las épocas en términos de sentencia que justificaba la supremacía de los intelectuales (del partido) por sobre la experiencia concreta de lucha de la propia clase.

Pero no era eso lo que Lenin sostenía exactamente; él mismo, en El izquierdismo… subrayó con toda claridad que: “Con la vanguardia sola es imposible triunfar. Lanzar sola a la vanguardia a la batalla decisiva, cuando toda la clase, cuando las grandes masas no han adoptado aún una posición de apoyo directo a esta vanguardia o, al menos, de neutralidad benévola con respecto a ella, de modo que resulten incapaces por completo de apoyar al adversario, sería no solo una estupidez, sino, además, un crimen. Y para que realmente toda la clase, para que realmente las grandes masas de los trabajadores y de los oprimidos por el capital lleguen a ocupar esa posición, la propaganda y la agitación, por sí solas, son insuficientes. Para ello se precisa la propia experiencia política de las masas”. “La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo”, Obras completas, t. 31, Editora Política, La Habana: 1963, p. 88. (el subrayado es de I.R.).

Por otro lado, hay que tener en cuenta el estado del desarrollo del capitalismo en Rusia (y del capitalismo como sistema, en general) en la época de Lenin: la mayoría de los trabajadores provenía del campesinado desplazado de sus tierras, con muy altos índices de analfabetismo.

Considero que esto no puede perderse de vista al leer sus “sentencias” acerca de la clase y la consciencia de clase. No puede pedírsele a Lenin (o al propio Marx), que piensen, por ejemplo, como Paulo Freire, cuya revolución pedagógica fue posible también –además de su genialidad y sensibilidad individual– por la experiencia sociopolítica acumulada por las luchas de la clase obrera y los pueblos indo-afro-latinoamericanos y del mundo.

Precisamente por ello, una de las más importantes tareas políticas en este sentido, consiste en promover actividades de reflexión colectiva acerca de las prácticas comunes, sobre las experiencias acumuladas, para promover la construcción de conciencia colectiva, que solo puede ser posible si articula conocimientos y pensamiento crítico sobre la propia práctica de resistencia, lucha y transformación de los actores sociales involucrados en el proceso (y diseñadores del mismo).

Este proceso teórico-práctico de toma de conciencia política –que a su vez lo es también de producción de saberes–, deviene entonces, simultáneamente, un proceso de construcción de nuevos valores ético-morales, de construcción y acumulación de hegemonía popular, de construcción y acumulación de poder y de actores sujetos, porque confirma, esclarece y ancla en las conciencias el significado social y ético de esas prácticas comunes[57].

Y como esto solo puede ser realizado a partir de las condiciones concretas de vida y del territorio donde actúan y se desarrollan los actores-sujetos involucrados en él, resulta, por tanto, un proceso íntimamente vinculado a lo cotidiano y a lo reivindicativo.

Y todo esto resulta fundamental para comprender los nexos, las transiciones e interpenetraciones que existen entre lucha reivindicativa, lucha política y conciencia política, tres elementos o niveles de lucha y conciencia intercondicionados por el proceso de trasformación a través de la actividad de los sujetos-actores.

5

La transformación de la sociedad es un proceso objetivo-subjetivo colectivo y múltiple que no puede relegarse hasta después de la “toma del poder”. No se producirá nunca transformación social alguna, estable y duradera, si no es a partir de la transformación cotidiana y radical de los hombres y las mujeres que la integran.No habrá nunca un futuro diferente al presente si no empieza a construirse desde ahora[58].

De ahí que el problema inmediato fundamental de la transformación de la sociedad no radique en tomar el poder, sino en transformar la sociedad en la dirección de los intereses populares[59]. Y esto será posible si los hombres y las mujeres que la integran desean, en primer lugar, cambiarse a sí mismos transformándose a través de su participación plena, consciente y crítica, en el proceso de transformación, en las organizaciones que ellos mismos irán creando para ello y en la definición de los objetivos a alcanzar, participando protagónicamente en el diseño de la sociedad en la que quieren vivir, que luchan para construir y luego lucharán para profundizar su construcción y desarrollo.

6

Sujeto, poder y proyecto se interconstituyen articuladamente condicionándose unos y otros. Construcción de proyecto, de poder y constitución de sujetos resultan elementos estructuralmente interdependientes e interconstituyentes, cuyo eje vital se condensa sin duda en los actores-sujetos, en la capacidad y posibilidad de los actores sociopolíticos para constituirse en sujetos y, por tanto, en su capacidad de definir proyecto, de construir poder, y –a la vez– de dotarse de las formas orgánicas que el proceso de transformación vaya reclamando.

La constitución-autoconstitución de sujetos, y la construcciónacumulación de poder, conforman un articulado e intercondicionado proceso que, en la medida de su maduración, implicará acercamientos de los actores-sujetos a definiciones más generales en cuanto al proyecto de transformación social general, cuestión que tomará más fuerza en la medida que se vaya logrando la articulación de los diferentes actores-sujetos interesados en la transformación de la sociedad.

En la medida que –articulación mediante– estos vayan madurando sus definiciones estratégicas y propositivas y construyan las formas organizativas necesarias para concretarlas, irán conformando –integral y colectivamente– el sujeto popular de la transformación.

Una vez más los tres grandes componentes del movimiento popular de transformación en Latinoamérica: sujeto, proyecto y poder, anuncian su presencia articulada. Ninguno de ellos puede ser, expresarse o comprenderse de modo independiente. No existe sujeto sin proyecto a través del cual este se constituya y exprese ni viceversa, y ninguno de ellos sin estrategia de poder; hablar de proyecto sin voluntad de poder, sin conciencia y actividad que –en el proceso transformador– construya y se oriente hacia él, es decir, sin sujeto, resulta una abstracción carente de sentido práctico.

Lo mismo sería afirmar –de modo apriorístico trascendental– la existencia de sujetos sin proceso de transformación, sin que sean ellos –autoconstituyéndose dentro del propio proceso– los creadores del proyecto de transformación, sin que exista una voluntad real de transformación, que se organice y exprese en la actividad teóricopráctica de construcción y acumulación de poder propio.

Es por todo esto que hablar hoy de la necesidad de elaborar nuevos proyectos populares de transformación en América Latina, significa asumir también la reelaboración del pensamiento y la práctica de la transformación misma, con la participación de los propios actores-sujetos de esa transformación en cada sociedad. Es decir, implica la conformación de una nueva cultura política e ideológica en y desde los distintos sectores, grupos, clases y movimientos sociales y políticos potencialmente interesados en la transformación.

7

La condición de sujeto es irreductible a una organización.

a) No hay sujeto político separado e independiente del sujeto social, del sujeto histórico; el sujeto es uno, múltiple e irreductible. No hay vanguardia política sin clase política, sin pueblo político. No hay partido por encima y separado de la clase y el pueblo.

b) El ser sujeto no es una condición que se desprenda de la organización; no es la organización la que define al sujeto sino a la inversa[60]. En otras palabras: el partido no es el sujeto político; no hay sujeto político que no sea a su vez sujeto social e histórico y viceversa. La organización política –que es político-social–, es siempre instrumento del sujeto popular para lograr sus objetivos en cada etapa.

c) El ser sujeto es una condición que trasciende a lo organizativo (y a la organización), incluye también a los sujetos individuales en tanto protagonistas sujetos ciudadanos políticos.

d) La organización es expresión de la identidad del sujeto, es expresión condensada de su voluntad, y su aparición y existencia implica una calidad diferente del sujeto históricamente constituido, el problema aparece cuando se enajena de su creador, cuando se le opone y pretende pasar de instrumento a sujeto.

La experiencia histórica enseña que el énfasis en lo organizativo condujo a separar la organización de sus bases legítimas –la clase, el pueblo– colocándola por encima de ellos, transformándola de modo fetichista en el objetivo fundamental de su propia existencia, en el sujeto real de los cambios (y en razón del ahondamiento creciente de la fractura originaria que existió entre la vanguardia y las masas populares).[61]

No hay vanguardia sin pueblo –articulado– al que vanguardizar, ni sujeto al margen de los seres humanos que lo constituyan asumiéndose como tales. Faltar a este principio ha sido y es fuente de errores y fracturas (insalvables) entre los partidos de izquierda, la clase, y el pueblo, y ha conducido a aberraciones políticas que transformaron el instrumento en fin, colocando a la clase y al pueblo al servicio del partido o del poder en manos del partido.

Lejos de acortar la enajenación política, con esto, se la reforzaba, concretando la inversión de la lógica que le dio origen y sustrato filosófico y político.

El fracaso de las sociedades poscapitalistas fue haber intentado equilibrar la determinación estructuradora centrífuga del sistema heredado a través de la imposición, sobre sus componentes fuertemente antagónicos, de la estructura de comando extremadamente centralizada de un Estado político autoritario.

Fue lo que hicieron, en vez de atacar el problema crucial de cómo remediar –por medio de la reestructuración interna y de la institución de un control democrático sustantivo– el carácter antagónico y el simultáneo modo centrífugo de operación de las unidades distributivas y reproductivas particulares. La remoción de las personificaciones privadas del capital fue por tanto incapaz de cumplir lo que de ella se esperaba, ni siquiera como primer paso en el camino de la prometida transformación socialista. Pues la naturaleza antagónica y centrífuga del sistema negado fue mantenida a través de la superposición de un control político centralizado en perjuicio del trabajo.

De hecho, el sistema metabólico social se hizo más incontrolable que en cualquier época anterior, como resultado de la incapacidad de sustituir productivamente la “mano invisible” del antiguo orden reproductivo por el autoritarismo voluntarista de las nuevas personificaciones “visibles” del capital poscapitalista.

Al contrario de la evolución del llamado “socialismo realmente existente”, lo que se exigía como condición vital de su éxito sería la progresiva readquisición por los individuos de los poderes alienados de toma de decisión política –además de otros tipos de decisión– en la transición hacia una sociedad auténticamente socialista.

Sin la recuperación de esos poderes, ni el nuevo modo de control político de la sociedad por sus individuos sería concebible, ni la operación diaria no-antagónica y, por tanto, cohesiva y planificable, de las unidades productivas y distributivas, autoadministrada por los productores asociados.

La reconstitución de la unidad de la esfera material reproductiva y política es la característica esencial definitoria del modo socialista de control del metabolismo social. Crear las mediaciones necesarias es tarea que no puede ser dejada para un futuro distante.[62]

No resulta ocioso insistir en que el pueblo (articulado y constituido en sujeto popular) es el protagonista de los cambios, de sus definiciones y realización. Construye sus organizaciones como instrumentos para perfeccionar su participación e influencia en el curso de los acontecimientos hacia la consecución de los objetivos definidos (y modificados) por él. El carácter instrumental de la organización política indica, precisamente, que lo organizativo está en función del proyecto y del poder popular (contrahegemónico) construido por los actores-sujetos, en tanto –en ese mismo proceso–, ellos se (auto)construyen –articulación sociopolítica mediante– en sujeto popular de la transformación de su sociedad.

… no era el partido de los cocaleros, era el instrumento político. Entonces el MAS no es el partido tradicional; no va a los lugares ni con regalos, ni con banderitas, ni nada. El MAS no organiza, recibe a la organización popular para que participe en igualdad de condiciones. El tema es cabal: instrumento político de los sectores sociales. Es el sujeto que se representa a sí mismo.[63]

8

La construcción-articulación del sujeto popular implica una nueva y diferente relación entre partido, clase y movimiento.

Lo planteado impone en la agenda política nociones tales como: articulación y re-articulación, derecho a la diferencia, pluralismo, democracia, participación, protagonismo, construcción, equidad agudizando el debate –y la construcción teórico-práctica– acerca de la dirección político-social del proceso, sobre todo en las relaciones entre los actores sociales (mal-entendidos como sujeto social) y los actores políticos (mal-entendidos como sujeto político).

Lo reivindicativo y lo social son actividades articuladas e interdependientes

de la política y lo político, y lo mismo ocurre con relación a los actores-sujetos: no se puede avanzar sobre la facturación de lo social y lo político y sus actores, sino sobre la base de una articulación orgánica, proyectiva y estratégica de actores sociales y políticos en tanto todos resultan ser actores-sujetos sociopolíticos.

Replanteando el sentido y el alcance mismo de la política, lo político, y el poder, y su relación con lo reivindicativo, los actores sociales se muestran cada vez con mayor claridad como lo que son: actores sociopolíticos, cuestionadores del sistema a la vez que constructores –aunque de modo parcial, sectorial– de alternativas; ahí, precisamente una de las razones objetivas para su articulación, único camino para constituirse en sujeto, condición que solo pueden alcanzar articulando la diversidad y pluralidad existente, es decir, constituyéndose colectivamente en sujeto popular.

Y todo esto supone y se funda en nuevas relaciones –radicalmente articuladas–, entre –lo que en Latinoamérica podríamos identificar como– el brazo social-industrial y el político, lo que expresaría políticamente a ese sujeto popular en una nueva y diferente relación entre partido-clase y movimiento, en lo que constituye –ya se ve– el nuevo movimiento histórico popular revolucionario y, en tal sentido, la nueva izquierda latinoamericana.

Se trata de un nuevo movimiento político-social articulado desde abajo sin subordinaciones jerárquicas entre los distintos actores, sin vanguardias iluminadas ni sujetos de primera, de segunda o de tercera clase.

La apuesta sería construir redes, nodos de articulación social basándose en la profundización de la democracia y la participación, y en el despliegue de relaciones horizontales[64] de articulación:

Esquema de articulación horizontal (Redes)

SOCIEDAD

Actores Sociales Organizaciones

Derechos Humanos

Organizaciones

Culturales

Organización Político-Social

Articulación de sectores sociales, políticos, culturales

Poderes Políticos

PROYECTO

Otras organizaciones sociales

SUJETO POPULAR

PODER POPULAR

9

Articulación y tendido de puentes, conceptos claves.

Pensar desde (y con) la articulación es una forma de entender la realidad y, a la vez, un método para intervenir en ella, para transformarla y construir en todos los terrenos, dentro y fuera de la organización reivindicativo-social o de aquellas estrictamente políticas. Tiene un sentido y una importancia estratégica dada su capacidad de recomposición del todo social virtualmente desaparecido tras su actual atomización y fracturación profundas.[65]

La articulación de sectores, de actores, de identidades, de propuestas, etcétera, contiene una doble significación. Una, como camino de reconstrucción del tejido social fragmentado hacia la reconstrucción de la totalidad social (de lo macro), y otra, a su vez, simultáneamente como puente, como enlace entre lo micro y lo macro, entre lo local y lo nacional, entre lo sectorial-reivindicativo y lo político en sentido amplio.

Teniendo en cuenta la creciente fragmentación existente en las sociedades latinoamericanas y concretamente, de actores sociales emergentes que se conforman en las luchas reivindicativas y de transformación, el tendido permanente de puentes hacia la articulación de tales actores –que es medio a la vez que resultado–, ocupa un lugar importante. Es una labor permanente, tanto porque la articulación debe ampliarse continuamente hacia nuevos sectores sociales y sus actores, como porque los puentes que se tienden, las articulaciones logradas, nunca son totalmente acabadas o definitivas.

En muchos casos, pasado el momento de lucha o conflicto que les dio origen, las articulaciones dejan de tener sentido, se desintegran y hay que volver a construirlas, tendiendo puentes en diversas direcciones una y otra vez.

En general, los puentes de la articulación sociopolítica sectorial se construyen y se deconstruyen; algunos pueden perdurar[66] –de hecho perduran– y son la base para tender otros puentes, ampliar las redes, tejer enlaces, crear vínculos. Esta especie de ir y venir en la construcción de las articulaciones sociales, resulta parte de su movimiento natural: se genera y desarrolla con miras a un objetivo, lograr que sea estable y permanente, que vaya cristalizando en determinadas formas o ámbitos organizativos, es parte del proceso contradictorio de tendido y destendido de puentes, en proceso contradictorio hacia la construcción-consolidación de una conciencia y organización mayores con vistas también a una maduración colectiva respecto a identificar un objetivo general común y proponerse alcanzarlo.

El tendido de puentes es parte de la misma actividad reivindicativo-

política que, en sí misma, resulta un puente entre la conciencia cotidiana y la conciencia política[67], o sea, entre el horizonte sectorial inmediato y la comprensión de la dimensión mediata, sistémico-social nacional o regional de la problemática que, en el ámbito de lo local-sectorial, se manifiesta de un modo incompleto, fragmentado y en algunas de sus aristas. El proceso de lucha es, a la vez que construcción (re-construcción), articulación y puente, un gigantesco proceso político pedagógico educativoformativo de construcción de conciencias, de contra-hegemonías, de poder y, por tanto, de sujetos.[68]

El concepto sujeto que he ido desarrollando luego de diferentes sistematizaciones durante casi quince años en varios países de América Latina, lo define como plural; lejos de considerarlo un “atributo” particular propio de una clase o grupo social determinada, alude a la subjetividad intersubjetiva de los posibles sujetos que realizarán –si lo desean y deciden– transformaciones radicales de la sociedad en que viven. Un punto de partida importante entonces es que los sujetos se [auto]constituyen en el proceso de transformación social, no preceden a los procesos de sus prácticas como tales sujetos, es en ellas que son; es en la lucha misma que se va diferenciando críticamente de la realidad que lo contiene y lo transforma en víctima [Dussel] y es en ese proceso contradictorio e intersubjetivo de “crítica autoconsciente del sistema que causa la victimación” que las víctimas devienen [se constituyen en] sujeto[69]. O sea, no existen sujetos a priori de la experiencia de experimentarse como sujetos a la vez que constituyéndose en tales:

El sujeto, por tanto, de ningún modo preexiste al proceso. Es absolutamente inexistente una situación antes del acontecimiento. Puede decirse que el proceso de verdad induce un sujeto.[70]

Su conciencia –que solo puede ser crítico-reflexiva– no le viene dada (ni le puede ser inculcada de modo doctrinario) “desde afuera”, ello supondría la existencia de sujetos como entes sociales no-conscientes a los que habría que concientizar (¿catequizar?); tampoco son “portadores” de estructuras que existen subjetivamente como reflejo (mecánico) en sus conciencias.[71]

Sujeto, proyecto y poder se interconstituyen articuladamente en el panorama político latinoamericano y caribeño actual, el cual muestra cada vez con mayor claridad la tendencia a la constitución de un sujeto popular colectivo plural (múltiple, diverso). El sujeto genera –en el proceso de la articulación y el tendido de puentes, y mediante ellos–, las formas de organización que entiende necesita para lograr sus objetivos; en ese sentido, estas resultan instrumentos para lograr fines y no fines en sí mismas. A ello me referiré precisamente en la segunda parte del presente texto, en el entendido de que la organización le resulta imprescindible al sujeto, pero la condición de sujeto es irreductible a la organización.

III. Representación, organización y conducción políticas

Un nuevo tipo de representación y organización políticas

Presupuesto

Los pueblos, mal llamados “masas populares”, no son materializadores (ejecutores) de ideas (elaboradas sin su concurso); son protagonistas plenos de su historia con capacidad para pensar (saber), decidir y actuar en correspondencia con sus anhelos y decisiones.

A mi modo de ver, este es uno de los significados dialécticos más importantes del postulado de Marx que sostiene que las ideas se traducen en fuerza material cuando se adueñan de la conciencia de los pueblos (las masas).[72]

Relacionando los conceptos: consciencia y formación de la conciencia, con: práctica, sujeto y subjetividad, desarrollados por Marx[73], en el postulado arriba expuesto se descubren dimensiones más amplias y complejas que las tradicionalmente planteadas[74].

La práctica transformadora de las masas (los pueblos) es (base de elaboración teórica y) un proceso práctico-compactado de generación y desarrollo de la teoría de la transformación, de la conciencia y la ideología del conjunto de fuerzas sociales en ella involucrada.

Esto implica:

a) La práctica política de las masas no puede reducirse a la ejecución (confirmación-refutación) de la teoría (elaborada desde fuera).

b) Las clases populares, las masas, los pueblos, participan del proceso de creación teórica en y mediante su actividad de transformación y lucha, aunque no la elaboren y expresen directamente en su forma conceptual más acabada y estrictamente teórica. (Postulado de base para el necesario diálogo de saberes como instrumento y ámbito de producción colectiva de conocimientos).[75]

Claves sociopolíticas

A. Transformar radicalmente las bases de la representación

1.

Despojo-delegación, es la contradicción que –a través de las formas afianzadas de representación política–, resume siglos de luchas sociales desarrolladas entre los de abajo que pugnan por adueñarse de sus destinos y los de arriba que hacen todo lo que está a su alcance para mantener y profundizar su dominación.

La representación política, en cualquiera de sus modalidades, expresa y condensa un determinado modo de relación entre lo social y lo político, que supone a su vez un determinado modo de entender las interrelaciones entre lo que se conoce como sociedad civil y sociedad política, entre Estado y sociedad y la intermediación que para ello se ha erigido desde el poder hegemónico: los partidos políticos.

Estos fueron establecidos por el “contrato social” que nació con los estados capitalistas, como los únicos representantes y voceros de los ciudadanos ante las instancias jurídica, política, y de gobierno, es decir, como mediadores entre la sociedad (civil) y el Estado. Este tipo de mediación político partidaria se ha constituido –representación mediante– en acto de despojo de los derechos políticos ciudadanos, reduciendo a estos –en el mejor de los casos– al ejercicio electoral, para elegir autoridades gubernamentales cada cierto tiempo.

Consiguientemente, este esquema de “derechos” ha impuesto a los ciudadanos, correlativamente, la delegación de sus facultades políticas, haciendo de la ciudadanía una condición pasiva.[76]

Todo despojo de derechos, de facultades, de espacios, etcétera, supone e impone la delegación de los mismos y viceversa, tanto a escala individual como colectiva. Y esto se expande y reproduce en los diferentes sectores de la sociedad, como parte que es de la ideología y cultura hegemónicas del poder y –por ende–, también de la contracultura, la que germina como respuesta contrapuesta a la hegemónica dominante y que –como toda negación– lleva implícita los rasgos fundamentales del fenómeno que niega[77].

En ese sentido, lo “contrahegemónico” no logra salir del círculo del esquema político del poder dominante, ya que el contrapoder que construye busca convertirse en poder hegemónico idéntico al que sustituye, solo que de otro signo. El resultado de apostar a la “tortilla se vuelva” es, precisamente, que no se sale del molde de la sartén…

El poder popular es mucho más que un “contrapoder”. Es un camino integral y complejo de gestación de nuevos valores y relaciones y, en tal sentido, liberador, desalienante. Y solo puede ser tal si es autodesalienante, en el que se forjen nuevos hombres y nuevas mujeres, diseñando y construyendo la utopía anhelada. De ahí el lugar central y permanente que la batalla político-cultural ocupa en este proceso. Se trata de un integral y entrelazado proceso de transformación también integral: en lo social, económico, político, cultural, ético, jurídico, etcétera, todo se va transformando articuladamente marcado por la actitud y actividad conscientes del actor colectivo protagonista del cambio. No se trata de diseñar (y transitar) primero una etapa dedicada a construir las bases económicas, luego otra destinada al cambio cultural… No hay etapas separadas entre sí que luego de transcurridas –en sucesión temporal–, den como resultado la nueva sociedad. En lo social el todo no es la suma de las partes, salvo dialécticamente hablando, es decir, interconectadamente, lo que habla de intercondicionamiento, interdependencia e interdefinición entre todas y cada una de ellas.

Coincido por ello plenamente con István Mészáros cuando dice que los partidos políticos de la clase obrera partieron de aceptar la fractura radical entre lo social y lo político al aceptar las reglas de juego del poder y constituirse y desarrollarse solo en oposición a su adversario político dentro del Estado capitalista, lo que marcó –y limitó–, además, el modus operandi de los partidos de “izquierda” a ser la “izquierda del sistema”.

De esa forma, todos los partidos políticos obreros, inclusive los leninistas, tuvieron que buscar una dimensión política abarcadora para poder espejar en su modo de articulación, la estructura política subyacente (Estado capitalista burocratizado) a la que estaban sujetos. La estructuración política de estos partidos en base al “reflejo” del adversario –aunque en algunos casos fue temporalmente exitoso–, impidió la búsqueda de una forma alternativa de generación y control del metabolismo social. Los partidos políticos obreros no fueron capaces de elaborar una alternativa viable por estar, dada su función de negación, centrados exclusivamente en la dimensión política del adversario, permaneciendo así absolutamente dependientes de su objeto de negación.[78]

Es precisamente esto lo que se expresa en el modo de representación y acción política de izquierda conocidas hasta ahora, representación y acción política que lejos de caminar hacia la eliminación de la enajenación política de los representados (síntesis de todas las enajenaciones sociales), la afianza y multiplica, a partir de aceptar y consolidar la fragmentación entre lo social y lo político y entre los actores sociales y políticos que se desenvuelven en uno u otro “mundo”.[79]

Por ello, precisamente, el debate sobre lo político y lo social trasciende la cuestión de las formas organizativas, es, de última, el debate sobre los sujetos, y este, el de las interrelaciones entre la (mal)llamada sociedad civil y la sociedad política, replanteándose su articulación, entendida, en primer lugar, como re-apropiación por parte del pueblo ciudadano de la política y lo político, entendiéndolas como propias de su ser, en tanto el pueblo ciudadano es potencialmente sujeto político plenamente capacitado y con derechos a decidir sus destinos, además de crearlo y construirlo.

En el esquema tradicional de representación política, a la clase obrera y al pueblo –en tanto “masa”– se les ha reservado solo el derecho político de participar con su presencia silenciosa para convalidar decisiones tomadas sin su concurso, y para hacerlas efectivas mediante su actividad (práctica). Y esto, sobre la base de delegar su capacidad de pensar, de crear, de decidir, sin poder asumir la responsabilidad de hacerse cargo de los resultados concretos de sus decisiones, delegando también, junto con ello, el derecho a soñar y a equivocarse en el acto de la creación colectiva.

Una representación gráfica de ese esquema de representación política podría ser:

REPRESENTACIÓN

Representación

Despojo

Delegación

Representado

e n a j e n a c i ó n

Sin cuestionar este modo de representación-despojo-apropiación, es decir, afianzándolo, los partidos políticos de la izquierda definieron y desarrollaron –y en muchos casos aun desarrollan– sus concepciones acerca del partido como representante (despojador- apropiador de las facultades) de la clase obrera y –a través de ella–, de todos los sectores sociales que –según el esquema jerárquico subordinante– se encuadran tras ella, hacia debajo de la pirámide, ubicando de ese modo también la delegación de sus facultades y derechos políticos ciudadanos. En tanto avalan y afianzan el esquema de representación política instalado por el poder de la burguesía, los partidos de izquierda resultan también propulsores y profundizadores de la fractura entre lo político y lo social.

Superar esta modalidad de representación y su esquema de interrelaciones políticas entre representantes y representados, resulta hoy fundamental para construir un nuevo tipo de organización política de izquierda, que se reconozca (y sea realmente) sociopolítica, que inscriba su razón de ser y su actividad como parte del pueblo, en proceso colectivo social encaminado a la construcción de una conducción político-social colectiva del proceso, en aras de superar en él la enajenación político-social-cultural de los representados y también de los representantes, que resultan supraalienados por (auto)sobresaturación de –lo que tradicionalmente han considerado– “su papel”.[80]

2.

Es necesario crear modalidades de representación sociopolítica que – acortando las distancias entre representantes y representados–, liberen a los representantes de la suplantación de los representados y a estos de la indiferencia y el extrañamiento respecto de la elaboración de propuestas, tomando parte activa y directa en las decisiones de los representantes y en el control de los resultados que de ellas se desprendan.

Se trata de inventar y probar nuevas formas de representación, asentadas en la participación integral (e interdependiente) de los protagonistas, que se constituyen en promotoras y potenciadoras del protagonismo colectivo, contribuyendo a hacer emerger a la clase obrera y al pueblo trabajador como sujeto de su historia. En el proceso revolucionario bolivariano esto aflora creativamente en las vocerías, una modalidad de representación que se constituye en los territorios de los consejos comunales y las comunas y, desde ahí, la representación de los voceros sintetiza el mandato de los comuneros y las comuneras.

Las nuevas formas de representación se asientan en la democracia directa –conjugando diversas modalidades– y se construyen sobre la base de la participación plena desde abajo, de todos y cada uno de los representados. Sería algo así como “mandar obedeciendo”, como señalan los zapatistas, aunque en realidad no se trata de “mandar”, sino de cumplir y hacer cumplir las decisiones discutidas y asumidas con la participación directa y plena de todos los involucrados en el proceso en cuestión[81]. Como señala Evo Morales: “… solo podemos forjar una unidad de hierro si las bases deciden, si los dirigentes aprendemos a escuchar y a respetar la decisión de las bases”.[82]

3.

Las prácticas sostenidas de nuevas modalidades de representación ancladas en la participación plena de los representados en la toma de decisiones, son parte del proceso multidimensional de participación-apropiación protagónica de los protagonistas del proceso de transformación, haciendo realidad en cada paso, en cada acto, en cada acción colectiva la utopía de liberación.

Resulta central democratizar todos los ámbitos de existencia y organización de los actores sociopolíticos, impulsar la participación consciente de todos y cada uno de ellos en todas las dimensiones del proceso sociotransformador. Porque son ellos, los actores-sujetos mismos, los que irán definiendo –en interacción con las circunstancias socioeconómicas y culturales nacionales e internacionales–, la marcha del proceso, el ritmo, la orientación y la profundidad de las transformaciones.

Y todo esto modifica la lógica de la construcción (y del debate): no cabe esperar que “la línea” venga definida y empaquetada desde los grupos “iluminados” (viejo criterio de “cuadros” políticos); la lucha contra la enajenación política de los seres humanos –y contra la enajenación en sentido amplio, postulado medular de la propuesta revolucionaria emancipadora de Marx–, abarca y presupone la participación plena de los diversos actores sociopolíticos en la elaboración-definición del proyecto que –así concebido–, es también un resultado de creación y conciencia colectivos.

4.

En la concepción estratégica que apuesta a la construcción de poder desde abajo, la gestación de un nuevo tipo de representación supone la coherencia entre medios y fines.

Hemos aprendido que nada cambiará repentinamente al “final del camino” sino comienza a cambiar desde ahora, desde el presente; que no hay ser humano nuevo y nueva cultura sino hay acumulación de nuevas prácticas democráticas, participativas, y de nuevas conductas éticas acuñadas y asimiladas en prácticas cotidianas, de modo constante.

B. Re-articular lo político y lo social

1.

La lucha contra la enajenación política reclama también –anudado con los cambios de los modos de representación y organización política–, un nuevo modo de articulación (re-articulación) de lo social y lo político, de lo reivindicativo y lo político, así como la democratización (apertura, ampliación) de la participación de los protagonistas en ambos espacios.

Durante mucho tiempo se han levantado y afianzado barreras pretendidamente infranqueables entre lo social y lo político, entre lo reivindicativo y lo político –y correlativamente también entre lo público y lo privado– y, por ende, entre las organizaciones que respondían a cada ámbito, como si pertenecieran a mundos diferentes. Se convalidó así la práctica del despojo-apropiación de la cualidad política propia de los sectores populares, ciudadanos “de segunda” relegados al ámbito de lo social, de lo reivindicativo, de lo cultural, lo religioso, etcétera.

Correlativamente, la posibilidad de aprehender la totalidad, de llegar a tener la conciencia necesaria para actuar en ella y sobre ella, el saber y la verdad, se depositaban en el “ciudadano político”, considerado plenamente apto y capacitado para la acción y el pensamiento político. El ciudadano común, el ciudadano popular, fue considerado un ciudadano mediocre.

Se lo declaró incapaz de aprehender la totalidad social en que vive porque –supuestamente– no puede trascender la cotidianidad que lo ahoga y lo obliga a pensar en el día a día; sería una especie de “ciudadano reivindicativo”, de la barricada, de la marcha con la olla popular, de los comedores infantiles, la guardería, el piquete, el bloqueo de carreteras y la toma de tierras; capaz de actuar, pero incapaz de trascender sus urgencias de sobrevivencia, su horizonte cotidiano y economicista.[83]

Para lograrlo necesita ser orientado –desde afuera de su realidad y organizaciones reivindicativas– por los “ciudadanos políticos” y sus partidos.

En tal sentido, resulta que el partido político, en tanto organización política, justifica su razón de ser fuera de lo reivindicativo social, separado, ubicándose como intermediario y representante de –lo que considera– una “masa de pueblo” ante el aparato estatal político, y también a la inversa, es decir, como representante de este aparato ante ellas.

Para una mayor claridad en mi exposición, voy a representar el movimiento social imaginándolo como una onda,

En tal caso, ilustraría la fractura entre lo social reivindicativo y

lo político del modo siguiente:

Luchas reivindicativas

(Coyuntura; super­cie; aparece y desaparece)

Esencia y causa de los problemas

(Totalidad, estrategia)

Lucha política

Lo reivindicativo se ubica en el ámbito de las consecuencias, de lo fenoménico, lo visible. Lo político, por el contrario, aparece vinculado a “la esencia” y “causa” de los problemas ante cuyos efectos reaccionan las organizaciones reivindicativas; es por ello que –según esa concepción fragmentaria– los representantes políticos son capaces de captar la totalidad y están –supuestamente– capacitados para replantearse el diseño de la sociedad mediante su transformación revolucionaria.

Los que se organizan en lo reivindicativo, según tal interpretación, quedan atrapados por la lógica de las reivindicaciones. Aprisionados por lo inmediato no son capaces de comprender la raíz de los problemas, las causas últimas de su “desdicha” y por tanto, se limitan a reaccionar defensivamente ante las consecuencias visibles de fenómenos sociales profundos cuyas raíces no pueden aprehender (ni modificar). Se da por sentado que sus acciones –y las organizaciones creadas para realizarlas–, están profundamente condicionadas por los conflictos a los que responden, por lo que tienen un carácter inestable: aparecen y desaparecen.

En cierta medida esto es así, la desestructuración de la organización reivindicativa suele sobrevenir, hacerse evidente, cuando finalizan los conflictos que le dieron origen –a ella, o a las movilizaciones sociales sobre las que se asienta–, o cuando hay prolongados distanciamientos entre conflictos. Esto es parte de su naturaleza y de las condiciones sociohistóricas en las que existe y se desarrolla. Pero eso, lejos de desestimar el papel político de las organizaciones y movimientos sociales, plantea como desafío una interrogante: ¿cómo lograr que la organización sectorial, reivindicativa, sobreviva al conflicto originario e impulse el desarrollo de la conciencia y participación de sus miembros en períodos de ausencia de conflictos aglutinadores y movilizadores?[84]

Un elemento importante a tener en cuenta, a mi modo de ver, radica en la disposición misma de construir una organización, pues esto indica una intencionalidad de permanencia y la conciencia de sus creadores acerca de la necesidad de sobrepasar la coyuntura o los apremios urgentes de la inmediatez de la sobrevivencia. A partir de allí, habrá que plantearse contenidos que den sentido a esa permanencia y desarrollo.

La cuestión no se resuelve dándole la espalda a la realidad y sus problemas y condicionantes concretos para entonces, supuestamente, comprender la sociedad como conjunto (totalidad); al contrario, es a partir de ella que es posible lograrlo. El manido “salto” a lo político es una necesidad solo para los partidos políticos que reservan para sí el ámbito de lo político, fracturado de lo social.

En vez de contraposiciones dicotómicas, lo que sí resulta políticamente necesario –y en tal sentido es una tarea política importante–, es construir los puentes entre las luchas reivindicativas o sectoriales y la dimensión social de sus problemáticas para construir, de conjunto, la dimensión sociopolítica de la lucha, comprenderla y aprehenderla consciente y colectivamente.

2.

La creencia en que lo reivindicativo tiene un “techo” o un tope en su desarrollo, es uno de los obstáculos político-culturales para la re-articulación de lo social y lo político.

Resulta tan fuerte el peso cultural de esa creencia, que incluso muchos de los que se proclaman como exponentes de lo nuevo, a la hora de construir las instancias sociopolíticas –arrastrados por el peso de la vieja cultura de izquierda–, caen en posiciones gastadas que no pocas veces significan el fin de la construcción que han venido impulsando, por la falta de coherencia y la pérdida de confianza y de credibilidad que ello supone, que se traduce en desánimo, en inmovilismo, en falta de propuestas concretas en lo político.[85]

Entre los propios movimientos sociales u organizaciones reivindicativas hay quienes sostienen que ese tipo de construcción tiene un “techo”, un límite, que llega un momento en que se agota y se necesita pegar el “salto a lo político”. Y esto lo resuelven de diversos modos: encontrando un referente partidario al cual “sumarse”, pasando directamente a la actividad política, convirtiendo a la organización social en partido político; “saltando” sus dirigentes al mundo de la política, postulándose como candidatos de partidos políticos ajenos a sus construcciones u ocupando cargos –por la misma vía– en gobiernos municipales, provinciales o nacionales.

En vez de buscar tender los puentes que articulan lo político y lo reivindicativo, los partidarios de dar “el salto” –sin saber cómo lograrlo–, suelen trasladar su incapacidad hacia los sectores populares alegando, por ejemplo, que el tan esperado “salto” no se produce porque la población está todavía muy atrasada, o influida por la derrota, o por el neoliberalismo, etcétera.

Pero lo que demuestran claramente los movimientos sociales –en tanto sociopolíticos– cuya experiencia he seguido y analizado, es que lo reivindicativo resulta una puerta de entrada a lo político; el desafío consiste en no abandonar el movimiento a lo espontáneo y avanzar hacia lo socialpolítico colectivamente. Y esta no es una característica exclusiva de la nueva época, ya Marx en sus reflexiones críticas contra los economistas y los socialistas de su tiempo (que menospreciaban las luchas y organizaciones reivindicativas), explicaba que organización sindical y política tienen una misma raíz:

La gran industria concentra en un mismo sitio a una masa de personas que no se conocen entre sí. La competencia divide sus intereses. Pero la defensa del salario, este interés común a todos ellos frente a su patrono, los une en una idea común de resistencia: la coalición. Por tanto, la coalición persigue siempre una doble finalidad: acabar con la competencia entre los obreros para poder hacer una competencia general a los capitalistas. Si el primer fin de la resistencia se reducía a la defensa del salario, después, a medida que los capitalistas se asocian a su vez movidos por la idea de la represión, las coaliciones, en un principio aisladas, forman grupos, y la defensa por los obreros de sus asociaciones frente al capital, siempre unido, acaba siendo para ellos más necesario que la defensa del salario. Hasta tal punto esto es cierto, que los economistas ingleses no salían de su asombro al ver que los obreros sacrificaban una buena parte del salario a favor de asociaciones que, a juicio de estos economistas, se habían fundado exclusivamente para luchar en pro del salario. En esta lucha –verdadera guerra civil– se van uniendo y desarrollando todos los elementos para la batalla futura. Al llegar a este punto, la coalición toma carácter político.[86]

3.

El tema no es definir: reivindicativo o político, sino buscar creativamente cómo articular unos y otros quehaceres, espacios, identidades, conciencias, y sujetos, y construir los nexos para ello descubriéndolos en las interrelaciones de la vida real.

En el proceso de luchas reivindicativas, se abren las mayores posibilidades para que la participación de los y las protagonistas de las luchas vaya ampliándose desde abajo, descubriendo nuevas aristas, incorporando nuevas facetas, desatando la creatividad e iniciativa de los actores sociales que le dan vida, que se transforman –con el desarrollo de procesos reflexivo-críticos de la realidad en la que viven, y de sus experiencias– en protagonistas cada vez más conscientes, en pensadores-constructores y en constructores-pensadores de su presente y su futuro. Esto es parte de la construcción política.

4.

La estrechez en la comprensión del carácter político de lo reivindicativo y de sus múltiples vías de expresión y desarrollo se corresponde con la estrechez en la comprensión de lo político, la política y el poder.

En toda lucha reivindicativa resulta importante responder a las demandas sectoriales, y construir instancias organizativas que garanticen la permanencia de la membresía más allá de la coyuntura específica.

Precisamente por ello, resulta imprescindible descubrir la raíz social de la problemática que aparece como sectorial, ir construyendo colectivamente un marco de proyección hacia dimensiones, espacios y problemáticas más amplias y abarcadoras, hacia la transformación integral de la sociedad, evitando que aquello que tradicionalmente se considera “lo reivindicativo” se extinga en lo que en nuestro imaginario esperamos sea “lo político”.

En el caso de lo reivindicativo esto implica, por ejemplo, tender puentes, construir articulaciones que enlacen uno y otro momento o dimensiones de lucha. Si lo llevamos al gráfico realizado sobre este tema, sería algo así como una línea discontinua que va creciendo entre los puntos.

Permanencia+organización  Permanencia+organización

Movimiento

Reivindicativo

(Luchas Reivindicativas) (Luchas Reivindicativas)

Esto puede sintetizarse en dos tareas fundamentales: permanencia y organización, es decir, lograr que la organización permanezca y se desarrolle en baja conflictividad social, realizando, por ejemplo, actividades culturales, de formación de liderazgo de base, realizando tareas comunitarias (alfabetización, atención a la tercera edad, etcétera)

En el caso de lo político también es necesario tender puentes, construir articulaciones. Si lo llevamos al gráfico, sería igualmente una suerte de línea discontinua que enlaza los fenómenos de la vida cotidiana con sus causas, con sus esencias últimas.

Movimiento

Político

Vida cotidiana Vida cotidiana

Vida cotidiana Vida cotidiana

(Luchas Políticas) (Luchas Políticas)

(Luchas Políticas) (Luchas Políticas)

Permanencia+organización  Permanencia+organización

(Luchas Reivindicativas) (Luchas Reivindicativas)

5.

Las articulaciones son los puentes (no necesariamente permanentes) entre dos mundos o ámbitos aparentemente separados e inconexos: lo político y lo social, generando nodos de entrecruzamiento y confluencia (espacios sociopolíticos), de apuestas colectivas a transformaciones profundas de las estructuras económicas, políticas y culturales de la dominación hegemónica del poder.

Estos nodos de confluencia tenderían a cristalizaciones organizativas o ámbitos de interacción sociopolíticos, hasta conformar una suerte de red sociopolítica de actores, problemáticas, etcétera.

Gráficamente lo expresaría así:

 (Nodo de articulación)

(Nodo de articulación)

Organización, formación,

Permanencia

Organizaciónes  sociopoíticas

Cuestionamiento de las raíces de la dominación cultural

Vida cotidiana y relaciones de poder

Este modo de articulación, como lo demuestra la experiencia de los movimientos sociopolíticos del continente, se construye, afianza y desarrolla sobre la base de relaciones horizontales entre los actores sociopolíticos participantes, sus problemáticas e identidades, avanzando de conjunto en la profundización de la construcción de poder popular, proyecto, conciencia y organización, en proceso de constitución del sujeto popular colectivo del cambio.

Así lo muestra, por ejemplo, el proceso de construcción colectiva del sujeto políticosocial en Bolivia. Las resistencias, luchas y articulaciones puntuales fueron sedimentando confianzas mutuas entre movimientos campesinos, pobladores urbanos, movimientos indígenas, sectores medios… y esto fue abriendo caminos para superar la sectorialidad corporativa, construyendo un nuevo ámbito interreferencial colectivo: el MAS, Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos.

La construcción de la Coordinadora del Agua, en Cochabamba, las articulaciones generadas alrededor de las llamadas “Guerras” del Gas, fueron resultantes de grandes períodos de movilizaciones indígenas, campesinas y populares que sedimentaron ámbitos multidimensionales que posibilitaron a los sujetos visualizar a lo político como el centro del quehacer de todas sus luchas sociales. Nacía así un sujeto político colectivo fraguado en años de historia de luchas sociales y políticas. Este tenía en las articulaciones intersectoriales, interculturales y transectoriales su antecedente y anclaje histórico más cercano.

Latinoamérica es rica en estas experiencias; es recomendable no intentar “acortar camino” copiando propuestas políticas y organizativas de otros procesos. Los modos concretos de articulación y organización de los diversos actores sociopolíticos en cada país, provincia o región, surgirán del intercambio, la participación y la articulación misma que vaya desarrollándose entre esos actores, en proceso de creación del pensamiento y proyecto de transformación social que llevan o llevarán adelante colectivamente.[87]

6.

Buscar canales para poner fin a la separación entre lo social y lo político significa hoy, en primer lugar –entre un sinnúmero de tareas–, identificar cuáles serían los pasos concretos a dar para –allí donde esto resulte necesario– acortar las distancias entre los movimientos sociales y los partidos de izquierda[88], en tanto expresiones de un mismo movimiento sociotransformador. En segundo lugar y tomando lo anterior como base, construir ámbitos de confluencias temáticas que permitan articular a la mayor diversidad posible de actores sociopolíticos abordando problemáticas comunes.

Esto llama a formar un nuevo movimiento social y político de izquierda, una nueva izquierda. Una muestra de ellos es que, donde los procesos sociopolíticos están afianzados desde abajo, tal movimiento de izquierda existe o está en formación. Hay que recordar que la fragmentación entre lo social y lo político (y entre los protagonistas de “cada ámbito”), responde a los intereses de la lógica reproductiva del poder del capital, que se planteó separar las organizaciones obreras sindicales y sus expresiones políticas. La hegemonía del poder del capital hizo que –como lo recuerda críticamente Mészáros–[89] esa fragmentación fuera adoptada y asimilada en la concepción constitutiva, organizativa y funcional de los partidos de izquierda (“de la clase”). Y, salvo excepciones, se mantiene hasta la actualidad.[90]

De ahí que la rearticulación entre las organizaciones políticas con la clase obrera, los pueblos originarios, negros, mulatos, mestizos… resulte en Latinoamérica entre las tareas primordiales de la hora actual. Y esto pasa, en primer término, por reconocer el contenido y el carácter sociopolítico de los nuevos movimientos indígenas y populares que luchan por cambiar sus condiciones de vida y, con ello, la sociedad. Recuperar críticamente sus experiencias y expresiones organizativas y aprender de ellas es clave, pues ello es parte de un proceso de construcción de nuevas conducciones sociopolíticas colectivas, re-articuladas a partir de los procesos de lucha y sus protagonistas.

Las formas organizativas de estas búsquedas en transición son diversas. Está el caso, por ejemplo, del Frente Político Social, de Colombia. Fue impulsado por la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) en acuerdo con otras organizaciones sociales y políticas, pero resultó una experiencia impulsada sobre todo desde arriba, desde estructuras orgánicas que mantuvieron su tradicional dinámica encriptada tanto en su funcionamiento interno como para su relacionamiento entre las organizaciones. Esto fue, precisamente, el principal lado flaco o debilidad orgánico-política constitutiva de aquella alianza frentista.[91]

En el caso de Bolivia, el MAS-Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos es una organización político social en sí misma, no es una alianza de organizaciones políticas con movimientos sociales, sino una confluencia de organizaciones y movimientos sociales construida a partir de una decisión inicial del grupo campesino cocalero liderado por Evo Morales que advierte que no podrá intervenir en la arena política sino a través de la puerta que la legalidad del orden presente le permite.

Esa legalidad (en Bolivia y en el capitalismo todo), excluye la participación política de los movimientos sociales. De ahí que los movimientos sociales a través de Evo Morales acuerden con el viejo MAS (prácticamente un sello sin miembros efectivos activos en ese momento) para iniciarse en la política directa, y luego avanzar en la construcción sociopolítica desde abajo, con los demás sectores.

Los caminos no han sido ni son sencillos, las relaciones entre los diversos movimientos indígenas, campesinos, sindicales urbanos, mineros… tampoco. Por un lado, está la realidad de la negación y exclusión de las identidades y nacionalidades de los pueblos indígenas.

Esto impone tareas de rescate de las raíces histórico culturales y las más estrictamente dirigidas a la reconstrucción de las identidades, teniendo en cuenta el camino recorrido, y las nuevas identidades o identidades en transición que –en más de 500 años– se han formado también en los pueblos originarios[92].

Por otro lado –y en otro orden de cosas– no son pocos los que todavía consideran que “lo correcto” es articularse subordinadamente a un partido de izquierda, entendiendo que este tiene la responsabilidad política deguiar el proceso sociotransformador. No faltan tampoco las discusionesacerca de los diversos caminos estratégicos posibles.

Culturalmente hablando, para la izquierda el proceso vivo se torna complicado e incomprensible, cuando los sectores sociales que enarbolan la lucha se plantean construir el sujeto popular colectivo de la transformación. No son los mineros que tradicionalmente lideraron la COB, no son tampoco los obreros de las grandes industrias, sino campesinos, pobladores urbanos marginalizados, comunidades y movimientos indígenas originarios, movimientos de mujeres, sectores medios empobrecidos…

Muchos han sido y son los prejuicios a enfrentar y superar. No se trata –ni en esta ni en ninguna otra dimensión de la actividad social–, de “soplar y hacer botellas”; la construcción de lo nuevo se abre paso desde abajo, cotidianamente, en los procesos concretos de transformación.

Es por ello que –en mi opinión–, lejos de estar desestimada la apuesta y propuesta sociopolítica, cada día cobra mayor fuerza y vigencia, en los procesos revolucionarios de Bolivia, en Ecuador, en Venezuela… entendiéndolos como un proceso abierto y en construcción, con todas las ventajas y dificultades que ello conlleva, con las especificidades de las realidades históricas, políticas, sociales y culturales de cada país.

Hablo de obstáculos culturales cuando me refiero a las barreras mentales que se traducen en conductas políticas concretas. Es cultural la mirada que dirigimos a la realidad, culturales son las interrogaciones que formulamos, las lecturas que realizamos y las respuestas que elaboramos. Y la cultura predominante en la izquierda internacional en todo el siglo xx, está presente –de un modo u otro, en mayor o menor medida– en todos los que provenimos de algún sector de ella o fuimos formados bajo sus influjos. Y es vital desaprenderla permanentemente y aprender con los pueblos, las nuevas modalidades, caminos y pensamientos.[93]

Un nuevo tipo de conducción política

1

En procesos de resistencia, lucha y búsqueda de transformación de las sociedades latinoamericanas, los actores sociopolíticos emergentes han logrado una notable acumulación de fuerzas, de conciencia, de experiencia, de poder, de definiciones estratégicas acerca del sentido de sus luchas, y han construido sólidas conducciones sectoriales e intersectoriales. El desafío es potenciarlas para, sobre esa base, tender puentes hacia la construcción de una conducción sociopolítica colectiva. Replantea en concreto el debate de la representación político-social y el de la estructura organizacional que la contendrá.

Reclama:

• Un nuevo modo de articulación entre los actores sociales y políticos: horizontal, plural y multidisciplinaria.

• Un nuevo modo de dirección: concertada, construida y definida de abajo con la participación de cada uno de los actores protagonistas.

• Un nuevo modo de representación: que lejos de suplantar el protagonismo y la participación popular en las tomas de decisiones, los concrete y potencie sobre la base de modos participativos colectivos de funcionamiento, decisiones, gestión y control.

• Un nuevo tipo de organización política (o –donde sea posible– un cambio radical en la conformación y funcionamiento de los partidos políticos de izquierda existentes): que articule e integre lo socialreivindicativo formando una instancia sociopolítica, que busque, construya o cree nuevos horizontes sociopolíticos orientados a poner fin a milenios de enajenación política, económica, social y cultural de los seres humanos explotados y oprimidos, empezando por reconocer en ellos la capacidad para protagonizar su historia.

Al plantearse la problemática de la conducción de los procesos sociales de transformación de la sociedad, ya no es posible pensar en una reedición de lo que fueron los partidos de vanguardia en el siglo xx. En primer lugar porque la vida demostró que no eran tales  “vanguardias” y, en segundo, porque en las actuales condiciones de fragmentación social, es imposible que un solo actor, que una sola organización sea capaz de reunir todo el conocimiento de la diversidad social, de representar al conjunto de fuerzas sociales populares y su diversidad de experiencias, culturas e identidades, arrastrándolas tras de sí (según el esquema propio de toda vanguardia).

En América Latina existen experiencias –además de las mencionadas–, que en sus intentos por resolver esta problemática, contribuyen a profundizar las reflexiones actuales. En Argentina, en los años 90, partidos de izquierda nucleados en Izquierda Unida intentaron acortar la fractura de su organización política con respecto al movimiento obrero y popular. Para ello propusieron sumar a su agrupación partidaria, que definen como “izquierda política”, a los sectores sociales que (según ellos) constituyen la “izquierda social”.

La intención era agrupar en un bloque o frente político a todos los partidos u organizaciones políticas de izquierda, para articular una izquierda política. Esta tendría la responsabilidad de dirigir lo que –según ellos– sería la izquierda social, haciendo la salvedad obligada de que cada uno de los integrantes de ese bloque de izquierda política tiene su “propia” izquierda social, por lo que esta propuesta tenía un entramado subyacente de disputas internas que no se enunciaba.

Sin embargo, su limitación principal fue que mantuvo –aunque disfrazada–, la fractura (y subordinación jerárquica) entre partido político y los movimientos sociales, entre “partido y clase”.  Esta jerarquización sería una reedición ampliada del viejo esquema verticalista, una especie de remake del esquema vanguardista de los años 70, que serviría de base a nuevas modalidades de sectarismo y elitismo.[94]

Siguiendo la ejemplificación gráfica empleada, lo expresaría así:

BLOQUE DE IZQUIERDA=izquierda política más izquierda social (subordinada)

Izquierda partidaria

tipo A

Izquierda sindical

(Partido A, B, C)

Izquierda campesina

(Partido A, B, C) Izquierda Social

Izquierda

Juventud

(Partido A, B, C)

Izquierda

desocupados

(Partido A, B, C)

Izquierda partidaria

tipo B

IZQUIERDA POLÍTICA

IZQUIERDA SOCIAL

Izquierda partidaria

tipo C

La intención fue –a mi modo de ver–, por un lado, superar la división existente entre las diversas organizaciones políticas de la izquierda. Para ello se generó un espacio similar al de la “vanguardia plural”, ahora identificado como “izquierda política”.

Por otro lado, se buscaba “acortar las distancias” entre los partidos de izquierda (vanguardia) y (algunos) movimientos sociales (masa). Pero esto no pasa de lo superficial. El cambio necesario es raizal. Es necesario ir más allá para colectivamente construir la re-articulación partido-clase-pueblos sobre nuevas bases.

En realidad, por esa vía –además de recrear la fractura originaria partido-clase–, se abren nuevos senderos al sectarismo y la descalificación de los demás actores sociopolíticos, ya que –cualquiera sea su identidad–, si no están encolumnados en alguno de los partidos de la izquierda política o en alguna de sus izquierdas sociales, de entrada, son estigmatizados como no integrantes de la mencionada “izquierda roja”, que quedaría [auto]ubicada ideológicamente por encima de todas las demás posibles izquierdas, lo cual, en Argentina –si se tiene en cuenta la fuerte presencia histórica del peronismo revolucionario (o izquierda peronista) en los años 60 y 70,aunque hoy no cuente con una presencia política orgánica definida–,no es un detalle menor.

A veces pareciera que algunos sectorespolíticos de izquierda desean tanto superar sus errores históricos–por ejemplo, en la relación marxismo y peronismo–, que apelanal ocultamiento de la historia como si ello garantizara que en laactualidad no volvieran a repetirse. En realidad –en mi opinión–ocurre lo contrario.

No se trata de ampliar la supuesta y vieja condición de vanguardia y en vez de un partido dirigente tener cinco o seis; no se trata de crear nuevos partidos con viejas culturas…

Los desafíos del tiempo actual, las tareas a realizar y sus protagonistas, reclaman una dirección que lejos de fracturar aún más lo social de lo político y sus actores, los integre, articule y cohesione desde la raíz, impulsando colectivamente la construcción de una dirección sociopolítica –plural, articulada–, que conjugue protagonismos, identidades, problemáticas, historias, cosmovisiones, modos de vida y experiencias singulares; una dirección que se construya desde abajo a partir de la participación directa y plena de todos los actores sociopolíticos populares de cada proceso.

2

La conducción política se va construyendo y constituyendo en las coyunturas. Está marcada tanto por la problemática que enfrentan los diversos actores sociopolíticos, por su capacidad para enfrentarla, como por la correlación de fuerzas existente al interior del campo popular y de este respecto de las fuerzas de dominación. A través de las coyunturas los diversos actores desarrollan procesos de acumulación de experiencias, conciencia y organización, y esto origina formas y modos de dirección colectiva de los procesos sociales concretos.

No hay vanguardias predeterminadas. El liderazgo de las fuerzas populares está sujeto a variaciones: en un momento puede ser ocupado por un actor o conjunto de actores sociopolíticos y luego por otros; pueden darse casos en que un actor que integró la dirección de un proceso de lucha en determinado momento, luego, en otro, ni siquiera forme parte de la instancia de articulación; pueden abrirse espacios o situaciones –la historia latinoamericana lo demuestra–, en que un liderazgo individual actúe como catalizador y catapultador del proceso colectivo[95], lanzando al movimiento hacia nuevos retos de construcción, con nuevas tareas.

Esto se asienta en una modalidad profundamente flexible y creativa de las cuestiones referidas a la organización, a los roles, juicios, métodos de trabajo, estructura interna, etcétera, de la instancia colectiva de dirección; los actores sociopolíticos construyen su coordinación articuladora de modos diferentes ante conflictos también diferentes y en momentos diferentes. Esto sin negar la necesaria acumulación de fuerzas y experiencias organizativas y de dirección, que madura sobre la base de la articulación y la coordinación de las capacidades alcanzadas por los diferentes actores sociopolíticos.

¿Qué hace posible que una fuerza o un conjunto de fuerzas ocupe el lugar de liderazgo social y político en un momento dado?

La capacidad para lograr en ese momento la articulación de actores sociales, políticos o sociopolíticos (históricamente posible), para coordinar la lucha contra el poder en la forma y por los medios en que esta se manifieste[96]. Esta capacidad articuladora se asienta en relaciones permanentes de coordinación entre diversos actores, grupos, clases (y al interior de cada uno de ellos). Los actores sociopolíticos ya constituidos tienen una responsabilidad mayor en esa coordinación: apoyar a los más jóvenes en su actividad hacia una profundización de su proyección social, respetando su propia dinámica, sus definiciones y ritmos.

En este sentido podría compartir la afirmación de que las posibilidades de articulación-constitución del sujeto popular “dependen precisamente de la existencia de entidades políticas capaces de impulsar esa politización y de imprimir una dirección al proceso”[97], en tanto y en cuanto esas entidades políticas no están “reservadas” a los partidos de izquierda; ellos son parte de estos procesos, aunque no necesariamente porque no es ese un lugar reservado a la espera de su reacción. Lo ideal es que se logre una conjunción de iniciativas políticas entre partidos y organizaciones sociales, pero la experiencia latinoamericana reciente evidencia que, de no lograrse, la conducción política de las luchas y procesos de cambio puede ser la resultante del accionar articulado de diversos actores sociales –en tanto son actores sociopolíticos–, sin el concurso directo de los partidos políticos de (la vieja) izquierda.

3

Ninguna instancia organizativa puede sustituir a los protagonistas.

Considero importante subrayar esta idea, pues tiene carácter de principio en relación con el sujeto político y la organización política.

El sujeto no es reductible (ni equiparable) a la organización política, y tampoco lo es respecto de la instancia organizativa que articule y contenga a la conducción. Ninguna instancia organizativa puede sustituir a los protagonistas de las transformaciones.

La instancia organizativa de una conducción política no constituye el sujeto político de los cambios; es el instrumento político de conducción político-social definido y adoptado por los diferentes actores sociopolíticos articulados, constituidos en sujeto político popular, en diferentes coyunturas del proceso sociotransformador, para lograr los objetivos propuestos en cada momento, en proceso estratégicamente encadenado. Las formas de conducción así como las herramientas orgánicas construidas para realizarla resultan también instrumentales; están en función del sujeto popular constituido, y no a la inversa.

Un claro ejemplo de ello lo da el MAS-IPSP, de Bolivia: una organización política que nace de la articulación de movimientos sociales indígenas y campesinos que la constituyen y proyectan allí lo relativo a su quehacer parlamentario gubernamental; existe una ínterdefinición entre ambas instancias, pero no independencia. El MAS-IPSP no es “la conducción” de los movimientos, sino la expresión político partidaria de estos para participar del sistema jurídico-político establecido, para cambiarlo y cambiar la sociedad.

4

Sujeto y conducción se intercondicionan e interdefinen permanentemente.

Tal afirmación puede parecer obvia, pero no resulta tan obvio comprender el profundo significado político que dicha afirmación encierra: en sentido estricto, no se puede hablar de la existencia de sujetos si los actores que lo constituyen no expresan su voluntad política en una estructura orgánica definida por ellos en función de alcanzar sus objetivos, o sea, de realizarse como sujetos políticos, pero en este caso el sujeto popular puede identificarse con su expresión organizativa, ni limitarse a ella.

La organización política es un instrumento fundamental del sujeto plural del cambio –entendido en su proceso histórico de constitución, que no se agota en el período inicial–, supone la participación del pueblo todo en su diversidad, apostando a sus capacidades y potenciándolas, para construir un mundo a su imagen, semejanza y deseos. En esta perspectiva, el proceso constitutivo de sujetos engloba a la humanidad toda, buscando estimular en los seres humanos procesos de reencuentro con su “esencia humana”, al decir de Los manuscritos… que no es otra cosa que un proceso de creación de la misma, en reencuentro –sobre nuevas bases– con la naturaleza y el cosmos.

5

Para constituirse en conducción política no basta con una instancia organizativa que articule a los actores sociopolíticos fragmentados; es necesaria también la confluencia de tres factores cuya presencia considero indispensable: a) ser capaz de subordinar los conflictos del poder a los intereses y necesidades de las luchas sociales, o sea, romper con el Estado actual (predominante) de la correlación (política) de fuerzas, que subordina las luchas sociales a los intereses, necesidades (y conflictos) de los sectores del poder[98]. b) tener capacidad de anticipación y –sobre esa base–, c) poder cambiar sobre la marcha, súbitamente, el rumbo prefijado, según lo exija el desarrollo de los acontecimientos; es decir, darse cuenta de los saltos y adecuar el ritmo de lucha, convocatoria y conducción a las (constantes) nuevas exigencias que va abriendo el proceso.

A propósito de esto, reflexionando sobre la rebelión popular ocurrida en Argentina en diciembre de 2001, escribí sobre la relación entre lo espontáneo y lo consciente:

La [auto]convocatoria espontánea de amplios sectores de la población

hacia las calles y plazas en todo el país, marcó indudablemente el ritmo, las formas y el contenido de lo acontecido en diciembre. Tomando lo espontáneo como lo que es, parte de todo movimiento, también del movimiento social, debe entenderse que su irrupción en algunos momentos del desarrollo de las luchas sociales, resulta –además de inevitable– necesaria para avanzar. Lejos de considerarlo como un ‘defecto’ del proceso de construcción social y política, el desafío es ser capaces de captar –anticipadamente– el instante en que lo espontáneo irrumpirá con fuerza acelerando el curso de los acontecimientos, saltando vallas –tal es el arte de la conducción política–, para estar en condiciones de convocar y conducir al pueblo hacia la conquista de los objetivos propuestos.

Lograr esto es cuestión de olfato político: tener la capacidad de percibir, de intuir el momento y preparase para actuar en medio de él. Son dos elementos: capacidad de anticipación, y –sobre esa base– de convocatoria y conducción. Este es uno de los factores claves que –como déficit– evidencian los hechos de diciembre de 2001.

Otro, tiene que ver con la concepción acerca de la dinámica interna de los procesos sociales, que aún se evidencia como predominante en la mayoría de las organizaciones sociales y políticas existentes. En los sucesos de diciembre la aceleración del proceso y la masividad de protagonistas es tal, que rebasa las posibilidades organizativas y de propuestas desarrolladas hasta el momento por el movimiento social y político, y ello evidencia la presencia de una concepción que entiende el desarrollo de los procesos de luchas sociales, el proceso de acumulación y construcción, desde una perspectiva gradual, es decir, como sumatoria lineal y consecutiva de las partes al todo[99].

La acumulación supone la gradualidad, es cierto, pero se asienta y se realiza en los saltos, y estos ocurren a través de la conjuncióncontracción de lo espontáneo y lo consciente en un instante, como produciendo un crack que anuda la continuidad con la ruptura.

A ello hay que sumarle el peso de la sectorialidad y la fragmentación de las luchas y sus actores, más el intento de algunos sectores de “tomar distancia” de manifestaciones como la de los piqueteros, y la sobrevivencia de la división entre actores (organizaciones) políticos y actores sociales, producto tanto de prejuicios presentes en uno y otro sector, como del predominio de un espíritu de secta o corporativo que late agazapado atrás de cada argumento divisionista. Tales deficiencias están presentes como obstáculos, en mayor o menor medida, entre los diversos actores del campo popular. La rebelión de los argentinos tiene la gran virtud de mostrar el poder del pueblo, de recuperar y reverdecer su autoestima y la confianza en sí mismo, y también de evidenciar crudamente fortalezas y debilidades…[100]

6

Es imprescindible crear y desarrollar una nueva cultura entre los actores sociopolíticos, que acompañe y fortalezca su articulación.

Construir una conducción sociopolítica colectiva, plural, articulada horizontalmente, supone necesariamente una diferenciación de roles entre todos y cada uno de los actores sociopolíticos. Lo cual alude directamente a la necesidad de cambiar las relaciones jerárquicas tradicionalmente instaladas entre los partidos de izquierda, las organizaciones sociales (de masas) y los movimientos sociales, abriendo cauce a otras nuevas sobre la base del desarrollo creativo de la democracia, la participación y la horizontalidad.

El desarrollo de nuevas prácticas al interior de las organizaciones sociales y políticas –y entre ellas–, irá sedimentando nuevos modos de construcción y relacionamiento, y todo ello irá abriendo cimientos para la formación y el desarrollo de una nueva cultura en y entre los actores sociopolíticos. Las demoras y prejuicios en este sentido, evidencian que no existe todavía una clara comprensión de lo que esto significa y, a la vez, la sobrevivencia de la cada vez más envejecida cultura. Por ejemplo:

—Entre los partidos tradicionales de izquierda –en gran medida respondiendo a posiciones defensivas–, se atrincheran más nítidamente las viejas concepciones. Por un lado, estos mantienen sus relaciones de subordinación de las organizaciones sociales, particularmente con aquellas alineadas tras sus banderas. Por otro –en algunas realidades–, despliegan una competencia despiadada con las organizaciones sociopolíticas en formación, buscando imponer su dirección en los espacios colectivos que se abren, práctica que frecuentemente abona el camino del estancamiento o el fracaso de las experiencias que intentan una construcción plural, multisectorial y multidimensional.

—En las filas de las organizaciones sociales –de modo inducido o espontáneo– han germinado posiciones corporativistas o apoliticistas que no admiten ninguna relación con los partidos, tampoco con los de la izquierda. Otras reconocen la necesidad de construir frentes o ámbitos político-sociales, pero –asumiéndose legítimamente como actores sociopolíticos– imaginan que transformando a sus organizaciones sociales en partidos políticos, la fractura entre lo social y lo político quedará eliminada y lo político-social se abrirá paso.

En algunas realidades, como en Argentina, por ejemplo, las posiciones en uno y otro sector se han polarizado. En determinadas organizaciones populares (sectoriales e intersectoriales), se consolidan sentimientos de rechazo a los partidos políticos sin distinguir izquierda ni derecha; en todos ven “más de lo mismo”.

Entre los partidos de izquierda, todavía existen algunos que continúan evadiendo las necesarias reflexiones críticas y autocríticas que reclaman las realidades sociales, a la vez que desoyen los señalamientos críticos provenientes de movimientos sociales, a los que frecuentemente descalifican a priori por considerar que responden a posiciones reformistas, espontaneístas, movimientistas, etcétera.

El resultado es la falta de diálogo franco y abierto entre ambos sectores, y la escasa o absoluta ausencia de pensamiento crítico, que se traduce en el sostenimiento de prácticas políticas en uno u otro ámbito, que poco contribuyen a superar las (viejas) limitaciones. Así, no pocas veces los ejes de las luchas se confunden, y –olvidándose de los poderosos–, se dedican más

esfuerzos y energías a luchar contra las organizaciones populares que piensan y actúan de un modo diferente al propio, en vez de convocar a la población que aún permanece como espectadora en sus casas, a ser protagonista de las luchas. Lejos de avanzar hacia la articulación como camino a la unidad, de la mano del sectarismo y los prejuicios, crecen aún más la división y la fragmentación.

La búsqueda de soluciones al divorcio existente entre partidos políticos de izquierda y movimientos sociales reclama una labor de reflexión conjunta, integradora. Sin embargo, no es una tarea sencilla.

El peso de la cultura política de la izquierda acuñada por las prácticas de lucha y organización de los pueblos durante el siglo xx, prevalece aún hoy como saber hacer de los movimientos sociales y los partidos políticos populares de Latinoamérica, simultáneamente con el nacimiento y desarrollo de nuevos modos de existencia, actuación y protagonismos políticos y sociales.

El choque entre las nuevas concepciones que van conteniendo y proyectando a las nuevas prácticas y sus protagonistas, y los paradigmas preexistentes que no se corresponden con lo que se está produciendo en la realidad, actúa como barrera u obstáculo, incluso en el seno de los propios autores de los cambios. El peso de la vieja cultura política verticalista subordinante está presente aun incluso dentro de organizaciones sociales que propugnan lo nuevo, que se plantean construir desde la democracia, la horizontalidad y la participación plena de todos los actores, pero sostienen prácticas que no pocas veces contradicen a sus postulados y proposiciones.

La construcción práctica cotidiana de lo nuevo y la reflexión sobre esas prácticas irán construyendo un nuevo saber colectivo que, partiendo de la experiencia –en un proceso práctico-pedagógico de aprendizaje colectivo–, se va conformando (y acuñando en la memoria) un nuevo modo de hacer, de estar, de ser y de interrelacionarse con los demás, es decir, un modo de proyección social culturalmente diferente, conformando también un poderoso movimiento sociocultural.[101]

El peso de la cultura vanguardista, que está presente con mayor fuerza en los partidos de la vieja izquierda, se expresa también en las mentalidades de quienes esperan “la orientación”. Esta presente también en la concepción de lo que “debe ser” una organización política enfrentada a lo que “es”; está presente en los todavía extendidos criterios acerca de lo que significa hacer política y quiénes la hacen  (representación). Todo esto, de conjunto, bloquea el reconocimiento por parte de unos y otros de la necesidad de modificar su prácticas y

–por esa vía– modificarse a sí mismos, apoyándose en el diálogo abierto y franco entre todos aquellos actores políticos y sociales, que en su lucha por la sobrevivencia han acumulado una rica experiencia en la organización de la población, en sindicatos, en zonas campesinas, en las grandes concentraciones urbanas, en las comunidades indígenas…

7

Las reflexiones sobre las experiencias de luchas sociales en Latinoamérica, particularmente acerca de aquellas que han construido articulaciones sociopolíticas, permiten identificar un conjunto de elementos que contribuyen a caracterizar algunos pilares básicos para promover el desarrollo de las relaciones sociopolíticas.

Respetar la autonomía de cada uno de los actores sociopolíticos

El concepto autonomía, indica la presencia de cualidades diferenciadoras en cada una de las partes autónomas a la vez que da cuenta del sentido de pertenencia de estas al todo del que se señala su condición de autónoma, es decir, diferenciada e interdependiente, en interrelación con las otras partes autónomas e intercondicionadas por y hacia ellas. A diferencia de la noción de independencia, la de autonomía supone la necesidad de la articulación, es la base para ella.

Construir una organización sociopolítica, sindical o barrial autónoma en su relación con otras similares, implica promover la autonomía también en su interior, lo que supone la participación democrática y plena de sus miembros en la toma de decisiones y en la ejecución de las mismas.

Reconocer la identidad de cada actor social

El respeto a la autonomía de los actores sociales, sociopolíticos o políticos, implica directamente el reconocimiento de su identidad.

Y la identidad –al igual que la organización, que la conciencia, que el propio actor-sujeto–, se construye en la lucha[102], esto es, mediante la relación con los otros, dentro del mismo campo popular y, teniendo a este como lugar de pertenencia, en su relación con las fuerzas del campo de la dominación.

Identidad alude a lo que define a un colectivo humano como tal y no otro, es decir, a lo que lo unifica, lo cohesiona en su interior a la vez que lo diferencia de todo lo exterior a él (en diferentes grados).

O sea, que, si toda identidad alude a una diferencia respecto de otros, el reconocimiento y respeto de las identidades no es otra cosa que el reconocimiento y respeto de esas diferencias. Es esto lo que está en la base de la posibilidad de establecer relaciones horizontales en la articulación de los diversos actores sociopolíticos.

Un segundo problema es definir en torno a qué objetivos se logrará esa articulación, pero esto está también muy anudado a los aspectos anteriores, ya que la definición de esos “qué” no vendrá dada de parte alguna sino que será parte y resultado del proceso de construcción plural articulada.

Promover y desarrollar relaciones horizontales entre los diversos actores sociopolíticos

La superación del esquema jerárquico, subordinante y vertical de organización y dirección política del proceso de transformación es clave en el proceso de conformación del sujeto popular; en él resulta importante apelar a la horizontalidad: a desarrollar relaciones de paridad y solidaridad entre los seres humanos, de interdependencia, interpertenencia e indisolubilidad de lazos entre la humanidad y la naturaleza.

Es importante no identificar la propuesta de horizontalidad en las interrelaciones sociales con una determinada forma organizativa.

Si se limitara a ser o proponer una forma organizativa, además de empobrecer su alcance revolucionario, lo horizontal terminaría anulándose como propuesta, concepción y basamento de lo nuevo.[103]

La apuesta es aprender a ser cada vez más horizontales, en las interrelaciones sociales y personales, en las formas organizativas, en la relación con la naturaleza. En todos los órdenes la humanidad transcurrirá –está transcurriendo–, por una larga transición hacia lo nuevo, a la vez que va gestándolo y construyéndolo colectivamente.

En este empeño, el concepto horizontalidad significa (y propone) una lógica diferente de organización e interrelacionamiento social, grupal e individual a la que hay que apostar cada vez más, construyéndola, cambiando en las prácticas cotidianas la cultura individualista y fragmentaria del capital y el mercado, reemplazándola por nuevas interrelaciones basadas en nuevas modalidades y nuevos parámetros de reconocimiento de igualdad de derechos y aceptación de modos de vidas diversos, de todos los ciudadanos y ciudadanas del planeta.

La lógica de horizontalidad social implica precisamente el reconocimiento de las diferencias, la plenitud real y efectiva de derechos para todos y todas. Se supone a sí misma intercultural, es decir, se asienta en el reconocimiento e interrelación efectiva –en equidad de condiciones y derechos– de todas las “razas”, identidades, culturas, religiones, modos de vida, inclinaciones sexuales, etcétera, de los seres humanos. Apela a la interculturalidad, se nutre de ella y apuesta a ella como sustrato para la convivencia de las diferencias y diversidades humanas.

Articular los distintos espacios de luchas respetando las identidades y experiencias de los actores de cada sector, sus cosmovisiones, decisiones, sus ritmos y tiempos

Esto es particularmente notorio para las comunidades indígenas, para las comunas y consejos comunales, para organizaciones sociales campesinas, o aquellas asentadas en barrios populares. En este caso, por ejemplo, funcionan a partir de lo cotidiano en un ámbito territorial definido; tienen muy presente que, los procesos democráticos de participación implican, en cierto modo, lentitud, porque hay que montar la lucha desde la base y esto requiere de encuentros, asambleas, jornadas de trabajo, reflexión, lo que es totalmente diferente a montar un programa de lucha entre cinco, seis o diez dirigentes en una mesa de trabajo. Por más claridad teórica y política que tengamos, ese programa nunca será asumido realmente por la población.

La dificultad de Copadeba para coordinar con las organizaciones de izquierda partidaria es por eso, porque vamos a un ritmo lento. Siempre nos planteamos partir de las necesidades de la gente y tratamos de incorporar cada vez a más personas a este proceso.

No montamos nunca un programa de lucha desde arriba, ni en la coordinación de Copadeba, ni con otros grupos populares. Porque luego los mismos dirigentes tenemos que ejecutar ese programa y la gente nos va a mirar desde la acera de su casa. Y eso no es lo que nosotros queremos.[104]

Interculturalidad y descolonización

Lo intercultural, desde la perspectiva liberadora y de liberación, hace referencia a la interrelación entre las personas diferentes en condiciones de paridad y complementariedad, es decir, sin establecer un polo cultural hegemónico. Desde el punto de vista político, esto implica un reconocimiento y relacionamiento equidistante (horizontal) entre sí de todas las culturas, identidades y cosmovisiones, y reclama la construcción de plataformas jurídicas que sirvan de soporte institucional para que las diversidades sociales, culturales, etcétera, puedan interrelacionarse en un efectivo soporte jurídico de igualdad.

La convivencia en equidad de los y las diferentes exige el reconocimiento institucional de derechos civiles, políticos, sociales, sexuales, reproductivos y culturales, que garanticen su ejercicio real, y ello requiere –al mismo tiempo– de la voluntad para comprender al otro, que la tolerancia se abra paso ante tanta intolerancia acumulada, para transitar –desde ahí– hacia la aceptación mutua[105].

Por eso esta concepción de la interculturalidad liberadora se diferencia de la multiculturalidad, el pluralismo y la inclusión.

Lo multicultural –como lo plural– se orientan al registro de la diversidad étnica social y señala –tal vez– la necesidad de buscar canales para pensar, construir y ejercer lo público con otros modos de interrelacionamiento (político, económico, social y cultural)[106].

Pero lo multicultural y lo plural no presuponen una interrelación entre iguales; hay un multi o pluriculturalismo que en realidad solo acepta lo diverso “para la foto”, pero mantiene las relaciones jerárquicas subordinantes entre aquellos que estarían ubicados en la cúspide que “sabe, decide y manda”, y los de abajo que “no saben, no deciden y obedecen” (o deberían obedecer). Es el multiculturalismo y el pluralismo que aceptan los poderosos: el que no cuestiona, el que no modifica nada, el que proclama una pluralidad que  los deja en el centro y con el cetro. Por ello, es central que el pluralismo y la multiculturalidad se conciban articulados con la interculturalidad, que la presupongan.

El aporte o planteo de los pueblos originarios a este debate civilizatorio resulta, a la vez que demandante de reparación ante una injusticia histórica, profundamente cuestionador de la civilización dominante, basada en el saqueo, la conquista territorial, la destrucción, la exclusión y la muerte de millones de seres humanos. Ellos reclaman –junto con la reparación histórica– el reconocimiento de sus derechos, saberes, identidades y modos de producción materiales y espirituales, institucionales y no institucionales de vida.

Y con ello, apuntalan las tendencias que defienden la necesidad de construir un nuevo modo de interrelacionamiento social como base para un nuevo modo de organización de las comunidades sociales entre sí y con el Estado y sus interrelaciones, dando paso a la vez a la emergencia de un nuevo tipo de ciudadanía y democracia: raizalmente participativa e intercultural.

En tal sentido, la interculturalidad liberadora supone la descolonización del modo de vida y de pensamiento, de las prácticas de resistencia, lucha y organización de los actores sociales y políticos.

Los actuales procesos de liberación que se desarrollan en el continente, con protagonismo marcado y creciente de los movimientos indígenas y populares demuestran no solo que es posible, sino vital, la construcción/constitución en cada país de Estados plurinacionales, descolonizados e interculturales. Esto resulta, en principio –además de un problema– un ideal, un objetivo que, cual brújula sociopolítica, orienta y abona el camino hacia una sociedad y un mundo intercultural horizontalmente articulado.

En el proceso boliviariano se lo define como “Socialismo del siglo xxi”, en tanto se trata de un socialismo renovado y construido desde abajo a partir de la participación protagónica de los pueblos, sin colonialismos internos ni externos. Junto a este, los procesos populares-revolucionarios que tienen lugar en Ecuador, en Nicaragua, en El Salvador, en la revolución democrática y cultural de Bolivia, heroicamente creados y construidos por sus pueblos desde abajo, constituyen la primer y más integral experiencia de interculturalidad y descolonización; es un aprendizaje colectivo.

Interculturalidad y descolonización replantean los criterios acerca de la unidad del campo popular y los caminos para construirla:no se logra sobre la base de la unicidad ni la homogenización de todo pensamiento y opción, ni aplicando la lógica del “ordeno y mando”. Setrata de una unidad formada en base a la complementariedad y la articulaciónde los y las diferentes para enriquecer lo colectivo, erigido enverdad histórica. Esto supone –siguiendo cosmovisiones otras– reconocerla incompletitud de cada uno, en lo individual y en lo sectorialy, consiguientemente, ver en las diferencias, en el otro y en la otra, laposibilidad de completitud, desarrollando variados procesos de articulaciónbasados en el reconocimiento de las virtudes y ventajas de lodiferente, más que en sus restricciones.[107]

Se trata de estimular o generar procesos de abajo hacia arriba y viceversa, entre los diversos sectores y actores sociales y sus culturas y modalidades de expresión y actividad en sus dimensiones micro, como, por ejemplo, el ámbito comunal o comunitario, conjugándolos en una nueva dimensión colectiva compartida e interarticulada. Se trata, en definitiva, de poner en sintonía diversas formas, entendimientos y modalidades del saber hacer que concurrirán, en aras de conformar nuevas modalidades y saberes colectivos surgidos de los pueblos y construidos mediante su participación y sabiduría.

Una pedagogía intercultural

A través de los actores sociales se articulan también saberes populares fragmentados, rescatados, interarticulados y potenciados como saberes de todos para todos. Tal es la labor primera de la pedagogía intercultural: los distintos actores y actoras sociales la llevan adelante simultáneamente con el proceso de construcción de saberes colectivos. En este, la concepción (y la práctica) de la educación popular resulta altamente enriquecedora.

Saberes y poderes se conjugan en los procesos de su realización, deconstruyendo unos, y construyendo el propio, el popular, aportando a su acumulación[108].

Por ello la educación popular resulta, por un lado, cuestionadora radical del poder hegemónico, discriminador y excluyente del capital, contribuyendo a que los sujetos tornen visibles sus nexos e interrelaciones. Por otro, al fortalecer el conocimiento colectivo de los movimientos sociales acerca de sus experiencias, al contribuir al mejor análisis de evaluación de logros y deficiencias, la educación popular resulta clave también para los procesos de empoderamiento social, entendiendo que el primero y fundamental de ellos es el del saber: qué, cómo, para qué, quiénes.

Superar los prejuicios presentes en una y otra parte

El respeto a la identidad y autonomía de cada cuál –base para el desarrollo de relaciones horizontales entre los diversos actores sociopolíticos–, implica una relación biunívoca que no siempre se logra. En este sentido, superar prejuicios o criterios arraigados por antiguas prácticas, tanto por parte de los partidos de izquierda como de las organizaciones sociopolíticas populares, es un requisito primero.

Las nuevas relaciones entre los actores sociales y políticos, la conformación de lo sociopolítico colectivo, irá cuajando en la propia práctica de construcción, sin recetas preconcebidas, precisamente porque se asienta en el reconocimiento de la autonomía e identidad de cada uno de los actores sociopolíticos y en el de la horizontalidad de sus relaciones.

De ahí que el objetivo fundamental de estos planteamientos –lejos de pretender presentar un conjunto acabado de pasos que habría que dar para resolver el actual y antiguo y radical divorcio entre los partidos de izquierda y las organizaciones y movimientos sociales–, sea el de contribuir –sobre la base de las enseñanzas actuales y las que vayan surgiendo de las experiencias concretas de resistencia y lucha de los distintos actores sociopolíticos latinoamericanos–, a una reflexión profunda sobre las prácticas, a una revisión crítica y autocrítica del modo en que se ha trabajado durante muchos años en uno y otro sector y en las relaciones entre ambos y, a la vez –sobre esa base–, a un replanteo de la concepción con la que se ha llevado y se lleva adelante ese trabajo y esa relación.

Esto supone un replanteo conceptual y metodológico acerca de la política, lo político, y sus protagonistas, y acerca de cómo hacer política de un modo y con un contenido que se corresponde con las experiencias acumuladas y las exigencias actuales de las luchas y la situación histórica concreta que vivimos. Es un profundo llamado a la creatividad e imaginación, potenciando la capacidad de aferrarse a la vida, de amar, y de soñar de los pueblos.

Otro mundo será posible si somos capaces de anticiparlo creadoramente en nuestras mentes y hacerlo realidad colectivamente con nuestras prácticas, día a día, aprendiendo de ellas, enriqueciendo nuestro pensamiento y nuestra perspectiva revolucionaria.

El reto es ir haciendo realidad el futuro en nuestras actividades del presente, en nuestras organizaciones, en nuestras familias, esculpiendo el nuevo mundo desde el interior de cada uno de nosotros y nosotras.

8

Construir una amplia fuerza social de liberación.

La vía democrática de transformación social constituye un novedoso gran desafío para las organizaciones sociales y políticas populares.

Ella implica que en cada momento del proceso haya que optar y ratificar o rectificar a favor de quiénes y de qué políticas se está, y para quienes gobiernan los que gobiernan. Esto es siempre una opción consciente construida cotidianamente desde abajo.

En proceso de liberación, gobernar supone ir transformando la democracia, profundizándola, abriéndola a la participación de la ciudadanía, simultáneamente, se van rescatando democracias preexistentes en los pueblos (por ejemplo, los pueblos originarios y sus prácticas comunitarias) y se van construyendo otras modalidades. Esto va conformando las bases para una nueva legalidad y jurisprudencia (y viceversa), respaldo y sostén de los procesos sociotransformadores colectivos, constructores también en lo político de una nueva cultura de poder basada en la participación colectiva creciente del pueblo en el proceso de toma de decisiones, en la ejecución de las resoluciones y en el control de los resultados, es decir, en la gestión gubernamental toda.

En esto, como en las demás áreas y ámbitos, es vital el empoderamiento creciente y liberador de los pueblos. Un ejemplo en este sentido, puede encontrarse en Venezuela, en el proceso de construcción de las Comunas, y en la instalación de los Consejos Presidenciales, que abren el protagonismo político a los diversos sectores del pueblo en aras de ir haciendo realidad –desde los territorios hasta las instituciones estatales y gubernamentales–, la definición de “Pueblo Presidente”, que sintetiza un pueblo empoderado, un pueblo consciente de su poder y con capacidad creciente para ejercerlo, cogobernando sus destinos.

En este empeño, resulta fundamental que esta participación se profundice y desarrolle encaminada a la construcción de una amplia fuerza social parlamentaria y extraparlamentaria capaz de impulsar el proceso hacia transformaciones mayores, buscando trascender el capitalismo y la lógica del capital, aportando a la conformación de una alternativa local (nacional) y –a la vez– continental, de liberación de los pueblos, orientada hacia (lo que en un futuro podrá llegar a ser) un mundo nuevo, basado en la “democracia comunitaria”, creado y construido –desde abajo y día a día– colectivamente por los pueblos con sus diversidades, cosmovisiones, identidades diversas.

En tal sentido, el desafío político neurálgico para la transformación de la sociedad desde abajo hacia la superación del capitalismo, radica en construir –desde cada lugar– un amplio movimiento sociopolítico articulador de las fuerzas parlamentarias y extraparlamentarias de los trabajadores y el pueblo, en disputa con las fuerzas de dominación parlamentaria y extraparlamentaria del capital (localglobal).

Y ello demanda una profunda transformación ideológica, política y cultural en la militancia: mirar la realidad del presente y sus desafíos sin las anteojeras político-culturales del pasado.

9

Articular múltiples ámbitos, problemáticas, tareas y actores sociales y políticos.

La conformación de una fuerza social, cultural y política de liberación es parte del proceso político-cultural colectivo que realizan los actores empeñados en el desarrollo de su conciencia política. Esta se traduce en saberes colectivos, organización, imaginación, propuestas, acción, proyecto y poder popular, es decir, es parte de la disputa cultural actual.

Esto, entre múltiples razones, habla de un nuevo tipo de organización política, con estructuras abiertas y con capacidad para construir propuestas conjuntas entre diversos actores sociales, respetando sus problemáticas, sus experiencias y puntos de vista, pensando y actuando en todo momento desde y con el pueblo.

Para la izquierda partidaria preexistente, esto supone, en primer lugar, refundar sus organizaciones políticas buscando que se transformen en instrumentos capaces de aportar a la concreción de las tareas políticas que demanda la hora actual, saliendo del internismo, dejando de ser un fin en sí mismas. En segundo lugar, supone replantearse su razón de ser, abandonando su auto convicción elitista de vanguardia, reubicándose como parte de un conjunto de actores sociopolíticos diversos que –entre todos– habrán (o no) de constituir un actor colectivo plural, sujeto de los cambios, articuladamente con la definición del proyecto de liberación y la construcción, acumulación y disputa del poder propio en cada momento.

10

Anclar el ideal de la nueva sociedad en todos los ámbitos de la vida cotidiana.

Las lógicas del pensamiento y la acción política predominante hasta tiempos recientes entre las filas de la izquierda partidaria, erigían un muro insalvable entre lo cotidiano y lo político, entre lo reivindicativo social y lo político general, y contraponían un ámbito con otro, y también a sus actores, sus problemáticas y sus luchas, sus modos de organización, sus capacidades, sus identidades y sus conciencias. Resultaban contrapuestas también, en consecuencia, las soluciones posibles, las propuestas.

Las nuevas miradas políticas construyen el ideal social de modo colectivo a partir de la cotidianidad de las personas, integrándola, conteniéndola y proyectándola en una nueva dimensión. Porque la ideología del cambio es parte del proceso social vivo, y no un dogma apriorístico establecido por fuera de los procesos reales que habría que asimilar. Los actores sociales no son “portadores” de una ideología implantada en sus conciencias desde el exterior (por los partidos o los intelectuales de izquierda). Los pueblos que se rearticulan y organizan para enfrentar al capital, van construyendo día a día su conciencia política a partir de su (modo de) ser social, en sus prácticas de resistencia y lucha contra el capital; son los protagonistas de la lucha y la creación de lo nuevo, sus hacedores.

La articulación de lo reivindicativo y lo político desde lo cotidiano y lo comunitario, traza un camino concreto y efectivo de lucha contra la alienación política, ya que contribuye a la democratización y ampliación de la participación política y social protagónica de los diversos actores sociales. Con esta potencialidad, construir un nuevo tipo de poder social que emane directamente de los territorios, de las comunidades, de los centros laborales, y se construya sobre la base de la participación democrática directa de sus actores sociales en las decisiones políticas colectivas, es una realidad que ya comienza a vislumbrase en los procesos sociotransformadores que se desarrollan actualmente en el continente.

Desde abajo y con el protagonismo de los y las de abajo, se van gestando y desarrollando formas equitativas, horizontales y democráticas de organización y en las relaciones entre los hombres y las mujeres que le dan vida. Todo ello alimenta el deseo hacia un mundo mejor y fortalece la voluntad de miles de millones de seres humanos para hacerlo realidad.

Construir una nueva conciencia, una(s) nueva (s) subjetividad(es) colectiva(s), que devendrán en nuevos imaginarios sociales, es también parte de los desafíos revolucionarios hacia la nueva civilización.

En ello estamos…

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[1] Fausto Bertinotti, “La socialdemocracia reformista no está más en la agenda”, The Guardian, (2003, agosto 11), (Londres).

[2] New Labour.

[3] Leonardo Boff, ¿Choque de civilizaciones?, Alai: 2003, [versión digital], disponible en: www.alainet.org/es/active/3530 [18/8/2015].

[4] El análisis de los contenidos ideológico-culturales de esas barreras resulta central para la comprensión de las claves teórico-prácticas que ayudarán a avanzar en el proceso de búsqueda colectiva de alternativas, de nuevas opciones organizativas y políticas para contener y conjugar a las nuevas y numerosas expresiones de actores sociales con identidad propia y protagonismo pleno.

[5] Falsa en el sentido de no “natural”, no propia de la organización de la sociedad. La división entre partido y sindicato respondió y responde a la lógica del desarrollo ampliado del capital y su modo político de organización de la sociedad que impide la participación y expresión política directa de los trabajadores en los ámbitos del poder político (del capital).

[6] Ver parte III de este libro, “Un nuevo tipo de conducción política”, epígrafe 2.

[7] István Mészáros, The Alternative to Capital’s Social Order, K. P. Bagchi & Company, Kolkata: 2001, p. 67.

[8] Algunos autores distinguen varios tipos o categorías de sujetos: sujeto social, sujeto social de la revolución, sujeto histórico y sujeto político. Según esa lógica, sujeto social sería el conjunto de clases y sectores sociales objetivamente interesados en las transformaciones revolucionarias; sujeto social de la revolución, sería la reunión de una especie de vanguardia de cada uno de los sectores del sujeto social; el sujeto político sería la vanguardia del conjunto del sujeto social de la transformación, por ser el portador de la misión histórica; y el sujeto político sería la vanguardia de ese sujeto histórico y, por tanto, de los “otros” sujetos, que quedarían organizados de mayor a menor, sujetados verticalmente de y por ese sujeto político.

[9] Si por política se entiende “(…) al espacio en el que se realizan las prácticas políticas (…), la política es básicamente un espacio de acumulación de fuerzas propias y de destrucción o neutralización de las del adversario con vistas a alcanzar metas estratégicas”. Helio Gallardo, Elementos de política en América Latina, Editorial DEI, San José: 1989, pp. 102-103. Práctica política, por tanto, es aquella que tiene como objetivo la destrucción, neutralización o consolidación de la estructura del poder, los medios y modos de dominación, o sea, lo político. (…) Así como la política ha sido transformada por el mercado, que ha penetrado sus espacios, sus contenidos y sus modos de acción borrando las fronteras de lo económico y lo político, también lo político se ha modificado, ha salido de su esfera tradicional para ocupar (compartir, estar presente en) los espacios de la economía, es decir, del amplio espectro de las relaciones sociales que en ella se originan. Lo político ha penetrado como nunca antes en el mundo del mercado, mezclándose con un espacio antes reservado casi exclusivamente a la economía. Esto permite replantear los nexos entre lo político, la política y el poder (objetivo último de la acción política), sin reducir a este al poder político, concepción tradicional y frecuente entre sectores de la izquierda latinoamericana, que sirvió de base a estrategias de confrontación social directa por la conquista del poder político, y que entendía por lucha política popular solamente a aquella dirigida directamente a golpear el poder político de la dominación y a conquistarlo o ‘tomarlo’”. Isabel Rauber, Actores sociales, luchas reivindicativas y política popular, UMA, Buenos Aires: 1997, pp. 8-9. Actualmente puede encontrarse en edición digital en: www.rebelión.org.

[10] Asumir lo político y la política con sentido amplio y popular supone reconsiderar lo que se entiende por escena política, tradicionalmente considerada como el campo de acción abierta de las fuerzas sociales mediante su representación en partidos. Si se toma en consideración que la “reducción, congelamiento o anulación de la escena política no disuelve como por arte de magia ni el campo de la dominación ni la existencia de oposiciones, desplazamientos y asimetrías entre las fuerzas sociales”, y que “la desaparición de los partidos no supone, pues, la desaparición de lo político y de la política” H. Gallardo, Elemento…, op. cit., p. 16, resulta evidente que la escena política comprende al conjunto de fuerzas sociales actuantes en el campo de la acción política en un momento dado, independientemente de que estas se hallen organizadas o no en estructuras político-partidarias. Respetando todo lo que son o puedan llegar a ser las opciones partidarias, la participación política de la ciudadanía, de hecho, reclama la incorporación de los diversos actores a una discusión y a un escenario más amplio que el de los partidos. Isabel Rauber, Actores…, op. cit., pp. 7-8.

[11] Samir Amín, Crítica de nuestro tiempo, Siglo XXI, México: 2001, p. 60.

[12] Mészáros seguramente habla de esto, por ejemplo cuando, refiriéndose a la necesaria re-articulación entre el “brazo industrial” y el “brazo político” señala que ello “… se hará, por un lado, confiriendo poder de decisión política significativa a los sindicatos (incentivándolos a ser directamente políticos), y haciendo que los partidos políticos adopten una actitud desafiantemente activa en los conflictos industriales como antagonistas irreductibles del capital, asumiendo la responsabilidad por su lucha dentro y fuera del parlamento.” I. Mészáros, The Alternative…, op. cit., p. 67.

[13] Por ejemplo, las experiencias político-sociales de Bolivia, Colombia, Argentina, que se referencian específicamente en el capítulo II de este libro

[14] I. Mészáros, The Alternative…, op. cit., p. 79. [Cursivas del autor].

[15] Las clases sociales del capitalismo (y no en todos los “modos de producción” como se dice en la obra fundamental de los marxismos de la II y III internacionales) no se definen solo por las relaciones de producción (y de repartición de la plusvalía). El capitalismo se basa en la enajenación económica, dice Marx (en mi lectura), por oposición a las sociedades anteriores que analizo como basadas en otras formas de aversión (metafísica en mis proposiciones a ese respecto). El trabajo enajenado constituye un elemento no menos fundamental que su aprovechamiento en el análisis del mundo moderno. Dejar atrás el capitalismo es entonces no solo “corregir la repartición del valor” (lo que no produce más que una quimera de “capitalismo son capitalistas”), sino también liberar a la humanidad de la enajenación económica. S. Amín, Crítica…, op. cit., pp. 58-59.

[16] Marx, Rosa Luxemburgo, Lenin, Gramsci, Althusser, Foucault, Mariátegui –para mencionar a clásicos indispensables– junto a contemporáneos de similares quilates como Pierre Bourdieu, Enrique Dussel, István Mészáros, Samir Amín, Alain Badiou, George Lavica, Franz Hinkelammert, entre otros.

[17] “Nosotros llamamos pueblo si de lucha se trata, a los seiscientos mil cubanos que están sin trabajo deseando ganarse el pan honradamente sin tener que emigrar de su patria en busca de sustento; a los quinientos mil obreros del campo que habitan en los bohíos miserables, que trabajan cuatro meses al año y pasan hambre el resto compartiendo con sus hijos la miseria, que no tienen una pulgada de tierra para sembrar y cuya existencia debiera mover más a compasión si no hubiera tantos corazones de piedra; a los cuatrocientos mil obreros industriales y braceros cuyos retiros, todos, están desfalcados, cuyas conquistas les están arrebatando, cuyas viviendas son las infernales habitaciones de las cuarterías, cuyos salarios pasan de las manos del patrón a las del garrotero, cuyo futuro es la rebaja y el despido, cuya vida es el trabajo perenne y cuyo descanso es la tumba; a los cien mil agricultores pequeños, que viven y mueren trabajando una tierra que no es suya, contemplándola siempre tristemente como Moisés a la tierra prometida, para morirse sin llegar a poseerla, que tienen que pagar por sus parcelas como siervos feudales una parte de sus productos, que no pueden amarla, ni mejorarla, ni embellecerla, plantar un cedro o un naranjo porque ignoran el día que vendrá un alguacil con la guardia rural a decirles que tienen que irse; a los treinta mil maestros y profesores tan abnegados, sacrificados y necesarios al destino mejor de las futuras generaciones y que tan mal se les trata y se les paga; a los veinte mil pequeños comerciantes abrumados de deudas, arruinados por la crisis y rematados por una plaga de funcionarios filibusteros y venales, a los diez mil profesionales jóvenes: médicos, ingenieros, abogados, veterinarios, pedagogos, dentistas, farmacéuticos, periodistas, pintores, escultores, etcétera, que salen de las aulas con sus títulos deseosos de lucha y llenos de esperanza para encontrarse en un callejón sin salida, cerradas todas las puertas, sordas al clamor y a la súplica. ¡Ese es el pueblo, el que sufre todas las desdichas y es por tanto capaz de pelear con todo el coraje! A ese pueblo, cuyos caminos de angustias están empedrados de engaños y falsas promesas, no le íbamos a decir: “te vamos a dar”, sino: “¡aquí tienes, lucha ahora con todas tus fuerzas para que sea tuya la libertad y la felicidad!”. Fidel Castro, La historia me absolverá, Editorial de Ciencias Sociales. La Habana: 2007, [versión digital], disponible en: http://www.cubadebate.cu/wp-content/uploads/2009/05/ la-historia-me-absorvera-fidel-castro.pdf

[18] Ver: Carlos Marx, Miseria de la filosofía, Editora Política, La Habana: 1963, pp.164-173.

[19] El concepto “desde abajo” se refiere –en la definición que propongo– al fundamento de lo existente que se quiere transformar o sobre lo que se quiere influir; se refiere a lo que (llega y) parte desde la raíz de todo fenómeno. A la vez, indica que, simultáneamente, “desde abajo” también –en el propio proceso de transformación– va naciendo lo nuevo, construyéndose día a día. Poco tiene que ver entonces, con la ubicación geométrica del problema, de los actores, de las propuestas o las esferas en las que se actúa, aunque cierto es que –en la acepción corriente– se emplea frecuentemente como sinónimo de “desde las bases”, o para indicar que algo está por debajo de otro algo que estaría “arriba”. Para profundizar en este tema, puede consultarse el libro de mi autoría Claves para una nueva estrategia, construcción de poder desde abajo, Pasado y Presente XXI, Santo Domingo: 2000.

[20] “Trabajadores, intelectuales, pequeños empresarios, jubilados, amas de casa, estudiantes, todos, precisamos unirnos para construir un nuevo proyecto para Brasil. UN PROYECTO DEL PUEBLO BRASILERO.” Roseli Salete Caldart, Pedagogía do movimiento sem terra, Editora Vozes, Petrópolis: 2000, p. 264.

[21] Pueden consultarse los documentos de la CTA en el sitio: www.cta.org, y entre la bibliografía con investigaciones directas sobre el tema, mis libros: Una historia silenciada, Buenos Aires; Editora Jurídica:1998 y Tiempos de herejías, Buenos Aires, Instituto de la CTA: 2000.

[22] Como dice Blanca Chancoso: “(…) Desde mucho tiempo se ha invisibilizado –así como se invisibiliza a las mujeres, mucho más– a los pueblos, a las nacionalidades indígenas, que hemos sido muy invisibles también. // Desde cuándo se nos negó la existencia, se nos negó que habláramos nuestro idioma, que vistiéramos como lo que somos, desde cuándo nos quitaron incluso nuestras propias formas de gobernabilidad, incluso se quedaron truncadas nuestras ciencias. Creo que es importante en estos momentos, que hablemos también de esta situación. Porque mucho se quiso confundir. Cuando vinieron los primeros supuestos conquistadores –los invasores, decimos nosotros–, nos dieron un nombre que nunca fue nuestro; confundidos de país, por eso nos dieron el nombre de indios, pero en la etapa de desarrollo de la colonia, por querernos dar un trato igualitario o un trato supuestamente de respeto, nos han dicho ‘naturales’; otros, los antropólogos, nos han llamado ‘tribus’, o lo que sea (…) Con el avance de la lucha social que se ha dado en otros países, que también ha ido influenciando en muchos lados, nos dieron a todos el nombre generalizado de ‘campesinos’, como los trabajadores del campo. Pero es importante diferenciar, y yo me atrevo a esto, porque nosotros sí tuvimos un proceso de este término. Y eso nos ha estado costando mucho hasta ahora: que se nos aceptara como tal. Con eso no quiero decir que queremos aislarnos, ni sentirnos como algo del folclore; al contrario, es partir de nuestra identidad, afirmar de lo que somos nosotros”. Blanca Chacoso, “Fortalecer los lazos de solidaridad entre nosotros”, Pasado y Presente XXI, (Santo Domingo), nº 4, (2002, diciembre), p. 26.

[23] Decía alguna vez, no sé si por buena o mala suerte, no sé cuál sea, pero mientras más nos han quitado de la ciudad, de las planicies, de los barrios, los indios –quizá para autoprotegernos– como que nos hemos ido cada vez más hacia adentro, a la selva, hacia la montaña, y en los espacios donde hemos estado, hemos encontrado minas de minerales, ahí está el petróleo, ahí está el azufre, ahí está (…) bueno, algunos recursos naturales importantes también. Entonces ahora tienen que acabar la conquista ahí. Y también ha habido las resistencias para no permitir justamente a las petroleras, a las transnacionales, que se lleven nuestros recursos. Y entonces ahora, bajo el paraguas de combatir el narcotráfico, han empezado a fumigar de manera generalizada, sin respetar ni la soberanía de los países, ni las fronteras (…) entonces también sobre los humanos. Y claro, con el famoso Plan Colombia, se ha generado ahora el desplazamiento obligado de los indígenas de esas poblaciones. Y mañana estaremos sin territorio; en nuestro territorio estará puesto algún letrero que diga: prohibido pasar; prohibido regresar. ¿Y dónde es que vamos a quedar los indios que éramos dueños de ese espacio? Deambulando en las calles, mendigando porque no sabemos trabajar en la ciudad; la vida es del campo también (…) Esta situación no se ha hablado, y para nosotros la única forma de poder proteger la vida y también esos espacios, ha sido justamente afirmar nuestra identidad, para poderla sentir y con ese amor seguir defendiendo”. Ibidem.

[24] Cuando lo electoral es meta, deslegitima cualquier camino; son las metas las que dan sentido al camino electoral, reconociendo, en primer lugar, que es un ámbito de lucha y construcción de la época actual. Pero para que así sea, es importante asumirlo como instrumental en relación con los fines; es para potenciar la participación profundizando la democracia, es para abrir el gobierno a las decisiones del pueblo participante, es para construir y acumular poder social utilizando la herramienta de gobierno como privilegiada, como facilitadora y acentuadora —en ese sentido— de los procesos transformadores de las mayorías protagonizando su historia.

[25] (…) somos los herederos de los verdaderos forjadores de nuestra nacionalidad, los desposeídos somos millones y llamamos a todos nuestros hermanos a que se sumen a este llamado como el único camino para no morir de hambre ante la ambición insaciable (…) “Declaración de la Selva Lacandona”, 2 de enero de 1994. En: EZLN, documentos y comunicados n° 1, Ediciones Era, México: 2000, p. 33.

[26] Salomón Susi Safarti (Comp.). Pensamientos del presidente Chávez, Ediciones Correo del Orinoco, Venezuela: 2011, pp. 39-48.

[27] Estas resultan un corte en el proceso práctico-reflexivo que asumo colectivo y, en tanto tal, marcan un punto de cierre a la vez que de apertura de un nuevo bloque de temas y problemas (o del mismo en otras dimensiones) a investigar, construir, debatir, reflexionar.

[28] El reduccionismo de clase considera que la eliminación de las bases materiales de producción de plusvalía directa, elimina “automáticamente” la conciencia enajenada de la clase, y con ello, toda enajenación posible en otros sectores de la sociedad igualmente (proletarizados), discriminados y oprimidos.

[29] El enfoque reduccionista en la comprensión del alcance de la revolución y su significado, relega a un segundo plano la lucha contra la enajenación, asumiéndola como algo estrictamente económico inherente al capitalismo y no a la lógica reproductiva del capital, limitando con ello la condición de sujeto enajenado a la clase obrera, a la que considera –por tanto– la única clase verdaderamente interesada en liberarse de las cadenas del capitalismo. Esto no es así, no solo a nivel de una organización social en general, sino también y muy especialmente, en los países del Tercer Mundo, en nuestro continente subdesarrollado, donde no solo la clase es enajenada, sino que a través de ella y con ella, el pueblo y la nación misma. El planteo de liberación nacional comprende ese sentido también; no es una relación externa entre Estado nacional y nación imperialista, sino intrínsecamente interrelacionado con la propia conformación de los sistemas sociales particulares que, en esta relación de dependencia y re-colonización, resulta a la vez, productora de estados-naciones enajenados.

[30] Impuesto por la III Internacional y vigilado celosamente por el Instituto de Marxismo Leninismo adjunto al Comité Central del PCUS, y sus ramificaciones internacionales.

[31] Por ese camino, la organización política (de la clase), el instrumento, se erigía en el sujeto real, convirtiendo a la clase –de hecho– en sujeto teórico. Lo instrumental absorbió la totalidad objetiva de la clase; el protagonismo de la clase fue (delegado y) apropiado por los miembros del partido, quienes –por ese camino, voluntaria o involuntariamente– terminaron adecuando la organización partidaria de modo tal que resultara funcional a sus decisiones (e intereses) personales, trastocándose completamente el sentido, volviéndose lo instrumental en finalidad. El objetivo histórico planteado por Marx de que la clase en sí se convirtiera en clase para sí, se deformó al convertirse en clase para el partido.

[32] José Ceballos, tomado de Isabel Rauber, Construyendo poder desde abajo, Ediciones Debate Popular, Santo Domingo, 1994, p. 45 (también edición digital en: www.rebelion.org).

[33] La política y lo político se reducían a la maniobra requerida para ocupar las posiciones, lo que en ocasiones no poco frecuentes conducía a disputas verbales y agresiones físicas, de las cuales quedaban al margen los representados, los verdaderos protagonistas, a quienes se les dejaba –si acaso– el derecho de aplaudir.

[34] Este esquema, como otros que aparecen en este texto, se corresponde con los que habitualmente he trazado en los papelógrafos a la hora de presentar estas hipótesis en conferencias de intercambio con los actores sociopolíticos.

[35] A ello se refiere Franz Hinkelammert, entiendo, cuando señala que: “El llamado a ser sujeto se revela en el curso de un proceso: por eso, el ser sujeto no es un a priori del proceso, sino resulta como su a posteriori. El ser humano como sujeto no es ninguna sustancia y tampoco un sujeto trascendental a priori. (…) Se revela entonces, que el ser sujeto es una potencialidad humana y no una presencia positiva.” Franz Hinkelammert, El retorno del sujeto reprimido, Universidad Nacional de Colombia: Colombia, 2002, p. 349.

[36] Entre los autores que tratan también estos temas, puede consultarse a Hugo Zemelman, en su texto: Necesidad de conciencia, Anthropos, Barcelona: 2002, pp. 72-81.

[37] Ibidem.

[38] Enrique Dussel, Ética de la liberación, Editorial Trotta, Madrid: 1998, p. 523.

[39] Federico Engels, “Principios del comunismo”, Obras escogidas, t. 1, Editorial Progreso, Moscú: 1976, p. 82.

[40] La lucha es político-social aun en el caso supuesto de que fuera solo lucha de clases. El pueblo (articulado) es potencial sujeto, por el contenido de las transformaciones. En primer lugar, la defensa de la nación a la vez que de su reinvención para que pueda sobrevivir y desarrollarse en un mundo globalizado e interdependiente. En segundo –e interpenetrado con lo anterior–, porque las tareas nacionales (que son a la vez internacionales) solo serán posibles si se dan anudadas a un proceso de liberación del capital (global), esto es, de lucha contra la enajenación, cuestión que trasciende –como vimos– a los obreros, abarcando al conjunto de los sectores sometidos a ella por el capital.

[41] Fragmentaciones al interior de los fragmentos, en primer lugar, de la propia clase.

[42] La categoría “modo de producción” va mucho más allá de una estructura económica; a partir de ella, Marx señala la conformación sistémica de un determinado “modo de vida” (totalidad social integrada).

[43] Sobre el particular puede consultarse el libro de mi autoría, con reflexiones sobre la base de estudios realizados en barrios dominicanos: Isabel Rauber, Genero y pobreza, Ediciones Pasado y Presente XXI-Unesco, Santo Domingo: 2002. Y el texto: “Mujeres piqueteras: el caso de Argentina”, Globalización económica e identidad de género,Unesco-Iued-DDC, Ginebra: 2002, pp. 107-123.

[44] El rediseño estratégico del aparato productivo en cada país y a nivel global, implicó la pérdida de interés económico del mercado interno y, consecuentemente, del salario como realizador de las mercancías. La formación de grupos empresarios, la tercerización del proceso productivo, la capacidad de transportación rápida de producciones de una región a otra en un mismo país, e incluso de un país al otro, modificaron de raíz el poder –económico, social y político– de la clase obrera. Parar la producción mediante huelgas, por ejemplo, dejó de ser un método de lucha incuestionable, pues en determinadas situaciones podía incluso ser útil a los intereses de la empresa.

[45] En Argentina, por ejemplo, entre cerca de 13 millones de trabajadores, los sindicalizados apenas se acercaron a los 3 millones.

[46] La Central de Trabajadores Argentinos se cuenta entre las primeras organizaciones sindicales –quizá por haber sido parte de una respuesta organizada de la clase a la irrupción devastadora del neoliberalismo–, que reconoció por igual, como trabajadores, a los trabajadores con empleo y a los que no lo tienen, y selló esto en sus bases fundacionales y en sus estatutos, mediante la afiliación directa y plena de todos y cada uno de los trabajadores, independientemente de su condición laboral.

[47] Manuel Morales, integrante del Equipo Económico del MAS, Instrumento Político para la Soberanía de los Pueblos. Entrevista realizada por mí en 2003 (inédita).

[48] Ver Isabel Rauber, “La Argentina de los piquetes”, Documentos desde abajo, Colombia: 2003, p.16.

[49] Aunque es conveniente señalar que, habitualmente, en las ciencias sociales se emplea el concepto sujeto para señalar o referirse a las fuerzas sociales potencialmente interesadas en la transformación social de una sociedad dada, es decir, a los sujetos potenciales, que aquí se identifican y definen como actores sociales.

[50] Como característica distintiva de estos actores sociales puede destacarse el hecho de que no delegan su capacidad de análisis de su realidad y la decisión de su quehacer en organizaciones externas a la suya propia; para ellos ya no hay partidos dirigiendo al movimiento desde afuera, sino actores sociopolíticos igualmente aptos para pensar su realidad y decidir cómo y cuándo actuar en consecuencia.

[51] Sujeto social-político-histórico (en el sentido de constituirse en un proceso histórico concreto).

[52] Esto es importante porque el criterio de que política es relación entre clases, se redujo tanto que se dejó de lado el hecho de que la política –como actividad política– impregna todo el tejido social. Se desconoció la amplitud de su independencia relativa.

[53] F. Hinkelammert, El retorno…, op. cit., p. 348

[54] Que no significa que se alcance espontáneamente; es fundamental que medien procesos de formación y reflexión colectivas impulsados por los actores-sujetos, anudados a las dinámicas del proceso transformador que deviene, en este sentido, un proceso pedagógico político colectivo.

[55] Esto introduce en la polémica al Lenin del ¿Qué hacer?, cuando asume la postura de Kautsky y su convicción de que: “La consciencia socialista moderna solo puede surgir de profundos conocimientos científicos. En efecto, la ciencia económica contemporánea es premisa de la producción socialista en el mismo grado que, pongamos por caso, la técnica moderna; el proletariado, por mucho que lo desee, no puede crear ni la una ni la otra; ambas surgen del proceso social contemporáneo.

Pues el portador de la ciencia no es el proletariado, sino la intelectualidad burguesa (subrayado por Kautsky en el original); es el cerebro de algunos miembros de ese sector de donde ha surgido el socialismo moderno, y han sido ellos quienes lo han trasmitido luego a los proletarios destacados por su desarrollo intelectual, los cuales lo introducen seguidamente en la lucha de clases del proletariado, allí donde las condiciones lo permiten. De modo que la consciencia socialista es algo introducido desde fuera en la lucha de clases del proletariado, y no algo que ha surgido espontáneamente dentro de ella. De acuerdo con ello (…), es tarea de la socialdemocracia [el partido de la clase en aquel entonces] introducir en el proletariado la consciencia (literalmente: llenar al proletariado de ella) de su situación y de su misión. No habría necesidad de hacerlo si esta consciencia derivara automáticamente de la lucha de clases.” Lenin V. Illich, Obras completas, t. 6, Editorial Progreso, Moscú: (s/f), p. 42. Kautsky emplea la expresión “automáticamente” en el sentido de reflejo, y por tanto combate la creencia espontaneísta de que la consciencia se obtendrá “automáticamente” (como reflejo en la consciencia) de las condiciones de vida y las luchas de clases. Y en ese sentido tiene razón, solo que no necesariamente –como lo demostró la experiencia histórica de las luchas obreras y populares–, las tendencias espontaneístas se superan con la suplantación de los protagonistas.

Al contrario, resulta una razón mayor para convocar a los trabajadores y el pueblo a que asuman ese su rol protagónico, que empieza, obviamente por su ser consciente (proceso colectivo crítico-reflexivo sobre las experiencias de vida y de lucha de cada sector, actor social o colectivo de acortes sociales, mediante).

Cuando Lenin retoma las propuestas de Kautsky, en mi opinión, está señalando dos fenómenos: por un lado, que la formación histórica de los componentes científicamente argumentados acerca de la necesidad de la lucha de clases y del papel de los obreros en ella, se realizó por intelectuales (como Marx y Engels) no pertenecientes a la clase. “Hemos dicho –subraya Lenin– que los obreros no podían tener consciencia socialdemócrata. Esta solo podía ser traída desde fuera. La historia de todos los países demuestra que la clase obrera está en condiciones de elaborar exclusivamente con sus propias fuerzas solo una consciencia tradeunionista, es decir, la convicción de que es necesario agruparse en sindicatos, luchar contra los patronos, reclamar al gobierno la promulgación de tales o cuales leyes necesarias para los obreros, etc. En cambio, la doctrina del socialismo ha surgido de teorías filosóficas, históricas y económicas elaboradas por intelectuales, por hombres instruidos de las clases poseedoras.

Por su posición social, los propios fundadores del socialismo científico moderno, Marx y Engels, pertenecían a la intelectualidad burguesa. (…) // Así pues, existían tanto el despertar espontáneo de las masas obreras, el despertar a la vida consciente, como una juventud revolucionaria que, pertrechada con la teoría socialdemócrata, pugnaba por acercarse a los obreros.” Ibid. pp. 32-33.

[56] El concepto “autoconcientización” indica, precisamente, que la toma de consciencia es un proceso interior e intersubjetivo, es decir, que se produce mediado por la actividad (práctica) de los actores sujetos. No quiere decir que sea un proceso espontáneo o que deba nacer espontáneamente de la propia gente, sino que –siendo dirigido, orientado, promovido, etcétera–, no puede ser externo (ni impuesto) a los actores sociales ni a los sujetos individuales. Subrayo aquí el concepto de intersubjetividad apoyándome en lo planteado por Jürgen Habermas:

“Tenemos que devolver a ese <auto> un sentido intersubjetivo. Nadie puede ser libre por sí solo. Nadie puede llevar desconectado de los demás una vida consciente, ni siquiera su propia vida. Nadie es sujeto que solo se pertenezca a sí mismo.” Jürgen Habermas, La necesidad de revisión de la izquierda, Tecnos, Madrid: 1996, p. 55.

[57] “La Ética de la Liberación es una Ética de la Responsabilidad radical, ya que se enfrenta con la consecuencia inevitable de todo orden injusto: las víctimas. Pero es una responsabilidad no solo sistémica (Weber) u ontológica (Jonas), sino pre y transontológica (Levinás), porque lo es desde el Otro, desde las víctimas”. Enrique Dussel, Ética de la liberación, Editorial Trotta, Madrid: 1998, p. 566.

[58] Esto es asunto clave. El afán de lucha por el todo subordina el hoy de los propios luchadores no logra acumular fuerzas, y termina engrampado en la lógica del todo o nada que –según enseña nuestra experiencia– se tradujo en nada. Como reflexiona Nicolás Guevara: “… el todo o la nada es una abstracción; es la utopía global a la que se lleva el sueño por conseguir y, por conseguir el sueño, nunca se avanza en algo concreto.

Se desprecia la cotidianidad, olvidando que el ser humano vive de la solución de su problema cotidiano. (…) hay que avanzar desde la cotidianidad, partir de ella para construir el sueño, y para que sintamos todos que vamos avanzando, que no nos frustremos como la generación del setenta y parte de los ochenta. (…) Lo que no se entendió es que la utopía se construye día a día y que cada día hay que ganar algo para concretarla. Y eso implica confrontar, negociar y avanzar paso a paso junto con la gente”. I. Rauber, Construyendo…, op. cit., p. 25.

[59] Esto no niega la posibilidad o necesidad de hacerse del poder político en determinado momento de la lucha, si la acumulación de fuerzas lo permite y la dinámica del proceso de transformación lo reclama para dar un salto en el proceso. No resulta posible en este trabajo detener la mirada analítica sobre este tema; lo menciono a sabiendas de que frecuentemente suele llevar a confusiones, que no es posible analizar en este estudio

[60] Entre sujeto y organización existe una relación de interconstituyentes: el sujeto se organiza para tener mayor capacidad de incidir en la realidad y para lograr determinados objetivos, y al hacerlo modifica también –y sustantivamente– su realidad de sujeto. En ese sentido, puede decirse que la organización es interconstituyente del sujeto, solo que el polo determinante corresponde al sujeto no a la organización. (Cuando se logra un determinado nivel de organización surge una calidad nueva en el sujeto. La organización modifica cuantitativamente al sujeto porque implica un nivel de articulación que puede o no fortalecer al sujeto en sus objetivos. Lo modifica en tanto es –en ese sentido– uno de sus elementos constituyentes).

[61] En mis estudios acerca de la experiencia de los movimientos guerrilleros que se desarrollaron en Argentina en los años 70, he analizado detenidamente la estrategia del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Y en lo que hace a la relación entre el partido y el pueblo, las conclusiones a que llego permiten ejemplificar este punto.

Digo en el texto: “Desde sus orígenes y de modo creciente, el PRT concentró su principal esfuerzo en su propio desarrollo y en el de su brazo armado, el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), cuestión que en la práctica, durante toda su existencia, fue el problema central de dicha organización. Esto se tradujo en planes políticos, organizativos y de acción militar, centrados en el crecimiento numérico del PRT y del ERP, de su infraestructura, de su armamento, de su logística, su ‘inteligencia’, su propaganda, sus organismos de masa, etc”.

Según Santucho, Secretario General del PRT, alcanzar un fuerte desarrollo en esas áreas, “garantizaría el éxito de la revolución”. Para él, la duración de la lucha era responsabilidad fundamental del PRT. En virtud de ello, el período que faltaba para tomar el poder sería, según Santucho, “… mayor o menor en dependencia de la decisión, firmeza, espíritu de sacrificio y habilidad táctica de la clase obrera y del pueblo; (…) del grado de resistencia de las fuerzas contrarrevolucionarias, y fundamentalmente del temple, la fuerza y la capacidad del partido proletario dirigente (…)”. Mario Roberto Santucho, Poder burgués y poder revolucionario, Ediciones La Rosa Blindada, 1974, p. 31.

“Los resultados positivos obtenidos por el PRT-ERP hasta 1974, afianzaron en su dirigencia la idea de que era necesario obtener un mayor y más rápido crecimiento de la estructura y capacidad de acción tanto del PRT como del ERP, especialmente en el plano cuantitativo, según puede constatarse por los artículos de la prensa de dicho partido referidos a ‘organización’: más militantes, más células, más colaboradores, más periódicos, más imprentas, más combatientes, más armas, más volantes, más acciones, etc. (…) contamos con las herramientas básicas que necesitamos, –reafirmó Santucho en 1974– solo nos resta afilarlas y mejorarlas incesantemente, ser cada día más hábiles en su empleo (…)”. M. Santucho, Poder…, op. cit., p. 48.

“En lo referente al papel del partido, es curioso constatar como una misma deficiencia, el dogmatismo, aún en manifestaciones opuestas, generó similar efecto. El dogmatismo ‘clásico’ sacrificó más de una vez –en aras del partido– el sentido revolucionario de su existencia, y cayó en el reformismo. El neo-dogmatismo –también en aras del partido– se empantanó en el desarrollo creciente de una práctica militarista que, contrariamente a sus propósitos, lo alejó de las masas y de la revolución.

Tanto el dogmatismo de ‘izquierda’ como el ‘clásico’, consideraron el desarrollo del partido como primera prioridad del quehacer revolucionario, perdiendo de vista que el partido es solo la herramienta de la que se valen los pueblos para hacer su revolución, y nunca podrá serlo si actúa a la inversa”. Extracto del libro: Los errores del PRTERP, capítulo VI. Terminado en 1989, (inédito). Archivos de Pasado y Presente XXI.

[62] Itsván Mészáros, Socialismo o barbarie, Ediciones de Pasado y Presente XXI-Paradigmas y utopía, Mexico: 2005, pp. 73-74.

[63] M. Morales, ver cita 46 de este libro.

[64] Entiendo por relaciones horizontales a aquellas que se establecen sobre la base de la cooperación entre partes consideradas cualitativamente iguales, aunque los roles sociales y políticos entre ellas sean diferentes. Su implementación contribuye a superar las tradicionales relaciones verticalistas implementadas al interior de las organizaciones sociales y políticas y hacia fuera. Significa no imponer políticas, objetivos, vías, ni modos de implementación de las acciones a las organizaciones sectoriales, barriales, sindicales o sociales, ni suplantar los procesos colectivos de toma de consciencia, tanto a lo interno de la organización como en su relación con otras organizaciones sociopolíticas.

[65] El concepto de articulación, resulta clave, junto al de construcción y proceso, al de pluralismo y democracia, al de transición y propuestas abiertas, es decir, en construcción y desarrollo permanente, acorde tanto al desarrollo de los actores-sujetos involucrados en el proceso como de las condiciones histórico-sociales del país, la región y el mundo en cada momento. Un mayor desarrollo de esto puede encontrarse en el capítulo IV de: I. Rauber, Claves…, op. cit

[66] Una tarea es identificar cuáles, para trabajar esa posibilidad y luego dar los pasos prácticos necesarios para concretarla. Esto es muy importante para dar carácter estable a la organización, paso indispensable para el desarrollo de la consciencia política de sus miembros.

[67] Siempre y cuando no quede a expensas de sus componentes espontáneos. Es necesario trabajar política y organizativamente, reflexionar colectivamente de modo que el movimiento se plantee proyectarse a objetivos superiores, cuestión que ocurre en una combinación de acumulación (gradual, imperceptible) y saltos.

[68] Así lo enfocan por ejemplo en Copadeba: “la gente no solo participa en al definición de las luchas coyunturales, sino que de una y otra manera se articula y participa también en la definición de hacia dónde vamos en la definición de un proyecto de carácter político. Y esto permite que ella enlace las luchas que se dan en la cotidianidad con los objetivos a largo plazo de nuestra organización.”[Víctor de la Cruz]. Y en otro momento, Nicolás Guevara acota: “También, en la misma reflexión y formación se va dando cuenta realmente de lo que es a corto plazo y lo que es a largo plazo.” I. Rauber, Construyendo…, op. cit., pp. 27-28.

[69] Enrique Dussel, Ética…, op. cit., p. 527.

[70] Alain Badiou, El ser y el acontecimiento, Bordes Manantial, Buenos Aires: 1999, p. 445.

[71] Interpretación vulgarizada de la afirmación de que “el ser social determina la consciencia”, y de que el ser humano piensa según vive.

[72] Ver, Carlos Marx, “Introducción de la Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel”.

[73] En las “Tesis sobre Feuerbach”, en la tesis I, Marx señala: “El defecto fundamental de todo el materialismo anterior –incluido el de Feuerbach– es que solo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad. Bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo.(…)” Marx Carlos. “Tesis sobre Feuerbach”, Obras escogidas t. II, Ediciones en Lengua Extranjeras, Moscú: (s/f), p. 426. Subrayados del autor. Allí destaca: 1. La actividad supone la intervención activa del sujeto, por tanto, de sus ideas, instrumentos, métodos y técnicas concretas para guiar esa intervención. 2. La práctica –generalmente asumida por los marxismos diversos como actividad material–, aparece aquí (y en la tesis V) claramente definida conteniendo a la subjetividad, lo que significa que abarca y contiene también a la actividad teórico espiritual de los sujetos intervinientes en ella. Coincido en esto con Pierre Bourdieu –en su propuesta y en el hecho de rescatar el pensamiento dialéctico de Marx al respecto– cuando rechaza la concepción mecanicista que concibe a la práctica como actividad material inmediata, es decir, como ejecución. Ver: Pierre Bourdieu, Cosas dichas, Gedisa, Barcelona: 2000, p. 25.

[74] Tradicionalmente se ha empleado esa afirmación de Marx a modo de justificar la existencia de los partidos de vanguardia. Esto es: La vanguardia concibe la idea, define los objetivos y traza la estrategia para alcanzarlos, una parte de la cual se destina a “concienciar” a las masas acerca del programa y las propuestas de la organización, para que sean ellas las que las materialicen (ejecuten) con su actividad práctica de lucha “política”.

[75] Ver, “Ciencias sociales y educación popular: ideas para un diálogo de saberes”, en: Marta Harnecker y Isabel Rauber, Memoria oral y educación popular, Cendal, Bogotá: 1996, pp. 72-85.

[76] El ciudadano político común queda limitado a desplegarse como tal en el acto eleccionario, sin intervenir luego en el proceso de vida y desarrollo de la sociedad, que por ende resulta fuera de su alcance y comprensión, presentándose ante él como algo ajeno a su cotidianidad y a las relaciones sociales que establece con su actividad. Este extrañamiento o ajenamiento político se consuma una y otra vez mediante la reiteración de las prácticas de despojo (y delegación) que se conjugan y retroalimentan en cada acto (y estructura) de representación políticas así concebidas, cuestión que se profundiza aún más en las actuales democracias de mercado, que tornan a las sociedades en hostiles a los propios ciudadanos que las construyen y dan vida con su trabajo y modo de articularse en lo social, cultural, religioso, etcétera.

[77] Por eso resulta tan importante el planteo estratégico de la construcción de poder desde abajo, que supone su transformación desde la raíz y desde adentro (el interior) de los procesos, fenómenos, organizaciones, personas. La transformación social solo será posible si parte –y se fundamenta– desde el interior de nosotros mismos. “Tiene que ver con la actitud de cada uno en su hogar, en su barrio, en su lugar de trabajo, en su organización social, en su organización política”. Isabel Rauber, Transformarnos para transformar. Pasado y Presente XXI, 2001, p. 7.

[78] I. Mészáros, Socialismo..,op. cit., p. 75. [Subrayado de IR].

[79] La ideología despojo-delegación influye no solo en el núcleo dirigente del partido, o sea, en aquellos que alcanzan la condición de “representantes de”, no influye solo sobre los militantes “representados” sino también sobre la ciudadanía en general; es un hecho cultural presente en la mentalidad de la sociedad, y solo después de una larga práctica –cuyos manifestaciones nefastas en la construcción de las alternativas socialistas que se derrumbaron saltan a la vista–, comienza a verse con claridad.

[80] El voluntarismo extremo que se encarnó en la militancia de los setenta, suprimiendo prácticamente el derecho a la vida personal e instaló como contrapartida la entrega incondicional y en todo momento a la causa de la liberación revolucionaria, resulta una muestra elocuente de ello

[81] Ante la crisis de representación (y de credibilidad) tan profunda que existe y se expande día a día en nuestras sociedades, algunos autores (y sectores sociales y políticos), rechazan cualquier tipo de representación y plantean la democracia directa como única alternativa. Pero ella resulta inviable en algunas situaciones y modalidades, por ejemplo, a la hora de pensar en la participación de los habitantes de una gran ciudad, una provincia o un país. Sin embargo, hay que poner atención en no utilizar esto como excusa para no apelar a modalidades creativas que, aprovechando los actuales recursos tecnológicos y de comunicación, por ejemplo, propicien diversas formas de participación que no necesariamente reclamen la presencia física directa de los participantes.

[82] Carta a los participantes del 3° FSM, 27 de enero de 2003.

[83] Esto se conjuga con la concepción elitista acerca de la consciencia social: ¿Quiénes pueden llegar a tener consciencia ideológica y política plena acerca de la sociedad y su transformación?, ¿acaso los que están inmersos en las organizaciones reivindicativas y sus luchas por la sobrevivencia? La respuesta es, en ese caso, obviamente negativa. La consciencia “verdadera y científica” acerca de la sociedad en que viven, la que es capaz de pensar la totalidad y cuestionarla planteándose su transformación, es patrimonio –según la concepción fragmentaria– de los ciudadanos que pertenecen al mundo de lo político y la política (y no de todos, sino de su vanguardia organizada en el partido que representa a la clase). Son ellos entonces –a través de sus partidos políticos–, los encargados de concienciar a los demás, a los “ciudadanos mediocres”, incapacitados per se para alcanzar una verdadera consciencia de la realidad, que será por tanto, una consciencia enajenada que hay que liberar (desde afuera).

[84] Este aspecto –para el caso de las organizaciones barriales–, ha sido profusamente abordado en la sistematización de la experiencia del Comité para la Defensa de los Derechos Barriales (Copadeba). Puede consultarse en: I. Rauber, Construyendo…, op.cit

[85] Algunos sectores políticos de izquierda adoptaron la vía de la construcción desde abajo porque no tenían otro camino para desarrollar su práctica política, pero cuando entrevieron otra posibilidad, han sentido a lo reivindicativo sectorial como un freno, como un obstáculo para dar el salto a lo político, y –en vez de buscar caminos para combinar ambos espacios y metodologías– abandonaron la estrategia de la construcción desde abajo. Otra vez el pensamiento dicotómico: o es desde abajo o por arriba; o es reivindicativo o es político.

[86] C. Marx, Miseria…, op. cit., p. 170. [Cursivas de I.R.]

[87] No coincido por tanto, con los argumentos que esgrimen algunos sectores acerca de que la falta de elaboración acabada de un nuevo proyecto popular alternativo es la que obstaculiza la articulación entre los diversos actores sociales y políticos. La relación entre proyecto y sujeto no es lineal, pero, incluso si lo fuera, siempre ocurriría al revés.

[88] No en los casos de Bolivia y Ecuador, por ejemplo

[89] “Con la constitución de los partidos políticos obreros –bajo la forma de la división del movimiento en un ‘brazo industrial’ (los sindicatos) y un ‘brazo político’ (los partidos socialdemócratas y vanguardistas)–, la defensiva del movimiento se arraigó todavía más, pues los dos tipos de partido se apropiaron del derecho exclusivo de toma de decisión, que ya se anunciaba en la sectorialidad centralizada de los propios movimientos sindicales. Esa defensiva se agravó todavía más por el modo de operación adoptado por los partidos políticos, cuyos éxitos relativos implicaron el desvío del movimiento sindical de sus objetivos originales. Pues en la estructura parlamentaria capitalista, a cambio de la aceptación de la legitimidad de los partidos obreros por el capital, se hizo absolutamente ilegal usar el brazo industrial para fines políticos.” I. Mészáros, Socialismos…, op. cit., p. 60.

[90] Aquel modelo mantuvo –y aún mantiene– la segregación y reclusión de las luchas sociales al ámbito de lo reivindicativo, y excluyó a este del ámbito de lo político (considerándolo su antesala permanente). Por esa vía, lejos de acortar la enajenación de los trabajadores y el pueblo, no solo la mantuvo sino que la incrementó. El peor de los engendros de este punto de vista radica en la fragmentación entre el partido de la clase y la propia clase.

[91] Una de sus organizaciones integrantes, al referirse a las características de ese Frente denota que no se asientan en prácticas precedentes de construcción, sino en previsiones de lo que “deberá ser”. La pregunta es, ¿a partir de dónde? “Se requiere –dicen–, de un Movimiento político y social donde confluyan los más variados sectores de la sociedad, para que bajo el criterio de la democracia comunitaria, de la consciencia social y política, construyamos los pilares para una nueva Colombia donde impere la justicia social y la paz.” José Sanín, Nuevos movimientos políticos: entre el ser y el desencanto, Instituto Popular de Capacitación, Medellín: 1997, p. 339.

[92] “¿Qué es lo que los unifica?, ser naciones originarias. Pero, ¿en que sentido se autoidentifican?, ¿qué es lo que los hace cuajar? El estar negados. Es decir, no tienen espacio en la estructura del Estado, en la sociedad, no tienen espacio en las leyes, aunque han tratado de darles espacio, pero para ellos no es suficiente. ¿Por qué el quechua se une con el aymara, y estos con los de las tierras bajas?, porque todos están negados por la sociedad oficial; están rechazados; no existen, no existieron nunca. Entonces, ¿qué es los que los constituye como sujetos?, el estado de negación. ¿Por qué es eso lo que une? Porque no hay afirmación, porque a fin de cuentas, han pasado 500 años y lo suyo propio no es algo ya tan definido, tan claro, tan nítido. Están permeados de lo que rechazan, corre por sus venas esa lógica también.

Entonces, ahí viene el desafío. El gran desafío es el mismo que tendría una izquierda en el sentido marxista: qué es el socialismo ahora. Ellos están ante lo mismo; quieren una sociedad propia, que exprese su cosmovisión, su lógica, su concepción del mundo; una sociedad donde no haya explotación, donde haya reciprocidad, hermandad, que no es otra cosa que la versión comunitaria de una visión socialista utópica. Estamos en el desafío de unir –y yo no veo ninguna diferencia– la visión marxista con la de ellos, con la original, porque efectivamente el objetivo es el mismo. Pero ellos todavía no se encuentran a sí mismos, están en la búsqueda.” [Manuel Morales, entrevista citada].

[93] Para no sentirnos abrumados ante tantos desafíos quizá sea bueno recordar que –además de las consideraciones de fondo que reclaman modificaciones radicales–, la convulsión cultural que vivimos responde también al cambio de mundo. El mundo en que nacimos y en el que nos formamos los y las que tenemos más de 30 años se ha derrumbado, y los cambios no son un simple maquillaje. Como ejemplo de ello creo resulta suficiente el que nos muestra en el recuerdo un mundo bipolarizado regido por la búsqueda constante de mantener (o romper) el equilibrio de fuerzas por cada una de las partes, y el actual mundo unipolar, cuyo polo se manifiesta crecientemente irracional y agresivo contra la humanidad toda.

[94] El caso más nítido se sintetiza en la propuesta del Partido Comunista Argentino, cuando se refiere a la “izquierda roja”. No deja de reconocer que existen otras izquierdas, pero obviamente –al no considerarlas “rojas”–, las excluye del grupo de vanguardia, al que asume depositario de la responsabilidad de guiar a todos los demás por auto-declararse “izquierda roja”(…) tenemos que empezar por unir a los que luchan y a la cultura de izquierda roja…, convoca un dirigente del PCA, en acto conmemorativo celebrado en Córdoba, Argentina, en 2001. Tomado de www.nuestrapropuesta.org.ar

[95] El papel de Hugo Chávez en Venezuela, por ejemplo.

[96] Esto no niega que un núcleo de actores sociopolíticos pueda desarrollar de forma estable funciones de organización, articulación y dirección del conjunto de actores en diversas coyunturas. Apunta sobre todo, a rechazar la anterior separación entre vanguardias estratégicas y vanguardias de coyunturas que aceptaba que las vanguardias coyunturales llegaran a constituirse con cierta flexibilidad a partir de frentes o movimientos policlasistas, pero preservaba (a la vez que ubicaba en un escalón superior) la condición de vanguardia estratégica para las organizaciones políticas “de la clase obrera” y de estricta filiación marxista-leninista.

[97] Rodrigo A. Baño, “Sobre movimiento popular y política”, Archivo del Centro de Estudios sobre América (CEA), DO 489, (s/f). p. 23.

[98] Luchar es siempre importante, pero para quienes buscan encaminar procesos y definir situaciones convergentes con objetivos propios, es imprescindible que estas luchas sean las que marquen el rumbo y el ritmo de los acontecimientos y los conflictos entre los sectores del poder y no al revés, es decir, que no sean arrastradas e instrumentalizadas por los conflictos de los sectores dominantes pues, en tal caso, quedarán encerradas dentro de su lógica y serán funcionales a sus requerimientos. Como señala Samir Amín: “De lo que se trata es de no subordinar las luchas a los conflictos, sino obligar a los conflictos a subordinarse a las luchas”. Isabel Rauber, “Argentina, hora de unidad y de patria”, Qué son las asambleas populares, Ediciones Continente-Peña Lillo, Buenos Aires: 2002, p. 75

[99] No existe un todo predeterminado, final, al que haya que “llegar”, ni un tiempo y un camino ya fijados para ello; lo van dibujando entre los distintos actores populares con su participación, sus ritmos y en sus tiempos. El todo es siempre también cada una de las partes, está latiendo en ellas y existiendo en los modos concretos de su articulación en cada momento.

[100] I. Rauber, “Argentina…, op.cit., pp. 72-73

[101] Todas las experiencias sociopolíticas del continente son un fiel ejemplo de esto, entre ellas, las de Chiapas, en México, y el Movimiento Sin Tierra, de Brasil. Esta última resulta ser —quizá por el empeño sostenido, prolongado y sistemático de la misma—, una de las que mayores riquezas y enseñanzas ha acumulado al hacer de esto una de sus banderas de constitución y desarrollo. Es necesario que todos nos apropiemos de esta como de otras experiencias, para crecer colectivamente no solo a nivel local-nacional sino articulados (y articulando) a un gran movimiento socio-político-cultural continental. La realización del Foro Social Mundial y los foros temáticos y continentales, marcan buenas pistas en este sentido.

[102] En esta relación conflictiva, en las luchas, es donde se van perfilando las identidades de los diversos actores. (Esto implica) que las identidades se van construyendo en relación con otras; ellas no existen a priori y la lucha es “sobre la formación misma de los sujetos, lucha por determinar-articular los límites sociales”. Ana Sojo, Mujer y política, Editorial DEI, San José: 1988, p. 34.

[103] Por eso no puede equipararse esta concepción interrelacional de la sociedad, que constituye y apuntala un modo de vida basado en la equidad y la solidaridad mutuas, con planteos aparentemente similares o parecidos, como por ejemplo, los que años atrás expresó Raúl Zibechi en su texto “Mirada horizontal”. Según él mismo lo reconoció en un panel que compartimos en Guatemala, en el mencionado texto él entiende y propone la horizontalidad como una forma organizativa de los movimientos sociales que buscaban estructurarse sin jerarquías ni centro. Eso no dio resultado, dijo, y por ello abandonó la propuesta un tiempo después.

[104] N. Guevara, Construyendo…, op. cit., p. 41.

[105] Tolerancia-intolerancia son conceptos que encierran intereses y posiciones de poder. ¿Quién tolera a quienes y por qué? Lo ideal sería hablar de aceptación natural, pero para llegar a eso, apelar a la tolerancia contribuye a la modificación de las relaciones de intolerancia, exclusión y discriminación. En tal sentido el concepto tolerancia es incorporado aquí como: un concepto de transición para la transición.

[106] Existe una marcada tendencia a identificar, igualar –y por tanto confundir–, lo multicultural con la diversidad étnica y, más concretamente, exclusivamente con lo indígena. Esto restringe los planteamientos de multi e interculturalidad, por un lado, a una cuestión étnica y, por otro, deja fuera del mapa socio-político a una parte del campo popular, del mismo modo que –aunque por otras vías–, lo hace la posición hegemónica tradicional (monocultural).

[107] Completitud-incompletitud: conceptos claves de las cosmovisiones indígenas. Ellas tienen entre sus principios a la dualidad, entendiendo por tal no al paralelismo, sino a lo que necesariamente, según este principio, en par (en pareja): hombre-mujer, por ejemplo. Lo que está solo, según esta lógica, está fraccionado, incompleto, y busca –casi teleológicamente– su completitud; la complementariedad es parte de esa búsqueda.

[108] Algunos autores rechazan el concepto y la posibilidad de “acumulación” de poder. Consideran que el poder no se puede acumular. Si se toma la acumulación como una sumatoria cuantitativa de cualidades ciertamente es imposible. Pero no es el caso; la acumulación de poder popular es ante todo acumulación (crecimiento) de consciencia, de saberes, de capacidad organizativa y de organización, de capacidad para construir propuestas y llevarlas adelante, de afianzamiento de la fuerza de la voluntad colectiva organizada, de practicar nuevas interrelaciones humanas, de impulsar un desarrollo cultural desde abajo creando y avanzando el nuevo mundo.