Balthazar 2. Lawrence Durrell. 1958. Primera parte, I

Balthazar no es tanto la historia del doctor de este nombre como su versión de los acontecimientos centrales del Cuarteto de Alejandría, y particularmente la historia de Justine y el suicidio de Pursewarden.

Estamos pues ante la misma historia ya narrada en Justine, y sin embargo la forma de contarla, la atención a unos aspectos u otros, el distinto conocimiento de los detalles y el diálogo que se establece entre las cartas en que se cuenta esta historia y el joven escritor que las recibe hacen que sea una novela completamente distinta a su predecesora, con una mayor carga de dramatismo y misterio.

NOTA

Los personajes y situaciones de esta novela, la segunda de un grupo, —hermana, no sucesora de Justine— son imaginarios, como también lo es el narrador. La ciudad misma no podría ser menos irreal.

Como la literatura moderna no nos ofrece Unidades me he vuelto hacia la ciencia para realizar una novela como un navío de cuatro puentes cuya forma se basa en el principio de la relatividad.

Tres lados de espacio y uno de tiempo constituyen la receta para cocinar un continuo. Las cuatro novelas siguen este esquema.

Sin embargo, las tres primeras partes se despliegan en el espacio (de ahí que las considere hermanas, no sucesoras una de otra) y no constituyen una serie. Se interponen, se entretejen en una relación puramente espacial.

El tiempo está en suspenso. Sólo la última parte representa el tiempo y es una verdadera sucesora.

La relación sujeto-objeto es tan importante para la relatividad que he debido emplear los dos tonos: el subjetivo y el objetivo. La tercera parte, Mountolive, es una novela estrictamente naturalista en la cual el narrador de Justine y Balthazar se convierte en objeto, es decir, en personaje.

Este método no debe nada ni a Proust ni a Joyce, pues a mi entender sus métodos, ilustran la noción de «duración» de Bergson, no la relación «espacio-tiempo».

El tema central del libro es una investigación del amor moderno.

Estas consideraciones pueden parecer un poco presuntuosas e incluso grandilocuentes. Pero valga la pena tratar de descubrir una forma, adecuada a nuestro tiempo, que merezca el epíteto de «clásica». Aunque el resultado sea «ciencia-ficción» en la verdadera acepción del término.

L. D., Ascona, 1957

El espejo ve al hombre hermoso, el espejo ama al hombre; otro espejo ve al hombre horrible y lo odia; y es siempre el mismo ser el que produce las impresiones.

D. A. F. DE SADE: Justine

Sí, insistimos en esos detalles, mientras usted los cubre con un velo de pudor que borra todo su borde de horror; sólo queda aquello que es útil para quien quiera familiarizarse con el hombre; no se imagina usted hasta qué punto esos cuadros pueden servir al desarrollo del espíritu humano; quizá nuestro respeto ciego por esa rama del saber deriva de la estúpida reserva de quienes pretenden entender de esas cuestiones. Dominados por terrores absurdos, enarbolan puerilidades familiares a todos los imbéciles y no se atreven a asir con audacia el corazón humano y revelarnos sus gigantescas particularidades.

D. A. F. DE SADE: Justine

PRIMERA PARTE

I

Tonalidades del paisaje: del castaño al bronce, horizonte escarpado, nube baja, suelo de perla con sombras nacaradas y reflejos violetas. El polvo leonado del desierto: tumbas de los profetas que, viran al zinc y al cobre cuando el sol se pone en el antiguo lago. Sus enormes fallas en la arena como filigranas que traza el aire; verde y cidra que desembocan en metal oxidado, en una única vela color de ciruela oscura, húmeda, palpitante, ninfa de alas pegajosas. Taposiris ha muerto entre sus columnas desmoronadas y sus balizas, los Harponeros han desaparecido… Mareotis bajo un cielo de lila caliente.

verano: arena color de cuero, cielo de mármol ardiente.

otoño: grises de magulladura tumefacta.

invierno: nieve crujiente, arena fría paneles de cielo claro, destellos de mica. verdes lavados del delta. magníficos campos de estrellas.

¿Y la primavera? Ah, no hay primavera en el delta, no hay sensación de rejuvenecimiento y renovación en las cosas. Se sale bruscamente del invierno para caer en la efigie de cera de un verano demasiado caliente, irrespirable. Pero aquí por lo menos, en Alejandría, las bocanadas del mar nos salvan del peso inmutable de la nada del verano, trepan por encima de la barra, entre los barcos de guerra, y agitan los toldos rayados de los cafés en la Grande Corniche. Nunca hubiera…

La ciudad, a medias imaginada (y sin embargo absolutamente real) empieza y termina en nosotros, tiene sus raíces plantadas en nuestra memoria. ¿Por qué debo volver a ella noche tras noche, escribiendo junto al fuego de algarrobo mientras el viento del Egeo se aferra a esta casa isleña, la aprieta y luego la suelta, doblando los cipreses como arcos? ¿No he dicho ya bastante de Alejandría? ¿Me dejaré contaminar otra vez por los sueños de la ciudad y el recuerdo de sus habitantes?

¡Esos sueños que creí cerrados bajo llave en el papel, confinados en las cámaras blindadas de la memoria! Se diría que me complazco en mi desdicha. Pero no es así. Un solo factor casual ha cambiado todo, me ha obligado a volver sobre mis pasos. La memoria, echándose un vistazo en el espejo.

Justine, Melissa, Clea… Se hubiera dicho —tan pocos éramos— que cabrían fácilmente en un solo libro, ¿verdad? Yo también lo hubiera dicho, lo dije. Dispersos ahora por el tiempo y las circunstancias, el contacto interrumpido para siempre…

Me había impuesto la tarea de rescatarlos en palabras, de restablecerlos en la memoria, de adjudicar a cada uno y cada una su posición en mi tiempo. Por egoísmo.

Y cuando terminé esa obra, me sentí como si hubiera cerrado con llave la casa de muñecas de nuestros actos. En realidad veía a mis amantes, a mis amigos, no ya como personas vivientes sino como imágenes en colores surgidas de mi espíritu, habitantes, no de la ciudad, sino de mis papeles, figuras de un tapiz. Era difícil otorgar más realidad a esos personajes que a las palabras con que me refería a ellos.

¿Qué es lo que me ha hecho volver sobre mí mismo?

Pero para poder seguir, es preciso retroceder, no porque sea falso todo lo que he escrito sobre ellos, nada de eso. Pero en ese entonces no disponía de la totalidad de los hechos. Tracé un cuadro provisional como quien reconstruye una civilización perdida a partir de algunos fragmentos de vasos, de una inscripción en una tableta, un amuleto, algunos huesos humanos, una máscara fúnebre de oro, sonriente.

«Vivimos —escribe Pursewarden— vidas que se basan en una selección de hechos imaginarios. Nuestra visión de la realidad está condicionada por nuestra posición en el espacio y en el tiempo, no por nuestra personalidad, como nos complacemos en creer. Por eso toda interpretación de la realidad se funda en una posición única. Dos pasos al este o al oeste, y todo el cuadro cambia». Algo por el estilo…

En cuanto a los personajes humanos, sean reales o inventados, son animales que no existen. Cada psiquis es en realidad un semillero de predisposiciones antagónicas.

La personalidad concebida como una entidad con atributos fijos es una ilusión… ¡pero una ilusión necesaria si queremos enamorarnos!

Por lo que respecta a ese algo que permanece constante… por ejemplo, el beso tímido de Melissa se puede predecir (de un modo incierto, como las primeras obras salidas de la imprenta), y el ceño de Justine que vela el resplandor de los ojos oscuros, órbitas de la Esfinge a mediodía. «Al final —dice Pursewarden— todo podrá ser cierto de cualquiera. Santo y Malvado son copartícipes». Tiene razón.

Hago todo lo que puedo por acercarme a los hechos…

En su última carta Balthazar me escribía: «Pienso en usted a menudo y no sin cierto malhumor. Se ha retirado a su isla creyendo disponer de todos los datos sobre nosotros y nuestras vidas. No cabe duda de que nos va a juzgar en el papel a la manera de los escritores. Me gustaría conocer el resultado. Seguramente no tendrá nada que ver con la verdad —quiero decir, con esas verdades que yo podría decirle acerca de nosotros y quizá de usted mismo. O con las verdades de las que podría hablarle Clea (está en París y ha dejado de escribirme). Me lo imagino, hombre sabio, leyendo escrupulosamente Moeurs, los diarios íntimos de Justine, de Nessim, etc., convencido de que va a encontrar la verdad en ellos. ¡Error! ¡Error! Un diario íntimo es el último lugar al que hay que acudir si se quiere conocer la verdad sobre una persona. Nadie se atreve a confesarse en el papel las últimas verdades, por lo menos en lo que se refiere al amor. ¿Sabe de quién estaba realmente enamorada Justine? Me dirá que de usted, ¿verdad? ¡Confiese!».

Mi única respuesta fue enviarle el enorme atado de papeles que se había acumulado penosamente bajo mi pluma y al cual yo había dado, con cierta vaguedad, el nombre de Justine, aunque el de Cahiers hubiese prestado los mismos servicios.

Han transcurrido desde entonces seis meses de silencio, un silencio que me tranquiliza pues indica que mi crítico, satisfecho, ha debido optar por callarse.

No puedo decir que he olvidado la ciudad, pero dejo dormir su recuerdo. Está y estará siempre allí, suspendida en el espíritu como el espejismo que los viajeros encuentran con tanta frecuencia. Pursewarden describe el fenómeno con las siguientes palabras:

«Estábamos todavía a tal distancia de la costa que no la distinguiríamos antes de dos o tres horas de navegación, cuando de pronto mi compañero lanzó un grito y señaló el horizonte. Vimos en el cielo la imagen invertida de la ciudad, de tamaño natural, luminosa y trémula como si estuviera pintada en una seda polvorienta, pero con exactitud concienzuda. Podía reconstruir claramente y de memoria sus detalles, el palacio Ras El Tin, la mezquita Nebi Daniel y así sucesivamente. La representación era tan alucinante como una obra maestra pintada con toques de rocío. Se mantuvo suspendida en el cielo largo rato, quizá veinticinco minutos, antes de disolverse lentamente en la bruma del horizonte. Una hora más tarde apareció la ciudad real, un borrón que se fue hinchando hasta adquirir las dimensiones de su espejismo».

Los dos o tres inviernos que hemos pasado en esta isla han sido solitarios, inviernos duros, barridos por el viento, veranos tórridos. Por fortuna, la niña es demasiado pequeña para sentir como yo la falta de libros, de conversación. Es alegre y vivaz.

Con la primavera llegan ahora las largas calmas, los días sin mareas, sin perfumes, de la premonición. El mar se amansa y permanece atento. Pronto vendrán las cigarras con su música crepitante que sirve de fondo a la planta seca del pastor entre las rocas. La tortuga y la lagartija son nuestros únicos compañeros.

Debo explicar que nuestro solo vínculo regular con el mundo exterior es el correo de Esmirna que una vez por semana cruza por delante del promontorio rumbo al sur, siempre a la misma hora, a la misma velocidad, justo después de la puesta del sol. En invierno desaparece tras la mar gruesa y el viento, pero ahora me siento a esperarlo.

Al principio sólo se oye el débil tamborileo de las máquinas. Luego el barco se desliza alrededor del cabo, trazando su línea de espuma sedosa en el mar, brillantemente iluminado en la oscuridad diáfana de la noche egea, condensada pero sin contornos, como una inquieta nube de luciérnagas. Pasa velozmente y desaparece demasiado rápido detrás del promontorio próximo, dejando tras de sí el fragmento indistinto de una canción popular o la cáscara de una mandarina que encontraré al día siguiente, remojada, en la larga playa de guijarros donde me baño con la niña.

La pequeña glorieta de laurel rosa bajo los plátanos: ese es mi escritorio. Después de acostar a la niña, me siento aquí, delante de la vieja mesa manchada por el aire marino, y espero al visitante, sin resolverme a encender la lámpara de parafina antes de que haya pasado. Es el único día de la semana que conozco por su nombre: jueves.

Parecerá una tontería, pero en una isla donde no hay la menor distracción, espero esa visita semanal como un escolar su día feriado. Sé que el barco trae cartas por las cuales tendré que esperar quizá veinticuatro horas. Pero nunca lo veo desaparecer sin pesar. Y cuando ha pasado, suspiro, enciendo la lámpara y vuelvo a mis papeles.

Escribo con tanta lentitud, con tanto esfuerzo. Pursewarden me dijo una vez, hablando de la tarea de escribir, que el sufrimiento que acompaña la creación se debía, en los artistas, tan sólo al miedo a la locura: «Fuerce un poco la mano y dígase que le importa un rábano volverse loco, ya verá que la cosa viene más rápido, que la barrera se rompe». (No sé hasta qué punto es así. Pero el dinero que me legó en su testamento me ha sido de gran ayuda, y todavía me quedan algunas libras que se interponen entre mi persona y los demonios de las deudas y el trabajo).

Describo esta diversión semanal con cierto detalle porque en ese marco hizo irrupción Balthazar una tarde de junio, de una manera tan imprevista que me sorprendió —iba a escribir «que me ensordeció» (no hay aquí nadie con quien hablar). Esa tarde se produjo una especie de milagro. El barquito, en lugar de desaparecer como de costumbre, viró bruscamente describiendo un arco de 150 grados y entró en la laguna, donde se detuvo, envuelto en el capullo aterciopelado de sus luces, para arrojar, en el centro del charco de oro que había creado, la larga y lenta cadena del ancla que es el símbolo mismo de la búsqueda de la verdad.

Conmovedor espectáculo para quien como yo, recluido en espíritu al igual que todos los escritores —como el velero en la botella; que no navega a ninguna parte—, miraba como el indio debe haber mirado la primera embarcación del hombre blanco que abordó las orillas del Nuevo Mundo.

Luego el chapoteo irregular de los remos quebrando la oscuridad, el silencio, y al cabo de una eternidad, las pisadas de zapatos ciudadanos en los guijarros. Una voz ronca indicó el camino. Después, el silencio. Al encender la lámpara y hacer subir la mecha para librarme del maleficio que entrañaba esa ruptura del orden, la grave y oscura cara de mi amigo, como una aparición con cabeza de chivo surgida del otro mundo, se materializó entre el follaje espeso de los mirtos. Respiramos profundamente y nos quedamos mirándonos, sonriendo bajo la luz amarilla: los oscuros rizos asirios, la barba de Pan.

—No… ¡soy yo en persona! —exclamó Balthazar lanzando una carcajada, y nos abrazamos frenéticamente.

¡Balthazar!

El Mediterráneo es un mar absurdamente pequeño; la magnitud y la grandeza de su historia nos hacen imaginarlo más grande de lo que en realidad es. Alejandría —tanto la verdadera como la imaginada— está a sólo unos cientos de millas marinas hacia el sur.

—Voy a Esmirna —dijo Balthazar— desde donde pensaba enviarle esto. —Puso sobre la vieja mesa cruzada de cicatrices el manuscrito que yo le había enviado, un enorme paquete de papeles ajados, cubiertos de frases y párrafos intercalados, constelados de signos de interrogación. Se sentó frente a mí con su aire mefistofélico y dijo en voz más baja, más vacilante:

—Me he preguntado mucho tiempo si debía decirle ciertas cosas que he puesto ahí. Por momentos me parecía una locura y una impertinencia. Después de todo, ¿cuál fue su propósito? ¿Pintarnos como individuos de carne y hueso o como «personajes de ficción»? No lo sabía. Ni lo sé. Estas páginas pueden ser la causa de que yo pierda su amistad sin añadir nada a todo lo que usted sabe. Usted ha pintado la ciudad, pincelada tras pincelada, sobre una superficie curva; ¿cuál fue su objeto: la poesía o los hechos? Si le interesaban los hechos, hay algunas cosas que tiene el derecho de conocer.

No me había explicado aún su sorprendente aparición, tan impaciente estaba por referirse al motivo central de su visita. Al advertir mi asombro ante la nube de luciérnagas que brillaban en la bahía habitualmente desierta, me dijo sonriendo:

—El barco se retrasará unas horas debido a una avería en las máquinas. Es de la flota de Nessim. El capitán es Hasim Kohly, un viejo amigo, ¿se acuerda de él? ¿No?

Bueno, pues de sus someras descripciones deduje dónde vivía usted; ¡pero desembarcar así, a la puerta de su casa!…

Era maravilloso oír su risa una vez más.

Pero yo apenas lo escuchaba, pues sus palabras me habían sumido en una

agitación, en un deseo violento de estudiar sus comentarios, de revisar, no mi libro (que nunca había tenido la menor importancia para mí porque no se publicaría siquiera), sino mi visión de la ciudad y de sus habitantes. Pues mi Alejandría personal había llegado a serme tan cara en aquella soledad, como un método de introspección, casi una monomanía. Estaba tan emocionado que no sabía qué decirle.

Quédese con nosotros, Balthazar… quédese un tiempo…

—Partimos dentro de dos horas —me respondió, y dando golpecitos en el montón de papeles que tenía delante, en tono de duda añadió—: Quizá esto le provoque visiones, le dé fiebre.

—Bueno… no pido nada mejor.

—Todavía somos personas reales —añadió—, por mucho que usted diga, al menos los que seguimos viviendo. Melissa, Pursewarden no pueden responder porque están muertos. En fin, es lo que se cree.

—Es lo que se cree. Las mejores respuestas vienen siempre del otro lado de la tumba.

Nos sentamos y comenzamos a hablar del pasado con cierto envaramiento.

Balthazar había comido a bordo y yo no tenía nada que ofrecerle salvo un vaso del buen vino de la isla que sorbió lentamente. Después quiso ver a la hija de Melissa y lo conduje a través del bosquecillo de adelfas hasta un lugar desde donde podíamos contemplar la gran habitación iluminada por el fuego, donde dormía la niña, hermosa y grave, el pulgar metido en la boca. Los ojos sombríos y crueles de Balthazar se suavizaron mientras la miraba dormir, conteniendo el aliento.

—Algún día —dijo en voz baja— Nessim querrá verla. Muy pronto, se lo advierto. Ya ha empezado a hablar de ella, aunque le sorprenda. Con los años comenzará a sentir la necesidad de apoyarse en su hija, recuerde lo que le digo.

Y me citó en griego esta frase: «Primero los jóvenes trepan, como las viñas, por los melancólicos soportes de sus mayores, que se complacen en sentir sus dedos suaves y tiernos; luego los viejos se apoyan en los hermosos cuerpos de los jóvenes para descender a sus propias muertes». No respondí nada. Ahora era la habitación,misma la que respiraba, no nuestros cuerpos.

—Usted ha estado muy solo aquí —dijo Balthazar.

—Pero espléndidamente, envidiablemente solo.

—Sí, lo envidio. De veras.

Luego advirtió el retrato inconcluso de Justine que Clea me había dado en otra vida.

—Ese retrato —dijo— que fue interrumpido por un beso… ¡Qué alegría verlo de nuevo, qué alegría! —sonrió. Es como escuchar una frase musical que amamos, que nos es familiar y nos produce una emoción siempre renovada, siempre fiel.

No dije nada. No me atrevía.

Se volvió hacía mí.

—¿Y Clea? —añadió por último, con la voz dé quien interroga a un eco. Le contesté:

—No tengo noticias de ella desde hace dos años, quizá más. El tiempo no cuenta aquí. Espero que se haya casado, que se haya ido a otro país, que tenga hijos, que llegue a ser una pintora célebre… todo lo que se le puede desear.

Me miró con curiosidad y sacudió la cabeza.

—No —dijo, pero eso fue todo.

Era pasada la medianoche cuando los marinos lo llamaron desde los oscuros olivares. Lo acompañé hasta la playa, entristecido viéndolo partir tan pronto. Un bote esperaba en la orilla; el marinero tenía ya los remos preparados. Dijo algo en árabe.

El mar tenía una tibieza tentadora después de un día soleado de primavera, y cuando Balthazar subió al bote, se me ocurrió acompañarlo a nado hasta el barco que estaba a menos de doscientos metros de la orilla. Así lo hice y me mantuve a flote para verlo trepar la escala. Después izaron el bote.

—Cuidado, que no lo atrape la hélice —me gritó. Váyase antes de que echen a andar las máquinas…

—Sí…

—Espere… antes de irse…

Se metió en un camarote, volvió a salir en seguida y arrojó algo al agua. Sentí a mi lado una leve salpicadura.

—Una rosa de Alejandría —dijo—, de la ciudad que puede ofrecer todo a sus amantes salvo la felicidad —lanzó una risita ahogada. Désela a la niña.

—¡Adiós, Balthazar!

—¡Escríbame… si se atreve!

Preso como una araña en una red de luces, y volviéndome hacia los charcos amarillos que seguían flotando entre la orilla sombría y yo, agité la mano y él me contestó.

Con la rosa entre los dientes, hablando conmigo mismo, nadé hasta la playa de guijarros donde había dejado la ropa.

Y allí, sobre la mesa, a la luz amarilla de la lámpara, el nutrido comentario de Justine, como he dado en llamarlo. El manuscrito estaba acribillado de tachaduras, de garabatos casi indescifrables, de preguntas y respuestas escritas en tintas de distintos colores y hasta a máquina. Me pareció entonces en cierto modo un símbolo de la realidad misma que habíamos compartido, un palimpsesto en el cual cada uno de nosotros había dejado sus huellas personales, capa por capa.

Y ahora, ¿tendré que aprender a verlo todo con otros ojos, deberé acostumbrarme a las verdades que Balthazar ha añadido? Me es imposible describir la emoción con que leí sus notas —a veces tan detalladas, a veces tan breves y secas—, como por ejemplo en la lista que había titulado: «Algunas falacias y falsas interpretaciones», donde decía fríamente: «Número 4. Que Justine estaba “enamorada” de usted. Si de alguien estuvo “enamorada”, fue de Pursewarden. ¿Qué significa esto? Que se veía obligada a utilizarlo a usted como señuelo para proteger a Pursewarden de los celos de Nessim, su marido. En cuanto a Pursewarden, no le importaba nada de ella, ¡suprema lógica del amor!».

Una vez más evoqué la ciudad irguiéndose contra el espejo chato del lago verde y los lomos irregulares de piedra arenisca que señalaban los límites del desierto. La política del amor, las intrigas del deseo, el bien y el mal, la virtud y el capricho, el amor y el crimen se movían oscuramente en los rincones sombríos de las calles y plazas de Alejandría, en los burdeles y salones, como un gran banco de anguilas en el fango de las conspiraciones y contraconspiraciones.

Era casi el alba cuando abandoné el fascinante montón de papeles con sus comentarios sobre mi verdadera vida (interior), y como un borracho me fui a la cama tambaleándome, con la cabeza a punto de estallar, resonante de los ecos de la ciudad, la única ciudad donde todavía pueden encontrarse y unirse todas las razas y todas las costumbres, donde se entrecruzan los destinos más íntimos.

En el momento de hundirme en el sueño, oí la voz de mi amigo que me repetía: «¿Qué es lo que le interesa saber? …¿qué más le interesa saber?». «Tengo que saberlo todo para liberarme por fin de la ciudad» —respondí en mi sueño.

«Cuando se arranca una flor, la rama vuelve a su posición primitiva. Con las cosas del corazón no ocurre lo mismo», decía un día Clea a Balthazar.

Y así, con lentitud, con repugnancia, volví al punto de partida, como un hombre que al final de un viaje terrible se entera de que lo ha hecho dormido. «La verdad — me dijo una vez Balthazar mientras se sonaba en un viejo calcetín de tenis—, la verdad… no hay nada que, con el tiempo, se contradiga más».

Y Pursewarden, en otra ocasión, aunque no menos memorable: «Si las cosas fueran siempre lo que parecen, ¡qué empobrecida quedaría la imaginación del hombre!».

¿Cómo me libraré para siempre de esta ciudad ramera entre todas las ciudades: mar, desierto, minaretes, arena, mar?

No. Tengo que ponerlo todo por escrito, fríamente, hasta que pase el tiempo de la memoria y el deseo. Sé que la llave que trato de hacer girar está en mí mismo.

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