Balthazar 2. Lawrence Durrell. 1958. Primera parte, II

Le cénacle: así solía llamarnos Capodistria en la época en que nos reuníamos por la mañana temprano para hacernos afeitar en el salón tolemaico de Mnemjian, con sus espejos y palmeras, sus cortinas de cuentas y el delicioso simulacro de agua caliente y limpia, de lienzos blancos: mortajas y perfumes para los cadáveres. El jorobado de ojos violetas oficiaba en persona, porque éramos clientes de categoría (faraones muertos metidos en su baño de natrón, para sacarles las tripas y el cerebro, purificarlos y volverlos a su sitio).

Muchas veces el barbero no había tenido tiempo de afeitarse, pues acababa de llegar corriendo del hospital donde había acicalado a un muerto. Nos encontrábamos allí un momento en los sillones tapizados, en los espejos, antes de que nos separaran nuestras ocupaciones: Da Capo que salía a encontrarse con sus cambistas, Pombal que se encaminaba tambaleando al Consulado francés (boca pastosa, resaca, sensación de llevar sobre los párpados todo el peso de la noche), yo a mi escuela, Scobie al Departamento de Policía…

Tengo en alguna parte una fotografía desteñida de ese ritual matutino, tomada por el pobre John Keats, corresponsal de la Global Agency. Ahora resulta extraño mirarla. Huele a mortaja. Es el retrato elocuente de una mañana de primavera en Alejandría: rumor apacible de los molinillos de café, arrullos espesos de las gordas palomas. Reconozco a mis amigos por sus ruidos particulares: los típicos ¡puah! de Capodistria a ciertas observaciones sobre política, y luego esas secas risotadas… como eructos de un vientre de metal; la tos de Scobie, «Teuch, Teuch», provocada por el tabaco; el suave, musical «Vaya, vaya», de Pombal.

Y en un rincón estoy yo, con mi impermeable raído, perfecta imagen del maestro de escuela. En el otro rincón está sentado el pobrecito Toto de Brunel. Keats lo ha pescado en el momento en que alza un dedo con anillo hasta la sien… la sien fatal.

¡Toto! Es un original, un caso. Sus rasgos de bruja macilenta y sus ojos castaños de muchachito, el pelo que se implanta en pico, sobre su frente, su extraña sonrisa art nouveau. Era el encanto de un círculo de viejas demasiado orgullosas para pagarse un gigolo. «Toto, mon chou, c’est toi!» (Madame Umbada); «Comme il est charmant ce Toto!» (Athena Trasha). Vive de esos secos mendrugos de aprobación, hombre para mujeres viejas, con los hoyuelos hundiéndose cada día más en la piel arrugada de una cara sin edad, muy feliz, supongo. Sí. «Toto, comment vas-tu?». —«Si heureux de vous voir, Madame Martinengo!».

Era lo que Pombal llamaba despectivamente «un Caballero de la Segunda Decadencia». Su sonrisa cavaba la tumba del interlocutor, su bondad resultaba anestesiante. A pesar de su pequeña fortuna, de sus moderados excesos, se movía con soltura en el gran mundo. No se podía hacer nada por él, supongo, porque era femenino; pero si hubiera nacido mujer, se habría considerado mucho tiempo antes en decadencia. A falta de encanto personal, su pederastia le daba una especie de importancia ilícita. «Homme serviable, homme gracieux». (Conde Banubula, General  Cervoni, ¿qué más puede pedirse?).

Aunque no tenía sentido del humor, un día descubrió que podía hacer reír.

Hablaba un inglés y un francés mediocres, pero cuando le faltaba una palabra empleaba otra cuyo sentido no conocía, y la grotesca sustitución solía ser deliciosa.

Esa afectación que llegó a ser corriente en él, a veces lindaba casi con la poesía, como cuando decía «Han salido algunas moscas de mi máquina de escribir», o «El auto está hoy en trepanación». Podía hacerlo en tres lenguas. Así se excusaba de no aprenderlas. Hablaba una lengua-Toto de su invención.

Invisible detrás del objetivo, estaba aquella mañana Keats, el prototipo del Buen Muchacho, libre de malas intenciones. Olía ligeramente a transpiración. C’est le métier qui exige. Alguna vez quiso ser escritor, pero eligió el mal camino, y ahora su profesión lo ha acostumbrado tanto a permanecer en la superficie de la vida real (hechos y referencias a hechos) que ha contraído la típica neurosis de los periodistas (beben para acallarla) consistente en pensar que Algo ha ocurrido o está a punto de ocurrir en la próxima esquina, y que sólo se enterarán cuando sea demasiado tarde para pasar el dato. Este temor obsesivo de perder un fragmento de la realidad que de antemano reconocemos trivial y hasta desprovisto de toda significación, había comunicado a nuestro amigo ese tic convencional que se observa en los niños cuando tienen ganas de ir al excusado y se agitan en la silla, cruzando y descruzando las piernas. Al cabo de unos minutos de conversación se ponía de pie, inquieto, y decía: «He olvidado algo… volveré dentro de cinco minutos».

Ya en la calle lanzaba un ruidoso suspiro de alivio. Nunca iba lejos; se limitaba a dar una vuelta a la manzana para tranquilizar los nervios. Sin duda todo parecía siempre bastante normal. Se preguntaba si debía telefonear a Mahmud Pashá sobre el presupuesto de gastos militares, o si era mejor esperar hasta el día siguiente… Llevaba un bolsillo lleno de maníes, rompía las cáscaras con los dientes y las escupía, desasosegado, nervioso sin saber por qué. Después de caminar un rato, volvía de prisa al café o a la barbería, sonriendo tímidamente, como pidiendo disculpas: un «corresponsal de Agencia», el tipo mejor integrado de nuestro mundo moderno. No había en John nada que anduviera especialmente mal, salvo el plano en que había elegido vivir, pero se podría decir lo mismo de su célebre homónimo, ¿verdad?

Le debo a él esta fotografía amarillenta. (Mucho más tarde lo matarían en el desierto, en plena posesión de sus debilidades mentales). ¡La manía de perpetuar, de registrar, de fotografiar todo! Supongo que eso nace de la sensación de no gozar plenamente de nada, de sentir que la flor de todas las cosas se escapa con cada soplo de aire que exhalamos. Sus «ficheros» eran enormes, reventaban de menús firmados, de vitolas de cigarros conmemorativos, de sellos de correos, de tarjetas postales…

Después ese fichero resultó útil, pues Keats había pescado algunos de los obiter dicta de Pursewarden.

Más lejos, hacia el este, está sentado el bueno de Pombal con su gran panza y una verdadera valija diplomática debajo de cada ojo. Por fin alguien a quien se puede prodigar un poco de afecto. Su única preocupación es perder su empleo o volverse impuissant, inquietud común a todos los franceses, desde Jean Jacques. Nos peleamos bastante, aunque siempre amistosamente, pues compartimos su pequeño departamento siempre lleno de fruslerías sin valor y fruslerías más caras: les femmes.

Pero es un buen amigo, un hombre de corazón tierno, y realmente ama a las mujeres.

Cuando tengo insomnio o estoy enfermo: «Dis donc, tu vas bien?». Con rudeza, como un bon copain: «Écoute… tu veux une aspirine?» o si no «Ou bien… j’ai une jaune amie dans ma chambre si tu veux…». (No es una errata: Pombal llamaba «jaunes femmes» a todas las poules). «Hein? Elle n’est pas mal… et c’est tout payé, mon cher. Mais ce matin, moi je me sens un tout petit peu antiféministe… j’en ai marre, hein!». En esos momentos la sociedad lo abrumaba. «Je deviens de plus en plus anthropophage», decía revolviendo los ojos de una manera cómica. Además su trabajo le preocupaba; su reputación era bastante mala, las gentes empezaban a hacer comentarios, sobre todo después de lo que él llama «l’affaire Sveva»; y el día antes el Cónsul General lo había sorprendido en momentos en que se estaba limpiando los zapatos en las cortinas de la Cancillería… «Monsieur Pombal! je suis obligé de vous faire quelques observations sur votre comportement officiel!». Ouf! Un sermón de primera.

Eso explica el gesto abrumado de Pombal en la fotografía: reflexiona en todos sus problemas con expresión de abatimiento. A partir de entonces nos hemos distanciado bastante por causa de Melissa. Está furioso porque me he enamorado de ella que no es más que una bailarina de cabaret y por lo tanto indigna de que se la tome en serio.

Hay también una cuestión de esnobismo, porque de hecho ella vive ahora en el departamento y Pombal considera que eso es degradante y quizá hasta imprudente desde el punto de vista diplomático.

«El amor —dice Toto— es un fósil líquido»: realmente, un epigrama oportuno.

Enamorarse de la mujer de un banquero sería perdonable, aunque ridículo… ¿Sería de verdad perdonable? En Alejandría sólo se admira sinceramente la intriga per se; pero enamorarse es cubrirse de ridículo ante la sociedad. (Pombal es en el fondo un provinciano). Pienso en la terrible calma de Melissa muerta, en su dignidad, el frágil cuerpo envuelto en bandas, vendado como si hubiera sufrido un accidente mortal, irreparable. En fin.

¿Y Justine? El día que fue tomada esta fotografía, el cuadro de Clea quedó interrumpido por un beso, dice Balthazar. ¿Cómo podré lograr que esto sea inteligible cuando me es tan difícil visualizar esas escenas? Según parece, tengo que tratar de ver una nueva Justine, un nuevo Pursewarden, una nueva Clea… Quiero decir que debo hacer la tentativa de arrancar la membrana opaca que se interpone entre mi persona y la realidad de los actos de todos ellos, membrana tejida, supongo, con mis propias limitaciones de visión y de carácter. Mi envidia hacia Pursewarden, mi pasión por Justine, mi piedad por Melissa. Espejos deformantes… Hay que buscar el camino entre los hechos. Debo registrar todo lo que sé y tratar de hacerlo comprensible o plausible para mí mismo, si es necesario, por un acto de imaginación. ¿O es posible dejar que los actos, queden librados a sí mismos? ¿Se puede decir: «él se enamoró» o «ella se enamoró» sin tratar de adivinar su sentido, de situarlo en un contexto de circunstancias plausibles? «Esa perra» dijo una vez Pombal de Justine, «Elle a l’air d’être bien chambrée!». Y de Melissa: «Une pauvre petite paule quelconque…».

Quizá tenía razón, pero su verdadero significado está en otra parte. Aquí, así lo espero, en este papel garabateado que he tejido como una araña con la substancia de mi vida interior.

¿Y Scobie? Bueno, por lo menos él es comprensible como un diagrama, simple como un himno nacional. Parece particularmente satisfecho esta mañana, pues acaba de alcanzar su apoteosis. Después de desempeñar durante catorce años funciones de Bimbashi en la policía egipcia, «en el crepúsculo de su vida», como él dice, acaban de nombrarlo… apenas me atrevo a escribir las palabras, porque lo veo sacudido por un estremecimiento de misterio, veo su ojo de vidrio girando pavorosamente en su órbita… en el Servicio Secreto. Gracias a Dios como ya no vive, no puede leer estas palabras y echarse a temblar. Sí, el Viejo Marinero, el pirata secreto de la calle Tatwig, el mismo. Cuánto lo echa de menos la ciudad. (Su manera de decir «¡inquietante!»).

En otra parte he contado cómo respondí un día a un misterioso llamado para encontrarme en una habitación de magníficas proporciones con mi amigo, el antiguo pirata que me miraba desde atrás de su escritorio, silbando entre su desajustada dentadura postiza. Creo que sus nuevas funciones lo desconcertaban tanto como a mí, su único confidente. Desde luego, hacía mucho tiempo que estaba en Egipto y conocía bien el árabe; pero su carrera había sido relativamente oscura. ¿Qué podía esperar de él un Servicio Secreto? Más aun: ¿qué podía esperar él de mí? Yo había aclarado con lujo de detalles que el pequeño círculo que se reunía todos los meses para escuchar las explicaciones de los principios de la Cábala a cargo de Balthazar, nada tenía que ver con el espionaje; era simplemente un grupo de estudiosos de ciencias herméticas atraídos por el tema de las conferencias.

Alejandría es una ciudad de sectas, y la investigación más superficial le hubiera revelado la existencia de otros grupos análogos al que se interesaba por la filosofía hermética, a cuya cabeza estaba Balthazar: steinerianos, adeptos de la ciencia cristiana, ouspenskystas, adventistas…

¿Por qué prestaba tanta atención a Nessim, Justine, Balthazar, Capodistria, etc.? Ni yo lo sabía, ni él podía decírmelo.

Andan tramando algo —repetía débilmente. Así dice El Cairo.

En apariencia ni siquiera sabía quiénes eran sus amos. Por lo que pude entender, un ser invisible le dictaba confusamente sus tareas por teléfono. Pero «El Cairo», quienquiera que fuese, pagaba bien, y si Scobie tenía dinero para tirar en investigaciones absurdas, ¿quién era yo para impedirle que me lo ofreciera? Pensé que mis primeros informes sobre la Cábala de Balthazar bastarían para enfriar todo interés por ella, pero no. Querían cada vez más.

Y esa mañana, el viejo marinero de la fotografía estaba celebrando su nombramiento y el aumento de sueldo consiguiente, haciéndose cortar el pelo en la ciudad alta, en la más cara de las peluquerías: la de Mnemjian.

No debo olvidar que esta fotografía ha fijado también un «rendez-vous secreto», lo cual explica el aire perturbado de Scobie. Porque está rodeado de los espías cuyas actividades es necesario investigar, sin hablar de un diplomático francés de quien se murmura que es el jefe del Deuxième francés…

En tiempos normales Scobie hubiera encontrado ese establecimiento demasiado caro para su minúscula pensión de marino y su exiguo sueldo de la policía. Pero ahora es un hombre importante.

No se atrevía siquiera a hacerme un guiño en el espejo mientras el jorobado, con el tacto de un diplomático, elaboraba en el aire un sabio corte de pelo, pues la calva resplandeciente de Scobie estaba apenas guarnecida por esa especie de plumón que tienen los patitos en la rabadilla y hacía años ya que había sacrificado la barba en forma de torpedo, rala como un arbusto en invierno.

—Debo decir —declara en ese momento con voz gutural (en presencia de tanta gente sospechosa, los «espías» debemos hablar «como todo el mundo»)—, debo decir, viejo, que aquí lo tratan a uno como a un rey; Mnemjian sabe realmente lo que hace —se aclaró la garganta. Arte puro —adoptaba una entonación agorera para pronunciar términos técnicos. Cuestión de diploma; me lo dijo un amigo íntimo, peluquero de Bond Street. Se ve que usted lo tiene.

Mnemjian agradeció con su voz aguda de ventrílocuo.

—Nada de eso —dijo el viejo con gesto magnánimo. Conozco los trucos.

Ahora podía hacerme un guiño. Yo le repliqué. Los dos desviamos la mirada.

Aliviado, se puso de pie con un crujido de huesos y exhibió su mandíbula de pirata con un aire de salud pletórica. Examinó complacido su imagen en el espejo.

—Sí —dijo, haciendo con la cabeza un gesto autoritario de aprobación. Está bien.

—¿Masaje eléctrico del cuero cabelludo, señor?

Scobie meneó noblemente la cabeza y se plantó el tarbush como un tiesto en el cráneo.

—Me hace salir granos —y añadió con una sonrisa afectada—: Alimentaré lo que queda con arak.

Mnemjian saludó esta muestra de ingenio con un gesto rápido. Éramos libres.

Pero no estaba nada contento: Desanimado, caminó lentamente conmigo por Cherif Pachá hacia la Grande Corniche. Se golpeaba pensativo la rodilla con el matamoscas de crin de caballo, chupando su pipa de brezo archirremendada.

Meditaba. Luego, con una repentina impaciencia, declaró:

No puedo aguantar a ese Toto. Es un marica confeso. En mis tiempos lo hubiéramos…

Refunfuñó para sí un largo rato y luego recayó en el silencio.

—¿Qué pasa, Scobie? —le pregunté.

—Estoy preocupado —admitió. Realmente preocupado.

Cuando se paseaba por la ciudad alta había en su manera de andar y en todo su porte una arrogancia artificial —la imagen misma del Hombre Blanco rumiando los problemas específicos del Hombre Blanco, su fardo, como se dice. A juzgar por Scobie, era pesado de llevar. Sus menores gestos eran de una artificialidad flagrante, su manera de palmearse la rodilla, de morderse el labio, de adoptar un aire de profunda reflexión delante de los escaparates de las tiendas. Contemplaba a la gente que lo rodeaba como si estuviera subida en zancos. Sus gestos me recordaban vagamente a esos héroes de las novelas inglesas que delante de una chimenea Tudor, se golpean solemnemente las botas con la fusta.

Pero apenas llegábamos a las inmediaciones del barrio árabe, perdía toda afectación. Recobraba la naturalidad, empujaba el tarbush hacia atrás para enjugarse la frente, y echaba a su alrededor esas miradas de afecto que sólo nacen de una larga familiaridad. Pertenecía a ese barrio por adopción, allí se sentía realmente en su casa.

Con gesto de desafío, bebía del caño de plomo que salía de una pared, cerca de la mezquita de Goharri (una fuente pública), aunque el Hombre Blanco que había en él hubiera debido saber que el agua estaba lejos de ser pura. Al pasar delante del mostrador de un confitero tomaba un pedazo de caña de azúcar o una algarroba que mordisqueaba ostensiblemente. Allí lo saludaban a gritos y respondía radiante:

—Y’alla, effendi, Skob.

—Naharak said, ya Skob.

—Allah salimak.

Lanzaba un suspiro y decía:

—Una gente estupenda —y luego—: Cómo me gusta este barrio, usted no se imagina —haciéndose a un lado para dejar pasar un camello de ojos líquidos que bajaba meciendo su joroba por la estrecha callejuela, a riesgo de tirarnos al suelo con un golpe de sus alforjas llenas de bercim, el trébol silvestre utilizado como forraje.

—Que tu prosperidad aumente.

—Con tu permiso, madre mía.

—Que este día te sea propicio.

—Acuérdame tu gracia, oh Sheik.

Scobie caminaba por aquellas calles con la soltura de un hombre que ha llegado a sus dominios, lentamente, fastuosamente, como un árabe.

Aquel día nos sentamos un rato a la sombra de la antigua mezquita y escuchamos los chasquidos de las palmeras y los mugidos de los barcos que zarpaban abajo, en la dársena invisible.

—Acabo de ver una nota —dijo por fin Scobie con una vocecita triste y marchita

— sobre lo que ellos llaman un «pedirasta». Viejo, la cosa me dejó tambaleando. No me avergüenza decir que no conocía la palabra. Tuve que leerla dos veces. Cueste lo que cueste, dice la nota, tenemos que suprimirlos. Son peligrosos para la seguridad de la red.

Lancé una carcajada y por un momento el viejo dio algunas señales de querer responder con una risita falsa, pero su depresión, más fuerte que el impulso, la redujo a un pequeño hueco en las mejillas rojo cereza. Aspiró con furia su pipa.

—Pedirasta —repitió desdeñoso y hurgó en el bolsillo buscando la caja de fósforos. Creo que mis connacionales no entienden nada —dijo tristemente. Y a los egipcios les importa un rábano que un hombre tenga Tendencias… con tal de que sea la Decencia misma, como yo —hablaba en serio. Pero si tengo que trabajar para él…

Usted sabe Qué… yo debería decirles… ¿qué le parece?

—No sea tonto, Scobie.

—Bueno, no sé —dijo melancólico. Quiero ser honesto con ellos. No es que yo haga ningún daño. Supongo que uno no debería tener Tendencias… como tampoco debería tener verrugas o la nariz grande. Pero ¿qué puedo hacer?

—A su edad, no mucho, con toda seguridad.

—Golpe bajo —replicó el pirata volviendo por un instante a su viejo estilo. Repugnante. Cruel. Despreciable.

Me echó una mirada oblicua detrás de su pipa y de pronto recobró los ánimos. Se lanzó a uno de sus deliciosos monólogos divagantes, otro capítulo de la saga que había compuesto sobre su más viejo amigo, el ya mítico Toby Mannering.

—Una vez Toby, a fuerza de cometer excesos, se convirtió en un Caso Clínico.

Creo que ya se lo conté. ¿No? Bueno, pues así fue. Un Caso Clínico —era evidente que la frase era una cita, y la decía con verdadera fruición. Dios mío, las que hizo de joven. Sobrepasó todos los límites. Al final terminó en el consultorio del médico y tuvo que usar un aparato —su voz subió casi una octava. Cuando tenía permiso para bajar a tierra, se paseaba con un manguito de leopardo, hasta que la Marina Mercante se levantó en masa. Lo sacaron del medio durante seis meses. Lo metieron en una Casa de Salud. Le decían: «Tendrá que hacer contracciones», no sé qué querían decir.

Desde la otra punta de Tewkesbury se oían los gritos, así dice él. Los tipos aseguran que lo curan a uno, pero no es cierto. Por lo menos con Toby la cosa no anduvo.

Después de un tiempo lo mandaron de vuelta. No podían hacer nada por él. Decían que sufría de Insolencia Muda. ¡Pobre Toby!

Luego, sin transición, se quedó dormido, la espalda apoyada en la pared de la mezquita. («Una siestecita solía decir, pero siempre me despierto a la novena ola». Yo me preguntaba cuántas más hacían falta en realidad). Al cabo de un rato la novena ola lo devolvia a la playa a través de la resaca de sus sueños. Con un sobresalto se erguía.

—¿Qué estaba diciendo? Ah, sí, Toby. Su padre era miembro del Parlamento.

Posición encumbrada. Hijo de ricos. Toby trató primero de entrar en las Órdenes.

Decía que había oído el Llamado. Pero yo creó que era sólo el hábito lo que le atraía… era gran aficionado al teatro, Toby. Después perdió la fe, metió la pata y se produjo la tragedia. Fue a parar a la cárcel. Decía que el Diablo lo había empujado.

«Que no vuelva a empezar», dijo el magistrado. «Por lo menos que no lo haga en un parque público». Querían encerrarlo —decían que tenía una enfermedad rara—, me parece que la llamaban cornucopia. Pero por fortuna su padre fue a ver al Primer Ministro y tapó todo el asunto. Fue una suerte, viejo, que en aquella época todo el Gabinete tuviera Tendencias. Inquietante. El Primer Ministro, hasta el Arzobispo de Canterbury. Simpatizaron con el pobre Toby. Fue una suerte para él. Después de eso obtuvo su licencia de capitán y sé embarcó.

Scobie volvió a quedarse dormido, para despertarse pocos segundos después con un sobresalto histriónico.

—El viejo Toby —prosiguió sin hacer una pausa, aunque persignándose con unción y tragando saliva— fue quien me guio por el camino de la Fe. Una noche que estábamos de guardia en el Meredith (un buen barco) me dice: «Scurvy, tengo que decirte una cosa. ¿Has oído hablar alguna vez de la Virgen María?». Desde luego, yo algo había oído. Pero ignoraba cuáles eran sus funciones, por así decirlo…

Una vez más se durmió y esta vez salió de sus labios un ronquido leve, como un graznido. Cuidadosamente tomé la pipa que había quedado entre sus dedos y encendí un cigarrillo. Esa manera de aparecer y desaparecer en el simulacro de la muerte tenía algo de conmovedor. Breves visitas a una eternidad donde pronto habitaría, y que completaban las siluetas consoladoras de Toby y Budgie, y una Virgen María con funciones determinadas… Y estar obsesionado por esos problemas a una edad a la que, en mi opinión, no había ya mucho que pudiera perjudicarlo, salvo su jactancia verbal… (Pero me equivocaba: Scobie era indomable).

Después de un rato despertó nuevamente de ese sueño más profundo, se sacudió y se incorporó frotándose los ojos. Echamos a andar juntos hacia los sórdidos alrededores de la ciudad donde vivía, en la calle Tatwig, en un par de habitaciones destartaladas.

—Y sin embargo —añadió una vez más, siguiendo perfectamente el hilo de sus pensamientos—, usted dice que no debo contarles nada, pero me pregunto… (Se detuvo para aspirar el olor del pan árabe caliente que salía por la puerta de una tienda, y exclamó: «¡Huele como el regazo de mi madre!»).

Sus pasos se acordaban al ritmo lento de sus reflexiones. Los egipcios son maravillosos, viejo. Buenos. De una bondad… Me conocen bien. Desde cierto punto de vista pueden parecer traidores, viejo, pero traidores en estado de gracia, es lo que digo siempre. Saben ser tolerantes unos con otros. Fíjese, el mismo Nimrod Pachá me decía el otro día: «La pedirastia es una cosa, el hachís otra completamente distinta». Es un hombre serio, ¿sabe? Fíjese que yo nunca fumo hachís en ejercicio de mis funciones; estaría mal. Claro que, desde otro punto de vista, los ingleses no podrían hacer nada a un hombre que ha recibido la Orden del Imperio Británico, como yo. Pero si alguna vez los egipcios creyeran que mis connacionales me… en fin, me hacen ciertas críticas, viejo, podría perder los dos trabajos y los dos sueldos. Eso es lo que me preocupa.

Subimos la escalera sucia de moscas, llena de cuevas de ratones.

—Huele un poco —admitió—, pero uno se acostumbra en seguida. Son los ratones. Pero no pienso mudarme. Hace diez años que vivo en este barrio, diez años ya. Todo el mundo me conoce y me quiere. Y además el bueno de Abdul vive a la vuelta de la esquina.

Se rio entre dientes y se detuvo en el primer rellano para recobrar el aliento, y quitándose el tiesto de la cabeza se enjugó la frente. Luego se echó hacia adelante inclinándose como siempre que reflexionaba seriamente, como si tuviera que soportar el peso de sus propios pensamientos. Lanzó un suspiro.

—El problema —dijo lentamente, con el aire de quien desea a toda costa ser explícito, formular una idea con toda la claridad de que es capaz—, el problema está en las Tendencias… y uno sólo se da cuenta cuando ya no es un pimpollo, cuando ya no tiene la sangre caliente —suspiró de nuevo. Es la falta de ternura, viejo.

En cierto modo todo se consigue con astucia, y uno se va quedando solo. Pero Abdul es un amigo de verdad —lanzó una risita sofocada y recobró la alegría una vez más. Yo lo llamo el Bul Bul Emir. Le instalé un negocio, por pura amistad. Le compré todo: un local, una mujercita. Nunca lo he tocado ni podría hacerlo, porque le tengo afecto.

Ahora me alegro de haber procedido así, porque a pesar de mis años todavía tengo un amigo fiel. Voy a verlos, sin ceremonias, todos los días. Es inquietante que eso me haga tan feliz. Realmente, la dicha de los dos me reconforta. Son como un hijo y una hija para mí, pobres negritos desgraciados. No puedo soportar que se peleen.

En seguida me preocupan los chicos. Creo que Abdul está celoso de ella, y no sin razón, se lo señalo. Me parece que es una coqueta. Pero es que el sexo tiene tanto poder con este calor… una cucharadita no hace daño a nadie, como decíamos del ron en la Marina Mercante. Uno miente y sueña con él como si fuera helado, el sexo, no el ron.

Y a esas muchachas musulmanas, viejo, les hacen la circuncisión. Es una crueldad.

Una verdadera crueldad, Sólo sirve para que no piensen en otra cosa. He tratado de enseñarle a tejer o a bordar en cañamazo, pero es tan tonta que no entiende nada. Lo tomaron a chacota. No es que me importe. Lo único que quería era ayudarlos. Me costó doscientas libras instalar a Abdul, todas mis economías. Pero ahora le va bien, sí, muy bien.

El monólogo había tenido la virtud de hacerle reunir sus energías para el asalto final. Subimos los diez últimos peldaños cómodamente y Scobie abrió la puerta de su departamento. Al principio sólo había podido alquilar un cuarto, pero el nuevo sueldo le permitía pagar todo el destartalado departamento.

La habitación más amplia era el viejo salón árabe que servía de dormitorio y recibidor. El mobiliario consistía en una cama rodante que no parecía demasiado cómoda, y un aparador anticuado. En la chimenea semiderruida, algunas varillas de incienso, un calendario de la policía y el retrato de pirata que Clea había dejado inconcluso. Scobie encendió la única y polvorienta lamparilla eléctrica, una innovación reciente de la que estaba sumamente orgulloso (la parafina termina por meterse hasta en la comida), y miró a su alrededor con satisfacción no disimulada.

Luego se dirigió de puntillas al otro extremo de la habitación. En la oscuridad yo había pasado por alto al otro ocupante: un loro del Amazonas, de color verde brillante, metido en una jaula de bronce. La jaula estaba cubierta con un trapo negro que el viejo quitó con un leve aire de estar a la defensiva.

—Le hablaba de Toby porque la semana pasada hizo escala en Alejandría; iba hacia Yokohama. De él me viene esto, tuvo que venderlo por el gran lío que armó el maldito pajarraco. Es un conversador brillante, ¿no es cierto, Ron? Rotundo como un pedo, ¿verdad? —el loro emitió un suave silbido y dio un salto. Así me gusta —dijo Scobie con tono de aprobación, y volviéndose hacia mí, añadió—: Lo conseguí por un precio tirado, sí, tirado. ¿Quiere que le cuente por qué?

De pronto, inexplicablemente, se dobló en dos de risa, hasta tocarse casi las rodillas con la nariz, zumbando sin ruido como una pequeña peonza humana, y al fin se enderezó dándose una palmada igualmente silenciosa en el muslo: un verdadero paroxismo.

—Usted no se imagina el lío que armó Ron —dijo. Toby bajó a tierra con el pájaro. Sabía que hablaba, pero no el árabe. ¡Dios mío! Estábamos sentados en un café, charlando largo y tendido (hacía cinco años que no veía a Toby) cuando de pronto Ron se largó. En árabe. ¿Y sabe qué recitaba? El Kalima, un texto sagrado, por no decir santo, del Corán. El Kalima. Y después de cada palabra soltaba un pedo,  ¿no es cierto, Ron? —el loro asintió con otro silbido.

El Kalima es tan sagrado —explicó gravemente Scobie—, que al poco rato se había congregado a nuestro alrededor una multitud furibunda. Por suerte yo sabía lo que estaba ocurriendo. ¡Yo sabía que si pescaban a uno que no fuera musulmán recitando justamente ese texto, podían practicarle una Circuncisión Instantánea! —su ojo relampagueó. Era una triste perspectiva para Toby que lo circuncidaran así, durante una escala, y yo estaba inquieto. (A mí ya me han hecho la circuncisión). Por suerte no perdí la calma. Toby quería romperles la cara a unos cuantos, pero lo contuve. Yo llevaba el uniforme de la Policía, lo cual facilitó las cosas. Eché un discursito a la multitud, explicando que iba a llevar presos al infiel y al pájaro miserable para ponerlos en manos de la justicia. Se quedaron satisfechos. Pero no había manera de hacer callar a Ron, ni siquiera tapándolo con el trapo, ¿no es cierto, Ron? El maldito recitó el Kalima durante todo el viaje de vuelta hasta aquí. ¡Santo cielo, qué experiencia!

Mientras hablaba se cambió el uniforme de Policía y colgó el tarbush de un clavo herrumbrado que había sobre la cama, encima del crucifijo, en la pequeña alcoba donde se veía también un cántaro lleno de agua potable. Se puso una chaqueta vieja y raída con botones de metal, y prosiguió, mientras se enjugaba la frente:

—Debo decir que era maravilloso volver a ver al viejo Toby después de tantos años. Tuvo que venderme el pájaro, claro, después de semejante pelotera. No se atrevía a volver a los barrios del puerto con él. Pero ahora no sé qué hacer, no me atrevo a sacarlo de la pieza, ¡vaya uno a saber qué más conoce! —suspiró. Otra cosa buena es la receta que me dio Toby del Whisky Sintético. ¿Lo conoce? Yo tampoco lo conocía. Mejor que el Scotch y regalado, viejo. De ahora en adelante voy a fabricar mis propias bebidas, gracias a Toby. Fíjese —me señaló una botella mugrienta llena de un líquido horrible. Es cerveza casera —dijo—, y formidable. Preparé tres botellas, pero las otras dos estallaron. Voy a llamarla cerveza Plaza.

—¿Por qué? —le pregunté. ¿Piensa venderla?

—¡No, por favor! —exclamó Scobie. Es sólo para consumo interno —se frotó la barriga con aire pensativo y se pasó la lengua por los labios. Pruebe un vaso.

—No, gracias.

El viejo consultó entonces un gran reloj y frunció los labios.

—Dentro de un rato voy a rezar un Ave María. Tendré que despedirlo, viejo. Pero antes, echemos un vistazo al Whisky Sintético, a ver qué tal anda, ¿eh?

Yo tenía gran curiosidad por ver cómo llevaba a cabo sus nuevos experimentos y lo seguí de buena gana hasta la alcoba descalabrada, del otro lado del rellano, donde guardaba ahora una lúgubre bañera de zinc que seguramente había comprado para esos objetivos ilícitos. Estaba debajo de una ventanilla mugrienta y en los estantes que rodeaban las paredes se amontonaban todos los elementos para la nueva industria: una docena de botellas vacías, dos de ellas rotas, y la enorme bacinilla que Scobie llamaba siempre «el recuerdo de familia», para no mencionar una sombrilla de playa hecha un guiñapo y un par de galochas.

—¿Qué función desempeñan? —no pude dejar de preguntarle, señalándoselas. ¿Se las pone para pisar las uvas o las patatas?

Scobie adoptó su expresión de solterona ofendida, echando hacia abajo una mirada torcida con la que quería decir que toda alusión frívola al tema de que se trataba le parecía fuera de lugar. Escuchó atentamente un instante, como para captar los ruidos de la fermentación. Luego apoyó en tierra una de sus rodillas temblorosas y contempló el contenido de la bañera con un aire dubitativo pero intenso. El ojo de vidrio le daba una expresión más que mecánica mientras observaba la mixtura desalentadora que llenaba el recipiente. La olió con imparcialidad y lanzó una exclamación despectiva antes de incorporarse con un crujido de articulaciones.

—No parece tan bueno como yo esperaba —admitió. Pero hay que darle tiempo, hay que darle tiempo —metió un dedo en el líquido y lo lamió. Bastante asqueroso — admitió. Como si alguien hubiera meado en él. —Como Abdul y él eran los únicos que utilizaban la única llave del recinto clandestino, yo podía mantener un aire de inocencia.

—¿Quiere probar? —me preguntó indeciso.

—No, gracias, Scobie.

—Bueno —dijo con filosofía—, quizá el sulfato de cobre no era fresco. Tuve que pedir el ruibarbo a Blighty. Cuarenta libras. Estaba bastante desmejorado cuando llegó aquí, no se lo voy a negar. Pero sé que las proporciones son exactas porque hice los preparativos con el joven Toby, antes de que se marchara. Hay que darle tiempo, eso es todo.

Y con el optimismo que le devolvía la esperanza, me condujo de vuelta a su habitación, silbando entre dientes algunos compases de la famosa canción que sólo cantaba en voz alta cuando estaba bien borracho de coñac. Decía más o menos así:

Alguien,

que colme mi fantasia,

alguien, que quiera ser mía…

¡Estoy harto de portarme bien!

¡Ven a mis brazos, ven!

Ta ra ra ra ra, mi bien…

Más o menos en ese pasaje la canción se hundía en un pozo y se perdía de vista, aunque Scobie canturreaba la melodía y marcaba el compás con un dedo.

Ahora se había sentado en la cama y contemplaba sus zapatos gastados.

—¿Piensa ir a la fiesta que da Nessim esta noche en honor de Mountolive?

—Creo que sí —respondí.

Resolló fuertemente.

—A mí no me han invitado. Es en el Yacht Club, ¿verdad?

—Sí.

—Ahora es Sir David, ¿no es cierto? Lo leí en el periódico la semana pasada. Joven para ser lord, ¿verdad? Yo tenía a mi cargo la Guardia de Honor de la Policía cuando llegó. ¡Desafinaron todos, pero por suerte él no se dio cuenta!

—No es tan joven.

—¿Y para ser ministro?

—Creo que anda cerca de los cincuenta.

De pronto, sin premeditación aparente (aunque cerró los ojos muy rápido, como si quisiera apartar para siempre de su vista el tema), Scobie se tendió en la cama, las manos detrás de la cabeza, y dijo:

—Antes de que se vaya tengo que confesarle algo, viejo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Me senté en la incómoda silla y asentí con la cabeza.

—De acuerdo —repitió con énfasis e hizo una profunda inspiración. Ahí va: a veces, cuando hay luna llena, me siento poseído. Sufro una influencia.

Como entrada en materia la fórmula era bastante desconcertante, pues el viejo parecía muy perturbado por su propia revelación. Durante un momento tragó saliva y luego prosiguió con una vocecita humilde, desprovista de su habitual fanfarronería.

—No sé qué me pasa.

Yo no comprendía una palabra de la historia.

—¿Quiere decir que tiene accesos de sonambulismo o algo por el estilo?

Meneó la cabeza y tragó saliva de nuevo.

—¿Quiere decir que se convierte en el hombre-lobo, Scobie?

Una vez más sacudió la cabeza como un niño a punto de echarse a llorar.

Me pongo trapos de mujer y mi Dolly Varden —dijo, y me miró de frente, con expresión patética.

—¿Su qué?

Para mi gran sorpresa se puso de pie y dio unos pasos rígidos hacia un armario que abrió. En el interior, en una percha, comidos por las polillas, cubiertos de polvo, había un traje de mujer de corte anticuado, y al lado, colgando de un clavo, un viejo sombrero cloche, mugriento, que debía de ser lo que él llamaba su «Dolly Varden».

Completaba ese atavío desconcertante un par de zapatos de baile muy puntiagudos, de tacones altísimos. No supo qué actitud adoptar ante la carcajada que no pude contener. Dejó oír una risita forzada.

—Es estúpido, ¿verdad? —dijo, siempre al borde de las lágrimas a pesar de su cara sonriente, y en un tono que seguía solicitando un poco de simpatía por su infortunio. No sé qué me pasa. Y sin embargo, aparece siempre el mismo estremecimiento de antes…

Un súbito y característico cambio de humor se produjo en él al pronunciar estas palabras: su torpeza, su desconcierto cedieron lugar a una nueva desenvoltura. Su expresión era ahora traviesa, despreocupada, y cruzando hasta el espejo, delante de mis ojos asombrados, se plantó el sombrero en la cabeza calva. En un segundo reemplazó su propia imagen por la de una vieja prostituta de ojos minúsculos y nariz afilada, una prostituta de la época del puente de Waterloo, la más barata de todas. La risa y el asombro se anudaron en mí formando una enorme bola que no podía abrirse paso.

—¡Por el amor de Dios! —exclamé por fin. Usted no se paseará así, ¿verdad, Scobie?

—Sólo —me contestó, volviendo a sentarse tristemente en la cama y recayendo en una melancolía que daba a su pequeña cara una expresión aun más divertida (todavía tenía puesto el Dolly Varden)—, sólo cuando la Influencia se apodera de mí. Cuando no soy del todo responsable, viejo.

Allí estaba, abrumado. Lancé un silbido de sorpresa que el loro imitó en seguida.

La cosa iba en serio. Ahora comprendía por qué buscaba un eco cordial a las meditaciones en que se había consumido toda la mañana. Evidentemente, si se paseaba con aquella indumentaria por el barrio árabe… Debió de seguir el curso de mis pensamientos, porque me dijo:

—Sólo lo hago a veces, cuando está la Flota —luego prosiguió con cierto fariseísmo—: Claro que si hubiera algún inconveniente, yo siempre podría decir que estaba disfrazado. Soy un policía, no lo olvide. Después de todo, Lawrence de Arabia se ponía un camisón, ¿verdad?

Meneé la cabeza.

—Pero no un Dolly Varden dije. Admita usted, Scobie, que es bastante original… y no pude contener la risa.

Scobie me miraba reír, sentado en la cama, con aquel sombrero inverosímil.

—¡Quíteselo! —le supliqué. En ese momento tenía un gesto serio y preocupado, pero no se movió.

—Ahora lo sabe usted todo —dijo. Lo mejor y lo peor del viejo capitán tarambana. Pero lo que yo iba a…

En ese momento se oyó un golpe en la puerta de entrada. Con una presencia de ánimo sorprendente, Scobie dio un salto ágil hasta el armario y se encerró sin hacer ruido. Me acerqué a la puerta. En el rellano había un criado que traía un cántaro lleno de no sé qué líquido para el Effendi Skob, según dijo. Lo recibí y esperé a que el hombre se fuera antes de volver a la habitación y gritarle al viejo que salió de nuevo, esta vez con su aspecto habitual, sin sombrero y con la chaqueta puesta.

—De buena me salvé —dijo jadeando. ¿Qué era?

Le señalé el cántaro.

—Ah, eso… es para el Whisky Sintético. Cada tres horas.

—Bueno —dije por fin, todavía bajo el efecto de esas revelaciones inesperadas y difíciles de tragar. Tengo que irme —me sentía a punto de explotar, entre el asombro y la risa que me producía pensar en la doble vida de Scobie durante la luna llena (¿cómo se las había arreglado para evitar el escándalo todos esos años?), cuando me dijo:

—Un minuto, viejo. Le he contado todo esto porque quiero que me haga un favor—su ojo de vidrio giraba violentamente como bajo el impulso de sus pensamientos.

Se inclinó de nuevo. Una cosa como ésta podría causarme un Perjuicio Incalculable, un Perjuicio Incalculable.

—Ya lo creo.

—Viejo, quiero que usted confisque esos trapos. Es la única manera de dominar la Influencia.

—¿Confiscarlos?

—Lléveselos. Guárdelos. Será mi salvación, viejo. Yo sé que será mi salvación. Si no, el capricho puede más que yo.

—Muy bien —le respondí…

—Dios lo bendiga, hijo mío.

Envolvimos su uniforme para la luna llena en un periódico y atamos el paquete con un cordel. La duda disminuía su sensación de alivio.

—No los perderá, ¿verdad? —me dijo con ansiedad.

—Démelos —repliqué con firmeza, y me tendió humildemente el paquete.

Mientras bajaba la escalera me llamó una vez más para expresarme su alivio y su gratitud, y añadió:

—Rezaré una oración por usted, hijo mío.

Regresé lentamente atravesando las dársenas con el paquete bajo el brazo, preguntándome si alguna vez me atrevería a confiar esta maravillosa historia a alguien digno de escucharla.

Los barcos de guerra giraban en sus reflejos de tinta, bosque de mástiles y aparejos del Puerto Comercial que se balanceaban suavemente entre las imágenes del agua; por la radio de algún barco resonaba el último éxito de jazz que había llegado a Alejandría:

Old Tiresias

no one half so breezy as,

half so free and easy as

Old Tiresias.

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