La década del cuarenta fue una de las más convulsivas en la historia centroamericana del siglo veinte. El discurso democratizador que surgió tras la segunda guerra mundial hizo que los países del istmo se plantearan su destino político para la segunda mitad del siglo. En El Salvador, por ejemplo, estos fueron años ricos en acciones políticas que tenían por objetivo primeramente derribar la dictadura de trece años (1931-1944) de Maximiliano Hernández Martínez para posteriormente establecer una sociedad democrática. Con este fin se convocó a diversos sectores de la sociedad entre los cuales fue muy visible la participación de las mujeres. Una vez derrocado el regimen martinista se impulsó un nuevo proyecto de construcción de nación en el que ya no se podía seguir negándole al elemento femenino un espacio público. Las mujeres querían inscribirse en el nuevo mapa nacional con los mismos derechos que sus compatriotas masculinos gozaban y para ello emprendieron toda una campaña pro sufragio femenino y abogaron por la participación de la mujer en las diferentes esferas de la sociedad. Esta no fue una tarea fácil pues en el país aún estaban bien arraigadas las ideas tradicionales sobre el papel social de la mujer. Dada esta situación las feministas de la época tuvieron que buscar maneras de mediar entre los dos espacios, el privado y el público, definidos tradicionalmente por categorías genéricas. Las escritoras feministas, por su acceso a la letra, fueron quienes en el foro público y en su escritura misma expusieron con mayor lucidez esta problemática.
¿Quiénes son estas intelectuales?
El feminismo salvadoreño de estos años no contaba con figuras femeninas radicales que desafiaran abiertamente las jerarquías genéricas. Las voces que se alzaban en pro de los derechos femeninos eran de intelectuales que comenzaban a adquirir conciencia de su subordinación en una sociedad patriarcal donde su quehacer artístico había estado excluído del ámbito nacional. Algunas de estas escritoras como María Loucel y Matilde Helena López en realidad no se consideraban feministas aunque sus actitudes desplegadas en su obra literaria y en su militancia política dan cuenta de lo contrario.
Ambas mujeres llegan a la esfera pública, no con una agenda feminista sino como parte del movimiento revolucionario de 1944 que depuso a Martínez. Ante las primeras señales de subversión, se lanzan a través de los medios masivos a convocar a la ciudadanía a la resistencia. Es su participación en esta lucha emancipadora lo que les sirve de elemento catalizador para exigir la igualdad de derechos frente a sus contrapartes masculinos. Al presentarse como portavoces y líderes de la campaña para obtener los derechos de la mujer no abandonan, sin embargo, la socialización de la que eran objeto como mujeres educadas para pensarse primordialmente en su rol de esposas y madres. El discurso público que elaboran depende, de hecho, de estos papeles asignados por el patriarcado, papeles que no obstante transforman de manera que concuerden con sus demandas. Todo esto se traduce en su escritura tanto periodística como creativa en una constante y a veces conflictiva interacción entre aspectos que se consideran típicamente femeninos por pertenecer al espacio de lo privado como el amor y la maternidad y aquellos aspectos que se relacionan con la esfera pública como la participación política. La mayoría de las intelectuales de la época encuentran una solución a este dilema constituyendo la maternidad como una experiencia pública y así crean un discurso que les permite ubicarse en la agenda nacional para exigir los derechos que por siglos se les han negado.
La mujer madre como símbolo de la nación no es una noción nueva. En Latino América tenemos a figuras como Domingo Faustino Sarmiento quien popularizó el concepto de maternidad republicana postulando que la mujer tenía cabida en la nación como dadora y educadora de los futuros ciudadanos pero no como sujeto con derechos políticos propios.Estas ideas tuvieron eco en Centro América en los diferentes momentos en que se propuso el sufragio femenino. Aquellos que estaban en contra del voto de la mujer argumentaban que no se podía poner en juego su moralidad y virtudes permitiéndole intervenir en los “viciados” espacios de la política pero que desde la casa ella podía desempeñar una gran labor nacional (Villars cap. 2). La gran mayoría de las mujeres aceptaron esta función sin cuestionamiento alguno; no vieron en reformulaciones de este tipo que sólo se buscaba perpetuar su confinamiento al espacio doméstico privándola de una voz pública (Villars cap. 3).
En el caso salvadoreño la integración de la mujer a la nación, aunque fuera puramente en su rol de madre, ni siquiera se había discutido en el discurso oficial del estado martinista; se daba por sentado que la identidad femenina, como se evidencia en el código civil desde fin de siglo diecinueve, se definía por su relación al padre o al marido. La invisibilidad de la mujer salvadoreña en el discurso oficial era por lo tanto un hecho, hasta los años de la posdictadura en que las mujeres mismas exigieron ser inscritas en el plan maestro de la nueva nación aunque fuera a partir de su rol reproductor.
María Loucel, la más destacada entre las sufragistas, aunque tenía muestras del patriotismo y civismo femenino, veía en el discurso de la feminidad una estrategia más eficaz para convencer a los hombres de sus argumentos. Al demandar la igualdad de derechos ciudadanos, dejaba claro, por ejemplo, que las mujeres no estaban bajo ninguna circunstancia renunciando a su “feminidad” inherente en el rol de madre ni buscaban abandonar sus hogares para correr tras el poder despojando a los hombres de éste. Para no enajenar a los aliados masculinos ni arriesgarse a que las mujeres fueran catalogadas de feministas “locas” proponía que la construcción de la nación fuera una tarea compartida:
“Tiempo es que ya se conozca sin reticencias que la mujer razona, trabaja, lucha y triunfa con igual visión cívica que el hombre. Que se les deje romper las asperezas y los obstáculos para que así el resultado de su compañerismo sea para El Salvador (masculino) o la patria (femenina) la prosperidad nacional […] (Diario Latino, 12/7/1944).
Si bien aquí se postula la idea del compañerismo en otros argumentos a favor de la participación femenina en la esfera pública aparece la mujer como un ser con superioridad moral y por lo tanto con más capacidad para curar los males nacionales. Debido a su papel de madre protectora se creía que la mujer traería armonía y paz a una sociedad propensa a la violencia. Así Matilde Elena López clamaba que la mujer “por su doble deber de dar vida y de protegerla, es la abanderada de la causa y de la paz” (El Universitario, (4/7/1966). Esta era una estrategia empleada tanto por hombres y mujeres sufragistas en toda Latino América para insistir en que la presencia femenina en el ámbito nacional tendría una función regeneradora y democratizante (Villars 141-5). Dicha propuesta no indicaba que se le abrían todas las puertas en la esfera pública; era más bien un rol simbólico. Las mismas feministas como López con su discurso “maternalista” concebían la participación pública de la mujer restringida a sectores específicos como la salud y la educación que es donde creían podía velar mejor por el bienestar general.
Esta actitud de esencializar lo femenino asociándolo casi exclusivamente con la maternidad ha sido frecuente entre líderes feministas latinoamericanas que creen firmemente en una misión diferente para la mujer debido a su capacidad procreadora (Miller 74). Dicha idea entra en una clara contradicción con la labor que como intelectuales públicas desempeñaron las escritoras latinoamericanas que en la mayoría de los casos no se limitaron únicamente a ser madres y esposas. López, por ejemplo, en su trabajo como organizadora y militante del partido comunista en Guatemala tuvo que luchar constantemente por ser respetada como líder política en un ambiente que muy a pesar de su discurso liberador se mostraba reacio a ver a la mujer como igual.En un reconocimiento que aparece en El Mediodía un supuesto admirador le hace el siguiente halago: “en cuestiones de justicia social, esta chica ¡es todo un hombre¡” (22/8/1945). El comentario revela que sus acciones se consideraban una anomalía en esa sociedad machista tanto así que ni siquiera se le concede estatus de mujer sino se la rebaja al nivel de una chica joven y sin experiencia.
Los argumentos de las intelectuales sufragistas descansaban entonces en las funciones biológicas y sociales que se les atribuían a causa de su sexo y no en ideas como las de la igualdad que podrían acarrear divisiones contraproducentes. Estas posturas aluden a un rasgo distintivo del movimiento sufragista latinoamericano, como ha observado Francesca Miller, que tendía a enfatizar la “maternidad social” más que la cuestión de igualdad (97). La historia de las mujeres latinoamericanas ha mostrado que la maternidad puede ser un arma de doble filo pues por un lado perpetúa modelos de conducta tradicional más por el otro facilita la entrada a la arena oficial que de otra manera sería de difícil acceso. En el caso de El Salvador, el postularse como madres y compañeras les permitió a algunas intelectuales incursionar por primera vez en ciertos espacios públicos y abrir brechas en el camino para una mayor integración femenina en el quehacer político nacional.
A fin de cuentas lo que buscaban las intelectuales salvadoreñas no era transformar por completo los roles genéricos sino crear un diálogo conciliador, vinculando lo privado con lo público en perfecta armonía, para poder proseguir con la tarea de construcción de nación. Su actitud es muestra de lo que Deniz Kandiyoti ha señalado a propósito de la mujer en el patriarcado: “women bargain with patriarchy and paternalism, struggling agaisnt circumstances but also making the best choices possible in existing circumstances” (Citado en McDowell 86). Pero hay que tener en cuenta que la negociación de estas feministas no fue siempre calculada sino que dependía de su propia internalización y aceptación del rol de madre y compañera como lo más noble en la mujer. Dada su educación tradicional dentro de la sociedad patriarcal era lógico que aún siendo feministas cayeran en contradicciones de este tipo. En ningún sitio son sus conflictos entre la femininad y el feminismo, lo privado y lo público más notables que en su escritura misma como veremos a continuación.
Manifestaciones literarias de lo privado y lo público
En su obra poética escritoras feministas de esta época como Matilde Helena López (1923-) y Lydia Valiente (1900-1976) apropian los roles tradicionales femeninos y les dan nuevos contornos de acuerdo con las posibilidades de un mayor desempeño público para la mujer. Para llegar a esta etapa sin embargo, las escritoras mismas tuvieron que reconceptualizar su rol como figuras públicas y al mismo tiempo repensar su literatura y la manera de representar lo femenino. En su poesía ya no estamos más en el universo intimista de la casa o el amor romántico; ya la mujer madre no canta sólamente canciones de cuna a su hijito sino se pregunta por las condiciones socio políticas del país en el que va a vivir su familia. Entonces alza una voz denunciadora ante las injusticias sociales que no permiten que las mujeres, los niños y todo ser marginal avance en la escala social.
Estas nuevas actitudes están en consonancia con las corrientes de literatura comprometida que arrasaban por el país durante estos años. Lydia Valiente que fue de las más audaces voceras de la necesidad de que el quehacer artístico reflejara la realidad política y social de la época concibió el papel del poeta de la siguiente manera:
“el poeta debe extender su horizonte y con la misma voz que salmodea al amor de sus amores, debe fustigar injusticias, estimular a los que luchan, consolar a los que sufren y hacer gozar a los niños; la poesía es pan de vida; debe satisfacer todas las hambres y llegar a todo corazón”. (Prensa Gráfica 29/6/1941)
Al tratarse de la mujer escritora ligó su labor artística a su rol de madre:
[…]. Somos nosotras las mujeres que tenemos el don de escritora las que llevando en la entraña del espíritu la maternidad universal, estamos obligadas por nuestro mismo sentimiento amparador a velar por tales intereses [los de los débiles y los humildes]” (Prensa Gráfica 23/8/1940).
Matilde Elena López por su parte también concibió un nuevo papel para la mujer intelectual donde su obra tuviera impacto en los asuntos nacionales:
Nuestra mujer intelectual ya no sólo se decide a escribir versos o poemas en prosa, sino que también se preocupa por la solución de los más importantes problemas nacionales […]. Síntoma halagador decimos, por cuanto nuestras mujeres han encontrado al campo de la acción bien hechora y cuyo aporte será indiscutiblemente un factor decisivo en el logro de un mayor progreso, de una mayor civilización y de una mayor cultura para El Salvador ( Diario de Hoy 11/1/1941).
Esta claro para ambas escritoras entonces que la mujer intelectual puede y debe poner su obra al servicio de causas sociales. Es por eso que las figuras femeninas que emergen en su obra hablan con una voz que intenta suprimir las experiencias individuales. En su colección de poemas, Raíces amargas (1951), Lydia Valiente, por ejemplo, construye la imagen de la voz poética como una madre en cuyo abrazo caben todas las aflicciones y desgracias de los que sufren: “todo el dolor del mundo se volcó en mi regazo” declara la hablante femenina con un tono hiperbólico. Si la figura poética de estos poemas es la de una madre, el pueblo se constituye como un niño huérfano al que la madre tierna da consuelo y ánimo en la hora del dolor. El poema “Raíz” da cuenta de esto: “Mi pueblo, pueblo mío de sonrisa de niño” y “Mi pueblo, pueblo mío simiente de mi raza/ sencillo y angustiado, mi niño en orfandad” (25-6).
En sus numerosos artículos periodísticos Valiente parece insistir en el modelo de la madre virtuosa al estilo de Gabriela Mistral. Insta a las mujeres a ser madres responsables y buenas educadoras ya que los tiempos exigen de ellas que produzcan hijos de bien para la patria. En este sentido su imagen pública de la mujer se ciñe casi exclusivamente a su papel reproductor; pero, en aparente contradicción al mismo tiempo se queja de que siempre se la relegue a este rol:
“[…] la mujer no se encierra ni se encerrará más en el círculo estrecho del parto y de la lactancia. Llevará más alta la frente y verá más alto el provenir, desligada de ver la vida bajo tres únicos aspectos: como bestia de procreación, como bestia de carga o como bestia de placer […]”. (Diario Latino, 22/9/1943).
Contradicciones aparte, Valiente concibe la maternidad como un acto revolucionario donde la mujer tome consciencia de su poder procreador no sólo en el sentido biológico sino también en el espacio simbólico de la nación. En ella deposita la responsabilidad de fertilizar el terreno en que ha de germinar la nueva patria, libre de tiranías. La mujer entonces, según su visión, viene a cumplir con una misión purificadora y regeneradora.
Para esta tarea apela a su sentido de sacrificio. En sus poemas, por ejemplo, llega al punto de perfilar a la hablante lírica como una madre que renuncia a todo para realizar esta noble tarea. Este espíritu de auto inmolación que se espera de la mujer, sin embargo, entra en conflicto con los deseos y aspiraciones individuales (lo privado) del sujeto femenino de su poesía. La hablante femenina desea entregarse de lleno al amor romántico pero este acto se lo impide la responsabilidad de amar a más de un sólo ser que como mujer, madre y poeta se ha impuesto. Es así que se ve obligada a postergar su propia realización en el amor:
Amor tiene dos alas.
………………………………..
Amor tan sin medida y
amor tan sin orillas
por estos dos amores me olvidé ya de mi
y a mi amado le grito que no debe de amarme
y en la cruz de este grito enclavada me vi.
(El Diario de Hoy, 12/10/1938)
Es evidente que en el papel de la madre dadivosa y protectora plasmado en este poema, el sujeto femenino se siente dividido entre el deseo y el deber, entre sus anhelos particulares y los de interés público. El verso, “Partida en dos pedazos voy zurciendo mi historia” revela precisamente este dilema que decide resolver renunciando al amor de su amado para servir a su pueblo. No obstante le queda un vacío pues por más que la voz poética asegure que el amor de los demás la inunda, se percibe claramente un sentimiento de insatisfacción.
Matilde Elena López por su parte también tiene que librar una lucha en su poesía para tratar de encontrar un balance entre lo privado y público. En su poesía la imagen femenina más frecuente es la de la compañera que trabaja al lado del hombre en la tarea de la nueva nación. Esta nueva mujer está representada por el arquetipo de la Ruth bíblica, símbolo de laboriosidad y virtud. La nueva Ruth de López debe luchar por la emancipación femenina pero sin olvidar que le corresponde el papel de compañera del hombre a cuyo lado puede ayudar a construir un mejor porvenir. En el poema “Camarada” expresa su relación con el amado de la siguiente manera: “Que en nuestro pacto esté presente el hombre/y la fuerza de sus puños apretados/que impulsan el torrente de la historia” (El Mediodía 3/7/1946). El amor de la pareja según este poema además de ser mutuo debe extenderse a toda la humanidad. He allí de nuevo la noción del amor femenino esparcido por todo el mundo sacrificando a su vez cualquier impulso que pueda parecer individualista.
Este pensamiento fraternalista se inscribe claramente en la línea del discurso socialista de la época en el que se tendía a borrar las diferencias genéricas para hablar de una lucha de clases. Las escritoras como López y Valiente, así como las que vendrían en la próxima década, no lograron ver como sus demandas en pro de las mujeres estaban postergándose para dar paso a un socialismo que no veía como problema apremiante la falta de derechos femeninos y la opresión de la mujer. Entonces, aunque ambas escritoras propusieron imágenes femeninas poderosas, es evidente que seguían actuando en la esfera pública según patrones tradicionales y bajo un concepto esencialista de lo femenino. Asímismo en su escritura sintieron el impulso de suprimir toda manifestación de deseo personal para formar parte de la colectividad de pensamiento que se les exigía como escritoras revolucionarias.
Conclusión
Las intelectuales salvadoreñas de la década del cuarenta emplearon un discurso conciliatorio en sus artículos periodísticos y en su obra literaria para presentar sus demandas en pro de los derechos femeninos dentro de la sociedad patriarcal de la época. Para tener éxito en su campaña tuvieron cuidado de no alienar a sus compañeros masculinos proponiendo imágenes femeninas fuera de lo establecido por la sociedad. He ahí una aparente paradoja ya que si bien insistían en el rol de madre como la misión primordial en la mujer ellas mismas con sus acciones políticas dieron muestra de la capacidad femenina para desempeñar con éxito los más exigentes deberes ciudadanos. Con su ejemplo querían forjar un molde de la nueva mujer al día con las exigencias de los tiempos: una mujer que sin descuidar su función materna fuera capaz al mismo tiempo de luchar en la creación de una patria democrática. Sus actitudes hacia lo femenino que en ciertos casos socavan sus propuestas feministas son producto de su propia socialización en una sociedad que insistía y sigue insistiendo en el papel de madre como lo más adecuado para la mujer. Aunque a fin de cuentas lograron importantes conquistas como el derecho al voto, no consiguieron que se dejara de relegar a la mujer al espacio doméstico ni que se le diera cabida en la tarea de reconstrucción nacional. La participación femenina en los momentos de mayor urgencia nacional, había, sin embargo, de perdurar como símbolo de la capacidad de las salvadoreñas para desenvolverse en la esfera pública.