En el libro en que Habermas aborda específicamente el tema del denominado ” posestructuralismo”, hay un singular detalle en relación con el nombre de Lacan: se menciona únicamente cinco veces y cada una de ellas junto con otros nombres.
(Citemos los cinco ejemplos: p. 70 [“von Hegel und Marx bis Nietsche und Heidegger, von Bataille und Lacan bis Foucault und Derrida ” p. 120 ” Bataille, Lacan und Foucault”]; p. 311 [“mit Lévi-Strauss und Lacan”]; p. 313 [“den zeitgenossichen Strukturalismus, die Ethnologie von Lévi-Strauss und die Lacanische Psychoanalyse”]; p. 359 [“von Freud oder C.C . Jung. von Lacan odcer Lévi-Strauss”I.)
No se percibe la teoría lacaniana como una entidad especifica, sino que se artícula siempre -para valerme del término de Laclau y Mouffe – en una serie de equivalencias. ¿ por qué este rechazo a abordar a Lacan directamente en un libro que abarca largos análisis de Bataille, de Derrida y sobre todo de Foucault, el verdadero socio de Habermas?
La respuesta de este enigma se encuentra en otra peculiaridad del libro de Habermas, en un extraño accidente relacionado con Althusser . Por supuesto que estamos usando el término “extraño” accidente” en un sentido sherlockhollmesiano: el nombre de Althusser ni siquiera se menciona en el libro de Habermas.
Y éste es el extraño accidente . Así pues, nuestra primera tesis será que el gran debate que ocupa el primer plano de la escena intelectual de nuestros días, el debate Habermas-Foucault, encubre otra oposición, otro debate que teóricamente tiene mayor alcance, el debate Althusser-Lacan.
Hay algo enigmático en el repentino eclipse de la escuela althusseriana y es que éste no se puede explicar en función de una derrota teórica. Es más bien como si hubiera habido en la teoría de Althusser un núcleo traumático que había que olvidar, ” reprimir” rápidamente . Es un caso eficaz de amnesia teórica . ¿Por qué se sustituyó entonces la posición Althusser-Lacan, en una especie de remplazo metafórico, por la oposición Habermas-Foucault?
Están aquí en juego cuatro posiciones éticas diferentes y, a la vez, cuatro nociones diferentes de sujeto.
Con Habermas tenemos la ética de la comunicación intacta, el Ideal de la comunidad intersubjetiva universal, transparente. La noción de sujeto que hay tras ellos es, por supuesto, la versión filosófica del lenguaje del antiguo sujeto de la reflexión trascendental.
Con Foucault. hay un giro contra esa ética universalista cuyo resultado es una especie de estetización de la ética: cada sujeto, sin apoyo alguno de normas universales, ha de construir su propio modo de autodominio, ha de armonizar el antagonismo de poderes en su interior, inventarse, por así decirlo, producirse como sujeto, encontrar su propio y particular arte de vivir.
Ésta es la razón de que Foucault estuviese tan fascinado por estilos de vida marginales que construyen su particular modo de subjetividad (el universo sadomasoquista homosexual, por ejemplo. Véase Foucault, 1984),
No resulta difícil detectar cómo esta noción foucaultiana se inserta en la tradición humanista-elitista, La realización que más se le aproxima seria el ideal renacentista de la “personalidad acabada” que domina las pasiones interiores y hace de la vida una obra de arte.
La noción de sujeto que tiene Foucault es ante todo clásica : sujeto como el poder de auto-mediación y de armonización de las fuerzas antagónicas, como vía para dominar el “uso de los placeres” a través de una restauración de la imagen del yo.
En este caso, Habermas y Foucault son las dos caras de una misma moneda. La verdadera ruptura la representa Althusser con su insistencia en el hecho de que es una cierta fisura, una hendidura, un reconocimiento falso, lo que caracteriza a la condición humana en cuanto tal, con la tesis de que la idea del posible fin de la ideología es una idea ideológica “par excellence”(‘ (Althusser,1965),
Aunque Althusser no escribió extensamente sobre problemas éticos, está claro que el conjunto de su obra encarna una actitud radical ética que podríamos denominar el heroísmo de la enajenación o de la destitución subjetiva (pese a que o precisamente porque Althusscr niega la noción misma de “enajenación” como ideológica) Se trata no sólo de que hemos de develar el mecanismo estructural que está produciendo el efecto de sujeto como un reconocimiento ideológico falso, sino de que, a la vez, hemos de reconocer este falso reconocimiento como inevitable, es decir, hemos de aceptar un cierto engaño coma una condición de nuestra actividad histórica, de asumir un papel como agentes del proceso histórico.
Según esta perspectiva, el sujeto como tal se constituye por medio de un reconocimiento falso: el proceso de interpelación ideológica por medio del cual el sujeto se “reconoce” como el destinatario del llamamiento de la causa ideológica implica necesariamente un cortocircuito, una ilusión del tipo “Yo ya estaba allí” la cual, como Michel Pecheux -quien nos ha dado la versión más elaborada de la teoría de la interpelación – indicó (Pecheux, 1975), no deja de tener efectos cómicos: el cortocircuito de “no es raro que te interpelaran como proletario cuando lo que eres es un proletario” .
Aquí, Pecheux complementa el marxismo con los hermanos Marx, cuyo famoso chiste va así: “Me recuerdas a Emmanuel Ravelli.” “Pero es que yo soy Emanuel Ravelli.” “Entonces no es nada raro que te parezcas a el.”
En contraste con esta ética althusseriana de la enajenación en el simbólico “proceso sin sujeto”, podríamos designar a la ética que implica el psicoanálisis lacaniano como la de la separación. El famoso tema lacaniano de no ceder al propio deseo (ne pas céder sur son desir) apunta a que no hemos de borrar la distancia que separa lo Real de su simbolización, puesto que es este plus de lo Real que hay en cada simbolización lo que funge como objeto-causa de deseo . Llegar a un acuerdo con este plus (o, con mayor precisión, esto) significa reconocer un desacuerdo fundamental (“antagonismo”), un núcleo que resiste la integración -disolución simbólica.
La mejor manera de situar una posición ética de este tipo es a través de su oposición a la noción marxista tradicional de antagonismo social. Esta noción tradicional implica dos rasgos interconexos : 1) existe un cierto antagonismo fundamental que posee una prioridad ontológica para “mediar” todos los demás antagonismos, determinando el lugar de éstos y su peso especifico (antagonismo de clase, explotación económica); 2) el desarrollo histórico comporta, si bien no una necesidad, al menos una “posibilidad objetiva” de resolver este antagonismo fundamental y, así, de mediar todos los demás antagonismos -para recordar la conocida formulación marxista, la misma lógica que condujo a la humanidad a la enajenación y a la división de clases crea también las condiciones para la abolición de las mismas “die Wunde schliessl der Speer nur der sie SchilIg” (sólo puede sanar la herida la misma lanza que la produjo) -como dijo Wagner, contemporáneo de Marx, por boca de Parsifal.
En la unidad de estos dos rasgos se funda la noción marxista de la revolución, de la situación revolucionaria. Una situación de condensación metafórica en la que finalmente se vuelve claro para la conciencia cotidiana que no es posible resolver ninguna cuestión en particular sin resolver todas ellas, es decir, sin resolver la cuestión fundamental que plasma el carácter antagónico de la totalidad social.
En un estado de cosas “normal”, prerrevolucionario, cada quien entabla sus propias y particulares batallas (los obreros luchan por mejores salarios, las feministas luchan por los derechos de la mujer, los demócratas por libertades políticas y sociales, los ecologistas contra la explotación de la naturaleza, los que participan en los movimientos pacifistas contra el peligro de la guerra, y así sucesivamente).
Los marxistas se valen de toda su habilidad y destreza de argumentación para convencer a los que participan en estas luchas particulares de que la única solución real a sus problemas se encuentra en la revolución mundial. Mientras las relaciones sociales estén dominadas por el Capital, siempre habrá sexismo en las relaciones entre los sexos, siempre habrá amenaza de guerra mundial. Siempre existirá el peligro de que las libertades políticas y sociales se suspendan, la naturaleza seguirá siendo objeto de despiadada explotación.
La revolución mundial abolirá entonces el antagonismo social básico y hará posible la formación de una sociedad transparente, gobernada racionalmente.
El rasgo básico del denominado “posmarxismo” es, claro está, la ruptura de esta lógica, la cual, incidentalmente, no tiene necesariamente una connotación marxista: casi cualquiera de los antagonismos que, a la luz del marxismo, parecen secundarios puede adueñarse de este papel esencial de mediador de todos los demás.
Tenemos, por ejemplo, el fundamentalismo feminista (no hay liberación mundial sin la emancipación de las mujeres, sin la abolición del sexismo); el fundamentalismo democrático (la democracia como el valor fundamental de la civilización occidental; todas las demás luchas -económica, feminista, de minorías y demás- son simplemente aplicaciones ulteriores del principio básico democrático e igualitario); el fundamentalismo ecológico (el estancamiento ecológico como el problema fundamental de la humanidad), y -¿ por qué no?- también el fundamentalismo psicoanalítico como está articulado en Eros y civilización (la clave de la liberación reside en el cambio de la estructura represiva libidinal. Véase Marcuse, 1955).
El “esencialismo” psicoanalítico es paradójico en la medida en que es precisamente el psicoanálisis -al menos en la lectura que de él hace Lacan- el que expone la ruptura real con la lógica esencialista. Es decir, el psicoanálisis lacaniano da un paso decisivo más allá del habitual antiesencialismo “posmarxista” al afirmar la irreductible pluralidad de las luchas particulares.
En otras palabras, al demostrar como la articulación de estas luchas en una serie de equivalencias depende siempre de la contingencia radical del proceso histórico-social, y nos permite captar esta pluralidad como una multitud de respuestas al mismo núcleo imposible-real.
Tomemos la noción freudiana de la “pulsión de muerte”. Hemos de abstraer por supuesto el biologismo de Freud: “pulsión de muerte” no es un hecho biológico, sino una noción que indica que el aparato psíquico humano está subordinado a un automatismo de repetición ciego más allá de la búsqueda de placer, de la autoconservación, de la conformidad del hombre con su medio.
El hombre es – Hegel dixit- “un animal enfermo de muerte”, un animal extorsionado por un insaciable parásito (razón, logos, lenguaje). Según esta perspectiva, la “pulsión de muerte”, esta dimensión de radical negatividad, no puede ser reducida a una expresión de las condiciones sociales enajenadas, sino que define la condición humana en cuanto tal.
No hay solución ni escape, lo que hay que hacer no es “superarla”, “abolirla”, sino llegar a un acuerdo con ello, aprender a reconocerla en su dimensión aterradora y después, con base a este reconocimiento fundamental, tratar de articular un modus vivendi con ello.
Toda “cultura” es en cierto modo una formación-reacción, un intento de limitar , de canalizar, de cultivar este desequilibrio, este núcleo traumático, este antagonismo radical por medio del cual el hombre corta su cordón umbilical con la naturaleza, con la homeostasis animal. No es sólo que la meta ya no consista en abolir este antagonismo pulsional, sino que la aspiración de abolirlo es precisamente la fuente de la tentación totalitaria.
Los mayores asesinatos de masas y holocaustos siempre han sido perpetrados en nombre del hombre como ser armónico, de un Hombre Nuevo sin tensión antagónica.
La misma lógica es aplicable a la ecología. El hombre en cuanto tal es “la herida de la naturaleza”, no hay retorno al equilibrio natural. Para estar en conformidad con su entorno, lo único que el hombre puede hacer es aceptar plenamente esta fisura, esta hendidura, este estructural desarraigo, y tratar en la medida de lo posible de remendar después las cosas. Todas las demás soluciones -la ilusión de un posible regreso a la naturaleza, la idea de una socialización total de la naturaleza- son una senda directa al totalitarismo.
La misma lógica se aplica al feminismo: “no hay relación sexual”, es decir, la relación entre los sexos es por definición “imposible”, antagónica, no hay solución final y la única base para una relación en cierta manera soportable entre los sexos es el reconocimiento de este antagonismo básico, de esta imposibilidad básica.
La misma lógica es aplicable a la democracia: es -para recurrir a la desgastada frase de Churchill- el peor de todos los sistemas posibles, el único problema es que no hay ningún otro que sea mejor. Es decir la democracia siempre acarrea la posibilidad de corrupción , del gobierno de la obtusa mediocridad.
El único problema es que cada intento de eludir este riesgo inherente y de restaurar la democracia “real” acarrea necesariamente su opuesto, termina en la abolición de la democracia misma. Aquí se podría defender una tesis de que el primer posmarxista no fue otro sino el propio Hegel. Según Hegel, el antagonismo de la sociedad civil no se puede suprimir sin caer en el terrorismo totalitario.
Solo después puede el Estado poner límite a sus desastrosos efectos.
Ernesto Laclau v Chantal Mouffe tienen el mérito de haber desarrollado, en Hegemony and socialista strategy (Laclau-Mouffe, 1985), una teoría del campo social que se basa en esta noción de antagonismo – en el reconocimiento de un “trauma” original, un núcleo imposible que resiste a la simbolización, a la totalización, a la integración simbólica .
Todo intento de simbolización-totalización viene después y es un intento de suturar una hendidura original, intento que, en último término, está por definición condenado al fracaso.
Ellos hacen hincapié en que no debemos ser “radicales” en el sentido de apuntar a una solución radical. Vivimos en un interespacio y en tiempo prestado. Toda solución es provisional y temporal, una manera de posponer una imposibilidad fundamental.
Hay que tomar, así pues, el término que ellos usan de “democracia radical” de un modo algo paradójico. Es precisamente no “radical” en el sentido de democracia pura, verdadera. Su carácter radical implica, en cambio, que únicamente podemos salvar la democracia tomando en cuenta su propia imposibilidad radical,
Ahora podemos ver cómo hemos llegado al extremo opuesto del punto de vista marxista tradicional. En el marxismo tradicional, la revolución-solución mundial es la condición de la solución efectiva de todos los problemas particulares, mientras que aquí, toda solución fructífera, provisional y temporal, de un problema particular acarrea un reconocimiento del radical estancamiento mundial, de la imposibilidad, de la aceptación de un antagonismo fundamental.
Mi tesis (que desarrollo en Le plus sublime des hystériques: Hegel passe, París, 1988) es que el modelo más consistente de este reconocimiento es la dialéctica hegeliana. Lejos de ser una historia de su superación progresiva, la dialéctica es para Hegel una anotación sistemática del fracaso de todos los intentos de este tipo .
El “conocimiento absoluto” denota una posición subjetiva que finalmente acepta la “contradicción” como condición interna de toda identidad. En otras palabras, la “reconciliación” hegeliana no es una superación “pan lógica” de toda realidad en el Concepto, sino una anuencia final con el hecho de que el Concepto es “no-todo” (para usar este término lacaniano).
En este sentido, podemos repetir la tesis de Hegel como el primer posmarxista: él fue quien abrió el campo de una fisura “suturada” después por el marxismo.
Esta manera de entender a Hegel va inevitablemente en contra de la noción aceptada de “conocimiento absoluto” como un monstruo de totalidad conceptual que devora toda contingencia. Este lugar común de Hegel simplemente dispara demasiado rápido, como el soldado de la patrulla en el famoso chiste de la Polonia de Jaruzelski inmediatamente después del golpe militar. En aquel tiempo, las patrullas militares tenían derecho a disparar sin advertir a las personas que transitaban por las calles después del toque de queda (diez de la noche).
Uno de los dos soldados de una patrulla ve a alguien con prisa cuando faltaban diez minutos para las diez y le dispara de inmediato. Cuando su colega le pregunta por qué ha disparado si faltaban diez minutos para las diez, él responde: “Conocía al tipo. Vive lejos de aquí y no hubiera podido llegar a su casa en diez minutos, o sea que para simplificar las cosas, mejor he disparado de una vez … “
Así es como los críticos de Hegel suponían que procedía el “panlogicismo”: condenan el conocimiento absoluto “antes de las diez”, sin lograrlo. Es decir, no refutan con sus críticas más que sus propios prejuicios acerca del conocimiento absoluto.
El objetivo de este libro es, así pues, triple : o servir de introducción a algunos de los conceptos fundamentales del psicoanálisis lacaniano: contra la imagen distorsionada de Lacan como perteneciente al campo “posestructuralista”, el libro articula su radical ruptura con el “posestructuralismo”; contra la imagen distorsionada del oscurantismo de Lacan, ubica a éste en el linaje del racionalismo. La teoría lacaniana es tal vez la versión contemporánea más radical de la Ilustración; o efectuar una especie de “retorno a Hegel”, reactualizar la dialéctica hegeliana haciendo de ella una nueva lectura con base en el psicoanálisis lacaniano .
La imagen actual de Hegel como “idealista-monista” es totalmente descarriada: lo que encontramos en Hegel es la más enérgica afirmación de diferencia y contingencia, y “conocimiento absoluto” no es sino un nombre para el reconocimiento de una cierta pérdida radical ; o contribuir a la teoría de la ideología a través de una nueva lectura de algunos conocidos temas clásicos (fetichismo de la mercancía y demás) y de algunos conceptos lacanianos cruciales que, a primera vista, nada tienen que ofrecer a la teoría de la ideología: el “punto de acolchado” (le poinf de capifon), el objeto sublime, el plus-de-goce y otros.
Creo que estos tres objetivos están profundamente conectados: la única manera de “salvar a Hegel” es a través de Lacan, y es tal lectura de Hegel y de la herencia hegeliana que hace Lacan abre una nueva manera dé abordar la ideología que nos permite captar fenómenos ideológicos contemporáneos (cinismo, “totalitarismo”, el frágil estatus de la democracia) sin ser presas de cualquier tipo de trampas “pos-modernas” (como la de la ilusión de que vivimos en una condición “posideológica” )