El principio
Nací el 23 de febrero de 1947 en la ciudad de La Unión.
Mi padre, Gerardo de Jesús Olano, fué enviado como Delegado de la Corte de Cuentas a trabajar a la Aduana de Cutuco y hasta allá se fueron con mi madre grávida a vivir.
Por esos días un volcán naciendo en la costa provocó fuertes temblores que sacudieron La Unión, por lo que la población fué evacuada a la playa e instalada en provisorias barracas de madera.
La marea alta traía consigo miríadas de cangrejitos que se metían por todos lados, y según su tamaño, terminaban enriqueciendo la dieta de la familia.
Edith, la última hija del primer matrimonio de mi padre, había venido a pasar sus vacaciones de San Salvador donde estudiaba en un internado, y pasaba sus días navegando en un cayuco sin remos, y posiblemente, aburriéndose soberanamente.
Un día, durante un paseo por el muelle con mi madre, se vino un temblor de tierra tan fuerte que partió el viejo muelle de tierra, dejándolas aterradas del lado al mar, y unos traabajadores colocaron planchas de madera para que cruzaran. Al llegar a casa mi madre sintió los primeros síntomas de que mi nacimiento se acercaba y poco tiempo después ví la luz del día por primera vez.
Edith, ya en su adolescencia, me sacaba a pasear en un cochecito, lo cual le proporcionaba un buen pretexto para ir al parque y flirtear con los chicos locales.
Un par de años después mi padre fué trasladado a la Aduana de La Libertad, donde vino al mundo mi hermana Ana.
Mamayiya (como llamábamos a Lidia mi madre) me contó después que el clima de La Libertad y los mosquitos tumbó a toda la familia en cama con un paludismo devastador. Creo recordar vagamente que la fiebre nos hacía delirar y tener pesadillas espeluznantes.
Después cambiaron de nuevo a mi padre, esta vez nos fuimos a San Cristóbal, en la frontera con Guatemala.
Gracias a la amistad de mis padres con algunos maestros de la escuelita local, quienes me tomaron cariño, tuve la suerte de que me tomaran frecuentemente con ellos a escuchar las clases, y es así como cuando llegué al Primer Grado de Primaria y sin haber hecho el Kindergarten, ya sabía yo leer pasablemente.
De San Cristóbal nos vinimos para San Salvador cuando papá comenzó a trabajar en la Sede de la Corte de Cuentas, donde se quedó para siempre hasta que falleció.
Entonces nos fuimos a vivir al Barrio Santa Anita, en el Pasaje Galán.
En el Pasaje Galán los chicos jugábamos en la calle, mientras nuestras madres se sentaban en las gradas de la entrada de la sala, conversando entre ellas o leyendo algo mientras nos cuidaban. Mi hermana Any hizo el jardín infantil allí, el que quedaba a unos metros de distancias en la acera opuesta.
Aún recuerdo algunos de nuestros vecinos como los Hernández, un matrimonio con tres o cuatro hijos, de los cuales Quique, el menor, era de mi edad y le cortaban el pelo muy corto, casi al rape, con solo un mechón adelante (estilo: Pato Bravo), más abajo y de este lado una familia un poco acomodada con dos tías solteronas vestidas a la antigua, enfrente Fito, un automecánico que nos reparaba el auto que adquirieron mis padres, un Pontiac color verde claro del ´52 y quien dió lecciones de manejo a mi mi madre, y como yo iba con ella siempre pues también aprendí yo… ya que mi padre no quiso aprender nunca.
Un poco más abajo vivía la familia Salinas, el hijo mayor a la sazón de unos 18 años, Mario, buen mozo que fungía como el Casanova del barrio; y un poco más abajo vivía la que fué mi amor platónico, una bella chica adolescente llamada Fidelina con una frondosa cabellera negra, tez clara y ojazos negros de largas pestañas y una figura estatuaria, quien una tarde de verano y con una sonrisa juguetona en sus labios me dió el primer beso…(suspiros)
A la vuelta, en la 13 Avenida Norte (?) estaba la Peluquería Nixon, bautizada así el entonces Presidente de USA llegó de visita al país y fué a recortarse el cabello ahí.
En la pared había una enorme foto de un Periódico local, autografiada por Mr. Nixon como prueba fehaciente.
En la esquina siguiente vivía la familia de Tony Martínez, quien después fué baterista de Los Hollyboys cuando Pedro Portillo dejó la plaza, con quien tenemos todavía una entrañable amistad, ahora eminente Politólogo nacional, a quien más tarde llevé a Los Intocables cuando Jorge Granados, baterista, emigró con su familia a Los Estados Unidos.
Muchas familias de estas, eran dueños de sus casas. Mi padre, muchos años antes, había comprado una parcela de terreno y construyó su casa, lo que llamamos nosotros la Casona, en la mitad del terreno. El resto era un gran jardín.
Recuerdo que en ese gran patio o jardín había una araucaria muy alta, y unas cuantas plantas de banana, algunos limoneros, además de otros viejos árboles entre los cuales jugábamos con mi hermana.
En 1956 vino al mundo mi hermano Gerardo y Papá decidió construir otra casa para nosotros en la mitad de ese jardín, y Moisés, uno de los hijos de su primer matrimonio, se vino a vivir con su esposa Carmela y sus hijos Moti (Moisés Jr) William y Erlinda a la Casona. De Erania, la mayor tengo solo un vago recuerdo.
Crecí con ellos y jugábamos juntos pues éramos casi de la misma edad. Moisés tenía una Radiola y nos ponía música muy variada, recuerdo sus discos de Renato Carosone, Benny Moré y otros que nos hacían bailar y gozar. La música era ya una parte muy presente de nuestras vidas.
Los fines de semana las dos familias emprendíamos juntos alguna excursión a la playa u otro balneario como Ichanmichen, Los Chorros o el Lago de Ilopango en «La Cuca», como llamábamos al auto de Moisés, el cual tenía un asiento plegable muy apreciado por nosotros los chicos porque estaba situado en el baúl y era descapotado.
Hugo, mi otro hermano mayor, se había separado de su esposa y vivió también por algún tiempo en una habitación de nuestra casa. Fué en esta habitación donde descubrí mi amor por la lectura, pues él tenía una colección de Selecciones del Reader´s Digest y cuando se iba al trabajo me encantaba acostarme en su enorme cama a escondidas de MamáYiya y leerlas incansablemente.
Al fallecer la primera esposa de mi padre después del nacimiento de Edith, la menor de todos, él dedicó su vida a cuidar de sus hijos, Hugo y Moisés, los dos varones y Edith. Sus dos hijas mayores Lesbia y Gloria eran enfermeras. Lesbia emigró muy joven a New York y allí vivió y trabajó por el resto de su vida.
Gloria ejerció también por muchos años su profesión de enfermera, pero amaba mucho (todavía) la música. La familia me contaba que tenía una voz muy linda y que, acompañada de su guitarra cantaba en un programa de radio. La gente le escribía pidiéndole sus canciones favoritas y ella les complacía.
Ella vive aún en San Salvador, atendida en su avanzada edad por su cariñosa familia. Tuve la dicha de tenerla también en el último de mis conciertos, celebrando mis 50 Años de vida artística.
Igualmente mis hermanos mayores, Hugo y Moisés, también cantaban y tocaban guitarra y eran solicitados para serenatas en el barrio. Ellos estudiaron Contabilidad y trabajaban en sus respectivas profesiones. Ninguno de ellos se dedicó del todo a la música.
Mi padre tocaba guitarra, violín y mandolina, todo de oído, y yo crecí oyendo mi madre cantar a media voz boleros de Los Panchos o rancheras de Pedro Infante a la vez que planchaba la ropa o cocinaba, mientras mi padre la acompañaba con su guitarra, reclinado en su hamaca.
El solía reunirse en el fin de semana, a veces sábado, a veces el domingo con Tío Alberto, su hermano quien tocaba también guitarra y mandolina, y con Don Gustavo Orellana, guitarrista que compuso un vals dedicado al Rey de Bélgica, quien le escribió una carta de agradecimiento y un Diploma oficial que adornaba la pared de la sala de su casa.
Juntos tocaban tangos, rancheras, valses, boleros, pasillos, bambucos que aún recuerdo y que a veces canto para mi hermana Edith cuando vamos a El Salvador con mi esposa.
Yo tendría unos 3 o 4 años cuando comencé a cantar también, “Como un rayito de luna”, “Gorrioncillo pecho amarillo”, con el beneplácito de mis padres, que me animaban con su entusiasmo, divertidos con mi infantil pronunciación. Mi padrino Alfredo Bardi me premiaba siempre con algún dinerito cuando me llamaban para que cantara sus canciones favoritas.
Cuando cumplí 7 años mis padres me inscribieron en el Colegio Emiliani, dirigido por sacerdotes católicos de los Somascos, ubicado frente a la hermosa iglesia del barrio, donde estudié toda la Primaria.
Yo era un chico bien portado, de los que ocupaban los pupitres de las primeras filas por ser de los más pequeños, y tenía una sed de aprender enorme. Atrás se sentaban los terribles que siempre hacían ruido y eran frecuentemente reprendidos y a veces castigados con un par de reglazos administrados por los profesores o los sacerdotes que también enseñaban y no escatimaban el uso del castigo corporal para tener a raya a los diablillos.
El Padre Roberto dirigía con mano firme y bondadosa el Colegio, un hombre alto y muy bien parecido, a la sazón de edad media que arrancaba de seguro suspiros a las feligresas, mientras el Padre Jorge impartía lecciones y bofetadas .
Nada escapaba a la vista de águila del Padre Jorge, y con sorprendente agilidad y mano firme y segura estaba en un santiamén al lado del transgresor para asestarle un reglazo en el trasero.