Au moment de la découverte de Amérique et de l’Asie orientale, le première pensée des ordres religieux fut d’é treindre ces inondes nouveaux dans l’unité de la foi crétienne […] /I peine fonnée, la société de Jésus se jeta sur cette carrière; ce fut celle qu’elle parcourut le plus glorieusement. Réunir l’Orient et Occident, le Nord et le Sud, établir la solidarité morale du globe […] janmis il ne se présenta de plus grand dessein au génie de l’hoinnie […] ce ¡nonient ne pouvait numquer d’avoir une influence incalculable sur l’avenir. La société de jésus, en se jetant en avant, pouvait décider ou compromettre l’alliance universelle. Laquelle de ces deux choses est arrivée ? Edgar Quinet
Varias veces en estos últimos cinco siglos la modernidad tuvo y aprovechó la oportunidad de intervenir en la historia de la América Latina y de transformar su sociedad, y todo parece indicar que la primera de ellas, la que comenzó a fines del siglo XVI, se consolidó durante el XVII y duró hasta mediados del XVIII, fue aquélla en la que su proyecto civilizatorio tuvo la capacidad conformadora más decisiva.
La modernización de la América Latina en la época “barroca” parece haber sido tan profunda que las otras que vinieron después – la del colonialismo ilustrado en el siglo XVIII, la de la nacionalización republicana en el siglo XIX y la de la capitalización dependiente en este siglo, por identificarlas de algún modo- no han sido capaces de alterar sustancialmente lo que ella fundó en su tiempo.
Lo “moderno”, lo “barroco” son dos conceptos que aparecen cada vez con más frecuencia cuando se habla de la vida social y la historia latinoamericanas, y que sin embargo, o tal vez justamente por ello, en lugar de precisarse, se vuelven cada vez más ambiguos. De todas maneras, a sabiendas de lo precario del intento, quisiera tratar de definirlos, aunque sea sólo para el tiempo de lectura de las siguientes páginas: por “modernidad” voy a entender, sobre todo, un proyecto civilizatorio específico de la historia europea, un proyecto histórico de larga duración, que aparece ya en los siglos XII y XIII, que se cumple de múltiples formas desde entonces y que en nuestros días parece estar en trance de desaparecer.
Por “barroco” voy a entender – retomando un concepto que ha estado por mucho tiempo en desuso- una “voluntad de forma” específica, una determinada manera de comportarse con cualquier sustancia para organizarla, para sacarla de un estado amorfo previo o para metamorfosearla; una manera de conformar o configurar que se encontraría en todo el cuerpo social y en toda su actividad.
Para aproximarme al punto de encuentro de los temas que se encierran en los conceptos de “modernidad” y “barroco” quisiera recurrir en lo que sigue a una especie de confrontación entre dos historias; dos historias diferentes entre sí y de diferente orden, pero que están íntimamente conectadas. La primera sería una historia grande, de amplios alcances: la historia de la constitución de la especificidad o singularidad de la cultura latinoamericana en el siglo XVII.
La otra sería una historia particular, que dura dos siglos y que es de orden político-religioso, la historia de la primera Compañía de Jesús y, sobre todo, de su proyecto de construcción de una modernidad, de un proyecto civilizatorio moderno y al mismo tiempo -¿paradójicamente?- católico.
La confrontación entre estas dos historias no es del todo arbitraria, tiene su justificación. Allí está, en primer lugar, la coincidencia temporal y espacial de ambas. Y allí está, sobre todo, el carácter esencial de la gravitación que ejercen la una sobre la otra.
La coincidencia espacial y temporal entre estas dos historias es evidente. Podríamos hablar de todo un periodo histórico, de un largo siglo XVII, que comenzaría, por decir algo, con la derrota de la Gran Armada a finales del siglo XVI (1588) y que terminaría aproximadamente con el Tratado de Madrid, de 1764; de una época que comenzaría con el primer signo evidente de la decadencia del imperio español y que terminaría con el primer signo evidente de su desmoronamiento, cuando la España borbonizada aniquila el estado de los guaraníes inspirado por los jesuitas al ceder a Portugal una parte de sus dominios de Sudamérica —fecha que al mismo tiempo subraya la destrucción del incipiente mundo histórico latinoamericano, iniciada cuando el imperio, empeñado en una “remodernación” que prometía salvarlo, pretendió hacer de su parte americana una simple colonia.
Este periodo de la historia larga a la que estamos haciendo referencia es también el tiempo que dura lo principal de la primera época de la Compañía de Jesús – una historia que va, como sabemos, de mediados del siglo XVI hasta fines del siglo XVIII. Es interesante tener en cuenta esta confrontación porque, más que en la propia Europa, es en Asia y sobre todo en América donde la Compañía de Jesús despliega con buenos éxitos su actividad.
La comparación entre estas dos historias tiene, por lo que se ve, su justificación geográfica y temporal; pero tiene también una justificación en el hecho de que entre estas dos historias hay una relación de influencia esencial.
Por un lado, el lugar en donde el proyecto de la Compañía de Jesús se juega principalmente – y se pierde- es América; por otro, ni la vida material y práctica en América Latina ni su dimensión simbólica y discursiva habrían sido las mismas desde comienzos del siglo XVII sin la presencia determinante de la Compañía de Jesús.
Hay, podría decirse, una relación de interioridad entre estas dos historias, una gravitación recíproca entre lo que hace la Compañía de Jesús y lo que es la historia del mundo latinoamericano durante todo este tiempo.
Esta confrontación – que es lo que quisiera poner a discusión aquí – intento hacerla en dos planos: primero, en el plano de aquello que acontece en estas dos historias; y después en el plano del modo o la manera predominante como se cumple tal acontecer.
I
¿Cómo caracterizar lo que tiene lugar en la historia de la Compañía de Jesús? ¿Cómo caracterizar lo que sucede en la historia de la singularidad cultural de la América Latina?
Quisiera enfatizar el hecho de que lo que acontece principalmente en estos dos procesos se representa o se dice de la mejor manera con conceptos o palabras que tienen que ver con procesos de reconstrucción o reconstitución.
Ambas son historias que consisten en el relato de procesos de transición en los que el restablecimiento transformador de una realidad histórica – el cristianismo católico, en el primer caso, la civilización europea (en América), en el segundo – es intentada como medida de rescate de la existencia de la misma.
Al mirar el modo de vida social que se va configurando en la América Latina durante este siglo XVII, es imposible dejar de advertir comparativamente lo siguiente: son convincentes, sin duda, los datos que permiten afirmar que las características adoptadas allí por el modo de vida europeo – que es el que se impone y predomina incontestablemente- son las de un modelo que resulta más complejo que la vida real que pretende alcanzarlo; pero no menos convincentes son aquellos otros que permiten decir que tales características son más bien – por el contrario- las de un modelo afectado por una falta de complejidad irremediable respecto de esa vida real.
Igual parece tratarse del desvirtuamiento del modelo de vida activo, el europeo, al ser impuesto sobre un modelo de vida pasivo, el americano (que se reproduce espontáneamente) que del desvirtuamiento de éste al ejercer una resistencia a la imposición del primero. Esta “indecisión de sentido” que manifiestan las particularidades de la vida social en la América Latina de esa época es un reto para una narración de los acontecimientos históricos que se pretenda reflexiva: ¿a qué se debe esta ambivalencia? ¿Cuál puede ser su explicación?
La tesis que defiendo, retomada en sus rasgos generales de la obra de Edmundo OGorman , – afirma que la ambigüedad en cuestión proviene del hecho de que el “proyecto” histórico espontáneo que inspiraba de manera dominante la vida social en la América Latina del siglo XVII no era el de prolongar (continuar y expandir) la historia europea, sino un proyecto del todo diferente: re-comenzar (cortar y reanudar) la historia de Europa, re-hacer su civilización.
El proceso histórico que tenía lugar allí no sería una variación dentro del mismo esquema de vida civilizada, sino una metamorfosis completa, una redefinición de la “elección civilizatoria” occidental; no habría sido sólo un proceso de repetición modificada de lo mismo sobre un territorio vacío (espontáneamente o por haber sido vaciado a la fuerza) – un traslado y extensión, una ampliación del radio de vigencia de la vida social europea ( como sí lo será más tarde el que se dé en las colonias británicas)-, sino un proceso de re-creación completa de lo mismo, al ejercerse como transformación de un mundo pre-existente.
Es sin duda indispensable enfatizar la gravitación determinante que ejerce el siglo XVI en la historia de América: su carácter de tiempo heroico, sin el cual no hubiesen podido existir ni los personajes ni el escenario del drama que le da sentido a esa historia. Insistir en lo catastrófico, desastroso sin compensación, de lo que aconteció entonces allí: la destrucción de la civilización prehispánica y sus culturas, seguida de la eliminación de las nueve décimas partes de la población que vivía dentro de ella.
Recordar que, en paralelo a su huella destructiva, este siglo conoce también, promovida desde el discurso cristiano y protegida por la Corona, la puesta en práctica de ciertas utopías renacentistas que intentan construir sociedades híbridas o sincréticas y convertir así el sangriento “encuentro de los dos mundos” en una oportunidad de salvación recíproca de un mundo por el otro.
Considerar, en fin, que el siglo XVI americano, tan determinante en el proceso modernizador de la civilización europea, dio ya a ésta la experiencia temprana de que la occidentalización del mundo no puede pasar por la destrucción de lo no occidental y la limpieza del territorio de expansión; que el trato en interioridad con el “otro”, aunque “peligroso” para la propia “identidad”, es sin embargo indispensable.
Pero hay que reconocer que a este siglo tan heroico y tan cruel, tan maravilloso y abominable, le sucede otro no menos radical, pero en un sentido diferente. Antes de terminarse cronológicamente, el siglo XVI cumple ya la curva de la necesidad que lo define; lo hace una vez que completa y agota la figura de la Conquista en los centros de la nueva vida americana. Hay todo un ciclo histórico del continente que culmina y se acaba en la segunda mitad del siglo XVI.
Pero hay también otro diferente que se inicia en esos mismos años. La investigación histórica mundial delinea cada vez con mayor nitidez la imagen de un siglo XVII dueño de su propia necesidad histórica; un siglo que es en sí mismo una época, en el que impera todo un drama original, que no es sólo el epílogo de un drama anterior o el proemio de otro drama por venir.
Y es tal vez la historia de América la que más ha contribuido a la definición de esa imagen. Que efectivamente hay un relanzamiento del proceso histórico en el siglo XVII americano se deja percibir con claridad si observamos, aunque sea rápidamente, ciertos fenómenos sociales esenciales que se presentan a comienzos del siglo XVII: tanto ciertos fenómenos de orden demográfico y económico, como otros referentes a las formas de explotación del plustrabajo. La diferencia respecto de sus equivalentes en el siglo XVI es clara y considerable.
En la demografía, vemos cómo la curva desciende marcadamente hasta finales del siglo XVI y cómo en los dos primeros decenios del siglo XVII asciende ya de manera sostenida, y, lo que es más importante, si tenemos en cuenta la consistencia étnica de la población que decrece y la comparamos con la de la población que crece, la diferencia resulta sustancial: mientras en el primer caso la presencia de la población indígena es predominante y la importancia numérica de la población española es débil, y más débil aún la de los africanos, observamos que la nueva población que aparece en el siglo XVII posee una consistencia étnica antes desconocida: América ha pasado a estar poblada mayoritariamente por mestizos de todo tipo y color.
Algo parecido podría decirse también de los fenómenos económicos: a finales del siglo XVI, la actividad económica que es posible reconocer se encuentra sumida en un proceso regresivo que la encamina a anularse, en la medida en que la disminución de las Carreras de Indias[1] que conectaban a Europa con América – que eran el “cordón umbilical” entre la madre patria y los españoles de ultramar– se vuelve prácticamente una interrupción, en la medida en que España deja de interesarse por la economía americana y la abandona a su propio destino.
En los primeros decenios del siglo XVII, en cambio, reconocemos una economía que se reactiva y que lo hace en términos radicalmente diferentes de los del siglo anterior; ya no es la vieja economía basada casi exclusivamente en la explotación de los metales preciosos del suelo americano, sino otra nueva que da muestras de una actividad muy diversificada, dirigida no sólo a la minería sino a la producción de objetos manufacturados y de productos agrícolas, a la relación comercial entre centros de producción y consumo a todo lo largo de América.
Y lo mismo ocurre en lo que respecta a la explotación del plustrabajo de las poblaciones indígenas y mestizas. Del sistema feudal modernizado centrado en la encomienda -un procedimiento de explotación servil adaptado a la economía mercantil-, se pasa en el siglo XVII al sistema de explotación moderno feudal propio de las haciendas, que son centros de producción mercantil, basados en la compraventa de la fuerza de trabajo, pero interferidos sustancialmente por relaciones sociales de tipo servil.
Todo parece indicar efectivamente que se trata de una nueva historia que se gesta a comienzos del siglo XVII. Una historia que se distingue ante todo por la insistencia y el énfasis con el que se perfila una dirección y un sentido en la pluralidad de procesos que la conforman, con el que se esboza una coherencia espontánea, una especie de acuerdo no concertado, de “proyecto” objetivo, al que la narración histórica tradicional, que le reconoce privilegios al mirador “político”, ha dado en llamar “proyecto criollo”, según el nombre de sus protagonistas más visibles.
Hay un proyecto no deliberado pero efectivo de definición civilizatoria, de elección de un determinado universo no sólo lingüístico sino simbólico en general, de creación de técnicas y valores de uso, de organización del ciclo reproductivo de la riqueza social y de integración de la vida económica regional; de ejercicio de lo político-religioso; de cultivo de las formas que configuran la vida cotidiana: el proyecto de rehacer Europa fuera del continente europeo.[2]
Esto sería, en resumen, lo que sucede en la primera de las historias a las que hacía referencia, la historia global de la sociedad americana; se trata, insisto, de un proceso de repetición y re-creación que recompone y reconstituye una civilización que había estado en trance de desaparecer.
Ahora bien, ¿qué acontece en la otra historia, la historia particular de la Compañía de Jesús, con la que quisiéramos confrontar a la historia americana? También en ella tiene lugar un proceso de reconstrucción y reconstitución. Cada vez más se hace necesario en la investigación actual revisar la imagen dejada por el Siglo de las Luces francés sobre el carácter puramente reaccionario, retrógrado, premodernizador de la Iglesia Católica postridentina, y de la Compañía de Jesús como el principal agente de la actividad de esa Iglesia.
Se hace necesario revisar esta idea, dado justamente el fracaso de la modernidad establecida, iluminada por el Siglo de las Luces: la modernidad capitalista que ha prevalecido desde los tiempos de la primera revolución industrial en el siglo XVIII.
Es necesario revisar esta imagen por cuanto muchos de los esquemas conceptuales a partir de los cuales se juzgó nefasta la actividad de la Iglesia postridentina y de la Compañía de Jesús se encuentran ahora en crisis.
La idea misma del progreso y de la meta hacia la que él conduciría, propuesta por la Ilustración, que es justamente la idea que sirvió para juzgar el carácter anti-histórico de esa actividad, es una idea que se hunde cada vez más en sus propias contradicciones.
El proyecto postridentino[3] de la Iglesia Católica, viéndolo a la luz de este fin de siglo posmoderno, no parece ser pura y propiamente conservador y retrógrado; su defensa de la tradición no es una invitación a volver al pasado o a premodernizar lo moderno. Es un proyecto que se inscribe también, aunque a su manera, en la afirmación de la modernidad, es decir, que está volcado hacia la problemática de la vida nueva y posee su propia visión de lo que ella debe ser en su novedad.
Tal vez el sentido de esta aseveración puede aclararse si se tiene en cuenta uno de los contenidos teológicos más distintivos de la doctrina de la Compañía de Jesús en su primera época; me refiero a su concepción de lo que es la vida terrenal y de cuál es su función en aquel ciclo mítico en el que acontece el drama de la Creación, que lleva de la caída original del hombre a su redención por Cristo y de ella a su salvación final.
La teología tridentina de la Compañía de Jesús reflexiona sobre la vida terrenal -vista como despliegue del cuerpo y sus apetitos sobre el escenario del mundo – a partir de una actitud completamente nueva, diferente de la que la doctrina medieval tenia ante ella.
Incursionando en la herejía – cayendo en ella, según sus enemigos, los dominicos-, la teología jesuita reaviva y moderniza la antigua vena maniquea que late en el cristianismo.
En primer lugar, mira en la creación del Creador una obra en proceso, un hecho en el acto de hacerse; proceso o acto que consiste en una lucha inconclusa, que está siempre en trance de decidirse, entre la luz y las Tinieblas, el Bien y el Mal, Dios y el Diablo. (Una lucha que, por otra parte, ya sólo por el hecho de ser percibida a través de la preferencia del ser humano por la Luz, por el Bien y por Dios, parecería estar decidiéndose justamente en favor de ellos.)
En segundo lugar, en la Creación como un acontecer, como un acto en proceso, distingue un lugar necesario, funcionalmente específico para el ser humano: el topos a través del cual y gracias al cual esa creación alcanza a completarse como “el mejor de los mundos posibles”, según argumentaba Leibniz.
En tanto que libertad, que libre albedrío, que capacidad de decidir y elegir, y no como cualquier otro ente, el ser humano tiene su importancia específica en y para la obra de Dios. Viendo así las cosas, para la teología jesuita, el mundo, el siglo, no puede ser exclusivamente una ocasión de pecado, un lugar de perdición del alma, un siempre merecido “valle de lágrimas”; tiene que ser también, y en igual medida, una oportunidad de virtud, de salvación, de “beatitud”.
Es el escenario dramático al que no hay cómo ni para qué renunciar, pues es en él donde el ser humano asume activamente la gracia de Dios, donde cada trampa que el cuerpo le pone a su alma puede ser un motivo de triunfo para ésta, de resistencia de la Luz al embate de las Tinieblas, del Bien a la acometida del Mal: un motivo de la autoafirmación de Dios sobre el atrevimiento del Diablo.
Es así que, para la Compañía de Jesús, el comportamiento verdaderamente cristiano no consiste en renunciar al mundo, como si fuera un territorio ya definitivamente perdido, sino en luchar en él y por él, para ganárselo a las Tinieblas, al Mal, al Diablo.
El mundo, el ámbito de la diversidad cualitativa de las cosas, de la producción y el disfrute de los valores de uso, el reino de la vida en su despliegue, no es visto ya sólo como el lugar del sacrificio o entrega del cuerpo a cambio de la salvación del alma, sino como el lugar donde la perdición o la salvación pueden darse por igual.
La frase tan insistentemente repetida por Ignacio de Loyola acerca de que “se puede ganar el mundo y sin embargo perder el alma” es una advertencia que no condena sino simplemente corrige la idea de que el mundo es efectivamente algo digno y deseable de ganarse, que le pone a la ganancia del mundo la condición de que sea un medio para ganar el alma, es decir, de que sea una empresa “ad maiorem Dei gloriam”.
De alguna manera, lo rebuscado de esta versión de la vieja hostilidad judeo-cristiana hacia la felicidad terrenal – que es vista como el simulacro de una felicidad verdadera, trascendente, como el ídolo capaz de engañar y así de obstaculizar y posponer la realización de la misma – tiene un eco en lo rebuscado de la modernidad de su comportamiento, implicada justamente en ese movimiento de apertura hacia el mundo.
En efecto, en la doctrina de la Compañía de Jesús, aparece una estrategia muy especial, perversa si se quiere, de ganar el mundo; una estrategia que implica el disfrute del cuerpo, pero de un cuerpo poseído místicamente por el alma. Un disfrute de segundo grado, en el que incluso el sufrimiento puede ser un elemento potenciador de la experiencia del mundo en su riqueza cualitativa.
Es comprensible, por ello, que las investigaciones recientes coincidan en reconocer que la Iglesia postridentina y la Compañía de Jesús no pueden ser definidas como antes, que no son exclusivamente esfuerzos tardíos e inútiles por poner en marcha un proceso de contra-reforma, de reacción a la Reforma protestante que se había dado en el norte de Europa.
La idea de una contra-reforma no recubre toda la consistencia del proyecto que se gestó en el Concilio de Trento. El intento que predominó en éste no fue el de combatir la Reforma declarándola injustificada, sino el de rebasarla por considerarla insuficiente y regresiva.
No se trataba de una reacción que intentara frenar el Progreso y opacar las Luces; de lo que se trataba era de replantear y trascender la problemática que dio lugar a los movimientos reformistas protestantes. No se trataba de ponerle un dique a la revolución religiosa sino de avanzar saltando por encima de ella; de quitarle su fundamento real, de resolver los problemas a partir de los cuales ella se había vuelto necesaria.
Este es el planteamiento principal del padre Diego Laínes, el jesuita que arma y conduce muchas de las discusiones más importantes en las sesiones del Concilio de Trento.
La actividad de los jesuitas como tropa de apoyo al papado es sin duda uno de los rasgos principales del desenvolvimiento de este Concilio; se trata, como resulta de la exhaustiva Historia de Jedin,[4] de la acción de un equipo muy bien preparado en términos estratégicos y muy bien armado en términos teológicos para combatir y para vencer efectivamente sobre las otras órdenes y los otros partidos presentes en él.
Pero es interesante tener en cuenta que se trata de un apoyo sumamente condicionado, que sólo se da en la medida en que es retribuido con el derecho a imponer una redefinición radical de lo que el papado debe ser en su esencia.
Sólo si el papa decide re-formarse, es decir, re-plantear su función, su identidad, sólo en esa medida el papado les resulta defendible a los jesuitas. Lo que está planteado como fundamental en el Concilio de Trento es el restablecimiento de la necesidad de la mediación eclesial entre lo humano y lo otro, lo divino; una mediación cuya decadencia – así lo interpretan los jesuitas- ha sido el fundamento de la Reforma, de una respuesta salvaje, brutal, a esa ausencia de mediación.
A lo largo de los siglos se había debilitado la necesidad de la mediación eclesial entre lo humano y lo otro, la función del locus mysticus, que es lo que el papado es en esencia – es decir, la función de ese lugar y esa persona que conectan necesariamente el mundo terrenal con el mundo celestial, la voluntad de Dios con la realidad del mundo.
Había perdido su carácter de indispensable; y justamente esta pérdida era la que había motivado la aparición del rechazo protestante a la existencia misma del papado. Si antes de la Reforma se aceptaba que “fuera de la Iglesia no hay salvación”, después de ella se dirá: “sólo fuera de la Iglesia hay salvación”.
El Concilio de Trento intenta restaurar y reconstituir la necesidad de la mediación eclesial entre lo terrenal y lo celestial, una mediación cuya necesidad es planteada en términos sumamente enfáticos. A través del papado, la entidad religiosa en cuanto tal administra el sacrificio sublimador de la represión de las pulsiones salvajes, una represión sin la cual no hay forma social posible.
La Iglesia es una instancia fundamentalmente re-ligadora, es decir, socializadora, y lo es precisamente en la medida en que justifica el sacrificio que día a día el ser humano tiene que hacer de sus pulsiones para poder vivir dentro de una forma social civilizada.
La idea de que es necesaria una mediación, de que la Iglesia tiene una función que cumplir, es defendida de esta manera. Dentro de este ciclo mítico del cristianismo, que conecta el pecado original con la condena, ésta con la redención y la redención con la salvación, la función de la Iglesia es planteada como un recurso divino insuperable.
La necesidad de esta mediación había sido desgastada, minada, corroída fuertemente a lo largo de los últimos siglos; y esto no tanto en el plano de su presencia doctrinal y litúrgica cuanto en el de la comprobación empírica de su validez.
En efecto, la principal impugnación vino de la presencia y la acción, dentro de la vida práctica cotidiana, del dinero-capital. La Iglesia había cumplido siempre en la historia europea la función socializadora o religadora fundamental; si hubo cohesión social en todo el período de su conformación como tal, fue justamente porque la vida en la ecclesia era la que daba un lugar, una función, un prestigio y un sitio jerárquico a cada uno de los individuos, la que volvía realmente sociales a los individuos que habían perdido su socialidad arcaica y les otorgaba una identidad.
Con la aparición del dinero actuando como capital – no como instrumento de circulación sino de apropiación-, esta función había pasado del terreno exclusivamente imaginario al terreno de la vida práctica, de la vida económica. Era ahora en el mercado, y en el proceso en que el dinero se vuelve más dinero, donde se socializaban los individuos.
Esto por un lado; por el otro, había comenzado ya el fenómeno propiamente moderno de un estallido o explosión no sólo cuantitativo sino cualitativo del mundo del valor de uso. La Iglesia no tenía ya que vérselas sólo con un sistema primario de necesidades de consumo, propio de un mundo que únicamente es tránsito y sufrimiento, sino con otro que se diversificaba y se hacía cada vez más complejo, y que mostraba que la bondad de Dios podía también tener la figura de la abundancia.
Estos dos fenómenos reales de la historia son los que efectivamente estaban en la base de esa pérdida ele necesidad de la Iglesia como entidad mediadora y socializadora, capaz de definir cuál es la axiología inherente al mundo de las mercancías, de los productos y de los bienes.
Es este trasfondo histórico el que mueve a hablar de la presencia de la Compañía de Jesús – elemento motor del Concilio de Trento y de la Iglesia postridentina– como impulsora de un proyecto político-religioso cuidadosamente estructurado, de inspiración inconfundiblemente moderna; un proyecto sumamente ambicioso que pretende efectivamente aggiornare la vida de la comunidad universal, ponerla en armonía con los tiempos, mediante una reconstrucción y reconstitución del orden cristiano del mundo, entendido como orden católico, apostólico y romano.
Todos conocemos las historias fabulosas que se cuentan de la Compañía de Jesús, historias que llevan a sus miembros desde las cortes europeas y sus luchas palaciegas por el poder, desde su participación política soterrada en la toma de decisiones económicas y de todo tipo de los gobiernos europeos, pasando por su monopolio de la educación proto- “ilustrada” de las élites, hasta escenarios mucho más abiertos, aventurados y populares, en las misiones evangelizadoras de Asia y sobre todo en América, donde llegan a dirigir el levantamiento de repúblicas socialistas teocráticas, capaces de vivir en la abundancia.
Mencionemos algo de su actividad en estos últimos escenarios. Solange Alberro toca el problema de cómo traducir un producto de la cultura europea occidental a culturas de otro orden mental, de un corte civilizatorio diferente, como son las orientales.
Es un problema que Mateo Ricci, el gran explorador cultural, conquistador-conquistado, problematizó a fondo en el siglo XVII. Son pocos en toda la historia los textos en que, como en los de él o de su antecesor Alessandro Valignano, se observa una sociedad que pretende trasladar sus formas culturales a sociedades en las que éstas son extrañas o no “naturales”, arriesgarse mentalmente en tal empresa hasta el punto de verse obligada a poner en cuestión los rasgos más fundamentales de su singularidad; a desamarrar y aflojar los nudos de su código cultural para poder penetrar en el núcleo de una cultura diferente, en el plano de la simbolización fundamental de su código. Son los religiosos jesuitas empeñados en la evangelización de la India, el Japón y la China los que van a internarse en esa vía.[5]
Van a hacerlo, por ejemplo, en el campo problemático de la traducción lingüística. ¿Cómo traducir las palabras “Dios Padre”, “Madre de Dios”, “Inmaculada Concepción”, “Virgen madre”? Términos como éstos, absurdos, si se quiere, pero perfectamente comprensibles en Occidente, no parece que puedan tener equivalentes ni siquiera aproximados en el japonés o el chino. La única manera que ellos ven de volverlos asequibles a los posibles cristianos orientales – manera que será tildada justamente de herejía por parte de las otras congregaciones religiosas– pasa por el cuestionamiento del propio concepto occidental de Dios.
Por el intento, por ejemplo, de encontrar en qué medida, en el concepto de Dios occidental, puede encontrarse un cierto contenido femenino; sólo de este modo , a partir de una feminidad de Dios, les parecía posible introducir en el código oriental significaciones de ese tipo.
Este trabajo de los evangelizadores jesuitas sobre la doctrina cristiana y su teología es un trabajo discursivo sin paralelo; es tal vez el único modelo que Europa, la inventora de la universalidad moderna, puede ofrecer de una genuina disposición de apertura, de autocrítica, respecto de sus propias estructuras mentales.
En América, la actividad de la Compañía de Jesús en los grandes centros citadinos tuvo gran amplitud e intensidad; llegó a ser determinante, incluso esencial para la existencia de ese peculiar mundo virreinal que se configuraba en América a partir del siglo XVII.
Desde el cultivo de la élite criolla hasta el manejo de la primera versión histórica del “capital financiero”, pasando por los múltiples mecanismos de organización de la vida social, la consideración de su presencia es indispensable para comprender el primer esbozo de modernidad vivido por los pueblos del continente. Los padres jesuitas cultivaron las ciencias y desarrollaron muchas innovaciones técnicas, introdujeron métodos inéditos de organización de los procesos productivos y circulatorios.
Para comienzos del siglo XVIII, sus especulaciones económicas eran ya una pieza clave en la acumulación y el flujo del capital en Europa; para no hablar de América, donde parecen haber sido completamente dominantes. Sin embargo, pese a que su intervención en las ciudades era de gran importancia, ella misma la consideraba como un medio al servicio de otro fin; su fin central, que no era propiamente urbano sino el de la propaganda fide, cuya mirada estaba puesta en las misiones.
Se trataba de la evangelización de los indios, pero especialmente de aquellos que no habían pasado por la experiencia de la conquista y la sujeción a la encomienda, es decir, de los indios que vivían en las selvas del Orinoco, del Amazonas, del Paraguay. Su trabajo citadino se concebía así mismo como una actividad de apoyo al proceso de expansión de la Iglesia sobre los mundos americanos aún vírgenes, incontaminados por la “mala” modernidad.
También en la historia de la Compañía de Jesús lo que predomina es un intento de recomposición. Se trata en ella de un proyecto de magnitud planetaria destinado a reestructurar el mundo de la vida radical y exhaustivamente, desde su plano más bajo, profundo y determinante – donde el trabajo productivo y virtuoso transforma el cuerpo natural, exterior e interior al individuo humano-, hasta sus estratos retro determinantes más altos y elaborados – el disfrute lúdico, festivo y estético de las formas.
Es la desmesurada pretensión jesuita de levantar una modernidad alternativa y conscientemente planeada, frente a la modernidad espontánea y “ciega” del mercado capitalista, lo que hace que, para mediados del siglo XVIII, la Compañía de Jesús sea vista por el despotismo ilustrado como el principal enemigo a vencer.
Así lo planteaba con toda claridad el marqués de Pombal, el famoso primer ministro de Portugal, promotor de la transformación de la economía y de la política ibéricas, cuya influencia se extenderá más allá de la gestión de Carlos III en España.
La derrota de la Compañía de Jesús, que queda sellada con el Tratado de Madrid y la destrucción de las Repúblicas Guaraníes, y que lleva a su expulsión de los países católicos, a su anulación por el papa y a la prohibición de toda actividad conectada con ella a fines del siglo XVIII, es la derrota de una utopía; una derrota que, vista desde el otro lado, no equivale más que a un capítulo en la historia del “indetenible ascenso” de la modernidad capitalista, de la consolidación de su monolitismo.
Se trata entonces de toda una historia, de todo un ciclo que tiene un principio y un fin, que comienza en 1545, en las discusiones teológicas y en las intrigas palaciegas de Trento, y termina en 1775, en las privaciones y el escarnio de las mazmorras de Sant’Angelo.
Tal vez conviene subrayar quién fue en verdad el contrincante que derrotó al proyecto jesuita de modernización del mundo y cuál fue la razón de su triunfo. La utopía neocatólica se enfrentó nada menos que al proyecto espontáneo y sólidamente realista de configurar el moderno mundo de la vida a imagen y semejanza de la acumulación del capital.
La presencia de Dios en el misticismo cotidiano y seglar que los jesuitas intentaban imponer en la población, por más exacerbada que ella haya podido ser, no fue capaz de contrarrestar el poder cohesionador y dinamizador de la sociedad que despliega la acumulación de capital, el dinero generando más dinero, cuando invade ese “territorio ajeno a ella” (según Braudel) que es la producción y el consumo de los bienes y los servicios.
En el lugar del capital, los jesuitas quisieron poner a la ecclesia, a la comunidad humana socializada en torno a la fe y la moral cristianas. En vísperas de la revolución industrial que ya se anunciaba, ella no fue capaz de vencerlo; resultó ser mucho menos eficaz que él como gestora de la producción y el consumo adecuados del plusvalor.
El atractivo de su sociedad beatífica resultó mucho más débil que el del paraíso que la “sociedad abierta” prometía como una realidad que estuviera a la vuelta de la esquina ( como lo muestran los interesantes estudios recientes sobre el proceso de descreimiento en Francia e Inglaterra a lo largo del siglo XVIII).
Tenemos, así, dos historias de diferente orden en las que tienen lugar procesos cuyo propósito no sólo implícito es una reconstitución: en el caso del proyecto criollo, la re-creación de la civilización europea en América; en el caso de la Compañía de Jesús, la re-construcción del mundo católico para la época moderna.
Habría que insistir, tal vez, en el hecho de que, en la América Latina, el fracaso de la Compañía de Jesús es un hecho que tiene que ver directamente con el fracaso del proyecto propiamente político o de élite de la sociedad criolla.
Un fracaso que se da en conexión muy evidente con la política económica global del despotismo ilustrado, cuando la Corona piensa que, de imperio sin más, orgánicamente integrado, España debe pasar a ser un imperio “moderno”, colonial, y pretende hacer de su cuerpo americano un cuerpo extraño, colonizado.
Es importante tener en cuenta, sin embargo, que, aunque los jesuitas fracasan globalmente y desaparecen prácticamente de la historia a finales del siglo XVIII,[6] el proyecto criollo sin embargo continúa, y lo hace justamente en ese proceso -siempre inacabado- que tiene lugar en la vida cotidiana de la parte baja de la sociedad latinoamericana, en el cual el “criollismo” popular y su mestizaje cultural crean nuevas formas para el mundo de la vida, formas que no pierden su matriz civilizatoria europea.
II
Aparte de la estructura de lo que acontece en estas dos historias, podemos considerar también el cómo o la manera en que acontecen estas dos historias. Para ello, en mi opinión, es indispensable tener en cuenta el concepto de “lo barroco”. El modo de comportarse de la Compañía de Jesús y el modo de comportarse de los criollos mestizos, ambos, son de corte barroco. Quisiera para ello hacer referencia -brevemente- a lo que podría ser un rasgo constante o una cadencia distintiva de las muy variadas estrategias de conformación de una materia que solemos denominar “barrocas”.
Estas, en efecto, son múltiples, y es muy difícil, prácticamente imposible, elaborar una lista de determinaciones que diga: “lo barroco, para ser tal, debe presentar estas características y estas otras”. Ni siquiera las cinco marcas que, según Wólfflin, distinguen el arte barroco del renacentista, y que completan una definición que sigue sin duda siendo válida, alcanzan efectivamente a componer lo que podríamos llamar un modelo típico o un tipo ideal de “lo barroco”.
Sí hay, sin embargo, ejemplos paradigmáticos o modos ejemplares de comportarse de lo barroco, sobre todo en la historia del arte. Por esta razón, y para intentar mostrar en qué sentido la forma en que se comportan jesuitas y criollos puede llamarse “barroca”, quisiera recordar aquí el modo como se comporta Gian Lorenzo Bernini con la tradición clásica en su trabajo artístico.
Si nos acercamos a la obra escultórica de Bernini podemos observar que su autor tiene, en verdad, un solo proyecto desde que comienza sus trabajos: es el intento de seguir haciendo arte griego o romano, de incluir su obra en el catálogo de la herencia clásica.
Comienza sus trabajos imitando el arte helenístico, haciendo piezas que pueden confundirse perfectamente con las que están siendo desenterradas del suelo de Roma, provenientes del arte griego. Sueña ser, intenta ser o hace como si fuera un escultor antiguo que estuviera todavía trabajando.
Artista ubicado ya en el desencanto posrenacentista, se plantea como proyecto suyo no seguir el canon clásico sino rehacerlo, no aprovecharlo sino revitalizarlo, ponerlo nuevamente a funcionar como en el momento de su fundación.
Su trabajo va a tener siempre este sentido, hacer piezas a un tiempo nuevas y antiguas, pero el problema formal al que se enfrenta es radical: ¿cómo repetir la vitalidad formal en esas piezas antiguas-nuevas que él produce?, ¿cómo no hacer arte muerto, simples copias de las piezas que ya existen?, ¿cómo inventarse nuevas figuras, que no existieron entonces pero que pudieron haber existido?
Es aquí donde aparece el comportamiento barroco al que hago referencia; un comportamiento bastante complejo porque lo que busca el artista Bernini al hacer sus obras es, como diría el músico Claudio Monteverdi, “despertar la pasión oculta en cada una de las formas”, revivir el drama del que ellas surgieron: ir a la fuente de los cánones clásicos y encontrar su vitalidad para seguir trabajando identificado con ella.
Sólo que en el camino de esta búsqueda del origen de la vitalidad de los cánones clásicos en la dramaticidad pagana, Bernini va a toparse con otra completamente diferente: la dramaticidad cristiana.
El gran problema estético al que se enfrenta el Bernini maduro – hombre sumamente religioso, entregado a la fe, ligado estrechamente a los jesuitas- es, en verdad, el de cómo representar el único objeto que, en última instancia, vale la pena representar: la presencia de Dios.
Presencia que nunca puede ser directa, que sólo puede ser atrapada en sus efectos, en las experiencias místicas de las que son capaces los seres humanos. Si hay algo que mueve, que da vitalidad al cuerpo y a los pliegues del hábito de la beata Ludovica Albertoni es el hecho de que ella está haciendo la experiencia de la presencia de Dios: una presencia delegada en el rictus, en el gesto corporal y en el movimiento instantáneamente detenido de su agonía; delegada, como lo está también, bajo la forma de luz que posee el cuerpo místico de santa Teresa, en el famoso Extasis o Transververación de la Capilla Cornaro.
Dios es irrepresentable en sí mismo, directamente, parece reconocer aquí Bernini; no hay cómo hacer una figura que retrate verdaderamente a Dios. Y él propone una vía para la conveniencia de representarlo expresada por el Concilio de Trento: mostrarlo en la perturbación que provoca su presencia mística en el cuerpo humano y su entorno.
La forma de lo relatado en las dos historias que nos ocupan – el modo de la reconstrucción criolla de lo europeo en América y de la reconstrucción de la modernidad en términos modernos y católicos por parte de la Compañía de Jesús- puede conectarse con este modo ejemplar de comportamiento artístico en Berrnini. Para ello es necesario acercarse otro poco al problema de la teología de la Compañía de Jesús.
Se trata de una teología sumamente compleja, contradictoria en sí misma, pues está en vías de dejar de ser tal y convertirse en filosofía. Es sabido que la obra de Luis de Molina que está en los orígenes de todo este proceso, la Concordia liberi arbitrii cum gratiae donis…, que va a influir inertemente en la inmensa y brillante obra de Francisco Suárez así como en la de muchos otros, es una teología que, después de enconadas discusiones fue rechazada como, teología oficial de la Iglesia.
Esto tiene su fundamento y está justificado desde la perspectiva de la Iglesia, del papa y de Roma porque lo que se intenta en ella es, en definitiva, nada menos que redefinir en qué consiste la presencia de Dios en el mundo terrenal. El planteamiento de los teólogos jesuitas es sumamente radical: golpea en el centro mismo del discurso teológico de la Edad Media.
Nada hay más híbrido y ambivalente que el discurso teológico: es el discurso filosófico, el discurso de la razón volcada en contra de toda verdad revelada, pero como discurso que está allí para justificar precisamente una verdad revelada; el discurso de la no-revelación puesto a fundamentar la revelación.
Este discurso tan peculiar es justamente el que comienza a reconfigurarse en las obras de Molina, de Suárez, etcétera, mediante un intento de reconstruir el concepto de Dios. Es un intento que sólo puede cumplirse de la manera en que es posible dentro de una estructura totalitaria del discurso, mediante estrategias de pensamiento sumamente sutiles, tiñéndose de recursos de argumentación monstruosamente elaborados.
El núcleo, y aquello en torno a lo cual se discute de ida y vuelta, es el de la distinción que hacen ellos entre la gracia suficiente de Dios y la gracia eficaz. Es un planteamiento que sólo se comprende a partir de la polémica del catolicismo con la Reforma: en el planteamiento de la Iglesia reformada, la gracia de Dios es suficiente para la salvación. Dios, arbitrariamente, con su omnipotencia, con su omnisciencia, con su voluntad impenetrable, decide quiénes habrán de salvarse y quiénes no.
Habrá incluso, en la versión de la doctrina calvinista puritana, la idea de que los elegidos por Dios para salvarse, los “santos visibles”, pueden ser reconocidos incluso por marcas exteriores gracias a la capacidad de trabajo productivo que ostentan. Esta idea de que la gracia para la salvación viene directa y exclusivamente de Dios, de que, por lo tanto, ya todo está decidido de antemano, de que los elegidos y los condenados han sido ya determinados, esta idea es la que los teólogos jesuitas van a poner en cuestión.
Ellos afirmarán, en cambio, que hay, sin duda, la gracia suficiente de Dios; que El se basta a sí mismo para salvar o condenar a cualquiera; pero añadirán que este bastarse a sí mismo sólo puede darse mediante una intervención humana, que el libre arbitrio debe estar ahí, en cada uno de los individuos, para que la gracia suficiente de Dios se convierta en una gracia eficaz, para que la salvación tenga lugar en definitiva.
El trabajo de estos teólogos es sumamente agudo y complejo, pues deben insistir tanto en la omnipotencia y la omnisciencia de Dios como en su infinita bondad. ¿Cómo es posible que el Creador, que es a la par omnipotente y bondadoso, permita que sus criaturas se condenen? ¿Dónde queda su bondad? ¿Cuál es la relación entre la onmipotencia y la omnisciencia de Dios y su infinita bondad?
Es allí, entonces, donde los jesuitas intervienen con un complejo aparato de argumentación que tiene que ver justamente con la correspondencia entre los diferentes modos y grados del saber omnisciente de Dios y los modos o grados de la existencia del mundo. Lo que Dios sabe es lo que el mundo es. La teología jesuita plantea la idea de que hay tres modos de la omnisciencia de Dios: un saber “simple”, un saber “libre” y un saber “medio” de Dios.
Afirma que, entre el saber simple de Dios, que es el saber absoluto y total de todas las posibilidades de ente imaginables en el universo, y su saber de lo real, es decir, no sólo de eso posible sino de lo que realmente existe, de lo que habrá sido definitivamente elegido para existir, que entre ese mundo posible y este mundo real – que son por supuesto proyecciones del saber simple y el saber libre de Dios-, se encuentra sin embargo un momento intermedio, justamente aquel en el que esta realización de lo posible está en trance de darse, en el que esa infinidad de posibilidades está concretándose sólo en aquellas que realmente se van a dar.
Se trata de un momento que corresponde a una “ciencia media” de Dios, que “sabe” del mundo no como realizado sino realizándose. Las “cosas” de este momento peculiar son cosas “sabidas” o constituidas por un saber divino que sabe del momento de la elección, que sabe del libre arbitrio: son cosas cuyo status ontológico se ubica entre lo posible y lo real.
Son el referente al que corresponde este saber medio o esta ciencia de la realización de lo posible; son el campo de la condición humana. El arbitrio humano es el topos de la libertad.
Con buen olfato, el papado rechazó la teología jesuita porque percibió que llevaba al umbral de la herejía. Es una teología que podía hacer saltar el aparato conceptual de la teología cristiana.
En primer lugar, porque plantea una idea de Dios como un Dios haciéndose, es decir, como un Dios creándose a sí mismo, como Dios en proceso de ser Dios, y no corno un Dios que ya lo es. Se trata de una idea de Dios en la que hay un fuerte sesgo maniqueo, puesto que Dios sólo es tal en la medida en que vence, como luz, a las tinieblas.
En segundo lugar —y éste es el punto verdaderamente difícil- es una idea que encamina a la herejía, al “pelagianismo”, a la equiparación de las virtudes de cualquiera con el sacrificio de Cristo, el hijo de Dios; lo es, porque afirma que, al estar haciéndose, Dios depende en alguna medida de su propia creación, depende del ser humano.
Esta peculiar inserción del ser humano y su libre albedrío como una entidad necesitada por Dios para que su creación funcione efectivamente, este intento de conciliar o hacer que concuerden la omnipotencia de Dios y la dignidad humana, es el punto donde, efectivamente, la doctrina teológica de los jesuitas parece dirigida a revolucionar toda la teología tradicional.
El comportamiento de los teólogos de la Compañía de Jesús se parece mucho a lo que hace Bernini. Efectivamente, lo que ellos quieren es reconstruir el concepto de Dios, “remodelarlo”, ponerlo al día. Al rehacerlo, sin embargo, lo modifican, y lo hacen tan sustancialmente, que el Dios reconstruido ya no coincide con el Dios de la teología medieval, se parece poco a El.
Tenemos aquí nuevamente el mismo periplo berniniano: se parte en busca de una dramaticidad religiosa antigua, y la misma, al ser despertada, resulta que es otra, la dramaticidad de la experiencia de lo divino propia de la vida moderna.
Si consideramos ahora el proceso de mestizaje cultural latinoamericano a partir del siglo XVI, vamos a encontrar también en él, un modo de comportamiento que es similar.
La palabra “mestizaje” evoca aquí necesariamente un proceso de mixtura, de mezcla de formas culturales que se parecería a procesos conocidos por la química o la biología: mezcla de sustancias, de sus colores, por ejemplo, injertos de una planta en otra, cruces de diferentes razas de animales, etcétera.
El proceso de mestizaje cultural, sin embargo, más allá de estas resonancias fisicalistas u organicistas, al parecer sólo se puede tematizar adecuadamente en una aproximación y un tratamiento de orden semiótico.
Cuando hablamos de una relación de cualquier tipo entre diferentes formas culturales no podemos dejar de lado aquello en lo que Lévis-Strauss ha insistido tanto: la idea de que todo mundo cultural es un mundo cerrado en sí mismo, que plantea como condición de su vigencia la impenetrabilidad de su código, de la subcodificación identificadora del mismo.
Cada código cultural sería así absolutista: tiende la red de su simbolización elemental, de su producción de sentido y su inteligibilidad, sobre todos y cada uno de los elementos que puedan presentarse al mundo de la percepción.
Se basta a sí mismo, y todo otro proyecto o esquema de mundo, toda otra subcodificación del código de lo humano que pretenda competir con él, le resulta por lo menos incompatible, si no es que incluso hostil. En este sentido completamente abstracto no habría la posibilidad de un diálogo entre las culturas; las formas culturales tenderían más bien a darse la espalda las unas a las otras.
En la historia concreta, sin embargo, la vida de las culturas ha consistido siempre en procesos de imbricación, de entrecruzamiento, de intercambio de elementos de los distintos subcódigos que marcan sus diferentes identidades.
Procesos extraordinarios y bruscos, en un sentido, cotidianos y pacientes, en otro, que son siempre conflictivos y “traumáticos”, resultantes de respuestas a “situaciones límites”. Si hay historia de la cultura, es justamente una historia de mestizajes. El mestizaje, la interpenetración de códigos a los que las circunstancias obligan a aflojar los nudos de su absolutismo, es el modo de vida de la cultura.
Paradójicamente, sólo en la medida en que una cultura se pone en juego, y su “identidad” se pone en peligro y entra en cuestión sacando a la luz su contradicción interna, sólo en esa medida defiende sus posibilidades de darle forma al mundo, sólo en esa medida despliega adecuadamente su propuesta de inteligibilidad.
Para terminar, cabe insistir en el hecho de que, si el proceso de mestizaje cultural en la América Latina pudo comenzar, fue precisamente en virtud de la situación cultural especialmente conflictiva, muchas veces desesperada, que le tocó vivir ya en el siglo XVII -situación muy parecida, por cierto, a la que, esta vez a escala planetaria, agobia a la época en que vivimos.
Había, por un lado, la crisis en la que estaba sumida la civilización dominante, ibero-europea, después del agotamiento del siglo XVI cuando casi se había cortado todo el circuito de retroalimentación que la conectaba con el centro metropolitano; pero había también, por otro, la crisis de la civilización indígena: después de la catástrofe político-religiosa que trajo para ella la Conquista, los restos de la sociedad prehispánica no estaban en capacidad de funcionar nuevamente como el todo orgánico que habían sido en el pasado.
Y sin embargo, aunque ninguna de las dos podía hacerlo sola o independientemente, ambas experimentaban la imperiosa necesidad de mantenerse al menos por encima del grado cero de la civilización. Son los criollos de los estratos bajos, mestizos aindiados, amulatados, los que, sin saberlo, harán lo que Bernini hizo con los cánones clásicos: intentarán restaurar la civilización más viable, la dominante, la europea; intentarán despertar y luego reproducir su vitalidad original.
Al hacerlo, al alimentar el código europeo con las ruinas del código prehispánico (y con los restos de los códigos africanos de los esclavos traídos a la fuerza), son ellos quienes pronto se verán construyendo algo diferente de lo que se habían propuesto; se descubrirán poniendo en pie una Europa que nunca existió antes de ellos, una Europa diferente, “latino-americana”.
[1] La Carrera de Indias fue el conjunto de rutas que unieron Castilla con sus virreinatos americanos, haciendo posible la integración de éstos en el vasto conjunto de la Monarquía Hispánica. Funcionó como un gran conector imperial, a través del cual viajaron personas, mercancías, dinero, objetos, información, cultura…
[2] Es interesante tener en cuenta que la realización de este proyecto criollo tiene lugar siempre dentro de un marcado conflicto de clases dentro de la estratificación y la jerarquía sociales. Por debajo de la realización
de este proyecto “criollo” por parte de la élite, realización castiza, españolizante, que efectivamente sólo persigue copiar a la manera americana lo que existe en Europa (en España), y que pretende practicar un apartheid paternalista con la población indígena, negra y mestiza, hay otro nivel de realización de ese proyecto, que es el determinante: más cargado hacia el pueblo bajo, lo que acontece en él es esta reconstrucción de la civilización europea en América pero dentro de aquello que Braudel llama la “civilización material” y gracias al proceso del mestizaje cultural y étnico. En el proyecto criollo elitista predomina lo político, mientras en el proyecto criollo de abajo predomina lo económico , es decir, el plano de las relaciones más inmediatas de producción y consumo.
[3] El Concilio de Trento (1545-1563) reafirmó la autoridad y la centralidad de la Iglesia Católica, reformó los abusos dentro de la Iglesia, codificó las escrituras, estableció seminarios para un clero mejor educado y condenó la Reforma Protestante como una herejía.
[4] Hubert Jedin , Geschichte des Konzits von Trient, Freiburg, 1949-73.
[5] ‘Véase, por ejemplo, Alejandro Valignano S. I., Sumario de las cosas del Japón (1583) y Adiciones (1592), Sophia University, Kyoto, 1954.
[6] Para tener una segunda época, ésta sí reaccionaria y tenebrosa, contradictoria de la primera, desde comienzos del siglo XIX hasta mediados del presente.