LA COMPLEJIDAD DE LOS DERECHOS HUMANOS. BASES TEÓRICAS PARA UNA REDEFINICIÓN CONTEXTUALIZADA
Joaquín Herrera Flores*
- Director del Programa de Doctorado en “Derechos Humanos y Desarrollo” de la Universidad Pablo de Olavide, Sevilla y Presidente de la Fundación
Iberoamericana de Derechos Humanos (www.fiadh.org)
1. Vivimos en un nuevo contexto
Los derechos humanos se han convertido en el reto del siglo XXI. Un reto, tanto teórico como práctico. En primer lugar, nadie puede negar el gigantesco esfuerzo internacional realizado para llegar a formular jurídicamente una base mínima de derechos que alcance a todos los individuos y formas de vida que componen la idea abstracta de humanidad.
Basta con citar textos internacionales como La Declaración Universal de los Derechos Humanos2, el Pacto Internacional sobre derechos sociales3 y el Pacto Internacional sobre derechos civiles4, para que tengamos una buena prueba de lo que decimos.
Desde 1948 hasta nuestros días, hemos asistido cotidianamente a ese trabajo llevado a cabo por la comunidad internacional para que los seres humanos puedan ir controlando sus destinos. Sin embargo, y como iremos viendo más adelante, el contexto en el que surgieron los textos arriba citados (1948 y 1966) es muy diferente del que tenemos hoy en día (2005).
La Declaración y los Textos se situaban en el contexto de la guerra fría entre dos grandes sistemas de relaciones sociales enfrentados por conseguir la hegemonía mundial; y, asimismo, dichos textos surgieron en una época en la que se ponían en práctica políticas públicas decididamente interventoras sobre las consecuencias más perversas de la aplicación del mercado a la sociedad.
Por aquellos tiempos proliferaban las empresas públicas, las negociaciones estatales entre sindicatos y gobiernos sobre las condiciones de trabajo de los trabajadores y, por supuesto, una labor legislativa tendente a reconocer cada vez más derechos a las ciudadanas y los ciudadanos de los países, sobre todo, más desarrollados. Además, los textos citados
tuvieron que convivir con el final de los procesos descolonizadores y la progresiva aparición de nuevas nacionalidades y nuevos actores internacionales.
Hoy en día, estamos ante un nuevo contexto social, económico, político y cultural que, por poner una fecha de inicio, se despliega políticamente a partir de la caída del Muro de Berlín y la proclamación del “fin de la historia” por parte de los auto-proclamados vencedores de la guerra fría. En este nuevo contexto, se ha dado una paralización de esas medidas interventoras por parte del Estado con respecto a las actividades económicas. Si hace cuatro décadas el Estado controlaba las consecuencias del mercado (polución, destrucción del patrimonio histórico-artístico…) aplicando medidas interventoras; en la actualidad, es el mercado el que está imponiendo las reglas a los Estados desde instituciones globales como la Organización Mundial del Comercio.
De un modo sutil, pero continuado, hemos asistido durante las últimas décadas a la sustitución de los derechos conseguidos (es decir, de las garantías jurídicas para el acceso a determinados bienes, como el empleo o las formas de contratación laboral) por lo que ahora se denominan “libertades” (entre las que destaca la libertad de trabajar: que, como tal, no exige políticas públicas de intervención).
En definitiva, hemos entrado en un contexto en el que la extensión y la generalización del
mercado ha provocado que los derechos humanos comiencen a considerarse como “costes sociales” de las empresas que hay que ir suprimiendo en nombre de la competitividad.
Toda esta nueva problemática hace que gran parte de la literatura vertida sobre los derechos
(desde su etapa de “internacionalización” con la Carta de San Francisco de 1945, hasta los últimos informes del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo –PNUD—5, exija “una teoría” que parta de una atención especial a los contextos concretos en que vivimos y “una práctica” –educativa y social— acorde con el presente que estamos atravesando.
El deterioro del medio ambiente, las injusticias propiciadas por un comercio y por un consumo indiscriminado y desigual, la continuidad de una cultura de violencia y guerras, la realidad de las relaciones trans-culturales y de las deficiencias en materias de salud y de convivencia individual y social, nos obligan a pensar y, por consiguiente, a enseñar los derechos desde una perspectiva nueva, integradora, crítica y contextualizada en prácticas sociales emancipadoras.
2 (http://laurel.datsi.fi.upm.es/~rpons/personal/hrights.php)
3 (http://www.unhchr.ch/spanish/html/menu3/b/a_cescr_sp.htm)
4 (http://www.unhchr.ch/spanish/html/menu3/b/a_ccpr_sp.htm)
5 http://unstats.un.org/unsd/statcom/doc05/2005-13s.pdf
Nuestro compromiso, como personas que reflexionan sobre –y se comprometen con— los derechos humanos, reside en poner las “frases” a las prácticas sociales de individuos y grupos que luchan cotidianamente para que esos “hechos” que se dan en los contextos concretos y materiales en que vivimos puedan ser transformados por otros más justos, equilibrados e igualitarios. Por eso, la verdad la ponen los que luchan por los derechos.
A nosotros nos compete el papel de poner las frases. Y este es el único modo de ir complementando la teoría con la práctica y las dinámicas sociales con las reflexiones intelectuales.
1. ¿Qué son y qué significan los derechos humanos?: ¿derechos o practicas por el acceso a los bienes?.-
2. En esta materia, como en cualquier otra, es muy importante saber distinguir entre lo que el fenómeno que estudiamos “es” y lo que dicho fenómeno “significa”. Es decir, diferenciar el “qué” (lo que son los derechos) del “por qué” y del “para qué” (lo que los derechos significan).
Como veremos, la perspectiva tradicional y hegemónica de los derechos confunde ambos planos en la misma Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. En el Preámbulo de la Declaración se nos dice primero que los derechos humanos “son” un ideal a conseguir. Concretamente se dice que estamos ante “el ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren, por medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados Miembros como entre los de los territorios colocados bajo su jurisdicción”6.
Y, justo unos párrafos después, en los famosísimos artículos 1 y 2 de la Declaración,
ya no se nos habla de “ideal a conquistar”, sino de una realidad ya conseguida: artículo 1.- todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros. Y, en el artículo 2.1, se dice: toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.
Fijémonos bien, pues esto es muy importante para nuestros objetivos de construir una teoría
nueva sobre esta materia. Para la reflexión teórica dominante: los derechos “son” los derechos: es decir, los derechos humanos se satisfarían si todos tenemos los derechos. Los derechos, pues, no serían más que una plataforma para obtener más derechos. Y esto es así, pues, desde dicha perspectiva tradicional, la idea de “qué” son los derechos se reduce a la extensión y generalización de los derechos. La idea que inunda todo el discurso tradicional reside en la siguiente fórmula: el contenido básico de los derechos es el
“derecho a tener derechos”. ¡Cuántos derechos! ¿Y los bienes que dichos derechos deben garantizar?
Estamos ante una lógica bastante simplista que, sin embargo, tiene consecuencias muy importantes, puesto que conduce a una concepción “a priori” de los derechos humanos. Si estamos atentos, esta lógica hace pensar a todas y a todos que tenemos los derechos, aún antes de tener las capacidades y las condiciones adecuadas para poder ejercerlos. De este modo, las personas que luchan por ellos acaban desencantadas, pues, a pesar de que nos dicen que tenemos derechos, la inmensa mayoría de la población mundial no puede ejercerlos por falta de condiciones materiales para ello.6
Dejemos de lado, por el momento, la última frase de este texto, pues una Declaración que se presenta como Universal acepta desde el primer momento la realidad del colonialismo: tanto entre los pueblos de los Estados Miembros como entre los de los territorios colocados bajo su jurisdicción. Y ello en un momento en que ya comenzaba a hablarse de procesos de descolonización. El colonialismo ha sido y sigue siendo una de las mayores violaciones a la idea de derechos humanos, pues coloca a unos, los colonizadores, en el papel de superiores y civilizados y a los otros, los colonizados, en el papel de inferiores y bárbaros.
Nosotros queremos salir de ese círculo vicioso en el que nos encierra el aparente “simplismo” de la teoría tradicional que comienza hablándonos de los derechos y termina
haciéndolo de los derechos. ¿Es que no hay nada “fuera” de los derechos? ¿Sirve de mucho tener cada vez más y más derechos si no sabemos por qué surgen y para qué se formulan?
3) Vayamos precisando a través de tres planos de trabajo.-
Primer plano.- “el qué de los derechos”
Desde el punto de vista de una “nueva teoría”, las cosas no son tan “aparentemente”
simples. Los derechos humanos, más que derechos “propiamente dichos” son procesos; es decir, el resultado, siempre provisional, de las luchas que los seres humanos ponen en práctica para poder acceder a los bienes necesarios para la vida.
Por tanto, nosotros no comenzamos por “los derechos”, sino por los “bienes” exigibles
para vivir: expresión, confesión religiosa, educación, vivienda, trabajo, medio ambiente, patrimonio histórico-artístico…
Por eso, cuando hablamos de derechos, más que de objetos obtenidos de una vez para
siempre, hablamos de dinámicas sociales que tienden a conseguir determinados objetivos genéricos: dotarnos de medios e instrumentos, sean políticos, sociales, económicos, jurídicos o culturales, que nos induzcan a pensar los derechos humanos desde una teoría en la que las verdades las ponen las prácticas sociales que intentan día tras día conseguir el acceso de todas y todos a los bienes materiales e inmateriales que se han ido conquistando en el proceso de humanización.
Segundo plano.- “el porqué de los derechos”
Por tanto, una vez establecido el “qué” son los derechos: esos procesos dirigidos a la
obtención de bienes materiales e inmateriales, tenemos que preguntarnos el “por qué” de todas estas luchas.
La teoría tradicional se queda en el “qué” son los derechos, pues para los que la defienden se habla de algo ya conseguido que no tiene por qué ser objeto de mayor investigación, ni de contextualización histórica, social, cultural y política. Como hemos visto, nos lo dicen el preámbulo y los dos primeros artículos de la Declaración Universal de 1948: todos tenemos los derechos reconocidos en esta Declaración.
Sin embargo, para nosotros, es muy importante ampliar el análisis y trabajar en el “por qué” de todos estos procesos. Cuestión que ya no atañe a lo que son los derechos, sino a su “significado”. ¿”Por qué” luchamos por los derechos?
Nuestra respuesta tiene unas bases muy concretas. Abrimos procesos de derechos humanos,
primero, porque necesitamos acceder a los bienes exigibles para vivir y, segundo, porque
estos no caen del cielo ni van a fluir por los ríos de miel de algún paraíso terrenal. El acceso a los bienes, siempre y en todo momento, ha estado inserto en un proceso más general que hace que unos tengan más facilidad para obtenerlos y que a otros les sea más difícil o, incluso, imposible de obtener.
Hablamos, por consiguiente, de los procesos de división social, sexual, étnica y territorial del hacer humano. Según la “posición” que ocupemos en tales marcos de división del hacer humano, así tendremos una mayor o una menor facilidad para acceder a la educación, a la vivienda, a la salud, a la expresión, al medio ambiente, etcétera. ¿Ocupan la misma posición en dichos sistemas de división del hacer humano los habitantes de Noruega que los que han nacido en Somalia? Algo ocurre para que estono sea así.
Comenzamos a luchar por los derechos, porque tenemos que vivir, y para ello necesitamos condiciones materiales concretas que permitan acceder a los bienes necesarios para la existencia.
Tercer Plano.- “el para qué de los derechos”
Si afirmamos que los derechos “son” procesos de lucha por el acceso a los bienes porque
vivimos inmersos en procesos jerárquicos y desiguales que facilitan u obstaculizan su
obtención, la pregunta es ¿cuáles son los objetivos de tales luchas y dinámicas sociales?
Es decir, entramos en el para qué de tales prácticas sociales ¿Luchamos por la obtención de los bienes única y exclusivamente para sobrevivir sean cuales sean las condiciones de esa supervivencia? ¿O bien, luchamos por la creación de condiciones materiales concretas que nos permitan una satisfacción “digna” de los mismos?
Estamos, pues, dirimiendo la dirección que deberían tomar esas luchas por el acceso a los bienes: la mera supervivencia, o la dignidad. Es decir, estamos marcando los fines a los que tender a la hora de llevar adelante dichas prácticas sociales. Como puede verse, hemos añadido un nuevo elemento en nuestro primer acercamiento a los derechos, el cual podemos llamar “dignidad humana”.
De este modo, los derechos humanos serían los resultados siempre provisionales de las
luchas sociales por la dignidad. Entendiendo por dignidad, no el simple acceso a los bienes, sino que dicho acceso sea justo y se generalice por igual a todas y a todos los que conforman la idea abstracta de humanidad. Hablar de dignidad humana no implica hacerlo de un concepto ideal o abstracto. La dignidad es un fin material. Un objetivo que se concreta en dicho acceso igualitario y generalizado a los bienes que hacen que la vida sea “digna” de ser vivida.
Nuestro objetivo no es acabar con el conjunto de buenas intenciones de los que luchan por
los derechos siguiendo las pautas de la teoría tradicional. Como veremos más adelante, la
lucha jurídica es muy importante para una efectiva implementación de los derechos. Con
lo que queremos acabar es con las pretensiones intelectuales que se presentan como “neutrales” con respecto a las condiciones reales en las que vive la gente. Si no tenemos en cuenta en nuestros análisis dichas condiciones materiales, los derechos aparecen como “ideales abstractos” universales que han emanado de algún cielo estrellado que se cierne trascendentalmente sobre nosotros. Y, realmente, lo que ocurre es que se está imponiendo una sola forma de entenderlos y llevarlos a la práctica: la forma y la práctica dominantes, que se va eternizando a pesar de que los hechos las contradigan una y otra vez.
Si existe un fenómeno que se resiste a la supuesta “neutralidad” científica, es el de los
derechos humanos. Sobre todo, para una teoría como la nuestra que se compromete a reflexionar intelectualmente y a proponer dinámicas sociales de lucha contra los procesos hegemónicos de división del hacer humano, los cuales dividen el mundo entre los que tienen fácil el acceso a los bienes y los que de un modo o de otro ven dificultado tal fin.
¿Qué neutralidad podemos defender si nuestro objetivo es empoderar a las personas y a los grupos dotándolos de los medios e instrumentos necesarios para que, plural y diferenciadamente, puedan luchar por la dignidad: es decir, por los bienes materiales e
inmateriales que están desigual e injustamente distribuidos entre los seres humanos por los procesos de división social, sexual, étnica y territorial del hacer humano. De ahí, nuestra insistencia en que una visión actual de los derechos tenga que partir de nuevas bases teóricas e inducir a prácticas renovadas en las luchas “universales” por la dignidad.
Por lo tanto, y esquemáticamente, estas serían las bases de la teoría que proponemos:
1- Debemos comenzar reconociendo que nacemos y vivimos necesitando la satisfacción
de conjuntos culturalmente determinados de bienes materiales e inmateriales. Según el entorno de relaciones en el que vivamos, así serán los bienes a los que intentaremos acceder. Pero, lo primero no son los derechos, sino los bienes.
2- En un segundo momento, hay que poner sobre el tapete que tenemos que satisfacer
nuestras necesidades inmersos en sistemas de valores y procesos que imponen un acceso restringido, desigual y jerarquizado a los bienes. Lo cual se materializa a lo largo de la historia a través de los marcos hegemónicos de división social, sexual, étnica y territorial del hacer humano.
3- La historia de los grupos marginados y oprimidos por esos procesos de división del hacer humano, es la historia del esfuerzo por llevar adelante prácticas y dinámicas sociales de lucha contra los mismos. De ahí, que a nosotros nos corresponda poner las frases de los derechos, pero admitiendo que la verdad de los mismos radica en estas luchas raramente recompensadas con el éxito.
4- El objetivo fundamental de dichas luchas no es otro que el de poder vivir con dignidad. Lo que en términos materiales significa generalizar procesos igualitarios de acceso a los bienes materiales e inmateriales que conforman el valor de la “dignidad humana”
5- Y, al final –si tenemos el poder político y legislativo necesario— establecer sistemas de
garantías (económicas, políticas, sociales y, sobre todo, jurídicas) que comprometan a las
instituciones nacionales e internacionales al cumplimiento de lo conseguido por esas
luchas por la dignidad de todas y de todos.
Como se ve, para nosotros, el contenido básico de los derechos humanos no es el derecho a
tener derechos (círculo cerrado que no ha cumplido con sus objetivos desde que se “declaró” hace casi seis décadas). Para nosotros, el contenido básico de los derechos humanos será el conjunto de luchas por la dignidad (cuyos resultados, si es que tenemos el poder necesario para ello, deberán ser garantizados por las normas jurídicas, las políticas públicas y una economía abierta a las exigencias de la dignidad).
De este modo, nos atreveríamos a proponer una nueva redacción de los primeros párrafos
de la Declaración Universal en los siguientes términos:
Preámbulo: “…reconociendo que los derechos humanos no constituyen un “ideal
abstracto” que como todo horizonte se aleja a medida que nos acercamos, proclamamos que tales derechos son el conjunto de procesos que los individuos y los grupos humanos ponen en marcha cotidianamente para acceder a los bienes exigibles para una vida digna de ser vivida”
Artículo 1º.- Todos los seres humanos deben tener los instrumentos, medios y condiciones necesarias para poder poner en práctica “procesos de lucha por la dignidad humana”
Artículo 2º.- La dignidad humana es el fin perseguido por los derechos humanos. La
dignidad consiste en la obtención de un acceso igualitario a los bienes tanto materiales como inmateriales que se han ido consiguiendo en el constante proceso de humanización del ser humano
Artículo 3.- Para conseguir lo anterior, los seres humanos en lucha por abrir procesos de
dignidad deben tener el suficiente poder individual y colectivo para exigir a las instituciones legislativas, tanto internacionales como nacionales, un sistema de garantías (políticas, sociales, económicas y jurídicas) que les permitan disfrutar del resultado de sus luchas. A tal efecto, se declaran como garantías mínimas las que a continuación se relatan…
Comparemos el prólogo y los dos primeros artículos de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos de 1948 y la nueva redacción que proponemos, teniendo siempre presente que, como cualquier producción cultural, los derechos humanos hay que entenderlos y ponerlos en práctica en sus contextos históricos concretos.
Acudamos a dos links de internet con el objetivo de complementar este primer texto con
dos ejemplos de lucha por los derechos húmanos: el de los pueblos indígenas y el de las mujeres.
La cuestión a responder sería la siguiente: ¿tenemos los derechos o hay que luchar por
conseguirlos?
http://www.sipaz.org/documentos/ghandi/burguete_esp.htm
http://www.chasque.net/cotidian/1998/cladem27.htm
II- Los derechos humanos en su complejidad: una nueva cultura de los derechos humanos.
“Mi principal cometido no es separar sino vincular, lo cual me interesa sobre todo por
una razón metodológica: filosóficamente las formas de la cultura son híbridas, mezcladas,
impuras, y ha llegado el momento, para el análisis de la cultura de volver a ligar el
análisis con sus realidades” (Edward W. Said, Cultura e imperialismo)
“La objetividad siempre actúa en contra del oprimido” (F.Fanon, Los condenados de la tierra)
“The best lack all conviction, while the worst are full of passionate intensity” (W.B. Yeats, The Second Coming)
1.- La complejidad de los derechos en 9 puntos básicos.-
1) En primer lugar, en los derechos humanos se da una confluencia estrecha entre elementos ideológicos (que se presentan como “universales”) y culturales (que tienen con ver con los entornos de relaciones “particulares” donde la gente vive).
Como veremos a lo largo de todo el texto, vamos a partir de una afirmación muy importante para comenzar a comprender los derechos humanos desde su complejidad: los derechos humanos, como tales, han surgido en Occidente como respuesta a las reacciones sociales y filosóficas que supuso la conciencia de la expansión global de un nuevo modo de relación social: concretamente, la basada en la constante acumulación de capital.
Recuérdese la polémica sobre el Nuevo Mundo del siglo XVI y los esfuerzos de Francisco de Vitoria por extender lo que se denomina el ius commercii: es decir, el derecho a establecerse comercialmente en las tierras conquistadas. Desde el siglo XVI hasta nuestros días, la cuestión acerca de la nueva naturaleza que iba asumiendo la “condición humana” en el marco de un nuevo contexto de relaciones ha sido un tema recurrente. Tales
polémicas confluyeron en el siglo XX con la categorización de lo humano bajo el concepto “aparentemente” universal de derechos humanos.
Concretamente fueron formulados por primera vez, bajo esta denominación, en la Declaración Universal de “Derechos Humanos” de 1948 (anteriormente se hablaba de los
derechos del “hombre” y del “ciudadano”). Vistos los desastres a los que había conducido el desacuerdo de las, por aquel entonces, grandes potencias en el reparto del botín colonial, los procesos de des-colonización y de formulación de independencias nacionales de los antiguos países sometidos a los caprichos de las metrópolis, y, situada en los primeros balbuceos de lo que se denominó durante cuarenta años la “guerra fría”, la Declaración Universal constituye, aún hoy, un hito importantísimo en la lucha por el proceso de humanización de la humanidad.
Sin embargo, no podemos ocultar que sus fundamentos ideológicos y filosóficos, es decir, culturales, son puramente occidentales. Esta constatación no quita un ápice a la importancia del texto. Pero, nos ayuda a colocarlo en su contexto concreto, lo cual, en momentos posteriores, puede servirnos para explicarnos algunas de las dificultades
que encuentra para su implementación práctica real. No podemos analizar los derechos humanos desde fuera de sus contextos occidentales.
Pero, tampoco debemos olvidar su enorme capacidad de generar esperanzas en la lucha contra las injusticias y explotaciones que sufre gran parte de la humanidad. Han sido estas luchas las que, en realidad, han logrado que dicho concepto se “universalice” como base ética y jurídica de toda práctica social dirigida a crear y garantizar instrumentos útiles a la hora de poder acceder a los bienes materiales e inmateriales exigibles para vivir con dignidad.
De este modo, un concepto que ha surgido en un contexto cultural particular (Occidente), se ha difundido por todo el globo como si fuera el mínimo ético necesario para luchar por la dignidad. Es fácil, pues, ver la complejidad de los derechos, pues, en gran cantidad de ocasiones se intentan imponer a concepciones culturales que ni siquiera tienen en su bagaje lingüístico el concepto de derecho, sino, por ejemplo, el de “justa exigencia”.
Esto genera graves conflictos de interpretación con respecto a los derechos humanos que hay que saber gestionar sin imposiciones ni colonialismos.
2- En segundo lugar, esa complejidad se agudiza cuando vemos que el fundamento que
justifica la “universalidad” de los derechos se sustenta en un pretendido conjunto de premisas empíricas: los seres humanos tienen todos los derechos reconocidos en los textos internacionales por el mero hecho de haber nacido. Los derechos se presentan como un hecho que está ahí, dado de una vez por todas. Además, es algo que tenemos todos sin tomar en consideración nuestras circunstancias particulares. Esto puede
ser visto como algo positivo, pues “parece” generalizar a todos y a todas lo que se dice en la Declaración “Universal”. Es como si nos dijeran, todos tenéis los instrumentos y los medios para construiros vuestro palacio de cristal. Dos preguntas surgen inmediatamente cuando partimos de la complejidad del concepto: ¿Por qué, entonces, no todos podemos construirlo? E, incluso, ¿no habrá pueblos en los que sus habitantes no quieran el palacio de cristal prometido por los derechos, sino una pequeña tienda en medio del desierto, pero, ¡claro está!, situada cerca o al lado de una fuente de agua potable?.
Las cosas no son fáciles. Intentemos explicarnos con un poco más de detalle. Por mucho que una norma (sea el reglamento de la circulación, sean los textos internacionales de derechos humanos) diga que “tenemos” los derechos para conseguir, por ejemplo, la igualdad de trato en la carretera o en los palacios de justicia, de pronto nos encontramos con la realidad, con los hechos concretos que vivimos y el resultado definitivo puede ser muy diferente para unos que para otros. Todo dependerá de la situación que cada uno ocupe en los procesos que facilitan u obstaculizan el acceso a los bienes materiales e inmateriales exigibles en cada contexto cultural para alcanzar la dignidad.
Veamos brevemente lo que ocurre con el trabajo de las mujeres. A pesar del inmenso
desarrollo económico y social de nuestras democracias, aún no se consigue considerar el
trabajo doméstico como una actividad creadora de valor social, sino, simplemente como una “obligación” familiar que les corresponde, sobre todo, a las mujeres (trabajen fuera de casa o lo hagan únicamente en el interior de los domicilios conyugales: lugares donde la violencia machista se despliega con toda su brutalidad).¿Se tienen los derechos en el ámbito privado?
Esto nos lleva a otras cuestiones aplicables a otros ámbitos. Por ejemplo, a los ámbitos
laborales. Si vemos las recientes formas de contratar a las personas y la reproducción continua de situaciones de desempleo, ¿puede decirse que existe realmente igualdad de trato en el marco empresarial, cuando los trabajadores y trabajadoras no tienen seguridad de mantener su puesto de trabajo? Según las estadísticas oficiales, a pesar de que en todas nuestras constituciones democráticas se consagra el principio de igualdad formal de todos y todas ante la ley, por un lado, constatamos que la realidad salarial de las mujeres aún sigue estando por debajo de la de los hombres (partiendo de las mismas condiciones y titulaciones) y, en segundo lugar, el ámbito del “antiguo” derecho laboral está siendo
sustituido por el concepto de “libertad” de trabajar (es decir, hay que ir reduciendo las políticas públicas de empleo y dejar que sea el mercado, en el que confluyen individuos “libres” el que decida quién y cómo se trabaja)..
Como puede verse las cosas no son tan fáciles. No podemos quedarnos tranquilos
creyendo que con la existencia de una norma ya tenemos el acceso a los bienes, (incluso si nos referimos a la situación de los derechos en los países desarrollados económica y jurídicamente).
Puede que la norma no pueda aplicarse por falta de medios económicos. Puede que no se quiera aplicar por falta de voluntad política. O, quizá se dé el caso de que una persona o de un grupo partan de coordenadas culturales que impidan su puesta en práctica. ¿Qué hacer con un instrumento que “tenemos” si no podemos ponerlo a funcionar por falta de medios, por falta de políticas públicas o por razones que apelan a alguna tradición considerada inamovible?
3- A este grado de complejidad hay que añadir algunas consideraciones jurídicas. Muy necesarias, puesto que los defensores de los “derechos humanos” luchan por extender política y judicialmente que estamos ante “normas jurídicas” integralmente exigibles frente a los tribunales.
Si esto es así –y de hecho ocurre de esta manera en el caso de algunos derechos, como
los individuales: libertades de expresión, información, de concepción religiosa, etcétera—
debemos detenernos un momento para saber un poco más acerca de lo que es una norma jurídica.
Quizá esto nos explique las razones por las cuales los derechos individuales (civiles y polí
ticos) son inmediatamente aplicables y los derechos sociales, económicos y culturales son
sólo principios para “orientar” las políticas económicas.
Aunque parezca algo redundante, toda norma–sea jurídica o moral—, tiene una naturaleza
“normativa”. Esto puede parecer un juego de palabras, pero no es así. Las normas, sean de la índole que sean, nunca describen hechos. Una norma nunca dice esto es así. Excepto, claro está, las normas programáticas que no pueden llevarse ante los tribunales (por ejemplo, Art.1 de la Constitución Española de 1978: España es un Estado social y democrático de derecho).
Las normas jurídicas siempre postulan un deber ser, nunca un ser, pues, si no fuera así, no serían normas, sino “descripciones sociológicas” o propuestas ideológicas dominantes en el momento en que se formulan.
Una norma, y esto hay que reconocerlo desde un principio, no es más que un medio, un
instrumento a partir del cual se satisfacen, de un modo “normativo”, las necesidades y demandas de la sociedad. Una norma nada puede hacer por sí sola, ya que siempre depende del conjunto de valores que impera en una sociedad concreta.
Son de los sistemas de “valores dominantes” de donde surgen las normas y de donde surgen los criterios más importantes para su justificación, interpretación o legitimación frente a los
ciudadanos y ciudadanas que están obligados a cumplirlas.
A partir de dicho sistema, las necesidades y expectativas humanas se satisfarán de un modo
concreto y no de otro. Si dicho sistema de valores defiende lo público como un espacio necesario de intervención institucional para procurar una satisfacción igualitaria de dichas
necesidades y expectativas, así serán las normas que los actores que defienden dicho sistema intentarán imponer (caso de los famosos, pero ahora considerados como especies en extensión, “estados de bienestar”).
Pero, si el sistema de valores que predomina es contrario a dicha satisfacción igualitaria, y afirma que la mejor forma de satisfacer las necesidades es integrándose en el marco de la competencia privada por la acumulación creciente de beneficios (lo que ahora se denomina neo-liberalismo), los actores que tengan el poder y que defiendan dicho sistema de valores intentarán denodadamente imponer las normas –es decir, la forma de satisfacer las necesidades y expectativas humanas— que más les convengan para reproducirlo lo más
posible.
Una norma, pues, no describe ni crea nada por sí sola. Las normas están inscritas en sistemas de valores, a partir de los cuales, por seguir con nuestro ejemplo anterior, en nuestras sociedades, las mujeres –o, por poner otro ejemplo, los trabajadores y trabajadoras migrantes—, ocupan puestos de menor responsabilidad y, en términos estadísticos, cobran menos por el mismo trabajo que el que hipotéticamente pueda realizar un ciudadano/ hombre.
Por tanto, estamos ante medios, ante instrumentos que prescriben comportamientos e
imponen deberes y compromisos individuales y grupales, siempre interpretados desde el sistema de valores dominante. Por ello, cuando hablamos de derechos humanos como si de un “hecho” se tratara, podemos llegar incluso a confundir a los ciudadanos y a las ciudadanas de un determinado entorno político y cultural, pues puede que crean que con el sólo hecho de que sus expectativas se conviertan en normas, ya tienen asegurado el acceso a los bienes para cuyo acceso esas normas debieron ser creadas.
Pero, claro, uno se encuentra con que el sistema de valores hegemónico en nuestros días,
es mayoritariamente neo-liberal, y, por consiguiente, pone por encima a las libertades funcionales al mercado y por debajo a las políticas públicas de igualdad social, económica y cultural.
De este modo, la aplicación efectiva de las normas reconocidas en las constituciones o en
los diferentes ordenamientos jurídicos no van a poder ser aplicadas en beneficio de un acceso igualitario a los bienes, sino en función de los “valores” que se postulan desde dicho sistema económico, que tanta influencia ha tenido en el desmantelamiento de lo que en nuestra constitución se denomina Estado Social.
De ahí, las serias dificultades y obstáculos con que se encuentran determinados grupos de
personas. En primer lugar, como decimos, las mujeres, y, junto a ellas, el resto de grupos humanos excluidos de las ventajas de la modernidad occidental. Asimismo, podemos referirnos a las dificultades de los sindicatos para imponer convenios colectivos a nivel nacional, dado que lo que predomina es la tendencia a negociar empresa por empresa y, casi, trabajador por trabajador. Lo mismo puede decirse de otras comunidades, como los pueblos indígenas o los colectivos de migrantes, o de la gente que ha crecido, a lo mejor al lado nuestro, percibiendo culturalmente el mundo de otra manera diferente a como ha crecido un profesor de derecho occidental.
No todos “tenemos” por igual los derechos, o sea, los instrumentos y medios para llevar
adelante nuestras luchas por el acceso a los bienes necesarios para afirmar su propia
dignidad.
Pero –y aquí nos estamos acercando ya a los derechos humanos tal y como nosotros proponemos—, todos los seres humanos deberían tener estos medios y también otros de mayor alcance (políticos y económicos) que les doten del suficiente poder a la hora de ejercer sus prácticas sociales en aras de la dignidad: es decir, tengan un acceso igualitario a los bienes y recursos materiales e inmateriales que hacen digna la vida de las personas.
4- Como puede verse, la complejidad del concepto de “derechos humanos” es alta. Y tal y
como estamos intentando exponer aquí, dicha complejidad sube muchos grados cuando confundimos, primero, lo “empírico” (el tener los derechos) con lo “normativo” (lo que debemos tener todas y todos); y, segundo, las buenas intenciones de entidades e individuos (que están comprometidos con la generalización real y efectiva de los derechos), con las realidades concretas y los obstáculos, sobre todo, políticos, económicos y culturales que se interponen entre la proclama humanitaria y los resultados concretos que se obtienen.
Al confundir lo empírico con lo normativo, parece que los derechos están desde el primer
momento conseguidos e incluidos en la vida concreta de las personas. Y, con sólo echar un
vistazo a nuestro alrededor, vemos que esto no ocurre así. Únicamente acudiendo a los Informes Anuales del prestigioso Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), vemos, muchas veces aterrados, cómo el abismo entre los países pobres y los países ricos crece cada año un poco más. Incluso, dentro de los países ricos se están creando enormes bolsas de pobreza y desempleo, ante las cuales las teorías económicas y jurídicas no pueden, o no quieren, reaccionar. Y, sin embargo, se sigue diciendo,
quizá con buena voluntad, que todos “tienen” los mismos derechos por el simple hecho de haber nacido. ¿Haber nacido dónde?
Esta complejidad del concepto nos va a obligar a realizar dos tipos de análisis que, a la
postre, clarificarán nuestro fuerte compromiso con la capacidad humana genérica de luchar por la dignidad humana. Por un lado, analizaremos los elementos “empíricos” de los derechos humanos (qué son, cuál puede ser su concepto, cómo están fundamentados y positivizados internacionalmente).
Por otro, nunca olvidaremos que estamos en una materia que tiene claros matices “normativos” (qué condiciones habrá que cumplir para que los seres tengan y puedan
disfrutar de los derechos). Según nuestra opción, no podremos comprender de qué estamos hablando sin un análisis que no parta de dicha complejidad teórica y dicho compromiso humano.
5- Sin embargo, sea por la propia generalidad de sus premisas o por la dispersión de enfoques, gran parte de los acercamientos teóricos que han intentado comprender la naturaleza de los derechos han caído en puras abstracciones, en vacías declaraciones de principios o en meras confusiones con categorías afines. Cualquier acercamiento
a los derechos que simplifique o reduzca su complejidad, supone siempre una deformación
de peligrosas consecuencias para los que cada día sufren las injusticias de un orden global
basado en la desigualdad y en la invisibilización de las causas profundas de su empobrecimiento.
Como defendía el gran filósofo alemán de la primera mitad del siglo XX, nos referimos
a Theodor W. Adorno, los conflictos y desigualdades se dan a conocer, más que en sus manifestaciones institucionales, en las cicatrices y heridas que son la expresión humana de las ofensas producidas. No podemos ser indiferentes a esas cicatrices y heridas. ¿No somos cómplices de todo aquello que nos produce indiferencia?
Los hechos, a pesar de la enormidad de sus efectos, pueden resumirse brevemente. En
primer lugar, hay que destacar el gran esfuerzo que se realiza cotidianamente por generalizar los derechos humanos a todos los que habitan el planeta. Este derroche de energías tiene componentes políticos (instituciones encargadas de ponerlos en práctica), sociales (entidades que cumplen, tanto un papel de denuncia como de propuestas de solución), económicas (desde las que se intentan desenterrar teorías y procedimientos en el que los derechos no sean vistos como “costes”, sino como “derechos”) y jurídicas (cualquier lego en la materia quedaría anonadado al ver la ingente y grandiosa labor que
hacen todos los que luchan diariamente para que los Estados y las jurisdicciones nacionales reconozcan que todos los derechos deben poder exigirse ante un tribunal).
De hecho, ahí están ya instituciones judiciales importantes, entre las que destacaríamos la labor de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en su labor por reconocer las particularidades jurídicas de los derechos indígenas, y la del Tribunal Penal Internacional, como instancia de la que podemos servirnos para “intentar” que los
culpables de torturas y genocidios se sienten en el banquillo de los acusados.
Existe todo un cuerpo jurídico de normas, convenciones y jurisprudencia internacional que no se puede tirar por la borda. Ha costado mucho esfuerzo conseguirlo. Pues, tras ese esfuerzo, laten los corazones y las ilusiones de miles de militantes de derechos humanos repartidos por todo el mundo.
Es un elemento positivo para la historia de la humanidad toda esta “lucha” por los derechos que se lleva a cabo tanto por parte de los organismos internacionales como de las entidades u ONG’s dedicadas a la defensa y promoción de los mismos.
Pero, también debemos ser conscientes de que, al lado de toda esta lucha diaria en nombre
de los derechos, nos encontramos con una serie de obstáculos que impiden su plena implementación. Entre dichos obstáculos destacan los siguientes: la concentración del poder económico, político y cultural en manos de organizaciones públicas y privadas que tienen su sede en los países desarrollados, representando únicamente a un quinto de la población mundial que es la que se beneficia del llamado “desarrollo”; la destrucción sistemática de conquistas sociales, económicas, políticas y culturales logradas con tanta y tanta sangre y que ahora peligra por culpa de las tendencias políticas y económicas dirigidas a la desregulación laboral y social; la situación de abandono en la que sobreviven miles de millones de personas en lugares del mundo que no entran en las agendas públicas de los países enriquecidos, etcétera.
Estos hechos –tanto los positivos como los negativos— nos obligan a una toma de posición
de claros matices normativos (aunque, como vemos, siempre basados en hechos “empíricos”): toda pretensión de objetividad y neutralidad en el estudio y práctica de los derechos humanos es parte de esa mirada indiferente que constituye, en palabras de Eduardo Galeano, el mito irresponsable de los privilegiados.
Sobre todo, porque todo análisis que se pretende absolutamente neutral y/o objetivo viene a ser sinónimo de especialización y formalización. Y tanto la una como la otra nos inducen a la pasividad. Si todo está tan bien “formalizado” y es tan coherente, pues ¡qué actúen los especialistas! Y, sobre todo, en el caso de los derechos humanos las cosas no son así: son las luchas sociales las que impulsan a la creación de nuevas teorías e, incluso, a que las normas jurídicas internacionales vayan cambiando de rumbo. Estas perspectivas tienden a ver el objeto de investigación –en nuestro caso, los derechos humanos— como si fuera algo “autónomo” (sin contacto con las realidades “reales” en las que vivimos), “neutral” (son derechos de toda la humanidad y, por tanto, en sus fundamentos y en su concepto no entran las diferentes y desiguales condiciones en las que se vive) y, en último lugar, “conseguido” de una vez por todas (por lo que ¿para qué luchar por algo que ya se tiene?)
6- Por ello comenzamos estas páginas con el texto de Edward W. Said. Las formas de la cultura,de las que los derechos humanos son una parte inescindible en estos inicios de siglo, son siempre híbridas, mezcladas e impuras. No hay formas culturales puras o neutrales, aunque esta sea la tendencia ideológica de gran parte de la investigación social. Nuestras producciones culturales y, en consecuencia, aquellas con trascendencia jurídica y política, son ficciones culturales que aplicamos al proceso de construcción social de la realidad. Reconocer que nuestras categorías e instituciones se basan en ficciones culturales, no implica degradar su naturaleza de instrumentos, de técnicas adecuadas para llevar a la práctica nuestra concepción de la sociedad.
Al contrario, es precisamente una forma de “saber” cuál es su verdadera naturaleza y poner en evidencia que si han sido creadas por seres humanos, éstos pueden cambiarlas si lo
consideran conveniente y tienen el suficiente poder para ello. Lo que queremos resaltar es algo muy importante para el diálogo y la capacidad de transformación de lo real: todas estas construcciones están determinadas por la historia y por la labor interpretativa de la humanidad.
Por algo en la raíz etimológica del término ficción está el verbo “hacer”. Como afirma el
gran escritor norteamericano Ray Bradbury, el peligro de los seres humanos no reside en que creen ficciones, sino en que les otorgan realidad separada de sí mismos y son capaces de matarse por ellas.
Cuando nos introducimos en el estudio de los derechos humanos (tanto de un modo
empírico como normativo), estamos entrando en un ámbito de ficciones necesarias y de construcciones sociales, económicas, políticas y culturales entrecruzadas y complejas.
Los derechos humanos, como cualquier producto cultural que manejemos, son producciones simbólicas que determinados grupos humanos crean para reaccionar frente al entorno de relaciones en los que viven. Por tanto, es una grave irresponsabilidad
hacer análisis neutrales de los mismos.Confundiendo “neutralidad” con seriedad científica.
Los derechos humanos, si queremos acercarnos a ellos desde su intrínseca complejidad, hay que entenderlos, pues, situados en un marco, en un contexto, en un sistema de valores a partir del cual será más difícil o más fácil su implementación práctica.
7- Por ello, no nos cansaremos de repetir que en nuestro mundo –a pesar de la influencia de la filosofía platónica y su división de la realidad en un mundo de esencias puras y otro de apariencias impuras—, no hay cabida para esencialismos de uno u otro tipo. Todo esencialismo, sea de la clase que sea, es el resultado de una tendencia filosófica, desgraciadamente muy extendida, a considerar una forma de reaccionar frente al mundo por encima de cualquier otro modo de percibir y actuar en él.
Postular esencias consiste, por tanto, en superponer a la pluralidad de significados y símbolos que los seres humanos proponemos para entendernos mutuamente una esfera unitaria y homogénea de productos culturales que reduce la complejidad de lo real.
Esta tendencia, al final termina en alguna forma de dogmatismo a partir del cual unos –los privilegiados por él— quieren o pretenden convencer a los desfavorecidos de que, aunque sean víctimas de un determinado orden, esto no es más que una apariencia o un momento temporal que acabará culminando por sí mismo en la felicidad universal. En definitiva, el esencialismo de los derechos humanos (los seres humanos tienen ya los derechos) propicia la ignorancia y la pasividad, en lugar de promover el conocimiento y la acción.
La búsqueda filosófica de la esencia, nos induce a encontrar la “sustancia” de los fenómenos, en algún lugar sagrado o trascendente. Lugar alejado de nuestra condición humana, desde el cual se juzgará –externamente a nuestra impura e incierta naturaleza de “animales culturales”— todos nuestros actos.
Sin embargo, nosotros, en vez de buscar esas trascendencias separadas de lo humano, indagaremos en la sustancia real y material de los derechos, en lo que “está” debajo, en lo que subyace, en lo que soporta todo el edificio de esas luchas mencionadas más arriba. Es decir, investigaremos el fondo necesario desde el que entenderlos y ponerlos en práctica. El cual, para nuestro punto de vista, no es otro que el contexto social, económico, político y cultural en el que tales derechos, como productos culturales que son, se dan. Utilicemos algunas metáforas:
Las estrellas no pueden ser conocidas si previamente no conocemos qué es el espacio. Ellas
están “situadas” y son una función del espacio. Del mismo modo, los campesinos están situados en la tierra, en sus diferentes formas de apropiación y de producción, e, incluso, en su amor y respeto por el territorio donde y para el cual viven. Los trabajadores y trabajadoras industriales están situados en una específica forma de producir que, como veremos más adelante, influirá decisivamente en sus relaciones individuales y colectivas.
De ahí, que generalizando los derechos humanos no puedan ser comprendidos fuera de los
contextos sociales, económicos, políticos y territoriales en los que, y para los que, se dan. Por ello, para conocer un objeto cultural, como son los derechos humanos, se debe huir
de todo tipo de metafísicas u ontologías trascendentes. Antes que eso es aconsejable una investigación que saque a relucir los vínculos que dicho objeto tiene con la realidad. Con esto, abandonamos toda pretensión de pureza conceptual y los contaminamos de contextos.
“Mundanizamos” el objeto, para que el análisis no se quede en la contemplación y control de la autonomía, neutralidad o coherencia interna de las reglas, sino que se extienda a descubrir y potenciar las relaciones que dicho objeto tiene con el mundo híbrido, mezclado e impuro en el que vivimos.
Por desgracia, esta contextualización de los derechos no es algo que predomine en los
análisis y convenciones internaciones a ellos dirigidas. El contexto de los derechos no es
visible. Cada día se celebran más y más reuniones y se leen más y más argumentos que proclaman –formalista, especializada y “esencialistamente”— el éxito del sistema, su carácter único e inmodificable. Estamos como aquel marinero escocés que, después de haber tomado bastantes pintas de cerveza, buscaba su cartera bajo la luz del único farol que iluminaba la acera. En ese momento, se le acerca otro marinero, menos afectado por la mezcla de whisky y cerveza, y le pregunta qué hace ahí y qué está buscando. Nuestro marinero borrachín dice que busca su cartera. El otro mira a su alrededor y no viéndola por ningún lado le dice que allí no hay ninguna cartera. Eso ya lo sabía nuestro personaje. Se le había olvidado en la mesa de la taberna donde sin duda alguien se la había “encontrado” hacía tiempo. Nuestro marinero, a pesar de las nubes etílicas, sabía con toda seguridad que su cartera no iba a estar allí, pero también sabía que era el único lugar iluminado en muchos kilómetros a la redonda.
Efectivamente, después de casi tres décadas de ofensiva neoliberal y conservadora, seguimos buscando respuestas en los lugares donde los que nos han robado la cartera han colocado su farol.
Sabiendo que allí no encontraremos nada, estamos empeñados en mirar únicamente donde
se nos indica, con lo que las sombras que se extienden alrededor de nuestra forma de conocer el mundo son mucho más amplias que las luces que pretendidamente iluminan nuestras preguntas.
Desde las “sombras” de un orden global no transparente ni sometido a controles democráticos nos gobiernan, y nosotros seguimos empeñados en mirar en el lugar equivocado.
8- Las preguntas son muchas. Veamos algunas: ¿Podemos hoy entender los derechos
del mismo modo que lo hacían los que redactaron la Declaración de 1948? Dada la situación actual de predominio global de grandes corporaciones empeñadas en apropiarse de lo público en su beneficio privado. ¿Nos podemos sentir satisfechos ante análisis puramente formales y descontextualizados de los derechos? Si respondemos
afirmativamente a tales cuestiones, surge otra aún más inquietante: ¿Estamos buscando
en el lugar adecuado? ¿Llegaremos algún día a recobrar nuestra “cartera”?¿Nos situamos en
un lugar seguro o más bien nos tambaleamos como marionetas en manos de magníficos y poderosos creadores de opinión?
Recurramos a nuestra mitología para encontrar una referencia que aclare la posición que
tenemos en este mundo de sombras. En Después de Babel, el gran maestro George Steiner,
afirmaba lo siguiente: “en casi todas las lenguas y ciclos legendarios encontramos un mito del enfrentamiento de rivales; duelo, lucha cuerpo a cuerpo, confrontación de enigmas, cuyo premio es la vida del perdedor”7.
Nuestro enigma viene representado por dos figuras, la de Anteo y la de Heracles. Anteo, hijo de Poseidón (dios del mar) y de Gea (diosa de la tierra), precursor de la enigmática ciudad de Tánger, seguro de ser el protegido de su madre la diosa de la tierra, obligaba a todos los viajeros que se adentraban en su territorio a luchar contra él. Anteo era
invulnerable siempre que sus pies tocasen la Tierra, su madre. Se sentía seguro e invencible mientras mantenía el contacto con su mundo de certezas. El gigante se enfrentaba al mundo sin plantearse el enigma que, como afirma Steiner, domina todas las historias legendarias; es decir, actuaba creyendo con toda seguridad que nada cambia, que todo permanece igual a sí mismo.
Pero en este escenario aparece la otra figura portadora también de su propio enigma; un enigma que asume el cambio y la transformación como formas de lucha contra todo tipo de certezas y de deseos de inmutabilidad. Heracles, en su camino hacia las manzanas de oro situadas en el anhelado Jardín de las Hespérides, se topa con Anteo. Los dos enigmas se enfrentan: el mundo de las certezas, de los que no creen u ocultan ideológicamente que las cosas cambien; el mundo de los que manejan la historia a su antojo estableciendo como universal su modelo de acción y de conocimiento.
Y el mundo de la astucia; del que sabe que con su acción puede transformar hasta misma voluntad de los dioses y nos pone en evidencia que podemos ser “seres humanos” completos si somos capaces de llevar a la práctica nuestra capacidad humana genérica
de transformación de las cosas existentes.
Heracles conocía el poder que puede otorgarnos esa convicción y actuaba en consecuencia. Como era de esperar, Anteo desafió al intruso y ambos se enzarzaron en la pelea. Rápidamente Heracles percibió el “enigma” de Anteo. Con un movimiento certero lo alzó sobre sus hombros separándolo de la base sobre la cual radicaba todo su poder, y logró vencerlo con toda facilidad.
No estar preparado para pensar y actuar en un mundo donde las certezas y las seguridades
de antaño han pasado a mejor vida, nos deja indemnes frente a los que conociendo nuestra
debilidad se aprovechan y consiguen sus objetivos.
En el vuelo de Anteo, se reproduce simbólicamente la imagen de investigadores y actores
sociales que se quedan únicamente con la luz que procede de un solo foco ideológico y
desprecian el amplio mundo de “sombras” que se proyecta más allá de nuestra mirada. Esta
tendencia nos hace sentir seguros en nuestro reino particular que consideramos el único, el universal, el inmutable. Sin embargo, con sólo levantarnos de ese suelo repleto de ficciones –elevadas a dogmas— quedamos a merced de los que conocen bien el contexto en el que nos movemos.
Ya no habrá dos enigmas. Habitaremos en uno solo. Nos han movido de la base y nos
tambaleamos de acá para allá sin saber adónde dirigir nuestras miradas. La derrota está asegurada. Bien para vencer, bien para vender cara nuestra derrota, proponemos asumir la tarea de investigar y poner en práctica los derechos humanos desde toda su complejidad y desde todo el compromiso que nos exigen. Los derechos humanos, como, por lo general, todo fenómeno jurídico y político, están penetrados por intereses ideológicos y no pueden ser entendidos al margen de su trasfondo cultural y contextual.
Sin embargo, como ocurre cuando un fenómeno se reconoce jurídicamente, se comienza a negar su carácter ideológico, su estrecha vinculación con intereses concretos, y su carácter cultural; es decir, se le saca del contexto, se universaliza y, por ello, se le sustrae su capacidad y su posibilidad de transformarse y transformar el mundo. Esta tendencia es la que permite que el derecho pueda ser objeto exclusivamente de análisis lógico-formales y esté sometido a cierres epistemológicos que lo separan de los contextos y los intereses que necesariamente subyacen al mismo.
Si por ideología entendemos un saber “lagunar”, es decir, una forma de presentar nuestras
perspectivas e intereses ocultando lo fundamental de las mismas. Y, por cultura, planteamos la malla compleja de significados, símbolos y formas de conocimiento que constituyen la matriz, el trasfondo de la conciencia y de la acción8.
Los derechos humanos deben ser estudiados y llevados a la práctica, primero, desde un saber crítico que desvele las elecciones y conflictos de intereses que se hallan detrás de todo debate preñado de ideología, y, segundo, insertándolos en los contextos sociales, culturales y políticos en que necesariamente nacen, se reproducen y se transforman.
Sólo de esta manera podremos adaptarnos a las situaciones cambiantes y poder luchar con más armas que el conjunto de certezas heredado de una visión del mundo caduca e
irreal. Frente a hechos nuevos, nuevas formas de resistencia. Así la derrota de Anteo preanunciará nuestra victoria.
9- Por lo que respecta a nuestro tema, los derechos humanos en el siglo XXI, el enfrentamiento entre Heracles y Anteo nos advierte de dos cosas: primero, no debemos anquilosar el discurso y la práctica de los derechos en las décadas de influencia de la economía keynesiana y su correlato político de Estado benefactor.
Desde los años 70, con las llamadas teorías neocontractuales de la justicia, el orden capitalista ha cambiado radicalmente el contexto en el que vivíamos. Los no tan nuevos “amos del mundo” han aprendido de aquel procónsul británico para Oriente Medio que escribió lo siguiente: “nosotros no gobernamos Egipto; sólo gobernamos a sus gobernantes”9.
El papel regulador del Estado ha cambiado, pues, de un modo radical. Lo mismo ocurre con el trabajo, como forma de acción humana creadora de valor social. En este “cambio de contexto”, el trabajo productivo y todos los valores a él asociados han
pasado a ser algo secundario con relación a la especulación financiera y al afán predatorio de empresas transnacionales que, amparadas bajo el principio liberal de lo que no está expresamente prohibido está permitido, actúan mundialmente trastocando e impidiendo cualquier política de redistribución social de la renta.
Estamos ante otro contexto. Ya no nos podemos sentir seguros del universo conceptual de certezas que predominaban en los 60 y 70. Nos han levantado del suelo y no debemos seguir dando patadas al aire. Y, segundo, el vuelo de Anteo nos advierte de otra cosa. Pensar que el único ámbito de libertad es el mercado, supone otro orden de certezas al cual debemos y podemos atacar. De ser “anteos” debemos pasar a ocupar el papel de
“heracles”. Nuestra labor de denuncia y nuestro activismo contra las injusticias que cada día comete el orden global surgido de la reformulación neoliberal de Bretton Woods (es decir, la reordenación del orden global representado por las acciones integradas de las siguientes instituciones: Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional y Organización Mundial del Comercio), debe servir de acicate para que entre todos podamos levantar al gigante de su mundo de certezas y vencerlo en todos sus frentes.
La lucha ideológica, cultural, asociativa y, por qué no, sindical y política, aún tiene su campo de acción, tal y como se está demostrando en las anuales reuniones de decenas de miles de entidades sociales que se celebran en el denominado Foro Social Mundial.
Rebelarnos es asumir el testigo de la historia. Como dijo Cortázar, la esperanza no nos
pertenece a nosotros, sujetos cambiantes y, a menudo, indiferentes; la esperanza –afirmó el
autor de Rayuela— le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose. Incluso de nuestra peligrosa tendencia a la pasividad y al abandono de la lucha. Activemos lo que nos hace ser “seres humanos completos”. Echémosle una mano a la esperanza.
8 Herrera Flores, J., El Proceso Cultural. Materiales para la creatividad humana, Aconcagua Libros, Sevilla, 2005; y, del mismo autor, Los derechos humanos como productos culturales. Crítica del Humanismo Abstracto, Libros de la Catarata, Madrid, 2005.
9 Al-Sayid, A.L., Egypt and Cromer, Praeger, N.Y., p. 68.
2. Cuatro condiciones y cuatro deberes básicos para una teoría realista y crítica de los derechos humanos.
Pretendemos, pues, plantear las bases de una “teoría realista” de los derechos que no se quede encerrada entre los barrotes de la jaula de hierro de la teoría tradicional. Vamos en busca de una “exterioridad” desde la que plantear nuevas reflexiones y nuevas prácticas. Por “exterioridad” entendemos la necesidad de salirnos del círculo vicioso en el que han caído las proclamas idealistas acerca de los derechos humanos.
Desde estas idealizaciones de lo jurídico se proponen cada vez más y más textos y convenciones de derechos humanos y, paralelamente, y esta tendencia convive con cada vez más y más violaciones de los mismos. Antes de comentar las cuatro condiciones de nuestra teoría crítica, veamos un ejemplo paradigmático de esa búsqueda de exterioridad a los principios de una teoría tradicional de los derechos puede encontrarse en la Carta de Principios que dirige las actividades del Foro Social Mundial10.
I- Las cuatro condiciones.-
1) La primera condición es asegurar una visión realista del mundo en el que vivimos y
sobre el que deseamos actuar utilizando los medios que nos aportan los derechos humanos.
Es decir, es nuestro objetivo profundizar en el entendimiento de la realidad para poder orientar racionalmente la actividad social. En este aspecto, el pensamiento crítico cumple su cometido cuando resulta esclarecedor, cuando nutre nuestra lucidez. Optamos, pues, por plantear una predisposición positiva a la hora de enfrentar los múltiples problemas con los que nos encontramos todas y todos los que estamos comprometidos con los derechos humanos. En otros términos, pretendemos generar la capacidad para
captar aquello que nos resulta más propicio a la hora de reforzar una voluntad de hacer frente a los problemas de acceso a los bienes.Queremos ser conscientes de las dificultades y obstáculos con los que nos vamos a encontrar.
Una mala noticia, la misma mala noticia, puede ser abordada de manera diferente según sea este ánimo. Una actitud pesimista no es más que el producto del reconocimiento de la impotencia frente a la ideología hegemónica, es decir, dominante. El pesimismo hace que la propia realidad pierde su carácter “real”y se convierta en algo así como una “cosa” que no podemos cambiar o un “ideal” que nunca podremos alcanzar. Nosotros defenderemos que toda realidad es susceptible de quiebra y transformación. No hay, pues, realidades “totales” o absolutamente “construidas”.
Como decía el poeta Gabriel Celaya, “todo está por inventar”. Apostamos, por consiguiente, por una actitud optimista y realista a partir de la cual apuntar
decididamente por el cambio y la transformación de los procesos de división del hacer humano que facilitan a unos el acceso a los bienes y a otros les pone trabas infranqueables. Partimos, pues, del reconocimiento de nuestra humana capacidad de hacer y des-hacer los mundos que nos vienen dados. Con ello, asumimos una visión estrictamente “real” de la realidad, pues somos conscientes de las quiebras, fisuras y porosidades del mundo en que nos ha tocado vivir. Ser realistas significa, pues, saber en donde estamos y proponer caminos hacia donde ir. Ser realistas supone, por tanto, apostar por la vida.4
2) Pero el pensamiento crítico va más allá. Es un pensamiento de combate. Debe, pues,
desempeñar un fuerte papel de concienciación que ayude a luchar contra el adversario y a
reforzar los propios objetivos y fines. Es decir, que sea eficaz con vistas a la movilización.
No basta con el empleo del llamado “lenguaje políticamente correcto”, es decir, con el uso de una forma de hablar que no resulte ofensiva para los grupos oprimidos (sean etnias o minorías, mujeres, personas con diferentes opciones sexuales a las consideradas “normales”, inmigrantes, medio ambiente, personas y grupos que ejercen su derecho a migrar, etcétera).
El lenguaje políticamente correcto no es un fenómeno simple. Por un lado, muestra los avances que se van imponiendo en la superación de muchas opresiones. Además, el cambio de lenguaje produce también, de rebote, un efecto positivo: a fuerza de nombrar a las cosas de otra forma puede modificarse la manera de verlas.
10 http://ciudadanosporsegovia.iespana.es/documentos.htm
11 (http://ciudadanosporsegovia.iespana.es/documentos.htm)
Pero, por otro lado, tiene algunas vertientes no tan positivas, como por ejemplo la superficialidad formalista. Se cambian las palabras más rápidamente que las mentalidades, y no siempre por convicción o por motivos de transformación de los procesos de opresión, sino para evitar problemas con los grupos de presión que defienden el nuevo léxico. En realidad, el éxito del lenguaje políticamente correcto, junto a sus puntos positivos, denota un “seguidismo acrítico” hacia aquellos grupos de presión que consiguen una posición de fuerza en el interior de un campo social o de una sociedad.
Cuando un grupo determinado de personas o un movimiento social alternativo que encauza
la acción de las mismas en una dirección diferente a la impuesta por el orden hegemónico,
alcanzan esa posición de fuerza que les permite hablar en su propio lenguaje, nos estamos acercando a algo muy importante para una teoría crítica de los derechos humanos: el empoderamiento ciudadano. De todo lo cual, se deduce la necesidad de complementar la adopción de esa “forma de hablar” políticamente correcta con un tipo de “acciones políticas, sociales y culturales incorrectas”, es decir, no susceptibles de ser absorbidas por el leviathan de turno, sea el Estado o las Grandes Corporaciones Transnacionales.
Veamos una prueba de pensamiento de combate en la siguiente declaración que denuncia
el abandono por parte de las Naciones Unidas de la lucha contra las violaciones de derechos
que imponen las empresas transnacionales y la necesidad de un control sobre las actividades de las mismas12
3) En tercer lugar, el pensamiento crítico vive en colectividades sociales determinadas, que necesitan de él para configurar una visión del mundo y sentirse seguras y cohesionadas. Luc Boltanski y Ève Chiapello, en su libro sobre El nuevo espíritu del capitalismo13 llaman justamente la atención sobre el hecho de que durante veinte años el capitalismo se ha visto favorecido por el debilitamiento de la crítica que ha supuesto la separación absoluta entre los acercamientos crítico/sociales14 y los que Boltanski y Chiapello denominan acercamientos crítico/artistas15. Estamos entrando en un nuevo período en el que ambas críticas deben unirse9, como único paso para enfrentarse a las políticas liberales y a la mundialización de una sola forma de entender las relaciones sociales: la neoliberal.
Los desarrollos económicos, sociales, culturales y técnicos del mundo contemporáneo se mueven en el sentido de la complejidad y no ponen las cosas fáciles a la labor crítica.
Véase, por ejemplo, el caso del derecho como arma o como obstáculo para una acción crítica afirmativa y constructiva. Como afirmaba el mismo Max Weber, el derecho “formal” del obrero a contratar con el empresario no supone para el obrero la menor libertad en cuanto a la determinación de las condiciones de trabajo, puesto que en el mercado, dominado por los intereses acumulativos del capital, el empresario es quien dispone de la capacidad y la posibilidad de imponerlas16.
10 Weber, M., Sociología del Derecho, Comares, Granada, 2001. Ver, como complemento crítico, Supiot, A., “Du bon usage des lois en matière d’emploi”, Droit Social, 3, 1997, pp. 229-242; Thévenot, L., “Les investissements de forme” en Conventions économiques, Cahiers du Centre d’Études de l’Emploi, Paris, PUF, 1985; García, M.F., “La construction sociale d’un marché parfait: le marché au cadran de Fontaines-en Sologne”,
Actes de la Recherche en Sciences Sociales, 65, 1986. Cfr. Boltanski y Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo, op. cit. pp. 524 y ss.
11 http://www.eurosur.org/futuro/fut54.htm
12 (http://www.cetim.ch/oldsite/2000/00FS04R4.htm)
13 Le nouvel esprit du capitalisme, París: Gallimard, 1999, p. 415. Hay traducción al castellano con el título de El nuevo espíritu del capitalismo, Akal, Cuestiones de Antagonismo, Madrid, 2002.
14 Esta crítica social tendría dos vertientes: 1ª) El capitalismo como fuente de miseria de los trabajadores y de desigualdades de alcance desconocido en el pasado; y 2ª) el capitalismo como fuente de oportunismo y de egoísmo que, favoreciendo solamente intereses particulares, actúa como destructor de los lazos sociales y de las solidaridades comunitarias, en particular de una solidaridad mínima entre ricos y pobres.
15 Esta crítica artista tendría, asimismo, dos vertientes: 1ª) El capitalismo como fuente de desencanto y de inautenticidad de los objetos, de las personas, de los sentimientos y, en general, del tipo de vida que se encuentra a él asociado; y 2ª) El capitalismo como fuente de opresión, en la medida en que se opone a la libertad, a la autonomía y a la creatividad de los seres humanos sometidos bajo su imperio, por un lado, a la dominación del mercado como fuerza impersonal que fija los precios, designa los hombres y los productos-servicios deseables y rechaza al resto y, por otro, a las formas de subordinación de la condición salarial (disciplina de empresa, estrecha vigilancia por parte de los jefes y encuadramiento mediante reglamentos y procedimientos).
16 Boltanski y Chiapello, op. cit. pp. 84 y ss (de la edición en castellano).
Sin embargo, la existencia de unas normas jurídicas “garantizadoras” de los derechos
laborales es algo importantísimo. Desde ellas, podemos hacer evidentes las situaciones de
desventaja en que nos sitúan las puras relaciones de mercado. Asimismo, con una legislación laboral garantizadora de los derechos de los trabajadores y trabajadoras podremos denunciar las situaciones legitimadas por principios de justicia que, desde sus fundamentos, están sesgados en beneficio de un solo grupo, el cual transgrede continuamente los procedimientos reconocidos “públicamente” como válidos en función de sus propios intereses.
Nunca debemos olvidar que el derecho es un producto cultural que persigue determinados objetivos en el marco de los procesos “hegemónicos” de división social, sexual, étnica y territorial del hacer humano. Las normas jurídicas no están ahí por casualidad o por la voluntad abstracta de un “legislador”. Las normas jurídicas establecen una forma precisa a partir de la cual se satisfará, o se obstaculizará, la satisfacción de los bienes exigibles para la dignidad.
Por tanto, es importante generar concepciones y prácticas que trabajen política, económica,
cultural y “jurídicamente” para transformar esos contextos que condicionan la satisfacción de las necesidades humanas en aras de un acceso más igualitario y generalizado a los bienes sociales. Esto nos permite dejar de lado la consideración de los derechos que defiende lo que está reconocido aquí y ahora como si lo estuviera ad aeternum, impidiendo, con ello, la adaptación de las normas a las nuevas luchas sociales que pugnan por una transformación del sistema económico y político dominante.
Una teoría crítica del derecho debe sostenerse, pues, sobre dos pilares: el reforzamiento
de las garantías formales reconocidas jurídicamente, pero, asimismo, en el empoderamiento de los grupos más desfavorecidos a la hora de poder luchar por nuevas formas, más igualitarias y generalizadas, de acceso a los bienes protegidos por el derecho.
Es decir –y en términos de Boltanski y Chiapello—, debemos unir la crítica social a la crítica artista y cultural. La fuerza del derecho se manifiesta básicamente en la posibilidad que tengamos de huir de las propias constricciones que impone la forma dominante de considerar la labor jurídica, con el objetivo de crear nuevas formas de garantizar los resultados de las luchas sociales. En la medida en que nos vamos
convirtiendo en críticos del formalismo, que sólo ve el derecho en sí mismo (sin contacto con los contextos en los que vivimos), cada vez nos vamos a conformar menos con regulaciones concebidas desde el punto de vista interno (o puro) de la lógica jurídica, y más atenderemos a exigencias normativas externas que se apoyen en definiciones revisables de lo que se entiende por bien común y su sometimiento a los procesos
de división social, sexual, étnica y territorial del hacer humano. Consúltense como información añadida las siguientes reflexiones sobre cómo gestionar los bienes comunes de la humanidad11.
4- Por tales razones, el pensamiento crítico demanda la búsqueda permanente de
exterioridad al sistema dominante. Esto no significa de ningún modo que en la acción social
debamos partir siempre de cero. Todo movimiento o corriente vive en buena medida de ideas heredadas. De ahí la necesidad de afinar bien antes de tomar como propia una idea, de someter a crítica las concepciones que nos llegan, discriminarlas, quedarnos con lo mejor o al menos con lo que resulta más aceptable para nuestra concepción de cómo se debe acceder a los bienes. Es decir, planteamos la construcción de una plataforma de crítica que sea consciente de la complejidad grupal en la que vivimos y en la que tenemos que desplegar nuestra voluntad de trabajar activamente en nuestra realidad, saliéndonos
cuanto podamos del marco hegemónico de ideas y valores.
La crítica, tanto social como cultural supone, pues, la construcción de voluntades que nos
empoderen a la hora de elegir lo que es más conveniente para conseguir objetivos de dignidad. Ser críticos de un determinado orden es siempre una actitud abierta a nuestra capacidad humana de indignación. Lo distintivo del pensamiento crítico es, pues, y valga la redundancia, su función crítica, es decir, su riqueza en el rigor con el que acomete esta tarea de aumentar nuestra indignación y en su potencialidad de expandirse multilateralmente, tanto en lo que se refiere a las cuestiones de justicia como a las de explotación.
Criticar no consiste en destruir para crear o en negar para afirmar. Un pensamiento crítico
es siempre creativo y afirmativo. Y, al afirmar y al crear, se distancian de lo que impide a la mayoría de los seres humanos ejercer sus capacidades genéricas de hacer y de plantear alternativas al orden existente. Por tanto, ser crítico supone, afirmarse en los propios valores como algo que es preciso implementar en luchas y garantizar con todos los medios posibles. Y, paralelamente, mostrar las contradicciones y las debilidades de los argumentos y las prácticas que se nos oponen. Es, primero, apuntar la debilidad de una idea, de un argumento, de un razonamiento, inclusive de los nuestros cuando no son consistentes, intentando corregirlos para reforzarlos.
Pero no consiste en la destrucción de lo que no nos conviene como resultado de una pasión ciega, sino como el despliegue de una acción racional necesaria para poder avanzar. Como decía Ernst Bloch, críticar no consiste únicamente en decir “no”, sino en afirmar un “sí a algo diferente”.
Sólo en este caso la crítica deja de ser una “afirmación que subyace a una negación” y se
convierte en una “negación que subyace a una afirmación”. La afirmación de algo nuevo nos debe servir para negar lo que rechazamos, y no al revés: negar para afirmar. Lo previo es la afirmación productiva de nuestros valores, de lo que se deducirá como consecuencia la
negación de lo que no es conveniente a nuestros esfuerzos por superar las condiciones de las injusticias y las explotaciones que sufrimos.
Es difícil decirlo mejor de como lo hizo Walter Benjamin en sus notas sobre esa
capacidad humana genérica de hacer y des-hacer mundos. El filósofo alemán afirmaba que si pretendemos superar los condicionamientos con los que nos encontramos en la acción social, lo primero que tenemos que hacer es no ver nada como eterno e inmutable. Esta forma de encarar el pensamiento crítico nos permitirá ver y construir caminos por todas partes. Donde otros tropiezan con muros o con montañas, nosotros vemos también un camino. Concretamente, dice Benjamín: “(el pensamiento crítico) hace escombros de lo existente, (pero) no por los escombros mismos, sino por el camino que pasa a través
de ellos»12.
II- Los cuatro deberes básicos.-
Para construir ese camino sin imposiciones colonialistas ni universalistas y que tengan
puesta la vista siempre en la necesidad de generar espacios de lucha por la dignidad debemos articular esas cuatro condiciones previas a una serie de deberes que nos induzcan a prácticas emancipadores basadas en las luchas por la dignidad.
Compromisos y deberes, pues, que deben constituir la plataforma desde la que desplegar
la voluntad de encuentro necesaria para la construcción de zonas de contacto emancipadoras, es decir, de zonas en las que los que se encuentren en ellas puedan disfrutar de posiciones de igualdad en el acceso a los bienes necesarios para una vida digna.
En primer lugar, el “reconocimiento” de que todos debemos tener la posibilidad de reaccionar culturalmente frente al entorno de relaciones en el que vivimos. En segundo lugar, el respeto como forma de concebir el reconocimiento como condición necesaria, pero no suficiente a la hora de la construcción de la zona de contacto emancipadora;
a través del respeto aprendemos a distinguir quién tiene la posición de privilegio y
quién la de subordinación en el hipotético encuentro entre culturas.
En tercer lugar, la reciprocidad, como base para saber devolver lo que hemos tomado de los otros para construir nuestros privilegios, sea de los otros seres humanos, sea de la misma naturaleza de la que dependemos para la reproducción primaria de la vida.
12 Benjamín, W., “El carácter destructivo”, Discursos Interrumpidos I, Taurus, Medrid, 1973, pp. 160-161.
Y, en cuarto lugar, la redistribución, es decir, el establecimiento de reglas jurídicas, fórmulas institucionales y acciones políticas y económicas concretas que posibiliten a todos, no sólo satisfacer las necesidades vitales “primarias” –elemento, por lo demás, básico e irrenunciable—, sino, además, la reproducción secundaria de la vida, es decir, la construcción de una “dignidad humana” no sometida a los procesos depredadores del sistema impuesto por el capital, en el que unos tienen en sus manos todo el control de
los recursos necesarios para dignificar sus vidas y otros no tienen más que aquello que Pandora no dejó escapar de entre sus manos: la esperanza en un mundo mejor.
Sólo de este modo podremos construir una nueva cultura de derechos humanos que tienda a la apertura y no al cierre de la acción social.
En primer lugar, una apertura epistemológica: todas y todos, al compartir las características básicas de todo “animal cultural”, es decir, la capacidad de reaccionar “culturalmente” frente al entorno de relaciones en el que se vive, tendrán la posibilidad de actuar, desde sus propias producciones culturales, a favor de procesos de división social, sexual, étnica y territorial del hacer humanos más igualitarios y justos.
En segundo lugar, una apertura intercultural: no hay una sola vía cultural para alcanzar tales objetivos. En nuestro mundo coexisten muchas formas de lucha por la dignidad. Si existe algún universal es éste: todas y todos luchamos por una vida más digna de ser vivida. Sólo tenemos que estar atentos a las mismas y construir los puentes necesarios para que todos puedan “hacer valer” sus propuestas.
Y, en tercer lugar, una apertura política: todo esto no va a venir por sí solo, ni va a derivarse del cumplimiento de reglas procedimentales ideales o trascendentales a la praxis política del ser humano. Es preciso, pues crear las condiciones institucionales que profundicen y radicalicen el concepto de democracia, complementando los
necesarios procedimientos de garantía formal con sistemas de garantías sociales, económicas y culturales en los que la voz y el voto se lleve a la práctica a través de la mayor cantidad posible de participación y decisión populares.
Para nosotros, este es el único camino para una nueva cultura de los derechos que actualice el principio de esperanza que subyace a toda acción humana consciente del mundo en que vive y de la posición que ocupa en él.
Veamos dos links adonde se trata de la problemática de los derechos sociales, económicos
y culturales como medios e instrumentos para implementar una teoría crítica de los derechos humanos en general. La cuestión sería la siguiente ¿estamos en realidad en el “fin de la historia” o cabe alguna plataforma para construir un “Sí a algo diferente”, tal y como decía Bloch?
http://www.attacmadrid.org/d/3/021221220627.php
http://64.233.161.104/search?q=cache:chPGKHnuxvsJ:www.eurosur.org/
acc/html/revista/r58/58ceds.pdf+%22derechos+sociales%22&hl=es
III- La nueva perspectiva de los derechos humanos.-
I- Actitudes teóricas ante la realidad contemporánea de los derechos humanos.-
I.1)- Los derechos humanos, en la actualidad, deben entenderse de un modo diferente a como fueron establecidos en 1948 en la Declaración – autoproclamada—Universal. Necesitamos, pues, una perspectiva nueva, en cuanto que el contexto es nuevo. Para los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, el problema principal era la descolonización de los países y regiones sometidas al poder de las grandes metrópolis y la consolidación de un régimen internacional ajustado a la nueva configuración de poder surgida tras la terrible experiencia de las dos guerras mundiales, que confluyó en la Guerra Fría entre dos sistemas contrapuestos.
Para nosotros, a finales de siglo, y después de la caída de uno de los dos sistemas en confrontación, el desafío radica en defendernos de la avalancha ideológica de un neoliberalismo agresivo y destructor de las conquistas sociales tan trabajosamente
conquistadas durante las luchas de los años 60 y 70 del siglo pasado.
En los momentos actuales se ve preciso armarse de ideas y de conceptos que nos permitan avanzar en la lucha por la dignidad humana, comenzando por asegurar las conquistas sociales conseguidas en las décadas de brillo del llamado Estado del Bienestar. Incluso en los países donde éste tuvo alguna virtualidad, dichas conquistas
sociales se ven cada día más amenazadas.
Qué decir de aquellas otras regiones y países que ni siquiera gozaron de los medios y oportunidades necesarios –tanto políticos como económicos— para lograr un desarrollo equitativo e integral que les permitiera re-distribuir de un modo más igualitario sus propios recursos. La situación es “trágicamente” paradójica, pues en las regiones más desfavorecidas por el orden económico global es de donde están surgiendo los capitales que financian gran parte del inmenso desarrollo de los países y regiones del mundo desarrollado.
Es lo que la famosa militante por los derechos humanos, Susan George,
ha llamado “la trampa de la deuda”, pues los países endeudados no pueden dedicar sus ya
exiguos presupuestos nacionales para favorecer medidas sociales de integración y de redistribución de sus propios recursos. Sus obligaciones “internacionales” hacen que gran parte de los mismos se dediquen a la devolución de los intereses de una deuda que supera ya cualquier límite pensable hace tan solo unos años. Todo ello, sin contar con la omnipresente corrupción que impone un sistema donde los capitales circulan con total libertad, mientras que las personas encuentran cada vez más obstáculos para ir de un lado a otro.
Cualquiera que esté interesado en constatar tal hecho, no tiene más que informarse de los sucesos que están ocurriendo en la recientemente pacificada Angola. Entre la rapiña de las elites corruptas y la apropiación de las minas de diamante y las reservas de hidrocarburos por parte de los grandes capitales internacionales, sobrevive una población en absoluto estado de pobreza y emergencia humanitaria. Solamente la presión del pago de los exorbitantes intereses de la deuda externa, llega en algunos países a alcanzar más
del 30% de su PIB13.
Esto nos induce a la exigencia de rearmarnos de ideas, conceptos y prácticas a partir de las cuales poder luchar contra un orden global basado en la rápida y desigual obtención de beneficios económicos que fluyen, no de actividades productivas, sino de movimientos de capitales financieros que forman una burbuja invisible casi imposible de controlar por parte de los gobiernos nacionales.
Desde principios de los años setenta, estamos asistiendo a la consolidación de un nuevo orden global que se basa en la reestructuración del sistema propuesto por John M. Keynes en Bretton Woods, cuyo objetivo básico era evitar el abismo económico entre ricos y pobres en el marco del Estado Nación y en el ámbito de las relaciones internacionales.
Hoy en día, Bretton Woods ha sido reformulado14 y sus instituciones básicas como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial han quedado sometidas a las premisas neo-liberales del bosque de reglas, principios y valores que componen lo que se denomina la Organización Mundial del Comercio (la famosa OMC) que está impidiendo, entre otras muchas cosas, que los Estados nacionales puedan sacar del mercado algunos servicios esenciales para la comunidad, como, por ejemplo, el agua potable o lo recursos
energéticos.
Desde la implantación efectiva de la OMC en 1994, cualquier empresa pueda
apropiarse de tales servicios y sacar tajada de lo que deben ser bienes comunes a todas y a todos los que habitan las ciudades y regiones del planeta15.
13 (http://www.eurosur.org/deudaexterna/)
14 (http://www.boell.org/spanish/431.html)
15 (http://www.tni.org/archives/bello/wsf-s.htm)
Pero, asimismo, estamos asistiendo al renacimiento de nuevas luchas contra este nuevo
orden global. Los nombres de Seattle, Génova,Porto Alegre…, son ya símbolos de esas nuevas luchas y están entrando, aunque con dificultades, en las agendas de los medios de comunicación mundiales. Estos nuevos movimientos se están esforzando por construir lo que se viene denominando the globalization from bellow (la globalización desde abajo: o, en otros términos, una “alter-globalización” atenta a las necesarias interrelaciones entre lo global y lo local).
Junto a estas luchas, vemos cómo cada día se va generalizando la conciencia por imponer
un “comercio con justicia” entre los países enriquecidos y empobrecidos. E, incluso, asistimos a los inicios de un movimiento de estudio del cumplimiento de los derechos sociales, económicos y laborales por parte de las Empresas Transnacionales que se han marchado a los países del Sur para que cumplan los mismos requisitos laborales, financieros y medioambientales que cumplen en los países donde tienen su sede (ejemplo de ello es el Observatorio Social que se está llevando a cabo en Brasil por parte de la Central Única de Trabajadores y en multitud de ciudades y regiones de nuestro planeta).
Todos estos son esfuerzos por llevar a la práctica esa perspectiva “nueva” que aquí defendemos16.
Los derechos humanos deben convertirse en la “horma” bajo la cual construir un nuevo concepto de justicia y de equidad que tenga en cuenta la realidad de la exclusión de
casi el 80% de la humanidad de los “beneficios” de ese nuevo orden global.
I.2-Integradora
Partimos de la base, y esto lo veremos más detenidamente a lo largo de todas estas páginas,
que ya no podemos hablar sin rubor de dos clases de derechos humanos: los individuales
(libertades públicas) y los sociales, económicos y culturales. Sólo hay una clase de derechos para todas y todos: los derechos humanos (sobre todo, en los países donde se ha alcanzado un suficiente grado de desarrollo y distribución equitativa de los recursos). Entre la libertad y la igualdad no puede darse ya, ni a nivel histórico ni conceptual, una división absoluta. La libertad y la igualdad son las dos caras de la misma moneda. Una sin la otra no son nada. Sin condiciones que pongan en práctica (políticas de igualdad, que se concretan en los Derechos Sociales, Económicos y Culturales) las libertades individuales (es decir, los Derechos Civiles y Políticos), ni aquellas ni éstas encontrarán cabida en nuestro mundo17
Como afirma el economista indio Amartya Sen, ya no debe hablarse sólo del “valor de la
libertad” sino de la “igualdad de la libertad”: todo el mundo importa y la libertad que se
garantiza a uno debe garantizarse a todos. El problema no reside, pues, en descifrar teóricamente qué derechos son los más importantes, sino en ir entendiendo que desde sus orígenes la lucha por la dignidad ha tenido un carácter global, no parcelado. Esta lucha por la dignidad es el componente “universal” que nosotros proponemos.
Si existe algo así como un elemento ético y político universal, éste se reduce, para
nosotros, a la lucha por la dignidad, de la cual pueden y deben reclamarse beneficiarios todos los grupos y todas las personas que habitan nuestro mundo. De este modo, los derechos humanos, no serían, ni más ni menos, que uno de los medios –quizá el más importante—para llegar a ella.
16 (http://uuhome.de/global/espanol/responsabilidad.html)
17http://64.233.161.104/search?q=cache:fTDsrR4w5TMJ:tpdh.net/contenido/publicaciones/docs/rev-5/instrumentos.pdf+%22declaraci%
C3%B3n+de+Viena+1993%22&hl=es)
La dignidad es, por consiguiente, el objetivo global por el que se lucha utilizando, entre otros medios, el derecho. Por eso, y aunque sea una buena medida pedagógica, debemos tener cuidado en el uso de la famosa y extendida teoría de las generaciones de derechos (1ª generación: los derechos individuales; 2ª generación: los derechos sociales; 3ª generación: los derechos medioambientales; 4ª generación: los derechos culturales…) pues pensamos que supone una visión demasiado unilineal de la historia del concepto. Como decimos, tal teoría permite que pedagógicamente “visualicemos” cómo se ha ido
avanzando en el reconocimiento jurídico de las luchas por la dignidad.
Pero tiene sus peligros, pues puede hacer pensar que, del mismo modo que las tecnologías de última generación, la actual fase o generación de derechos ha superado ya las fases anteriores: los derechos de cuarta generación han vuelto obsoletas las viejas luchas por los derechos civiles y los derechos sociales.
Con sólo estar atento a lo que ocurre en el mundo, percibimos que eso no es así y que hay que seguir luchando cotidianamente y complementariamente por todas ellas (véase si no lo que está ocurriendo en el mundo de las libertades después del 11 de Septiembre de 2001 y el consecuente “efecto Guantánamo” de exclusión indiscriminada y, sin las mínimas garantías procesales, de los derechos de la primera generación a todos aquellos meramente
sospechosos de terrorismo ¿y la presunción de inocencia? ¿no era un derecho de primera
generación?).
Partiendo que la lucha por la dignidad debe tener un carácter global –y reconociendo la
virtualidad “pedagógica” de la teoría de las generaciones de derechos—nos vemos, pues, en la necesidad de complementarla con otra que se centra en analizar las generaciones de problemas y de luchas que, primero, nos obligan a ir adaptando y readaptando nuestros anhelos y necesidades a las nuevas problemáticas; y, segundo, a potenciar nuevas y alternativas prácticas sociales en aras de la extensión de los instrumentos jurídicos que gozan unos pocos a toda la humanidad.
Lo principal –y esto no es un anacronismo dada la persistencia en seguir manteniendo la distinción entre ideales de libertad y políticas de igualdad—, es reivindicar la interdependencia e indivisibilidad de “todos” los derechos humanos, siendo las
condiciones de ejercicio de la libertad un tema tan importante y urgente como la defensa de las libertades individuales.
I.3- Crítica
En el terreno de los derechos se ha dado una gran paradoja: la cada vez mayor consolidación y proliferación de Textos Internacionales, Conferencias, Protocolos…, y la paralela profundización en las desigualdades e injusticias que hacen cada vez más amplia la separación entre los polos, no sólo geográficos sino también económicos y sociales, del Sur y del Norte. Se ve, pues, como una necesidad entender los derechos humanos desde la perspectiva de la estrecha vinculación entre ellos y las políticas de desarrollo.
¿Cómo respetar derechos humanos concretos en países agobiados económica y políticamente por tener que pagar una deuda y unos intereses que les impiden crear condiciones (desarrollo) que posibiliten prácticas sociales a favor de los derechos? Debemos configurar una práctica social, educativa y movilizadora de carácter crítico que evidencie esa terrible y profunda paradoja. Entre los diferentes modelos de desarrollo que se han dado existe un criterio, un trágico criterio de validez que nos debe permitir
discernir sobre los mismos: ¿cuántas personas han perdido sus tierras o han tenido que abandonar sus lugares de origen a causa de políticas económicas neoliberales?, ¿de qué modo repercute la creciente distancia entre la riqueza y la pobreza denunciada por el reciente informe del PNUD sobre la riqueza y el desarrollo humano? ¿cuántas muertes inocentes ocurren a causa de enfermedades evitables o por consumo de agua no potable?18
18 Véase el caso del Sida en África en http://elmundosalud.elmundo.es/elmundosalud/especiales/pulitzer/sida.html
Es ya una evidencia el fracaso de las políticas de condicionalidad al desarrollo: “te
ayudamos al desarrollo si primero cumples con nuestra idea de los derechos humanos”. Al
separarse las dos ideas (desarrollo y derechos humanos), como si fueran dos momentos
temporales distintos: primero, el cumplimiento de los derechos humanos y, en un segundo momento, la ayuda al desarrollo, al final nos chocamos con una realidad terrible: ni se respetan los derechos ni existe desarrollo, ya que una cosa lleva necesariamente a la otra y viceversa. No hay desarrollo si no se respetan los derechos humanos en el proceso mismo de desarrollo. Y, del mismo modo, no habrá derechos humanos si no se potencian políticas de desarrollo integral, comunitario, local y, por supuesto, controlable por los propios afectados, insertos en el proceso mismo de respeto y consolidación de los derechos19.
I.4-Y, finalmente, contextualizada en prácticas sociales emancipadoras.-
No podemos entender los derechos sin verlos como parte de la lucha de grupos sociales empeñados en promover la emancipación humana por encima de las cadenas con las que se sigue encontrando la humanidad en la mayor parte de nuestro planeta. Los derechos humanos no sólo se logran en el marco de las normas jurídicas que propician su reconocimiento, sino también, y de un modo muy especial, en el de las prácticas sociales de ONGs, de Asociaciones, de Movimientos Sociales, de Partidos Políticos, de
Iniciativas Ciudadanas y de reivindicaciones de grupos, sean minoritarios (indígenas) o no
(mujeres), que de un modo u otro han quedado tradicionalmente marginados del proceso de
positivación y reconocimiento institucional de sus expectativas.
Contextualizar los derechos como prácticas sociales concretas nos facilitaría ir contra la
homogeneización, invisibilización, centralización y jerarquización de las prácticas institucionales tradicionales. Estaríamos ante un “intervencionismo humanitaro” llevado a cabo por los propios actores sociales, una “guerra humanitaria de baja o nula intensidad violenta” contra un orden desigual en el que 200 personas poseen casi las dos terceras partes de la riqueza mundial, mientras que los 582 millones de habitantes de los 43 países menos desarrollados sólo llegan al 15% de las mismas20.
2. Construyendo la alternativa.-
Escribía nuestro gran poeta Juan Ramón Jiménez: si os dan papel pautado/ escribid por
el otro lado. Y nosotros queremos escribimospor el otro lado del papel. Desde nuestra concepción de los derechos, consideramos un compromiso humano resistirnos a esa pretendida “fuerza compulsiva de los hechos” y plantear una alternativa que rechace todo tipo de naturalización de una ideología, en favor de una concepción histórica y contextualizada de la realidad de los derechos humanos.
Esta alternativa debe pasar por los siguientes pasos: 1)- recuperar la acción política de seres humanos corporales, con necesidades y expectativas concretas e insatisfechas; 2) la formulación de una filosofía impura de los derechos, es decir, siempre contaminada de contexto; y 3)- la recuperación de una metodología relacional: que busque los vínculos que unen los derechos humanos a otras esferas de la realidad social, teórica e institucional.
I- Recuperar la acción política.-
La recuperación de lo político (polemos y polis: es decir, la posibilidad de los antagonismos frente y dentro del orden de la ciudad), es una de las tareas más importantes de una teoría crítica y compleja de los derechos humanos. Con ello romperíamos del todo con las posiciones naturalistas que conciben los derechos como una esfera separada y previa a la acción política democrática.
Lo cual, como veremos más adelante con mayor detalle, nos conduce a dos consecuencias perversas. Por un lado, a una concepción escindida de la acción social: a) la acción dirigida a la persecución de los intereses individuales y privados; y b) la acción dirigida a
la construcción de espacios sociales, económicos y culturales colectivos, públicos y democráticos.
Y, por otro lado, dicha condición previa de los derechos nos conduce una visión estrecha de los mismos, pues parece que, al no estar afectados por lo político, por lo polémico, por lo que cambia en función de los contextos y las relaciones de poder, deben considerar como un mundo de “cosas” inmodificables e inmutables.
19 (http://www.campus-oei.org/pensariberoamerica/ric00a04.htm)
20 Véanse las opiniones del activista por un movimiento social global emancipador François Houtart en (http://latinoamericana.org/2002/textos/castellano/Houtart.htm
Sin embargo, los derechos humanos no pueden existir en un mundo ideal que espera ser
puesto en práctica por una acción social escindida entre lo público y lo privado. Y, ni mucho menos, se trata de categorías abstraídas de los contextos reales en los que vivimos. Al contrario, los derechos humanos se van creando y recreando a medida que vamos actuando en el proceso de construcción social de la realidad.
Veamos un poco más detenidamente estos postulados desde tres planos de análisis.
1º).- Los derechos humanos no pueden ser entendidos separados de lo político. Entender los derechos como algo previo a la acción social supone establecer una dicotomía absoluta entre “ideales” y “hechos”. Los ideales, o las esencias –en términos platónicos—, formarían parte, bien de un mundo trascendente separado de las realidades cotidianas, bien de una subjetividad abstracta no situada en contextos reales de convivencia. Mientras que, por su parte, los hechos serían vistos como los elementos que conforman la objetividad social, es decir, el conjunto de obstáculos “objetivos” –situados más acá del mundo tranquilo de las ideas— que impiden la implementación real de esos ideales abstractos. Por esa razón, los derechos humanos “vistos como ideales” se presentan como instancias neutrales y previas con respecto a lo político.
Como esferas escindidas de todo lo que significa la vida, con todos sus conflictos, sus
consensos y sus incertidumbres. Sin embargo la realidad es la contraria, pues todo producto cultural es siempre una categoría impura, es decir, contaminada de contexto y siempre sometida a las ineludibles relaciones de poder. En definitiva, una concepción de los derechos como ideales previos a la acción social conduce a una concepción muy restringida de lo político, pues lo reduce a la mera puesta en práctica de valores que conforman algo así como un “consenso ideal a priori”. Los ideales –en nuestro caso los derechos humanos—, se piensan como productos dados de antemano y sin relación alguna con los conflictos sociales.
Es decir, estaríamos ante una concepción restringida de lo político: búsqueda de consensos
al margen de los antagonismos reales que se dan en los contextos, desplazando el conflicto y la oposición a la esfera autónoma y separada de toda intervención institucional; es decir, enviados al ámbito de lo privado o al ámbito de lo espiritual.
Como afirma Chantal Mouffe, la base del liberalismo político “racionalista” y “formalista”
que tuvo una gran influencia teórica en el últlimo tercio del siglo XX, reside en la creencia
del fin de los antagonismos “clásicos”: fin de las luchas de clase, fin de la historia… Con lo
que se intentaba legitimar y justificar la hegemonía global de un solo sistema de valores
(el del mercado auto-regulado y el de la democracia reducida a sus aspectos puramente electorales), una vez caído el muro de Berlín.
Por esta razón, tales teorías se imaginaban que el derecho y la moral vendrían a ocupar el lugar de la política y que la victoria del capitalismo sobre el socialismo real de los países del Este europeo aseguraría el triunfo de la razón sobre la barbarie.
El último tercio del siglo XX fue el inicio de una etapa de ceguera frente al continuo proceso de definición y redefinición de identidades colectivas y de prácticas sociales que habían encontrado su “modus vivendi” en el marco de la guerra fría entre dos sistemas contrapuestos.
Casi sin percibirlo, fuimos poco a poco sometidos a nuevos y, cada vez, más agresivos procedimientos de acumulación de capital (por ejemplo, nuevos tipos de contratos laborales, flexibilidad en los despidos…) y del establecimiento de nuevas fronteras de acumulación (en la actualidad se están patentando hasta los propios conocimientos tradicionales de los pueblos indígenas). Tal ceguera nos indujo a dedicarnos a estudiar las nuevas “teorías de la justicia” de autores tan premiados como el economista James Buchanan o el filósofo Robert Nozick, como si las mismas no tuvieran como objetivo la eliminación de las conquistas sociales obtenidas con tanto sufrimiento a lo largo del
segundo tercio del siglo.
Al considerar lo político como algo ajeno a las luchas por la dignidad humana se dejó en
suspenso todo lo que depende de la política en su dimensión de relaciones de fuerza, de alte
ridad, de adversario y de antagonismo. Y, cuando nos dimos cuenta, el nuevo orden ya estaba funcionando a toda máquina. En esa lucha por conquistar la “República del Centro” se fue negando la posibilidad de una oposición real y la irracionalidad de cualquier alternativa o de experiencia conflictiva con todo aquello que “a priori” se planteaba como lo “universal”. Al final, esta epidemia de centrismo está siendo utilizada por posiciones extremistas que, apoyadas en esa eliminación de lo político, están desplazando el conflicto hacia posiciones de plena irracionalidad, sean nacionalistas o de pura xenofobia.
2º).- Los derechos humanos deben servirnos para aumentar nuestra “potencia” y nuestra “capacidad” de actuar en el mundo. Entender los derechos como algo previo a la acción social, supone partir de una posición filosófica con consecuencias políticas conservadoras. Si los derechos humanos pertenecen a una esfera trascendente a toda acción política se llega a asumir pasivamente el mundo que nos ha tocado vivir. Existiría algo así como una realidad – una ontología de la pasividad— que no podemos modificar, dado que está por encima de nuestra capacidad de actuar en sociedad. El “mundo” se concibe bajo la forma de lo existente, de lo dado, de lo hegemónico, reduciendo el campo de lo político-estratégico a lo lógicamente compatible con la idea de una objetividad social cerrada sobre sí misma.
Para construir una teoría crítica y compleja de los derechos, necesitamos otra forma de entender la acción social. Nosotros la denominamos como ontología de la potencia, de la acción política ciudadana siempre en tensión con las tendencias que tienden a reificar, es decir, a cosificar, las relaciones sociales. Una ontología, pues, que permita comprender y llevar a la práctica lo político-estratégico de un modo socialmente compatible con una política democrática de textura abierta. El ser no es lo estático, sino lo que se entiende bajo la forma de lo posible. Y, por tanto, entre los derechos humanos y las políticas concretas hay una estrecha relación de interdependencia.
Lo político no es algo separado del contexto en el que nos encontramos y del lugar al que
pretendemos encaminarnos. Desde luego no podemos estar inventando a cada segundo
cualquier historia sobre nosotros mismos, pero sí podemos y debemos hacer uso de nuestra
imaginación21 y nuestra capacidad genérica de hacer y des-hacer mundos.
Y 3º).- Necesitamos recuperar lo político como esfera complementaria y paralela a la lucha por la dignidad “desde” los derechos humanos.
Teniendo siempre en mente que:
Primero.- Recuperar lo político no consiste en entender la política como la búsqueda de un
mejor o peor sistema de gobierno Desde aquí se reduce la acción pública a una mera gestión de las crisis. Lo político es, más bien, una actividad compartida con otros a la hora de crear mundos alternativos al existente. La dignidad de lo político no reside únicamente en la gestión, sino, asimismo, en la creación de condiciones para el
desarrollo de las potencialidades humanas.
Segundo.- Es preciso apostar por una concepción amplia y no fragmentada de la acción. En todo acto de conocimiento hay siempre una propuesta normativa. No hay hiatos insalvables entre lo que es y lo que debe ser. Una cosa lleva necesariamente a la otra. Tanto el empirismo como el idealismo, al no relacionar sus propuestas con el trasfondo ni con el contexto de la acción, acaban, como decíamos, naturalizando su objeto de estudio.
Como afirmaba Nietzsche, al mentir sobre lo que es se cierra toda posibilidad de hablar sobre lo que debe ser. En el ámbito de los derechos humanos no hay mayor falacia naturalista que la falacia del naturalismo, a partir de la cual, se nos pretende convencer que las propuestas normativas de unos pocos hay que entenderlas como “hechos” incontrovertibles y universalizables a todas y a todos. La parte se presenta como el todo y el particularismo como un universalismo
21(http://64.233.161.104/search?q=cache:vhbHcPpiRGQJ:www.crin.org/docs/resources/publications/sesion_especial.pdf+%22Convenci%C3%B3n+de+los+derechos+del+ni%C3%B1o+1989%22&hl=es)
Y tercero.- Hay que reivindicar una concepción amplia y corporal de los derechos humanos.
Vivimos un mundo en el que los prejuicios ideológicos se viven como realidades. Si hay un conflicto entre aquellos y éstas, peor para la realidad. Uno de estos prejuicios es el del predominio de una concepción que privilegia una subjetividad reducida a lo mental (a los derechos individuales y políticos) por encima de otra que considere relevante la corporalidad (a la complementariedad de los derechos individuales y los derechos sociales, económicos y culturales).
El “yo pienso” aparece como la única evidencia de nuestra existencia. Como defendía
el racionalismo del siglo XVII –con la honrosa excepción de Baruch Spinoza—, la existencia del otro, o de “lo otro”, sólo puede ser garantizada por la intervención de algo externo a nosotros mismos (Dios, la Armonía Preestablecida, la Mano Invisible del Mercado…). Nuestra subjetividad parece quedar encerrada en el espacio que va desde nuestros ojos a nuestras orejas. Lo mental predomina sobre lo corporal. Lo espiritual sobre el conjunto de necesidades que nos hace ser seres humanos.
Como ya veíamos, este imaginario cultural ha conducido, entre otras muchas derivaciones, a una concepción restringida de los derechos: las libertades individuales (lo que otros llaman los “bienes básicos”) se dan por garantizadas al ser incluidas en los textos normativos, sin necesidad de hacer referencia a las condiciones sociales, económicas o culturales que permitan su puesta en práctica: lo mental triunfa sobre lo corporal. Por ello, lo que tenga que ver con lo corporal (la salud, el medio ambiente, la vivienda, el trabajo, las pensiones…), exige la existencia de esas condiciones sociales, económicas y culturales para poder ser garantizadas a todos.
Lo corporal, dado que está sometido a los contextos y nos une a los otros, hace que
necesitemos la comunidad para poder satisfacer nuestras exigencias; mientras que las libertades individuales no necesitan contexto alguno para ser consideradas como derechos de plena satisfacción. Los derechos sociales, económicos y culturales son relegados a un segundo plano. Es lo impuro, lo híbrido, lo mezclado. Podemos pensar, rezar y opinar libres de cualquier condicionamiento social y, además, con todas las garantías estatales imaginables. Pero disfrutar de la salud, de un entorno limpio o de tener una vivienda digna, depende de elementos extraños a lo jurídico formal. Depende, como todo en nuestro mundo (incluidos los derechos individuales), de los contextos en los que se sitúan.
Pero, ¡claro está!, el sistema de valores dominante apuesta por unos derechos y reniega de
los otros.
Al separar lo mental de lo corporal llegamos a entendernos como centros aislados de conciencia y acción. Nuestras necesidades, nuestros cuerpos, el mundo que habitamos constituyen una realidad mundana que no es la nuestra, que nos es ajena, extraña y contra la cual hay que enfrentarse. Como el Adán pintado por Masaccio nos tapamos la cara para no ver el mundo que hemos creado por nuestro pecado: de ser un paraíso, la vida se ha convertido en una condena que hay que cumplir atravesando este valle de lágrimas.
Esto hay que cambiarlo. La propia interpretación de los derechos humanos y fundamentales
debe adaptarse a un mundo no dualista en el que mente y cuerpo vayan unidos. Y, como consecuencia, defendemos una concepción “integral” de los derechos, en los que se supere la dicotomía entre derechos individuales y los derechos sociales, económicos y culturales. Para ello, deberíamos comenzar reivindicando tres tipos de derechos:
a) -derechos a la integridad corporal (contra todo tipo de torturas; de restricciones
a nuestras potencialidades de expresión y creencia; de muertes violentas; de muertes
evitables…);
b) -derechos a la satisfacción de necesidades (derechos sociales, económicos…);
c) -derechos de reconocimiento (de género, étnicos, culturales, en definitiva, derechos de diferencia).
Todas estas propuestas, tienen, por consiguiente un objetivo último: ir contra la naturalización de los procesos a los que nos conduce el neo-liberalismo económico, político y cultural que nos domina. Y, a la vez, supone enfrentarse directamente a lo que más arriba denominábamos como fuerza compulsiva de los hechos en aras de una ontología de la potencia y del empoderamiento ciudadanos.
Es hora ya de inventarnos un nuevo derecho de habeas corpus que saque al cuerpo y a la
subjetividad, con todas sus necesidades, debilidades y fortalezas, de la “jaula de hierro” en los que la racionalidad dominante los ha encerrado.
II- Una filosofía impura de los derechos.-
Desde las paradojas de Zenón (en las que vemos al pobre de Aquiles intentando inútilmente
alcanzar a la lenta y sonriente tortuga) hasta el “patriotismo constitucional” (que nos obliga a aceptar la actual configuración de derechos sin poder discutir la división establecida entre los derechos individuales y los derechos sociales, económicos y culturales), en nuestra forma cultural de ver el mundo ha predominado el secuestro de la realidad.
Como hemos ido viendo una y otra vez, el contexto, las circunstancias a partir de las cuales
se crean y se reproducen los ideales, constituyen para la teoría dominante distorsiones comunicativas que hay que eliminar. Con ello, se pone entre paréntesis el objeto de nuestro conocimiento: los derechos humanos en sus contextos.
Incluso entregamos a una mano invisible (la del mercado auto-regulado), la solución de los
problemas con los que se enfrentan diariamente los militantes y defensores de los derechos. En definitiva, la filosofía y la cultura occidentales ha apostado desde sus inicios en Grecia por una reflexión sobre lo puro, lo incontaminado, lo único, y por un rechazo de todo lo que se consideraba impuro, contaminado, mezclado, plural.
La influencia del Uno incontaminado y separado de la realidad puede rastrearse desde muy
antiguo. Sin irnos muy lejos, la encontramos en la idea de Leibniz de un “relojero universal” que garantiza una “armonía” entre los átomos en que, según su filosofía, está constituida la realidad.
Asimismo, hallamos tal influencia de ese “uno” en la hipótesis del velo de ignorancia,
defendida por el filósofo de Harvard John Rawls a principios de los años setenta del siglo pasado en su libro Una Teoría de la Justicia. Según Rawls, a la hora de poner en práctica las instituciones debemos “olvidar” lo que éramos y lo que teníamos. Sólo debemos tener en mente lo que él denomina los “bienes básicos”; en otros términos, los derechos individuales y políticos.
Rawls defiende en su libro que la libertad es un valor separado y jerárquicamente superior a la igualdad. Toda política pública, por ejemplo, de impuestos progresivos que sirvan para financiar la implementación de los derechos sociales (políticas, pues, de igualdad), puede quedar bloqueada dado que, al ser progresiva, afectaría ineludiblemente a esa libertad abstracta de actuar libremente en el mercado. Es una libertad concebida como principio puro y neutral de autonomía personal que se coloca en el frontispicio de todo el edificio jurídico y político. Quedando todo lo demás, subordinado a esa defensa a ultranza de la iniciativa privada liberada de cualquier obstáculo institucional y social.
Contra estas abstracciones (que tienen, por supuesto, objetivos de justificación del orden de dominación existente), nosotros pretendemos construir una teoría que, abandonando las purezas e idealizaciones (de un único sistema de relaciones sociales y una única forma de entender los derechos), apueste por una concepción materialista de la realidad. Es decir, por una forma de concebir nuestro mundo como un mundo real, repleto de situaciones de desigualdad, de diferencias y disparidades, de impurezas y de mestizajes. En definitiva, lleno de contexto. Para nosotros, sólo lo impuro –lo contaminado de contexto— puede ser objeto de nuestros conocimientos.
Veamos, en primer lugar, adónde nos conducen los purismos intelectuales. Plantear una teoría pura de lo que sea, supone una contradictio in terminis, ya que no podemos teorizar sobre lo que no podemos conocer, sino meramente contemplar. Lo puro no tiene partes y sólo admite una narración indirecta. Lo puro es lo intrínsecamente simple, lo únicamente “él mismo”. Sólo admite la contemplación inmediata de la mística. Como decimos, a lo puro sólo puede llegarse por vía negativa, es decir, despojando al pretendido objeto de conocimiento de todas sus impurezas y negándole sucesivamente los atributos de una existencia en sí y por sí. Hacia lo puro sólo puede marcharse remontando desde lo impuro
(lo plural, lo relacionable, lo narrable) hacia lo que, en última instancia, no puede (ni quizá,
deba ser) descrito ni analizado.
Estamos ante el método dialéctico (parmenídeo-platónico) de aproximaciones sucesivas e “infinitas” hacia algo que nunca llegaremos a conocer. Desde esta metodología filosófica, Aquiles nunca alcanzará a la tortuga. Pero lo peor de todas estas tendencias hacia la “pureza” de los análisis teóricos y de los fenómenos sociales, es que, para una investigación
crítica y compleja de los derechos, el mismo método nos va a impedir en el futuro volver a tomar contacto con el contexto (con lo plural, lo relacionable, lo narrable). La tortuga se alejará sonriente, pues siempre habrá un obstáculo formal –una mitad de una mitad— que
impida a Aquiles dar el salto mortal hacia la realidad.
Los planteamientos que defienden la “pureza” de sus objetos de estudio –sean el arte, la
lógica o los derechos— parten, pues, de un repudio o un ocultamiento de tres factores absolutamente necesarios para entender los derechos humanos en toda la complejidad de su
naturaleza: la acción, la pluralidad y el tiempo.
Tal pretensión de pureza supondría, por tanto, una triple fobia; 1) fobia a la acción; 2) fobia
a la pluralidad; y 3) fobia al tiempo. Veámoslas una a una, para encontrar los caminos de salida.
1) La “fobia a la acción” supone la apariencia de movilidad. El único movimiento, la única
acción que permite lo que se considera puro y neutral es la que continuamente se va deteniendo en los grados intermedios. Va aplazando continuamente la llegada. Así, quedamos atrapados en un juego socrático de palabras y en una sofística de la peor especie. Sabemos desde el principio que, a pesar de la apariencia de movimiento, nunca llegaremos a la contemplación de la idea pura o a la realización terrenal del bien. La cuestión reside en que no nos movemos, sólo aplazamos indefinidamente el salto final hacia el conocimiento, puesto que lo que se niega es precisamente el espacio donde los términos de la discusión hallarían su contexto.
Al hurtar la categoría de espacio –de punto de apoyo para mover el mundo—, nos quedamos sin la posibilidad de actuar sobre la realidad. Sólo tenemos una apariencia de acción. Apariencia de movimiento.
2) La segunda fobia nos conduce a la apariencia de pluralidad. La diversidad de las
posiciones “puristas” se reduce al establecimiento de la dualidad como mecanismo básico de la comprensión del mundo: mente-cuerpo; sujeto-objeto; individual-colectivo, etcétera. Con ello, el purismo reniega de la pluralidad, estabilizando en dos la multiplicidad de conexiones de lo real.
Sin embargo, la dualidad es algo ajeno a la experiencia, dado que ésta es múltiple y diferenciada. El dualismo, supone una esquematización y una reducción de la realidad a dos polos. Y, lo que es más grave, promueve el predominio de un polo sobre el otro: lo mental está por encima de lo corporal, el sujeto es superior al objeto, lo individual es más apreciado que lo colectivo, etcétera. Se establece, por tanto, una lógica de orden que desplaza la importancia del conflicto y la complementariedad de las múltiples y diferenciadas opciones en cuestión.
En nuestro mundo no hay dualismos absolutos, al estilo de la verdad relativa “versus” la
verdad absoluta; la libertad “versus” la necesidad; la inspiración estética “versus” la racionalidad técnica; intuición “versus” ciencia; particularidad “versus” universalidad; teoría “versus” práctica; forma “versus” contenido…Todos estos falsos dilemas esquematizan nuestra forma de comprender y reaccionar frente a nuestros entornos de relaciones.
Nos colocan ante pretendidas oposiciones irresolubles, que no encuentran más salida que la imposición de una como la buena, la mejor o la universal y desplazando la otra a lo malo, lo peor y lo particular/irracional. En definitiva, la dualidad es disyunción, desgarramiento, elección entre polos ficticios y reductores de toda complejidad.
3) Por último, el purismo se sostiene en la apariencia de temporalidad. Lo puro se sitúa
en el origen de todo. Está excluido del devenir. Por un lado, idealiza un pasado (edad de oro) que estuvo y ya no está y nunca volverá a estar. Y, por otro, postula de un modo escatológico un futuro al que nunca se llegará. De un modo u otro, niega el presente y las posibilidades de transformación. El devenir purista no es más que la repetición mediante la cual lo mismo se convierte en lo mismo. No hay más futuro que la extensión de lo que domina en el presente. ¡TINA! (There Is No Alternative), proclamaban los neoliberales de los años setenta y ochenta. Los tiempos se han cumplido. Estamos ya en el “final de la historia”.
Rechazando el movimiento, se desprecia la conciencia del espacio y de la relación entre los
fenómenos. Desdibujando la pluralidad, despreciamos la diferencia. Abominando del tiempo, se abandona la historia. A lo puro sólo puede llegarse, pues, despojándonos
de todo lo impuro. Veamos, pues, en qué consiste la afirmación de la impureza de la
realidad, y, por consiguiente, de las teorías, sobre todo aplicables a los derechos humanos.
Sólo lo impuro es cognoscible, en tanto que se halla situado en un espacio, en un contexto,
en un determinado conjunto de situaciones. Asimismo, sólo lo impuro es describible, pues
puede ser dividido en partes y estudiado en su complejidad. Y, en último lugar, sólo lo impuro es relatable, es decir, puede ser objeto de nuestros diálogos, pues nos permite establecer vínculos entre los fenómenos y está sometido a la “historia”, al devenir, a las narraciones que nos vamos contando unos a otros en el constante proceso de humanización de nuestra propia humanidad. Lo impuro exige, por tanto, una vía positiva de acercamiento.
Lo único que podemos conocer es aquello que está situado, lo que tiene una posición en un espacio concreto. El conocimiento de lo impuro exige reconocer los vínculos que se dan entre los fenómenos que componen el objeto de nuestra investigación. Asimismo, tomar conciencia de la esencial pluralidad de todo objeto de conocimiento, o, lo que es lo mismo, su dis-posición a reconocer e integrar las diferencias. Lo impuro nos induce, pues, a reconocer los contenidos y las diferencias que hacen de un determinado objeto la meta
de nuestro infinito afán de conocer. Al ser narrable, lo impuro está inserto en la historia.
Por ello, necesitamos entender las razones de su movilidad, de sus transformaciones, de sus cambios. Conociendo lo real con todos sus matices, sus rugosidades y sus circunstancias a Aquiles le resultará muy fácil adelantar a la tortuga. El sentido común –es decir, el sentido de “lo común”— triunfa. Y el rápido Aquiles saltará fácil y grácilmente por encima del lento animal. La tortuga mira sorprendida la sombra del filósofo Zenón que se aleja confuso, pues el movimiento de lo real se ha interpuesto en sus pretensiones de considerar estáticamente al mundo en que vivimos.
Para nosotros lo humano es lo impuro. Y esto se constata acudiendo al “libro” al que de un
modo u otro se remiten las tres grandes religiones monoteístas: El Génesis. La expulsión del paraíso terrenal y la colocación en la puerta del mismo de un ángel con una espada flamígera que nos impedirá, hagamos lo que hagamos, volver a él, constituye una imagen
simbólica de gran alcance para comprender nuestras posteriores reacciones culturales. Al
“pecar” contra la orden divina, los primeros seres asumen la naturaleza impura de nuestra
condición humana, pero lo hacen con un fuerte sentimiento de culpa y frustración. De ese modo, Adán y Eva aprehenden su cuerpo (pero, desde la vergüenza), el espacio donde están (pero, sintiendo la pérdida irreparable del paraíso), la realidad de lo otro (la mujer como apéndice del hombre) y asumen el tiempo, su tiempo como castigo (la vejez, la inevitabilidad de la muerte). Vamos convirtiéndonos en seres humanos, pero con la nostalgia y el deseo irreprimibles de “ser como dioses”.
Una filosofía de lo impuro reivindicará, por el contrario, el pecado y la rebeldía como forma de percibir nuestros cuerpos (sin vergüenza), nuestros otros (sin imposiciones) y nuestro tiempo (sin escatologías trascendentes). Es decir, apostamos por un modo de percibir y actuar en el mundo que nos obliga a estar siempre atentos a lo que llamamos los “matices de la condición” que son el movimiento, la pluralidad y el tiempo como base de todo nuestro afán de conocimiento.
Consecuentemente una filosofía de lo impuro entenderá los derechos humanos desde la
realidad de lo corporal, como la respuesta normativa a un conjunto de necesidades y expectativas que pretendemos satisfacer.
Asimismo, es una filosofía que está siempre y en todo momento sometida a los avatares del
tiempo, visto como la posibilidad de cambio y transformación de lo real. Es una filosofía de la alteridad, o, lo que es lo mismo, de la diferencia y de la pluralidad. Y, para terminar, es una filosofía que toma en cuenta el espacio, el contexto físico y simbólico mundano al que hemos sido “arrojados” –quizá afortunadamente— sin compasión.
Resumiendo, una metodología impura de los derechos humanos nos pondría delante de las
siguientes categorías o instrumentos de trabajo: Veamos cómo se pone en práctica una
teoría impura de los derechos, acudiendo a los esfuerzos internacionales por consagrar los derechos de los niños21.
Acudamos, para tal fin, a una de las problemáticas más terribles con las que se encuentra gran parte de niños y niñas en el mundo empobrecido: la prostitución y abusos sexuales ¿cabría una interpretación y una práctica “puristas” en tal materia? Veamos la Resolución
de la Asamblea General de Naciones Unidas A/RES/54/263 del 25 de mayo de 2000, en la que se establece un Protocolo facultativo de la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989 22 relativo a la venta de niños, la prostitución infantil y la utilización de niños en la pornografía23.
22 (http://www.unicef.org/spanish/crc/crc.htm)
23 (http://www.unhchr.ch/spanish/html/menu2/dopchild_sp.htm)
ESPACIO Contextos sociales, económicos y culturales Posiciones ocupadas
en los procesos de
acceso a los bienes
Los derechos
humanos
comprendidos en
función de los
vínculos entre lo
jurídico, lo político,
lo económico, lo
social y lo cultural
PLURALIDAD Reconocimiento de
las “diferencias”
como recursos
públicos que deben
ser tenidos en cuenta
por las instituciones
públicas y privadas
Disposiciones
activas de los
agentes a enfrentarse
a las posiciones
desigualmente
ocupadas en los
procesos de acceso a
os bienes
Los derechos
humanos
comprendidos como
normas que nos
proporcionan medios
concretos para
actuar frente a la
desigualdad de
posiciones ocupadas
en los procesos de
acceso a los bienes
NARRACIONES Todo lo impuro es
susceptible de ser
narrado en tanto que
está sometido a la
historia que crean
los seres humanos
en sus distintas y
plurales formas de
reaccionar ante los
entornos de
relaciones en los que
viven
Todo lo impuro es
susceptible de ser
transformado, ya
que depende de
nuestra voluntad de
lucha por conseguir
cada vez mayores
cotas de dignidad
Los derechos
humanos
comprendidos como
productos culturales
occidentales que,
poco a poco e,
impulsados por las
luchas sociales,
pueden generalizarse
sin imposiciones
coloniales o
imperialistas.
III- Una metodología relacional.-
Colocar los derechos humanos en el espacio donde nos movemos (acción), en la pluralidad
(corporalidad) y en el tiempo (historia), exige una nueva metodología que abarque estos
conceptos en sus mutuas relaciones consigo mismos y con los procesos sociales donde están insertos.
Esto significa que nunca deberemos entender ni los derechos humanos, ni ningún otro
objeto de investigación de un modo aislado, sino siempre en relación con el resto de objetos y fenómenos que se dan en una determinada sociedad. Analizando las culturas de clase, Paul Willis afirma que todo fenómeno cultural “comprende experiencias, relaciones y conjuntos de tipos sistemáticos de relaciones que no sólo establecen un conjunto de ‘opciones’ y ‘decisiones’ concretas en momentos concretos, sino que también estructuran de manera real y experimental la forma en que se realizan y definen en primer lugar estas ‘opciones”.
Investigar y ejercer los derechos humanos desde las categorías de espacio/acción,
pluralidad, y tiempo exige una metodología holística y, sobre todo, relacional: cada derecho, cada interpretación y cada práctica social que tenga que ver con los derechos no hay que considerarla como el resultado casual o accidental del trabajo de individuos o grupos aislados, sino formando parte de un proceso amplio de relaciones sociales, políticas, teóricas y productivas.
Esto no quiere decirse que cada vez que analicemos un derecho, una interpretación del
mismo o una ación política dirigida a él, tengamos que conocer todas sus relaciones, tanto internas como externas. Esto conduciría a un efecto paralizador del análisis. Lo que se quiere decir es que debemos tener siempre presente que un proceso singular sólo puede ser entendido completamente en términos del conjunto social del cual forma parte. Una concepción aislada de un fenómeno sólo puede conducirnos a malentendidos y a una reducción de su complejidad.
Estas razones nos inducen, por poner un ejemplo actual, a rechazar todo tipo de reduccionismo economicista que sólo vea a los seres humanos como productos de la tendencia natural de los humanos a maximizar sus preferencias, sus utilidades y sus beneficios sin tomar en consideración los contextos en los que la actividad económica se realiza. Este reduccionismo supone dos cosas: 1- que la economía determina todas las cosas en una sociedad; y 2) que nada hay en la sociedad que pueda determinar la estructura económica..
¿Qué papel cumplirían los derechos humanos, como categorías normativas, ante una estructura económica que se presenta como si fuera una cosa que funciona por sí misma y que, por consiguiente, aparece como inmutable?
Nosotros pensamos que los fenómenos que se dan en una formación social determinada –
entre ellos, cómo no, los derechos humanos—, sólo pueden ser entendidos en el ámbito de la suma de los procesos sociales y económicos que predominan en un contexto espacio/temporal concreto. Pero, también partimos de que podemos construir propuestas normativas y realizar prácticas sociales que pueden usarse para transformar tales sistemas hegemónicos y proponer la búsqueda de alternativas reales y concretas si es que percibimos que los mismos conducen a injusticias y explotaciones del ser humano.
De ahí, nuestra reivindicación de una metodología relacional que tenga en cuenta la
complejidad de los derechos humanos situados en sus contextos.
En primer lugar, debemos tener presentes el conjunto de ideas (producciones culturales, científicas, artísticas, psicológica…) y de instituciones (gobierno, familia, sistema educativo, medios de comunicación, partidos políticos, movimientos sociales…). Y, en segundo lugar, la interacción continua entre las fuerzas productivas (trabajo humano, equipamientos, recursos, tecnologías…) y las relaciones sociales de producción (interconexiones entre grupos de seres humanos en el proceso de crear, producir
y distribuir productos: relaciones de clase, de género, de etnia, mercantiles…).
La interacción estrecha entre ideas, instituciones, fuerzas productivas y relaciones sociales
de producción nos es muy útil a la hora de superar los reduccionismos a que nos tiene acostumbrados la teoría tradicional de los derechos.
Esquemáticamente estaríamos ante lo siguiente: Analicemos algunos fenómenos actuales desde esta metodología relacional. En primer lugar, atendamos a fenómenos tales como el analfabetismo o la falta de acceso al agua potable que afectan a miles de millones de personas; a hechos brutales como el que muestra que 250 millones de niños son explotados laboralmente y en el que 30000 niños en el mundo mueren cada día por enfermedades evitables24. ¿Cómo abordar estas terribles “realidades” desde concepciones ideales o metafísicas. ¿Es que acaso no vivimos en un mundo donde hay suficientes recursos y capitales para evitar todo esto : redistribuyendo tales recursos y capitales con el
objetivo de facilitar un acceso igualitario a los bienes por parte de todas y de todos25.
24 (Informe sobre el Desarrollo Humano 2000, Fuente ONU. Asequible en http://www.undp.org/hdr2000/spanish/HDR2000.html)
25 Leamos el extenso informe sobre las virtualidades y deficiencias de los programas de naciones unidas para el desarrollo y la necesidad de su complementación con medidas democráticas en http://64.233.161.104/search?q=cache:KxAnkXM6yoYJ:www.rebelion.org/
noticia.php%3Fid%3D13566+%22pnud+2004%22+cr%C3%ADticas&hl=es
La pregunta es ¿cabe la indiferencia frente al contexto que vivimos a inicios del siglo XXI?