No hablamos de decadencia, pues ésta empezó hacia 1914 y se puede dar por terminada en los inicios del siglo XXI, sino de debacle, de desastre, de catástrofe y disolución. La decadencia tiene períodos brillantes y su declinar puede ser lento; los instantes de ilusorio poder o de frustrada recuperación emiten señales engañosas de que la vieja potencia sigue viva, de que el eclipse es ficticio; el mejor ejemplo de ello sería la Francia de los primeros años de la V República (1958-1968) o el Milagro alemán de los cincuenta. Sin embargo, en la debacle ya no hay resplandores del pasado: todo es sombra, mediocridad y malos auspicios, como la Roma del siglo V o el Bizancio de los Paleólogos.
Europa ya no es decadente porque no le queda espacio por el que caer. El momento actual es de postrimerías, de degradación y de un curioso tipo de barbarie que viene envuelto entre avances tecnológicos deshumanizadores y un sentimentalismo histérico, EUNUCOIDE, femenino, obsesionado por frivolidades pero increíblemente ciego ante los grandes problemas. Si algo ha hecho la crisis de Ucrania, es desvelar este período terminal.
¿Cuáles son las causas?
El régimen colonial americano. La conducta de los gobiernos europeos —en especial el comunitario de Bruselas y los “nacionales” de Berlín y París— evidencia hasta qué punto Europa es una dócil colonia yanqui, a un nivel, el del patio trasero, que sólo alcanzaron la Cuba de Batista y la Nicaragua de Somoza. Se ha sacrificado el sector esencial de la economía europea, la industria alemana, sin una sola voz de protesta ni entre los dirigentes germanos ni, por supuesto, entre los chupatintas de Bruselas. La voladura de los gaseoductos Nord Stream 1 y 2 demuestra que Alemania no es un Estado soberano sino un mero espacio mercantil e industrial. Lo que habría sido un casus belli para cualquier potencia medianamente digna, se volvió vergonzoso acto de sumisión y entrega incondicional ante un amo, del que todos sabemos que ha destruido esas estructuras esenciales para la provisión estratégica de energía en Europa, no sólo en Alemania. Además, el protector y aliado de Europa tuvo a bien regocijarse en medios institucionales, por boca de Victoria Nuland, de la destrucción de los gaseoductos, sin temor a ninguna demanda de explicaciones por su apoyo evidente a lo que es un acto de terrorismo.
Durante esta crisis, el control de Francia sobre el Sahel se ha disipado en cuestión de meses, en especial en Níger, junto con Rusia y Kazajstán uno de los principales proveedores de uranio a la industria nuclear francesa, que es el principal fabricante de electricidad en Europa. El amigo americano, por medio otra vez de la eurófoba Victoria Nuland, dejó a París —y a Europa— en la estacada y negoció por cuenta propia con el nuevo gobierno revolucionario de Niamey. Nada nuevo bajo el sol, ya hicieron lo mismo con franceses e ingleses en Suez (1956); en Indochina (1945 -1955) y Argelia (1956-1962), con Francia y en el Sáhara con España (1975-1976)
Peor aún, el eje franco-alemán ha demostrado su debilidad al ser incapaz de frenar la política belicista de un satélite americano, Gran Bretaña, que saboteó una salida negociada al conflicto del Donbass y manipuló a Polonia y los países bálticos, miembros de la Unión Europea, sin que Berlín y París fueran capaces de frenar a los ingleses. Para mayor escarnio, Francia y Alemania se supone que son los países dirigentes de la Unión Europea, mientras que Gran Bretaña se encuentra fuera de la Unión.
En realidad, los europeos no se pueden quejar de ninguna deslealtad americana. Cuando se acepta ser peón, se corre el riesgo de ser sacrificado en cualquier jugada. América defiende sus intereses y juega su partida.
Desindustrialización. Hace treinta años, la Unión Europea decidió transformar a la que fue la primera economía industrial del mundo, al continente pionero en la fabricación de objetos en masa, en una economía especulativa y mercantil, centrada en el sector de los servicios. Europa cada vez produce menos objetos reales y ya no es el taller del mundo. Se ha apostado por la alta tecnología, las energías limpias y el comercio. La crisis de Ucrania ha demostrado los peligros de semejante decisión: los países que han mantenido su industria, como Rusia, China o la pequeña Corea del Norte, pueden producir armamento de una manera continuada y masiva, mientras que las potencias desindustrializadas de Occidente, que han limitado su poder manufacturero, que producen armas muy sofisticadas y caras, no pueden casi hacer frente a las necesidades de abastecimiento de Ucrania en un conflicto bélico a gran escala, que no es la típica expedición colonial del castigo de la OTAN. La industria de armamento en Occidente es privada y obedece a intereses particulares, uno de ellos es la obtención de beneficios por sus accionistas: cuanto más caro se pueda vender el producto, mejor. Para ello debe haber una gran variedad de oferta en el mercado y una cantidad exorbitante de innovaciones tecnológicas que hagan el objeto vendible. En los países del eje eurasiático la industria de armamento está intervenida por el Estado e invierte sus recursos en productos prácticos, baratos y manejables, capaces de poder demostrar su eficacia en una guerra a gran escala. La decisión de lo que se produce viene del Estado, no se le impone por la iniciativa privada.
En Occidente la sanidad, la educación o la defensa son, ante todo, negocios privados de los que la administración estatal es cliente. Los productos de la industria militar presentan las mismas características de los que se ofertan en el mercado liberal: pueden ser de gran sofisticación, pero la necesidad a la que obedecen es dudosa. El fracaso del armamento OTAN en un escenario tan exigente como Ucrania, en una guerra de consumo masivo de recursos y de igualdad entre los dos bandos, cuando no de clara superioridad rusa, ha demostrado lo errónea que ha sido la decisión de debilitar el tejido industrial clásico en Europa.
La garantía básica para la existencia de un Estado es su capacidad para la defensa, para disuadir o derrotar a un posible enemigo. Europa no puede hacerlo porque carece de la estructura necesaria para ello, depende de manera absoluta de los productos del complejo armamentístico americano. Sin la autosuficiencia militar, que viene dada por la capacidad de producción de la industria propia, no es posible ejercer la soberanía.
El régimen oligárquico. Lo que se llama democracia en Occidente es un mero disfraz de la plutocracia. El sufragio universal está completamente adulterado por las campañas de marketing que se hacen para colocar a un candidato prediseñado en el gobierno. Esta publicidad es tan extremadamente cara que, sin el concurso económico de los financieros, es casi imposible que una opción política alcance el poder. Quien paga, manda. Y basta con ver la uniformidad de los gobernantes europeos para comprobar que un mismo tipo humano, el gerente, está siendo colocado en la cúspide de un poder estatal que es cada vez más insignificante. Una nación puede soportar un gobierno de mediocres e ineptos porque la dirección política guarda sólo una apariencia de poder, es sólo el brazo estatal de las grandes corporaciones.
El dinero gobierna sin límites, contrapesos ni control:es eso a lo que se llama los mercados, entidades caprichosas e inalcanzables, no humanas, que deciden el curso de la historia como antes lo hacían los dioses olímpicos. La reducción del poder estatal a un mero repartidor de subsidios y contratos, a un espacio de derechos, reduce la soberanía nacional a un mero fantasma, a un flatus vocis. Y sólo el Estado puede garantizar la sumisión al interés general de los intereses particulares. Es la muy olvidada teoría del bien común. El poder impersonal de las grandes corporaciones resulta incompatible, por su propia naturaleza, con toda soberanía popular. Y, además, es apátrida.
La inconsciencia europea. La existencia de la Unión Europea debería promover una conciencia nacional europea; sin embargo, esta institución se ha encargado de sofocar cualquier brote de nacionalismo en su seno. Para la burocracia de Bruselas, Europa no es una potencia geopolítica con sus propios designios estratégicos y su soberanía, sino un mercado, un club financiero, una lonja en la que todo se compra, se vende y se interviene. En todo lo demás, la Unión Europea es la rama mercantil de la OTAN, el brazo ejecutivo militar del colonialismo anglosajón. Bruselas tiene muy claro su papel ancilar frente a Estados Unidos y su carácter de ariete frente al bloque eurasiático que forman China y Rusia. La sumisión es de tal orden que, como hemos visto en los últimos meses, llega hasta el suicidio económico, y eso que el dinero se configuró como la razón esencial de la Unión Europea. A esto se le denomina, y con razón, vínculo (del latín vinculum: atadura, cadena, grillete) transatlántico.
La servil actitud de las que antaño fueran grandes potencias europeas es muy parecida a la de los rajás indios o de los régulos africanos frente a los funcionarios británicos. Esto sólo se produce por la total falta de conciencia nacional, de una idea de Europa, entre los propios europeos. Ahora mismo, en la situación actual, nuestro continente es un mero objeto de la historia: al anular su voluntad y subordinarse a otra potencia, se convierte en el instrumento de un designio ajeno. Todo esto hubiera sido impensable hace cincuenta años, cuando la conciencia nacional y el sentimiento comunitario y patriótico todavía se albergaban en muchos corazones.
La Unión Europea ha sabido sustituir el patriotismo por el nihilismo hedonista de la sociedad de consumo, ha desarrollado una serie de ideologías de sustitución (ecologismo, género, animalismo…) que han aniquilado las dos conciencias necesarias para el desarrollo de cualquier nacionalidad independiente: la de clase y la de identidad Hoy, el ciudadano europeo es más influyente como consumidor que como votante, no cabe mejor ejemplo del extremo de alienación al que se ha llegado.
Los años de la Guerra Fría han pasado y ya no necesitamos que nadie nos defienda del comunismo. Ni de nada. Europa todavía es lo suficientemente rica y desarrollada como para poder defenderse a sí misma sin el concurso de una gran potencia que, vistos sus “éxitos” en Vietnam, Afganistán, la China nacionalista o Corea, tampoco es muy eficaz a la hora de ejercer su poder militar. Hay más opciones que la sumisión incondicional a los Estados Unidos: desde la asociación con Rusia a los lazos con China, Brasil o la India, que ya son grandes potencias. Incluso — ¿por qué no?— llegar a una alianza con los Estados Unidos en pie de igualdad, como aliados y no como vasallos. Por supuesto, semejante política implica un cambio de mentalidad, el abandono del vacío moral en el que se embrutece a los pueblos de Europa y una voluntad política antiliberal, marcada por el retorno del poder estatal y la conversión del club financiero de Bruselas en una gran potencia con voluntad de decisión política.
Asombra ver que hoy, cuando Europa está más aparentemente unida que nunca, los europeos cuenten menos en el mundo que cuando estaban divididos en estados rivales. El tiempo nos urge a actuar revolucionariamente, porque toda una civilización se está desmoronando bajo el yugo colonial yanqui y el hedonismo nihilista, el peor opio del pueblo. Las opciones para sobrevivir a la catástrofe empiezan a ser tan limitadas como las de Roma en el año 400. Puede que a la vieja Europa no le queden ni dos generaciones de vida.