La deconstrucción como movimiento de transformación

La deconstrucción como movimiento de transformación (2012)
Ayala Aragón, Oscar Arnulfo

Autor: Profesor Titular, Universidad Autónoma Tomás Frías (Potosí, Bolivia).
Contacto: ayalaoscar@yahoo.es, ayalaoscarr@gmail.com

I. Introducción

La deconstrucción analítica como método implícito fue utilizado inicialmente por Martin Heidegger en su trabajo filosófico presentado principalmente en su libro Ser y Tiempo (De Waelhens, 1986), especialmente dentro de las contextualizaciones analíticas inherentes, y posteriormente se transformó en movimiento que abarcó e influyó en disciplinas tan diversas tales como la filosofía, literatura e incluso la arquitectura. Y dependiendo del tipo de abordaje que se asume, esta influencia se ha podido destacar como corriente misma denominada deconstructivista , como en el caso de las distintas artes, o como metodología analítica en el caso de la filosofía y de otras áreas científicas como la antropología, psicología y la sociología.

Esta corriente ha generado diversos enfoques de abordaje que van, por ejemplo, desde un modo de lectura en particular, hasta el establecimiento de corrientes estratégicas intelectuales y políticas como medio de cuestionamiento del orden político, social y económico establecido. Y aunque estas diversas maneras sean válidas de acuerdo al contexto y al propósito específico en el que se apliquen, su abordaje no deja de lado, tampoco, el carácter riguroso que enmarca el tratamiento y el estudio de cualesquier argumentación filosófica, como lo manifiesta Culler(1992:1): “Puesto que la práctica de la deconstrucción pretende ser tanto un argumento riguroso dentro de la filosofía como un cambio de las categorías filosóficas o de los intentos filosóficos de dominio”.

Aunque las bases para el establecimiento y el desarrollo de esta corriente de pensamiento, en especial en los ámbitos literario y filosófico, fueron impulsadas en gran medida por Jacques Derrida, otros autores también contribuyeron en el mismo sentido. Es el caso, por ejemplo, de la denominada Escuela de Yale, cuyos representantes más destacados son Harold Bloom, Geoffery Hartman y Paul de Man, quienes lograron establecer una perspectiva bastante amplia, más que nada en el área de las ciencias sociales y humanas. También lo hizo Jonathan Culler con su discusión sobre las bases teóricas de la deconstrucción, con una marcada relevancia en su desarrollo teórico.

Es en este sentido que el presente trabajo se propone analizar algunas ideas clave previas dentro de la dinámica de transformación tanto social como cultural, desde el movimiento articulador y generador propuesto por la deconstrucción y a partir de la crítica a la denominada “metafísica logocentrista“y sus categorías estructurales, como la misma concepción del logocentrismo, la causalidad y la temporalidad.

II. La deconstrucción y el logocentrismo

La deconstrucción como corriente ha establecido la base para establecer un movimiento que va más allá de un estructuralismo logocentrista y que asume la incuestionabilidad del significado del logos como base misma de cualquier representación, asumiéndola real en tanto y en cuanto la misma se transforma en realidad central construida a partir de su identificación y definición.
Consecuentemente, su establecimiento ha generado una transgresión de la institucionalidad del logos y, por ende, de todas aquellas formas institucionales derivadas del mismo, estableciendo paralelamente un mecanismo creativo que permite visibilizar lo invisible, percibir lo aparentemente oculto, poner de manifiesto el significado releyendo y retomando valores semánticos y semióticos escondidos de los significantes, para la “aparición” de un nuevo significado.
Que surgirá, en consecuencia, a partir de un cuidadoso análisis de los “márgenes” o de una “lectura entre líneas”, algún noema oculto, invisibilizado hasta ese momento, que emerge precisamente en el proceso como producto del mismo. Lo que, en definitiva, cuestionará la estructura predefinida y el significado absoluto e intencional con que hegemoniza el logos entronizado como la luz que alumbra y da claridad al horizonte, pero que también oculta toda la riqueza que existe en la oscuridad sobre la que se proyecta.
Si bien muchos detractores y críticos de la corriente han cuestionado que una de las consecuencias de una liberalización de las estructuras del contenido en su fondo y forma generaría un relativismo del “todo vale”, atribuyendo consecuentemente a este movimiento en tanto postmodernista fragilidad en su argumentación, la deconstrucción ha enfatizado su carácter analítico enmarcado en una profunda comprensión de su objeto de estudio.
De tal forma, un requisito previo de la deconstrucción (en el caso, por ejemplo, de una discusión teórica) es el conocimiento previo y a profundidad de autores de referencia a partir de un diálogo y debate razonado con los mismos, dentro del marco lógico-racional y la rigurosidad del enfoque y los paradigmas sobre los que fue concebido, pues “toda lectura deconstructiva requiere de una previa dilucidación pragmática del éxito de un sistema ideológico para mantener implícito una determinada concepción a priori”(Huaman, 2006:118).
A partir de ahí se podría lograr desarticular o desarmar la estructura que, en definitiva, está constituida por los sustentos o supuestos argumentos sobre los que se basa en tanto sistema en sí mismo. De esta forma y en este sentido, deconstruir como confrontación (en el caso del discurso textual), en palabras de Culler (1992:2) equivaldría a:

“[…] mostrar como anula la filosofía que expresa, o las oposiciones jerárquicas sobre las que se basa, y esto identificando en el texto las operaciones retóricas que dan lugar a la supuesta base de argumentación, el concepto clave o premisa”.
Es este mecanismo transgresor el que otorga precisamente a la deconstrucción su carácter revolucionario, al desplazar y reinventar las estructuras institucionales y los modelos sociales establecidos (Huaman, 2006) hasta lograr su revolucionaria transformación, luchando en consecuencia contra las hegemonías y las distintas formas de poder establecidas en la esencia de las mismas, pues como el mismo Derrida afirma:
“No se trata [solamente] de levantarse contra las instituciones sino de transformarlas mediante luchas contra las hegemonías, las prevalencias o prepotencias en cada lugar donde éstas se instalan y se recrean”(Derrida, 1997:9).
La confrontación como razón y sentido de cuestionar al absoluto desde su fondo y esencia y desmitificar lo trascendental que encierra su culto ritual de un significado unificador, único e irreductible, es una necesidad en sí misma para la deconstrucción como método y como movimiento de revalorización de lo subjetivo y lo lúdico, considerándolos como agentes relevantes y fundamentales en el proceso de la construcción del significante y el consecuente desbaratamiento de las estructuras jerárquicas conceptuales que sustentan la intencionalidad exclusiva e irreductible de lo que se afirma como verdad incuestionable del logos. Consiguientemente, y producto de esta confrontación, la deconstrucción en palabras de Derrida (1981:15):
“[…] opera a través de la genealogía estructurada de sus conceptos dentro del estilo más escrupuloso e inmanente, para al mismo tiempo determinar, desde una cierta perspectiva externa algo que no puede nombrar o describir, lo que esta historia puede haber ocultado o excluido, constituyéndose como historia a través de esta represión en la que encuentra un reto”.
De manera que la huella abierta pueda inseminar y diseminar más allá de la metafísica de la presencia, con las ausencias y los silencios contenidos en el signo y en el tiempo y el espacio que lo determinan.
De esta manera se abren muchos frentes de combate, como por ejemplo, con la ideología del texto que, en definitiva, representa la dominación de una lengua y consiguientemente la dominación cultural y social, lo que, al final, implicaría romper los aparentes vínculos sólidos que creemos que nos ligan con lo real. En este sentido, Derrida busca, precisamente, una confrontación deconstructiva con una de las superestructuras dominantes en la dinámica de creación social: la cultura como institución, que de una manera irreversible y voraz se apropia de todo lo que la excede, llegando a afirmar, consecuentemente, que no existe nada más opuesto a la cultura que la deconstrucción (Derrida, 1997).
Y aunque, obviamente, esto resulte contradictorio, pues precisamente el aporte creativo del trabajo derridiano en su vasta producción ha sido también apropiado e irremediablemente alimentado en, hacia y desde la cultura occidental, convirtiéndose por tanto en el “exceso” denunciado. Este hecho fue observado por él mismo, llegando incluso a asumirlo como parte fundamental en el proceso deconstructivo revolucionario y transformador de las estructuras programáticas, pues: “si no estuviéramos enfrentados a esta doble tarea que compromete gestos contradictorios, no habría responsabilidad ni decisión, sino [simplemente] máquina programática”(Derrida, 1997:8).
Además, esta tarea marca una labor de oposición que busca, a partir de la confrontación, el resquebrajamiento del sistema que deconstruye, en una práctica de inversión jerárquica de la hegemonía de los significantes, de forma que se produzca al final la acción, escritura o expresión de los silencios que en definitiva constituyen también significados.
Acción que reivindica, entre otras cosas, por ejemplo en el caso del discurso, el rol de las fuerzas no discursivas, cuyo resultado final Derrida denomina el “corrimiento general del sistema”(Derrida, 1972:392). Lográndose, consiguientemente, la traslocación del valor dado o la posición de poder que ocupan los elementos dentro de su estructura axiológica, lógica o de cualquier otra índole y, consiguientemente, su inversión. Por lo que la deconstrucción de la oposición llegaría a ser, ante todo, en un momento dado, la inversión de esta jerarquía (Derrida, 1981).
Aunque esta revolución, en términos de transformación, no implica necesariamente la destrucción (que de ninguna manera debe confundirse con el término deconstrucción), el proceso inherente a la deconstrucción revolucionaria implica más bien la aparición de nuevas y novedosas formas, mecanismos, configuraciones y estructuras mismas analizando, revisando y reinterpretando el fondo, a diferencia de una destrucción que implicaría la eliminación o aniquilación tanto de la forma como del fondo.
La deconstrucción, al desplazar y visibilizar, expresa; al negar y contradecir, afirma, de manera dinámica y permanente, llegando a tomar partido en la medida en la que va construyendo en el proceso. De esta forma, la deconstrucción reafirma la construcción en constante cambio y movimiento (Huaman, 2006) en un proceso liberador, que es tal en la medida en que visibiliza, descubre y genera creativamente huellas de significación viva, que en el caso de la escritura y del texto se ha venido a denominar como “escritura viviente”(Derrida, 1998).
Transformar desplazando la presencia a partir de una trasgresión constructiva, bajo la evidencia de que la ausencia del texto marca lo mismo que su presencia, dado que la escritura no sólo incluye presencias sino las ausencias de lo que se excluye.
III. Deconstrucción y causalidad
La deconstrucción mantiene el concepto de causalidad pero invirtiendo la cronología de causa y efecto, todo ello dentro de las leyes lógicas, epistemológicas, axiológicas y otras sobre las que se construye la explicación del fenómeno. Esta inversión también denominada metonimia o metalepsis deconstructiva es, en esencia, la inversión de la cronología de una lógica causal fenomenológica a partir de la reafirmación del mismo concepto que lo sustenta.
Subvirtiendo la jerarquía de poder que tiene la causa sobre el efecto, en tanto aquélla es origen y por tanto condición sine qua non para que se produzca éste. Cuestionando de esta manera, en el mismo sentido asumido por la posición crítica del “mito de lo dado” asumida por Wilfred Sellars, a las jerarquías aceptadas como realidad fenomenológica (Caillincos et al., 1995).
Esta subversión no anula la base de la argumentación sino que la ratifica a partir del análisis deconstructivo, llegando más bien, con los mismos argumentos, a demostrar el valor relativo de la causa en tanto puede llegar, en muchos casos, a ser más bien el efecto de otro considerado como tal, y que llega a ser más bien causa para que se perciba el primero.
Este proceso como bien lo aclara Jonathan Culler se produce en la simultaneidad del movimiento de causalidad, utilizando las premisas como conclusiones y viceversa, en función del orden cronológico de la experiencia (Culler, 1992)3. Es el caso, por ejemplo, de la experiencia del dolor producida por el pinchazo de un alfiler .
La secuencia aceptada tradicionalmente es: causa: alfiler, y efecto: dolor; pero se niega el hecho de que primero se experimenta el dolor y posteriormente se descubre que el que lo produjo fue el alfiler; por tanto, la causa de la experiencia del dolor es la que produce el efecto del descubrimiento del alfiler. De esta forma se desbarata, por tanto, la jerarquía de poder del origen o lo originario, sin dejar de lado el concepto central de causalidad y, más bien, reafirmándolo y justificándolo en el proceso metonímico.
Consecuentemente, el proceso deconstructivo de la causalidad como manifestación fenomenológica a partir de las lecturas anteriores presentaría momentos claves, aunque no necesariamente secuenciales en un orden cronológicamente establecido, sino más bien guardando la característica de simultaneidad presentada en el análisis y la lectura deconstructiva realizada por Culler (1992). Estos momentos claves serían los siguientes: – Metonimia o metalepsis del concepto en sus elementos de causalidad, que consiste en una previa revisión de fondo de los elementos con la correspondiente inversión de los mismos, una vez demostrada su argumentación. – Afirmación y ratificación de la argumentación del concepto que describe o explica el fenómeno, que es una consecuencia directa del momento anterior pues al demostrar la argumentación en la inversión de los elementos reafirma el concepto central del mismo. – Pérdida del privilegio metafísico de origen en tanto queda demostrada la validez de la metonimia o metalepsis del concepto, desbaratada por tanto en el privilegio o jerarquía de alguno de sus elementos, pues al haberse invertido el sentido de la relación causa efecto se invierte también la relación de dominancia de uno de los elementos conceptuales sobre el otro.
Siguiendo esta argumentación, Derrida, en gran parte de su obra, ha trabajado deconstruyendo en nuevas lecturas e interpretaciones algunos de los textos más relevantes de los filósofos y personajes más representativos en la historia. Es el caso, por ejemplo, de su obra La diseminación, en la que deconstruye el pensamiento de Platón; en: De la gramatología, en la que trabaja sobre el pensamiento de Rousseau y Saussure; en: Marges,Glas, donde aborda a Hegel y Heidegger; La carta postal y La escritura y la différence, basada en la obra de Freud; Espolones, donde trabaja con el pensamiento de Nietzsche, y otras obras más que produjo de manera prolífica a lo largo de su vida (Culler, 1992).
IV. Deconstrucción, presencia y temporalidad
La deconstrucción, en sus planteamientos centrales, ha sido y es un cuestionamiento permanente de la “metafísica de la presencia”, que ha monopolizado el discurso filosófico determinando en cada uno de sus planteamientos subsecuentes la presencia como fundamento o requisito de la esencia.
Este cuestionamiento obedece, además (como se planteó anteriormente) al cuestionamiento del origen puro e inequívoco de la presencia “ubicua” que ha consolidado su dominio central, en tanto origen, relegando lo demás a una categoría accidental, complementaria o derivada del logos central que, además, constituye una exigencia fundamental de la metafísica logocentrista. De esta manera, Derrida en su obra Limited Inc., manifiesta que prácticamente toda la filosofía occidental desde Platón a Husserl ha procedido bajo esta exigencia profunda y poderosa denominada metafísica de la presencia (Culler, 1992).
Y esta exigencia es la que determina, precisamente, lo fundamental dado y lo incuestionable del origen centro o base principio establecido en la presencia del logos, asumiendo por tanto la prioridad y superioridad sobre lo demás que resultaría accesorio y, por tanto, prescindible. Esta manifestación de poder establecida por la presencia como metafísica logocéntrica constituye una relación en la cual todo lo que no reafirme o desborde el logos, resultado de su inferioridad, sería subordinado a una ausencia – caída o en definitiva hacia su negación. Culler ejemplifica muy adecuadamente esta relación:
“Cada uno de estos conceptos, todos los cuales implican una noción de presencia, ha figurado entre los intentos filosóficos de describir lo que es fundamental y se ha tratado como centro, fuerza, base o principio. En oposiciones tales como significado / forma, alma / cuerpo, intuición / expresión, literal / metafórico, naturaleza / cultura, inteligible / perceptible, positivo / negativo, trascendente / empírico, serio / no serio, el término superior pertenece al logos y supone una presencia superior; el término inferior señala la caída. El logocentrismo asume así la prioridad del primer término y concibe el segundo en relación a éste, como complicación, negación, manifestación o desbordamiento del primero”(Culler, 1992:8).
Esta relación de poder ha dado como resultado consideraciones que cotidianamente se manejan como implícitas y que van alimentando y retroalimentado constantemente la posición de superioridad del logos y la reafirmación de la estructura construida a partir de su origen generador. Algunas de estas consideraciones son las siguientes (Culler, 1992): – La valorización inmanente de la presencia y por tanto la manifestación de su autoridad. – La sensación como fuente última de inmediatez y, por tanto, de presencia. – La presencia de verdades últimas. – La divinidad detrás pero inherente a la presencia. – La presencia efectiva de un origen o centro en proceso de desarrollo histórico. – La presencia como intuición espontánea. – El dominio de la lógica de la presencia dentro del pensamiento y su manifestación (nociones establecidas en el proceso de pensamiento como hacer claro, captar, demostrar, revelar y otras son evidencias de la posición decisiva que ocupa la misma en la construcción e interpretación de la realidad) – La superioridad de la voz o el habla (parole) sobre el sistema lingüístico de la escritura (langue).
Por tanto, la presencia con su ubicuidad ha llegado a establecer un dominio y poder sobre el pensamiento que no ha dejado margen para otras formas de exploración y manifestación. Y una de estas manifestaciones de poder logocéntrico, como se ha mostrado anteriormente, ha sido precisamente el reconocimiento de la superioridad de la voz, en tanto fonocentrismo, sobre la escritura.
Esta cuestión ha sido ampliamente discutida y expuesta por Derrida en muchos trabajos donde demuestra la grave contradicción de la filosofía, puesta de manifiesto por la mayoría de sus representantes, al desvalorizar a la escritura como medio fidedigno de expresión del pensamiento, que, por su insuficiencia, estaría muchísimo más limitada en su expresión que la comunicación fonocéntrica, no obstante ser la escritura, precisamente, la que permitiría trascender la temporalidad de una época histórica al lograr transmitir las ideas en el tiempo.
Todo ello le ha permitido afirmar que: “se podría demostrar que la filosofía ha sido una metafísica de la presencia, tomando al fonocentrismo como privilegio de la voz”(Derrida, 1998:7), además de la reafirmación del ser como presencia, pues: “el logocentrismo sería, por lo tanto, solidario de la determinación del ser del ente como presencia”(Derrida, 1998:23).
La presencia, al constituirse en omnipresente, determina en su manifestación la necesaria precisión del momento presente, en tanto necesidad de particularizarse temporalmente en un instante y momento concreto y definido; no obstante, en este intento, se difumina debido a que el tiempo presente como presencia no puede definirse estáticamente como algo dado en un momento concreto, como se argumenta ontológicamente, por ejemplo, en corrientes filosóficas eternalistas. El tiempo presente, en su moción, sólo se manifiesta en movimientos que fluyen como un producto en una relación constante entre pasado y futuro (Derrida, 1972). Por tanto, la moción del presente no podría darse en una presencia concreta y específica, por la imposibilidad de su concreción en un tiempo dinámico y en continuo movimiento. En este sentido, existiría más bien un tiempo habitado por el “no presente”(Culler, 1992), o como lo manifiesta Zenón (490 aC-430 aC) en sus paradojas al intentar demostrar la imposibilidad del movimiento, pero que al final resultaron más bien en paralogismos, revelando más bien los problemas y dificultades a la hora de sentar la base de demostración de la presencia como entidad inmutable e invariable.
Derrida, adicionalmente, plantea un elemento que permite caracterizar de mejor manera al momento presente: la diferencia , manifestando que es ésta y complementariamente la compartimentación la que proporciona una base identificable a la presencia, llegando a afirmar que: “Se debe pensar en el presente a partir del tiempo como diferencia, diferenciador y aplazamiento”(Derrida, 1998:237).
Sin embargo, esta presencia tiene sentido solamente si se la considera como ausencia generalizada, como el espacio o la ausencia de la no presencia, pero que hace referencia a la huella o al sistema de huellas, para ser más precisos, que en su ausencia le da el carácter diferente y por tanto definible de presencia en su manifestación o moción expresada.
De manera que la temporalidad de la manifestación se dé, precisamente, por esta complementariedad y compartimentación entre la ausencia y la posterior presencia expresada, siempre en simultáneas y permanentes manifestaciones de diferencias y huellas de huellas (Derrida, 1981).
V. Conclusiones
La deconstrucción constituye un movimiento dinámico de transformación y liberalización de la hegemonía del logos y del dominio de la denominada “metafísica de la presencia”, que en tanto mecanismo de poder, subordina en su imposición a las estructuras del pensamiento logocentrista (que actualmente transversaliza a todas las manifestaciones culturales) hasta moldear y articular, incluso, a todo el sistema cultural que, a su vez, constituye la matriz sobre la que se estructura el tejido social. En este proceso, busca visibilizar lo invisible desplazado o anulado por la presencia, en tanto manifestación del logos.
La visibilización de lo oculto implica la reversión de las jerarquías impuestas por las categorías dominantes del logos, de tal manera que la ausencia no expresada se materializa en nuevos contenidos redescubiertos sobre las huellas de las estructuras establecidas, demostrándose que, al final, toda manifestación no es más que trazos sobre huellas de huellas y reinterpretaciones instituidas sobre la base de lo que Derrida denomina como la “diferencia”, que no sólo se manifiesta en un movimiento temporal y espacial sino que particulariza el significado dándole un contenido específico, en tanto diferente, en cualesquiera de los estados anteriores o posteriores sobre los que fue concebido.
Así, el concepto de la temporalidad del presente adquiere sentido en tanto se acepta la cualidad “diferente” en su expresión. La deconstrucción puede asumirse, además, como un movimiento revolucionario, que cuestiona la presencia de verdades últimas y definitivas determinadas por la superestructura del poder del logos y la superioridad de sus categorías metafísicas.
Para ello, utiliza la rigurosidad dentro del mismo tejido lógico sobre el que está constituida la estructura, para una vez argumentada y justificada demostrar con las mismas herramientas, procedimientos y construcciones lógicas, la imposibilidad del absoluto de su afirmación y, por ende, su incuestionabilidad como referente de la realidad.
En este sentido es que se relativiza su valor, surgiendo además otros referentes basados en las ausencias y en las huellas sobre las que surgieron (la mayor parte de las veces silenciadas intencionalmente por el poder del logos) que, bajo el principio de complementariedad y compartimentación, expresan otros sentidos y formas de ver y conocer la realidad. Desde este punto de vista, la deconstrucción se plantearía como un elemento liberador del ser humano, combatiendo la creencia cultural que afirma que el orden de nuestras representaciones no se puede cuestionar.
Las posibilidades que plantea la deconstrucción como un movimiento de transformación abarcan un escenario que enriquece el abanico potencial de desarrollo del ser humano desde perspectivas mucho más comprometidas con su liberación de estructuras de poder establecidas. Por tanto, el reafirmar su praxis en los distintos ámbitos de actividad humana, en tanto corriente de pensamiento, posibilitará la consolidación en una reinvención continua e innovadora y la consiguiente transformación o desplazamiento (para usar una terminología más derridiana) de las superestructuras institucionalizadas del logos, en sus distintas manifestaciones y formas tradicionales de organización social, cultural o política.
Notas
1 La influencia de la deconstrucción como corriente influyó en el estilo, el diseño y la expresión artística, como se ha evidenciado en distintas exposiciones artísticas y arquitectónicas en las décadas de 1980 y 1990 desarrolladas por Maya Lin y Rachel Whiteread o la famosa exposición desarrollada en 1988 en el Museo de Arte Moderno de New York titulada “Deconstructivist architecture”, donde expusieron los arquitectos: Peter Eisenman, Frank Gehry, Zaha Hadid, Coop Himmelb(l)au, Daniel Libeskind y Bernard Tschumi, entre otros (Navarro, 1988).
2 Frase atribuida al filósofo Alemán Ludwig Klages durante la década de 1920, utilizada para referir como centro del discurso o de cualquier texto al logos, obviamente dentro de la cultura occidental (Ferrater Mora, 1984).
3 Culler hace notar que la diferencia de la causalidad planteada en los términos escépticos de Hume radica, precisamente, en el carácter de simultaneidad que le da la deconstrucción al concepto ,que va más allá de la simple relación de contigüidad y sucesión cronológica asumida dentro de una secuencia de causa y efecto (Culler, 1992).
4 El ejemplo utilizado fue expuesto originalmente en las obras completas de Derrida (Werke en alemán), Vol 3. pág. 804, mencionada por Culler (1992) a propósito de entender la deconstrucción de la causalidad, realizando para ello una deconstrucción nietzscheana de la causalidad. Este análisis a la letra dice: “La causalidad es un principio básico de nuestro universo. No podríamos vivir o pensar tal como lo hacemos sin aceptar de antemano que un hecho es causa de otro, que las causas producen efectos. El principio de causalidad afirma la prioridad lógica o temporal de la causa frente al efecto. Pero, argumenta Nietzsche en los fragmentos de La voluntad de poder, este concepto de estructura causal no es algo dado como tal, sino más bien el producto de una exacta operación tipológica o retórica, una chronologische Undrehung o inversión cronológica. Supongamos que alguien siente dolor. Esto es motivo de búsqueda de una causa y al descubrir, quizá, un alfiler, establecemos una relación e invertimos el orden perceptivo o fenoménico, dolor… alfiler, para crear una secuencia causal, alfiler… dolor. El fragmento del mundo exterior del que nos hacemos conscientes sucede tras el efecto que se nos ha producido y se proyecta a posteriori como su “causa”. En el fenomenalismo del “mundo interior” invertimos la cronología de causa y efecto. El hecho básico de la “experiencia interior” es que la causa se imagina después de que ha ocurrido el efecto”(Culler, 1992: 2-3).
5 Zenón, citado por Herrero (2008), plantea varias paradojas intentando demostrar la imposibilidad del movimiento, como la paradoja de la flecha o del corredor, explicando que éste no podrá recorrer una distancia concreta en toda su vida, ya que ésta se descompone en infinitos intervalos sucesivos de longitud, cada uno de los cuales ha de ser recorrido antes de recorrer el siguiente… y sin que nunca se llegue a recorrer el último, pues no lo hay, ya que la sucesión de intervalos es infinita.
6 Derrida utiliza este término frecuentemente en su obra, llegando a constituir una base fundamental en muchos de sus planteamientos. Este término proviene del verbo “diferir” entendido en sus dos acepciones: Aplazar y ser distinto de… (Derrida, 1989).
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