A la hora de formarnos una opinión sobre un fenómeno nuevo tendemos a interpretarlo en función de otro anterior que nos dejó un vivo recuerdo. Por ello es muy grande la tentación de pensar que el movimiento antiglobalización va a producir en la cultura de izquierda una ruptura similar a la que supuso la generación de 1968. El primer motivo para suponerlo es que ahora existe una distancia tan grande como la de entonces entre el discurso dominante y la realidad social que perciben los jóvenes. Alguien que tenga entre 18 y 22 años tiene grandes posibilidades de llevar oyendo toda su vida que el mercado y la globalización van a traer la modernización y la prosperidad a todas las sociedades, o cuando más, en la versión de la izquierda, que si bien la globalización abre tremendos retos y problemas, también ofrece grandes oportunidades. Pero desde 1995 estas oportunidades se han ido revelando cada vez más como inciertas o efímeras, y tras la crisis de la economía norteamericana y sus graves consecuencias globales ese discurso puede sonar muy falso.
La izquierda, incluso para cambiar el curso actual de la globalización, necesita ser creíble como alternativa o como realidad de gobierno, y eso es incompatible con una oposición frontal a las actuales reglas de juego de la economía mundial. Además, dentro de quienes se oponen al sistema se encuentran a su aire grupos violentos que se han enfrentado con la izquierda —y en España han asesinado a algunos de sus militantes y dirigentes—. y corrientes de pensamiento reaccionarias, aunque en algunos casos con un discurso radical, que para la izquierda representan el pasado y no un futuro de progreso.
El desencuentro, según este razonamiento, es inevitable. Sin embargo, si la evolución de la economía mundial no ofrece señales de mejora, cabe sospechar que la fuerza del movimiento antiglobalización sea cada vez mayor, y que se convierta en punto de referencia para todos los descontentos sobre el actual estado de cosas. La violencia de los choques en Gotemburgo y la muerte del manifestante de Génova significan que los medios van a dar seguimiento sin falta a futuras movilizaciones, y por tanto el peso simbólico del movimiento va a ser cada vez mayor.
De los actuales gobiernos de izquierda sólo el francés ha intentado de momento asumir parte de la racionalidad de la protesta, con la propuesta de Jospin de introducir el impuesto Tobin sobre los movimientos de capital. La lamentable respuesta inicial de Blair a los hechos de Génova —en la línea de la tolerancia cero—, en cambio, no sólo revela que hablaba sin estar informado sobre la escandalosa brutalidad policial, sino un reflejo de ley y orden que puede afectar a otros gobernantes socialdemócratas, incapaces de aceptar no sólo la violencia sino lo que ven como una descalificación irracional de sus muy sensatas propuestas para reformar la situación actual.
Esta incomunicación se apoya en una diferente percepción de la realidad. Los manifestantes contra la globalización parten de que las actuales reglas de juego son intolerables, mientras que la izquierda, aceptando que no le son favorables, considera que es imposible cambiarlas de forma radical e inmediata. La izquierda actual tiene mucha más información y es mucho más realista que los jóvenes manifestantes, por no mencionar a algunos de sus compañeros de viaje más añosos. Pero, paradójicamente, eso no significa que la izquierda tenga toda la razón. Si la situación económica se sigue deteriorando, y el malestar social sigue creciendo, podría suceder que la propia fuerza de las protestas abriera posibilidades de reforma que hoy no se vislumbran.
Dentro del movimiento hay quienes, en un exceso de ambición, quieren acabar con el orden existente, y quienes, más modestamente, querrían otra globalización. Los primeros cuentan con mayor energía e impacto en los medios, pero eso no significa necesariamente que vayan a imponer sus improbables objetivos. En cambio, es posible que su capacidad para impactar en la opinión pública favorezca a las propuestas reformistas. Por ello no sería raro que dentro de un par de décadas el movimiento fuera recordado por haber introducido una fuerte ruptura en la cultura de la izquierda, y también por ser el punto de arranque de una nueva generación de socialdemócratas.
Se habla mucho ahora de la confusión e incoherencia de! movimiento contra la globalización, y casi nadie recuerda la ausencia de objetivos globales y el enorme componente de revuelta espontánea contra un orden ajeno que caracterizaron a los movimientos de los años sesenta, de Berkeley a México, DF, pasando por París. Aquella generación que buscaba la playa debajo del pavimento descubrió después que bajo las calles están los drenajes, los conductos del gas y el agua, los cables de la electricidad y el teléfono. Y aprendió a gestionarlos y a mejorarlos, al menos en algunos lugares.