La «Ley Bases» en Argentina: bases para la destrucción de lo común. Lautaro Rivera. Junio de 2024

Una mirada superficial podría suponer que el objetivo del gobierno liberal-extremista de Javier Milei es la destrucción del Estado, como el mismo presidente argentino aseguró en la reciente entrevista sostenida con The Free Pess, un medio norteamericano. Allí declaró, utilizando paradójicamente una antigua metáfora marxiana: “amo ser el topo dentro del Estado. Soy el que destruye al Estado desde adentro […] es como estar infiltrado dentro de las filas enemigas. Yo odio tanto al Estado que estoy dispuesto a soportar estas calumnias tanto sobre mi persona como sobre mis seres más queridos…”.

Sin embargo, ni Milei ni ninguno de los abanderados de los anteriores ciclos neoliberales que asolaron a la Argentina (el gobierno de Mauricio Macri en 2015-2019, el de Carlos Saúl Menem en la década del 90, y la última dictadura cívico-militar en los años 70 y 80) buscaron destruir el Estado, sino refuncionalizarlo a partir de sus propias agendas e intereses. Este caso repite en cierta medida la vieja receta neoliberal, más allá del credo entre minarquista y anarco-capitalista que profesa el titular del ejecutivo.

Pero hay más, mucho más en los 664 artículos originales de la denominada «Ley Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos», así como en los 232 de la versión actual, surgida de la poda impuesta por la derrota del proyecto primigenio en la Cámara de Diputados en febrero de este año. El voluminoso paquete de normas recuerda al tristemente célebre «mamotreto», el plan económico que presentara al flamante dictador Augusto Pinochet un selecto grupo de economistas neoliberales de la Universidad Católica de Chile, formados por sus mentores estadounidenses de la Escuela de Chicago. O acaso recuerda, por la cercanía geográfica y temporal, pero también por la audacia y la pretendida urgencia, a la llamada Ley de Urgente Consideración (LUC) propuesta por el gobierno de Luis Lacalle Pou en el vecino Uruguay, que tras una ardua resistencia finalmente fue ratificada por escaso margen en el referéndum del 27 de marzo del 2022.

Ante todo, la «Ley Bases» es una pobre parodia de las «Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina», el clásico libro publicado en 1852 por el máximo exponente del liberalismo argentino, el abogado, diplomático, economista y escritor Juan Bautista Alberdi, que sentó las bases del ordenamiento territorial, jurídico y político de la Argentina a mediados del siglo XIX. Un liberal ilustrado, acaso el último que en la Argentina no despreció de plano todos los componentes históricos, culturales y etno-raciales de su propio país y de su propia región. Sin embargo, no todo es farsa en aquella ley de nombre pomposo. Milei, como Alberdi, tiene objetivos de alguna manera fundacionales. Tanto la Ley Bases, como el Decreto de Necesidad y Urgencia 70/2023, su norma gemela, buscan retrogradar al país (en eso consiste la “retro-utopía libertaria) a un tiempo mítico y antediluviano, antes de que la sociedad argentina “coquetease con el socialismo”, como Milei afirmó en innumerables ocasiones.

Pero para descifrar correctamente la jerga libertaria, por “socialismo” debemos entender cualquier forma de lo común, y por “estatismo” cualquiera de sus expresiones organizadas: el propio aparato estatal y gubernamental, claro, pero también los sindicatos, los movimientos sociales, la economía popular, los pueblos indígenas, las organizaciones de derechos humanos, el movimiento feminista y de mujeres, las organizaciones vecinales, las iglesias de base y un largo etcétera.

Al fin y al cabo, como el propio Karl Marx supo afirmar en La ideología alemana, el Estado no deja de ser una de las formas, aunque ilusorias, de lo común. Por eso, el objetivo de los autodenominados «libertarios», mucho más profundo y estratégico que la mera e imposible destrucción del Estado, es operar una profunda reingeniería en una de la sociedades más comunitarias, integradas y de alguna manera también más estatistas de América Latina y el Caribe, modelada de manera persistente por uno de los más avanzados experimentos que dio el Estado de bienestar periférico: la comunidad (corporativamente) organizada por el peronismo en las décadas del 40 y el 50, pero sostenida, en sus trazos generales, hasta la dictadura de 1976, e incluso más allá.

Sólo desde esta óptica puede entenderse el objetivo maximalista de la ley de privatizar varias empresas públicas, como la aerolínea de bandera o el sistema de medios públicos, así como el de vender o concesionar legalmente otras tantas como la empresa de aguas, el correo oficial, los ferrocarriles o los corredores viales. Lo mismo sucede con el objetivo, postergado por la resistencia social al gobierno de Mauricio Macri, de consumar la ansiada “triple reforma”, que el capital viene promoviendo a nivel global a través de los grandes organismos multilaterales de crédito: la reforma laboral, tributaria y previsional, reformadas, obviamente, en un sentido restrictivo y regresivo.

Pero lo común tiene otras muchas aristas. Por ejemplo los bienes comunes, ofrecidos a precio vil al mejor postor a través del Régimen de Incentivos a las Grandes Inversiones (RIGI), el corazón intocado de la antigua ley y la piedra de toque del reposicionamiento geopolítico de la Argentina, que bajo el gobierno de Milei y la canciller Diana Mondino ha venido practicando un occidentalismo puramente ideológico, que ha elegido alinear al país, de manera absolutamente gratuita y contraintuitiva, al bando que tiene todas las de perder en la transición hegemónica global en curso. El RIGI es al siglo XXI lo que el Pacto Roca-Runciman de 1933 suscrito entre la oligarquía argentina y el Imperio Británico fue al siglo XX: lo que el lúcido ensayista argentino Arturo Jauretche supo definir como “el estatuto legal del coloniaje”.

De esta manera el agua, la biodiversidad, las proteínas animales y vegetales, los hidrocarburos convencionales y no convencionales, el litio y las “tierras raras”, fluirán de manera “libre” y “legal” hacia el Norte Global, convirtiendo a las regiones estratégicas de la Argentina en zonas de acopio y sacrificio para un imperialismo que, como el estadounidense, se debate ya entre la inmolación militar o el repliegue estratégico (precisamente en nuestro fatalmente compartido hemisferio).

Pero lo común también es la gestión de la vida en sus niveles más inmediatos, cotidianos e incluso precarios, como en las sedes de los sindicatos, los clubes de barrio, las iglesias de las periferias o los comedores de la llamada economía popular, hoy fuertemente estigmatizados, pero que resultan la última casamata que separa a una sociedad neoliberal y periférica del abismo de la disolución social, la anomia generalizada y el “sálvese quien pueda”. Algo similar sucede con los incisos que pretenden poner fin a la «moratoria previsional», una ley que permitió que cerca de 400 mil personas que no alcanzaron los 30 años de cotización requeridos (ya sea por la inestabilidad laboral, por las recurrentes crisis económicas, o por tratarse de trabajadoras de casas particulares no registradas) pudieran jubilarse y acceder a una vejez con mínimos estándares de dignidad.

Mención aparte merecen los lineamientos de la ley que intentan socavar a uno de los movimientos obreros más poderosos y mejor organizados de todo el planeta. No es casual que la «Ley Bases» busque limitar la afiliación obligatoria, debilitar el derecho a huelga, reemplazar las indemnizaciones por un “fondo de cese laboral optativo” o eternizar los eufemísticos “períodos de prueba” y otras formas de contratación precaria. Si el movimiento sindical supo ser la espina dorsal del peronismo, de las sucesivas resistencias antineoliberales y de casi todas las opciones revolucionarias, la retro-utopía libertaria precisa quebrar sus estructuras, atentando incluso contra los intereses de sectores corporativos y burocráticos que se prestan al más solícito colaboracionismo.

Lo común es también la forma de resolver los problemas del común: es decir la vida en una sociedad democrática. Democracia que en la Argentina volvió a nacer hace apenas cuatro décadas, pero que acusa, como en todo el mundo, síntomas crecientes de insatisfacción y cansancio. Democracia que busca ser asediada, por ejemplo, con la delegación de facultades legislativas extraordinarias al presidente, sin que medie una situación de excepción o catastrófica que así lo amerite. Democracia que supo expresarse también en una serie de consensos inéditos a nivel global, como en el robusto paradigma de derechos humanos made in Argentina que garantizó el juicio y el castigo a (parte de) los responsables civiles y militares de la última dictadura, pero que encuentra hoy a una negacionista presidiendo ni más ni menos que el Senado de la República. 

Lo común es finalmente la seguridad y la paz que garantizan la mismísima existencia biológica de los cuerpos que reunidos conforman lo común. Paz y seguridad que se ven profundamente amenazadas por un gobierno que en vez de buscar espacios de soberanía y autodeterminación en un mundo agitado y belicoso, intenta medrar en conflictos que no comprende, jugando con el fuego de las grandes magnitudes en pugna. Esto se evidencia desde la iniciativa de trasladar la embajada Argentina a Jerusalén, para convalidar una limpieza étnica en proceso y congraciarse con el criminal de guerra Benjamín Netanyahu, o la aún más descabellada propuesta de enviar “ayuda militar” y tropas para combatir en los campos de Ucrania. Paz y seguridad que, por añadidura, se verán socavadas de concretarse la propuesta dolarizadora y el generoso blanqueo de capitales (de hasta 100 mil dólares) habilitado por la mega ley, que colocará al país en un sitio privilegiado para las nuevas cadenas de suministro del narcotráfico y otras economías ilícitas, cuya geopolítica se vio profundamente alterada por la emergencia de nuevos productos, nuevos grupos criminales y nuevas rutas a nivel hemisférico y global. En la utopía liberal-extremista, que como ningún otro documento, libro o intervención sintetiza la «Ley Bases», sucede lo que en las distopías madmaxianas. Sólo hay dos tipos de ciudadanos: policías o pandilleros. Los recursos escasean, la vida es frágil, el Estado no existe y lo común languidece.


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